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El anciano apareció de la nada como por arte de magia. El fronterizo estaba esperándolo, sentado al amparo de las sombras de un árbol de madera noble que se extendía y lo ocultaba. Se había situado en la parte alta de la ladera de la montaña, desde donde podía otear todo Streleheim y los caminos que de allí partían. A la luz de la luna llena se divisaba todo en un radio de diez millas a la redonda y, aun así, no lo había visto. Le inquietaba y a la vez le hacía sentirse un tanto avergonzado, y el hecho de que siempre que se encontraban ocurriera del mismo modo no lo hacía más llevadero. ¿Cómo lo conseguía el anciano? El fronterizo se había pasado la mayor parte de la vida en esas tierras y seguía vivo gracias a su ingenio y experiencia. Había visto cosas que muchos otros ni siquiera sabían que existían. Era capaz de discernir los movimientos de los animales a partir de su marcha entre la hierba alta. Podía decir con certeza a cuánta distancia se encontraban y a qué velocidad avanzaban. Y aun así era incapaz de ver al anciano durante la noche más clara y en la llanura más despejada, por mucho que supiera que debía buscarlo.

Tampoco ayudaba que el anciano diese con él con tanta facilidad. Se alejó a propósito del camino y se dirigió hacia el fronterizo con zancadas lentas y comedidas, con la cabeza un poco gacha y la vista, que se entreveía por debajo de la sombra de la cogulla, alzada. Iba de negro, como cualquier druida, con capa y capucha, envuelto en una oscuridad aún más impenetrable que las sombras que lo rodeaban. No era un hombre grandullón, ni siquiera era alto o musculoso, pero daba la impresión de ser fuerte y con una determinación férrea. Cuando se le veían los ojos, eran de un tono verdoso. Pero, a veces, también parecía que los tuviera blancos como la leche, sobre todo en ese momento, cuando la noche se llevaba los colores y lo reducía todo a un abanico de tonos grises. Le brillaban como la mirada de un animal iluminada por un rayo de luz: salvajes, penetrantes e hipnóticos. La luz también alumbraba el rostro del anciano y le esculpía las profundas líneas que lo surcaban, desde la frente hasta la barbilla, como un revoltijo de crestas y valles marcados en aquella piel desgastada. Su cabello y barba eran grises, pero se estaban tornando blancos, y cada pelo era ralo y delgado, como los hilos enredados de una telaraña.

El fronterizo abandonó el escondite y se levantó despacio. Era alto y larguirucho, con una espalda ancha. Tenía el pelo largo y negro, anudado en una coleta. Sus ojos marrones brillaban con una mirada aguda y fija, y el rostro delgado era un conjunto de planos y ángulos, aunque atractivo dentro de su tosquedad.

El semblante del anciano se contrajo en una sonrisa cuando se le acercó.

—¿Cómo te encuentras, Kinson? —lo saludó.

El sonido familiar de su voz se llevó la irritación de Kinson Ravenlock como polvo que arrastra el viento.

—Me encuentro bien, Bremen —le contestó, y le ofreció la mano como respuesta.

El anciano la aceptó y se la estrechó con firmeza. Tenía la piel seca y áspera debido al paso de los años, pero el agarre era fuerte.

—¿Cuánto llevas esperando?

—Algo así como tres semanas, lo que no es tanto como había imaginado. ¡Vaya sorpresa me has dado! Aunque eso no es novedad, claro.

Bremen soltó una carcajada. Cuando se separaron, hacía ya seis meses, habían acordado que se reunirían de nuevo con la llegada de la primera luna llena de la cuarta estación, al norte de Paranor, justo donde el bosque cedía el paso a las llanuras de Streleheim. Habían convenido el momento y el lugar del encuentro, aunque no era algo fijo. Ambos eran conscientes de la incertidumbre a la que se enfrentaba el anciano. Bremen se había dirigido al norte y se había adentrado en tierras prohibidas. El momento y el lugar de su retorno estaría condicionado por sucesos que ninguno de ellos dos conocía en el momento de fijar la reunión. Para Kinson, haberse visto obligado a aguardar tres semanas no era nada. Habrían podido ser tres meses perfectamente.

El druida lo observó con esa mirada penetrante, blanca bajo la luz de la luna, desprovista de cualquier otro color.

—¿Has aprendido mucho durante mi ausencia? ¿Has empleado bien el tiempo?

El fronterizo se encogió de hombros.

