MAYO
La señora Rahman y la señora Akram se dedicaron a la costura con el mismo entusiasmo que habían mostrado por las cartas. Se reunían cada semana en el bungalow, provistas de su propio equipo de costura. La señora Rahman consiguió aportar un flujo constante de saris viejos de sus diversas amigas y conocidas. Implicó a todo el que conocía —sus primos lejanos, su familia política, su modista— para que contribuyeran a la iniciativa. Por supuesto, se apresuró a señalar que nadie había sido tan tonto como para dar sus mejores ropas.
La señora Akram, a quien siempre habían considerado algo señorona, las sorprendió a ambas, al ser la más veloz dando puntadas. Y tuvo la idea de poner tela de saco entre los saris para darles más consistencia.
—Nos llamaremos las Hermanas Costureras —dijo la señora Akram—, o... ¡ya lo tengo, Proyecto Azotea!
—Vaya, ahora quieres ponerle nombre a esto... ¿No eras tú la que decías que no valíamos para nada que no fueran las cartas?
—Yo nunca he dicho eso —protestó la señora Akram, con la aguja entre los labios—. No es propio de mí faltar de esa manera.
Era cierto, pensó Rehana. Ya no hablaban así. Tan sólo dos meses atrás parecían un pasado lejano. Estaban en mayo. Llevaban en guerra desde marzo. Lo que antes era raro, se había vuelto común. Estaban ya acostumbradas a ver los uniformes verdes allá donde iban; estaban acostumbradas a volver obedientemente a sus casas antes de que sonara la sirena del toque de queda; y estaban acostumbradas a las calles vacías y polvorientas, a las tiendas cerradas, a los hospitales con las rejas echadas, a las cestas medio vacías de los vendedores callejeros. El paisaje de la guerra se estaba convirtiendo en algo familiar, y todas habían encontrado el modo de vivir en él.
Maya aún estaba enfadada con Rehana. El silencio que las separaba resultaba atronador. Se lo echaban encima la una a la otra. A veces, mientras esperaba a que Maya volviera de la universidad, Rehana decidía que le diría algo para arreglar las cosas; podía sentir las suaves palabras borboteándole en la boca: «Siento haberte pegado». Pero no podía articularlas; en cuanto su hija llegaba a casa, en cuanto Rehana veía su gesto huraño, el modo brusco en que cerraba la aldaba de la puerta, la rabia volvía a invadirla. ¿Por qué no podía sonreír, darle una pista de que podía llegar a transigir? Pero no lo hacía, y Rehana también permanecía rígida, con las palabras atravesadas en algún punto entre su corazón y su boca.
Cuanto más tiempo pasaba, más duro se hacía todo. Rehana ordenó la casa; empaquetó los suministros que habían dejado los chicos en el bungalow; cosió sus katkas. Eran días solitarios e interminables. Lo único que hacían juntas ella y Maya era escuchar la BBC Bangla, y por la tarde Voice of America. Pero el programa que esperaban con mayor impaciencia era la transmisión de Free Bangla Radio, cada día a las 16:30, emitido desde una ubicación oculta y secreta en la zona liberada.
El número de refugiados que acuden a Bengala occidental ha alcanzado el millón. La Cruz Roja Internacional ha declarado que los campos de refugiados de la frontera entre India y Bangladesh están saturados y que el agua limpia, los servicios médicos y las condiciones de salubridad son insuficientes. La primera ministra india, Indira Gandhi, ha manifestado su apoyo al pueblo de Bangladesh, afirmando que muy pronto los bengalíes amantes de la libertad se impondrían al régimen fascista de los dictadores pakistaníes.
Así las cosas, para cuando Sohail regresó a Dhaka, la ciudad se había hundido en una especie de rutina. Llegó en plena noche y se quedó de pie, a los pies de la cama de Rehana. Más tarde ella diría que sabía desde el principio que él estaba allí, que había mantenido los ojos cerrados deliberadamente, saboreando la sensación de alivio por tenerle de vuelta en casa, sano y salvo, pero en realidad se había pasado todo el rato durmiendo y no había oído el paso de Sohail por la puerta, ni sus pasos furtivos esquivando los muebles y las cajas de medicamentos, ni su respiración profunda antes de pronunciar la palabra que más le gustaba a ella:
—Mamá.
Ella apretó la mejilla contra la de él. Olía a gasolina y a cigarrillos. Al sentir el contacto de su camisa en la mano, Rehana sintió una profunda y punzante soledad.
—¿Has comido? —le preguntó, y se rió de sí misma.
Aun así, se levantó y se lanzó como un rayo a la cocina mientras él iba a despertar a Maya. Rehana no había tenido más que un momento para examinarlo. Llevaba una camisa gris y un par de pantalones azules; ambas prendas estaban sucias y le estaban grandes. Tenía unas ojeras de color marrón oscuro, y le estaba creciendo la barba. Era innegable que había algo ajeno en él, como si otras manos hubieran empezado a modelarlo, manos no tan amantes o tiernas como las suyas. No podía evitar recordar los años que había pasado con Parveen. Mis hijos no siempre han sido hijos míos. Sintió en el interior la punzada de aquella vieja herida.
Mientras se planteaba qué cocinar, oyó cómo despertaba a su hermana.
—Bhaiya! —gritó Maya. Fue lo más alegre que había dicho en meses—. ¡Cuéntamelo todo! —le oyó decir Rehana—. ¿Has estado en el frente?
La comida —curry de huevo, unas tiras de berenjena fritas y restos de dal— enseguida estuvo en la mesa. Sohail se arremangó, impaciente, y entre bocado y bocado empezó a hablarles del Ejército de Liberación.
—Joy nos llevó en coche hasta el río y allí tomamos el ferry. Estaba lleno de refugiados. Oímos historias terribles sobre aquella noche. Sobre todo había montones de hindúes.
—Los Sengupta no han vuelto —intervino Maya.
Sohail asintió, hizo una breve pausa, tomó otro bocado y sonrió agradecido a su madre. Luego miró a la puerta y ella supo lo que estaba pensando.
—Está bien. Pero apenas la vemos.
Sohail asintió de nuevo y continuó con su historia:
—No sabíamos adónde ir; sólo habíamos oído que los regimientos bengalíes habían cruzado la frontera y que estaban montando el campamento. El tío de Raju está en el ejército. Pensamos que debíamos ir en su busca. Tres días más tarde encontramos el campamento. Todos los regimientos bengalíes del este se han amotinado. Estaban reagrupándose cuando los encontramos. Al principio no era más que un campamento temporal; luego nos trasladamos a Agartala, unos 25 kilómetros más allá de la frontera. Ahora se ha convertido en una pequeña ciudad... Hay incluso un hospital, y barracones para los oficiales. Y hay otros, en Chittagong, Sylhet, Rajshahi, Siete sectores en total.
—Hemos estado escuchando la radio —dijo Maya.
—¿Dónde duermes? —preguntó Rehana.
Se daba cuenta de que él quería hablar de cosas más importantes, pero no pudo contenerse.
—En tiendas, ammoo. No muy cómodas. Cuando vuelva, tendrás que darme alguna manta y un plato. ¡He estado comiendo en hojas de banano!
Así que volvía a marcharse. Rehana intentó no mostrar su decepción. Ahí estaba su hijo, con aquella vida tan extraña. De pronto recordó que antes le gustaba El vis Presley. Se inclinó sobre la mesa y le puso más arroz en el plato.
—Todo el mundo se ha unido. Todo el mundo. —Le brillaron los ojos—. Todos los jóvenes, luchando codo con codo. A nadie le importa quién es nadie. Todos se han unido, el campesino y el soldado, juntos, tal como soñábamos. —Y entonces le cambió la cara—. Pero las cosas están mal, ya sabéis.
—¿Y qué harás tú? —preguntó Maya.
Sohail respiró hondo.
—Me están entrenando. Para la guerrilla.
—¿Guerrilla? —Aquello le traía a la mente la imagen de un forajido—. ¿Es peligroso?
