29

Bremen se había marchado al oeste para llevar la espada druida a los elfos y Kinson Ravenlock y Mareth se dirigieron hacia el este siguiendo el río de Plata en busca de los enanos. El primer día, atravesaron la región montañosa que apuntalaba la orilla septentrional del río y avanzaron serpenteando a paso regular sin alejarse de los bosques del Anar. La niebla cubría las colinas con una persistencia obstinada, hasta que empezó a esfumarse a medida que el sol se elevaba hacia el cielo de mediodía. A primera hora de la tarde, los viajeros habían llegado al linde del Anar, donde se habían adentrado en el bosque. En esta área, el terreno se allanaba y homogeneizaba. La luz del sol penetraba a través del baldaquín de hojas y moteaba el tapiz de tierra. Tenían comida y bebida suficiente para ese día solo, así que la dividieron con cuidado cuando se detuvieron para almorzar y guardaron suficiente para la cena, por si no se les presentaba la ocasión de conseguir algo mejor.

El Anar resplandecía con el verdor de los árboles y el azul del río, con los rayos de luz solar que irradiaban desde un cielo casi despejado y el cantar de los pájaros y el chillido de otras criaturitas atravesando el sotobosque. Sin embargo, el sendero estaba pisoteado y lleno de los desechos del ejército de las Tierras del Norte y no había ni rastro de vida humana. De vez en cuando detectaban el olor de madera carbonizada y ceniza vieja transportados por la brisa y, entonces, el silencio se imponía, una quietud tan insondable que hacía que el hombre y la mujer observaran a su alrededor, en guardia. Pasaron ante pequeñas cabañas y edificios anexos; algunos todavía resistían, otros estaban completamente calcinados, pero todos estaban vacíos. No aparecieron los enanos. No se cruzaron con nadie por el camino.

—No debería sorprendernos —advirtió Mareth en un instante determinado cuando Kinson hizo una observación al respecto—. El Señor de los Brujos justo acaba de retirarse de las Tierras del Este. Los enanos todavía deben de estar escondidos.

Parecía una conclusión lógica, pero sin embargo a Kinson le preocupaba atravesar una región que estaba, aun teniendo en cuenta las circunstancias, inusualmente abandonada. La ausencia de incluso el vendedor más ambulante lo inquietaba. Implicaba que ya nadie tenía una razón para estar aquí, como si la vida ya no tuviera un propósito por esos lares. Le dio que pensar: ¿podía desaparecer una nación entera como si nunca hubiera existido? No tenía un marco de referencia para un exterminio de tal magnitud. ¿Y si habían aniquilado a los enanos? ¿Y si sencillamente habían dejado de existir? Las Cuatro Tierras nunca se recuperarían de una pérdida así. Nunca volvería a ser lo mismo.

Durante la travesía, cómodos con el silencio, mientras cada uno daba vueltas a sus propios pensamientos, el fronterizo y la aprendiz de druida no hablaron demasiado. Mareth caminaba con la cabeza erguida y la mirada hacia adelante, como si se fijase en algo que había más allá y que ninguno de los dos era capaz de ver. Kinson se sorprendió pensando si cavilaba sobre su ascendencia tras lo que había descubierto con Bremen. Saber que ella no era su hija, tras tanto tiempo de creer que lo era, supondría un duro golpe para cualquiera. Pensar que tal vez era hija de uno de los seres oscuros que servían al Señor de los Brujos era aún peor. Kinson no sabía cómo habría reaccionado él mismo ante tal noticia. No creía que lo hubiera aceptado con facilidad. No importaba, pensó, que Bremen insistiera en que eso no tenía nada que ver con el tipo de persona que Mareth era. No solo era una cuestión de lógica. Mareth era una mujer con la cabeza bien amueblada e inteligente, pero las vicisitudes de su infancia y las complejidades de la vida adulta habían hecho que fuera vulnerable a que eso socavara las pocas creencias a las que había conseguido aferrarse.

