JULIO

El pájaro con alas de puntas rojas

Aún era julio, no había llegado agosto, el mes de las contra— dicciones. En agosto, las mañanas eran insoportablemente húmedas, el aire denso, los ánimos estaban crispados; las esposas y los vendedores de paratha y de jilapi frito se dedicaban a hacer desayunos, y los niños se levantaban de entre las sábanas empapadas y se limpiaban la cara con toallas mustias y peludas. Y entonces, en algún momento misterioso entre el mediodía y el anochecer, el cielo aguantaba la respiración y los ánimos empeoraban aún más, el aire se detenía y no se movía una hoja, todo quedaba tan inmóvil como los edificios, y se oía un susurro interrumpido sólo por los gemidos de los habitantes de la ciudad que probablemente almorzaban, o se revolvían en sus colchones, pensando en qué daría más calor, si quedarse quieto o moverse; las mujeres con el maquillaje corrido, los hombres con el pecho hinchado y dándose aire. Pero tras la calma, tras la concentración de nubes y la oscuridad, llegaba la lluvia, exultante, alegre, agua dulce que caía en ráfagas violentas, y descargas eléctricas como arañazos, y relámpagos que provocaban admiración. En conjunto, un gran desfile de fenómenos meteorológicos, una delicia para los acalorados, para los fatigados; y cada día había algún niño, o algún anciano muy viejo, o incluso algún perro, que levantaría la vista al cielo y esperaría el primer goterón con la lengua extendida y la esperanza en el rostro, olvidando de pronto lo vivido durante la mañana.

Pero no estaban aún en agosto; era julio, un mes tímido y confuso que se acobardaba ante la amenaza de lo que venía después. No era más que el calentamiento.

Fue en uno de aquellos días intermedios cuando se oyó un quejido histérico procedente del número 12, una mujer pidiendo a gritos agua, agua helada para la cabeza. Cuando Rehana llegó a su lado, la oyó exclamar:

—¡Mi pobre hija! ¡Mi pobre hija!

En el jardín, una perrita llamada Julieta le aullaba a la tarde.

La guerra por fin había llegado hasta la señora Chowdhury.

Estaba estirada en la cama con dosel, con una compresa húmeda sobre la frente. El ventilador del techo giraba a toda velocidad, cortando violentamente el aire. Silvi le refrescaba la cara a su madre con un abanico de yute. Entre el ventilador del techo y el abanico, la piel del rostro de la señora Chowdhury parecía más lisa, y el flequillo se le pegaba a la frente.

—¡Más rápido, más rápido! ¡Me muero de calor! —les apremió la señora Chowdhury—. Silvi, tráeme el termómetro. ¡Estoy ardiendo!

Impasible, Silvi le pasó el abanico a Rehana y fue a buscar el termómetro. Alguien había fijado una cinta adhesiva roja al borde del ventilador, de modo que parecía como una concha mojada en pintura roja.

—¡Un momento tengo calor, y al siguiente tengo frío! —gimió la señora Chowdhury.

Rehana agitaba el abanico frente a ella, observando los mechones de cabellos sueltos flotando a uno y otro lado. El dormitorio de la señora Chowdhury estaba atestado de antigüedades familiares. Estaba el colosal dosel para cuyo montaje se había necesitado una escalera, un tocador con un pesado espejo ovalado y una pared entera de armarios de teca maciza, cada uno con una cerradura del tamaño del puño de un niño. Bajo el sari, la señora Chowdhury llevaba un chahir gocha de oro donde guardaba las llaves del armario y de otras cerraduras importantes de la casa: de las reservas de azúcar y aceite, de la puerta principal, de la trasera, del salón (que permanecía cerrado y con los muebles tapados salvo en ocasiones especiales), de la hielera y, sobre todo, de la caja de las joyas, empotrada en el panel lateral del almirab de acero más pesado de la señora Chowdhury.

El resto de la casa de la señora Chowdhury era un museo de tiempos mejores. Una habitación tras otra contenía herencias familiares dispuestas al azar. Algunas estaban tan abarrotadas que resultaba difícil orientarse entre los muebles, los candelabros de plata deslustrada o las discordantes estatuas de la Venus de Milo y Nataraj; otras estaban casi vacías, una con un reloj del abuelo que seguía un tictac errático, una solitaria jaula en otra, balanceándose con la brisa de una ventana abierta con un chirrido que resonaba contra las húmedas y agrietadas paredes. La casa de la señora Chowdhury tenía un aspecto improvisado que creaba la expectativa de que aparecería algo de pronto que agitara aquel aire triste y aletargado. Pocas personas sabían el porqué de aquella situación, y Rehana era una de ellas: la señora Chowdhury aún estaba esperando que su marido volviera a casa después de tanto tiempo.

Silvi volvió con el termómetro y se lo metió en la boca a su madre. Se giró hacia Rehana y susurró:

—Sabeer ha sido capturado. —Lo dijo con la voz firme, sin alterarse.

La señora Chowdhury intentaba hablar sin separar las mandíbulas.

—Espérate un minuto —le dijo Silvi. Luego añadió—: Ammoo, no tienes fiebre.

—Rehana —dijo la señora Chowdhury—, éste es el destino de mi pobre hija. Sabía que no tenía que haberse casado con aquel hombre.

—¿Qué ha sucedido?

—Su regimiento estaba luchando contra el ejército paquistaní en Mymensingh —explicó Silvia.

—¿Por qué habrá tenido que involucrarse en esas cosas? —se lamentó su madre—. Es culpa tuya, Silvi; tenías que casarte con él sólo porque era oficial. ¡Aquello te impresionó tanto! Abanica más fuerte, Rehana, estoy ardiendo. Pero yo nunca me he fiado de los militares, nunca. Nunca sabes en qué problema te pueden meter. ¿Qué temperatura me has dicho que tengo, niña? ¿Treinta y siete? No puede ser. Mira otra vez. No, así no. Tienes que lavarlo antes. Ve, anda, lávalo y vuelve a traerlo.

Silvi se dio media vuelta y fue entonces cuando Rehana cayó en la cuenta de que llevaba un dupatta en la cabeza. En un principio pensó que quizá Silvi se estuviera preparando para la oración del Zohr, pero comprobó la hora en el reloj sobre la cama de la señora Chowdhury y vio que era mediodía; aún faltaba una hora para el Azaan.

—Es la voluntad de Dios —dijo Silvi al volver. Y metió el termómetro en su funda de cuero.

—No tiene nada que ver con Dios —protestó la señora Chowdhury—. ¿Ves lo que le ha pasado, Rehana? ¿Has visto lo que lleva en la cabeza? De pronto se ha puesto a seguir la pordah; se pasa todo el día leyendo las Sagradas Escrituras. Tonterías, eso es lo que son. Sabeer tendría que haber escapado, haber abandonado el país, como Sohail. Tus hijos tienen algo de sentido común. ¿Qué le habrá hecho unirse a ese estúpido ejército? Tu marido es un tonto, niña, un tonto y un hombre muerto.

«A lo mejor lo liberan», intentó decir Rehana, pero la señora Chowdhury no la escuchaba.

—Incluso he perdido el apetito —dijo—. No puedo comer, no puedo dormir, tengo tanto calor...

Rehana empezó a limpiarle la frente a la señora Chowdhury con la compresa húmeda.

—Por favor, apa, no te pongas mala.

—No sabemos dónde está, qué ha sucedido. Ni siquiera hubiéramos sabido que lo habían capturado, pero uno de sus amigos soldados envió una carta a Silvi. Enséñale la carta, Silvi.

Silvi asintió, pero no se movió para ir a buscar la carta. Le daba friegas a su madre en los pies, moviendo los pulgares en círculo sobre el talón.

Tendido en la antigua cama con dosel, el cuerpo de la señora Chowdhury recordaba la pasta de pan recién amasada.

—No hay nada que hacer, Rehana. Ni siquiera sé por qué te he llamado. ¡Nada! Y yo que pensé que sería él quien nos protegería, —La señora Chowdhury cerró los ojos y despidió a Rehana con un gesto de la mano. Lanzó un profundo suspiro y se puso de lado; en unos minutos ya estaba roncando suavemente. Silvi miró a Rehana y suspiró:

—Gracias por venir, khala-moni.

—Traeré algo de comer esta tarde —fue lo único que acertó a decir Rehana. ¿Cómo habrían capturado a Sabeer? ¿Y cómo lo sabían? ¿Y a qué se debía la nueva imagen de Silvi, aquella seguridad en sí misma, dándole friegas a su madre en los pies en vez de gimotear y golpearse el pecho como cualquier otra esposa? Rehana se sintió algo mareada, como si no hubiera comido en todo el día.

Después de almorzar, Silvi se presentó en la puerta principal con una pequeña bolsa de tela para la compra. Estaba jadeando y parecía agitada, como si hubiera cruzado la calle corriendo, y desprendía aquel olor típico del verano, de sudor enmascarado con abundante talco perfumado. Llevaba un salwaar-kameez ancho y de mangas largas, y el dupatta le tapaba toda la cabeza menos el rostro.

— Ammoo está dormida —explicó, descubriéndose la cabeza.

Rehana observó cómo le caía el cabello sobre los hombros.

—Toma —le dijo, ofreciéndole un vaso de agua—. Bebe.

