16 DE DICIEMBRE DE 1971

Querido esposo:

La guerra acabará hoy.

Era invierno y el jardín estaba lleno de vida.

Las flores que había plantado al empezar la guerra cubrían el verde. Champa, bokuh rojonigondha. Las rosas amarillas. El hibisco que rebasaba el murete.

El alba apenas empezaba a asomar por el horizonte. Ella sabía que no tenía más que unas pocas horas antes de que el teléfono empezara a sonar y los vecinos empezaran a presentarse. Gente que vendría a felicitarla y a compartir sus propias historias de supervivencia. Se apoyarían unos en otros, como al final de un largo peregrinaje.

Pero aún era pronto, y todo estaba tranquilo. Sólo se oía el graznar de los cuervos.

Rehana se ajustó el chal sobre los hombros y cruzó el jardín lentamente, con cautela. No había vuelto a hacerlo desde aquel día. Desde el día en que se llevaron al mayor, apenas había salido del bungalow. Shona, al otro lado de la ventana, era una imagen que apenas podía mirar.

Sus pisadas resonaron sobre el liso suelo de cemento. Abrió armarios y cajones. Todo estaba vacío. Maya había hecho un buen trabajo. Había limpiado los frascos rotos y los estantes arrasados. Había vendido los muebles de los Sengupta y había enviado el dinero a Salt Lake. La alfombra de pétalos de rosa estaba enrollada y apoyada contra un rincón de la sala. Rehana cruzó el salón, de tonos rosados, vacío salvo por el retrato de los padres de la señora Sengupta, que resistía en un rincón.

Entró en la habitación de Mithun. Una luz de color café se filtraba a través de la cortina. El proyector, el gramófono y los discos habían desaparecido. Los estantes estaban limpios. No quedaba ni rastro de él.

La cama de Mithun estaba junto a la pared. Por algún motivo Maya la había dejado allí, con una colcha de vivos colores cruzada por encima. Rehana se inclinó para extender la colcha, recordando las muchas veces que se había agachado justo del mismo modo, con los dedos extendidos, para alisar las sábanas.

En el suelo, junto a la cama, había una caja de cerillas. Blue Lion, decía por arriba. Fósforos de seguridad Blue Lion.

Rehana abrió la caja. Vacía. Él ‘había usado la última para verle la cara. Pensó en su dedo, empujando la caja para abrirla, rascando la cerilla, observando su rostro, que tomaba vida con aquella luz sulfúrica.

Deshizo el camino. Cerró las cortinas. Cruzó el salón y atravesó la puerta. Cerró el candado.

En el bungalow, se colocó sobre la esterilla para la oración.

Bismillah ir-rahman-ir-raheem.

Querido Dios, misericordioso y benevolente. Perdóname.

Maya estaba despierta y se cepillaba el pelo.

—¿Ya estás lista para salir, tan pronto? Dame unos minutos para que me ponga un sari.

—No, tú quédate. Ve con tu hermano cuando llegue.

—Bueno, pero no te entretengas mucho. Tenemos que estar en Shaheed Minar para el tratado.

El ricksbaw giró por Gulistan Road y cruzó las vías en Purano Polton. Las calles bullían de gente y el rickshaw-wallah tuvo que maniobrar para abrirse paso entre la multitud. Cada vez que un avión atravesaba el cielo se oían gritos de júbilo.

«Querido esposo —se repitió—, la guerra acabará hoy.»

¿Qué otra cosa podía decirle que él no supiera ya? ¿Que aquellos nueve meses de guerra habían sido como nueve generaciones, llenos de vidas y muertes; que Sohail había sobrevivido, mientras que sus amigos habían muerto; y que allí estaba la ciudad, con sus quemaduras y sus llagas, pero viva, y que en ella se disponía a buscar lo que quedaba del hombre de la cicatriz en la cara que había vivido en su casa durante noventa y seis días y que había pasado como una tempestad por su pequeña vida?

