22
—No os tengo miedo —fue lo primero que dijo la muchacha. Las palabras le salieron del tirón, como si con decirlas pudiera acceder a una reserva escondida de fuerza—. Puede que penséis que sí una vez hayáis escuchado lo que os tengo que decir, pero no. No le tengo miedo a nadie.
Bremen se sorprendió ante tales declaraciones, pero no lo dejó traslucir.
—No me he prestado a conjeturas contigo, Mareth —dijo.
—Incluso puede que sea más fuerte que vos —añadió con un tono desafiante—. Tal vez incluso mi magia sea más poderosa que la vuestra, de modo que no tengo ninguna razón para teneros miedo. Si quisierais ponerme a prueba, puede que lo lamentarais.
El druida sacudió la cabeza.
—No tengo ninguna razón para ponerte a prueba.
—Cuando oigáis lo que os voy a contar, puede que no penséis lo mismo, Puede que penséis que debéis hacerlo. Tal vez lo estiméis necesario para protegeros. —Inspiró hondo—. ¿No lo entendéis? ¡Entre nosotros nada es lo que parece! ¡Puede que seamos enemigos y nos veamos forzados a atacarnos!
El druida reflexionó en silencio al respecto durante un instante y luego dijo:
—Lo dudo mucho. Pero di lo que tengas que decir. No te guardes nada.
Ella lo miró de hito en hito sin mediar palabra, como si tratara de decidir cuán sincero había sido, de descubrir la verdad que escondía su insistencia. La muchacha se había acurrucado y los ojazos oscuros eran dos pozos profundos y líquidos que reflejaban un torbellino de emociones.
—Mis padres siempre han sido un misterio —dijo ella al final—. Mi madre murió durante el parto y mi padre ya había desaparecido incluso antes de eso. Nunca los conocí, nunca los vi, no tengo ningún recuerdo de ellos. Lo poco que sé de ellos es porque la gente que me crio hizo manifiesto que no era suya. No lo hicieron con crueldad, pero eran personas severas y resueltas, y se habían pasado la vida trabajando por lo que era suyo y creían que eso era lo que debía hacer todo el mundo. Yo no era suya, técnicamente, de modo que no me aceptaban como suya. Me cuidaban, pero no eran mi familia. Mi familia había muerto, ya no estaba.
»Desde que era muy pequeña sé que mi madre murió durante el parto. Las personas que me criaron nunca lo consideraron un secreto. De vez en cuando hablaban de ella y cuando tuve la edad suficiente para hacerles preguntas sobre ella, me la describían. Era de pequeñita y morena como yo. Era guapa. Le gustaba ocuparse del jardín e ir a caballo. Daba la sensación de que creían que era buena persona. Vivían en la misma aldea, pero, a diferencia de la familia que me crio, mi madre había viajado a otros lugares de las Tierras del Sur y había visto algo de mundo. No había nacido en la aldea, sino que había llegado de otro sitio. Nunca he sabido de dónde. Nunca he sabido por qué. Creo que eso se lo guardó para sí. Y si tengo familiares en algún lugar de las Tierras del Sur, nunca lo he sabido. Tal vez la gente que me crio tampoco sabía nada de ellos.
Hizo una pausa, pero no apartó la mirada del anciano.
—La familia que me crio tenía dos hijos, mayores que yo. Los querían y les hacían sentir parte de la familia. Los llevaban a visitar a otros, a celebraciones y se iban de pícnic juntos. A mí no. Desde el principio me quedó claro que yo no era como los otros dos. Yo tenía que quedarme en la casa, cuidar de las cosas, ayudar con las tareas, hacer lo que se me dijera. Me dejaban jugar, pero siempre comprendí que mi caso era distinto al de mi hermano y mi hermana. A medida que fui creciendo, reparé en que incomodaba a mis nuevos padres por razones que no lograba entender. Había algo de mí que no les gustaba o que les producía desconfianza. Preferían que jugara sola antes que con mi hermano y mi hermana, y era lo que hacía sobre todo. Me ofrecieron comida, ropa y un techo, pero era una invitada, no un miembro más de la familia. No como lo eran mi hermano y mi hermana. Y yo lo sabía.
—Seguro que eso te amargó y te desanimó ya entonces —sugirió Bremen en voz baja.
Mareth se encogió de hombros.