Silvi se bebió el agua de un trago. Dejó el vaso con un sentido «Sobhan Allah» y luego, como si ya estuvieran a media conversación, dijo:

—Sería arrogante decir que Dios me ha encontrado, o que yo he encontrado a Dios. ¿Quiénes somos nosotros para encontrarle a Él, al más sagrado y supremo de los seres? Porque Él está en todas partes, en cada aliento, en cada corazón. Sólo hay que mirar. —Los ojos le brillaban—. Todo esto no es más que una ilusión, ¿no lo ves, khalamonti Esta vida corporal, este sufrimiento. —Movía las manos, inquieta, jugando con el dupatta, alisándose las mangas del kameez—. Tú fuiste la que me enseñó las oraciones, ¿te acuerdas? Ammoo no tenía paciencia. Fuiste tú. Que Dios te bendiga por eso.

Rehana, sorprendida, le dio las gracias asintiendo con la cabeza, recordando los finos huesos de las manos de la niña cuando se las levantaba una vez, dos, tres, acercándoselas a la frente.

—Dios lo perdona todo, pero sólo si expiamos las culpas. Cada día rezo para que se muestre indulgente.

—¿Tú qué culpas podrías tener que expiar?

El rostro de Silvi se mostraba inexpresivo, transparente, homogéneo, con todos los colores fundidos en un cálido rosa pálido, salvo en las mejillas, teñidas de un rojo cargado de vida. Tomó aliento, vacilante, y Rehana pudo ver todo el pasado de la muchacha en un solo instante: el amor sofocante pero curiosamente indiferente de su madre; la enorme casa atestada; el peso de la pérdida de su padre, sabiendo que si ella hubiera sido un chico él quizá se hubiera quedado. Rehana siempre había tenido la impresión de que podía ver dentro de Silvi; la culpa con la que cargaba le recordaba su propia sensación de culpa, su propia carga. Pero ahora, Silvi, en su simplicidad, tenía un aire fiero, de animal de presa.

Silvi agarraba la bolsa con fuerza e intentaba decirle algo. Cuando por fin abrió la boca, su discurso fue formal, como si recitara de memoria:

—Quería darte esto. Las habría quemado, pero quería que fueras testigo de que me desprendía de ellas. Quería que alguien... Quería que tú lo supieras. —Ahora las palabras le fluían de corrido—. Dios lo ve todo, así que debería bastar con que él lo viera, pero me avergüenza decir que no bastaba. —Silvi se llevó la mano a la frente y se alisó el pelo.

—Siento lo de Sabeer, beti —dijo Rehana por fin—. ¿Estás segura de que no es un rumor?

—No es un rumor.

—¿Cómo lo sabes?

—Sohail —dijo Silvi, como si fuera culpa de él, o incluso de Rehana, pero los hubiera perdonado a los dos.

Rehana sintió que se le paraba el corazón.

—¿Lo has visto? —dijo, intentando no levantar la voz—. ¿Dónde está?

—No, no lo he visto. Sigo la pordab. No me dejo ver por extraños.

¿Extraños? ¿Qué le había pasado a Silvi? ¿Qué religión la había poseído? Desde luego no era la de todos. Rehana observaba bastante los preceptos. Rezaba cada día, por lo menos una vez, en el Magreb› la oración más importante del día. Cuando Iqbal murió, recurrió a la oración para tener algo que hacer, algo que no le recordara a cada momento su cruel destino, y no le avergonzaba reconocer que la había reconfortado. La vida la había castigado bastante; el Dios al que ella rezaba no era un dios castigador, vengativo, brutal; era un Dios de consuelo. Aceptó el alivio que le daba con conocimiento de causa, con confianza, y a cambio ella le exigía muy poco: no le pedía la absolución, ni que le cambiara el destino. Sabía, por experiencia, que era algo imposible.

Silvi rebuscó en la bolsa y sacó un paquete cuadrado. Estaba atado con una cinta de seda rojo intenso. Al deshacer el nudo cayeron unos cuantos pétalos de flores planchados, con los bordes marrones y quebrados. Desató el paquete y en su interior apareció un montón de papeles plegados. Eran de diferentes formas y tamaños, algunos rayados, como los cuadernos del colegio, otros lisos, con notas escritas con una letra pequeña pero de trazo seguro. Rehana distinguió cosas en inglés, bengalí y algo de urdu. Y lo entendió.

—Son de Sohail —dijo Silvi. Al ver que Rehana no respondía, prosiguió—: Quería quemarlas. Y entonces pensé que a lo mejor tú querrías conservarlas. Por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Por si acaso le pasa algo —dijo, con un gran suspiro—. Yo no puedo quedármelas.

Rehana se preguntó si debía sentirse herida, por Sohail.

—Pero son tuyas.

—Al principio me preocupaba que Sabeer pudiera encontrarlas. Pero ahora sencillamente no quiero tenerlas. No está bien.

—¿Estás segura?

Aunque su rostro no reflejaba ninguna lucha interior, Silvi aún sostenía firmemente el montón de cartas.

—Sí, sí, claro que estoy segura. Puedes leerlas. No hay nada... Sólo poesías, montones de poesías. Pensé que a lo mejor las querrías.

—Muy bien. Dámelas. Yo las guardaré.

Silvi seguía aferrando las cartas.

—O quémalas. Yo iba a quemarlas.

Pasaron unos segundos. Entonces Silvi recogió con cuidado los pétalos y volvió a atar el paquete, alisando la tela con los dedos, estirándola bien, como una máscara, sobre las cartas.

Cuando por fin soltó el paquete, a Rehana le atenazó un presentimiento, como si su hijo hubiera muerto y las cartas fueran como un regalo, un intercambio: un montón de cartas a cambio de una vida. Se prometió que no las abriría.

—Siento lo de Sabeer —repitió Rehana, para cambiar de tema. «Gracias a Dios», pensaba Rehana, «Gracias a Dios mi hijo está vivo»—. ¿Así pues Sohail te contó lo de Sabeer? —Y de nuevo pensó que su hijo estaba vivo. Era un canto que llevaba en el pecho. El mero hecho de poder preguntar era ya un alivio—. ¿Has hablado con él?

—Vino a casa. «Sigo el pordab», le dije, pero él insistió. Así que abrí la ventana, pero me quedé tras la cortina. Y él me dijo: «Han capturado a Sabeer. Lo tienen retenido en algún lugar. Voy a enterarme». Y dijo: «No te preocupes, te lo devolveré».

Tontorrón. Pobre tontorrón.

¿Cuánto sabría la muchacha? Rehana cogió las cartas con fuerza. Su pobre chico tontorrón.

Se fue directa al mayor.

—Quiero ver a Sohail —dijo, sin apartar la vista de su pierna rota—. ¿Usted sabía que estaba en Dhaka? —Ya conocía la respuesta—. ¿Sabía que estaba aquí y no me lo dijo?

Como siempre, él no le dio explicaciones.

—Es demasiado peligroso.

—No me importa. Hágalo. No le he pedido nada. Le he cuidado. Ahora tiene que hacer esto por mí.

Él pareció dudar; la piel le brillaba como un ámbar oscuro. Agitó los dedos, que aterrizaron sobre los botones de su uniforme caqui. Rehana hizo caso omiso a la pequeña punzada de culpa que sintió por recordarle la deuda que tenía con ella.

Tres días más tarde recibió instrucciones.

Debía salir por la mañana, como siempre, con el chófer de la señora Chowdhury. Le indicaría que la llevara al Mercado Nuevo. De camino al mercado se lamentaría de todas las compras que tenía que hacer, de que el sastre había encajado mal las piezas de su enagua verde, de que necesitaba huesos de carnero para hacer un haleem para la señora Chowdhury, y que dónde iba a encontrar huesos de carnero con los tiempos que corrían. Cuando llegara al Mercado Nuevo, saldría del coche y le pediría al conductor que la recogiera al cabo de dos horas. Se dirigiría directamente a la sección de telas del mercado y pararía en la tienda de lencería llamada Miss Pretty. Pediría una enagua verde —del color de las plumas del tia-pakhi, diría—. Y el vendedor de enaguas le daría un paquete. Contendría la enagua verde y un kilo de huesos de carnero. El vendedor de enaguas saldría de la tienda y la llevaría hasta la guarida de Sohail.

El vendedor de enaguas la llevó a un mísero bloque de pisos de Nikhet. Señaló un edificio de cuatro plantas, le dijo que subiera al piso más alto por las escaleras y la despidió con un sucinto «Khoda Hafez, Joy Bangla».

En algún momento de su historia el edificio había sido amarillo. Ahora era un arco iris de decadencia: las paredes exteriores estaban cubiertas de manchas de un musgo verde intenso donde se había acumulado el agua de lluvia; la pintura se había desconchado en parte y el cemento asomaba por debajo, de un gris pálido; además quedaban restos de pintura amarilla que se había vuelto anaranjada en algunos puntos y de color café en otros. Los balcones estaban cubiertos de ropa tendida, lungis y blusas y pantalones de pijama empapados. Rehana vio un par de calzoncillos grises, junto a un sujetador igual de viejo, y al lado un camisón de niña. Sintió resurgir una vieja nostalgia por la unidad, la familia: hombre, mujer, hijo. Aquélla era la fórmula de la felicidad, el orden correcto de las cosas. Cualquier otra ecuación, en comparación, se quedaba en nada.

Al irse acercando al edificio de pronto la asaltó el olor de shutkt. Algunos consideraban el pescado seco una delicia, pero en todos sus años en Dhaka, Rehana nunca había conseguido soportarlo. Vio otra cuerda de tender de la que colgaba una hilera de pequeños pescados. El olor la acompañó por las escaleras, hasta llegar al piso de la última planta, donde le habían prometido que la esperaría su hijo. Llamó con impaciencia.

— Ammi —dijo su hijo en cuanto entró.

