AGOSTO, SEPTIEMBRE, OCTUBRE

Salt Lake

El cielo sobre Bengala está limpio. No hay montañas que lo interrumpan; no hay valles, ni colinas, ni hoyos en el paisaje. Es llano, como un pantano, o como un río que no tuviera adonde ir.

El ojo busca, anhelando encontrar alguna llaga en el horizonte, algún indicador de distancia, pero no encuentra ninguno. Ocasionalmente aparece alguna nube; a menudo llueve, pero eso no son más que colores: el blanco nuclear de los cúmulos, el negro manto del monzón.

Fuera de la ciudad no hay bellos edificios que pudieran cocerse al sol ni marchitarse bajo la lluvia caída durante generaciones. La promesa de la tierra no se encuentra en las ciudades —con su sofisticación elevándose hacia el cielo o la tragedia de sus ruinas— sino en las vastas llanuras interminables, en este lejano horizonte. Cada año la tierra se convierte en mar, desapareciendo bajo el hechizo del agua, pero luego vuelve a imponerse, como por arte de magia, y ese ir y venir, esa repetición cíclica, es el registro histórico de su larga tradición de inundaciones.

El tren de Rehana, el de las 2:55 de Agartala a Calcuta, atravesaba este paisaje, sencillo y espectacular a la vez, traqueteando hacia el oeste, persiguiendo al sol. Rehana estaba en un compartimento vacío y el aire que entraba por la ventana le agitaba los cabellos hasta envolverle el rostro. Las largas sombras de los árboles caían sobre ella y se apartaban, alternando luz y oscuridad, adelante y atrás, como teclas de un piano.

Había tenido que irse de Dhaka. «Es peligroso.» Faiz sabía lo de Maya. Joy y el mayor se temían que la hubieran seguido. A lo mejor estaban vigilando la casa. No había elección. «Asegúrate de que da la impresión de que tardarás en volver.» Así que había cerrado las dos casas y había cubierto los muebles con sábanas —se lo había visto hacer a su padre, mucho tiempo atrás, cuando habían perdido Wellington Square—. Se preguntó si aquello la convertía en una refugiada, aquel tren, aquella distancia, las sábanas sobre los muebles.

Tuvo que dar un rodeo, viajando primero al este y cruzando la frontera india, para tomar después el tren a Calcuta. El tren viajó hacia el norte, atravesando el último tramo de Bengala —los campos de mostaza, los campos de arroz, los campos de guindilla—; y luego el terreno empezó a elevarse y hundirse al entrar en Assam. Al despertarse por la mañana se encontró un paisaje de colinas bañado por los primeros rayos del sol. El aire era fresco y olía a manzanas. Aire de montaña.

Aquella ruta semicircular, que había dado en llamarse el «Cuello de pollo», había sido trazada por los británicos: era una ruta de vacaciones que llevaba a las memsahibs a sus destinos de invierno: Silchar, Shilliguri, Shillong... estaciones de montaña con nombres como el susurro de las hojas, donde la ropa tendida no aleteaba al viento, agotada, donde el aire era seco, los labios se agrietaban y era posible llevar sombrero. Olía a hogar.

Allí la luz era diferente. Sin aire húmedo que la atenuara, caía directamente del cielo con un brillo que dolía a los ojos, iluminando las colinas, extendiéndose sobre el verde que lo cubría todo y sobre un rocío refulgente.

Rehana se repetía aquellas palabras que le daban vueltas en la boca: «Volveré a por ti».

Ella no era una refugiada. El bungalow la estaba esperando, con un candado en la puerta de delante. Las lámparas de queroseno estaban llenas. La bomba del agua lista para el uso. Las ventanas cerradas. Las cortinas abiertas. Las camas hechas. Tenía vecinos. Platos por lavar. Una pata de carnero en el congelador.

Había llevado a Sabeer a la casa de la señora Chowdhury. Había visto a Silvi salir a la puerta y mirar a su marido, con aquellos ojos grises de carnero y unas líneas diminutas en las comisuras de los labios, que tiraban de la boca hacia abajo.

Se había ido sin despedirse.

Había cumplido con su deber. No había esperado a que se dieran cuenta de qué era exactamente lo que les había traído del Muslim Bazaar.

Rehana apoyó los pies sobre el banco de delante y sacó el fajo de cartas. Olían a naftalina. Se preguntó dónde las habría guardado Silvi; quizá entre la ropa, entre un salwaar y un kameez a juego, o entre sus joyas, o con sus antiguos libros de texto. En el último momento, cuando había tenido que decidir qué llevarse y qué dejar atrás, Rehana no había podido soportar la idea de dejar las cartas. Eran su única concesión a la nostalgia. El resto de su equipaje era puramente pragmático: tres saris, tres blusas, tres combinaciones, un camisón, un peine de plástico y una toallita. Una manta. Y un plato. Joy le había dicho que se llevara un plato.

Cuando hubo acabado, el mayor le dijo que no iba a irse con ella. Volvería a Agartala por su cuenta. «Es más seguro para ti. Maya te irá a buscar a Calcuta. Todo está arreglado.» Ella observó el ligero temblor de sus párpados, sus sentimientos reprimidos.

Rehana quitó el tapón a la cantimplora y le dio un sorbo. Cuánto se parecía aquello a la enfermedad. Los miembros flojos, inquietos. Las mejillas calientes. El corazón agitado. El cosquilleo del sudor. El amor.

Recordó un verso de Ghalib. Zindagi yun bhi guzar hi jaatu La vida seguiría; de algún modo pasaría, impasible, predecible. Y aquello le levantó el ánimo.

Cuando el tren se dirigió hacia el sur, en dirección a Calcuta, volvieron a aparecer los campos del monzón. Rehana echó un vistazo al paisaje anegado. La tierra estaba dividida en arrozales rectangulares, enmarcados por estrechos márgenes en los que apenas cabía un pie. Las diferentes parcelas contenían arroz en diferentes fases de crecimiento: por un lado los pálidos y finos brotes del color de las limas, que se arrancarían y se replantarían al llegar a la altura de la cintura; y por otro los brotes ya crecidos, densos y algo más oscuros; y por último las plantas de color lechoso, listas para la cosecha. Cada parcela era como una isla en miniatura en su propia balsa cubierta de agua; juntas componían una paleta de cuadros verdes y dorados.

El tiempo cambió y de pronto el cielo adoptó el color de la pizarra mojada. Por la ventana abierta empezaron a caer cortinas de agua. Rehana se levantó y forcejeó con el pestillo hasta que la ventana cayó y se cerró con un chasquido. Sólo quedaba el sonido del propio tren, las ruedas girando sobre las vías, el agua repiqueteando contra la ventana como unos dedos tamboriteando, y el tono negro azulado que lo cubría todo: la madera del banco, las nubes bajas del exterior, el traqueteo de la ventana entrechocando con el marco.

El tren estaba llegando a la estación Shialdah y empezó a reducir la marcha. Cuando se abrieron las puertas, Rehana bajó dando traspiés con su bolsa. Era como caer en un turbulento mar de gente. Había personas por todas partes, apretujadas en una densa maraña. Se abrió paso hasta el extremo del andén, poniéndose de puntillas para ver por encima de la masa de cabezas. ¿Cómo iba a encontrarla Maya? Encontró unos centímetros de espacio libre frente a un banco y se sentó sobre sus paquetes. Al cabo de unos minutos empezó a distinguir los diferentes tipos de viajeros. Estaban los recién llegados, que presentaban el mismo aspecto desgreñado y ansioso que ella, a la espera de que sucediera algo, de que llegara alguien a recogerlos, o de que les dijeran qué hacer ahora que habían llegado a Calcuta; y los que habían llegado semanas o meses antes, que se habían dado cuenta de que no había nada más allá de la estación, ningún otro hogar posible, por lo que se habían quedado allí, tirados en el andén, en filas irregulares y discontinuas. Se cubrían el rostro con mantas; habían perdido la esperanza de que vinieran a buscarles para llevárselos a otro lugar. Fuera día o noche, hora de dormir o no, se quedaban ahí, con sus máscaras de muerte, haciéndose un lugar en el andén, a modo de mortaja.

—¿Señora Haque? —dijo un joven con un simpático hueco entre los dientes, que se le acercó, agachándose—. ¿Es usted la señora Haque?

Rehana no estaba segura de si debía responder.

—¿Sí? —respondió, dubitativa.

—¡Un parecido asombroso! Incluso entre esta multitud la he reconocido —exclamó él, sonriendo, ajeno al caos de cuerpos perdidos que le rodeaba.

—¿Y tú eres...?

Mukul, tía, he venido a buscarla. Maya-di no ha podido venir; lo siente mucho, me ha enviado a mí. La llevaré directamente a la oficina; le está esperando.