—En parte. Siéntate conmigo y descansa. ¿Has comido?

Le ofreció al anciano un trozo de pan y un poco de cerveza y ambos se sentaron encorvados en la oscuridad, sin dejar de vigilar las anchas llanuras que se extendían ante ellos. Allí reinaba el silencio, vacío, eterno e inmenso bajo la bóveda celeste nocturna que resplandecía a la luz de la luna. El anciano masticaba distraído, tomándose su tiempo. El fronterizo no había encendido un fuego esa noche, ni ninguna otra desde que había comenzado a aguardar el retorno del druida. Una hoguera llamaría demasiado la atención como para que valiese la pena arriesgarse.

—Los trolls se dirigen hacia el este —explicó Kinson, al cabo de un rato—. Son miles y miles, más de los que pude llegar a contar. Hace unas cuantas semanas, cuando estaban cerca de donde ahora estamos, bajé a su campamento mientras había luna nueva. Sus números crecen, y a algunos los mandan a servir a un lugar que desconozco. Controlan todo el territorio desde el norte de Streleheim hasta más allá de donde me he atrevido a aventurarme. —Hizo una pausa—. ¿Has descubierto algo que diga lo contrario?

El druida sacudió la cabeza. Se había echado la capucha hacia atrás y la melena gris reflejaba la luz de la luna.

—No. Ahora todo ese territorio le pertenece.

Kinson le lanzó una mirada perspicaz.

—Entonces…

—¿Qué más has visto? —le urgió el anciano, interrumpiéndolo.

El fronterizo agarró el odre de cerveza y bebió.

—Los líderes del ejército están encerrados en las tiendas, nadie los ve. Los trolls tienen miedo incluso de pronunciar sus nombres, lo que me extraña. Hasta donde yo sé, no hay nada que asuste a los trolls de las rocas. Excepto ellos, al parecer. —Miró al anciano—. Por la noche, a veces, mientras vigilo, diviso sombras extrañas que revolotean por el cielo bajo la luz de la luna y las estrellas. Seres alados y negros atraviesan el vacío, cazando, vigilando o protegiendo lo que ya han tomado; no lo sé con seguridad y tampoco quiero saberlo. Sin embargo, los intuyo. Incluso ahora, están ahí, dando vueltas en círculo. Siento su presencia como si fuera un picor que me recorre todo el cuerpo. No, un picor no; como si tuviera escalofríos, del tipo que tienes cuando notas que hay alguien que te está observando y sabes que tiene malas intenciones. Se me eriza la piel. No me han visto, porque si lo hubieran hecho, sé que estaría muerto.

Bremen asintió.

—Son Portadores de la Calavera, obligados a servirle solo a él.

—Entonces ¿está vivo? —Kinson no pudo contenerse—. ¿Estás seguro? ¿Lo has comprobado?

El druida dejó a un lado la cerveza y el pan y se colocó frente a frente con él. Tenía la mirada perdida, llena de recuerdos oscuros.

—Está vivo, Kinson. Tan vivo como tú y como yo. Le seguí la pista hasta su guarida, en la profundidad de las montañas del Filo del Cuchillo, donde nace el Reino de la Calavera. Al principio no estaba seguro, eso ya lo sabes. Lo sospechaba, creía que así era, pero me faltaban pruebas que lo demostraran. Así que viajé hacia el norte, tal y como habíamos planeado, crucé las llanuras y me adentré en las montañas. Me crucé con cazadores alados mientras avanzaba. Solo salían por la noche y eran como grandes aves rapaces que rondaban al acecho de cualquier cosa viva. Me hice invisible como el aire que surcaban; si me miraban, no veían nada. Creé una capa de magia que me envolvía, pero sin que fuera de un calibre importante, para que no la detectaran en presencia de su misma especie. Seguí hacia el oeste, crucé las tierras de los trolls y las encontré completamente dominadas. Aquellos que se resistían habían sido sentenciados a muerte y quienes habían podido huir, ya lo habían hecho. Los que quedan ahora son sus siervos.