La palabra, en urdu, era el lenguaje secreto de un tiempo lejano; quería decir que él volvía a ser un niño, su niño.

—Hijo mío —respondió ella—, mi pobre Sohail. —Su presencia la aliviaba enormemente. Todo, la guerra, el mayor, Silvi... Todo parecía tan distante, tan pequeño en aquel momento... Se lo apartó del cuerpo y le escrutó el rostro. Vio aquellos ojos brillantes y decididos, la frente seria.

— Ammi —volvió a decir él. Tras aquella pantalla de dureza seguía oyendo a su hijo, que nunca había querido ser soldado. Era él. Rehana no dejaba de mirarlo, incrédula.

—Te has enterado de lo de Sabeer —le dijo Sohail. Rehana paseó la mirada por la habitación antes de responder. Era como si toda la vida de un hombre estuviera metida en aquel mínimo espacio, como una novela demasiado corta. Había una cama en el centro, que dominaba la estancia, con la mosquitera aún extendida por encima, como un fantasma gigante, mastodóntico. Las ventanas estaban cerradas, y la única luz era la procedente de una bombilla que colgaba, desnuda, del techo, emitiendo un cansino halo de color mostaza.

—Silvi vino a verme el sábado —respondió ella a toda prisa, recordando de pronto el riesgo que corría Sohail—. ¿Por qué, beta? ¿Por qué tuviste que decírselo?

—Pensé que debía saberlo.

—Pero ¿y si descubría más cosas? Sobre ti, sobre los guerrilleros, sobre Shona.

—Ya lo sabe.

—¿Se lo has dicho? ¿Cuándo?

—Siempre lo ha sabido. La vi cuando estábamos acondicionando Shona. Y más adelante, algunas veces más.

—¿Fuiste a verla? —Rehana intentó controlar la tensión de su voz.

—Sólo unas cuantas veces.

—¿Fuiste a la casa de la señora Chowdhury? —No podía evitar repetir la pregunta.

Ammi, lo siento. Tenía que verla. Después de que se casara, necesitaba asegurarme.

Rehana sintió que le ardían los ojos.

—No puedo creer que hicieras algo así.

—Pensé... pero le ha pasado algo. ¿Te has dado cuenta? No la había visto en unas semanas y cuando volví me dijo que quería que dejara de ir. Me dijo que seríamos castigados, que Dios nos castigaría. Dijo que habíamos pecado.

—¿Fuiste a verla? ¿Cuántas veces? —Rehana quería oír los detalles, las fechas, el número de veces.

—No muchas.

—¿Cuántas?

—No me acuerdo.

—Estoy tan enfadada, Sohail, que no puedo ni hablar contigo. —Por un instante se planteó dejarle solo en su penumbra. Empezó a caminar por la pequeña habitación. Encontró un montón de ropa de él junto a la cama y se puso a doblarla. Contó dos camisas, tres camisetas, un kurta, un pijama y dos pares de pantalones.

—Pensé que, si se lo contaba, confiaría de nuevo en mí.

Un lungi, un par de calcetines.

Ammi.

—Prométeme que no volverás a hacerlo.

—No puedo hacer eso. Necesito un poco más de tiempo.

Rehana dejó el lungi que llevaba en la mano.

—Ella quiere que esto acabe.

Sohail sacudió la cabeza. Cuando se dio la vuelta, ella vio un mechón rizado que se le había quedado pegado a la frente.

—Eso no puede ser verdad. Lo dice, pero no lo piensa.

—Me ha devuelto tus cartas.

—¿Qué? —Sohail se lanzó hacia el montón de ropa y miró a Rehana desde lo alto.

—Las tengo en casa.

—No te creo.

—Te digo que las tengo. —Rehana hizo una pausa y se aventuró—: citabas a Rumi, a Amir Khusro.

—¿Las has leído?

—Sólo un poquito. —No era cierto. No se había atrevido a hacerlo. Pero si él hubiera tenido que escribir cartas de amor, habría elegido a aquellos poetas. Entonces vio una oportunidad y la aprovechó—: Sohail, escúchame. El mayor dice que de todos modos no hay nada que hacer. Silvi no necesita saberlo. Lo importante es mantener silencio a partir de ahora.

—¿Se lo has contado al mayor?

—Claro que se lo he contado. ¿A quién si no puedo recurrir? —De pronto deseó que aquel encuentro acabara allí, para poder contárselo al mayor, explicarle el doloroso amor que sentía por su hijo, lo del sucio apartamento, lo de la chica que se había convertido en una maldición, y supo que hasta que no se lo contara al mayor aquel día no tendría sentido.

—No hay nada que hacer, Sohail. Déjalo estar. Sabeer, si Dios quiere, sobrevivirá. —Por un instante se sintió casi contenta de que Sabeer hubiera sido capturado. Así podría determinar que toda aquella locura había empezado el día en que Sabeer se había presentado en su salón con la señora Chowdhury rebosante de orgullo y satisfacción.

—Mamá, hay algo. Algo que podrías hacer.

—¿Yo? —Rehana pensaba que había oído mal.

—Por eso volví a Dhaka. Por ti. Tú puedes salvar a Sabeer.

—No te entiendo.

—Se lo han llevado a la cárcel. Sabemos que está en algún lugar de la ciudad.

Afuera iba anocheciendo. Sohail estaba de rodillas frente a ella. Tenía las manos sobre las rodillas de su madre, pero ella no las sentía. Su voz le llegaba desde lejos, de la profundidad de los mares, y la suya sonó extrañamente fuerte cuando respondió:

—¿Quieres que me ofrezca para ocupar el lugar de Sabeer? ¿Quieres que me torturen en su lugar? ¿Es eso lo que quieres?

Rehana apenas veía ya a Sohail; no era más que una imagen borrosa en la que sólo distinguía el cabello y la boca.

—Faiz chacha puede sacar a Sabeer —dijo, con una voz que parecía surgir de las profundidades del mar.

—¿Faiz? ¿Tu tío Faiz? No.

—Te digo que sí. —Una ola, un estruendo.

—¿Por qué?

—Tiene algo que ver con el ejército; no estamos seguros de qué es. Pero tiene muchas influencias. —Los ojos enrojecidos de Sohail se volvieron más grandes.

Rehana asimiló aquellas palabras y el silencio de la habitación se hizo más profundo.

—¿Vas a mandarme a que le suplique? —susurró Rehana.

—Si no, Silvi no volverá a confiar en mí.

—Lo dices en serio.

—Sí.

Rehana esperó a que las palabras se asentaran. Ir a suplicar a Faiz y Parveen. Rescatar a Sabeer. Cuando se imaginaba la escena, sentía un extraño alivio. Era lo más desagradable y truculento que podía hacer. Pero también era una oportunidad. Su hijo le daba otra ocasión para demostrar que estaba a la altura. Los años de devoción absoluta, los cuidados maternos, el robo... pero siempre había sabido que con aquello no bastaría. No podía evitar acoger de buen grado la perspectiva de un nuevo sacrificio.

Aun así, la sensación de injusticia no desaparecía.

—¿De verdad me pides que haga eso?

—Pensará que lo haces por la señora Chowdhury. Puedes decir que te ha rogado que recurras a él. Háblale del cariño que le tienes a su hija.

—Has pensado en todo.

Ammi, por favor, haz esto por mí. Es lo único que me importa.

—¿Lo único? ¿Y la guerra, el país, los refugiados, todo eso? ¿De pronto nada de eso importa? ¿Qué crees que sucederá si recupero a Sabeer? ¿Crees que Silvi caerá rendida en tus brazos?

Antes de que él dijera nada, ella ya sabía la respuesta.

—Sí, lo creo.

—Está casada con él. No contigo.

—Sabrá hasta dónde estoy dispuesto a llegar.

—¿Y qué has estado haciendo todos estos meses? ¿Librar una guerra o tirar piedrecitas a la ventana de Silvi?

Ammi, yo estaba allí cuando murió Aref. Me miró y dijo: «Si tuviera cien vidas, las perdería todas». ¿Cómo puede ser esto lo más grande y lo peor que hemos hecho nunca? Todo, todo está del revés. Lo malo es lo bueno. Tengo la mente llena de las cosas más asquerosas y más brutales... y la necesito. No puedo explicarlo. Cuando la veo, en su ventana, la necesito. —Los ojos de Sohail estaban cubiertos de lágrimas—. Por favor, mamá, hazlo por mí, sólo esta vez. No te pediré nunca nada más. Por favor, ve a rescatar a Sabeer, sácalo de allí. Ammi, amar jaan, por favor.

—Ya está bien. Deja de suplicar.

Sohail se puso a sollozar, con la cara entre las manos.

—Nunca ha habido nadie más que Silvi, desde que tengo uso de razón.

—Está bien.

—¿Lo harás?

—Yo dependo tanto de ti como tú de ella.

Sohail levantó la mirada y Rehana supo que pensaba que algún día la compensaría, que le pagaría aquella deuda. Ninguno de los dos dijo nada en unos minutos. Sohail aún estaba arrodillado frente a ella. Ella le pasó un trapo del montón de ropa y él se sonó la nariz. Luego sonrió y le dijo:

—¿Te gusta mi palacio?

—Es asqueroso. ¿No podían encontrarte algún lugar decente?

—Con Joy siempre bromeamos: él disfruta de tu cocina, y yo tengo que estar aquí.

—¿Por qué no me dejas que te traiga algo?

La pregunta era patética. ¿Qué podría traerle ella?

—No puedes volver aquí —le dijo él.

—Puedo enviarte a alguien con comida o ropa.