Rehana estaba demasiado cansada para seguir interrogando al muchacho; y ahí estaba él, quitándole la bolsa de las manos, abriéndose paso alegremente entre la multitud, conduciéndola al exterior, al sofocante calor que penetraba por la boca abierta que era la entrada de la estación.

El coche de Mukul era un Volkswagen escarabajo amarillo. A alguien se le había ocurrido pintar el parachoques a juego. Mientras abría las puertas y colocaba las bolsas, empezó un monólogo que duró hasta que quitó el freno y puso el coche en marcha.

—Por favor, siéntese cómodamente atrás: el asiento de delante está lleno de porquería, bueno, no porquería exactamente, panfletos; tenía que haberlos entregado antes de venir a buscarla, pero las carreteras estaban hasta los topes y no quería llegar tarde.

—Gracias por venir —dijo Rehana.

—"Es un honor, tía. Maya me ha hablado muchísimo de usted —dijo él, cruzando la mirada con la de Rehana a través del espejo del parabrisas.

—¿De verdad? —murmuró Rehana, intentando protegerse los ojos del resol de la tarde.

—Sí, claro —respondió— ¿Por qué no iba a hacerlo? Usted es un ejemplo para todos nosotros. ¡Una heroína!

El coche atravesó un tramo de asfalto encharcado y salpicó a un grupito de escolares.

—¿Es la primera vez que viene a Calcuta? —preguntó Mukul, volviéndose para mirarla.

—Uhm, en realidad no. Yo antes vivía aquí.

—¿De verdad? —preguntó Mukul—. ¿Dónde? ¿En qué zona?

Rehana no tuvo tiempo de reaccionar e inventarse una dirección falsa.

—Wellington Square.

—¿Wellington Square? Dios mío, su familia debía de ser rica.

El Volkswagen avanzó a trompicones por las estrechas calles de la ciudad. Rehana tenía la ventanilla subida, pero incluso a través del cristal podía distinguir el olor a barro y verduras podridas de Calcuta. Oyó el repiqueteo de las tongas, el ruido de los cacahuetes dando vueltas en los asadores. Fijó la vista en su regazo y se resistió a la tentación de mirar a la que fuera su ciudad.

«No he vuelto a Calcuta —se dijo—, no he vuelto a Calcuta.»

Cuando se acordó su matrimonio con Iqbal, ella ya estaba desesperada por marcharse. Una a una, sus hermanas se habían casado y se habían ido a Karachi. La casa de Wellington Square había desaparecido tiempo atrás, y tenían un piso alquilado sobre una polvorienta librería en College Street. Cada mañana su padre iba a la librería y repasaba los nombres de los títulos que había poseído. «¡Grandes esperanzas! —gritaba— ¡Akbar-nama! ¡Los cuentos de la Al-hambra!»

El coche de Mukul se detuvo frente a una casa de dos plantas con un pequeño jardín rectangular enfrente, a modo de felpudo de bienvenida. El letrero sobre la valla decía: THEATRE ROAD N.° 8.

—Tía, por favor, pase usted —dijo Mukul—. Yo aparcaré y le llevaré su jeeneesb-potro.

—No hace falta, no hay más que una bolsa pequeña. La llevaré yo misma —propuso Rehana mientras bajaba del coche.

La puerta de la oficina estaba abierta, y en su interior se oía el repiqueteo de las máquinas de escribir y el chirrido de una radio que estaban sintonizando. Rehana atravesó el umbral y entró en una sala de techos altos que olía a telarañas y tinta. Una serie de fluorescentes iluminaban la sala y le daban un aire oficial, aséptico.

—¡Mamá! —Maya se lanzó entre los brazos de Rehana, dejándola sin aliento. Después la agarró por los hombros, la separó y la miró a los ojos con una sonrisa descomunal—.

Ammoo! —Luego volvió a abrazarla, y a Rehana le pareció oír un sollozo contenido mientras Maya hundía su rostro en el sari de Rehana—. ¡Siento tanto no haber podido ir a la estación! Los soviéticos han firmado el tratado, ¿te das cuenta? ¿Cómo estás, mamá? Te he echado de menos... —dijo, agitando los brazos—. ¡Mirad todos, amar Ma! —Unas cuantas personas levantaron la mirada de sus mesas y saludaron a Rehana con salaams y nomoshkars—. Luego te los presentaré a todos. ¿Ha ido todo bien? ¿El tren?

—Sí, sí, todo bien.

Rehana se concedió un momento para observar cómo había cambiado su hija. Había cambiado su sari blanco por uno rojo de algodón. Tenía los labios agrietados y el pelo descuidado, demasiado largo y recogido en una trenza que acababa en una fina maraña, pero aquel aspecto rudo transmitía también la impresión de que gozaba de una salud de hierro. En uno de sus dedos llevaba un anillo hecho de un metal marrón barato. Todo en ella era diferente. Le brillaban los ojos, y Rehana vio que estaban llenos de vida.

—Estaba preocupada —observó Maya.

—No, no ha sido nada, sólo un poco cansado.

—Bueno, he arreglado el piso... ¿Quieres ir a dormir un rato?

Maya le cogió la bolsa que llevaba en el brazo.

Rehana se iba adaptando a la nueva relación que se estaba creando entre ellas.

—Tengo un poco de hambre... y quizá también me iría bien un baño, si te va bien. ¿No estás ocupada?

—No, mamá. Hoy soy toda tuya —dijo, pasándole un brazo por los hombros, y soltó una risa desenfadada—. ¿Dónde quieres ir? ¿Al Victoria Park? ¿A Wellington Square? ¿O... College Street?

—Primero vamos...

—Sí, perdona... a casa. Sí, primero a casa. Dame unos minutos mamá. Ven, siéntate a mi mesa. Sólo tengo que acabar este párrafo.

Rehana estaba tan cansada que empezaba a sentir frío en los brazos.

—Pero primero déjame que te traiga un poco de té.

Maya se levantó y salió corriendo.

Rehana aprovechó para examinar la oficina con más detenimiento. No había mucho que ver. Montones de papeles apilados sobre las mesas y por el suelo, cubriendo cada centímetro de espacio libre. Jóvenes con gafas concentrados en sus máquinas de escribir. Unos cuantos posters en las paredes. Sobre una puerta que daba a una sala trasera había una fotografía enmarcada de Mujib con su abrigo negro. La fotografía ya parecía desfasada.

Rehana apoyó la cabeza contra la butaca de cuero desgastado, hipnotizada por el clac-clac-clac de las máquinas de escribir.

En la sala de atrás la radio sintonizó por fin una emisora.

— Ammoo —dijo Maya, que le traía una taza de té y un par de galletas—, la emisión de la BBC; luego nos vamos.

Rehana oyó fragmentos del programa de radio, interrumpido por comentarios de los chicos de la oficina: «éste es el Servicio Internacional de la BBC... un tratado histórico indo-soviético... si Indira Gandhi interviene, sin duda el pueblo de Bangladesh ganará la guerra...».

Una sonora ovación llenó la sala. Tres teléfonos sonaron a la vez.

— Joy Bangla! Joy Bangobandhu!

Los vítores se repitieron varias veces, acompañados de abundantes palmaditas en la espalda.

Rehana devoró las galletas saladas, cubiertas de comino, y sintió que se le petrificaban las rodillas.

— Beta —le dijo a Maya—, ¿por qué no me llevas ya a... al piso?

—Sí mamá, lo siento... Ahora vamos. —Vaciló un momento—. En realidad no es un piso.

—No importa. Sólo quiero poner los pies en alto.

Rehana recogió sus cosas y empezó a caminar hacia la puerta de entrada.

—No, ammoo, por aquí —dijo Maya, indicándole la parte trasera del edificio, donde había otros trabajadores de aspecto serio encorvados sobre sus mesas.

Se abrieron paso por entre un grupito de gente aún congregada alrededor de la radio. Una chica joven vestida como un hombre, con un par de pantalones grises, las saludó agitando la mano al pasar.

—¿Tu madre?

—Sí... Ammoo, ésta es Sultana.

La chica-chico le sonrió. Tenía unos ojos de un negro brillante.

—Hemos oído hablar muchísimo de ti, tía. Si necesitas cualquier cosa, no tienes más que pedírmela.

Atravesaron una puerta estrecha y llegaron a unas oscuras escaleras.

—Es aquí arriba —dijo Maya, subiendo los escalones de dos en dos. Rehana siguió a Maya por un pasillo manchado de betel, esquivando los restos de periódicos y los escupitajos del suelo y las manchas de fango de las paredes.

Las escaleras llevaban a una amplia azotea con una baranda baja alrededor, y más allá se veían otros tejados de Theatre Road. En el edificio de al lado una mujer gorda estaba colgando un sari amarillo de la cuerda de tender.