—Era pequeña. No entendía cómo funcionaba la vida lo suficiente para comprender lo que me ofrecían. Acepté la situación y no me quejé. No me trataban mal. Creo que les daba algo de lástima, algo de pena; si no, la familia no me hubiese acogido. Claro que nunca dijeron nada al respecto. Nunca me contaron por qué lo hicieron, pero tengo que creer que no me hubiesen cuidado, a su modo particular, si no hubiesen sentido algo de cariño por mí.
Suspiró.
—Cuando tenía doce años, me colocaron de aprendiz. Ya me habían dicho que eso iba a ocurrir y, como todo lo demás, lo acepté como algo natural en el transcurso de la vida, de hacerse mayor. No me molestó que no colocaran de aprendiz ni a mi hermano ni a mi hermana. A ellos siempre los habían tratado de una forma distinta, y yo aceptaba que sus vidas serían distintas a la mía. Después de que me colocaran, vi a la familia que me había criado muy pocas veces. La madre que me había acogido vino a verme una vez y me trajo un cesto lleno de dulces. Fue una visita un tanto incómoda y se fue pronto. Una vez los vi a los dos por la calle, pasaron por delante de la tienda del alfarero. No me miraron. Por aquel entonces, sabía de sobra que el alfarero tenía predilección por dar palizas con el mínimo pretexto. A esas alturas, detestaba esa etapa de mi vida y culpaba a la familia que me había criado de haberse desentendido de mí. No quería verlos nunca más. Y cuando hui del alfarero y de la aldea donde había nacido, nunca más los vi.
—¿Ni siquiera a tu hermano o a tu hermana? —preguntó Bremen.
Ella sacudió la cabeza.
—No había ninguna necesidad. Los lazos que forjamos mientras crecíamos hacía tiempo que se habían roto. Pensar en ellos ahora solo me pone triste.
—Tuviste una infancia difícil. Y ahora que has crecido, lo comprendes mejor, ¿no es así?
La sonrisa que la muchacha le ofreció era gélida y crispada.
—Comprendo mejor muchas cosas que cuando era pequeña me escondieron. Pero primero dejadme que acabe la historia y luego podréis juzgar vos mismo. Lo más importante es que, justo antes de empezar a ser aprendiz del alfarero, comencé a oír habladurías sobre mi padre. En esa época tenía once años y ya sabía que a los doce me colocarían de aprendiz. Sabía que abandonaría lo que había sido mi casa y supongo que eso hizo que me planteara seriamente y por vez primera vez la grandeza y el sentido del mundo. Comerciantes, cazadores y trotamundos pasaban por la aldea, de modo que sabía que había otros lugares por descubrir, sitios muy lejanos. A veces me preguntaba si mi padre estaría por allí, esperándome. Me pregunté si sabría que yo existía. Con mi ingenuidad infantil, había llegado a la conclusión que mis padres no se habían casado, de modo que no habían vivido juntos como marido y mujer. Mi madre me había dado a luz sola, mi padre ya no estaba entonces. ¿Qué había sido de él? Nadie lo sabía. Me planteé preguntarlo más de una vez, pero había algo en la forma que hablaban la familia que me había acogido sobre mi madre y la vida que había llevado que hacía evidente que no debía preguntar. Mi madre había cometido algún tipo de transgresión y se le había perdonado solo porque había muerto al dar a luz. Yo formaba parte de esa transgresión, pero para mí no estaba claro ni el cómo ni el por qué.
»Cuando fui lo suficientemente mayor como para conocer los secretos que me ocultaban, comencé a querer desvelarlos. Tenía once años, la edad suficiente para reconocer artimañas y también suficiente para valerme de ellas. Empecé a hacer preguntas sobre mi madre, tonterías sin importancia que no levantarían sospechas ni provocarían enfados. Sobre todo se las planteaba a mi madre de acogida, porque de los dos era la menos taciturna. Se las planteaba cuando estábamos solas y, luego, por la noche, pegaba el oído a la puerta de mi habitación para oír lo que le contaba a su marido. A veces, no le decía nada. A veces no conseguí distinguir las palabras desde el otro lado de la puerta. Pero de vez en cuando pescaba un par de frases o una sola o una palabra… alguna mención a mi padre. Las palabras por sí mismas tampoco eran tan reveladoras, era el modo en que las decían. Mi padre había sido un forastero que pasaba por la aldea, se había quedado poco tiempo, había regresado un par de veces y luego había desaparecido. La gente de la aldea lo rehuía, todos excepto mi madre. Le atraía. No sé por qué razón. ¿Le atraía por su aspecto físico, por lo que decía o por la vida que llevaba? No lo podía saber. Lo que me quedó claro es que los demás lo temían, no les gustaba y parte de ese miedo y ese desagrado los había heredado yo.