De vez en cuando se planteaba la posibilidad de sacarle el tema. Kinson pensó si decirle que era la persona que ella siempre había creído que era, que el fronterizo veía lo bondadosa que era, que había sido testigo de la fortaleza de su amabilidad y que un origen tan endeble como la sangre nunca vencería a su propia naturaleza. Con todo, era incapaz de encontrar el modo de expresarlo de forma que no pareciera condescendiente y tenía miedo de arriesgarse a que sucediera precisamente eso. Mareth parecía satisfecha solo con tenerlo de acompañante y, a pesar de su comentario grosero cuando Bremen había sugerido que ella le acompañara, en el fondo estaba contento de que lo hubiera hecho. Había llegado a sentirse a gusto con ella, con las circunstancias que compartían, con las conversaciones que tenían, con la forma que tenían de adivinar lo que pensaba el otro, con el vínculo que sentía hacia ella en una docena de pormenores que no era capaz de definir con facilidad. Este último lo percibía en detalles como el sonido de su voz, el modo en que ella lo miraba, el sentimiento de camaradería que iba más allá del simple hecho de compartir el viaje. Al final decidió que bastaba con que él estuviera allí por si ella decidía que necesitaba hablar. Mareth ya sabía que la identidad y los orígenes de su padre no suponían ninguna diferencia para Kinson. Sabía que nada de eso le importaba.

Al atardecer, mientras la luz se desvanecía y el ambiente refrescaba, llegaron a Culhaven, donde el olor de la muerte era acre y penetrante entre las sombras. La capital de los enanos había ardido hasta los cimientos y la habían saqueado entera. No quedaba más que tierra chamuscada, escombros, unas cuantas vigas calcinadas y huesos esparcidos. Muchos de los muertos seguían en el mismo lugar donde habían sido abatidos. Era imposible reconocerlos, pero la pequeñez de los huesos ponía de manifiesto que algunas víctimas eran niños. El fronterizo y la aprendiz de druida salieron del amparo de los árboles y se adentraron en el claro donde se había erigido la ciudad. Se quedaron inmóviles mientras hacían una evaluación compungida y luego comenzaron a avanzar, poco a poco, hacia la carnicería. Hacía semanas que había ocurrido el ataque, los fuegos hacía tiempo que se habían extinguido y la tierra ya empezaba a regenerarse bajo las ruinas: brotecitos verdes asomaban entre la ceniza. Con todo, en Culhaven no había ni un atisbo de vida humana, y en toda aquella extensión ennegrecida el silencio se imponía como un manto de indiferencia.

En el centro de la ciudad encontraron una gran fosa donde se habían lanzado centenares de cuerpos de enanos y los habían quemado.

—¿Por qué no huyeron? —preguntó Mareth con un hilo de voz—. ¿Por qué se quedaron? Seguro que lo sabían. Debieron de haberles advertido.

Kinson guardó silencio. Mareth sabía la respuesta tanto como él: la esperanza puede jugarte malas pasadas. Fijó la vista en la lejanía, más allá de la gran extensión de ruinas. ¿Dónde estaban los enanos que todavía vivían? Esa era la pregunta para la que necesitaban una respuesta.

Siguieron caminando entre los escombros y aceleraron el paso, porque no les quedaba nada por ver que no hubiesen visto ya sobradamente. La luz se extinguía y querían haber dejado atrás la destrucción cuando levantaran campamento para pasar la noche. Aquí no hallarían ni comida ni agua. Tampoco encontrarían un refugio. No había nada que pudiera hacer que se quedaran. Así que continuaron caminando, bordeando el curso del río, que serpenteaba lentamente hacia el corazón de los bosques del este. Tal vez encontrarían algo mejor más adelante, pensó Kinson, esperanzado. Tal vez más adelante habría vida.