Kinson asintió. Habían pasado seis meses desde que los asaltantes trolls habían peinado el territorio, empezando desde la parte este de las montañas Charnal. Subyugaron a su propio pueblo. Su ejército era extenso y veloz, y en menos de tres meses, toda resistencia había sido aplastada. Las Tierras del Norte se encontraban bajo el mando de un ejército conquistador, cuyo líder era un misteriosa figura de la que se desconocía su identidad. Había rumores al respecto, pero no se habían confirmado. En realidad, pocos sabían que existía. La voz no había corrido más allá de los asentamientos fronterizos de Varfleet y Tyrsis, los puestos de avanzada más recientes de la raza del hombre, aunque las noticias sí que se habían esparcido a este y oeste, hacia las tierras de los enanos y de los elfos. Pero los enanos y los elfos estaban más unidos a los trolls. Los hombres eran la raza marginada, el enemigo más nuevo de las otras. Todavía se recordaba la Primera Guerra de las Razas, aunque ya habían transcurrido trescientos cincuenta años desde su final. Los hombres vivían aparte, en las ciudades lejanas de las Tierras del Sur, como el conejo que sale disparado a esconderse en su madriguera bajo tierra, tímido, inofensivo e irrelevante con respecto al desarrollo de los hechos importantes; eran comida para los depredadores y poco más.

«Pero no es mi caso», pensó Kinson, con aire lúgubre. «No soy ningún conejo, nunca lo he sido. He huido de ese destino. Me he convertido en un cazador».

Bremen se removió y cambió su peso de lado buscando un poco de comodidad.

—Me adentré en las profundidades de las montañas, buscándolo —continuó, de nuevo perdido en su historia—. Cuanto más me adentraba, más convencido estaba. Había Portadores de la Calavera por doquier. También había otros engendros, criaturas invocadas del reino de los espíritus, entes muertos devueltos a la vida, el mal hecho ser. Me mantuve alejado de todos ellos, vigilante y cauto. Sabía que, si me descubrían, seguramente la magia no sería suficiente para salvarme. La oscuridad que había allí era abrumadora, opresiva y empañada del olor y el sabor a muerte. Al final, llegué a la Montaña de la Calavera; fue una visita rápida, era todo a lo que me podía arriesgar. Me metí sin que me vieran por los corredores y encontré lo que había estado buscando. —Hizo una pausa y frunció el ceño—. Y mucho más, Kinson. Mucho más, y ninguna de las cosas que encontré presagian nada bueno.

—Pero ¿él estaba allí? —preguntó Kinson, ansioso, con una expresión vehemente de cazador y un resplandor en los ojos.

—Estaba allí —confirmó el druida en voz baja—. Se envolvía en su magia y se mantenía con vida gracias al Sueño del Druida. No lo usa con prudencia, Kinson. Cree que está por encima de las leyes de la naturaleza. No ve que, cualquiera, no importa cuán fuerte sea, tiene que pagar un precio por todo aquello que usurpa y esclaviza. O quizá es que no le importa, sencillamente. Ha caído bajo el influjo del Ildatch y no puede liberarse, haga lo que haga.

—¿Es el libro de magia que robó y se llevó de Paranor?

—Sí, hace cuatrocientos años. En aquel entonces, él solo era Brona, un druida más, uno de los nuestros; todavía no se había convertido en el Señor de los Brujos.

Kinson Ravenlock conocía la historia. Bremen se la había contado, aunque la historia era tan conocida entre las razas que ya la había oído un millón de veces. Galáfilo, un elfo, había convocado el primer Consejo de los Druidas hacía quinientos años, casi un millar de años después de la devastación que habían provocado las Grandes Guerras. El Consejo se había reunido en Paranor, se habían congregado los hombres y mujeres más sabios de todas las razas, aquellos que recordaban cosas del antiguo mundo, aquellos que aún conservaban algunos libros tan destrozados que se desmenuzaban, aquellos cuyos conocimientos habían sobrevivido a un millar de años de barbarie. El Consejo se había reunido en un último intento desesperado de sacar a las razas de la violencia que las consumía y conducirlas hacia una nueva y mejorada civilización. Codo con codo, los druidas habían emprendido la tarea laboriosa de recopilar todo su conocimiento, de reunir todo lo que quedaba para que fuera empleado para el bien común. El objetivo de los druidas era trabajar para la mejora de los pueblos, sin tener en cuenta el pasado. Había hombres, gnomos, enanos, elfos, trolls y más; los mejores y los más sabios de todas las nuevas razas que habían resurgido de las cenizas de las anteriores. Todo aquel que poseyera un conocimiento del que se podía extraer algo de sabiduría tenía una oportunidad.