—Es demasiado peligroso.

A Rehana se le disparó un interruptor.

—¡Peligroso! Bajo los rosales hay suficientes explosivos como para arrasar todo Dhanmondi. ¿Y te preocupa que me ponga en peligro?

Sohail la rodeó con sus largos brazos y susurró:

—Gracias, gracias ammi. Me salvas la vida.

«Mi vida es tu vida», pensó.

—¿Te quedarás aquí mucho tiempo?

—No. En cuanto Sabeer sea liberado volveré al otro lado de la frontera.

—No es nada seguro que Faiz lo libere. Ni siquiera que pueda hacerlo.

—Puede. Sé que puede. Sólo tienes que convencerlo.

Lo primero que hizo Rehana al llegar a casa fue darse un baño para quitarse de la piel el hedor a pescado. Se cambió el sari y puso el arroz al fuego para la cena. El anochecer iba extendiéndose por el cielo y su luz púrpura acariciaba suavemente Shona y el bungalow.

Luego fue a la habitación del mayor.

El tocadiscos estaba mudo, y el mayor tenía las manos cruzadas sobre el regazo. Al parecer se había afeitado, ya que la barbilla y los pómulos le brillaban. Estaba sentado, sin hacer nada más que contemplar la pared de enfrente, que estaba desnuda salvo por una fotografía enmarcada de los padres de la señora Sengupta con una guirnalda encima.

—¿Era lejos? —preguntó sin saludar siquiera—. ¿Se ha perdido?

—No.

—¿Acaba de volver?

—Sí.

—¿Por qué tiene el pelo húmedo?

—Me he dado un baño.

—Pensé que había dicho que acababa de volver.

—¿Está preocupado o sólo está curioseando?

El no dijo nada más. Era evidente que quería saber qué había sucedido, pero por algún motivo ella estaba irritada con él. Rehana no conseguía encajar los acontecimientos de la tarde de forma coherente, y ahora que había visto por fin a Sohail, ya no podía pensar que lo estuvieran utilizando para alguna importante misión destacada. Era sólo una bestia más, como el resto, útil sólo por su cuerpo, su fuerza, como cualquier otro cuerpo, cualquier otra fuerza. Si a ellos les daba igual, ¿por qué no se lo devolvían?

—Cree que yo puedo hacer que suelten a Sabeer —dijo Rehana por fin.

—¿Usted? ¿Sacar a un soldado de la cárcel? ¿Cómo?

—El hermano de mi marido. Tiene algún contacto con el ejército.

El mayor frunció el ceño, pensativo.

—Resulta que... Sohail está enamorado de la esposa de Sabeer.

Le salió sin pensar. ¿Por qué le fluían las palabras de la boca en presencia de aquel hombre? Una vez más, él no dijo nada, y una vez más ella lo agradeció, probablemente porque él nunca parecía sorprenderse. Para sentirse mejor, Rehana le dijo que se levantara para que pudiera cambiarle la sábana.

—¿Le dijo que lo haría? —dijo él, sin moverse.

—Claro que sí.

—Vendré con usted.

La propuesta la irritó aún más.

—¿Cómo iba a hacerlo? —dijo, con crueldad—. Ni siquiera podría llegar a la puerta.

—Podrían detenerla.

—Es mi cuñado, no me entregaría —dijo ella, segura de que no era cierto—. Puedo mostrar preocupación por una vecina. Eso no tiene por qué levantar ninguna sospecha.

—Y cuando le pregunte de qué lado está, en esta guerra, si cree en Bangladesh o Pakistán, ¿qué dirá?

—Lo que tenga que decir.

—No debería hacerlo.

—Usted no tiene hijos.

Rehana sentía que la garganta le ardía, y olió el jabón con el que se había lavado la cara, y el rastro de aceite de jobakusum del pelo, y el aroma astringente y penetrante de los polvos de talco bajo los brazos.

El ventilador de techo del mayor estaba apagado. Por la tarde, aunque siempre hacía calor, le subía la fiebre y él solía quedarse bajo la manta, temblando, hasta que el sol se ponía y se hundía tras el horizonte.

Rehana se secó el sudor del labio superior y dijo:

—¿Por qué no pone un disco?

—Es una mala idea, terrible.

—Ya le he mandado un mensaje a Parveen. Me esperan a comer el viernes.

«No se lo diré a Iqbal —se dijo aquella noche, mientras observaba un mosquito intentando abrirse paso a través de la mosquitera—. Si se lo digo acabaré echándome atrás. Sé que es peligroso, y probablemente no funcione. Imagínate la mueca petulante en el rostro de Parveen. Esos ojos estúpidos y saltones. No, probablemente no funcione. Al fin y al cabo, ¿qué me importa a mí Sabeer? ¿Salvaría él a mi hijo si tuviera ocasión? Ni hablar. Saldría corriendo en dirección contraria. ¿Y la señora Chowdhury? Las dos sabemos la respuesta. Y esa niña, Silvi... es la causante de todo este lío.»

Al final acabaría convenciéndose de que no debía hacerlo. No, mejor que no fuera a visitar a Iqbal.

Un Mercedes-Benz negro vino a recoger a Rehana. El conductor era un hombre vestido con camisa blanca y una escuálida corbata negra. Ahí estaba, en su asiento, rígido, echando el humo por la ventana. Cuando vio que Rehana cerraba la puerta y se giraba para cerrar el candado, salió del coche disparado y se quedó de pie al lado, tieso. Era moreno y muy delgado. Aplastó el cigarrillo con el tacón del zapato y esperó que ella se acercara.

Cuando Rehana estuvo a un par de metros del coche, el brazo de aquel hombre se disparó mecánicamente en un saludo militar.

—¿La señora Rehana Haque? —preguntó.

A Rehana se le pegó la lengua al paladar.

—Sí —respondió, a duras penas.

—Soy Quasem, el chófer. Debo llevarla a la residencia de los Haque.

—Gracias —respondió Rehana.

La puerta del coche se cerró de un golpe tras ella. Por dentro el Mercedes era enorme y olía a queroseno. Quasem apretó el acelerador y salieron a toda velocidad. Rehana sintió cómo se deslizaba, incómoda, por el asiento de piel, arrugando el sari al tambalearse de un lado al otro. Había pensado mucho en lo que debía ponerse para la cita con Parveen. Se había puesto el sari menos favorecedor que tenía; uno de organza gris almidonada que se hinchaba al doblarse y que le hacía parecer más gorda. No había intentado planchar los pliegues; ni siquiera los había alisado con la mano. No llevaba ningún maquillaje; se había recogido el cabello en un moño plano y se lo había sujetado con horquillas negras lisas. Parveen necesitaba ser siempre la más guapa.

Fueron por Mirpur Road y giraron por Kola bagan. Pasaron a toda velocidad por los campos abiertos de Second Capital y se acercaron al aeropuerto. Rehana se hundió aún más en el oscuro asiento e intentó controlar el miedo.

El coche giró y de pronto no reconoció la calle. Era una calle ancha, como una autopista, que se perdía a lo lejos, entre la niebla. Volvió a pensar en el centro de torturas que había descrito Sohail. Estiró el cuello, para ver si alguno de aquellos edificios bajos tenía aspecto de ocultar secretos sucios.

—¿Adónde vamos?

—No se preocupe, señora —dijo Quasem, localizando a Rehana en su retrovisor y haciéndole un gesto con la mano—. Llegaremos enseguida.

Unos minutos más tarde, después de atravesar unas vías de ferrocarril, giraron y se detuvieron frente a una garita. Un hombre de uniforme les escrutó a través de la ventanilla ahumada.

—¡La ventanilla abajo! —bramó, salpicando el cristal de saliva.

Rehana ya estaba batallando con la manivela, pero Quasem intervino.

—¿No ves la matrícula, joder? —espetó desde su puesto.

El soldado pasó por delante del coche y examinó la matrícula. Entonces volvió a la ventanilla de Rehana y siguió mirando a través.

—¿Quién es el pasajero?

—La hermana del abogado Haque.

—¿Quién? Tengo que comprobar el registro —dijo.

—¿No conoces a tu propia gente, imbécil? Pasamos por este control cada día. ¿De pronto no conoces el coche? ¿Quieres que salga y te dé una lección?

El soldado se quedó inmóvil un momento; luego se encogió de hombros, como si todo aquello nunca le hubiera importado.

—Muy bien, pasen. Pero tenemos que informar.

Y dio unos golpecitos sobre el parabrisas ahumado con la culata de madera de su pistola.

—No se preocupe, señora —dijo Quasem, mientras se alejaban del puesto a toda velocidad—. No hay problema.

Faiz y Parveen vivían en Gulshan. Era el otro extremo de la ciudad, en el límite septentrional de Dhaka, más allá del aeropuerto y del cuartel general del ejército. Gulshan era más nuevo y estaba aún menos urbanizado que Dhanmondi; las parcelas eran más grandes, los campos que las separaban eran enormes y estaban anegados. Había un lago. La casa de Faiz estaba apartada de la carretera principal, en una calle flanqueada por viejos árboles. La casa propiamente dicha quedaba oculta tras un alto muro de ladrillo y una alta puerta. Un darwaan abrió la puerta, y se encontraron en una vía de acceso semicircular que les llevó ante la entrada principal de la casa, una ancha puerta de madera oscura frente a un patio a cuadros blancos y negros.

Rehana llamó al timbre. Un sonido enlatado que imitaba el piar de un pájaro resonó por toda la casa. Luego, el repiqueteo de unos zapatos por un suelo caro. Unos segundos más tarde la puerta se abrió y apareció Parveen, presentándole a Rehana una cálida sonrisa de oreja a oreja.