Algo salió correteando entre los escombros y salió disparado hacia un lado, lo que provocó que el fronterizo se sobresaltara. Ratas. No las había visto antes, pero era lógico que estuvieran allí, así como otros animales carroñeros, supuso. Lo recorrió un escalofrío, desencadenado por el recuerdo de su infancia, cuando se había quedado dormido en una caverna que había estado explorando y, al despertar, un montón de ratas estaban correteando sobre él y a su alrededor. En aquellos instantes horribles y efímeros, la muerte se le había antojado algo extrañamente cercano.

—¡Kinson! —dijo Mareth entre dientes de pronto y se detuvo.

Una figura encapuchada estaba de pie ante ellos, inmóvil. Parecía un hombre: dejaba lo suficiente al descubierto para llegar a esta conclusión, al menos. ¿De dónde había salido? Era un misterio. Se había materializado allí, como si lo hubiera conjurado el aire, pero debía de haber estado escondido, esperándoles. Se encontraba cerca de la orilla del río por la que avanzaban, ensombrecido por la noche y por los restos de una pared de piedra. No los amenazaba, se limitaba a seguir allí, de pie, mientras aguardaba a que ellos se acercaran.

Kinson y Mareth intercambiaron una mirada. El rostro de aquel hombre se escondía bajo las sombras de la capucha y los brazos y las piernas, tras los pliegues de la capa. No podían saber quién era, nada les indicaba su identidad.

—Hola —se aventuró Mareth con suavidad. Sostenía el cayado que Bremen le había dado a modo de escudo ante ella.

No se produjo ninguna respuesta, ningún movimiento.

—¿Quién sois? —insistió ella.

—Mareth —la llamó la figura con un susurro lento.

Kinson se puso tenso. La voz se le antojaba como el correteo de las ratas y estaba impregnada de la presencia de la muerte. De pronto volvía a estar en esa cueva, volvía a ser un niño. La voz chirriaba y le crispaba los nervios como si fuera metal contra roca.

—¿Me conocéis? —preguntó Mareth, sorprendida. No parecía que la voz la molestara.

—Así es —respondió el otro—. Todos te conocemos, todos los que formamos parte de tu familia. Te hemos estado esperando, Mareth. Llevamos mucho tiempo esperando.

Kinson percibió el temblor en la voz de la mujer:

—¿De qué estáis hablando? —exigió al instante—. ¿Quién sois?

—Tal vez soy aquel que has estado buscando. Tal vez yo soy ese. ¿Serías muy dura conmigo si lo fuera? ¿Te enfadarías si te dijera que soy…?

—¡No! —gritó ella de sopetón.

—¿… tu padre?

La capucha cayó hacia atrás y el semblante quedó al descubierto. Era un rostro severo y fuerte y las similitudes con el de Bremen eran más que evidentes, aunque el hombre que se alzaba ante ellos era más joven. Sin embargo, la semejanza con Mareth era inconfundible. Dejó que la joven le observara un momento, dejó que lo examinara bien. Daba la impresión de no haber reparado en la presencia de Kinson.

Esbozó una leve sonrisa.

—Te ves reflejada en mí, ¿verdad, pequeña? ¿Ves cuánto nos parecemos? ¿Tan difícil es de aceptar? ¿Tan repugnante te parezco?

—Algo me da mala espina —advirtió Kinson en voz baja.

Sin embargo, no tuvo la sensación de que Mareth lo hubiera oído. Tenía los ojos clavados en el hombre que afirmaba ser su padre, en el desconocido envuelto en una capa negra que había aparecido de repente ante ellos. ¿Cómo? ¿Cómo había sabido dónde encontrarlos?

—¡Eres uno de ellos! —le espetó Mareth, con frialdad—. ¡Uno de los servidores del Señor de los Brujos!

El ser de rasgos marcados no reculó.

