9
Al llegar a Arborlon, Tay visitó a su familia y a sus amigos mientras aguardaba, impaciente, a que Jerle Shannara le confirmase que Paranor y los druidas habían caído. Su amigo le había asegurado antes de partir que mandaría a alguien de inmediato para confirmar si las sospechas de Bremen eran fundadas. Cuando eso estuviera hecho, se concertaría una reunión con el rey elfo, Courtann Ballindarroch, y el Consejo Supremo Elfo. Tay tendría la oportunidad de hacer su petición de ayuda para los enanos y para la búsqueda de la piedra élfica negra. Jerle le había prometido que lo apoyaría. Por el momento, sin embargo, ninguno de los dos haría o diría nada más sobre ese tema.
No obstante, a Tay le costó mucho. Recordaba perfectamente el apremio con el que Bremen lo había exhortado a conseguir la ayuda de Ballindarroch. Oía la voz del anciano como un susurro cuando los zapatos rozaban piedras sueltas; cuando percibía la voz de extraños a los que no veía e incluso cuando dormía, en sueños. Con todo, Bremen no apareció ni mandó nuevas de ningún tipo, y Tay era consciente de que no ganaría nada si lo contaba antes de recibir noticias de las condiciones en las que se encontraba Paranor. Pronto recibió un comunicado formal en el que se le transmitía el placer que le producía a Ballindarroch saber que había regresado, pero no iba acompañado de ninguna convocatoria de reunión con el rey o el Consejo Supremo. Para todos, excepto para Jerle Shannara, la llegada de Tay a Arborlon se trataba solamente de una visita a su familia y amigos.
Tay pasó la noche en casa de sus padres, que habían envejecido y estaban preocupados por el paso de los días y el bienestar de sus hijos. Ambos se interesaron por la vida que el elfo llevaba en Paranor, pero se cansaban con facilidad y no insistían para que les diera más detalles cuando les respondía. No sabían nada de los Portadores de la Calavera ni del Señor de los Brujos. Y del ejército troll solo habían oído rumores. Vivían en una cabaña en la linde de los Jardines de la Vida, en el Carolan, y se pasaban el día ocupándose del jardincito que tenían dedicándole su tiempo, cada uno, a sus aficiones: su padre, a la serigrafía; su madre, a tejer. Hablaron con Tay mientras trabajaban, se iban turnando las preguntas que le hacían, absortos en sus tareas, mientras le escuchaban a medias. Tay los contempló: pequeños y delicados, se iban apagando poco a poco; le recordaron la fragilidad de su propia vida, algo que él siempre había asumido como sólido hasta hacía bien poco.
El hermano de Tay y su familia vivían en el Sarandanon, varias millas hacia el suroeste, de modo que Tay averiguó lo que pudo sobre ellos gracias a sus padres. Nunca había tenido una relación estrecha con su hermano y no lo había visto desde hacía más de ocho años, pero escuchó diligentemente a sus padres y le alegró de saber de que le iba bien la labranza.
Su hermana Kira ya era harina de otro costal. Vivía en Arborlon, y fue a visitarla el primer día que llegó. La encontró forcejeando para vestir a su hijo más pequeño; todavía tenía un rostro joven y lozano, una energía inagotable y la sonrisa tan cálida y dichosa como el canto de un ave. Se acercó a él con una risa que le daba la bienvenida, se le lanzó a los brazos y lo abrazó hasta tal punto que Tay creyó que iba a estallar. Lo arrastró hasta la cocina y le ofreció cerveza fría, lo hizo sentarse en un viejo banco con pies de caballete y lo acribilló a preguntas sobre su vida mientras le contaba la suya, todo de golpe. Compartieron las preocupaciones que los acosaban a ambos sobre sus padres e intercambiaron anécdotas de su infancia. Antes de que se dieran cuenta, había anochecido. Se volvieron a ver al día siguiente y, junto con el esposo de Kira y sus hijos, fueron al bosque que se extendía a ambas riberas del arroyo Cantarín a comer. La única vez que Kira mencionó a Jerle Shannara fue para preguntarle si ya lo había visto. Las horas pasaron y Tay casi fue capaz de olvidarse de que había venido por otra razón. Los niños jugaron con él hasta que se cansaron y se sentaron en la ribera para chapotear con los pies en las frías aguas mientras él hablaba con los padres de las criaturas sobre la manera en la que estaba cambiando el mundo. Su cuñado hacía artículos de cuero y comerciaba con regularidad con las demás razas. Sin embargo, ya no mandaba su mercancía hacia las Tierras del Norte porque ahora las naciones habían sido subyugadas y se habían unido en una sola. Circulaban rumores, le contó este, de criaturas malignas; monstruos alados y sombras tenebrosas, bestias que atacaban con fiereza a humanos y elfos por igual. Tay le escuchó mientras asentía con la cabeza y declaró que él también había oído esos rumores. Trató de no mirar a Kira cuando lo dijo, de no dejarle ver lo que reflejaban sus ojos.