Pero la empresa resultó larga y difícil, y algunos druidas empezaron a impacientarse. Entre ellos había uno llamado Brona. Era brillante, ambicioso, pero también negligente en lo que a su propia seguridad respectaba, así que empezó a experimentar con la magia. En el viejo mundo había habido muy poca, una rareza casi inexistente desde el deterioro y caída del reino de la magia y el auge del hombre. Sin embargo, Brona creía que debía recuperarse y reutilizarse. Las antiguas ciencias habían fallado, la destrucción del antiguo mundo era el resultado directo de ese fracaso y las Grandes Guerras habían sido una lección que los druidas parecían obcecados en ignorar. La magia les ofrecía un nuevo modo de abordarlo y los libros que la enseñaban eran más viejos y estaban más desgastados que aquellos que trataban acerca de las antiguas ciencias. Entre todas las obras que trataban sobre magia, el más importante era el Ildatch, un tomo gigantesco y mortífero que había sobrevivido a todos los cataclismos que se habían producido desde los albores de la civilización, protegido por hechizos infames y movido por necesidades secretas. En esas páginas antiguas, Brona había encontrado las respuestas que había estado buscando: las soluciones de los problemas que los druidas querían remediar. Y había decidido que poseería sus secretos, lo que determinaría las medidas que tomaría más adelante.

Otros druidas lo alertaron sobre los peligros que eso comportaba, pues no eran tan impetuosos y recordaban las lecciones que la historia les había enseñado: nunca había existido una forma de poder que no comportara múltiples consecuencias. Nunca había existido una espada con un único filo. «Sé prudente», le advirtieron. «No seas insensato». Sin embargo, no pudieron disuadir a Brona ni a aquellos pocos seguidores que se le habían unido y, al final, rompieron con el Consejo. Desaparecieron y se llevaron el Ildatch, que constituía el mapa hacia su nuevo mundo, la llave de las puertas que iban a abrir.

Sin embargo, al final, solo los condujo hacia su propia subversión. Cayeron bajo el influjo del poder del libro y cambiaron para siempre. Terminaron deseando el poder por el poder y lo usaron para su propio beneficio. Habían olvidado todo lo demás, habían abandonado cualquier otro objetivo. La Primera Guerra de las Razas fue la consecuencia directa. La raza de los hombres fue la herramienta que emplearon; los sometieron a su voluntad mediante la magia y los moldearon hasta convertirlos en su arma. Pero su tentativa fue frustrada por el Consejo Druida y el poder combinado del resto de las razas. Los agresores fueron derrotados y se desterró a la raza de los hombres al sur, al exilio y al aislamiento. Brona y sus acólitos desaparecieron. Se dijo que habían sido destruidos por la magia.

—Qué ilusos —exclamó Bremen de pronto—. El Sueño del Druida lo ha mantenido vivo, pero se cobró su corazón y su cuerpo, y dejó solo una cáscara. Todos estos años, hemos creído que estaba muerto. Y lo estaba, en cierto modo, pero la parte que ha sobrevivido ha sido la maligna, aquella que la magia llegó a dominar. Esa es la parte que todavía busca poder gobernar el mundo entero y todas las cosas que viven en él, la que ansía el poder por encima de cualquier otra cosa. ¿Qué le importaba el precio que tuvo que pagar por hacer un uso irresponsable del Sueño del Druida? ¿Qué suponen para él los cambios si consigue extender una vida que ya hace tiempo que perdió? Brona se convirtió en el Señor de los Brujos, y el Señor de los Brujos tenía que sobrevivir costara lo que costara.

Kinson no dijo nada. Le preocupaba que Bremen condenara con tanta facilidad el mal uso del Sueño del Druida por parte de Brona sin llegar a cuestionarse al mismo tiempo cómo él mismo se servía del Sueño, dado que él también lo usaba. Este argüiría que él utilizaba el Sueño de un modo mucho más equilibrado y controlado, que vigilaba las exigencias que este imponía sobre su cuerpo. Argumentaría que el uso del Sueño del Druida era necesario, que lo había hecho solo para asegurarse de seguir allí cuando el Señor de los Brujos regresara. Pero por mucho que Bremen tratara de señalar las diferencias, era un hecho que las últimas consecuencias de su uso eran las mismas, ya fueras el Señor de los Brujos o un druida.

Y, algún día, Bremen tendría que pagar un precio demasiado alto.

—Entonces ¿lo viste? —preguntó el fronterizo, impaciente por continuar la conversación—. ¿Le viste el rostro?