—Sirvo a quien quiero, igual que tú. Pero tu servicio para con los druidas estaba motivado por la búsqueda de tu padre, ¿no es cierto? Te lo leo en los ojos, criatura. No tienes ningún vínculo real con los druidas. ¿Qué significan para ti? Yo soy tu padre. Soy de tu misma sangre, tu vínculo conmigo es evidente. Ay, comprendo tus recelos. No soy un druida, he jurado servir a otra causa, una a la que te opones. Toda la vida has oído que soy pura maldad. ¿Pero cuán malo crees que soy? ¿Son ciertos todos los rumores? ¿O tal vez los ensombrecieron quienes los contaban para cumplir con su propio propósito? ¿Cuánto puedes creerte de todo lo que sabes?

Mareth negó con la cabeza, despacio.

—Creo que lo suficiente.

El extraño sonrió.

—Entonces, tal vez no sea tu padre.

Kinson vio cómo la joven titubeaba.

—¿Lo eres?

—No lo sé. No sé si quiero serlo. Si lo fuera, no querría ser la diana de tu odio. Preferiría que lo comprendieras y lo toleraras. Desearía que escucharas todo lo que tengo que contarte sobre mi vida y cómo eso te afecta. Me gustaría tener la oportunidad de explicarte por qué la causa a la que sirvo no es maligna ni destructiva, sino que se basa en verdades que nos harán libres a todos. —El desconocido hizo una pausa—. Recuerda que tu madre me quería. ¿Tanto pudo equivocarse al entregar su amor? ¿Tanto pudo equivocarse al depositar su confianza en mí?

Kinson notó que algo cambiaba casi imperceptiblemente (una corriente de aire, una voluta de humo, una onda en el cauce del río), algo que no pudo ver, pero sí sentir. Se le erizó el vello de la nuca. ¿Quién era este desconocido? ¿De dónde había salido? ¿Cómo sabía quién era Mareth?

—¡Mareth! —volvió a advertirle el fronterizo.

—¿Y si los druidas se han equivocado en todo lo que han hecho? —preguntó el extraño de pronto—. ¿Y si todo lo que te han hecho creer se basa en mentiras, medias verdades y tergiversaciones de unos hechos que se remontan al principio de los tiempos?

—Es imposible —contestó Mareth enseguida.

—¿Y si aquellos en los que confías te traicionan? —insistió el desconocido.

—¡Mareth, no! —soltó, airado, Kinson. En ese instante, los ojos del extraño se posaron sobre él y, de repente, Kinson Ravenlock era incapaz de moverse o de pronunciar palabra. Estaba paralizado, como si se hubiera convertido en piedra.

El desconocido volvió a centrar la mirada en Mareth.

—Mírame, criatura. Mira con atención.

Horrorizado, Kinson no pudo evitar que Mareth lo hiciera. Su rostro adoptó un aspecto vacío y perdido, como si estuviera observando algo completamente distinto a lo que se alzaba ante ella.

—Eres una de los nuestros —entonó el desconocido con ternura, persuasivo y agradable—. Tu lugar está con nosotros. Tienes nuestro mismo poder. Compartes nuestra pasión. Eres igual que nosotros excepto por un detalle: no compartes nuestra causa. Debes adoptarla, Mareth. Debes aceptar que tenemos razón en lo que perseguimos: fuerza y una larga vida gracias al uso de la magia. Has sentido cómo te corre por las venas. Te has preguntado cómo puedes dominarla. Te lo voy a mostrar. Te voy a enseñar. No tendrás que rechazar algo que forma parte de ti. No tendrás que tener miedo. El secreto se fundamenta en prestar atención a lo que esta te exige, en no tratar de contenerla, en no rehuir lo que necesita. ¿Lo comprendes?

Mareth asintió con aire ausente. Kinson contempló cómo se producía un cambio intangible en los rasgos del extraño que se alzaba ante ellos. Ya no era tan humano. Ya no se parecía tanto ni a Bremen ni a Mareth. Se estaba convirtiendo en algo completamente distinto.

Poco a poco y acuciado por el dolor, el fronterizo se revolvió contra las cadenas invisibles que le ataban los músculos. Con sumo cuidado, alargó la mano por el muslo para llegar la larga daga envainada que tenía allí atada.