As salaam alaikum —canturreó.

Llevaba un vaporoso chiffon de color amarillo canario, con una ristra de gruesas perlas alrededor del cuello. Los labios le brillaban, bien embadurnados de pintalabios. Sorprendida, Rehana observó que llevaba subido el achol de su sari, de modo que le cubría la cabeza. El tocado de chiffon le daba cierto parecido a Grace Kelly. «¿Habrán aprobado algún decreto que prohíba a las mujeres ir con la cabeza descubierta por Dhaka?», se preguntó Rehana.

— Walaikum as-salaam —respondió ella.

—Por favor —dijo Parveen, con una suavidad excesiva—, entra. Estoy tan contenta de verte. —Empezaron a caminar por un pasillo de un blanco brillante—. He estado tan ocupada... Querría haberte llamado, y cuando lo has hecho tú, precisamente estaba pensando en vosotros y preguntándome por qué habías enviado a los chicos a Karachi. Aquí estarían perfectamente seguros; con las influencias de Faiz nadie les haría ningún daño, y además, esto se acabará en nada. ¿Un té? ¡Abdul! ¡Abdul!

Abdul, el viejo criado, llevaba un par de guantes manchados y un traje de segunda mano, y tenía los pantalones arremangados, dejando al descubierto sus flacos pies desnudos.

—Ha llegado mi bhabi —anunció Parveen cuando apareció Abdul. Él asintió con la mirada fija en el suelo—. Trae un poco de té, té inglés, y las galletas de la caja redonda, las dulces, no las saladas; siempre se confunde.

Condujo a Rehana a un soleado salón y se sentó sobre un sillón grande y mullido. Al otro extremo de la estancia una serie de ventanas daban al jardín, una selva de árboles y arbustos que se perdían en la distancia, ocultando la ciudad.

—Sabía que te gustarían las vistas —dijo Parveen, satisfecha de su propia ocurrencia.

—El jardín es muy bonito —respondió Rehana.

—El mérito no es mío. Los árboles deben de llevar ahí desde los tiempos de los británicos. No creía que me gustara vivir tan lejos de la ciudad, pero aquí se está muy tranquilo. Están construyendo muchas casas nuevas. Ésta la acaban de terminar.

Rehana percibió el olor astringente y el tono azulado de las paredes. Junto al sillón en el que se había sentado y el sofá a juego, en el que se hallaba posada Parveen, como un ave, no había más que una mesita con la superficie de latón.

—Aún estamos de mudanza —dijo Parveen, observando el barrido realizado por Rehana con la vista—. Está todo manga por hombro.

—Es precioso. Muy amplio.

Las paredes vacías resonaron con el eco de las pisadas de Abdul.

—¿Has tenido alguna noticia de Sohail?

—Sí, está bien, Masaya.

—¿Vive con alguna de tus hermanas?

—No. —Eso Rehana lo tenía ensayado—. No, está con un amigo del colegio. Ya sabes cómo son los chicos: siempre prefieren a sus amigos. Es un amigo de la escuela Shaheen. No se han visto en años, pero siempre han mantenido el contacto por carta.

—Sí, claro —convino Parveen—. Ese Sohail es un joven— cito muy popular. Siempre rodeado de gente. ¿Quién lo habría pensado, con lo callado que era de niño?

El pasado que compartían era un tema delicado, pero Rehana quería tener contenta a Parveen.

—Sí, tienes razón. Era muy callado. Pero ha cambiado: cuando descubrió los libros, de pronto no pudo dejar de hablar.

—¡He oído que incluso ha dado algunas charlas espléndidas en la universidad!

Rehana evitó picar el anzuelo. Las charlas de Sohail tenían títulos como «¿Pekín o Moscú? Socialismo en el Tercer Mundo» o «Jinnah: ¿hombre de Estado o demagogo imperialista?».

—¡Y su poesía! —exclamó Parveen.

—Sí —admitió Rehana—. Tiene talento para la recitación.

—¿Cómo era aquel ghalib que nos escribió? Nat ha Kutch tho Khuda tha... —arrancó, en un urdu tosco, y declamó una burda versión del poema.

—Excelente. Qué voz más bonita tienes.

La mirada de Parveen descendió desde la distancia y fue a posarse en Rehana.

—Gracias. La gente suele decirlo; fueron todos aquellos años en la escuela de actores.

Rehana siempre se maravillaba ante la gente que conseguía multiplicar los halagos recibidos, en vez de negarlos.

—¿Y qué hay de Maya? —preguntó Parveen.

Una vez más, Rehana recurrió a las explicaciones que había preparado.

—Maya está en Calcuta —respondió.

—¡Oh! ¿Y eso?

—Aún tengo parientes allí, la familia de mi padre. Y tenían ganas de verla.

—Pensé que la enviarías a Karachi.

—No... Bueno, estaba más cerca.

Rehana hizo una pequeña mueca para indicar que en parte se debía al dinero, y Parveen no dejó escapar la ocasión.

—Pero habérnoslo dicho...

—No quería molestar.

—Siempre estamos encantados de ayudarte.

—En realidad sí que hay algo...

—Abdul, el té. ¿Por qué tardas tanto?

Abdul entró en la sala sigilosamente y dejó la bandeja sobre la mesa de latón sin el mínimo ruido, lo que Parveen premió asintiendo con la cabeza.

—Sirve —le dijo, ofreciéndole las galletas a Rehana.

Rehana escogió una de la caja y se admiró de lo crujiente que estaba la pasta brisa.

—Ahora que tu hermano tiene una cierta... posición, nos podemos permitir estos pequeños lujos. Y bien merecidos, ¿no te parece? ¿En tiempos como los que corren?

Rehana se dio cuenta de que en aquella casa la guerra se quedaba en «tiempos como los que corren» o «momentos difíciles», como si Dios les hubiera enviado aquellos momentos sin aviso previo e inmerecidamente.

—Sí, son tiempos difíciles.

Pasos. A Rehana se le encogió el estómago cuando Faiz entró en la sala con los brazos abiertos, con una gran sonrisa de satisfacción que le iluminaba la mitad inferior del rostro. La superior quedaba oscurecida por un par de enormes gafas oscuras.

—¡Hermana! —exclamó, con aire de fiesta—. ¡Qué alegría verte!

Rehana se puso en pie para recibir su abrazo. Llevaba un rígido kurta blanco y un gorro a juego, y desprendía un leve aroma a agua de rosas y el típico olor a pies de la mezquita.

—Realmente esto es algo extraordinario —intervino Parveen, sin levantarse de su asiento—. Tú no sabes, bhabi, el tiempo que hace que tu hermano no viene a casa a almorzar. Es imposible hacerle venir, ni siquiera los viernes.

—Os lo agradezco —susurró Rehana, mientras Faiz se dejaba caer en una silla, suspirando.

—No querría perderme un almuerzo con mi bhabi. —Se quitó las gafas y señaló con ellas a Rehana—. Mabshallah, tienes un aspecto espléndido —añadió, frotándose el puente de la nariz, donde le había quedado la marca de las gafas.

Rehana, que no estaba segura de cómo responder a aquel cumplido, buscó con la mirada a Parveen, que se había puesto cómoda apoyándose en el brazo del sofá.

—¿No está estupenda? —insistió Faiz.

—Sí, por supuesto —admitió Parveen.

—¿Sabes lo que admiro de ti, bhabi? Que no pierdes la sonrisa a pesar de todas las dificultades. Siendo viuda, y no hay peor destino para una mujer, con dos chicos casi adultos...

—Por supuesto —interrumpió Parveen—, cada uno carga con sus sufrimientos. Por ejemplo, yo no tuve la suerte de tener hijos, pero no me verás quejarme.

De pronto Rehana recordó el día en que le había quitado los niños a Parveen. Parveen había llorado, gemido y se había golpeado el pecho. Se había tirado a los pies de Rehana y le había rogado que le permitiera quedárselos. «Uno —le había dicho—, por favor, deja que me quede uno. Sohail —decía—. Quiero un hijo. Quiero al chico.» Y Rehana la había dejado allí, retorciéndose sobre el suelo de mármol rosa como si intentara apagar sus ropas en llamas, y lo único que pudo pensar Rehana en aquel momento fue: «Pobre mujer, se resfriará». Y Abdul estaba allí, y le había abierto la puerta, y ella había salido por ella con un niño en cada mano, escépticos ante la expectativa de abandonar la vida cómoda.

Rehana se alisó su sari gris de organza, no del todo consciente. Faiz se peinó el bigote con el pulgar y el índice.

—Bueno —dijo por fin—, ¿cómo están mis sobrinos?

Rehana repitió ambas historias, añadiendo nuevos detalles con toda prudencia. El amigo de la escuela Shaheen, un buen chico, que estudiaba contabilidad en Karachi.

— Mabshallah! —dijo Faiz—. Gracias a Dios que el chico tiene sentido común para alejarse de los problemas. La situación no es segura para los jóvenes.

«Porque vosotros los secuestráis y los mutiláis», pensó Rehana.

—Sí, por eso insistí yo —dijo, en cambio.

Faiz levantó una mano, mostrando la palma.

—Malas influencias —dijo, y repitiendo el gesto con la otra mano añadió—: La juventud es impresionable, y así te encuentras con lo que tenemos ahora.

«¿Un genocidio?»

— Gondogol! Tiempos difíciles.