El anciano esbozó una sonrisa.

—Kinson, ya no le queda ni rostro ni cuerpo. Es una presencia, envuelta en una capa con la capucha echada. Un poco como yo, pienso a veces, porque ahora soy poco más que eso.

—No es cierto —replicó Kinson de inmediato.

—No —coincidió el otro al instante—, no lo es. Aún conservo cierto sentido del bien y el mal y todavía no me he convertido en un esclavo de la magia. Aunque eso es en lo que temes que me convierta, ¿no es así?

Kinson no respondió a la pregunta.

—Cuéntame cómo conseguiste acercarte tanto. ¿Cómo es que no te descubrieron?

Bremen desvió la mirada, que fue a parar a un momento y lugar lejanos.

—No fue fácil —contestó, bajito—. He pagado un alto precio.

Alargó el brazo para agarrar el odre de cerveza y dio un buen trago. La fatiga que reflejaba su expresión era tal que parecía que unos eslabones de hierro le tiraran de la piel.

—Me vi obligado a parecer uno de ellos —continuó, al cabo de un momento—. Tuve que recubrirme de sus pensamientos y sus impulsos, del mal que tienen arraigado al alma. Me rodeé de invisibilidad, de modo que no hubiera constancia de mi presencia física, y solo me quedó el espíritu. Y a este lo envolví de la vileza que caracteriza sus espíritus. Para ello tuve que buscar en las profundidades de mi ser, en la parte más oscura de mí. Ah, veo que te preguntas cómo es eso posible. Créeme, Kinson: el potencial para la maldad se aloja en las profundidades de cualquier hombre, en las mías también. Nosotros lo reprimimos mejor, lo mantenemos enterrado mejor, pero vive en nuestro interior. Me vi forzado a sacarlo a la superficie para protegerme. Sentir su roce contra mí, tan cerca, tan ansioso, fue atroz. Pero cumplió su propósito e impidió que el Señor de los Brujos y sus congéneres me descubrieran.

Kinson frunció el cejo.

—Pero te hiciste daño.

—Sí, estuve herido por un tiempo, pero el camino de vuelta me ha brindado la oportunidad de curarme. —El anciano sonrió de nuevo con apenas una breve mueca de sus labios delgados—. El problema es que, una vez se saca de la jaula y llega tan lejos, la maldad del hombre se resiste a ser encerrada de nuevo. Presiona contra los barrotes. Está aún más ansiosa por escapar, más preparada. Y, al haber sentido tan cerca la libertad, soy vulnerable ante la posibilidad de que escape. —Sacudió la cabeza—. La vida nos pone a prueba constantemente, ¿verdad? Esta ha sido solo una de tantas.

El silencio se extendió entre los dos hombres mientras se miraban fijamente el uno al otro. La luna se había desplazado en el cielo hacia el filo sur del horizonte, oculta ahora a la vista. Las estrellas brillaban a su paso y no había ni una nube en el cielo; un manto brillante de terciopelo negro en aquel silencio impenetrable e inmenso.

Kinson se aclaró la garganta.

—Como has dicho, hiciste lo que debías. Era necesario que te acercaras lo suficiente para poder saber si tus sospechas eran correctas. Ahora lo hemos confirmado. —Hizo una pausa—. Dime, ¿viste el libro también? ¿El Ildatch?

—Estaba allí, lo tenía él en las manos, fuera de mi alcance, o te juro que lo habría agarrado y lo habría destruido, aunque me costara la vida.

El Señor de los Brujos y el Ildatch estaban en el Reino de la Calavera, reales como la vida misma; ya no eran un rumor, no eran una leyenda. Kinson Ravenlock se echó un poco hacia atrás y sacudió la cabeza. Todo era cierto, tal y como él y Bremen habían temido. Y ahora ese ejército de trolls iba a salir de las Tierras del Norte para someter al resto de razas. La historia se repetía de nuevo, como si la Primera Guerra de las Razas empezara otra vez. Pero quizá esta vez no habría nadie que pudiera ponerle punto y final.

—Vaya, vaya —dijo con tristeza.