—¿Padre? —dijo Mareth de pronto—. ¿Padre, por qué me abandonaste?

Se produjo un largo silencio en la noche cerrada. Kinson cerró los dedos sobre la empuñadura de la daga. Los músculos le protestaron de dolor y tenía la mente nublada. ¡Era una trampa parecida a la que el Señor de los Brujos les había tendido en Paranor! ¿El desconocido había estado esperándolos a ellos o a cualquiera que pasara por allí? ¿Había sabido que llegaría Mareth en concreto? ¿Había mantenido la esperanza de que sería Bremen? Estrechó la daga con fuerza.

El extraño levantó la mano y le hizo señas a la joven. Era una mano llena de nudos con dedos terminados en garras. Sin embargo, Mareth no parecía verlo. Dio un pequeño paso hacia delante.

—Sí, criatura, ven, ven —la instó el desconocido, cuyos ojos se habían tornado carmesíes como la sangre. Los colmillos asomaban tras una sonrisa tan perversa como el ataque de una serpiente—. Deja que te lo explique todo. Dame la mano, dale la mano a tu padre y te contaré todo lo que debes saber. Entonces lo comprenderás. Verás que tengo razón. Sabrás la verdad.

Mareth dio otro paso adelante. Bajó un poco la mano con la que sostenía el cayado del druida.

Un segundo después, Kinson Ravenlock se libró de la magia que lo tenía atrapado, se deshizo de los grilletes de un tirón y desenvainó la larga daga. En un solo movimiento fluido, se la lanzó al desconocido. Mareth chilló de miedo, el fronterizo no supo si era por ella, por su padre o incluso por el mismo Kinson. No obstante, el extraño se transformó en un abrir y cerrar de ojos y evolucionó de una forma humana a otra que de humana no tenía nada. Alzó un brazo y se encendió una cortina de llamas pérfidas y verdes que incineraron la daga cuando todavía surcaba el aire.

La figura que ahora se alzaba ante ellos entre una bruma de humo y luz titilante era la de un Portador de la Calavera.

Una segunda explosión de fuego surgió de las garras de la criatura, pero Kinson ya se había movido, se había lanzado a por Mareth, la había apartado de la trayectoria del ataque y había terminado en montón de escombros cubiertos de ceniza. En un periquete, Kinson volvía a estar de pie, no esperó a ver si ella se había recuperado y dio la vuelta tras un muro en dirección al Portador de la Calavera. Tendría que actuar con rapidez si quería conservar la vida. La criatura avanzaba hacia ellos arrastrando los pies, el fuego le chisporroteaba en la punta de las garras y los ojos rojos iluminaban las sombras del interior de la capucha. Kinson cruzó el campo abierto a toda velocidad, esquivando los proyectiles de fuego, hasta que se lanzó al suelo y rodó hasta parapetarse tras el esqueleto de un arbolito. El Portador de la Calavera giró hacia él mientras susurraba palabras insidiosas, cargadas de odio; una promesa sombría.

Kinson desenvainó el sable. Había perdido el arco, que en este caso le hubiese servido más, aunque en realidad no tenía ningún arma que pudiera marcar la diferencia. En ocasiones anteriores, lo habían protegido el sigilo y la astucia, pero ahora no le servían ni el uno ni la otra.

—¡Mareth! —gritó, desesperado.

Acto seguido, salió del escondite y cargó contra el Portador de la Calavera.

El cazador alado cambió de posición para afrontar la acometida, alzó las manos, las garras chisporroteaban. Kinson reparó en que estaba demasiado lejos para enfrentarse con el monstruo antes de que el fuego lo embistiera. Dobló hacia la izquierda y buscó dónde ponerse a cubierto. No encontró nada. El Portador de la Calavera se alzaba ante él, oscuro e imponente. Kinson trató de cubrirse la cabeza.

Entonces, Mareth chilló de pronto:

—¡Padre!