—¡Claro que es peligroso, ammoo! —exclamó Maya—. ¡Es la guerra! ¿Qué te crees?
—Sé lo que es la guerra, Maya.
—¿No estás ni siquiera un poco emocionada? ¡Toda una nación, unida!
—¿Emocionada? No estoy emocionada. Estoy enferma. Enferma de preocupación. Éste es mi hijo.
Rehana se levantó de la mesa y se fue hacia la cocina, murmurando algo sobre el postre. Oía a su hija suspirar, y a Sohail susurrar algo, intentando poner paz.
A Rehana empezó a ocurrírsele que cualquier duda que hubiera tenido antes Sohail sobre la posibilidad de convertirse en soldado había desaparecido por completo. Al igual que le sucedía con todo lo demás, se lo había tomado con una especie de devoción brutal. Era un guerrillero. Un soldado de su país. Moriría si era necesario. Rehana se preguntó si debería empezar a prepararse, a imaginarse una vida sin su hijo, a cavar un agujero en el lugar que solía ocupar él, familiarizarse con el shock de su ausencia. Y en cuanto le pasó aquello por la cabeza, se dio cuenta de que no tenía elección. No podía abandonarlo, ni dejarlo en manos del destino ni en las de la nación, y si a pesar de todo él decidía dejarla, no habría modo de prepararse.
Cuando acabaron de comer ya era casi de día.
—Descansa un poco, Sohail.
Él miró alrededor, como inseguro de si debía hablar o no.
—Ammoo, Maya, tengo que preguntaros algo.
Les hizo un gesto con la mano para que se acercaran. Se acercó una silla arrastrándola y la colocó frente a ellas; luego cerró las cortinas antes de sentarse. Apagó las luces y dejó que la pequeña llama de la lámpara de queroseno extendiera sombras sobre su rostro.
—Algunas de las operaciones de la guerrilla tendrán lugar aquí, en Dhaka —empezó a explicar, juntando las manos—. Y necesitamos un lugar en la ciudad. Para almacenar armas. Un lugar seguro para escondernos antes y después de las operaciones. —Miraba a su madre sin rastro de vacilación—. Nuestra misión es alterar el funcionamiento normal de la ciudad. Asegurarnos de que el mundo sabe lo que está pasando. La gente no se quedará mirando de lejos cómo violan a Bangladesh. —Respiró hondo y luego continuó—. He venido para buscar un refugio y reclutar más guerrilleros.
Rehana imaginó el viaje que habría hecho Sohail para llegar hasta allí, evitando las barricadas por la ciudad, los poderosos focos que escrutaban los muelles del río, los camiones verdes con soldados armados. Se imaginó a alguien al mando, un militar, echando una mirada a su hijo y decidiendo que él sería la persona ideal para volver a Dhaka. Quería sentirse más furiosa y menos orgullosa, pero se encontró queriendo decir que sí, no sólo para que Sohail confiara en ella, sino porque no podía culpar a nadie más que a sí misma por haber hecho de él alguien tan correcto, tan dispuesto a aceptar responsabilidades. Aquél era el Sohail que ella había querido que fuera, aunque nunca habría imaginado que su hijo ni el mundo llegaran a aquel punto. Y sabía lo que él le estaba pidiendo.
—Quieres usar Shona.
Sí.
Shona, de espaldas al sol. Shona, la que le había devuelto a sus hijos. La orgullosa y deshabitada Shona de sus muchos sueños.
—La casa es tuya, Sohail. Es tu herencia.
Sohail no tardó mucho en adaptar Shona como cuartel general de la guerrilla en Dhaka. Unos días después de su llegada, Rehana le observó, junto a otros muchachos, cavando una zanja en la hierba alta, tras los rosales, para guardar las armas. En una ocasión, la curiosidad pudo con ella y echó un vistazo al interior de una de las zanjas, pero lo único que vio fue una serie de toscos cajones de madera y algo brillante por debajo que le lanzaba un guiño al sol de mayo, que derramaba con fuerza sus cálidos rayos. Sohail y sus amigos prepararon las habitaciones traseras de la casa para los nuevos reclutas. Cuando los chicos —para ella eran chicos, eran tan jóvenes— necesitaban algo, acudían al bungalow y lo pedían educadamente. Un martillo. Un vaso de agua. Jabón. Nunca se quedaban mucho rato.
La actividad en Shona hizo que Maya pasara más tiempo en casa. Se pasaba largas horas ayudando a los chicos con sus comunicados de prensa. Le encontraron una vieja máquina de escribir, y se la veía encogida sobre el teclado, mirando con avidez las letras, golpeando fuerte las teclas con sus dos dedos índices. «Suena como una metralleta», decía Sohail. Por la noche, si Rehana insistía en que Maya comiera con ella en casa, acarreaba la voluminosa máquina de escribir y las blancas hojas se agitaban como las alas de un ave veraniega.
Rehana observó las figuras agazapadas que entraban y salían de Shona y se imaginaba las conversaciones que tenían, los planes, los secretos. Intentó mantenerse al día de la actividad que se desarrollaba a unos metros de allí organizando el bungalow. Racionó el dinero que habían dejado los Sengupta y siguió un calendario estricto para la limpieza, el lavado, las compras y la cocina. Y había material sanitario que guardar. De pronto estaba ocupada y preocupada todo el tiempo. Había pocas ocasiones de pensar en la desaparición de Sharmeen, en la rabia de Maya, o en el silencio de la señora Chowdhury y de Silvi, encerradas allí al lado.
El único problema era la costura. La señora Akram y la señora Rahman debían acudir al bungalow con una nueva provisión de saris, pero no les podía explicar lo de Shona. Rehana se sintió culpable por tener secretos con sus amigas, pero Sohail le dijo que era una cuestión de seguridad: «Tienes que fingir que no estamos aquí», le dijo. ¿Que no estaban allí? Era lo único en lo que pensaba. Pero tenía que ocurrírsele algún plan para mantener alejadas a sus amigas.
Decidió que sólo podía hacer una cosa: encurtidos. Los mangos del árbol estaban ya casi a punto: de un verde intenso y de un ácido cortante. Les pidió a los chicos que los recogieran del árbol. Cuando eran pequeños, eran sus hijos los que se encargaban de aquello. Maya era mucho mejor escaladora: curvaba los pies alrededor de las ramas y se agarraba perfectamente con ellos, mientras estiraba las manos y arrancaba el fruto para lanzárselo a Rehana, que no dejaba de gritar: «¡Cuidado! ¡Cuidado!».
Entonces cortaría los mangos a trozos y los cocería a fuego lento con guindillas y semillas de mostaza. Luego los metería en frascos y los dejaría en la azotea para que maduraran. Había una norma que impedía a las mujeres tocar los encurtidos durante el período. No recordaba quién le había explicado aquella norma. ¿Su madre? No, su madre probablemente nunca había cortado un mango en su breve vida de ensueño. Debía de haber sido una de sus hermanas, Marzia, que era la mejor cocinera. Y la que se ocupaba de mantener las normas. Pero Rehana había decidido mucho tiempo atrás que aquélla era una norma estúpida. Ya era suficientemente difícil calcular los tiempos para hacer los encurtidos, entre la maduración de la fruta y el tiempo, que tenía que ser cálido y seco.
Mientras recitaba para sus adentros la receta del mango encurtido, Rehana se preguntó qué estarían haciendo sus hermanas en aquel preciso momento. Guerrilleros en Shona. Katbas cosidas en la azotea. Su hija practicando el uso del fusil. Sólo de pensar en sus caras de asombro le daban ganas de reír. Se imaginó la carta que les escribiría: «Queridas hermanas —diría—: Nuestros países están en guerra, el vuestro y el mío. Ahora estamos en bandos contrarios. Estoy haciendo encurtidos para contribuir a la lucha. Ya veis que mi corazón pertenece más a este país que a vosotras».
Los chicos dejaron el árbol vacío y le trajeron tres cestas rebosantes de mangos. Rehana rebuscó hasta el último tarro de cristal que encontró y, cuando no le quedaban más, decidió que usaría las tinas donde guardaba el yogur en la época en que se encontraba yogur fresco a diario en el mercado.