Se quedó en silencio un momento mientras ordenaba las ideas. Tenía un aspecto vulnerable, se había encogido sobre sí misma, pero Bremen sabía que esa impresión era falsa. Esperó, dejando que ella siguiera aguantándole la mirada en la quietud de la noche cerrada.
—Ya entonces sabía que yo no era como el resto. Sabía que poseía la magia, aunque tan solo había comenzado a manifestarse y aún no estaba madura, de modo que se reducían a agitaciones vagas o a murmullos leves que me recorrían el cuerpo. La lógica me llevó a concluir que el temor y el desagrado los inspiraba la magia, que era lo que había heredado de mi padre. La gente de mi aldea recelaba de la magia en general, era el legado no deseado de la Primera Guerra de las Razas, cuando los hombres habían sido subvertidos por el druida rebelde Brona y se les había vencido en una guerra en la que las otras Razas se habían unido y los habían exiliado al sur. Todo aquello había sido culpa de la magia, era una fuerza desconocida, vasta y sombría que acechaba en el filo del subconsciente y amenazaba a los incautos. La gente de la aldea era supersticiosa y tenían poca educación, por lo que les asustaban muchas cosas. La magia era la culpable de muchas cosas que no entendían. Creo que la familia que me crio creía que al crecer podía ser que yo manifestara la magia de mi padre, que portaba la semilla de la magia, de modo que nunca me aceptaron del todo como hija suya. Cuando tenía once años, comencé a comprender que era por eso.
»El alfarero también conocía mi procedencia, aunque cuando empecé a trabajar para él no lo mencionó. No iba a admitir que tenía miedo de una niña, aunque tuviera el pasado que yo tenía, y se enorgullecía de haberme aceptado cuando nadie más lo quería hacer. Al principio no había reparado en eso, pero me lo contó él más adelante. “Nadie te quería de aprendiz, por eso estás aquí. Muéstrame tu gratitud” me decía cuando había bebido demasiado y se planteaba si apalearme. La bebida le soltaba la lengua y le confería un descaro que no tenía habitualmente. Cuanto más tiempo estaba allí, más bebía, aunque no era por mi culpa. Se había pasado la mayor parte de la vida bebiendo más de la cuenta y la edad y el haber fracasado en ser un alfarero de renombre era lo que lo animaba. A medida que bebía más y más, el tiempo que le dedicaba al trabajo y a las obras que producían disminuía. Yo ocupé su lugar muchas veces, llevé a cabo las tareas que era capaz de realizar. Aprendí muchísimo de forma autodidacta y pronto desarrollé aptitudes.
Sacudió la cabeza con tristeza, la distancia le empañaba la voz.
—Tenía quince años cuando escapé. Hubo un día en que trató de pegarme demasiado y me encaré con él. En aquel entonces, ya era una mujer y la magia me protegía. No entendí lo poderosa que era hasta el día en que me encaré. Entonces sí que lo supe. Casi lo mato. Hui de la aldea, de los habitantes y de la vida que llevaba, sabiendo que nunca volvería. Ese día me di cuenta de algo que tan solo había sospechado hasta entonces. Me di cuenta de que, en efecto, era digna hija de mi padre.
Hizo una pausa, una expresión vehemente cincelada en el rostro y una decisión feroz reflejada en los ojos oscuros.
—En realidad descubrí la verdad sobre mi padre. Una vez de tantas, el alfarero estaba borracho y me la contó. Solía beber hasta que apenas se sostenía en pie y entonces se dedicaba a hostigarme. Me lo decía una y otra vez: «¿Acaso no sabes quién eres? ¿No sabes qué es lo que eres? ¡Eres digna hija de tu padre! ¡Un punto negro en la tierra, nacida de un demonio y su furcia! ¡Tienes sus ojos, pequeñaja! ¡Portas la mácula de su sangre y tienes su misma presencia oscura! ¡Eres inútil para cualquiera, menos para mí, así que más vale que me escuches cuando te digo que hagas algo! ¡Más vale que me hagas caso! ¡O no tendrás adónde ir!».