El Portador de la Calavera se giró al oír la voz de la joven, pero el fuego druida ya salía disparado de la punta alzada del cayado de Mareth. Colisionó con el cuerpo del cazador alado y lo mandó contra una pared. Kinson trastabilló y cayó mientras procuraba cubrirse los ojos. Mareth tenía una expresión adusta bajo la luz mortífera, con una mirada férrea en los ojos. Embistió al Portador de la Calavera con un torrente de fuego continuo que le quemó las defensas, la piel endurecida y el corazón. La criatura gritó de odio y dolor y levantó los brazos como si quisiera echar a volar, pero el fuego druida lo consumió por completo y se convirtió en cenizas.

Mareth tiró el cayado al suelo con furia y el fuego druida se extinguió.

—Toma, padre —dijo entre dientes—, te doy la mano. Ahora cuéntame las verdades y las mentiras. ¡Venga, padre, cuéntamelas!

Las lágrimas comenzaron a rodarle por el rostro pequeño y ennegrecido. La noche los envolvió de nuevo y el silencio recuperó su predominio. Kinson se alzó poco a poco, se acercó a ella y, con cuidado, la estrechó hacia sí.

—No creo que supiera mucho del tema, ¿no te parece?

Mareth sacudió la cabeza sin decir nada, apoyada contra el pecho del fronterizo.

—Qué necia soy. No tengo remedio. No he podido evitar escucharle. ¡Casi me lo creo! ¡Tantas mentiras! Pero era tan convincente… ¿Cómo sabía lo de mi padre? ¿Cómo sabía qué debía decir?

Kinson le acarició el pelo.

—No lo sé. Los seres oscuros de este mundo conocen los secretos que guardamos. Averiguan qué nos asusta, qué dudas nos acechan y lo usan en nuestra contra. Bremen me lo contó un día. —Bajó la barbilla hasta posarla sobre su pelo—. Creo que esta criatura nos estaba esperando: a ti, a mí, a Bremen, a Tay o a Risca; a cualquiera de los que suponen una amenaza para su amo y señor. Era una trampa muy parecida a la que el Señor de los Brujos nos tendió en Paranor, diseñada para atrapar a cualquiera que apareciera. Pero Brona ha usado un Portador de la Calavera esta vez, lo que significa que debe de tener mucho miedo de lo que somos capaces de hacer.

—Por poco nos mata —susurró ella—. Tenías razón con lo que dijiste sobre mí.

—No, estaba equivocado —replicó él enseguida—. Si hubiera venido solo, si no me hubieras acompañado, estaría muerto. Me has salvado la vida. Y lo has hecho con la magia que posees. Echa un vistazo al suelo, Mareth. Y luego mírate.

Ella hizo lo que le pidió. El suelo estaba ennegrecido y calcinado, pero ella estaba intacta.

—¿Te das cuenta? —preguntó él con dulzura—. El cayado ha encauzado tu magia, tal como Bremen dijo. Ha desviado la parte que te habría hecho daño y ha conservado lo único que era necesario. Por fin puedes controlar tu magia.

Ella lo miró de hito en hito, la tristeza que reflejaban esos ojos era palpable.

—Ya no importa, Kinson. No quiero controlar la magia. No quiero saber nada de la magia. Estoy harta. Estoy harta de mí: de quién soy, de dónde procedo, de quiénes fueron mis padres, de todo lo que tiene que ver conmigo.

—No —susurró él mientras le sostenía la mirada.

—Sí. Quería creer a esa criatura, si no, no me hubiera cautivado tanto. Si no hubieras conseguido sacarme del embrujo, ahora los dos estaríamos muertos. No hubiese servido para nada. Estoy tan enfrascada en la búsqueda para descubrir la verdad sobre mí misma que pongo en peligro a cualquiera que esté cerca. —Apretó los labios—. Ha dicho que era mi padre. Un Portador de la Calavera. Esta vez ha sido mentira, pero quizá no lo sea la próxima. Tal vez sea verdad, incluso. Tal vez mi padre es un Portador de la Calavera. No quiero saberlo. No quiero saber nada más, ni de magia, ni de druidas, ni de cazadores alados ni de talismanes. —Las lágrimas volvían a surcarle el rostro y tenía la voz entrecortada—. Se acabó, estoy harta. Deja que otra persona te acompañe. Yo me retiro.