También visitó a viejos amigos, algunos de los cuales apenas habían envejecido desde la última vez que los había visto. Con algunos había tenido una relación muy estrecha, pero sus caminos se habían separado y alejado demasiado como para volver atrás. O tal vez era él el que había ido demasiado lejos. Ahora se le antojaban desconocidos, no en el físico o en la voz, que aún le parecían familiares, sino en las elecciones que habían ido tomando desde que sus vidas habían comenzado a cobrar forma. Lo único que compartió con ellos fueron recuerdos de lo que otrora habían compartido. Era triste, pero no le sorprendía. El tiempo se llevaba los compromisos y aflojaba los lazos. Las amistades se veían reducidas a cuentos del pasado y vagas promesas de futuro, y no había ninguna que fuera lo suficientemente sólida como para recuperar lo que se había perdido. Con todo, era obra de la vida: conducía a cada cual por distintas sendas hasta que un día uno se daba cuenta de que avanzaba solo.
Arborlon también se le antojaba desconocido, aunque no del modo en el que se había esperado. Su apariencia seguía siendo la misma: un pueblo transformado en ciudad llena de alboroto y expectativas, y que se había convertido en el punto neurálgico de las Tierras del Oeste. Tras veinte años de crecimiento continuo, se había convertido en la ciudad más grande e importante de la mitad septentrional del mundo conocido. El término de la Primera Guerra de las Razas había alterado sin remedio el papel que el pueblo elfo desempeñaba en el desarrollo de las Cuatro Tierras y, tras la decadencia de la influencia universal de las Tierras del Sur, Arborlon y los elfos habían ido adquiriendo cada vez más importancia. Si bien la ciudad y sus alrededores le eran familiares, incluso tras una larga ausencia y pocas visitas, no podía deshacerse de la sensación de que ese ya no era su lugar. Ahora ya no era su casa, había dejado de serlo hacía casi quince años y ya era demasiado tarde para cambiarlo. Incluso si Paranor había sido destruido y los druidas aniquilados, no estaba seguro de que algún día pudiera volver a Arborlon. Formaba parte de su pasado y, de algún modo, él había evolucionado y lo había dejado atrás. Aquí era un forastero, por mucho que se esforzara en convencerse de lo contrario, y se sentía extraño al tratar de volver a encajar.
Con qué rapidez se escurre todo cuando no prestabas atención, pensó más de una vez durante los primeros días. Con qué rapidez te cambiaba la vida.
Durante las últimas horas de la tarde del cuarto día que llevaba allí, Jerle Shannara fue a su encuentro acompañado de Preia Starle. Tay no había visto a Preia todavía, a pesar de que había pensado en ella muchas veces. Era la mujer más asombrosa que había conocido nunca y, de lejos, si esta hubiese estado enamorada de él en vez de estarlo de Jarle, Tay habría cambiado su vida por ella. Era preciosa, con unos rasgos pequeños y perfectos; el cabello de color canela y los ojos a juego, su piel poseía un tono de morenez que hacía que brillara como la superficie del agua al alba y todo eso complementado por un cuerpo que se curvaba y fluía con la gracia y la agilidad de una gata. Así era Preia a primera vista, pero eso no manifestaba ni un ápice de su esencia. Preia era una guerrera tan buen como Jerle; se había formado como Rastreadora y era la persona más diestra que Tay había conocido en esos menesteres; implacable, constante y tan inevitable como la salida del sol. Era capaz de seguir la pista de un hurón en un pantano, de decirte la medida, la cantidad y el sexo de un rebaño de cabras que cruzaban un peñasco, de vivir en medio de la naturaleza durante semanas solo a base de lo que fuera capaz de encontrar. No se dignaba a seguir el mismo camino que la mayoría de elfas escogían, prefería renunciar a las comodidades que una casa podía ofrecer y a la compañía de un marido e hijos. Preia se había desvinculado de todo aquello. Estaba contenta con la vida que llevaba, le había dicho un día a Tay. Aquellas cosas le llegarían cuando Jerle estuviera preparado. Hasta entonces, iba a esperar.