»Eso era lo que siempre me repetía, y lo acompañaba de una buena tunda. A esas alturas, ya no sentía demasiado los golpes. Sabía cómo cubrirme y cómo decir lo que él quería oír para que parara. Sin embargo, me cansé. Tanta degradación me llenó de furia. El día que me fui, antes de que tratara de pegarme, ya sabía que iba a oponer resistencia. Cuando empezó a gritarme cosas sobre mi padre, me eché a reír. Le llamé mentiroso y borracho. Le dije que no sabía nada de mi padre. Perdió los estribos del todo. Me llamó cosas que no voy a repetir. Me dijo que mi padre había venido del norte, de la región fronteriza donde su orden negra tenía la sede. Me dijo que mi padre invocaba la magia y robaba las almas. “¡Era un demonio disfrazado de hombre! ¡Él, con su ropa negra y sus ojos de lobo! ¡Tu padre, niña! ¡Ay, pero sabíamos qué era! ¡Conocíamos su secreto inconfesable! ¡Y tú estás hecha a su imagen y semejanza, tan reservada y con ese ojo avizor! ¡Te crees que no nos damos cuenta, pero sí que lo hacemos! ¡Todos nos damos cuenta, la aldea entera! ¿Por qué te crees que te han dejado aquí conmigo? ¿Por qué crees que esa familia que te crio tenía tantas ganas de deshacerse de ti? ¡Sabían lo que eres! ¡Sabían que eras la mocosa de un druida!”.
Inspiró hondo y con lentitud, sin apartar la vista del anciano, mientras esperaba que este dijera algo. Bremen veía claramente que la muchacha estaba esperando a oír su reacción. Lo ansiaba. Con todo, él no dijo nada.
—Sabía que tenía razón —continuó ella, al final, con un susurro desafiante que iba dirigido manifiestamente a él—. Creo que hacía tiempo que lo sabía. En ocasiones se mencionaba a los hombres de ropajes negros que merodeaban por las Cuatro Tierras, aquellos que habían asentado la orden a la que pertenecían en el castillo de Paranor. Invocaban la magia, omnipotentes y omnipresentes, criaturas que eran más espíritus que humanas, culpables del dolor y el sufrimiento de los habitantes de las Tierras del Sur. Se hablaba de cómo de vez en cuando había alguno que pasaba por ahí. «Hubo una vez», oí que susurraban una vez cuando no sabían que los estaba escuchando, «uno que se quedó. Sedujo a una mujer. ¡Y tuvieron una criatura!». Entonces alguien hacía un gesto supersticioso para guardarse de aquello y la voz se apagaba. Era mi padre. De quien hablaban entre susurros asustados: ¡era mi padre!
Se encorvó hacia delante y Bremen reparó en que, con ese movimiento, sacaba la magia formidable que poseía del centro de su cuerpo y la dirigía, lista para actuar, hacia las yemas de los dedos. Lo atenazó una punzada de duda. Se obligó a no perder la calma, a quedarse quieto y a dejar que terminara.
—He llegado a la conclusión —dijo, poco a poco y con determinación— de que hablaban de ti.
El tendero estaba empezando a cerrar cuando Kinson Ravenlock salió de la penumbra, cruzó el umbral y se quedó mirando la espada. Era muy tarde y las calles de Dechtera habían comenzado a vaciarse de gente, dejando tan solo a los hombres que iban y venían de las cervecerías. Kinson estaba cansado de la búsqueda y se dirigía a alguna posada para pedir una habitación cuando había pasado por esa calle repleta de armerías y había visto esa espada. Estaba expuesta en una vitrina que tenía una cubierta de barras entrecruzadas de hierro combinadas con cristales pequeños y sucios. Casi no la vio de lo necesitado que estaba de dormir, pero el fulgor de la hoja de metal le había llamado la atención.
Se puso a inspeccionar la espada, atónito. Era la pieza de la factura más perfecta que había visto. Ni el cristal mugriento ni la luz tenue conseguían esconder el brillo espectacular de la superficie pulida de la hoja ni lo afilada que estaba. La espada era monstruosa, parecía demasiado larga para el hombre medio. Tenía unos grabados intricados en forma de volutas que cubrían la empuñadura, un montaje de serpientes y castillos sobre un fondo boscoso. También había otras hojas, más pequeñas, igual de asombrosas y magníficas, y si Kinson no iba desencaminado, forjadas por las mismas manos. Con todo, la primera espada era la que le había cautivado.