Los tarros de los encurtidos ocuparon la mitad de la azotea. Pero el penetrante olor se extendió hasta cubrir el resto del terrado. Cuando la señora Rahman y la señora Akram acudieron al día siguiente, notaron desde la puerta el olor de los encurtidos secándose y se negaron a coser.
Al día siguiente, mientras Rehana comprobaba que los encurtidos se habían asentado, oyó un pequeño alboroto junto a la valla. «Debe de ser la señora Akram», pensó, limpiándose las manos con el achol. Siempre llegaba pronto. Se asomó a la baranda y estaba a punto de levantar el brazo para saludar cuando vio que no era su amiga bajando del rickshaw, sino otra persona, una mujer que salía de un coche. A lo mejor se había equivocado de dirección. Rehana se acercó un poco más. Estaba a punto de llamar a la mujer, preguntarle si se había perdido, cuando vio que levantaba la mano por encima de la cabeza y abría la valla.
—¿Rehana? —dijo la mujer.
Habría reconocido aquella voz en cualquier parte. Bajó los escalones de dos en dos, con el corazón latiéndole a toda marcha.
La mujer estaba llamando con los nudillos a la puerta cuando Rehana apareció desde el jardín:
—Parveen.
—¡Rehana! ¡Gracias a Dios! —Parveen le sujetó con fuerza las manos y le miró a la cara con ojos ansiosos—. ¡Estábamos tan preocupados!
—Por favor, pasa —dijo Rehana.
«Mantén la calma —se dijo a sí misma—. Esta vez no ha venido a por tus hijos.» Rehana se quedó mirando a Parveen, que se deslizaba por la puerta y se posaba sobre el sofá con un suspiro. Luego apoyó la cabeza contra el cojín y recorrió el salón con la mirada.
Hacía diez años, recordó Rehana. Mirando aquel rostro, la década pasada se desvanecía, como un suspiro; y ella volvía a ser aquella temblorosa viuda tonta que se desprendía de sus hijos. La boca se le llenó de bilis.
—¿Qué te trae a Dhaka? —dijo, con la intención de parecer fría pero no enfadada.
—¿Pues qué va a ser? La guerra, ¿tú qué crees? —dijo Parveen—. Tu hermano, Faiz, ha asumido una responsabilidad muy importante. Muy importante. No queríamos venir, por supuesto, pero ya conoces a Faiz. Siempre quiere servir a su país.
Rehana estaba confusa. ¿Qué responsabilidad? ¿Qué país?
—Vinimos la semana pasada. Las cosas aún no han llegado, la casa aún está hecha un caos, pero he pensado: «Tengo que ir a ver a mi hermana. ¿Qué pensará si se entera?».
Rehana no sabía qué decir.
—Bueno, ha pasado mucho tiempo.
—¡Demasiado!
Un silencio se extendió entre las dos. Rehana no quería sacar a colación a los muchachos. «Que pregunte ella, si quiere saber.» Cuando habían vuelto por primera vez, Rehana se había negado a hablar sobre aquellos años de separación. No quería saber. Sólo había preguntado si les habían dado bien de comer, y si les había ocurrido algo terrible. Había comprobado que no tuvieran cardenales. Sabía que, en parte, había deseado observar algún síntoma físico, algún maltrato evidente, que le dijera que sus hijos llevaban marcas de su larga separación. No quería oír nada sobre los pequeños gestos de cariño, sobre la vida que habían llevado en su ausencia. Y en particular no quería saber si Parveen lo había hecho mínimamente bien como madre.
—Bueno —dijo Parveen, dándose una palmada con las manos sobre las rodillas—. ¿Y los chicos? ¿Están bien, gracias a Dios?
—Sí, mahsballah, están bien.
Rehana estaba a punto de decirle a Parveen que no estaban en casa, que les sabría muy mal no haberla visto, pero Parveen la cortó.
—¿Y tú aún vives aquí? ¿Esa casa de atrás es la de alquiler?
—Sí.
—¿Tienes inquilinos?
—Sí, los Sengupta.
—¿Hindúes? —Parveen hizo una mueca—. ¿Has dejado tu casa a unos hindúes?
—Son mis inquilinos desde hace años —dijo Rehana—; son como de la familia.
—Bueno, haz lo que te parezca, Rehana, pero yo no confiaría mi casa a esa gente... —Hizo una mueca, como si acabara de dar un sorbo a un vaso de leche cortada.
Rehana hizo caso omiso de aquella última observación; estaba demasiado ocupada intentando descubrir el objeto de su visita, de los remilgados modales de Parveen, olvidando todo rastro de la sucia historia de la que habían sido protagonistas. Pero en realidad no tendría por qué sorprenderse tanto. En las familias solía pasar aquello, intentar destruirse unos a otros y luego fingir que no ha sucedido nada, seguir con sus viejas costumbres, sus humillaciones ocasionales, como hacía Parveen en aquel momento, señalando con la mirada el mal estado de los muebles de Rehana.
—... menos mal que nos estamos librando de ellos.
Rehana volvió a la conversación.
—¿Librarse de quién?
—¿No me has estado escuchando, Rehana? Estoy hablando de los elementos corruptos de nuestra gran nación. ¡Los hindúes, los comunistas, los separatistas! Por eso estamos aquí tu hermano y yo... ¡Es una gran responsabilidad, un privilegio!
¿Aquélla era la misión? La mirada de Rehana voló hasta la ventana, en dirección a Shona. Parveen estaba a unos metros del escondrijo de la guerrilla. Cuando comprobó que no se veía ningún movimiento en la casa de al lado se relajó, satisfecha de pronto con aquella situación, viendo a Parveen sentada tan cómodamente mientras en la puerta de al lado los chicos iban enterrando armas en su jardín. Estaba a punto de ofrecerle un tentempié cuando se oyó a alguien que llamaba desde la valla y que la abría.
—¡Yuu-juu! Perdón, llegamos tarde. —Eran las señoras Akram y Rahman. Las oyó cruzando el jardín—. ¿Qué demonios es ese olor? Rehana, ¿has montado una fábrica de encurtidos en la azotea o qué?
Rehana se acercó corriendo a la puerta y las hizo pasar.
—Entrad, entrad. Os presento a mi bhabi Parveen —dijo, procurando parecer natural—. Bhabi, éstas son mis amigas, la señora Akram y la señora Rahman.
La señora Rahman examinó a Parveen con una mirada franca.
— Salaam aleikum —dijo, con voz de directora de colegio.
— Salaam aleikum —repitió la señora Akram.
—Las dos hemos oído hablar mucho de usted —dijo la señora Rahman—. ¿Qué le trae de nuevo por Dhaka? Pensaba que vivía en Lahore.
—¡Estamos aquí para arreglar las cosas! —dijo Parveen riéndose.
—Han venido a trabajar para el ejército —aclaró Rehana, rezando para que la señora Rahman se guardara sus pensamientos para sí.
—Ah, muy bien, ya veo —dijo la señora Akram.
Se quedaron junto a la puerta, incómodas, sin saber dónde sentarse.
—¿A qué viene lo de los encurtidos? —dijo la señora Rahman—. ¡Apestan!
—Oh, ¿así que es eso? —dijo Parveen.
—Lo siento, amigas, tendremos que encontrar otro sitio —se disculpó Rehana.
—¿Pero qué te ha dado? —preguntó la señora Rahman—. Te habrás pasado trabajando toda la noche.
—Bueno, pensé que más valía hacer todos los que pudiera. ¿Quién sabe lo que le puede pasar a mi árbol?
—Qué razón tienes —dijo, con un gesto de asentimiento, la señora Akram—. ¡El futuro es tan incierto!
—¿Pero quién se va a comer todos esos encurtidos? —planteó la señora Rahman—. Me duele la barriga sólo de pensar en ello.
—A lo mejor los puedes vender —propuso la señora Akram.
—Sí, buena idea, así podríamos comprar más hilo.