—Todavía hay más —señaló el druida y alzó los ojos para mirar al fronterizo—. Debes oírlo todo. Esos seres alados están buscando una piedra élfica. Una piedra élfica negra. El Señor de los Brujos descubrió su existencia en algún punto de las páginas de ese maldito libro, donde se la menciona. No es una piedra élfica normal, como las otras de las que hemos oído hablar. No es una de esas tres: una para el corazón, una para la mente y una para el cuerpo de quien las usa. Tampoco une su poder al resto de piedras cuando se la invoca. La magia de esta piedra es capaz de cometer verdaderas atrocidades. Existe cierto misterio en torno al motivo por el que se creó la piedra y al uso que se le pretendía dar, pero todo esto se ha perdido con el paso del tiempo. Aun así, parece que el Ildatch hace referencia explícita e intencionada a las capacidades de esta piedra, y yo tuve la fortuna de enterarme. Mientras me aferraba a las sombras de la pared de la gran cámara, donde los seres alados se reúnen y su señor dicta las órdenes, oí que la mencionaban. —Bremen se inclinó hacia el fronterizo—. Está escondida en algún lugar de las Tierras del Oeste, Kinson, en las profundidades de una antigua fortaleza, protegida de modos que ni tú ni yo podemos imaginar. Ha permanecido escondida desde los tiempos del reino de la magia, perdida en la historia y olvidada, igual que se olvidaron la magia y las gentes que la ejercieron. Ahora espera que la descubran y la usen.

—¿Y qué uso sería ese? —preguntó Kinson, insistente.

—La piedra tiene el poder de socavar el resto de magia, tome la forma que tome, y ponerla al servicio de aquel que la sostiene. No importa cuán poderosa o intrincada sea la magia del otro, si tú tienes la piedra élfica negra, puedes dominar a tu adversario. La piedra filtrará la magia del otro y la hará tuya. Tu adversario quedará completamente a tu merced.

Kinson sacudió la cabeza, con aire de desesperación.

—¿Cómo puede enfrentarse alguien a un arma así?

El anciano soltó una carcajada suave.

—Vamos, vamos, Kinson, tampoco es algo tan simple, ¿verdad? Recuerdas las lecciones, ¿a que sí? Cualquier uso de magia requiere pagar un precio. Siempre acarrea consecuencias y, cuanto más poderosa es la magia, mayores serán las consecuencias. Pero dejemos este debate para otro momento. Lo importante es que no podemos dejar que el Señor de los Brujos posea la piedra élfica negra, porque a él no le importan las consecuencias en absoluto. Ya hace tiempo que cruzó la línea en la que la razón podía influir en sus acciones. De modo que debemos encontrar la piedra élfica negra antes que él, y rápido.

—¿Y cómo lo conseguiremos?

El druida bostezó y se estiró con aire cansado; sus ropajes negros se alzaron y descendieron con un suave frufrú de la tela.

—Desconozco la respuesta a tu pregunta, Kinson. Además, tenemos otros asuntos de los que debemos ocuparnos primero.

—¿Irás a Paranor y te presentarás ante el Consejo Druida?

—Debo hacerlo.

—¿Qué sentido tiene? No van a escucharte. Desconfiarán. Algunos incluso te temen.

El anciano asintió.

—Algunos, pero no todos. Hay un puñado que me escucharán. En cualquier caso, debo intentarlo, ya que corren un grave peligro. El Señor de los Brujos recuerda demasiado bien que ellos fueron los responsables de su caída en la Primera Guerra de las Razas. No se arriesgará a que intervengan por segunda vez, aunque ya no representen una auténtica amenaza para él.

Kinson fijó la vista en la lejanía.

—Aunque sea una estupidez ignorarte, Bremen, eso es precisamente lo que harán. Han perdido todo contacto con la realidad que existe más allá de los muros tras los que se refugian. Hace tanto tiempo que no se aventuran a salir al mundo que ya no son capaces de entender la verdadera envergadura de las cosas. Han perdido su identidad, han olvidado su objetivo.

—Silencio. —Bremen colocó una mano firme en el hombro del otro—. No tiene sentido repetirnos lo que ya sabemos. Haremos lo que podamos y luego retomaremos nuestro camino. —Le dio un apretón con suavidad—. Estoy muy cansado. ¿Te importaría montar guardia unas pocas horas mientras duermo? Después ya podremos irnos.

El fronterizo asintió.

—Haré guardia.