Jerle, por su parte, estaba satisfecho dejándola hacer. Este tenía sentimientos contradictorios por ella, pensó Tay. El primero la quería a su manera, pero Kira había sido su primer amor y la mujer a la que había amado durante toda su vida, y ahora todavía era incapaz de olvidarla, incluso tras todos esos años. Preia debía de saberlo (era demasiado lista como para no verlo), pero nunca había dicho nada. Tay había esperado que la relación entre ellos dos hubiera cambiado desde la última vez que los había visto pero, al parecer, no había sido así. Jerle no había mencionado a Preia cuando había hablado con él. La mujer todavía se encontraba al otro lado de las puertas de la fortaleza de autosuficiencia e independencia que Jerle Shannara había erigido a su alrededor, esperando a que la dejara entrar.
Se acercó a Tay con una sonrisa cuando este alzó la mirada de los mapas de las Tierras del Oeste que estaba estudiando en una mesita que había en el jardín de sus padres. Él se irguió para salir a su encuentro y se le hizo un nudo en la garganta solo de verla. Se inclinó hacia adelante para que ella le diera un abrazo de bienvenida y un beso.
—Tienes buen aspecto, Tay —lo saludó y retrocedió para contemplarlo más de cerca mientras posaba con suavidad sus manos en sus brazos.
—Y, aún mejor, ahora que te veo —replicó él y se sorprendió ante el descaro de su propia respuesta.
Preia y Jerle lo sacaron de la casa y lo guiaron hasta el Carolan, donde podrían hablar en privado. Se sentaron en la linde de los Jardines de la Vida, de cara al risco y a las cimas de los altos árboles que había al otro lado del arroyo Cantarín. Jerle había escogido un banco en concreto que les permitía mirarse unos a otros y aislarse de la distracción que suponían los que por allí caminaban. Casi no había mediado palabra desde que había venido a buscar a Tay; tenía una mirada distante y preocupada y clavó los ojos en el rostro de Tay por primera vez cuando se hubieron sentado.
—Bremen tenía razón —dijo—. Paranor ha caído. Todos los druidas que estaban allí han muerto. Si algunos consiguieron escapar, además de aquellos que partieron contigo, están escondidos.
Tay mantuvo la mirada fija en él y dejó que la gravedad de su anuncio le pesara en el estómago. Entonces, contempló a Preia. Su expresión no reflejaba sorpresa. Ya lo sabía.
—¿Has mandado a Preia a Paranor? —preguntó enseguida al darse cuenta de la razón por la que ella estaba allí.
—¿A quién, si no? —contestó Jerle con toda naturalidad.
Tenía razón, Tay le había pedido que enviara a alguien digno de confianza y no había otra persona más digna de confianza que Preia. Sin embargo, era un cometido peligroso, lleno de amenazas para su integridad personal, y Tay habría elegido a cualquier otro. Se dio cuenta de que eso ponía de relieve la diferencia de sus sentimientos hacia Preia; aunque esa diferencia tampoco hacía que los de Jerle fueran los más nobles.
—Cuéntale lo que viste —la instó Jerle en voz baja.
Ella se giró para quedar frente a Tay, sus ojos cobrizos reflejaban ternura y tranquilidad.
—Crucé Streleheim sin ningún incidente. Había trolls, pero ni rastro de los gnomos ni del Portador de la Calavera que viste. Me adentré en los Dientes del Dragón al alba del segundo día y me dirigí directamente hacia la Fortaleza. Me encontré el portón abierto y ni rastro de vida. Entré sin que nadie me lo impidiera. Todos los guardias habían sido masacrados, algunos por herida de arma; otros, de garras y dientes, como si los hubieran atacado animales. Los druidas también estaban desparramados junto con los guardas, todos muertos. Algunos habían caído luchando. A otros los habían sacado a rastras de la sala de la Asamblea y los habían llevado a las bodegas, donde los habían emparedado. Pude seguirles la pista y encontrar las tumbas.
Hizo una pausa al ver la expresión de horror y de tristeza que reflejaba la mirada de Tay mientras recordaba a aquellos a quienes había dejado allí. Una mano de dedos delgados se cerró sobre la suya.
—Vi indicios de una segunda contienda, una que se había librado en las escaleras que suben desde la entrada principal. Era más reciente, unos cuantos días después de la primera. En esta perecieron varias criaturas, cosas que fui incapaz de identificar. Se usó magia, y toda la escalera estaba calcinada, como si el fuego la hubiese limpiado y solo hubiera dejado las cenizas de los muertos.
—¿Bremen? —preguntó Tay.
Ella sacudió la cabeza.
—No lo sé. Tal vez. —Le apretó la mano con fuerza—. Tay, lo siento mucho.