Kinson clavó los ojos en la oscuridad de la lejanía.

—Eso no puedes hacerlo, Mareth —le dijo al final—. No, no digas nada, solo escúchame. No puedes porque eres demasiado buena persona para actuar así. Tienes que seguir adelante. Los que no pueden defenderse necesitan que los ayudes. No es una responsabilidad que tú hayas buscado, lo sé. Pero aquí está, es una carga que debes soportar, que se te ha asignado porque eres una de las pocas que puede sobrellevarla. Tú, Bremen, Risca y Tay Trefenwyd. Sois los últimos druidas que quedan. Solo vosotros cuatro. Ya no quedan más y tal vez no volverá a haber druidas.

—Me da igual —murmuró ella, sin ánimo—. No me importa.

—Sí, sí que te importa —insistió el fronterizo—. A todos os importa. Si no os importara, haría tiempo que la lucha contra el Señor de los Brujos habría terminado y todos estaríamos muertos.

Se quedaron de pie, contemplándose el uno al otro sumidos en silencio, como dos estatuas que se erigían entre las ruinas de una ciudad.

—Tienes razón —reconoció al final, con una voz tan baja que Kinson apenas podía oírla—. Sí que me importa.

Mareth se acercó a él, levantó el rostro hacia el fronterizo y lo besó en los labios. Le rodeó la cintura con los brazos y lo estrechó hacia sí. El beso duró, y era más que un beso de amistad o de gratitud. Kinson sintió que una sensación cálida se expandía en su interior, una sensación que no sabía que albergaba. Le devolvió el beso y la rodeó con los brazos a su vez.

Cuando el beso hubo terminado, ella se quedó abrazada contra él durante un instante, con el rostro hundido en el pecho de Kinson. Este notaba los latidos del corazón de Mareth. Sentía su respiración. Entonces, la joven retrocedió y lo miró sin mediar palabra; esos ojos enormes y negros estaban llenos de asombro.

La joven se agachó para recoger el cayado y comenzó a caminar hacia el bosque de nuevo, siguiendo siempre el curso del río de Plata hacia el este. Kinson la contempló hasta que quedó reducida a una sombra mientras trataba de darle un sentido a todo eso. Al final, se dio por vencido y se apresuró a alcanzarla.


Tras el incidente, caminaron dos días más sin tropezarse con nadie. Todas las aldeas, granjas, cabañas y mercados por los que pasaron habían ardido y estaban desiertos. Había señales que delataban el paso del ejército de las Tierras del Norte y la huida de los enanos, pero no había nadie ahora. Los pájaros surcaban el cielo y había animalitos que correteaban por el sotobosque, los insectos zumbaban en las zarzamoras y los peces navegaban por las aguas del río de Plata, pero seguían sin aparecer humanos. El hombre y la mujer avanzaban atentos y vigilantes por si había algún otro Portador de la Calavera o cualquier otro espécimen del abanico de criaturas del averno que servían al Señor de los Brujos, pero tampoco apareció ninguno. Encontraron comida y agua, nunca en abundancia y siempre en medio de la naturaleza. Los días eran calurosos y aletargados, el sofoco pegajoso del Anar se templaba muy de vez en cuando gracias a lluvias ocasionales. Las noches eran claras e insondables, llenas de estrellas y bañadas por la luz de la luna. El mundo era un lugar tranquilo, en calma y vacío. Comenzaron a tener la sensación de que todos, tanto amigos como enemigos, se habían desvanecido en el firmamento.