El anciano se levantó, se adentró en las sombras que proyectaba el árbol de ramas anchas y allí se tendió y acomodó sobre su ropa, en un trozo de césped suave. Al cabo de unos minutos se había dormido y la respiración se le tornó profunda y regular. Kinson lo observó. Incluso así, Bremen no cerraba los ojos por completo. Tras esas rendijas finas, se entreveía un resplandor de luz. «Como un gato», pensó Kinson y apartó la mirada rápidamente. Como un gato muy peligroso.


El tiempo transcurría y la noche se alargaba. La medianoche llegó y pasó. La luna descendía hacia la línea del horizonte y las estrellas giraban en un patrón caleidoscópico infinito sobre la negrura. El silencio se imponía sobre Streleheim como una mortaja y en el vacío de las llanuras no se movía nada. Incluso entre los árboles, donde Kinson Ravenlock montaba guardia, el único sonido que se percibía era la respiración del anciano.

El fronterizo bajó la vista para observar a su compañero. Bremen era un paria tanto como él, tenía sus propias creencias y lo habían exiliado por ser el único capaz de aceptar ciertas verdades.

En ese sentido ambos se parecían, pensó Kinson. Se acordó de la primera vez que se encontraron. El anciano se le acercó en una posada en Varfleet, en busca de sus servicios. Kinson Ravenlock había sido un batidor, rastreador, explorador y aventurero durante al menos veinte años, desde que tenía quince. Había crecido en Callahorn y participaba en la vida de la frontera como miembro de un puñado de familias que permanecieron en las tierras fronterizas cuando el resto de la gente se adentró aún más al sur para distanciarse de su pasado. Tras el término de la Primera Guerra de las Razas, cuando los druidas habían divivido las Cuatro Tierras, dejando a Paranor en la encrucijada, los hombres habían decidido que dejarían una barrera entre ellos y el resto de las razas. Así que, mientras las Tierras del Sur se extendían hacia el norte hasta los Dientes del Dragón, los hombres abandonaron casi todas las tierras por encima del Lago del Arco Iris. Tan solo un puñado de familias de las Tierras del Sur se habían quedado, porque creían que aquella era su casa y no quisieron trasladarse a las áreas más pobladas, en las tierras que se les había asignado. Los Ravenlock habían sido una de esas familias.

En consecuencia, Kinson había crecido como fronterizo y había vivido donde acababa la civilización, y por esa razón se sentía tan cómodo con los elfos, los enanos, los gnomos y los trolls como con los hombres. Había viajado por las tierras de todos ellos, aprendiendo sus costumbres. Incluso había llegado a dominar sus idiomas. Le interesaba profundamente la historia y había oído cómo la contaban desde los suficientes puntos de vista como para extraer la verdad más importante de todas las que escondía. Bremen también estudiaba la historia y desde el principio coincidieron en ciertas opiniones. Una era que las razas podían llegar a mantener la paz solo si fortalecían los vínculos que las unían, no si se distanciaban. Y otra era que el mayor obstáculo para conseguirlo era el Señor de los Brujos.

Por aquel entonces, cinco años, atrás ya corrían rumores. Había algo maligno que habitaba el Reino de la Calavera, un abanico de bestias y criaturas nunca vistas. Según se decía, había cosas que volaban, monstruos alados que recorrían las tierras por la noche, buscando víctimas a las que cazar. Circulaban historias sobre hombres que habían ido al norte y nunca más se les había vuelto a ver. Los trolls no se acercaban al Filo del Cuchillo ni a al pantano de Malg y ni siquiera intentaban cruzar el Kierlak. Cuando su travesía los acercaba al Reino de la Calavera, se unían en grandes grupos, armados hasta los dientes. No crecía nada en esa parte de las Tierras del Norte. Nada echaba raíces. A medida que el tiempo pasaba, toda esa región devastada se cubrió de nubes y niebla, tornándose árida y yerma. Polvo y rocas. Se decía que ningún ser podía vivir allí. Nadie que estuviera realmente vivo.

La mayoría no se creía esas historias. Muchos ignoraban el tema por completo. En cualquier caso, se trataba de una parte del mundo remota e inhóspita. ¿Qué más daba qué viviera allí o qué no? Sin embargo, Kinson se había adentrado en las Tierras del Norte para descubrirlo por sí mismo. Apenas había conseguido escapar de allí con vida: los seres alados lo habían perseguido durante cinco días tras encontrárselo merodeando en el límite de sus dominios. Tan solo su gran habilidad y algo más que un poco de suerte lo habían salvado.