Este asintió.
—Aunque estos días ya lo sabía, aunque me he preparado mentalmente para aceptarlo, todavía es difícil oírte decirlo. Todos muertos. Todos aquellos con los que trabajé y viví durante tantos años. Y tal vez incluso Bremen. Me hace sentir vacío.
—A ver, ahora ya ha pasado y no se le puede hacer nada. —Jerle ya estaba listo para afrontar el siguiente desafío. Se alzó—. Debemos hablar con el Consejo ahora. Me dirigiré a Ballindarroch para concertar una audiencia. Tal vez haga un poco de aspavientos, pero conseguiremos que nos escuche. Mientras tanto, Preia puede terminar de contarte lo que sea que quieras saber. Sé fuerte, Tay. Al final, ajustaremos las cuentas.
Se marchó con grandes zancadas sin volver la vista atrás: actuar siempre lo ayudaba a encontrar un propósito. Tay observó cómo se alejaba y, entonces, volvió la mirada hacia Preia.
—¿Cómo has estado?
—Bien. —Lo contempló con aire socarrón—. Te ha sorprendido que fuera yo la que ha ido a Paranor, ¿no es cierto?
—Sí. Ha sido una reacción egoísta.
—Pero ha sido agradable. —Preia sonrió—. Me gusta que estés en casa, Tay. He echado de menos tu compañía. Siempre es muy interesante hablar contigo.
Él estiró las piernas y dirigió la mirada hacia el Carolan, donde un destacamento de la Guardia Negra avanzaba hacia los Jardines.
—Ahora lo es menos, me temo. Ya no sé qué decir. Tan solo hace cuatro días que he llegado y ya estoy pensando en volver a partir. Me siento desarraigado.
—A ver, has estado fuera durante mucho tiempo. Todo se te debe de antojar extraño.
—No creo que este sea mi lugar ya, Preia. Puede que ya no tenga un lugar, ahora que Paranor no existe.
Ella rio con suavidad.
—Entiendo lo que quieres decir. El único que nunca ha sufrido ese tipo de dudas es Jerle, y porque no se lo permite. Siente como suyo el lugar que quiere sentir como suyo; se obliga a encajar. Yo soy incapaz de hacerlo.
Se hizo el silencio por un momento. Tay se esforzó por no mirarla.
—Irás hacia el oeste dentro de unos días, cuando el rey te dé permiso para buscar la piedra —dijo ella al final—. Tal vez te sientas mejor entonces.
Él sonrió.
—Jerle te lo ha contado.
—Jerle me lo cuenta todo. Soy su compañera de vida, aunque él no lo reconozca.
—Es un necio por no hacerlo.
Ella asintió con aire ausente.
—Voy a ir con vosotros cuando os vayáis.
Ahora sí que la miró de hito en hito.
—No.
La elfa sonrió, disfrutando al ver su inquietud.
—No puedes prohibírmelo, Tay. Nadie puede. No lo voy a permitir.
—Preia…
—Será demasiado peligroso, será un viaje demasiado arduo, será tal y será cual. —Suspiró, pero no parecía una queja—. Ya me lo han dicho antes, Tay, aunque nunca ha sido alguien que se preocupe tanto por mí como haces tú. —Le sostuvo la mirada—. Y voy a acompañaros.
Tay sacudió la cabeza, admirado, y se le dibujó una sonrisa en los labios aunque trató de reprimirla.
—Claro. Y Jerle no pondrá objeciones, ¿verdad?
Preia le dedicó una sonrisa deslumbrante; tenía una expresión iluminada, llena de placer manifiesto.
—No. Todavía lo desconoce, como comprenderás, pero cuando lo sepa se encogerá de hombros, como siempre, y me dirá que adelante. —Hizo una pausa—. Acepta cómo soy mucho más de lo que lo haces tú. Me trata como a una igual. ¿Lo entiendes?
Tay cambió de posición mientras se preguntaba si lo entendía realmente.
—Creo que Jerle es afortunado al poder contar contigo —dijo él. Carraspeó—. Cuéntame algo más de lo que hallaste en Paranor, cualquier cosa que creas que pueda ser relevante, cualquier cosa que creas que pueda interesarme.
Ella encogió las piernas sobre el banco, como si quisiera resguardarse de las palabras desagradables que se veía forzada a pronunciar, y comenzó a hablar.
Cuando Preia se marchó, Tay permaneció sentado durante un rato mientras trataba de visualizar los rostros de los druidas que nunca volvería a ver. Aunque pareciera mentira, ciertos recuerdos ya comenzaban a desvanecerse. Siempre ocurría así, supuso, incluso con aquello que más importaba.