Mareth no volvió referirse a su ascendencia ni abandonó la empresa. Tampoco mencionó que odiara la magia o temiera a aquellos que la usaban. Avanzaba prácticamente en silencio y, cuando decía algo, estaba relacionado con el territorio que estaban cruzando o con las criaturas que lo habitaban. Parecía haber dejado atrás lo que había sucedido en Culhaven. Semejaba que se hubiera decidido por seguir acompañando a Kinson, aunque no lo hubiera expresado con palabras. A menudo le sonreía. A veces, se sentaba cerca de él antes de ir a dormir. El fronterizo deseó, más de una vez, que la joven volviera a besarlo.

—Ya no estoy enfadada —dijo ella en cierto momento, con la vista clavada adelante, evitando así los ojos de Kinson. Estaban caminando uno al lado del otro por una pradera llena de flores amarillas silvestres—. He estado enfadada durante mucho tiempo —continuó, tras una pausa—: con mi madre, con mi padre, con Bremen, con los druidas, con todo el mundo. La ira me daba fuerzas, pero ahora solo me agota. Ahora solo estoy cansada.

—Lo comprendo —respondió él—. Hace más de diez años que viajo; de hecho, llevo toda mi vida viajando, siempre buscando algo. Ahora solo quiero detenerme y contemplar mi entorno. Quiero tener un hogar en algún sitio. ¿Crees que es una bobada?

Ella sonrió al oírlo, pero no contestó.

A finales del tercer día tras haber salido de Culhaven, llegaron al Cuerno del Cuervo. El sol se empezó a poner en el horizonte occidental cuando ya se hallaban bajo la sombra de las montañas y comenzaban a subir por sus estribaciones. El cielo se había tornado un arcoíris extraordinario de naranja, carmesí y morado, los colores lo teñían todo, manchaban la tierra y llegaban hasta los rincones de la región que ya se estaban oscureciendo. Kinson y Mareth se detuvieron para contemplar ese espectáculo cuando apareció un enano solitario en el camino que se extendía ante ellos.

—¿Quién sois? —les preguntó sin preámbulos.

Estaba solo y llevaban únicamente un garrote pesado, pero Kinson supo enseguida que habría otros en las inmediaciones. Le dijo cómo se llamaban.

—Estamos buscando a Risca —notificó—. El druida Bremen nos ha enviado para encontrarlo.

El enano no dijo nada, sino que se volvió y les hizo gestos para que lo siguieran. Caminaron durante varias horas, el sendero se elevaba por las estribaciones y las cuestas de las montañas. La luz diurna se apagó y la luna y las estrellas salieron para iluminarles el camino. Refrescó y su aliento empezó a formar pequeñas volutas ante ellos. Kinson buscaba señales que delataran la presencia de otros enanos a medida que avanzaban, pero no vio más que aquel que los guiaba.

Al final, llegaron a un valle donde ardían una docena de almenaras y diez veces más enanos que ellos apiñados alrededor. Los enanos alzaron la vista cuando los sureños aparecieron y algunos incluso se pusieron de pie. Exhibían miradas severas, cargadas de recelo, e intercambiaron pareceres en voz baja. Tenían pocas posesiones, pero todos y cada uno de ellos llevaban armas atadas en la cintura o la espalda.

De repente, Kinson se planteó si él y Mareth estaban en peligro. Se acercó a ella mientras observaba a derecha e izquierda. No se sentía seguro. Le daba mala espina y se sentía amenazado. Se preguntó si esos enanos serían renegados que habían huido del grueso del ejército. Se preguntó si ese ejército existía ahora siquiera.

Entonces, de pronto, Risca apareció ante ellos, esperando mientras se acercaban. Estaba igual que cuando se había separado de ellos en el Cuerno del Hades, excepto por la nueva colección de cortes que le señalaba la cara y las manos. Cuando ese rostro curtido les ofreció una sonrisa y el enano les estrechó la mano para saludarlos, Kinson Ravenlock supo que todo iba a salir bien.