—Veremos —dijo Rehana, deseosa de librarse de ambas. Afortunadamente Parveen no les prestaba atención; se había levantado y estaba abriéndose camino hacia la mesa del comedor, donde Rehana había dejado los restos de las parathas del desayuno; Maya no había tocado la suya—. Así pues, ¿lo posponemos un par de días, hasta que encontremos algún lugar más indicado?
Las señoras del gin-rummy se fueron, dándole una palmadita a Rehana en la espalda.
—Cuéntanoslo todo mañana —le susurraron.
Unos minutos más tarde Parveen también se dispuso a marcharse, invitando a Rehana a que fuera con los chicos a su nueva casa. Todo sucedió tan rápido que Rehana casi habría podido convencerse de que era un sueño. Y si no fuera porque el rastro del perfume de Parveen se había pegado a las paredes, o porque sus palabras aún se le insinuaban en los oídos, o porque aún podía ver su brillante cabello moldeado en punta y su vaporoso sari, quizá se lo habría planteado. Pero por supuesto no lo era, y Rehana se quedó allí, afrontando la tarde, repasando la escena, y preguntándose, después de todo, por qué había decidido presentarse Parveen.
Pasó otra semana muy parecida a la anterior; Sohail y sus amigos entraban y salían de Shona; Rehana observaba los encurtidos madurando en la azotea; el sol de mayo atravesaba las ventanas cada mañana como un torrente y amenazaba con ahogarles. Entonces, un día, Sohail apareció en el bungalow y dijo:
—Ya estamos listos, ammoo.
—¿Listos para qué?
—Para la operación. He reclutado un equipo, y hemos recibido las órdenes.
Rehana no se había dedicado mucho a pensar qué harían realmente después de cavar en el jardín y preparar la casa. A ella aquello ya le parecía un trabajo. Pero sólo era la preparación. Para lo que venía.
—¿Qué vais a hacer?
—Estamos planeando poner una bomba en el Hotel Intercontinental. Queremos que sea como una toma de posición.
Se llevó una mano al pómulo y se frotó la mandíbula.
—¿Posición? ¿Qué posición? ¿Morirá alguien?
—No. Esperamos que no haya bajas.
Ahora hacía referencia a los muertos llamándolos «bajas».
—¿Es peligroso?
—Quieres que te mienta, ¿verdad?
«Sí, por favor», pensó.
—Por supuesto que no.
—No es peligroso. Yo sólo monto guardia. —Cogió a su madre por las muñecas—. Gracias, ammoo. De verdad.
—Yo estoy contenta sólo con tenerte cerca. —Quería pedirle que le prometiera que no sucedería nada malo. Que estaría bien. Que no le matarían, ni le herirían. Alguna petición egoísta de aquel tipo—. ¿Cuándo tendrá lugar?
—Mañana, de madrugada, antes de que salga el sol.
—Estaré rezando —fue lo único que se le ocurrió decir.
Volvía a tener la mano sobre la mandíbula, y parecía estar planteándose algo.
—¿Por qué no vienes antes de que nos pongamos en marcha? Podrás conocerlos a todos.
—¿A tus amigos no les importará?
—Estarán contentos de recibir tu bendición. Algunos de ellos no han visto a sus madres en mucho tiempo.
Rehana lo entendió. Sintió que se ruborizaba de orgullo ante aquella petición.
Sohail volvió a llevarse la mano a la mandíbula.
—¿Te duelen las muelas?
—Un poco —respondió, con una leve mueca—. Pero no es nada importante.
«Antes solía preocuparme por cosas como un dolor de muelas. Ahora me preocupo por tus piernas, por tu corazón, por tu vida.»
Antes del alba Rehana atravesó el jardín y pasó por la reja de hierro que había instalado para separar las dos propiedades. Había hecho puris, la mitad de patata y la mitad de dal, y halwa. En aquellos tiempos parecía tonto disfrutar con la cocina, pero no pudo evitar enorgullecerse de lo que le habían crecido los puris, de la leve y perfecta dulzura del halwa. Era la primera vez que entraba en Shona desde que se habían instalado en ella los guerrilleros. Desde el exterior no se percibía ningún cambio; sabía que habían arrancado alguna de las plantas, pero habían arraigado de nuevo, aunque parecían algo ajadas y descuidadas. «Tengo que acordarme de regarlo todo mañana», pensó.
Lo primero que observó cuando puso el pie en el interior fue la completa oscuridad. Las cortinas estaban echadas, así que incluso la tenue luz de la luna y las luces de la calle, más tenues aún, no penetraban; era como cerrar los ojos para echarse a dormir. A medida que iba adaptándose a la oscuridad Rehana distinguió unas formas agazapadas en el suelo. Luego vio puntos luminosos que se movían: cigarrillos, dedujo, por el olor.
—¿Hola? —dijo a la oscuridad.
—Partho, enciende la luz —dijo una voz.
Oyó rascar una cerilla y luego vio la llama. Encendieron el farol.
Se pasaron el farol unos a otros. Cada una de las caras se iluminó adoptando un tono anaranjado, una tras otra, como si fueran un reparto de actores presentándose. Le sonrieron y la saludaron con un gesto de la cabeza; uno se llevó la mano a la frente y le lanzó un salaam. No pudo evitar pensar que todos parecían tan contentos. No tenían miedo. No parecía que estuvieran a punto de enfrentarse a la muerte, o a algo peor, sino más bien como si se dispusieran a jugar un partido de criquet y acabaran de descubrir que además el tiempo les acompañaba. Tranquilos. Despreocupados.
Intentó distinguirlos entre sí, pero no podía. Eran una serie de sombras confusas tras un velo de humo de cigarrillo, al mismo tiempo viejos y jovencísimos. Cuando la lámpara le llegó a Joy, éste se puso en pie y se acercó a Rehana. Levantó el farol y ella pudo ver una mueca en su rostro.
—Somos unos brutos, tía; te estamos dejando la casa hecha un asco.
—No seas tonto, beta. Estáis en vuestra casa.
Maya ya estaba allí; empezó a hacer circular el plato de puris. Rehana pensó en la última vez que se habían reunido de aquel modo: Maya cantaba, los demás la seguían, y Sharmeen aporreaba el armonio. Habría querido abrazar a Maya y decirle que lo recordaba.
Aref apareció junto a su hermano Joy.
—Alguien vendrá a recoger las cajas —dijo—. Y traeremos más donaciones.
—Hemos oído hablar de tu grupo de costura —dijo Aref—; a los muktis les encantarán vuestras mantas. ¡Si vieras el campamento, tía! Esas camas no tienen nada de blando.
Los otros muchachos se rieron desde las sombras.
—¡Uf! —dijo uno de ellos, con la boca llena de puri—. Y la comida... Los rootis son duros como palos, y están llenos de agujeros.
— Ammoo —dijo Sohail, tirando a Rehana del brazo y llevándola hasta una esquina de la sala—, éste es nuestro oficial en jefe. Antes era mayor en el ejército paquistaní —susurró.
—Hola —dijo el hombre.
Estaba de pie, justo frente a la lámpara, y Rehana no pudo ver mucho más que sus anchos hombros y el firme apretón de manos que le devolvió cuando ella, al no saber cómo saludarle, le ofreció la mano.
—Oh, hola —dijo Rehana, devolviéndole el apretón.
—Es usted muy amable dejándonos su casa, señora Ha— que —dijo el mayor.
—Sí, sí, claro.
—Toda la nación se lo agradece.
Probablemente él pensara que lo había hecho por sentido del deber, y ahora que lo miraba, aún con la sensación de la presión de su mano sobre los dedos, deseó que hubiera sido así, y no porque su gesto fuera menos noble, al haberlo hecho por amor a su hijo. En cualquier caso, de algún modo, su acción se convertía en algo más grande, en aquella sala, y en presencia de aquel hombre alto: había hecho un servicio a su país y no sólo a sus hijos. A lo mejor al fin y al cabo lo estaba haciendo por el país.
A lo lejos, la voz del muecín interrumpió aquel ensueño y le recordó la hora que era.