—Lo siento, ya estoy cerrando —anunció el tendero y se dispuso a apagar las lámparas que había en parte trasera del establecimiento deteriorado pero, para su sorpresa, limpio. Había hojas de todo tipo: espadas, dagas, puñales, hachas, picas, y muchas otras; eran demasiadas para abarcarlas todas, colocadas por todas las paredes, en todas las superficies disponibles, en estuches y en estantes. Kinson paseó la mirada por todas, pero los ojos se le desviaban hacia la espada.
—Seré breve —dijo, deprisa—. Tan solo quería hacer una pregunta.
El tendero suspiró y se aproximó. Era un hombre enjuto y fuerte, tenía unos brazos musculosos y unas manos fuertes. Se movía con fluidez mientras se acercaba a Kinson y tenía aspecto de saber manejar un arma si surgía la necesidad.
—Y la pregunta es sobre la espada, ¿no es cierto?
Kinson sonrió.
—Exactamente. ¿Cómo lo habéis sabido?
El tendero se encogió de hombros y se pasó la mano por la mata negra de pelo ralo.
—Me he fijado en la dirección de vuestra mirada cuando habéis entrado. Además, todo el mundo hace preguntas sobre la espada. Y lo comprendo. Es una pieza de artesanía formidable, no la encontraréis igual en las Cuatro Tierras. Es de gran valor.
—Eso seguro —dijo Kinson—. Supongo que por eso está a la venta.
El tendero se echó a reír.
—Ah, no, no está a la venta. Solo está exhibida. Es mía. Y no la vendería ni por todo el oro de Dechtera o de cualquier otra ciudad. Una destreza así no se puede comprar y rara vez se logra encontrar.
Kinson asintió.
—Es una hoja magnífica. Pero debe empuñarla un hombre fuerte.
—¿Como vos? —preguntó el tendero mientras alzaba una ceja.
Kinson frunció los labios, pensativo.
—Creo que es demasiado grande incluso para mí. Mirad qué larga es.
—¡Ja! —El tendero parecía divertido—. ¡Todo el mundo cree lo mismo! Por eso es tan fantástica esta hoja. Oídme: ha sido un día largo y estoy cansado. Pero os voy a mostrar un secreto. Si os gusta, tal vez os apetezca comprar algo y haréis que el tiempo que ahora pasemos me haya valido la pena. ¿Os parece justo?
Kinson asintió. El tendero se dirigió hacia la vitrina, metió el brazo por debajo y soltó algo. Sonaron una serie de clics. Entonces, retiró la cadena colocada ingeniosamente con una lazada alrededor del mango para salvaguardar aquella espada magnífica. Con cuidado, la sacó. Se volvió, con una amplia sonrisa cincelada en el rostro y la sostuvo la espada en equilibrio entre las dos manos, con facilidad, como si no pesara.
Kinson lo contempló incrédulo. El tendero se rio al reconocer su expresión y entonces le ofreció la espada al fronterizo. Kinson la agarró y el asombro no hizo sino aumentar. La espada era tan ligera que la podía empuñar con una sola mano.
—¿Cómo es posible? —resolló y se acercó la hoja reluciente a los ojos, encandilado por lo fácil que era blandirla, así como por su excelente factura. Dirigió una mirada al tendero—. ¡No puede ser muy resistente si pesa tan poco!
—Es la pieza de metal más resistente con la que os toparéis, camarada —anunció el tendero—. La mezcla de metales y el temple de la aleación la hacen más resistente que el hierro y tan ligera como el estaño. No tiene parangón. Deme, voy a enseñarle otra cosa.
Quitó la espada de las manos de un Kinson anonadado, la devolvió a la vitrina y volvió a correr los cerrojos y la cadena que la mantenían segura. Luego, alargó la mano y sacó un puñal: tan solo la hoja medía 20 pulgadas de largo y estaba grabada con las mismas volutas intricadas, sin duda realizada por las mismas manos diestras.
—Esta es la hoja más indicada para vos —afirmó el tendero, bajito, y se la ofreció a Kinson con una sonrisa—. Esta es la que os vendería.