—Por aquí —dijo Maya.

Cruzaron la azotea. En el otro extremo había un pequeño trastero cubierto con una placa de zinc. La estrecha puerta, de dos hojas, estaba cerrada con un candado.

Maya introdujo una llave en la cerradura. La puerta se abrió y dejó paso a una minúscula habitación con un catre hundido contra una pared y un pesado escritorio de madera en el lado contrario. Entre el catre y el escritorio había un ventanuco con una reja compuesta por barras de metal. Una gatncha vieja colgaba de los barrotes y sus cuadros rojos y verdes emitían unas leves sombras navideñas sobre el suelo de hormigón.

Ammoo, esto es lo mejor que he podido conseguir.

Rehana contuvo su sorpresa.

—¡Lo he limpiado!

Un mocho vetusto descansaba apoyado contra la pared.

—Está bien, jaan, es por poco tiempo.

—¡Pues supone una mejora! Todo este tiempo he estado durmiendo abajo.

—¿En la oficina?

—No hay otro sitio —dijo Maya, encogiéndose de hombros—. Y además ha sido bastante divertido —observó, al tiempo que iba desembarazándose del sari. Rehana hizo lo propio, de espaldas a la pequeña ventana. Se pasó el camisón por la cabeza y empezó a quitarse las horquillas del pelo.

Maya ya estaba estirada en el catre cuando dijo:

Ammoo, ya he oído lo de Sabeer.

Ella no quería hablar de Sabeer, pero le explicó a Maya lo de Sohail, lo del piso de Nilkhet, que le había rogado que le ayudara.

—La señora Chowdhury estaba histérica.

—¿Y Silvi?

—Sohail pensó... Bueno, quería hacerlo por Silvi. Pensó que volvería a quererlo si él... Si yo conseguía traer a Sabeer de vuelta a casa.

—¿Y?

— Jani na. Sabeer estaba en muy mal estado.

—¿Les convenciste para que lo soltaran?

—Tuve que pedírselo a tu chacha Faiz.

—¿Cómo lo hiciste?

—En realidad no lo sé —dijo, dándose cuenta de que era cierto. Aquel día le resultaba confuso, como si aquello le hubiera pasado a otra persona y ella únicamente hubiera tomado prestado el recuerdo.

—Eres más valiente de lo que creías.

—O quizá sólo inconsciente —rebatió Rehana, mientras rebuscaba en su bolsa. Sacó la manta y se la llevó a la cara para sentir el olor al sol sobre su colada.

—Se te ve diferente —dijo Maya—, algo... No sé.

Rehana se echó la manta sobre los hombros y se colocó entre su hija y la pared. Miró al techo. Las manchas de humedad eran como nubes que moteaba el yeso.

—Yo he tenido la misma impresión contigo.

Maya se colocó boca arriba.

—Tenía que irme, ammoo, espero que lo entiendas. Me sentí tan mal dejándote sola...

No había estado tan sola. Había visto Mughal-e-Azam y se había enamorado de un extraño, y había pronunciado palabras que había mantenido ocultas durante más de una década.

Maya seguía hablando:

—...y aquí ha habido tanto trabajo que apenas he tenido tiempo de pensar.

De pronto se irguió y se separó el cabello en dos mitades, agarró la mitad de la izquierda y empezó a hacerse una trenza. El colchón se hundía y se hinchaba. Rehana contuvo un quejido. Se había olvidado de lo inquieta que era su hija.

—¿Sabeer estaba...? ¿Qué le hicieron?

Rehana no apartó la vista del techo. Pensó en qué versión de la verdad no rechazaría de inmediato Maya.

—Hemos recibido informes sobre los prisioneros —dijo Maya—. Ya lo sé.

—Entonces no hace falta que te lo cuente.

—Quiero saberlo igualmente —insistió. Ya iba por la segunda trenza y sus manos se acercaban cada vez más a su rostro infantil de colegiala.

—Le torturaron.

—¿Cómo? ¿Qué le hicieron?

—No lo sé.

—Claro que lo sabes.

—En realidad no quiero...

—¡Por amor de Dios, ammoo, no soy una niña!

—Muy bien —suspiró Rehana, resignada. «Mantén la vista en las nubes», se dijo—. Le pegaron, le rompieron las costillas.

»Le hicieron mirar al sol durante horas, días.

»Le apagaron cigarrillos en la espalda.

»Le colgaron boca abajo.

»Le hicieron beber agua salada hasta que se le agrietaron los labios.

»Y le arrancaron las uñas.

Las lágrimas le surcaron las mejillas hasta llegarle al interior de las orejas. Cerró los ojos y vio la sangre que fluía por las venas de sus párpados. Cuando abrió los ojos, Maya estaba frente a la ventana, plegando y desplegando el deshilachado gamcha. Entonces se volvió y dijo con tono aséptico:

—Tuvo suerte de que fueras a buscarlo. Le habrían hecho cavar su propia tumba y lo habrían enterrado en ella.

Rehana apretó la frente contra la pared. Estaba áspera y cubierta de polvo.

—¡Mamá, eres tan valiente! —dijo Maya, dejándose caer pesadamente en el catre—. ¡Tan valiente! —Y le frotó la espalda—. Ahora durmamos, ¿quieres? —Se giró y abrazó a su madre por detrás. Rehana sintió el calor de su hija en la espalda—. Mañana visitaremos el campamento.

Pero ella no se durmió: pensaba en el mayor, en su brazo surcado por gruesas venas azules, en el peso de su aliento.

No era como el amor por sus hijos.

No era como el amor por su casa.

Ni como el amor imprevisto por su marido.

Era un amor famélico, devorador. Y deseaba más. No había pasado ni un día y ya deseaba más. Tenía algo de doloroso, pero no era un dolor conocido. No era como el dolor de perder a un padre, una madre, un marido. No era como el dolor desolador de despedirse desde detrás de la ventana empañada de un aeropuerto.

¡Ammoo, utho, despierta!

Un mechón de pelo le hizo cosquillas en la mejilla. Rehana abrió un ojo perezoso y se encontró con su hija inclinada sobre el catre, con una humeante taza de té en una mano y un cepillo de dientes en la otra. Intentó recordar dónde se encontraba.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Maya, dándole el cepillo de dientes a Rehana y tragando un buche de té.

La delicadeza del día anterior había desaparecido y en su lugar se imponía una diligencia expeditiva.

—¿Qué hora es? —preguntó Rehana, poniéndose boca arriba y contrayendo el rostro en una mueca al sentir doloridos los músculos del cuello—. Aún es de noche.

—Las cinco y media. Tenemos que arreglarnos y bajar —dijo, señalando con la taza en dirección a la puerta—. Sultana nos está esperando.

—¿Dónde vamos?

—Te lo dije, hoy es mi día en el campamento.

Rehana sentía el estómago caliente y vacío.

—¿Y el desayuno?

—Hay una cantina; la comida no está mal. Date prisa y puede que podamos tomar un poco de aloo paratha antes de salir:

—Muy bien —dijo Rehana, saliendo de las profundidades del colchón—. Me cambio en un momento. Tú baja; yo lo haré enseguida.

Media hora más tarde, después de vestirse, cepillarse los dientes en un baño de la planta baja que olía a sudor y engullir un grasiento paratha de patata, Rehana se encontraba ya entre Sultana y Maya en el asiento delantero de un vetusto camión. Sultana iba al volante, con los mismos pantalones grises y un kurta blanco abierto por el cuello. Rehana dirigió a Maya y, articulando las palabras sin voz, le dijo: Está conduciendo un camión, Maya, que llevaba sobre el regazo una caja etiquetada como tratamiento de rehidratación oral, se encaró con ella y le sonrió abiertamente.

—Es la guerra, Ammoo —susurró—. Podemos hacer lo que queramos.

Se pararon frente a una vieja cafetería. Mukul, que olía a huevos y pasta de dientes, introdujo la cabeza por la ventanilla abierta y gritó:

Nomoshkar! Buenos días, tía.

Luego subió a la parte trasera del camión de un salto y se instaló entre las cajas de medicamentos y las latas de leche en polvo.

Una hora más tarde el cielo no estaba ni siquiera amarillo, y los árboles y el parabrisas aún estaban cubiertos de un denso rocío nocturno. Maya y Sultana se pusieron a cantar. Sultana decía algo sobre un soldado paquistaní y un árbol del pan que hizo que Maya se retorciera de la risa. Rehana esperaba que el viaje durara poco.

—¡Estamos a medio camino! —declaró Maya con tono jovial.

Entonces empezó a llover. Las cortinas de agua contra el parabrisas sonaban como un sonajero. La carretera se perdía en el horizonte, borrosa y cubierta de barro.