—Por favor, excusadme —anunció al grupo, arracimado—. Es el Azaan de la mañana. Tengo que rezar. Y aún no nos hemos tomado el halwa.
—Tú acaba de rezar tus oraciones y luego nos lo tomamos —sugirió Sohail.
—Muy bien. —Se creó un silencio incómodo—. ¿Alguno de vosotros quiere rezar conmigo?
Miró alrededor; algunos de los chicos bajaron la mirada al suelo. Estaba segura de que necesitaban algo que les diera confianza, seguridad antes de partir para su misión.
—Mamá —dijo Sohail, por fin—, Partho es hindú.
—No importa —oyó Rehana que alguien decía desde el fondo de la sala. Pero nadie se movió.
Rehana estaba a punto de irse al dormitorio de la señora Sengupta cuando el mayor dijo:
—¿Por qué no? Señora Haque, usted primero.
—¿De verdad? ¿No os importa?
A Rehana aquello le halagó, aunque sabía que en realidad no debía; se suponía que las mujeres no debían dirigir la oración. Pero se acercó a la ventana cerrada que daba al oeste y los chicos se colocaron tras ella. Incluso Maya participó, colocándose entre Sohail y Joy. Rehana se echó el sari sobre la cabeza y se ajustó el extremo de la tela tras la oreja.
Dios es grande. Doy fe de que no hay nadie digno de adoración más que Dios Venid a la oración, venid a la felicidad. Gloria a ti, Alá. Bendito sea tu nombre, y exaltada tu majestad. En ti busco refugio. Santo eres, y magnífico. Venid a la oración, venid a la felicidad.
Rehana no podía dormir. Poco después del alba se había despedido de Sohail y de sus amigos y había contado, una y otra vez, como en los largos y repetitivos días de verano, todas las cosas que podían salir mal. Los muchachos eran demasiado jóvenes; nerviosos; se dejaban llevar por la emoción del peligro, pero ¿qué sabían ellos? Ella siguió todos los rezos del día, el Zohr, el Asr y el Magreb.
Por la noche, cuando el locutor de Radio Free Bangladesh anunció que se había producido una explosión en el Hotel Intercontinental, Maya soltó un gritito de alegría y corrió por toda la casa, agitando su bandera verde y roja.
—Ammoo! ¡Escucha! —Y le pegó la radio a la oreja a Rehana.
Un grupo de periodistas extranjeros han solicitado permiso al gobierno de Pakistán para tener acceso a la primera línea de combate de la guerra civil, después de que la explosión en el Hotel Intercontinental revelara la verdadera dimensión de la resistencia a las fuerzas de ocupación. El gobierno de Pakistán niega cualquier acusación de genocidio, y el presidente Yahya Khan acusa a Sheikh Mujib y a sus socios de Calcuta de extender falsa propaganda sobre el gobierno de Pakistán.
Así que la operación había sido un éxito. Pero aun así aquello no quería decir que hubieran salido con vida. Rehana cerró los ojos y dijo Aytul Kursi quizá por milésima vez aquel día. No podía dormir. Le pareció oír a Maya en la otra habitación: «¡Mamá! —decía—. ¡Te perdono! ¡Te perdono!». Rehana saltó de la cama y corrió a la habitación de Maya, donde se la encontró con los dedos sobre las teclas de la máquina de escribir. El corazón le latía desbocado en el pecho.
—¿Qué haces? —le preguntó Maya, ladeando la cabeza—. ¿Has visto un fantasma?
Cuando Rehana oyó los ruidos procedentes del jardín supo que algo había ido mal. Estaba segura de que pasaría; fue casi un alivio descubrir que tenía razón. Era una hora antes de la cena; acababa de poner el arroz al fuego. Salió como un rayo de la cocina y vio a Sohail y a Joy empujando un coche verde hacia la casa, con el motor apagado. Había otros en el coche, aunque no pudo distinguir sus caras. Acongojada, corrió hacia el jardín y atravesó la valla. Llegó junto a ellos justo cuando bajaban al mayor del coche. Sohail y Joy estaban ambos cubiertos de sangre, y con ellos iba un extraño, un hombre menudo con una bata blanca que parecía aterrado. Entre los tres iba el mayor, inmóvil y gris.
—¡Oh, Dios, está muerto!
Sohail arrastró al hombre cogiéndolo de las axilas. La cabeza le colgaba hacia un lado.
—¡Cógele las piernas! —susurró.
Sohail tenía la cara bañada de sudor que le caía y se le concentraba alrededor de la barbilla. Joy agarró al mayor por las piernas y lo llevaron hasta la puerta de entrada.
—¡Maldita sea! ¡Maldita sea! —repetía Joy.
Lo dejaron sobre la alfombra de pétalos de rosa. Alguien le había atado un trapo a la pierna. Estaba despierto, murmurando algo, agitando la cabeza; cuando se giró, Rehana vio que tenía una astilla triangular de madera alojada en el pómulo. Sohail se quedó de pie junto a él mientras Joy apuntaba al médico con una pistola.
—Cúralo.
—No puedo. Necesito cosas... Medicinas, anestesia.
—Tendrás que arreglarte con lo que lleves en el maletín.
El médico no era mayor que ellos, probablemente un recién licenciado, un chico flaco y delicado con el pelo grasiento.
—¡Tenéis que llevarlo al hospital! —dijo.
—¿Estás loco? ¿Sabes cuánta gente anda buscándonos?
El doctor agitó los brazos.
—No puedo. No puedo hacerlo.
Rehana se encontró de pronto arrodillada junto al mayor, mirando al joven médico a los ojos.
—Escúchame, esto es una emergencia. Simplemente haz lo que puedas. —Mantuvo la vista fija en sus ojos hasta que él asintió lentamente.
—Tenemos que quitarle la metralla de la pierna —dijo, mirándola únicamente a ella—. Tiene otras heridas menores, pero lo principal es la pierna. Y la cara. No sabría qué hacer con la cara.
—Hazle un parche —dijo Joy—. Nos lo llevaremos al hospital de campaña por la mañana.
—No puede ir muy lejos.
—¡Cúralo! ¡Tenemos que largarnos esta noche! —dijo Joy, apretándole la pistola contra la sien.
—Joy baba, este hombre está intentando ayudar —protestó Rehana.
—Por favor, aparta la pistola. Estoy de vuestra parte.
—Pues cúralo.
—¡La pistola! ¡Primero apártala!
El médico parpadeó, enjugándose las lágrimas.
Joy bajó la pistola, pero mantuvo el dedo sobre al gatillo.
El médico sacó una jeringa del maletín y la llenó con el contenido de una pequeña ampolla. Luego se dedicó a la pierna del mayor. Rehana permaneció a su lado, curiosamente entera pese a la visión de la pierna destrozada del mayor, de la carne desgarrada a la vista, del hueso brillando en la oscuridad de la habitación. No dudó cuando el médico le dijo que le arremangara los pantalones al mayor y que empezara a limpiarle las heridas menores. Le dio un par de pinzas y le dijo que extrajera los fragmentos. Ella se inclinó sobre la pierna, trabajando en silencio, sin hacer caso a las convulsiones del mayor.
Cuando Rehana acabó con las pinzas, el médico empezó a suturar.
—Gracias, señora Haque.
Era evidente que no le daba las gracias sólo por la ayuda en la limpieza de las heridas.
La madera seguía alojada en el pómulo del mayor.
Sohail le susurró algo a Joy, y éste bajo el arma, se puso en cuclillas y sostuvo una lámpara de queroseno sobre el brazo del médico.
—Tía —dijo Joy—, vete a descansar, anda.
Rehana fue a la cocina de la señora Sengupta en busca de un vaso de agua. Estaba dando un enorme sorbo al vaso cuando Sohail se le acercó y la abrazó fuerte. Le oyó llorar contra su hombro.
— Ammoo —susurró él—, ha sido culpa mía.
—¿Qué ha ocurrido?
—Fui yo. Tenía que fijar el temporizador en el explosivo. Pero llegué y me quedé helado. No podía moverme. El mayor me apartó de un empujón y lo hizo él, pero era demasiado tarde; le pilló la explosión. Debería haber sido yo; lo he estropeado todo.