Un chico de no más de catorce o quince años montaba guardia en la puerta. Llevaba una camisa demasiado grande con las mangas subidas y unos pantalones sujetos con un cinturón. Entre los brazos sostenía un enorme fusil.

—Soy la señora Haque —dijo Rehana.

Salaam-alaikum —dijo él, llevándose la mano a la frente. Había corrido la voz de lo de Shona, y de que había dado cobijo a los guerrilleros, y de que había salvado a Sabeer—. Me han comunicado que vendría. Sígame.

Pasó a una sala hecha una ruina. El escritorio de la policía estaba volcado. Se abrieron paso por entre las sillas destrozadas, los cristales rotos, los trozos de papel que cubrían los suelos.

La puerta que daba a las celdas estaba vigilada por un chico aún más joven que el primero. Los dos intercambiaron unas palabras, la puerta se abrió y condujeron a Rehana por un pasillo con una sucesión de puertas. Cada puerta tenía una pequeña abertura, como un buzón. Le pareció oír algún cuerpo moviéndose en el interior. El chico la llevó hasta el extremo del pasillo, abrió una cerradura y dejó la puerta abierta de par en par.

—No se preocupe, chachi. Yo me quedaré detrás de usted.

Las figuras se movieron en la oscuridad.

Allí es donde debían de haberlo traído. Reinaba un intenso hedor a sudor y orina. En la pared más alejada había una rendija a modo de ventana, pero no arrojaba ninguna luz. Las paredes estaban cubiertas de manchas y de humedad. Resultaba difícil no dar media vuelta y salir corriendo.

Estaban en cuclillas, vestidos con el uniforme de presos.

Un hombre se levantó trastabillando y se le acercó. Respiraba con dificultad.

—Rehana —dijo.

—Faiz.

Piel oscura, cejas pobladas. Cuánto se parecía a su hermano. Tenía el ojo izquierdo hinchado, y el párpado cerrado.

—Rehana —repitió. Tenía las manos esposadas. Los pies con grilletes, que emitían un sonido metálico al moverse—. Has venido a sacarme... —Extendió una mano.

—¡Atrás! —gritó el chico.

—No, no, no pasa nada —dijo Rehana, acercándose.

—Sácame de aquí —imploró Faiz. Tenía la barba enmarañada y sucia—. Por favor.

Rehana no podía hablar; se quedó mirando, anonadada, aquel hombre al que tanto había temido y odiado.

—Sohail está... ¿dónde está? —preguntó Faiz.

—Está bien. Volverá a casa en unos días. —Traía toda una lista de preguntas, pero no recordaba ninguna. Debían de haberlo tenido allí mismo, en algún lugar entre aquellos muros. Si buscaba bien, quizá encontrara algún rastro.

Faiz juntó las palmas de las manos. Juntó las palmas de las manos y le rogó.

Ella había venido a preguntarle por el mayor. Dónde se lo habían llevado. Qué le habían hecho. Pero ahora sabía que las preguntas no servían de nada; tenía las respuestas. Las paredes, el sonido de las cadenas le dijeron todo lo que necesitaba saber.

—Rehana, hazlo por mi hermano. Una palabra tuya y me dejarán marchar. Busca el perdón en tu corazón.

Buscó. Era cierto, le dejarían marchar si ella se lo pedía. Al fin y al cabo no eran más que niños, chiquillos correteando con pistolas, sedientos de venganza. Pensó en perdonar a Faiz. Se imaginó a sí misma diciéndole que volviera a Pakistán, que no volviera nunca más, que no quería volver a verle la cara. Y diciéndole: «no soy yo quien debe castigarte, sino Dios».