Era tan extraordinaria como la de la espada, pero no tan impresionante en cuanto a dimensiones. Kinson quedó embelesado al instante. Ligero, perfectamente equilibrado, cincelado con elegancia, afilado como las zarpas de un gato, el puñal era un arma de belleza y resistencia increíbles. Kinson sonrió al reparar en el valor que tendría una hoja así y el tendero le devolvió la sonrisa. Kinson preguntó el precio y el tendero se lo indicó. Regatearon unos minutos y llegaron a un acuerdo. Casi le costó al fronterizo todas las monedas que llevaba, que eran una suma considerable, pero ni se planteó no comprarla.
Kinson se metió el puñal y la vaina en el cinturón, donde la hoja le descansaba cómodamente contra la cadera.
—Muchas gracias —dijo—. Ha sido una buena elección.
—Es mi trabajo saber estas cosas —objetó el tendero.
—Todavía debo haceros la pregunta —dijo Kinson mientras el otro le hacía gestos para acompañarlo hasta la puerta.
—Oh, es cierto. La pregunta. ¿No os la he contestado? Tenía entendido que me ibais a preguntar por la espada…
—En efecto, iba a preguntar por la espada —lo interrumpió Kinson, mientras miraba la hoja por enésima vez—. Pero también incumbe a otra espada. Tengo un amigo que necesita un arma parecida, pero debe forjarse según sus requisitos particulares. Para ello, requiere un maestro herrero. El hombre que ha forjado esta espada parece el más indicado.
El tendero se quedó mirándolo de hito en hito como si hubiese perdido la cabeza.
—¿Queréis que quien hizo esta espada os forje un arma?
Kinson asintió y entonces añadió, deprisa:
—¿Sois vos?
El tendero esbozó una sonrisa sombría.
—No. Pero tanto da que me lo pidáis a mí como al hombre que la forjó, vais a conseguir lo mismo.
Kinson sacudió la cabeza.
—No lo comprendo.
—No, no espero que lo hagáis. —El tendero suspiró—. Escuchadme bien, os lo explicaré.
La primera reacción de Bremen a lo que había dicho Mareth fue manifestar directamente que aquella acusación era absurda. Sin embargo, la expresión del rostro de la joven le advertía que se lo replanteara. La muchacha debía de haberse pasado mucho tiempo para deducir tal cosa y no lo había hecho a la ligera. Se merecía que se la tomara en serio.
—Mareth, ¿cómo has inferido que yo era tu padre? —preguntó con delicadeza.
La noche estaba impregnada de la fragancia de los pastos y las flores, la luz de la luna y las estrellas bañaba de plata tenue las colinas alejadas del resplandor de la ciudad. Mareth desvió los ojos, como si buscara la respuesta en la oscuridad.
—Crees que soy idiota —bufó.
—No, eso nunca. Cuéntame cómo has llegado a esa conclusión, por favor.
La muchacha le sacudió la cabeza hacia algo invisible.
—Durante muchos años, antes de que yo naciera, los druidas estaban encerrados en Paranor. Se habían alejado de las Razas y habían abandonado su vieja costumbre de mezclarse con las gentes. De vez en cuando, había alguno que regresaba a casa para visitar a la familia y amigos, pero ninguno era de la aldea. Y pocos se aventuraban siquiera en las Tierras del Sur.
»Sin embargo, uno sí que lo hacía, y con regularidad. Tú. Tú viniste a las Tierras del Sur a pesar de las sospechas que recaían sobre los druidas. Incluso se te veía de tanto en cuanto por esas tierras. La gente de la aldea decía que cuando mi madre me concibió, ¡tú eras el demonio, el espectro oscuro que la sedujo, que la hizo enamorarse de él!
Se volvió quedar callada. Tenía la respiración entrecortada. Las palabras escondían un desafío que lo retaba a negar que así había sido. Tenía todo el cuerpo en tensión y rígido; la magia, una energía oscura, le chisporroteaba en las yemas de los dedos.
Clavó los ojos en él.
—Te he estado buscando desde que tengo memoria. He llevado el peso abrumador de mi magia a las espaldas, y no ha pasado un día en que no me haya acordado de ti. Mi madre no pudo hablarme de ti. Los rumores eran todo lo que tenía. Pero siempre que viajaba, te buscaba. Sabía que algún día te encontraría. Me fui a Storlock porque creía que te encontraría allí, que pasarías por la aldea. No lo hiciste, pero gracias a Cogline pude entrar en Paranor, y eso fue aún mejor, porque sabía que tarde o temprano irías.