A la caída de la tarde, se alzó y caminó por las lindes del Carolan, contempló la puesta de sol que teñía el cielo de dorado y plateado al tiempo que la luz cedía el paso a la oscuridad. Esperó a que las antorchas iluminaran la ciudad que quedaba a sus espaldas y, entonces, giró sobre sus talones y se encaminó hacia la casa de sus padres. Se sentía aislado, desligado. La destrucción de Paranor y la muerte de los druidas le habían cortado el ancla, lo habían dejado a la deriva. Lo único que le quedaba era cumplir con la petición de Bremen de buscar la piedra élfica negra, y estaba decidido a hacerlo. Luego, empezaría la vida de cero. Se preguntó si sería capaz de hacerlo, por dónde podría empezar.
Se estaba acercado a su destino cuando un mensajero del rey surgió de entre las sombras y le notificó que debía seguirlo de inmediato. La urgencia de la convocatoria era evidente, de modo que Tay no se opuso. Salió del sendero y siguió al mensajero de nuevo hacia el Carolan, dirección al palacio donde vivían el rey y su numerosa familia. Courtann Ballindarroch era el quinto rey de su linaje y la familia real había crecido más con cada nueva coronación. Ahora, el palacio no solo era el hogar del rey y la reina, sino también de cinco hijos y sus esposas, más de una docena de nietos y una cantidad ingente de tías, tíos y primos. Uno de ellos era Jerle Shannara, aunque este pasaba la mayor parte de su tiempo en los cuarteles de la Guardia Real, donde sin duda se sentía más a gusto.
El palacio apareció ante sus ojos, resplandeciente, recortado contra el fondo oscuro que constituían los Jardines de la Vida. Sin embargo, cuando se acercaban a la entrada principal, el mensajero lo condujo hacia la izquierda por un sendero que conducía al casal que se erigía en una esquina del recinto. Tay echó un vistazo a la extensión de terrenos sumidos en la oscuridad, buscando a la Guardia Real que estaba de servicio. Era capaz de percibirlos, incluso de contarlos si quería mediante la magia, pero no podía ver nada. En el palacio, enmarcadas tras las ventanas iluminadas, las sombras iban y venían, como espectros sin rostro. El mensajero no demostró ningún interés por aquello y se limitó a guiarlo por delante de la residencia principal hacia el edificio que Ballindarroch había elegido para recibirlo. Tay se puso a especular sobre lo repentina que había sido la citación: ¿había sucedido algo? ¿Había ocurrido una nueva tragedia? Se obligó a no conjeturar y a esperar hasta conocer la respuesta.
El mensajero lo llevó directamente hasta la puerta principal del casal y le indicó que la cruzara. Tay entró solo, cruzó el vestíbulo y se introdujo en la sala que había más adelante, donde encontró a Jerle Shannara esperando.
Su amigo se encogió de hombros y alzó las manos con un gesto de impotencia.
—Sé tanto como tú. Se me ha convocado aquí, y aquí estoy.
—¿Le has contado al rey lo que sabemos?
—Le he contado que requerías una audiencia de inmediato con el Consejo Supremo, que tenías noticias de carácter urgente. Nada más.
Se quedaron mirándose mientras reflexionaban. Entonces, la puerta principal se abrió y Courtann Ballindarroch apareció en el umbral. Tay se preguntó de dónde habría venido: habría bajado directamente desde la residencia principal o habría estado escuchándolos al otro lado de las ventanas, en el jardín. Courtann era imprevisible. Tenía un cuerpo de una altura y complexión estándar, había llegado a la madurez de la vida con comodidad, aunque iba ligeramente encorvado, las sienes y el filo de la barba le empezaban a canear y se le comenzaban a notar arrugas profundas en el rostro y el cuello. El físico de Courtann no tenía nada de particular, era un elfo corriente. No tenía una voz de orador ni tampoco el encanto de un líder y aceptaba rápidamente la confusión cuando esta lo acosaba. Se había convertido en rey a la vieja usanza: era el mayor de los hijos del rey anterior, y ni buscaba acumular poder ni se escudaba del que ya tenía. El legado de su reinado como dirigente del pueblo elfo era su reputación de no tener un comportamiento inesperado o indignante, de no ser propenso a cambios drásticos o precipitados, de modo que la gente lo aceptaba como aceptaba a su tío favorito.