Rehana no sabía qué decir. Le cogió la cabeza y se la acarició suavemente.
—No sé, no sé si puedo hacerlo. No sirvo: los disparos, la instrucción... No debería haber ido.
—No es culpa tuya. Sea lo que sea, no puede haber sido culpa tuya.
—Me ha salvado la vida —dijo Sohail—. Si no fuera por él, estaría muerto.
El médico acabó su trabajo.
—He suturado las heridas, pero no puedo asegurar que no se infecten. Necesita medicinas. E incluso así podría perder la pierna.
—¿Nos lo podemos llevar? —preguntó Joy.
—Quizá unas calles más allá, pero no más.
—Hay un hospital de campaña en Agartala, cerca de nuestro campamento.
—¿Al otro lado de la frontera? Ni hablar.
— Ammoo —dijo Sohail—, tienes que dejar que se quede aquí.
Rehana estaba cansada; había sangre por todas partes; la alfombra de la señora Sengupta estaba hecha un asco. Deseaba que aquel hombre le diera pena, pero no podía. Era una imagen tan desagradable, allí tirado sobre la alfombra, con la boca abierta en una horrible mueca... Y sin embargo había salvado la vida de su hijo.
—No. No puede quedarse aquí. —Fue Maya quien habló. Había permanecido en silencio desde la llegada de los muchachos, manteniéndose al margen de la escena. Pero ahora estaba de pie, junto al mayor, con los puños apretados.
—Maya, por favor —dijo Sohail—, no podemos hacer otra cosa.
—Entonces quedaros. Quedaros vosotros y cuidaros de él. No nos obliguéis a que lo hagamos nosotras.
—No podemos quedarnos. Nos buscan.
—Esto es culpa vuestra.
—¡Sí que lo es! ¡Es culpa mía! —Sohail abrió los ojos como platos, enrojecidos y llenos de rabia—. Mamá, tienes que dejar que se quede. Por favor, dime que dejarás que se quede.
Rehana estaba deshecha.
—¿Estás seguro de que no puede ir a ningún otro sitio?
—Mamá —protestó Maya, con la voz entrecortada—, ¿quieres que se te muera otro hombre en casa?
¿Otro hombre? ¿Estaba hablando de su padre?
—Este hombre no puede moverse —dijo el médico. Miró a Maya, que estaba inclinada sobre su madre y respiraba pesadamente, como si acabara de hacer una carrera. El médico prosiguió—: Yo me quedaré. Me quedaré y me aseguraré de que no se muera.
Rehana soltó un suspiro de alivio.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al médico.
—Rajesh.
—Maya. Maya, por favor, mírame. Mírame. El doctor Rajesh va a quedarse aquí y se ocupará del mayor. Nadie va a morir. ¿De acuerdo? Tú querías hacer algo, ¿recuerdas? Pues aquí está. Cuidaremos de él. Ha salvado a tu hermano. Ya está, ya está, no llores. —Y acarició el cabello de su hija.
Rehana abrió los ojos y por un momento olvidó dónde estaba; sólo notaba que no era su cama y de pronto recordó y se levantó de golpe, apartándose el cabello de la frente, buscándose a tientas la maltrecha trenza, se la deshizo y se la volvió a hacer instintivamente. Estaba echada en el sofá, en una posición extraña. Al otro lado de la sala vio las huellas de la noche anterior: las vendas manchadas, las huellas de barro por el suelo, los trocitos de yeso y de madera de la explosión y entonces se dio cuenta de por qué estaba tan cansada.
El mayor estaba instalado en el dormitorio de Mithun. Cuando Rehana se le acercó, vio que la cortina de encaje estaba cerrada, y a la luz del amanecer los bordados dibujaban sombras sobre su cara. Allí, sobre la frente, una flor en forma de estrella; y allí, sobre el muslo, una hilera de corazones. Dormía en completo silencio, inmóvil salvo por las sombras de la cortina, que se desplazaban ligeramente con cada respiración.
Dormido, el mayor parecía enorme. Sus brazos y sus pies se salían de la cama, y sus manos abiertas recordaban telas de araña. El médico acababa de irse, antes del amanecer, tras declarar que el mayor estaba estable y prometer que volvería al día siguiente con medicinas y más vendas. «La primera noche será la peor —había dicho—. Deben quedarse aquí.»
Y ahí estaba ella aún.
El paso de la noche no le había hecho más atractivo. Sobre la cara presentaba la curva rabiosa y recortada de su cicatriz, que se abría paso, serpenteando, desde el extremo exterior de la ceja izquierda hasta la comisura del labio. Una mancha azulada le cubría el otro lado del rostro. Por lo demás, salvo la pierna vendada, parecía intacto, incluso saludable: la piel del cuello y de los brazos tenía un aspecto terso y brillante a la pálida luz del sol de la mañana.
Rehana lo miró y un sentimiento de orgullo la invadió. Aquella figura corpulenta era como un ángel caído, feo y apaleado, pero quizá aún digno de bendición.
De pronto sintió hambre; no recordaba cuánto hacía que no comía. Sintió un antojo de lichis, no los secos que importaban de China, sino los autóctonos, con aquella piel suave y consistente. Los lichis le hicieron pensar en otros lujos; quizá debería comprar algo de carne, un arroz de mejor calidad. Iría al Mercado Nuevo. Sentía la necesidad de aventurarse a salir, de dejar la casa y las imágenes del caos nocturno.
Era un día luminoso, sin ninguna nube, de aquellos en que el cielo aguanta la respiración y todo está inmóvil y radiante. El mercado estaba igual que desde el inicio de la guerra: cada semana cerraban una o dos tiendas, las verduras estaban polvorientas y secas, los pescados eran pequeños y tenían la mirada apagada. Pero Rehana se animó con la idea de regatear con los vendedores o de encontrar algún pequeño tesoro, un pollo fresco o alguna papaya tardía.
La sonrisa se le borró del rostro en cuanto entró en el mercado. Entre los puestos y los carritos había hombres vestidos de uniforme. Paseaban despreocupadamente por el mercado con los fusiles colgados a la espalda. Pasó frente a una tienda de dulces y vio a un grupo de hombres sentados alrededor de una mesa de plástico, riéndose con las bocas tan abiertas que, incluso de lejos, podía verles los dientes. Uno de ellos escupió sonoramente en el desagüe.
Mientras iba paseando con la cabeza gacha, intentando no cruzar la mirada con nadie, Rehana se sintió molesta por sentir miedo, especialmente en aquel lugar en el que tanto tiempo había pasado durante una década de lucha. Allí era donde había comprado la tela para los uniformes del colegio de los niños, donde había calculado las raciones de la semana y planificado las comidas. Allí era donde Iqbal le había comprado el sari para la boda —sólo veintidós rupias, le confesó—, donde había acudido a comprar los regalos para el Eid, los vestidos para los cumpleaños de los niños. Para Rehana el Mercado Nuevo era el corazón de la ciudad, y sus olores y sus angostos callejones le eran tan familiares como su propio Dhanmondi. Y de pronto se había convertido en un lugar extraño con una atmósfera amenazante. «Cuidado con los carniceros —le había advertido Sohail—. Hablan urdu.»
«¿Por qué? Yo también hablo urdu. ¿Y qué?»
«Esos tipos son colaboradores del ejército.»
Sohail se refería a los biharis que hablaban urdu y de los que se decía que hacían buenas migas con el ejército. La división de la ciudad entre los simpatizantes y los colaboradores a Rehana le provocaba incomodidad, pero se convenció de que tenía que haber algún modo de saber de quién sospechar y en quién confiar. Ya no podía confiar en su instinto. Ni siquiera en sus amigos.
Rehana siguió un estrecho callejón hasta llegar al sector de las carnicerías. Los puestos estaban repartidos irregularmente y los cortes de carne colgaban de ellos como húmedas joyas. Rehana siempre disfrutaba comprando carne; empleaba su tiempo en examinar el blanco nacarado de los huesos, la carne color rubí, el granate intenso de los tendones.