Parveen coló la mano en el bolsillo del kurta de su marido y sacó una cajita cuadrada de plata. Faiz ni se inmutó. Ella apretó un botón y abrió la pitillera. Sacó un cigarrillo y lo sostuvo entre dos de sus dedos que lucían unas uñas rojas cuidadísimas.

Rehana no pudo evitar quedarse anonadada, viendo cómo se llevaba la mano a los labios.

—¡Bueno, bhabi, no me mires con esa cara!

Faiz hizo caso omiso a Parveen y continuó con su discurso:

—La integridad de Pakistán está en juego. —Se inclinó hacia Rehana y el cálido vapor de su aliento la envolvió.

—La integridad nacional, la integridad religiosa: eso es por lo que luchamos. Nosotros somos los defensores de la libertad.

—El almuerzo, señor —le interrumpió Abdul.

—Ah, el almuerzo. Vamos, Rehana, comamos.

Mientras se dirigían al comedor, Faiz le agarró el codo a Parveen con fuerza. Rehana, que caminaba tras ellos, fingió no observar las marcas rosadas que le estaba dejando Faiz a su esposa en el brazo.

—Apágalo —le murmuró.

—No tengo nada mejor que hacer —replicó ella, más alto de lo que era necesario.

Su vientre vacío se manifestaba a gritos.

La mesa, una enorme superficie de teca de una pieza, estaba puesta para tres.

—No deberías de haberte molestado tanto —le dijo Rehana a Parveen, observando la serie de platos.

—Yo no he hecho nada; ni siquiera he pensado el menú. Es el cocinero que viene con la casa. Me está haciendo engordar. —Y se dio una palmadita en el vientre, liso como una tabla.

—Por favor, siéntate —dijo Faiz, indicándole el sitio a su izquierda.

Rehana examinó el festín. Había un curry de anguila bañado en aceite y un mi aún más aceitoso. Había pollo preparado de dos formas diferentes: mussalam y korma. Y, hacia el final de la mesa, polao, un cuenco de humeante dal, varias bhortas, ensalada y un plato de encurtidos.

—Empieza por el pescado, Rehana; es fresco, de hoy —sugirió Faiz.

Hacía meses que en el mercado no se encontraba pescado —y desde luego, menos aún anguila—. A Rehana se le hacía la boca agua.

—Estos jóvenes —dijo Faiz, después de que Abdul sirviera el arroz—, jóvenes rebeldes... ¿Por qué luchan? Es una batalla inútil. ¿Tú crees que a Mujib le importan? No hace más que engordar con la paga de los indios. ¡Pakistán no tiene por qué dividirse! ¿Tú qué dices, hermana?

El bocado de anguila que había tomado Rehana se le quedó atascado en la garganta. Pidió a Dios que la perdonara. Asintió.

—Sí —consiguió decir—, tienes razón.

— Pakistán Zindabad! —proclamó Parveen, con el velo de Grace Kelly cayéndole sobre los hombros.

Rehana vio a Faiz con los dedos cubiertos de dal y decidió jugar sus cartas.

Se aclaró la garganta. Tenía el plato lleno de comida. Apartó el arroz y el pescado a un lado, para que pareciera como si ya hubiera acabado de comer.

—Faiz, bbaiya, en realidad he venido a pedirte un favor.

—¡Por favor! —dijo Faiz, arrancándose la servilleta del cuello—. Lo mío es tuyo —dijo, como si no pudiera haber mejor razón para su visita—. Lavémonos las manos y tomemos unos dulces, y tendrás lo que desees.

Hizo un gesto en dirección a la cocina y Abdul apareció con un cuenco de latón lleno de agua y una pastilla de jabón.

Mientras se retiraban al salón, Rehana retomó el discurso:

—La cosa es que mi vecina se ha encontrado con problemas.

—¿Tu vecina? —dijo Faiz, frunciendo el ceño—. ¿Los hindúes?

—No, los Sengupta no. Ellos se han ido.

—Parveen me dijo que tenías inquilinos hindúes —dijo Faiz—. Ahora se han ido, ¿y qué se supone que tienes que hacer tú? No hay posibilidades de encontrar inquilinos con todo este jaleo. ¡Supongo que ni siquiera te pagaron el alquiler!

—Se fueron con tantas prisas...

—¡Eso es lo que siempre dicen! ¿No he dicho eso yo mil veces, Parveen, no lo he dicho? Aquí no se portan como en su país. Te dejan así, de buenas a primeras, y se vuelven a la India: nunca han formado parte de Pakistán. Por mí, como si no vuelven; que se queden en su casa. Así que necesitas dinero, ¿no?

—Es mi vecina, la señora Chowdhury.

—Oh, la famosa señora Chowdhury —dijo Parveen—. Jaanoo, ¿te acuerdas de la señora Chowdhury? —No esperó a que se acordara—. Ya sabes.

—Sí —dijo Rehana.

—¿Y cómo está nuestra querida señora Chowdhury?

Aquello no iba bien.

—La señora Chowdhury se ha portado extraordinariamente bien conmigo todos estos años —dijo Rehana.

—Sí, eso lo sabemos, ¿verdad, jaanoo?

Faiz le dio unas palmaditas a su esposa en la rodilla.

—¿Y cuál es el problema? —preguntó, ya algo aburrido.

—Es su yerno.

—¿Aquella chiquilla se ha casado? —preguntó Parveen.

—Se casó con un oficial —explicó Rehana.

Aquello despertó un leve interés en su cuñado.

—¿Un oficial? ¿Quién? ¿Le conozco?

Rehana decidió soltarlo todo.

—Estaba en el ejército de Pakistán, bhaiya, pero se unió a los rebeldes con todos los demás regimientos bengalíes. Ha estado combatiendo. Y lo han capturado. Han oído que está en Dhaka y he venido a pedirte que lo liberes.

Antes de que las palabras llegaran a asentarse, Parveen extendió un brazo protector alrededor de su marido.

—No deberías habernos pedido eso, Rehana. Eso no es algo que tu bhaiya pueda hacer por ti. Algo para ti, para los chicos, sin duda que sí, pero esto no.

—Tiene razón —dijo Faiz lacónicamente—. No deberías de habérmelo pedido.

—¿Para eso has venido hasta aquí? ¿Por eso has venido a vernos después de tanto tiempo?

Parveen resopló por la nariz.

—Yo sólo... quería ayudar.

—Esa mujer te ha estado dando malos consejos todos estos años... ¿Y aun así prefieres ponerte de su lado?

—La pobre chica, Silvi, está desesperada...

—Entonces no debía haberse casado con un rebelde bengalí, ¿no?

—Ella no sabía que iba a unirse a la resistencia antes de conocerlo. La señora Chowdhury pensaba que daba a su hija en matrimonio a un oficial del ejército.

Algo en el rostro de Faiz le dijo a Rehana que insistiera.

—Se vio arrastrado. ¿Qué podía hacer? Todo su regimiento se declaró en rebeldía. El chico en realidad es débil. Estaba en el ejército ya antes de la... —Iba a decir «masacre»—...antes de marzo, y entonces se vio arrastrado.

—¿Arrastrado?

—Ya sabes, los jóvenes no saben lo que hacen; tú mismo lo has dicho, hacen lo que les dicen los demás. No es ningún líder, el chico sólo cumple órdenes, y ahora se ha visto metido en este lío de hecho, en realidad estarías salvándolo, salvándolo de sí mismo. Después te estaría tan agradecido, y sabría que tú... quiero decir, que el ejército está aquí para poner las cosas en su sitio, para restaurar el orden, no para castigar a nadie. Estarías haciéndonos, a tu país, un gran servicio. —Las palabras salían de la boca de Rehana a raudales, sin pararse a pensar o ni siquiera a respirar. Se limitaba a leer el interés creciente en la cara de Faiz y seguía adelante—. A lo mejor aún se puede salvar al chico —dijo, por fin, sin aliento.

—¿Salvarlo?

—Tú puedes salvarlo.

Faiz consideró aquello por un momento. Parveen se re— colocó el sari alrededor del cuello e intentó adoptar un aire digno.

—¿Cómo sé yo que no volverá al mukti bahini? ¿No es más seguro mantener al muchacho vigilado?

—Eso es cierto —dijo Parveen, elevando la voz—. Escucha a mi marido, Rehana, él entiende a la gente.

—Calla, esposa, déjame pensar.

Tras la pausa correspondiente, Rehana dijo:

—Ten fe, bhaiya. Si salvas al muchacho, cambiará. Lo cambiará tu acto de generosidad. Cuando te vea abrir esas puertas, nunca más querrá unirse a esa sucia rebelión. —Las traicioneras palabras le fluyeron con una facilidad pasmosa.

Esta vez él la esperaba en el salón de Shona. Estaba sentado en el sofá, frente a la puerta, con la pierna apoyada en un cojín. Llevaba una camisa nueva.

—¿Cómo ha ido? —preguntó.

—¡Ha dicho que sí!

Él movió la pierna en dirección a ella; tenía el talón bien limpio, rosado y suave.

—Todavía podría cambiar de opinión. Podría ser una trampa.

—Le estoy diciendo que les he engañado —insistió Rehana—. ¡No se dieron ni cuenta!

—Yo no creo que sea seguro para usted.

Empezaba a recordarle a Iqbal. Ahí estaba ella, con su triunfo —sobre Faiz y Parveen, ¡qué maravilla!— y lo único que se le ocurría a él era hablar de seguridad. Rehana sintió que se le calentaban las mejillas.

—Usted dijo que unirse a la rebelión era lo más grande que había hecho nunca. Bueno, pues esto es lo más grande que yo he hecho nunca. Algo por mi hijo. ¿No puede entenderlo?