Una vez pasado el puente de Howrah y fuera del perímetro de Calcuta, el paisaje se volvió árido y el amarillo de los campos de heno seco lo cubrió todo. Pasaron junto a una fábrica de yute, con su olor a hierba y a estiércol, y junto a una fábrica de cuero que apestaba, y junto a una fábrica de cemento, que emitía negras torres de humo y un ensordecedor repiqueteo. Media hora más tarde Mukul repicó en el cristal.

—¡Ya casi estamos! —gritó, señalando hacia un cartel que decía Salt Lake 2 kilómetros.

El viento le aplastaba el cabello y las orejas contra la cabeza.

Sultana giró el volante hacia la derecha y embocaron un estrecho y accidentado sendero. A lo lejos Rehana vio una enorme tienda, y a su lado una gran extensión de barracas y cabañas improvisadas. Más allá, unos enormes tubos de cemento cruzaban el campo.

—¿Es aquí?

Ji, tía —dijo Sultana—. Es aquí.

Al acercarse a la tienda, Rehana vio una bandera gigante con una cruz roja.

— Ammoo —dijo Maya—, ya estamos. El campamento de refugiados de Salt Lake.

—¿Qué es esa tienda?

—Es un hospital.

Unos largos tablones componían un sendero desde el camión a la tienda. El campo que los separaba estaba cubierto de efectos personales de gente que había abandonado su hogar a toda prisa. Zapatos, peines, prendas de ropa y cazuelas rotas yacían semihundidos en el fango como si fueran confeti.

Maya y Sultana saltaron sobre los tablones, avanzando por entre las manchas de aceite y las huellas emborronadas. Maya se había arremangado un poco el sari rojo, de modo que apenas le rozaba los tobillos, y llevaba unos zapatos robustos bien cerrados. A Rehana nadie le había dicho con lo que se iba a encontrar. Se recogió el sari para no arrastrarlo por el barro, y con la otra mano se cubrió la cabeza con un ejemplar del Calcutta Statesman, porque el sol había empezado a abrirse un hueco entre las nubes, calentando el aire y la húmeda bruma. Bajó la cabeza y se concentró en avanzar por los irregulares y tambaleantes tablones.

En el interior de la tienda de la Cruz Roja, Maya y Sultana fueron recibidas con exclamaciones de alegría y apretones de manos. Un hombre alto con bata blanca se les aproximó a grandes pasos.

—¡Ah, mis ángeles de los martes! —exclamó.

—Doctor Rao, ésta es mi madre —anunció Maya.

—Bienvenida a Calcuta —dijo él. Tenía unos ojos brillantes, de color verde oliva—. ¿Por qué no me acompañáis luego, cuando haga la ronda? —propuso, apoyando una mano sobre el brazo de Maya.

—Claro —dijo Maya, ruborizada—, pero primero vamos a descargar.

—Muy bien, entonces os veo luego —dijo él, alejándose a paso ligero.

Sultana ya estaba descargando los suministros y dando instrucciones a la media docena de voluntarios que se habían congregado a su alrededor. Maya se integró al final de la cadena humana, abriendo las cajas con una cuchilla y señalando los diferentes estantes donde debían colocar el material médico. Rehana se colocó en una esquina y se quedó mirando, apoyando el peso en una pierna y luego en la otra, alternativamente. Era como volver a encontrarse entre sus hermanas, cuando desaparecía cada vez que ellas se dedicaban a tareas importantes, de adultos.

— Ammoo —dijo Maya, abriendo un paquete de jeringas—, ¿quieres echar un vistazo?

—Sí, claro —respondió Rehana, aliviada.

—Sultana, volveré enseguida.

—Luego iré yo —respondió ella, arqueando una ceja con aire travieso—. Podemos ir a ver al doctor Rao.

Cuando salieron de la tienda, Rehana vio una fila irregular de familias que se extendía hacia un lado.

—¿Qué están esperando?

—Vacunas —dijo Maya, mirando el reloj—. Las ponen cada mañana a las diez.

La fila partía de una mesa desplegable, a la que estaba sentado un hombre de cabello de color arena con bata blanca, que clavaba agujas en los delgados bracitos de los niños.

Maya la condujo hacia el campo de chabolas, donde se encontraban una especie de panales compuestos por enormes tubos de cemento apilados unos sobre otros, hasta una altura de tres pisos.

—Aquí es donde traen a los recién llegados —dijo Maya, señalando a los tubos.

—¿Dónde?

—Ahí.

No había ninguna construcción, sólo los tubos.

—No veo nada.

— Dentro de los tubos, mamá. Mira.

Rehana se llevó la mano a la frente y miró hasta ver la imagen enfocada.

Era cierto. En el interior de los tubos, de una anchura equivalente a la de un hombre con los brazos extendidos, había gente acurrucada. Unos cuantos lungis colgados les proporcionaban cierta intimidad. Sobre los tubos había saris tendidos al sol. Los hombres y mujeres que había en el interior apoyaban la espalda contra las paredes, siguiendo la curva del perfil de los tubos.

Maya y Rehana siguieron caminando, acercándose cada vez más a los tubos. El suelo estaba cada vez más enfangado a medida que se acercaban, y aparecieron de nuevo los tablones. El hedor a excrementos humanos sorprendió de pronto a Rehana, que se quedó inmóvil.

—Maya —dijo, tapándose la boca con el sari—, ¿cuánto tiempo crees que estaremos aquí?

—¿En el campamento?

—No, en Calcuta.

—¿Por qué?

—Sólo quiero saberlo... ¿Cuánto tardaremos en poder volver a casa?

—Dhaka ya no es segura. Entran en las casas, y sólo con que una persona les diga a las autoridades que has dado cobijo a guerrilleros, todos podríamos acabar en el cuartelillo. Especialmente tú. Sohail está muy preocupado.

—Pero todo eso ya lo sabía cuando decidí hacerlo.

—Las cosas han cambiado. El ejército está nervioso; se están viniendo abajo.

Rehana sabía que dejarse llevar por la nostalgia era infantil, pero no podía evitarlo. Todo había pasado tan rápido que no había tenido tiempo siquiera de plantearse qué pasaría después, una vez allí. No había contado con sentirse tan perdida. No debería de haber ido.

—No te preocupes, mamá. Enseguida te adaptarás.

Siguieron avanzando.

Los tubos no parecían más grandes al acercarse. Los niños se sentaban en los bordes, con las piernas colgando, mientras las mujeres se refugiaban dentro, cubriéndose el rostro con el extremo de sus saris.

Encontraron a un niño que no tendría más de seis o siete años, de cuclillas junto a su tubo.

—¿Has llegado hoy? —le preguntó Maya, agachándose ella también y mirándolo de arriba abajo—. No te he visto antes.

El niño estaba trenzando dos tiras de yute. Cuando levantó la vista, Rehana vio la piel tensa de su cara. Sobre el cuello, donde podía vérsele la vena, había una cicatriz rosada en forma de ciempiés.

No apartaba la vista de las manos, y murmuraba algo incoherente.

—Contéstame, chico —dijo Maya bruscamente, cogiéndole de la barbilla.

Ji, apa —dijo él. Acabó su trenza y empezó otra.

—¿De dónde eres?

—De Pabna —susurró.

—¿De dónde?

—De Pabna —repitió él, con la voz aún más baja, sosteniendo la primera trenza entre los dientes.

—¿De qué pueblo? —preguntó Maya.

—No lo sé.

—¿No sabes el nombre del pueblo?

—Dulal, tara tari koro —dijo una mujer que salía del tubo con las manos apoyadas en la cadera. Se quedó mirando a Rehana de arriba abajo—. Necesito esa cesta.

Llevaba algo, un pollo, agarrado bajo el brazo. Lo zarandeó cogiéndolo del ala.

—¿Quién es ésta? —preguntó, mirando al chico y señalando a Maya. El pollo intentó aletear sacudiendo el ala que le quedaba libre contra la pierna de la mujer.

Maya se puso en pie.

—Me llamo Maya. Trabajo aquí —dijo. No presentó a Rehana—. ¿Es su hijo?

—No. Es de mi pueblo.

—¿Dónde está su familia?

—Muerta —dijo la mujer, seca.

—¿Ve aquella tienda? —dijo Maya, señalando con el dedo—. Vayan allá y regístrense. Él también. Les darán comida y medicinas. Bujlen?

La mujer asintió. Le pasó el pollo a Dulal, que ya había atado sus trenzas de yute entre sí formando una red. Rehana quería hacerle unas cuantas preguntas más, cuántos años tenía, cómo había llegado al campamento, si tenía padres, marido, hijos, pero Maya ya se había puesto en marcha, saludando con la mano a un anciano que llevaba un lungi recogido a la altura de las rodillas.