—Bienvenido a casa, Tay —lo saludó. Sonreía, relajado, y no daba la sensación de estar consternado cuando se acercó al joven y le estrechó la mano—. Se me ha ocurrido que podríamos discutir las nuevas que traes en privado antes de exponerlas ante el Consejo Supremo. —Se pasó la mano por la gruesa mata de pelo—. Prefiero reducir las sorpresas al mínimo. Y, en caso de que necesitaras un aliado, yo podría servir. No, no mires a tu confidente, no me ha dicho nada. E incluso si lo hubiera hecho, no le habría escuchado. Es muy poco fidedigno. Jerle está aquí solo porque sé que nunca habéis tenido secretos para con el otro, de modo que no tiene demasiado sentido que empezarais ahora.
Les hizo señas para que se acercaran.
—Venid, sentaos aquí, en las sillas acolchadas. Tengo molestias en la espalda. Cuando tengas nietos lo entenderás. Ah, y no seáis formales. Tratémonos de tú a tú. Nos conocemos desde hace demasiado tiempo como para ahora guardar las formas.
Era cierto, pensó Tay mientras se sentaba delante del rey y al lado de Jerle. Courtann Ballindarroch les sacaba veinte años, pero habían sido grandes amigos durante toda la vida. Jerle siempre había vivido en la corte y Tay había pasado mucho tiempo allí, de modo que había tropezado mucho con Courtann. Cuando eran niños, Courtann los llevaba a pescar y a cazar. Siempre coincidían en las ocasiones especiales y celebraciones. Tay había estado en la coronación de Courtann treinta años atrás. Los tres se conocían bien y sabían a qué atenerse cuando se trataba del otro.
—Me temo que desde el principio he albergado dudas de que hubieses venido solo a vernos —reconoció el rey y suspiró—. Siempre has tenido cometidos importantes que cumplir como para desperdiciar el tiempo con una visita de placer. Espero que no te ofenda. —Se recostó en la silla—. Bien, ¿qué nuevas nos traes? Venga, no te guardes nada.
—¡Hay tanto que contar! —replicó Tay mientras se inclinaba hacia adelante para sostener mejor la mirada del rey—. Me envía Bremen. Llegó a Paranor hará dos semanas y trató de advertir al Consejo Druida de que corrían peligro. Bremen se había adentrado en las Tierras del Norte y había podido confirmar la existencia del Señor de los Brujos. Pudo establecer que se trataba del druida rebelde Brona, que aún se mantenía con vida tras varios siglos gracias a la magia que lo había corrompido. Brona fue quien encontró la manera de unir a los trolls y someterlos para que le sirvieran como ejército. Antes de dirigirse a Paranor, Bremen había seguido el rastro de ese ejército hacia el sur y las Tierras del Este.
Hizo una pausa para elegir con cuidado las palabras:
—El Consejo Druida no quiso escucharlo. Athabasca echó a Bremen y un puñado de nosotros nos marchamos con él. Le pedimos a Caerid Lock que nos acompañara, pero lo rechazó. Se quedó para proteger a Athabasca y a los demás de sí mismos.
—Un buen hombre —observó el rey—. Muy capacitado.
—Bremen nos guio y nos dirigimos al Valle de Esquisto. Allí, en el Cuerno del Hades, Bremen habló con los espíritus de los muertos. Fui testigo de ello. Estos le informaron de diversas cuestiones. Una fue que Paranor y los druidas caerían. Otra, que el Señor de los Brujos iba a invadir las Cuatro Tierras y que se debía forjar un talismán para aniquilarlo. Y una tercera está relacionada con el paradero de una piedra élfica negra, una magia que el Señor de los Brujos está buscando, pero que nosotros debemos hallar antes que él. Cuando los espíritus de los muertos volvieron a su reino, Bremen mandó al druida Risca a prevenir a los enanos del peligro que se cierne sobre ellos. Y a mí me envió aquí, a advertirte a ti. Me ordenó que te convenciera de conducir al ejército hacia el este, a través de las tierras fronterizas, para aunar fuerzas con los enanos. Solo al combinar nuestra fuerza seremos capaces de derrota al ejército del Señor de los Brujos. También me indicó que te solicitara ayuda para emprender la búsqueda de la piedra élfica negra.
Ballindarroch había dejado de sonreír.
—Qué directo has sido —notó el rey, sin molestarse en disimular su sorpresa—. Me esperaba que abordaras el tema con más sutileza si pretendías pedirme ayuda.
Tay asintió.
—Esa era mi intención. Y lo hubiera hecho si te estuviera hablando ante el Consejo Supremo. Pero no es el caso, estoy hablando contigo en privado. Solo somos tres y, como bien has subrayado al principio, nos conocemos demasiado bien como para guardar las apariencias.