Él pareció reconsiderarlo. Pero entonces dijo:

—El riesgo es demasiado grande. ¿No le parece que hace ya suficiente? —dijo, indicando con el brazo a Shona, a los guerrilleros que había acogido, a él mismo.

—No —dijo ella, ya enfadada—. No hago lo suficiente. Quiero cumplir con mi parte. Quizá no sea sólo por mi hijo; a lo mejor es algo más. ¿Qué se cree? ¿Qué no puedo querer nada más que a mis hijos? Pues puedo. Puedo querer otras cosas.

—Pero no tanto.

Ella se quedó impresionada por su sabiduría. Veía en su interior como si fuera una balsa de agua.

—No, no tanto.

Faiz le había enviado un mensaje diciendo que llegaría a las diez. A las seis, justo después de la oración del Fajr, con el sol aún asomando por detrás de Shona, la señora Chowdhury y Silvi se presentaron en la puerta. Rehana no les preguntó por qué habían llegado tan pronto. Ellas no le preguntaron por qué estaba ya vestida. La señora Chowdhury le cogió las manos a Rehana y le sonrió, agradecida, con aquellos pálidos ojos en los que había hecho el esfuerzo de pintarse la raya de kajol.

—Vamos a desayunar —propuso Rehana.

—Sí, qué buena idea. Silvi, ayuda a tu kkala-moni en la cocina.

—¿Qué tomamos? ¿Paratba con huevo?

Rehana era capaz de echar un huevo en medio del paratba sin romperlo.

Acababan de sentarse a la mesa cuando se oyó un tímido golpecito en la puerta. Rehana fue a abrir y se encontró con la señora Rahman, vestida con un sari de algodón rosa y con unas flores de rojonigondba en las manos. Las flores olían a inocencia. El color gris en las sienes de la señora Rahman destacaba como unas alas de acero. «¡Todo este tiempo se ha estado tiñendo el pelo! ¡No lo sabía», pensó Rehana, sonriendo ante aquel descubrimiento. Le parecía que hacía mucho tiempo que no la veía.

—¿Por qué no me lo has contado? —preguntó la señora Rahman. Parecía dolida—. No sabía que estabas tan involucrada.

Rehana no sabía qué decir.

—Habría podido ayudarte.

—Las he llamado yo —intervino la señora Chowdhury, acercándose por detrás de Rehana—. ¿No vas a dejarlas pasar?

—No quiero molestarte —se excusó la señora Rahman, cambiando de posición, aún con aspecto dolido.

—No, por favor, sólo estamos desayunando.

—Oh, toma, son para ti. Son de mi jardín. No sabía qué otra cosa traer.

Mientras cerraba la puerta, Rehana vio a la señora Akram acercándose. Bajaba de un ricksbaw con otra mujer. ¿A quién más se lo habría dicho la señora Chowdhury?

—Rehana —dijo la señora Akram, dirigiéndose hacia la puerta—, la señora Chowdhury nos ha dicho que vas a rescatar a Sabeer. Ésta es la señora Imam. Su marido también ha sido apresado.

Rehana enseñó a Silvi a echar los paratba al aceite hirviendo, a esperar a que estuvieran casi crujientes y a echar luego el huevo en el centro. La señora Imam llevaba los paratba en tandas desde la cocina. Las invitadas se sentaron en círculo, en la salita, y hablaron muy poco. Después de servir el té, Rehana se dio cuenta de que esperaban que dijera algo. Alguna consigna valiente y desafiante, algo para contrarrestar las imágenes de terror alojadas en sus corazones: las muertes de extraños, el traqueteo de los tanques por la ciudad, el ruido sordo y pesado del cuerpo de algún amante o algún hijo al caer al suelo...

—Sólo espero que, si mi hijo algún día está en peligro, alguien, quizá una de vosotras, acuda en su rescate.

Una vez acabados los paratha con huevo, Rehana pasó una bandeja de nueces de betel. Se hizo el silencio, apenas roto por algún murmullo. Era un buen momento para despedirse.

—Creo que es hora de que me vaya —dijo, sin dirigirse a nadie en particular.

La señora Chowdhury, adormilada y con los labios rojos por el betel, estaba repantingada en el sofá. Los platos manchados de huevo y los vasos vacíos habían quedado dispersos por el salón.

Rehana estaba a punto de despedirse de todas cuando se oyó el ruido de un coche en la distancia y luego la bocina.

La señora Chowdhury se activó de pronto.

—¡Ya está aquí! —gritó—. Date prisa, tu hermano está aquí. Debes irte. Prepárate y espérale junto a la puerta, para que no tenga que esperar.

Las mujeres se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Rehana esperó a que todas se despidieran de ella, pero ellas se limitaron a salir y se la quedaron mirando.

—Por favor —dijo ella, con una amabilidad artificial—, no me esperéis.

—Tú no te preocupes —dijo la señora Chowdhury—. Nos quedaremos aquí hasta que te vayas.

Las otras asintieron en señal de acuerdo.

—Esperaremos —corroboró la señora Rahman—. Es lo menos que podemos hacer.

—Pero yo... Por favor, no os molestéis.

—Nos quedamos —dijo la señora Chowdhury, con aire de magnanimidad—. ¡No discutas, niña!

—Muy bien; sólo... sólo tengo que cambiarme de zapatos.

—¡Venga, venga! ¡Date prisa!

Rehana vaciló.

—Sólo tardaré un minuto.

Una vez en el dormitorio se quedó mirando los zapatos y por fin se decantó por un par marrón con el tacón bajo y cuadrado. Llevaba un sari de algodón azul marino y, en el último minuto, se puso unos pendientes jhumka de oro.

—Muy bien —anunció—, ya estoy lista.

—Ve entonces; no querrás llegar tarde —dijo la señora Chowdhury, apoyándole su pesada mano sobre la muñeca.

Rehana se dirigió hacia la puerta del jardín, con la pequeña comitiva tras ella. Silvi le cogió el brazo y le susurró suavemente al oído:

La te huzuhu sinetun wala nawmun,

Lahu ma fissemawati w ama fil’ardi.

(El sopor nunca podrá hacer mella en Él,

Pues todas las cosas del cielo y de la tierra son Suyas.)

Estaban en la puerta.

—He... He olvidado algo.

Rehana volvió atrás ante sus atónitas miradas. Oyó a la señora Chowdhury que decía «Pobrecilla, debe de estar nerviosa» y le pareció que la señora Akram preguntaba: «¿Habrá cambiado de opinión?». Luego se encontraba ya demasiado lejos como para oír la respuesta. Atravesó el jardín y el salón, abrió la pequeña puerta de atrás, abriéndose paso entre las sábanas tendidas como banderas de rendición. Buscó torpemente entre sus llaves, maldiciéndose por su lentitud, y por fin consiguió abrir la puerta de atrás de Shona.

El mayor estaba esperando, vestido con el uniforme con el que había llegado; había vuelto a coser los pantalones con un hilo de color verde botella. Se puso en pie y fijó la mirada en ella como si Rehana llevara allí un rato.

Ella no le había visto de pie casi nunca. Siempre lo miraba desde lo alto. Conocía su cabeza, su espeso cabello, la irregular raya del pelo. Y conocía su cara; por lo menos, hasta donde se había atrevido a conocerla.

No obstante, desde el día en que se encontraron por primera vez, cuando él le había estrechado la mano entre la suya, tan grande, Rehana no se encontraba ante aquella presencia imponente.

El brillo gris de sus ojos.

El horizonte de su pecho.

Si estuviera sentado, ella podría seguir fingiendo que era su paciente, que estaba a su cargo. Pero de pie era todo un extraño.

—No mire a nadie a la cara —dijo el extraño.

Ella asintió, con la mirada fija en la tensa tela de su camisa.

—De hecho —dijo él, alzando la voz, dejando algo de espacio entre ellos—, mejor no hable.

—De acuerdo —respondió Rehana.

—El médico ha enviado un mensaje —explicó el mayor.

—¿Qué?

—Estoy curado. La pierna ha sanado. Es hora de que me vaya.

Rehana sintió que le bullía la sangre. Hizo un esfuerzo por controlarse.

—Entonces... adiós.

Él negó con la cabeza.

—Esperaré a que vuelva.

Ella hizo acopio de fuerzas y se encogió de hombros.

—Si no vuelve en tres horas, iré a por usted.

—Llego tarde —se excusó ella—. Me están esperando.

— Kboda Hafez.

— Kboda Hafez.

Fiamanullab. Buena suerte.

Esta vez Quasem no salió del coche. Ni Faiz tampoco. El Mercedes negro engulló a Rehana.

—Buenos días —dijo Faiz solemnemente.

Llevaba un traje de color gris antracita con un brillante pañuelo encajado en el bolsillo del pecho. El traje desprendía un aroma cítrico. El negro cabello engominado, más claro por las sienes, revelaba el paso de un fino peine.

«No mires a nadie a la cara.» Rehana evitó encontrarse con su mirada y fijó los ojos sobre el cogote de Quasem, cuadrado y untado de aceite de coco.

Faiz permaneció en silencio. Llevaba sus gafas oscuras y se sentó junto a la ventanilla, con un periódico en las manos. Rehana se sintió aliviada; no se sentía con ánimo para hablar. Se concentró en lo que se encontraría en la comisaría. La señora Imam le había dicho que no le habían devuelto el cuerpo de su marido. Intentó mantener los pensamientos a raya.

«Vendré a buscarte.»