Rehana rebuscó en su bolso y sacó unos billetes.

—Puedo darle unos takas...

La mujer miró a Rehana fijamente, sin pestañear.

—No necesito dinero.

Rehana alargó una mano para tocar el brazo de la mujer, pero ésta se movió ligeramente y sólo le rozó el sari. Salió corriendo hasta alcanzar a Maya.

Se introdujeron en el campamento. El calor se estaba haciendo insoportable y el hedor iba en aumento; los tubos de cemento apilados dieron paso a barracas y refugios improvisados, construidos con plásticos y trozos de madera. Los más afortunados contaban con unos trozos de zinc a modo de tejado para protegerse de la lluvia. Rehana se arremangó el sari a la altura de los tobillos y con la otra mano intentaba ahuyentar una familia de moscas que la seguían. Allá donde mirara veía las caras angustiadas de los refugiados. Extendían las manos y le daba la impresión de que iban a agarrarla, a arrastrarla al fango. Imaginó que la arrastraban al interior de uno de los tubos, obligándola a tejer aquellas cuerdas de yute todo el día. «Eres de los nuestros —le dirían—, eres de los nuestros.» Se imaginó que Maya la dejaba allí, volvía al camión con Sultana y Mukul y regresaba a Theatre Road riéndose todo el camino.

—Maya —dijo Rehana por fin—, no puedo seguir.

—Sólo falta un poco —dijo Maya, señalando hacia delante—. Al otro lado hay alguien a quien quiero que veas.

—De verdad —dijo Rehana, sintiendo que se le encogía el estómago—, tú sigue. Yo me quedo aquí y te espero.

—¿Y dónde vas a esperar?

Rehana miró a su alrededor. No había dónde sentarse.

—Volveré a la tienda.

—¿Sabrás encontrarla?

—Sí... tú sigue.

No veía el momento de librarse de ella; así podría dejar de fingir que aquello le interesaba y volver a la tienda. Pensó en el camión. Quizá pudiera volver al camión, llevarse un vaso de agua fría y escuchar la radio. O sentarse con aquellos voluntarios y sus cajas de medicinas. Cualquier cosa, cualquiera, menos aquel hedor.

Emprendió el camino hacia la tienda. Deslizándose silenciosamente por entre las lonas, llegó hasta el hospital de campaña. Todas las camas estaban unidas, formando una serie ininterrumpida de personas. Lo que la impresionó fueron las mujeres. Se colocaban en cuclillas junto a sus niños, y les llevaban los pechos vacíos a la boca, con aquellos cabellos enmarañados a causa del penoso viaje.

—¿Señora Haque? —dijo una voz masculina. Era el médico, que se le aproximaba con una sonrisa socarrona. Llevaba las manos enfundadas en un par de guantes de goma. Rehana vio unas manchas oscuras en la punta de los dedos y, a medida que se acercaba, algunas manchas rojas sobre el bolsillo de su bata blanca—. Chachi, ¿qué está haciendo aquí?

Ella habría querido abrazarlo.

—Yo... He venido a echar un vistazo.

—Bueno, pues esto es lo que hay. Tenemos un pequeño quirófano atrás, y un dispensario. ¿Quiere que se lo enseñe?

—No, ya está bien. Yo sólo... Sólo quería ver.

—Son tantos —dijo el doctor Rao, posando la mirada en ella—... De todo el país. Lo han dejado todo, han caminado durante días, para llegar a este sitio.

Rehana no podía apartar los ojos de las manchas rojas de sus guantes.

—Hay un registro... Puedo enseñárselo.

Giraron por una esquina y entraron en otra sala llena de gente. Los llantos de los niños resonaban. Un zumbido mecánico eclipsaba el resto de sonidos.

—¿Qué es ese ruido?

—El generador —respondió el médico—. Nos da energía para el quirófano, y unas horas de luz por la noche.

—¿Usted duerme aquí?

—Sí —suspiró él, sonriendo—. Hay otra tienda pequeña en el extremo opuesto del campamento.

—¿De dónde es?

—De Cachemira.

—¿Vino a Calcuta a estudiar?

—No —dijo él—. No, vine por esto.

— Ammoo —dijo Maya por la noche—, el doctor Rao me ha preguntado si querrías colaborar en el campamento.

Lo sabía. Sabía que quería dejarla allí.

—¿Yo? ¿Y qué puedo hacer yo?

—Realmente necesitan ayuda. Podrías hacer lo que hacías en Shona... Se trata sólo de hablar a los refugiados.

Rehana no quería hablar a los refugiados. ¿Por qué siempre le tocaba a ella? Rescata a éste, salva a este otro.

—Si molesto, mejor será que me vuelva a Dhaka.

— Ammoo —dijo Maya—, sabes que no puedes hacer eso.

—No debería haber venido.

—Va muy en serio, podrían haberte arrestado.

La idea de pasarse meses allí, en aquel cobertizo o, peor aún, en el campamento, de pronto se le hizo insoportable.

—¿Y qué? Merezco que me detengan.

—Deja de decir tonterías.

—No quiero volver a ese campamento.

—Muy bien. Quédate aquí. —Maya se dio la vuelta y colocó las manos bajo la barbilla.

«Tal como dormía su padre —pensó Rehana—. Como si estuviera rezando.»

El calor sofocante de la cabaña la despertó. La cama estaba vacía; la ropa de Maya estaba desparramada por el suelo. Rehana empezó a recoger las prendas y a doblarlas. El kameez de Maya olía. Había que lavarlo. Y el resto de su ropa no estaba mucho mejor: los bordes de los saris y de las enaguas estaban todos sucios de barro.

Rehana salió de la cabaña en busca de un grifo. Recorrió el perímetro de la azotea, protegiéndose del sol con una mano. Siguió una cañería de cobre y en el extremo opuesto encontró lo que buscaba, colgado del muro. Por debajo había un orificio de desagüe.

No había jabón para la ropa. Sacó la pastilla de jabón de color crema que había traído para lavarse la cara. Abrió el grifo y salió un débil chorrito. El agua estaba tibia y agradable; enseguida se fue relajando, mientras frotaba el sal-waar-kameez de Maya con un familiar ritmo doble: clap— clap, clap-clap, clap-clap.

Colgó las prendas sobre la baranda, satisfecha con la visión de la ropa brillando al sol. La señora gorda del otro día volvía a estar en la azotea de al lado, tendiendo el mismo sari amarillo. La saludó con la mano. Rehana le devolvió el saludo.

En el piso de abajo, Maya aporreaba la máquina de escribir con una pluma en la boca. La pluma había soltado algo de tinta y en un extremo de la boca se le había formado una mancha de color añil que iba en aumento.

—Mamá, ¿dónde estabas?

—Arreglando un poco las cosas arriba —respondió. Le señaló la boca—. Tienes una manchita...

Maya ya había vuelto a su máquina de escribir.

—¿No hace calor aquí? —dijo, distraída.

—Voy a la calle, a buscar unas cuantas cosas —dijo Rehana—. Necesitamos jabón, y quizá algo de picar.

—Muy bien —dijo Maya, con los ojos puestos en sus dedos, que caían como martillos—. Hasta luego.

Al salir, Rehana se cruzó con Mukul, que estaba pegando un póster a la pared. Llevaba una gorra azul bien calada que le tapaba hasta los ojos.

—Hola, tía —dijo, levantando la barbilla para que lo pudiera ver—. ¿Vas a salir con el calor que hace?

—Aquí, a la calle, a buscar un par de cosas.

—¡Pero si hace un calor sofocante!

—Sólo serán unos minutos.

—Toma, ¿por qué no te pones mi gorra? —dijo, quitándosela de la cabeza. Tenía el cabello húmedo, aplastado contra la frente. Rehana vio el cerco de sudor por el borde.

—No, de verdad.

—Por favor, insisto.

—No, no, no te preocupes. Volveré enseguida.

En el exterior hacía un calor brutal. A los pocos segundos Rehana sintió que le ardían las mejillas. Se planteó dar marcha atrás, pero la idea de encontrarse con Mukul y su gorra sudorosa le hizo seguir adelante; siguió por la calle hasta llegar a un cruce. Las vías del tranvía cortaban el asfalto por la mitad, y a ambos lados había tiendas con las puertas abiertas y músicas estridentes que se solapaban entre sí. Rehana no recordaba aquella parte de Calcuta, pero los tonga-wallahs que se abrían paso descalzos entre el tráfico con los codos levantados, y las formas de los edificios, las amplias avenidas, los tranvías... todo aquello sí que lo reconocía, pese a los años de intencionado olvido.