De modo que, cuando Bremen lo había abordado, él ya estaba convencido de que lo que decía el druida era cierto. El Señor de los Brujos existía. Brona y sus acólitos vivían al norte del Reino de la Calavera. La amenaza que representaba para las Cuatro Tierras no era fruto de la imaginación de la gente. Había algo desagradable que se estaba gestando lentamente.

Había aceptado acompañar al anciano en esos viajes para servirle como segundo par de ojos cuando fueran necesarios, para hacerle de guía y explorador, y para protegerse mutuamente cuando los amenazara algún peligro. Kinson lo había hecho por múltiples razones, pero ninguna era tan imperiosa como el hecho de que por primera vez en la vida tenía la sensación de tener un objetivo. Estaba cansado de ir a la deriva, de vivir sin nada más que hacer que volver a ver lo que ya había visto y no recibir ningún pago por ese privilegio. Estaba aburrido y había perdido el rumbo. Quería un desafío.

Y, sin duda, eso era precisamente lo que Bremen le había ofrecido.

Sacudió la cabeza, asombrado. Le sorprendía lo lejos que habían llegado y lo mucho que aquello los había unido, así como lo que significaban ambas cosas para él.

Por el rabillo del ojo, distinguió un aleteo en la lejanía, en las llanuras vacías de Streleheim. Parpadeó y fijó la vista en la oscuridad, pero no vio nada. Entonces, volvió a aparecer ese movimiento, un revoloteo de oscuridad al amparo de la sombra de un largo barranco. Estaba tan lejos que no podía estar seguro de qué había visto, pero aun así receló en el acto. Sentía un nudo frío en el estómago. Ya había visto movimientos parecidos otras veces, siempre cuando era de noche, siempre en medio de la nada de un lugar desolado cercano a la frontera de las Tierras del Norte.

Se quedó quieto, observando, con la esperanza de estar equivocado. Volvió a divisar el movimiento, esta vez más cerca. Algo se había levantado de la tierra y pendía flotando sobre la forma oscura de la planicie nocturna, para luego descender de nuevo. Podría tratarse de un ave de grandes alas, pero no lo era.

Era un Portador de la Calavera.

A pesar de todo, Kinson esperó, decidido a asegurarse de cuál era el camino que seguía la criatura. De nuevo, la sombra se elevó sobre la tierra, planeó bajo la luz de las estrellas y siguió el barranco durante un trecho hasta que se alejó, acercándose a un ritmo constante hacia donde permanecían ocultos el fronterizo y el druida. Volvió a descender y desapareció en la oscuridad de la tierra.

De pronto, Kinson se dio cuenta, con desazón, de lo que estaba haciendo el Portador de la Calavera: estaba siguiéndole la pista a alguien.

A Bremen.

Entonces, Kinson se volvió deprisa, pero el anciano ya estaba a su espalda, oteando en la lejanía de la noche.

—Estaba a punto de…

—De levantarte —terminó Bremen—. Sí, me he dado cuenta.

Kinson volvió a fijar la mirada en la planicie. No se movía ni un alma.

—¿Lo has visto? —le preguntó, en voz baja.

—Sí. —La voz de Bremen, calmada, también reflejaba que estaba en guardia—. Hay uno que me sigue la pista.

—¿Estás seguro? ¿Seguro de que sigue tu rastro y no el de otro?

—De alguna manera, no tuve el cuidado suficiente cuando salí. —Los ojos de Bremen destellaron—. Sabe que he seguido este camino y busca el lugar adónde he ido. No me vieron cuando estaba en el Reino de la Calavera, de modo que si me descubre es por pura suerte. Debería haber estado más atento cuando crucé las llanuras, pero creía que ya estaba a salvo.

Continuaron vigilando y el Portador de la Calavera reapareció: se elevó hacia el cielo por un momento y planeó en silencio atravesando el paisaje. Luego, volvió a descender hacia las sombras.

—Aún hay tiempo antes de que llegue aquí —susurró Bremen—. Creo que deberíamos irnos. Disimularemos nuestro rastro para confundirlo por si se diera el caso de que decide seguirnos más. Paranor y los druidas nos esperan. Vamos, Kinson.

Ambos se levantaron y retrocedieron hacia las sombras de la otra ladera de la colina, en dirección al bosque. Se marcharon sin hacer el menor ruido, con movimientos suaves y estudiados. Parecía que sus siluetas negras se deslizaban sobre la tierra.

En cuestión de segundos, habían desaparecido de la vista.