—Por eso quisiste acompañarnos cuando me fui —reflexionó—. ¿Por qué no me lo dijiste entonces?
Ella sacudió la cabeza.
—Primero quería conocerte mejor. Quería descubrir primero qué tipo de hombre era mi padre.
Él asintió despacio, mientras le daba vueltas. Entonces, juntó las manos; huesos viejos y piel apergaminada que daba la sensación de estar curtida más allá de cualquier remedio.
—Desde entonces, me has salvado la vida dos veces —le ofreció una sonrisa cansada, bajo una mirada curiosa—. Una en el Cuerno del Hades y la otra en Paranor.
Ella le aguantó la mirada mientras rememoraba lo que había hecho; no tenía nada que decir.
—No soy tu padre, Mareth —le dijo él.
—¡Pues claro! ¿Qué vas a decir, si no?
—Si fuera tu padre —admitió en voz baja—, estaría orgulloso de reconocerlo. Pero no lo soy. Sí que cuando fuiste concebida viajaba por las Cuatro Tierras e incluso puede que pasara por la aldea de tu madre. Pero no tengo hijos. No puedo tenerlos. He vivido muchos años, el Sueño del Druida me ha mantenido vivo. No obstante, me ha exigido mucho. Me ha ofrecido años que no hubiese podido vivir de otro modo, pero se ha cobrado un precio. Parte de ese precio es la habilidad de engendrar un hijo. Por eso nunca he forjado una relación con una mujer. Nunca he tenido una amante. Estuve enamorado una vez, hace mucho tiempo, tanto que apenas recuerdo el rostro de la joven. Fue antes de convertirme en druida. Fue antes de empezar a llevar esta vida. Desde entonces, no he estado con nadie.
—No te creo —espetó ella de inmediato.
Él esbozó una sonrisa triste.
—Sí, sí que me crees. Sabes que te he dicho la verdad. Lo percibes. No soy tu padre. Pero la verdad puede ser aún más dura. Las supersticiones de la gente de la aldea puede que hayan contribuido a hacerles creer que yo era el hombre que te concibió. Sin duda, conocían mi nombre y tal vez lo mencionaran solo porque tu padre era un forastero vestido de negro que dominaba la magia. Pero escúchame, Mareth: debemos contemplar otra opción, y no será agradable.
La muchacha apretó los labios.
—No sé por qué no me sorprende…
—He estado dándole vueltas a la naturaleza de tu magia, mucho antes de esta conversación. La magia innata, la magia con la que has nacido, te es tan natural como lo es la carne de tu cuerpo. Rara vez se da un caso así. Era un rasgo característico de las criaturas del viejo reino de la magia, pero casi todas murieron hace siglos, con la sola excepción de los elfos que, menos unos pocos, han perdido su magia innata. Los druidas, yo incluido, no poseemos magia innata. De modo que ¿de dónde ha salido la tuya si tu padre era un druida? Vamos a suponer que lo era. ¿Qué druida tenía un poder así? ¿Quién tenía el tipo de magia necesaria para concebirte?
—Oh, maldición —dijo en voz baja ahora que veía adónde estaba yendo el anciano.
—Espera, no digas nada aún —la instó. Se inclinó hacia ella y la tomó de las manos. Ella le dejó, con los ojos abiertos de para en par y la expresión acongojada—. Sé fuerte, Mareth. Debes ser fuerte. La gente de la aldea se refería a tu padre como un demonio y un espectro, una criatura oscura que podía adoptar distintos aspectos a voluntad. Tú misma lo has dicho. Ese tipo de magia no la practica un druida. En gran medida, porque le es imposible. Sin embargo, hay otros para los que ejercer tal tipo de magia es fácil.
—Mientes —susurró, pero la acusación sonó vacía.
—El Señor de los Brujos tiene criaturas a su servicio que asumen el aspecto de humanos. Lo hacen por diversos motivos: para tratar de subvertir aquellos con los que pretenden mezclarse, para intentar engañarlos y así ganárselos y usarlos. A veces, los subvierten tan solo para conseguir la humanidad que ellos mismos perdieron cuando se convirtieron en lo que ahora son. A veces lo hacen sin malicia. La magia que poseen estas criaturas se ha convertido en una parte intrínseca de quién y qué son y la usan sin pensar. No diferencian entre dos necesidades distintas. Actúan por instinto y para satisfacer el deseo que los embarga en un momento concreto. No responde a una razón o a una emoción, es instintivo.