Ahora todo estaba más lleno de gente y de ruido. La gente atestaba las calles y llenaba los tranvías hasta los topes. Ocupaba las aceras hasta los bordes y apenas dejaba un resquicio en el asfalto por el que pudiera pasar. Se metió en la primera tienda que encontró, parpadeando para acomodar los ojos al cambio de luz. Era un local oscuro y estrecho con una pared cubierta de estantes y un mostrador por delante. Los estantes contenían una confusa y heterogénea selección de artículos: bombones, papillas para bebés, champús, pomadas, encurtidos. Y enfrente había un hombre, de pie, con las palmas de las manos apoyadas en el mostrador.

Rehana señaló una pastilla azul de jabón para la ropa.

—Ése, por favor. ¿Cuánto es?

—Seis annas —dijo el hombre, mientras mascaba chicle.

—Deme uno. Y un pao de moori. Y unas... ¿Tiene tijeras?

—¿Tijeras?

—Sí, necesito unas tijeras.

El hombre abrió un cajón y le enseñó varios modelos. Después de inspeccionar el filo e introducir el pulgar por el orificio correspondiente, escogió las más pequeñas.

—En total son tres rupias y doce annas.

Rehana estaba a punto de pagar cuando el hombre le dijo:

—¿No la he visto antes?

Ella lo miró mejor. Era mayor; de la edad de su padre. ¿Podría ser que se conocieran? «¡Mira que si voy a dar con el único tipo de Calcuta que se acuerda de mí!» Pero no, no lo había visto antes.

—No, no lo creo.

—Estoy seguro de que la conozco —insistió él.

—Pues no vivo aquí.

—¿De dónde es usted? ¿Es Joy Bangla?

—¿Perdón?

—¿Es usted de Dhaka? ¿Bangladesh? Joy Bangla?

«No —pensó—, en realidad soy de Calcuta.» Pero dijo:

—Sí, soy Joy Bangla.

—Diez por ciento de descuento —dijo él, sonriendo—. Diez por ciento de descuento para refugiados. —Y le pasó la bolsa de plástico con una mano cubierta de pecas—. Yo también fui refugiado, en el 47. Por eso la he reconocido —añadió, mirándola con una ternura casi paterna—. Vuelva si necesita cualquier cosa. Lo que sea.

De pronto la imagen del hombre se hizo borrosa. Él le hizo un gesto con la mano.

—¡Por favor, no llore! ¿Quiere una barrita de chocolate? Milon, dale a esta señora una barrita de chocolate. No llore, querida, no llore.

Rehana rompió el papel con los dedos húmedos. Sus dientes atravesaron el chocolate y el helado de dentro.

—Ánimo, querida, ánimo.

Volvió a sumergirse en el calor del mediodía con el helado convirtiéndose en leche al contacto con su lengua. Caminó un poco más, dejando atrás un estanco y un restaurante chino. En la esquina siguiente encontró un banco a la sombra del edificio de tres plantas del State Bank of India. Las dos mujeres que ya se habían dejado caer en el banco le hicieron un hueco. Había una parada de tranvía al otro lado de la calle, y Rehana se quedó observando a los pasajeros que subían y bajaban.

Vio que eran personas como las que había visto en la estación de tren y en el jardín de Shona, y en los campamentos, refugiados que ahora iban de un lado para otro, buscando algo por las calles.

Algunos parecían menos desesperados, casi normales. Pero a pesar de sus intentos por integrarse, resultaba evidente que también ellos eran refugiados. Mantenían las manos en los bolsillos y una perenne sonrisa agradecida en los labios. Llevaban el pelo sin lavar y los zapatos sucios. Sus ropas tenían un aspecto decente, pero mirando con detenimiento podía distinguir los dobladillos rozados y las telas gastadas. Y allá donde fueran, sus recuerdos reclamaban su espacio y se manifestaban, así que se olvidaban de cruzar con el semáforo en rojo, o rebajaban el té con litros de leche, o murmuraban sin darse cuenta mientras buscaban ávidamente en los periódicos cualquier noticia de casa. Rehana se dio cuenta de que no soportaba mirarlos; tenía miedo de verse a sí misma; tenía miedo de no verse a sí misma; quería ser diferente e igual que ellos al mismo tiempo; ninguna de las dos opciones le aliviaba aquella desagradable sensación de pérdida, ni le calmaba aquel amor suyo, violento y pasional.

—Voy a cortarte el pelo, Maya —anunció Rehana.

Ya era de noche, y estaban preparándose para acostarse. Rehana había limpiado y ordenado la cabaña. La ropa de Maya estaba doblada y apilada sobre el escritorio, y olía al sol de la tarde. La ventana estaba abierta y entraba una leve brisa.

—Mi pelo está bien —protestó Maya. Su respuesta instintiva siempre era la de decir que no a todo—. ¿Qué le pasa a mi pelo?

—Nada. Sólo quiero recortarte las puntas. Mira esto —dijo, mostrándole a Maya el extremo despuntado de su trenza—: sólo voy a igualártelo.

—¿Y cómo es que sabes cortar el pelo?

—Siempre he sabido. Se lo cortaba a mis hermanas. Aquí mismo, en Calcuta.

Y también se lo cortaba a su padre, cuando eran pobres y el barbero ya no le fiaba.

—¿De verdad? ¿Cómo es que nunca me lo has cortado?

—¡No me dejabas que te lo tocara siquiera! A Sohail sí que se lo cortaba.

—Sí, ahora me acuerdo —dijo Maya con una sonrisa socarrona—. Siempre pensé que era porque él era tu favorito.

—No, era por lo tozuda que eras tú.

—Venga pues, veamos qué sabes hacer.

Rehana ya estaba lista, con las tijeras y una taza de agua al lado. Mojó el extremo de la enmarañada trenza de Maya en el agua, la deshizo y empezó a peinársela.

—¡Está llena de nudos! —dijo—. ¡Qué lío!

—La peluquera que no haga comentarios, por favor.

Rehana le echó la cabeza adelante y empezó a trabajar con las tijeras.

—Deja de moverte —dijo— o quedará irregular.

El suelo empezó a cubrirse de medias lunas de pelo.

—Maya, he estado pensando en lo que dijo el doctor. A lo mejor es buena idea.

—De verdad, Mamá, no tienes por qué hacerlo —dijo Maya, girando la cabeza para mirarla.

—Estate quieta. —Rehana cogió a Maya de la cabeza y se la ladeó—. En realidad aquí no tengo gran cosa que hacer.

—Lo siento, sé que he estado muy ocupada.

—Tú tienes tu trabajo. Estaría bien que yo tuviera algo que hacer. Debe de haber algún motivo por el que yo esté aquí —dijo, mientras tomaba dos mechones de pelo y los juntaba para ver si le habían quedado iguales—. Muy bien —concluyó, dándole una palmadita en el hombro—, ya está.

—La guerra acabará pronto —dijo Maya—; no nos quedaremos aquí para siempre.

Rehana tuvo que esperar hasta septiembre para encontrar la razón que buscaba. Estaba siguiendo al doctor Rao por el pabellón, tomando notas sobre los pacientes nuevos, apuntando la medicación y las prescripciones. Llegaron al final de la fila de catres, y en la última cama había una mujer que Rehana no había visto antes. Una manta le cubría gran parte del rostro, pero se le veían la frente y la larga melena, y un brazo, en el que llevaba una pulsera de cristal rojo y dorado.

—¿Quién es ésta? —preguntó Rehana.

Tenía algo, ahí tumbada en el catre, que le despertó la curiosidad. Quería verle el rostro.

—No estoy seguro —dijo el doctor Rao—. Creo que no la he visto nunca.

Rehana retiró el katha y vio un par de ojos cerrados rodeados de largos mechones de áspero cabello. Miró más de cerca. La conocía.

—¿Supriya? —No podía ser ella. ¿O sí? Volvió a mirar. Por supuesto, claro que era ella. Era una de esas cosas que tan habituales eran ya—. Es una amiga mía, la señora Sengupta —dijo Rehana—, de Dhaka.

El doctor Rao levantó el brazo de la pulsera con el pulgar y el índice, con la mirada fija en su reloj de pulsera.

—¿Por qué no se queda aquí, chachi? Veré si me entero de quién la está tratando.

—Debe de haberla traído su marido. Vea si puede encontrarlo. Es el señor Sengupta.

Rehana levantó el katha. La señora Sengupta tenía el sari arrugado a la altura de las rodillas y las piernas pálidas y grises. Rehana le estiró bien el sari y le tapó las piernas. Tenía el aspecto de un árbol abatido.

—¿Qué te ha pasado? —susurró Rehana.

Le levantó la cabeza y le apartó el pelo húmedo del cuello. Vio que su amiga movía los párpados, como si estuviera soñando, y luego los abrió lentamente, mirando primero al techo y fijando luego lentamente la vista en Rehana.