Se plantó frente a su carnicero habitual.
—¿Qué hay hoy de bueno? —le preguntó.
Miró hacia el suelo, para que no supiera que era ella.
—La carne picada está bien, memsaab. Y hoy el carnero también está bueno.
Rehana pensó en el mayor y en su mejilla suturada.
—Necesito huesos. Para sopa.
—¿Le apetece hacer sopa? Muy bien.
Hacía mucho calor. Rehana vio las moscas que revoloteaban para luego lanzarse a la carne colgada con un zumbido amplificado por el techo bajo del mercado. Vio al carnicero que extendía los brazos y le ofrecía un trozo con el que pretendía impresionarla. Era el costillar entero de una vaca pequeña, una serie de huesos que se elevaban como dientes curvados, con la carne cortada tan limpiamente que sus estrías púrpura reflejaban la luz. Le asaltó el olor a sangre, metálico, asociado al de podredumbre. Se estremeció y giró la cara. El carnicero la reconoció al instante.
Rehana recordó por qué le había comprado siempre la carne a aquel hombre. Iba impecablemente vestido; no tenía ni rastro de sangre ni en la camisa ni en las manos. Llevaba un kurta blanco inmaculado y un gorro, como si fuera de camino a la mezquita.
—¿Cómo está, señora? —le preguntó en urdu, y observó que se agitaba.
—Sí, bien —respondió despacio y luego, sin querer, añadió—: Estamos en guerra.
—Es verdad. —Y cuando él se quedó en silencio fue como si le acusara de algo, y él tuvo que precisar—: Este puesto es todo lo que tengo, señora.
Pero eran palabras huecas, y Rehana se dio cuenta de lo extraño que le sonaba de pronto aquel lenguaje: agresivo, insinuante. Se dio cuenta de que ahora era el lenguaje del enemigo; del suyo, de Sohail y del mayor. Intentó modificar sus sentimientos, sentir ternura por sus poetas, simpatía por aquel hombre, que al fin y al cabo no hacía más que cortar carne.
—Ahí tiene —dijo, señalando la carne.
Y Rehana observó que él le tenía miedo a ella, y se sintió satisfecha, y a continuación avergonzada por su satisfacción. Enseguida sacó un billete de cinco rupias y se giró, apartando las moscas que de pronto se habían concentrado a su alrededor.
Cuando volvió, el mayor estaba despierto. Rehana vio que estaba incómodo; no volvió la cabeza al entrar ella, sólo parpadeó unas cuantas veces e intentó mover la boca. Sus ojos eran dos perlas negras. Miró al ventilador del techo y le limpió el sudor que le bañaba la frente. El mayor necesitaba agua. Rehana salió en busca de Maya y se la encontró concentrada ante un libro, escribiendo en los márgenes unos garabatos diminutos e ilegibles.
—¿Qué estás haciendo?
—Leo las Obras escogidas del Che Guevara —le dijo, mostrándole el lomo del libro.
—Te pedí que te ocuparas del mayor.
—Está dormido.
—No, está despierto.
—Bueno, ahora ya te puedes ocupar tú de él. —Y volvió a su libro.
—¿No te gusta?
—¿Por qué no iba a gustarme? —murmuró, sin levantar la vista—. Está luchando por nosotros.
Rehana miró más atentamente a su hija e intentó ver algo que se le hubiera escapado. ¿Cuántas veces lo habría hecho? No había ni rastro del pánico ni de la urgencia de la noche anterior.
Empezó a llover.
Rehana suspiró y fue a llevarle un vaso de agua al mayor, cubriéndose la cabeza con un trozo de plástico para cruzar el jardín. Mientras él bebía, observó que sus labios no se mostraban tan desesperados como el resto de su cuerpo. Le dio las gracias con un suspiro de alivio y ella se lo quedó mirando como si él no pudiera verla, observándolo abiertamente.
Joy llegó al atardecer. Se frotó la mano contra el pecho y le pidió que le concediera un momento.
—Tengo que hablar contigo, tía —le dijo—. Resulta que el ejército de Pakistán cree que el mayor está muerto. Vieron que el edificio se le derrumbaba encima; no tenía posibilidad de sobrevivir. —Miró a su alrededor, evitando su mirada—. Creemos que podemos aprovecharnos de eso.
—¿Qué vais a hacer?
—Se quedará aquí hasta que se recupere, si a ti te parece bien.
Ella recordó el aspecto de la pierna del mayor. Podía tardar semanas, o incluso meses.
—Pensé que sería cuestión de días.
—Podríamos llevárnoslo —dijo Joy—, pero ahora que está oculto, sería mejor que se quedara.
¿En qué jaleo se había metido?
—¿Cuánto tiempo?
—Quizá un mes. Y él puede comunicar sus órdenes... a través de mí. Yo iré yendo y viniendo.
—¿Y Sohail?
Joy volvió a frotarse el pecho. Tenía los bordes de las uñas negros.
—Ése es el problema. Es que es peligroso que él venga tan a menudo. Así que tenemos que encontrarle otro sitio.
—¿No puede quedarse aquí contigo?
—Nos pondría a todos en peligro. A ti, al mayor, a Maya. En cualquier caso, estará la mayor parte del tiempo en Agartala.
Rehana hizo un gesto de resignación.
—Haz lo que creas conveniente, beta.
En realidad Rehana no tardó tanto en volver a ver a Sohail. Unos días después, justo después del almuerzo, recibió un telegrama y se pasó el resto del día con la cabeza apoyada en el brazo del sofá, esperándole. Sabía que vendría; no le haría pasar por aquello sola. Oyó toda la tarde el repiqueteo de la máquina de escribir de Maya; escribía con más rapidez, con más confianza.
Al atardecer apareció en la puerta. Se quedó mirando a Rehana sin expresión en los ojos y le dio la mano. Llevaba un kurta blanco, como el del carnicero, sólo que él llevaba una gorra verde con una estrella roja de metal pegada en la parte frontal.
Cuando Maya entró en el salón, vio a su hermano con la mirada perdida en el jardín.
—¡Eh! ¿Qué estás haciendo aquí?
Él se acercó y la sujetó con ambas manos.
—Sharmeen está en Dhaka.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. —Pasó un segundo—. Está en el acantonamiento, Maya. En el hospital.
—Entonces vamos.
Nadie se movió.
—¡Por qué os quedáis ahí sentados! ¡Vamos! —les apremió—. Debe de estar enferma. ¿Cómo ha ido a parar allí? Ya me lo contarás todo más tarde.
Los dientes le brillaron en una sonrisa: era un brillo azulado, como el de las nubes. Si se dio cuenta de que su hermano agachaba la cabeza, hizo caso omiso. Se arregló la melena y se cambió las sandalias por zapatos de calle.
—Vamos, vamos, choto cholo —dijo, en una mezcla de inglés y bengalí a la que recurría cuando estaba nerviosa o tenía prisa.
—Está muerta —dijo Sohail por fin.
Su barba, ya densa como un grueso manto negro, reflejaba la espesura de sus cejas y la palidez de su piel.
Maya salió corriendo al jardín y empezó a hablarles a través de la ventana.
—¿Por qué iba a estar en el hospital si estuviera muerta? —Tuvo que gritar para que se le oyera.
—Siempre ha estado allí, Maya. Todo el tiempo.
—¿Qué? ¿Y tú lo sabías?
—Sí, pero no servía de nada decírtelo. No podíamos hacer nada.
—¿Por qué? ¿Por qué no me lo dijisteis? Yo misma la habría sacado de allí.
Entonces, como si acabara de ocurrírsele, se dio cuenta de que la verdad era más desagradable de lo que se había imaginado. Rehana, viendo a su hija a través de la ventana abierta, supo que desde aquel momento Maya siempre recordaría dónde le había dado la noticia su hermano, allí, a la sombra del mango, justo después de la lluvia, con aquel aire expectante y un cielo oscuro como si fuera de noche, que sólo podía ser un cielo nocturno pero no lo era, y los pálidos colores del jazmín y la buganvilla frondosa y perfumada, mientras el mayor yacía dormido, o quizá muerto, en el otro extremo de Shona.