—Hay otra razón de más peso aún —terció Jerle de pronto—. Cuéntaselo, Tay.
Tay juntó las manos ante él, pero no bajó los ojos.
—He esperado hasta ahora para hablar contigo porque primero quería corroborar las sospechas de Bremen sobre la fortuna de Paranor y los druidas. Le pedí a Jerle que mandara a alguien para que comprobara qué había ocurrido, para asegurarse. Así lo hizo. Mandó a Preia Starle. Ha vuelto esta misma tarde y ha hablado conmigo. En efecto, Paranor ha caído. Todos los druidas y la guardia que los protegía están muertos. Caerid Lock nos ha dejado. Athabasca nos ha dejado. Ya no queda nadie; nadie, Courtann, con el poder necesario para hacerle frente a Brona.
Courtann Ballindarroch se quedó mirándolo de hito en hito, en silencio. Entonces, se levantó y se encaminó hacia la ventana para contemplar la noche. Al poco rato regresó y se sentó de nuevo.
—Son nuevas perturbadoras —dijo con un hilo de voz—. Cuando has mencionado la visión de Bremen, he pensado que sería un truco, un subterfugio, algo distinto a la realidad. Cualquier otra cosa. Todos los druidas… ¿muertos, dices? ¿Cuando había tantos de los nuestros entre ellos? Si siempre han estado allí, desde que la historia tiene constancia. ¿Y ahora nos han dejado? ¿Todos? No doy crédito.
—Ah, pero nos han dejado —afirmó Jerle, que no quería que cupiera la menor duda—. Y ahora debemos actuar con rapidez para evitar que nos ocurra lo mismo.
El rey elfo se mesó la barba.
—No tan deprisa, Jerle. Primero hay estudiarlo con detenimiento. Si hago lo que Bremen pide y el ejército elfo marcha hacia el este, dejaré Arborlon y las Tierras del Oeste desprotegidas. Y esa es una medida peligrosa. Conozco la historia de la Primera Guerra de las Razas lo bastante bien como para evitar cometer los mismos errores. Debemos actuar con prudencia.
—¡La prudencia invita a la demora y no tenemos tiempo para eso! —saltó Jerle.
El rey le clavó una mirada glacial.
—No me presiones, primo.
Tay no podía permitirse que a esas alturas se pusieran a discutir.
—Lo que tú propongas, Courtann —intercedió con rapidez.
El rey fijó la vista en él. Se levantó y se dirigió a la ventana de nuevo, donde se quedó de pie, de espaldas a ellos. Jerle le echó un vistazo a Tay, pero este lo ignoró. Ahora ya era un asunto entre el rey y él. Esperó a que Courtann se volviera de nuevo, a que cruzara la estancia y se volviera a sentar ante ellos.
—Me creo todo lo que me has contado, Tay, y me has convencido, así que te pido que no consideres mi respuesta una contradicción. Confío plenamente en la palabra de Bremen. Si él dice que el Señor de los Brujos está vivo y se trata del druida rebelde Brona, es que debe de serlo. Si él afirma que la magia de las tierras está siendo sometida al servicio del mal, es que debe de ser cierto. Pero yo he estudiado la historia y sé que Brona nunca ha sido un necio, por lo que no debemos asumir que actuará como esperamos. Seguro que es consciente de que Bremen, si es que está vivo, va a tratar de detenerlo. Tiene ojos y oídos por doquier. Puede que sepa lo que vamos a hacer, incluso antes de que lo pensemos. Debemos estar seguros de lo que necesitamos antes de actuar.
Se produjo un silencio mientras Tay y Jerle asimilaban las palabras.
—Entonces, ¿qué vais a hacer? —preguntó Tay, al final.
Courtann le brindó una sonrisa paternal.
—Os llevaré ante el Consejo Supremo y os ofreceré todo mi apoyo, claro. Debemos hacer ver al Consejo la necesidad de actuar en base a las nuevas que traéis. No debería ser muy complicado. Haber perdido Paranor y a los druidas será suficiente para convencerlos, creo. Tu petición de ir a buscar la piedra élfica negra se aprobará enseguida, supongo. No hay ninguna razón para retrasarlo. Por supuesto tu sombra, es decir, mi primo, insistirá en acompañarte y, como ya debes de sospechar, prefiero que lo haga.
Se levantó, y los otros hicieron lo propio.