—¿Supriya?

La señora Sengupta se quedó mirando a Rehana sin expresión. Abrió la boca. Tenía los labios negros.

—¿Qué te ha pasado? ¿Dónde está Mithun?

Pero ella ya había girado la cabeza, escondiendo el rostro.

El doctor volvió unos minutos más tarde. Llevaba un es— figmómetro y una bolsa de solución salina.

—Me temo que ha llegado sola, señora Haque. Nadie ha visto a ningún familiar.

—Eso no puede ser. Tiene marido, y un hijo. No habría venido sin ellos.

Cuando Rehana acudió al pabellón al día siguiente, la señora Sengupta estaba exactamente tal como la había dejado, estirada en el catre, con el sari levantado hasta las rodillas. Pero estaba despierta. Rehana le acarició la frente. No había rastro de teep ni de sindoor.

Rehana empezó a adoptar la costumbre de pasar las primeras horas de la tarde junto al lecho de la señora Sengupta. Le ponía aceite de coco en el pelo y se lo limpiaba. Luego se lo lavaba con una pequeña pastilla de jabón que le había comprado al anciano de Theatre Road. Le cortó las uñas y le dio crema en los codos. Su amiga la seguía con los ojos, pero continuaba sin decir nada. Aparte de una pequeña pipa de bambú que guardaba bajo la almohada, no parecía que tuviera ninguna posesión.

Aquello no era muy diferente a cuando se sentaba en la tumba de Iqbal. Nunca obtenía respuestas, pero imaginaba que la señora Sengupta la oiría.

—Después de que os fuerais muchos otros también se fueron. El club cerró y los mercados estaban prácticamente desiertos. Y muchos chicos fueron a alistarse al ejército. Sohail quería ir pero yo le dije que no.

A veces, igual que con Iqbal, sentía la tentación de mentir o de exagerar.

—Pero él fue igualmente. No te creerías lo mucho que ha cambiado. Y Silvi. No se parece en nada a la niña que conocíamos. Nunca debimos de dejar que se casara con aquel chico. Volví a verle, ¿sabes?, pero en circunstancias muy diferentes.

Le ocultaba algunas cosas. Los detalles del cautiverio de Sabeer, por ejemplo. No quería turbarla. Y tampoco le habló del mayor. No sabía cómo podía tomárselo. Me enamoré de un extraño. Explicarle aquello supondría tener que dar alguna explicación. Que no tenía. Era algo sin sentido. Apenas lo conocía. A veces pensaba en lo realmente poco que lo conocía. Por ejemplo, no sabía si tenía hermanos o hermanas. Ni qué pensaba hacer cuando acabara la guerra. Nunca le había preguntado cuándo volvería a verlo, o si lo vería siquiera.

Por las tardes, mientras la señora Sengupta dormía, Rehana recorría el hospital con el doctor Rao. Se hizo amiga de otras mujeres, y se sentaba junto a su catre y les cogía las manos mientras ellas le explicaban cómo habían llegado hasta allí. Empezaron a reconocerla. La llamaban apa. Cada día le contaban nuevas historias sobre la guerra. Esperó que llegara carta de Sohail. Esperó que llegara carta del mayor. No llegó ninguna de las dos.

Rehana se acostumbró a los viajes en camión con Mukul, y en octubre la azotea estaba casi agradable. Mantenía las puertas de la cabaña abiertas y se sentaba en el umbral, observando el anochecer y viendo cómo se sumía la ciudad en la oscuridad. La mujer gorda aparecía cada pocos días para sacudir y tender su sari amarillo.

Cada día era lo mismo. La señora Sengupta aún no había pronunciado palabra.

—¿No vas a decir nada, Supriya? ¿No me contarás qué pasó? A lo mejor te puedo ayudar.

Una noche, en la azotea, Rehana estaba cosiendo el dobladillo de su enagua blanca. No había traído ropa suficiente para una estancia tan larga, y las prendas que había traído empezaban a desgastarse. Estaba enhebrando una aguja cuando de pronto se le ocurrió que, aunque la señora Sengupta no quisiera hablar, quizá sí accediera a escribir. Recordó el día en que la señora Sengupta le había preguntado por El sueño de la sultana. Dejó la enagua y bajó a pedirle a Maya un cuaderno o unas hojas de papel. Al día siguiente, en el campamento, Rehana se lo entregó a la señora Sengupta, junto con un lápiz afilado.

La señora Sengupta levantó la cabeza y la sacudió.

Rehana señaló al cuaderno.

—Es para ti.

Unos días antes, Rehana le había dicho:

—¿Sabías la historia de cómo perdí a los niños? —Y le contó lo del juzgado y lo del juez, y cómo había permitido que su dolor la traicionara—. Pero conseguí recuperarlos. Tú también puedes encontrar a Mithun. Y al señor Sengupta.

Rehana estaba convencida de que el problema era que se habían perdido. A lo mejor iban a toda prisa a algún lugar y la señora Sengupta los perdió de vista. Su marido debía de estar buscándola; por eso Rehana consultaba constantemente el registro, para comprobar quién llegaba al campamento. Se imaginaba al señor Sengupta buscando por todos los campamentos de refugiados, por cada estación, por cada hospital, en busca de noticias de su esposa. Sin duda, con un poco de paciencia, volverían a encontrarse.

La mañana siguiente, cuando Rehana volvió, la señora Sengupta tenía el cuaderno en las manos. Había escrito unas líneas. Me metí entre los juncos, decía. En el estanque. Sacó la pipa de bambú de debajo de la almohada y se la llevó a la boca. Lo abandoné, escribió.

—No sé lo que quieres decir —dijo Rehana.

No pudo evitar imaginársela hundiéndose en una ciénaga de un gris marronáceo.

La mano de la señora Sengupta se movió lentamente por el papel. Acabó una frase, la tachó y volvió a escribir. Después de un tiempo que a Rehana le pareció eterno, le entregó el cuaderno: Lo abandoné y corrí al estanque.

No podía ser verdad. No podía haber ocurrido así.

—¿Os separaron?

De nuevo empezó aquel lento garabateo, con los dedos apretados entre sí. No pensé en él. Simplemente corrí.

—¿Y el señor Sengupta? —preguntó Rehana.

Su amiga ya había escrito algo y se lo mostraba: Le dispararon.

No podía soportar seguir leyendo.

—Supriya, ahora descansa un poco. Volveré y te traeré algo de almuerzo.

La señora Sengupta aferró el cuaderno.

Verdad, escribió, verdad verdad verdad. Cerró los ojos.

Rehana la dejó así, con los labios negros y sacudiendo la cabeza adelante y atrás.

Rehana no sabía qué decir. Tenía miedo de que se le escapara alguna acusación de los labios, aunque dijera que no pasaba nada, que lo entendía. Por mucho que intentara imaginarse la escena, no podía evitar sentirse indignada al imaginarse a la señora Sengupta abandonando a su hijo. Seguro que podía haber encontrado otra solución. Siempre había otra solución. Podía habérselo llevado consigo. O interponerse entre él y aquellos soldados. ¿Cómo podía soportar estar viva, sin saber, imaginándose a su hijo en cualquier lugar, perdido, entre extraños o algo peor?

Al día siguiente Rehana evitó a la señora Sengupta. Y el día después tampoco la visitó. Pasó una semana, y ella intentaba sacárselo de la cabeza. Entonces encontró un telegrama. Era pronto, por la mañana, y mientras estaba buscando un imperdible entre las cosas de Maya lo encontró, con fecha del 16 de octubre de 1971. Dos días antes.

SABEER MUERTO STOP HICIMOS TODO POSIBLE STOP

NO PUDIMOS SALVARLE STOP DIOS LO BENDIGA SRA. C

Rehana plegó el telegrama limpiamente, asegurándose de que los bordes quedaran perfectamente alineados. Se sentía débil e insegura y los dedos le temblaban, pero siguió doblando el telegrama hasta convertirlo en una diminuta esquirla de papel que consiguió meterse dentro de la blusa, como si fueran unas pocas rupias. Durante todo el camino hasta Salt Lake sintió el latido del corazón contra el papel. Recordó aquella terrible noche en que tuvo que tirar de Sabeer en medio de la oscuridad, rodeándole el pecho con sus manos magulladas. Entonces pensó en Silvi, y en la señora Chowdhury, y en Romeo convirtiéndose en polvo bajo un cocotero, y sintió que todo el cuerpo le ardía en deseos de volver a casa, a su barrio, a su bungalow y a Shona.

La evocación de su casa le hizo pensar en la señora Sengupta. ¿Dónde iría Supriya cuando acabara todo? Rehana decidió ir a verla y contarle la verdad. Que no entendía cómo podía una madre abandonar a su hijo para salvar la vida, pero que al fin y al cabo no era ella quien tenía que entenderlo. Era algo entre ella y su creador. Ella no era más que su amiga.