Durante unos minutos no dijo nada. Faiz respiró más fuerte y más profundo, y volvió a rogarle. Ella intentó mirar su rostro hinchado. Estaba a punto de pronunciar las palabras por el recuerdo de mi marido, pero de pronto vio la imagen de todos ellos, Joy y Aref, y la señora Sengupta, flotando ante sus ojos. Incluso así podría haberle perdonado, pero entonces recordó la mirada de Maya cuando le contó lo de Sharmeen, y aquellos primeros días de guerra cuando se dio cuenta de que no podría salir de aquello con su mundo intacto.

—No puedo perdonarte, hermano. Por mi hija, no puedo perdonarte.

Dio media vuelta y la cerradura resonó tras ella. Oyó los puñetazos sobre la puerta, y las cadenas—, y sus sollozos ahogados, cada vez más tenues.

El cementerio estaba frío y cubierto de polvo. Miró a su alrededor en busca del vigilante, pero estaba sola. Hacía fresco, de modo que fue hasta la lápida de Iqbal medio andando, medio corriendo.

Limpió la lápida de hojas. Aquel encuentro la tenía nerviosa desde tiempo atrás, preguntándose qué iba a decirle, cómo iba a explicárselo, pero llegado el momento las palabras fluyeron con facilidad.

Querido esposo:

He venido a contarte la historia de nuestra guerra y de cómo la hemos vivido.

La guerra acabará hoy. He envejecido mil años. Estoy fea y cansada. Pero estoy viva.

Un hombre vivió en nuestra casa noventa y seis días. Al principio me irritaba que estuviera allí, porque entrenaba a Sohail para que fuera guerrillero y parecía tener la misma necesidad incontenible de salvar el país que le había visto a Sohail en los ojos justo antes de marchar a la guerra.

Pero de pronto me quedé sola con él y aquel pobre chico que perdió a su hermano y que también ha muerto, aunque por fin haya acabado todo y todos intentemos encontrar el modo de coexistir en un país sin guerra. Tu hijo se hizo soldado y perdió a sus amigos. Se intercambiaron las camisas. Murieron con ellas puestas.

En medio de toda esa locura tuve la impresión, por primera vez en mucho tiempo, de que el mundo estaba bien. Oí la canción de una mujer cuya voz cargaba con mil años de dolor. Y sí, le amé. Durante una mínima fracción de aquellos noventa y seis días, le amé.

Lo mismo que pasó contigo, pasó con él. Sólo por un momento. Y le hablé de todo, del día que me convertí en una ladrona y del día en que me convertí en viuda, y del día en que perdí a los niños. Y le dije que si tuviera una oportunidad, sólo una oportunidad, de volver a escoger, sería finalmente libre. Así que sé que no me culpa por no acudir a Faiz y Parveen, o a aquella comisaría de policía, para rogarles que le soltaran. Les dejé pensar que habían atrapado a Sohail. Eso es lo que escogí. Dejé que aquel hombre pagara mi deuda.

Por esto, esposo mío, te ruego que me perdones. Y ruego a Dios que me perdone.

La guerra acabará hoy. Niazi firmará el tratado y yo saldré a la calle. Tu hija me cogerá de la mano. Habrá una multitud sobre la acera, pero Maya se abrirá paso y me llevará a primera fila. Un chico venderá banderas por dos takas y todo el mundo saludará con la mano y estirará la cabeza para ver la calle. Tirarán confeti de los edificios; agitarán puños al aire; la gente bailará, un hombre tocará la flauta, una mujer hará sonar un dhol colgado en bandolera. A alguien se le ocurrirá conectar un megáfono a la radio. Las calles están lisas y polvorientas; la gente está embelesada y derrocha amor por el prójimo, por su patria, cantando el Cuanto te quiero, mi Bengala de oro. El cielo está pálido e iridiscente y hoy la guerra ha acabado, y hoy sostendré mi bandera, aguantaré la respiración y esperaré a nuestro hijo.

Sé lo que he hecho.

Esta guerra que se ha llevado a tantos hijos no se ha llevado al mío. Esta época que ha quemado a tantas hijas no ha quemado la mía.

Yo no lo he permitido.