—Y en lo que respecta a tu segunda petición, que nuestro ejército marche al este para ayudar a los enanos, debo contemplarlo un tiempo más. Enviaré una avanzadilla para que descubra lo que pueda sobre la posición del Señor de los Brujos en las Cuatro Tierras. Cuando reciba sus informes, y después de haberle dado unas cuantas vueltas a la cuestión y de que el Consejo Supremo haya tenido tiempo de debatirlo, se tomará una decisión.
Hizo una pausa, esperando la reacción de Tay.
—Os estoy agradecido, milord —se apresuró a reconocer Tay. A decir verdad, era más de lo que se esperaba.
—Demuéstramelo con un buen razonamiento ante el Consejo. —El rey descansó una mano sobre el hombre de Tay—. Nos están esperando en la Asamblea. Querrán saber que el tiempo para estar con sus familias al que han renunciado esta noche ha sido por un buen motivo. —Miró a Jerle—. Primo, puedes acompañarnos si crees que serás capaz de contener la lengua. En estas cuestiones, se respeta mucho tu opinión y puede que requiramos de tu comprensión de la materia. ¿Te parece?
Jerle asintió. Salieron del casal, se adentraron en la noche y caminaron hacia la cámara de la Asamblea. Miembros de la Guardia Real aparecieron de la nada ante ellos y a sus espaldas, sombras oscuras que se recortaban contra la luz lejana de las antorchas de palacio. El rey no pareció percatarse de su presencia y tarareaba en voz baja mientras caminaba y contemplaba las estrellas con fascinación moderada. Tay estaba sorprendido a la vez que satisfecho de que el rey hubiese actuado con la celeridad con la que lo había hecho. Inspiró la brisa nocturna y saboreó la fragancia del jazmín y las lilas mientras se preparaba mentalmente para lo que le esperaba. Ya planeaba el viaje hacia el oeste, cavilaba sobre lo que iban a necesitar, qué rutas podían escoger y cómo debían proceder. ¿Cuántos debían ser? Una docena sería suficiente. Suficiente como para estar a salvo, pero no demasiados como para llamar la atención. Era consciente de que avanzaba codo con codo con Jerle; una presencia grande e imperturbable que también avanzaba sumida en sus propios pensamientos. Tenerlo ahí con él, constante y de confianza, le hacía sentir bien. Le recordó una época pasada, cuando eran unos críos. Siempre había una nueva aventura que emprender en aquel entonces, una nueva causa que defender, un nuevo reto que afrontar. Supuso que lo había echado de menos. Volver a tenerlo le hacía sentir bien. Por primera vez desde que había vuelto, Tay pensó que tal vez estaba en casa.
Esa misma noche, se presentó ante el Consejo Supremo y habló con una vehemencia y una persuasión que superaban las que creía que poseía. Consiguió realizar todo aquello que le había pedido Bremen. Sin embargo, fue el mismísimo Bremen quien, sin estar presente, marcó la diferencia. Las gentes de Arborlon respetaban a Bremen y este les gustaba, y en su época en la ciudad había hecho muchos amigos gracias a su trabajo de recuperación de la historia y la magia de los elfos. Si él pedía la ayuda del pueblo elfo, sobre todo a raíz de la aniquilación de los druidas de Paranor, el Consejo se aseguraría de que la obtuviera. Se autorizó la expedición para buscar la piedra élfica negra. Para tal efecto, se formaría una compañía bajo el liderazgo conjunto de Tay Trefenwyd y Jerle Shannara. Y en lo que respectaba a la petición de mandar ayuda a los enanos, se prometió que se consideraría con presteza. El apoyo que recibió fue enérgico y entusiasta, mucho más del que Courtann Ballindarroch había previsto. El rey, al observar el efecto que tuvieron las palabras de Tay sobre los miembros del Consejo, también expresó su apoyo, no sin enfatizar con delicadeza que se habían de atender ciertas cuestiones antes de que se pudiera mandar ayuda a los enanos.
Era medianoche cuando el Consejo levantó la sesión. Tay se quedó fuera de la cámara de la Asamblea y le estrechó la mano a Jerle Shannara, expresando una felicitación silenciosa. El rey pasó por su lado, les sonrió y prosiguió su camino sin detenerse. Las estrellas agujereaban el cielo y el aire que los envolvía era dulce y cálido. El éxito era una sustancia embriagadora. Las cosas habían sucedido tal y como Tay había esperado y deseó poder comunicárselo a Bremen. Jerle no cesaba de hablar, ruborizado de la exaltación, anticipándose a la travesía que los llevaría hacia el oeste, a la nueva aventura que afrontarían, una vía de escape de la rutina tediosa de la vida en la corte de Arborlon.
Y en aquel momento de júbilo sin parangón, a ambos les parecía que todo era posible y nada podía salir mal.