En el pabellón Rehana hizo tiempo antes de su cita diaria con el doctor Rao. El temblor de sus dedos se le extendió a los brazos, convertido en un escalofrío.

El doctor se acercó como siempre, a paso rápido y con grandes zancadas. Llegaba a la hora, como siempre.

—¿Ha comprobado ya la lista hoy? —preguntó Rehana.

—Sí, chachi, he comprobado la lista.

—¿Y?

—Nada, lo siento —suspiró. Cada día se repetía la misma escena—. Chachi, sé que es su amiga, pero en realidad no podemos hacer mucho más por ella.

—Pero su hijo está perdido; ahora sabemos exactamente dónde le vieron por última vez. Tenemos que seguir buscando. Prométame que seguirá buscando.

Se puso en pie para irse, pero el suelo se movió bajo sus pies. Dio un paso adelante y se recostó pesadamente sobre el brazo del médico.

Chachi, ¿está bien?

—No es nada. Quizá debería desayunar algo; no he comido nada en toda la mañana.

—Debe de haber algo en la cocina. ¿La llevo?

—No, por favor, no se preocupe. La lista... ¿seguirá mirando? Sabeer Mustafá. No, quiero decir... Mithun. Mithun Sengupta. ¿Tiene el nombre?

—Sí, chachi.

De camino a la cantina, todo seguía dándole vueltas. El barullo del hospital ya le resultaba familiar y había aprendido a no hacer caso, del mismo modo que era capaz de hacer caso omiso de la gente con cara de necesitar atención urgente que se aglomeraba en los pasillos. Pero ahora oía un estruendo en su interior, como un torrente de agua. Se llevó la mano a la boca y sintió que el aliento le quemaba. «Necesito sentarme —se dijo—; sólo un momento.» Estaba escrutando la sala en busca de una silla vacía cuando Maya la interceptó.

Ammoo, ¿estás bien?

—No es nada, jaan, sólo estoy un poco débil. —Un ligero escalofrío le atravesó el cuerpo—. El telegrama... ¿por qué no me lo dijiste?

Ammoo, vamos a sentarnos en algún lugar.

—Muy bien.

Maya la cogió de la mano y se abrieron paso por entre las camas. Algunas de las mujeres saludaron a Rehana al verla pasar y le dijeron: «Apa!». Rehana las oía como un murmullo confuso y distante.

—Maya—jaan, no me encuentro bien —susurró.

Maya iba por delante de ella, apartando a la gente.

—¡Dejen paso, por favor! —iba diciendo.

Rehana perdió contacto con Maya. La gente que entraba a empujones en el hospital se la llevó por delante y ella se dejó ir, cayendo entre la multitud. Sintió numerosas manos frías, de extraños, que la agarraban por los hombros, la levantaban, con los brazos colgando como las aletas de un pez, y luego la oscuridad.

Rehana se dormía profundamente y emergía del sueño alternativamente, con un montón de preguntas que se le quedaban en la garganta. Soñó con Sabeer, con sus labios agrietados articulando algo incoherente; y con Mithun, con un rostro como el de Sohail, bajo el agua, llamando a gritos a su madre.

—Mamá —oyó decir a Sohail—. Estoy aquí, mamá.

Cuando se despertó, se llevó las manos a la cara; aún estaba caliente, pero los escalofríos habían desaparecido y sólo sentía una dolorosa pesadez en los miembros y un dolor punzante en la cabeza. Se frotó los pies entre sí; los sentía suaves, hasta los tobillos. Alguien le había estado dando crema. Se giró y sintió el olor a jobakusum.

—Mi pelo...

—La señora Sengupta te lo ha lavado —oyó que decía una voz masculina—. No habla con nadie, lo hace y basta. Y también los pies.

La voz era algo ronca. Se preguntó si estaría soñando.

—¿Sohail?

Sohail se inclinó para que Rehana pudiera ver que de verdad era él.

—¿Cuándo has llegado?

—Venía ya hacia aquí; no os ha llegado mi carta. Estabas inconsciente.

—¿Qué ha ocurrido?

—Ictericia. Rao dice que probablemente la tuvieras ya desde hace semanas, sólo que no lo sabías. Es muy contagiosa: han tenido que reconocer a todo el mundo.

—¿Y Maya?

—Ella está bien.

Rehana tenía muchísimas preguntas, pero estaba demasiado cansada como para encontrar las palabras.

—Cógeme la mano —consiguió decir.

Antes de perder la conciencia de nuevo, vio el brazo de Sohail, del color del caramelo y tostado por el sol, que se movía sobre la cama.

—Tengo una misión, ammoo —le oyó decir al día siguiente. Le había traído un coco verde con un orificio triangular realizado en la parte más alta, que le estaba acercando a la boca—. Vamos a cortar la corriente.

El agua del coco era lechosa y dulce. Rehana introdujo un dedo y sacó un trozo de pulpa. Sohail sonrió tras su poblada barba. Rehana no pudo evitar reconocer lo guapo que era, tan lleno de vida, mientras le contaba la noticia con los ojos chispeantes.

—Toda la ciudad quedará a oscuras. Vamos a desenterrar el equipo que tenemos en el jardín, ammoo. Tengo que volver a Dhaka.

—¿Y nosotras?

—Tú también. He venido para llevarte a casa. Y a Maya.

Casa. Le daban ganas de alzar las manos al aire y soltar un grito de alegría.

—¿Es seguro?

—Han pasado dos meses desde tu partida y hemos estado controlando la casa de cerca. No parece que sepan nada.

—Sabeer ha muerto.

—Lo sé. —Su cara no reflejaba nada: ni alivio ni sentimiento de culpa—. No ha muerto en vano, mamá. Hemos conseguido importantes victorias. La semana pasada conseguimos expulsar al ejército paquistaní de una de sus principales rutas de abastecimiento en Comilla.

—¿Vamos a ganar? —Era la primera vez que le hacía aquella pregunta.

Sohail estuvo a punto de decir: «Sí, por supuesto». Pero ella le apretó ligeramente la muñeca, lo que significaba que quería saber la verdad, y él hizo una breve pausa antes de responder:

—No es imposible —dijo. Esperó otro momento—. Tienen más hombres, más armas y más recursos. Pero a veces conseguimos volverlos locos —añadió. Y de nuevo esbozó una sonrisa—. Ya siento el sabor del final. Y es dulce como los roshogolla y la miel.

Cuando volvió a abrir los ojos, la señora Sengupta estaba a los pies de su cama. Era como una aparición, con el rostro lavado, mudo e inmóvil. Llevaba un sari limpio y sandalias planas. Tenía el cabello recogido en una trenza engrasada con aceite.

—Ahora soy yo la que está en cama —observó Rehana.

La más leve de las sonrisas asomó en los labios de la señora Sengupta.

«¿Qué te ha pasado?», querría haberle preguntado Rehana, pero en lugar de eso dijo:

—¿Me has lavado el pelo?

La señora Sengupta asintió, pero no abrió la boca. Permaneció inmóvil a los pies de la cama. Pasaron unos momentos incómodos.

—Me vuelvo a Dhaka —dijo Rehana por fin—. ¿Por qué no te vienes? La guerra acabará pronto. Será como antes. Puedes quedarte en Shona, volveremos a ser vecinas. O puedes instalarte en el bungalow conmigo. ¿Te acuerdas de la calle 5? Y la señora Chowdhury, y nuestras amigas de la partida... Todas quieren verte.

La señora Sengupta no mostraba indicios de entenderla. Mantenía la mirada fija en el rostro de Rehana y se tocaba la pulsera de cristal, subiéndosela y bajándosela por el brazo. Entonces rodeó la cama. Rehana le extendió una mano. Sintió la sangre que fluía bajo la piel de la señora Sengupta. En aquel mismo momento sintió el convencimiento de que la pulsera de cristal había mantenido a su amiga con vida, como si le sirviera para regular el pulso de sus venas.

La señora Sengupta hundió el rostro en el catre. Rehana pensó que quizá estuviera intentando decirle algo; intentó con todas sus fuerzas levantarle la cabeza. Con un leve roce, los labios de la señora Sengupta rozaron la mejilla de Rehana. Entonces se puso en pie y se dio la vuelta para irse. Rehana hizo un último intento:

—Por favor, Supriya... Ven a casa conmigo.

Pero ella ya se había ido, echándose el sari sobre el hombro y caminando lentamente, con aquella gracia que Rehana le había envidiado desde el primer momento que llegó a Shona, encaramada a sus zapatos de tacón alto y con un libro bajo el brazo.