Mareth tenía los ojos empañados de lágrimas.
—¿Y uno es mi padre?
Bremen asintió, despacio.
—Eso podría explicar que hayas nacido con magia. La magia innata, el don oscuro que te ha legado tu padre. No es la habilidad de un druida, sino la habilidad de una criatura para quien la magia es una parte vital de sí misma. Es así, Mareth. Es difícil de aceptar, lo sé, pero es así.
—Sí —susurró ella, con un hilo de voz tan bajo que el anciano apenas la oía—. Estaba tan segura…
Agachó la cabeza y se echó a llorar. Se aferró a él, que aún le agarraba las manos, y la magia se extinguió, se desvaneció acompañada de la furia y la tensión y se arremolinó enmarañada en lo más profundo de su ser.
Bremen se acercó y le pasó uno de sus brazos delgados sobre los hombros.
—Y otra cosa más, querida —le dijo el druida, con dulzura—. Yo seré tu padre, si me aceptas. Te haré de padre como si fueras hija mía. Te tengo en muy alta estima. Te daré todos los consejos que pueda para ayudarte a comprender la naturaleza de tu magia. Y lo primero que te diré es que no eres como tu padre. No te pareces en nada a ese ser tenebroso, ni siquiera tu nacimiento te liga a él. La magia es tuya. Tienes que acarrear con el poder y es una gran carga. Y, aunque la magia te la legó tu padre, no define tu carácter ni dicta la naturaleza de tu personalidad. Eres buena persona y eres fuerte, Mareth. No tienes nada que ver con la criatura sombría que te engendró.
Mareth recostó la cabeza en el hombro del druida.
—Eso no lo puedes saber. Podría ser que fuera exactamente eso.
—No —la tranquilizó él—. No te le pareces en nada, querida. En nada.
Le pasó una mano por el cabello negro y la estrechó contra él. Dejó que llorara y que derramara el dolor de tantos años. Cuando se hubiera desahogado se sentiría vacía e insensible, y sería entonces cuando tendría que insuflarle esperanza y un objetivo para seguir adelante.
Pasaron dos días enteros antes de que Kinson Ravenlock regresara. Salió del valle al atardecer, surgió de la luz de un naranja intenso que producían el fuego y el humo de los grandes hornos de Dechtera. Tenía ganas de reunirse con los demás, de darles las noticias. Echó a un lado la capa cubierta de polvo con una floritura y los abrazó a los dos con entusiasmo.
—He encontrado al hombre que necesitamos —anunció mientras se dejaba caer sobre la hierba con las piernas cruzadas y aceptaba el odre de cerveza que Mareth le ofrecía—. El hombre perfecto, me parece a mí. —Ensanchó la sonrisa y se encogió de hombros levemente—. Por desgracia, no está de acuerdo conmigo, así que alguien tendrá que convencerlo de que tengo razón. Por eso he venido a buscaros.
Bremen asintió y le señaló el odre.
—Bebe, come algo y luego cuéntanoslo todo.
Kinson se llevó el odre a los labios y echó atrás la cabeza. Al oeste, el sol se hundía tras el horizonte, y la calidad y el color de la luz mudaba deprisa a medida que el crepúsculo descendía. Con la estela de ese cambio a mercurio, Kinson distinguió el atisbo de algo sombrío e inquietante en los ojos del anciano. Sin decir nada, echó un vistazo a Mareth. Ella le sostuvo la mirada con descaro.
El fronterizo bajó el odre y los contempló con aire de gravedad.
—¿Ha ocurrido algo mientras yo no estaba?
Se produjo un instante de silencio.
—Nos hemos estado contando historias —respondió Bremen esbozando una sonrisa melancólica. Miró a Mareth y luego volvió a dirigir los ojos hacia Kinson—. ¿Te gustaría oír alguna?
Kinson asintió con ademán pensativo.
—Si creéis que hay tiempo para eso…
Bremen le alargó la mano a Mareth y ella se la agarró. Tenía los ojos empañados de lágrimas.
—Creo que tenemos que sacar tiempo de donde sea para esta —dijo el anciano.
Y por el modo en que lo dijo, Kinson supo que el druida tenía razón.