Y entonces él se lo contó todo.
—Murió en el hospital. —Sohail habría salido a consolarla, pero ella se aferraba a los barrotes de la ventana y lo mantenía a distancia con una mirada temible—. Estaba embarazada.
— I Embarazada?
Maya apartó la cara y dio una patada al árbol.
—Odiaba a los hombres. ¡Los odiaba! Odiaba el sexo, ¿lo sabías? Nunca practicaba el sexo. Todos los demás lo hacían, pero ella no.
Rehana habría querido evadirse, o decirle a Maya que se callara, pero se contuvo y se quedó mirando, dejando que una lágrima le despuntara lentamente del ojo.
—Quiero saber sus nombres.
—¿Los de quién?
—De quienes la violaron. Quiero saberlo.
—Son soldados, Maya. Soldados de Tikka Khan.
—¡Tikka Khan —gritó Maya, como si estuviera haciendo una proclama—, el Carnicero de Bengala!
Y dio otra patada al árbol, levantó los brazos y se abrazó a una rama nudosa, como si fuera a quedarse colgando, pero se quedó inmóvil, con los brazos levantados y el rostro apretado contra la corteza.
Aquella noche Rehana soñó con Iqbal. Soñó que llamaba a la puerta. En vida, nunca había llamado a la puerta.
Se presentaba cada tarde exactamente a las seis en punto. Rehana con la vista clavada en el reloj de pared, ya le esperaba con una copa: un vaso de whisky, al principio con agua, luego con soda y, con el paso de los años, con dos cubitos de hielo.
Pese a que llevara esperándolo todo el día y aunque sabía que no llegaría tarde, se sentaba en silencio, de espaldas a la puerta y con las manos en el regazo, en vez de mirar por la ventana o abrir el pestillo, o incluso esperarle en el porche para que pudiera verla en cuanto rebasara la valla. Cerraba los ojos y olía el jazmín que trepaba sobre la parra, y los limones verdes en el árbol, madurando e hinchándose a cada hora que pasaba.
Se quedaba sentada y esperaba, esperaba incluso cuando él abría la cancela y dejaba que rebotara contra sí misma; seguía esperando mientras oía sus pisadas al acercarse y entonces —ella sabía perfectamente cuándo—, justo cuando él estaba a punto de sacar la mano del bolsillo y cerrar el puño para llamar a la puerta, ella atravesaba Ja sala a la carrera, abría el pestillo y le abría la puerta en un único movimiento.
Cada tarde era igual, y cada tarde era algo nuevo y emocionante.
Cuando se despertó estaba de mal humor. Iqbal estaba en deuda con ella, quería decírselo; estaba en deuda por dejarla sola con todo aquello; por dejar que fuera ella la que resolviera las cosas, aunque nunca llegara a la solución; por llegar hasta el fin o, por lo menos, luchar por conseguirlo.
Se paseó por la casa con las mejillas aún tibias por efecto de los recuerdos. La cama de Maya estaba vacía. Rehana se había pasado la tarde con ella, dándole de comer fao bhaat y acariciándole la frente. Había ido a ver cómo estaba el mayor un par de veces, pero por lo demás las dos casas estaban tranquilas; sólo se oía el leve murmullo de las hojas y el rumor de algún breve chaparrón. Sohail había dicho que por unos días dejarían Shona tranquila, hasta que decidieran qué hacer con Maya. Ya no era seguro que estuviera en casa; ahora que sabía lo de Sharmeen nadie sabía lo que podía hacer. Y entonces se habían dormido, Rehana más profundamente de lo que habría querido, y ahora se encontraba que la cama de Maya estaba vacía.
La buscó por toda la casa moviéndose sigilosamente, escuchando tras la puerta del baño, escrutando el lavadero de la cocina, la mesa del comedor. Echó un vistazo al jardín y vio una tenue luz procedente de Shona. La luz la atrajo; atravesó el jardín a oscuras, con paso inseguro, y se detuvo junto a la ventana, desde donde pudo distinguir unas sombras difusas a la sombra de la vacilante lámpara de queroseno.
Era Maya. Estaba en la habitación del mayor.
Daba vueltas alrededor de él. De pronto se sentó al borde de la cama y levantó la sábana, dejándole al descubierto las negras plantas de los pies. Rehana observaba en silencio; no se atrevía a interrumpir. Maya se agachó y metió una mano bajo la cama en busca de un cubo de agua; sacó un trapo húmedo y lo escurrió con suavidad; el agua volvió a caer en el cubo con el ruido de unos pies descalzos caminando por un frío suelo de cemento. Presionó el trapo contra las plantas de los pies del mayor, primero la izquierda, luego la derecha, luego ambas a la vez. A Rehana le pareció oír suspirar al mayor, aunque se mantuvo absolutamente inmóvil y, entonces, en un gesto tan extraño como repentino, Maya agachó la cabeza y se levantó sobre los pies del mayor, y Rehana vio que estaba llorando y que las lágrimas caían sobre los pantalones remangados del uniforme del mayor.
Cuando levantó la vista, Maya vio a su madre observándola desde la ventana y salió de allí, dejando el cubo donde estaba, lleno de un agua que formaba ondas y brillaba lanzando luminosos guiños.
Lo primero que se le ocurrió a Rehana es que tenía que sacarla de allí. Se sintió culpable por tener aquella idea; quería creer que lo que tenía que hacer su hija era quedarse cerca, con ella. O que tendrían que irse las dos juntas, fuera donde fuera. Pero no podía abandonar a Sohail, no dejaría Shona, al mayor, a Joy. No era una elección, aunque todo aquello pareciera a veces accidental, estaba atrapada; ahora no podía marcharse. Pero Maya sí tenía que irse. Rehana consideró la posibilidad, que enseguida descartó, de mandarla a Karachi con sus tías; aquello la indignó y, en cualquier caso, Rehana no tenía ni idea de cómo se habían tomado sus hermanas las noticias de la guerra. No le habían escrito desde que había empezado y, aunque deseaba culpar de ello al correo, sabía que en realidad la censurarían en secreto, y que en su interior la estarían llamando gaddar. Traidora.
Al final Maya se lo puso fácil. Se dirigió a su madre la tarde siguiente, con los ojos rojos e irritados.
—Me voy a Calcuta. Ya lo he arreglado con bhaiya.
Rehana no sabía cómo reaccionar; todo lo que había ido preparando para decirle a Maya —las palabras dulces, las excusas, su malestar al saber que no había sido capaz de quererla como se merecía— se le agolpaba en la mente.
Maya malinterpretó el silencio de Rehana.
—Por favor, no te enfades —dijo—. No quiero que te enfades.
—Oh, no, no estoy enfadada. Pero lo siento mucho.
—No quiero dejarte aquí sola.
—Estaré bien. —Sonrió a su hija—. No te preocupes por mí.
—¡La quería tanto! —dijo Maya, intentando contener las lágrimas. La barbilla le tembló y ella siguió tragando saliva y apretando los labios—. Tengo que hacer algo. Es tan injusto...
Rehana asintió.
Maya miró a lo lejos y no se dijeron nada durante un buen rato.
—Necesitan gente para escribir los comunicados de prensa —dijo por fin, ya sin angustia en la voz—. Sohail conoce a alguien en el cuartel general. A lo mejor puedo ir a las zonas liberadas.
—Ten cuidado. Estaré preocupada por ti. Siempre me preocupo por ti.
Siempre me preocupo por ti. Rehana se sorprendió al oírse pronunciar aquellas palabras, pero se dio cuenta de que debían de ser verdad, y ahí estaba lo que había estado buscando, una pequeña ventana en el impenetrable corazón de su hija. No era por la desconfianza, sino por la carga. La carga que suponían los seres queridos, los desaparecidos. Su propia madre, viuda. Rehana abrazó a Maya, aún tan delgada y frágil, pero en vez de decirle que se cuidara, acabó diciendo:
—Escribe buenos artículos.