Pasaron los minutos y la ciudad pasaba ante sus ojos, bañada por la lluvia de la mañana. Faiz estaba tan quieto que Rehana se olvidó incluso de su presencia. Intentó distraerse pensando en viejas melodías de cine que solía cantar con su padre. No recordó ninguna. Por algún motivo le vinieron a la mente God Save the King y Send him victorious!

Faiz seguía leyendo el periódico. Debía de leer muy despacio, porque no pasaba la página.

Hap-py and glo-rious!

En el semáforo de Tongi, Faiz se giró hacia Rehana:

—Me has mentido —le dijo, con un fino temblor en la voz. Rehana vio que fruncía el ceño tras las gafas.

Aquello podía significar muchas cosas.

—Me has mentido. Eres una mentirosa.

—Tiene que haber habido algún malentendido.

—Eres una mentirosa y una traidora.

Rehana se giró para mirarlo a la cara. Sabía algo. Repasó la lista de posibilidades mentalmente. Valoró cuál sería la peor (que supiera lo de Shona) y cuál la mejor (ninguna, ninguna sería la mejor).

—Eres una traidora y tus hijos son unos traidores. ¿Qué tienes que decir al respecto? ¿Lo niegas?

Rehana no lo negó.

—¡Vienes hasta mi casa...

Lo de «lo mío es tuyo» ya había pasado a la historia.

—...me sigues la corriente cuando te hablo de Pakistán y por detrás clavas un puñal en la espalda a tu país!

En las comisuras de los labios se le habían formado dos puntos blancos de saliva.

—No sé de qué me estás hablando —se defendió Rehana.

—¿Vas a negármelo? ¿A la cara?

—Lo que quiero decir es que debe de haber habido algún tipo de malentendido —insistió.

—¿Malentendido? —Él sacudió la cabeza, agitando el periódico con el puño apretado—. Leo el periódico esta mañana, leo esta basura traicionera sobre lo valientes y estupendos que son los muktis, y sobre lo corrupto que es el ejército de Pakistán, y un titular me llama la atención. ¿Y qué veo? ¿Qué? A mi sobrina, esa hija tuya: ¡Es ella! Sheherezade Haque Maya, ese ridículo nombre que le puso mi hermano, un nombre de cuentacuentos, tal como dijisteis. Y efectivamente se ha inventado un cuento: mentiras, llenas de más mentiras...

La mano que aferraba el periódico no dejaba de temblarle.

Rehana apretó la espalda contra el respaldo y se contuvo para no cerrar los ojos.

—¡Mentirosa!

Faiz lanzó el periódico, que cayó a los pies de Rehana.

Ella interpretó que él quería tirarlo, pero al ver que ella no lo recogía, Faiz insistió:

—¡Lee!

Rehana recogió el periódico y leyó: «Crónicas de una joven en tiempos de guerra. Por Sheherezade Haque Maya». Sintió el impulso de decir: «No es ella», pero una sonrisa descontrolada tomó forma en sus labios. Se tapó la boca con el dorso de la mano.

—No tenía que haberte mentido —admitió.

—No empezaré a hacer recuento de las cosas que no tenías que haber hecho. Tendrías que haber controlado a tu hija.

—No es culpa suya.

—¿Y cómo explicas esto? ¿Dejaste que Maya se uniera a la resistencia? Por lo menos tu hijo ha tenido más sentido común.

Así que no sabía nada de Sohail.

—¿Qué les has hecho a los hijos de mi hermano? Nunca debimos dejar que te los llevaras. Los has echado a perder —dijo, inclinándose hacia ella, y ella vio su propio reflejo, su frente deformada en los cristales de las gafas de sol.

Rehana se sintió culpable al oír el nombre de Iqbal; se dio cuenta de que hacía tiempo que no pensaba en él. Mucho tiempo. «Ha habido tantas cosas, y tan raras», se dijo. Y entonces se preguntó si no habría nada más. ¿Estaría allí en aquel momento si Iqbal estuviera vivo? ¿Estaría allí, pidiéndole a Faiz que liberara a Sabeer? ¿Le permitiría desear algo peligroso? ¿O habría aprendido a desear lo que deseaba su marido?

Le alivió pensar que no hacía falta saberlo. No tendría que saber si Iqbal habría tenido la fortaleza necesaria para quedarse en Dhaka, o si los chicos habrían heredado su pequeño mundo de angustias. La cabeza le empezó a girar, pensando en todas las cosas que podrían haber sido diferentes. Ahora recordaba la nube de temores, la órbita de sus preocupaciones, el hombre ansioso, temeroso y asustado que había hecho todo lo posible por no tentar a la suerte, por vivir sin riesgos, evitando el peligro. ¿Alguna vez se había preguntado cómo habría sido la vida sin él? ¿Se había alegrado alguna vez, aunque sólo fuera un poco, de que él estuviera muerto? ¿A pesar de aquella pena desgarradora, no se habría sentido también liberada?

Quería fingir que no era cierto, pero lo era.

—Ya ves lo que has hecho —le decía Faiz.

¿Qué sería lo que impulsaba a Faiz a creer en lo contrario de aquello en lo que creía ella? ¿Cómo podía estar del otro lado de su mundo de blanco o negro? No podría imaginarse a sí misma creyendo en ninguna otra cosa; para ella era algo tan claro como creer en Dios.

No era un mal hombre.

Era hora de decirle la verdad.

—La envié yo. A Calcuta, a que se uniera a los muktis.

Los puntos de espuma en las comisuras de la boca crecieron.

—¿Cómo que la enviaste tú? —resopló, indignado—. Cuéntamelo todo. Ahora mismo.

Quasem tenía los hombros encogidos hacia las orejas, como si no quisiera oír.

Rehana observó que a Faiz le temblaba la barbilla de rabia. Era hora de decirle la verdad.

—Siento haberte mentido. No debería haberlo hecho...

—Deberías estar avergonzada.

—Pero no lo estoy. —Rehana tragó saliva un par de veces para calmarse—. Maya tenía una amiga que fue capturada por el ejército en marzo. Se llamaba Sharmeen.

—¿Qué tiene eso que ver?

—Escúchame. Se llamaba Sharmeen. Se la llevaron y la encerraron en el acantonamiento, a apenas un kilómetro de tu casa. Y la chica fue torturada hasta la muerte. Le hicieron cosas... incalificables. Tenía la misma edad que Maya. ¿Cómo explicas eso?

—No tengo que explicarte esas cosas a ti.

—¿Cómo? ¿Tú crees que yo puedo mirar a mi hija a los ojos y decirle que estuvo bien?

—¿Así que la enviaste con los muktis?

—Yo no debería estar avergonzada. Tú deberías estar avergonzado.

—Tú no sabes nada. —Faiz apartó la mirada. Rehana vio aquella barbilla cuadrada, que le distinguía como hermano mayor, dándole un aire de seguridad—. Eso es una tontería —añadió—. La chica fue una víctima de guerra. Cuando crees en algo, hay que aceptar ciertos sacrificios.

—¿De niños?

—Siempre hay bajas.

—Pensé que cabía la posibilidad de que no supieras lo que está haciendo el ejército. Pero ahora te lo digo yo. Puedes lavarte las manos. Por supuesto no querrás cargar con esto en tu conciencia.

Con el dedo índice, Faiz se aflojó el nudo de la corbata. A Rehana le pareció detectar la sombra de una duda.

El coche se detuvo.

—Señor —anunció Quasem—, Mirpur Thana.

Faiz parecía estar considerando algo. Hizo una pausa mientras Rehana recogía su bolso.

—Venga, ve —dijo entonces.

—¿Adonde?

—La comisaría de policía está ahí —señaló hacia un edificio bajo, al otro lado de un campo.

—¿No vas a venir conmigo?

—No soy un hombre cruel, bhabi, recuérdalo. Ahora ve y rescata a ese hombre tú misma. No puedo arriesgarme a tener nada que ver contigo. Si no hubiera dado ya la orden de libertad, te mandaría a casa ahora mismo. —Hundió la mano en el interior de la chaqueta y sacó un sobre—. Enséñales esto.

—Pero yo... ¿Quieres que entre ahí sola?

—Esto ya no es asunto mío —declaró, dándole la espalda.

Rehana se encontró frente a un cogote de pelo negro que empezaba a clarear. Se giró para bajar del coche. De pronto todas las consecuencias posibles de su confesión cayeron sobre ella como un mazo.

—¿Vas a contárselo a alguien? ¿Lo de Maya?

—Deberías haber pensado en eso cuando dejaste que imprimiera esa basura —dijo él bruscamente, sin mirarla.

No le había respondido a la pregunta. Ahora que lo sabía, podía hacer cualquier cosa. Sería fácil descubrir que Sohail no estaba en Karachi. Y sólo tenía que presentarse en Shona en pleno día para descubrir al mayor.

—No olvides que es tu sobrina. Sangre de tu sangre —dijo Rehana.

Deseaba que se girara, para poder leer algo en su rostro. Pero él daba por zanjada la cuestión.

Bajó del coche a trompicones. La puerta se cerró con un portazo. Quasem esbozó una breve sonrisa de disculpa y el coche salió de allí, dejando una estela de polvo asfixiante tras de sí.

Rehana agarró fuerte el sobre con una mano y se alisó el sari. Se planteó la posibilidad de parar un ricksbaw y volver a casa. La señora Chowdhury lo entendería. Miró a la carretera, en dirección a Dhanmondi, pero no podía quitarse de la cabeza la imagen del rostro suplicante de Sohail. Así que atravesó el campo yermo, deteniéndose de vez en cuando para ajustarse las tiras de los zapatos.

Sobre su cabeza, el cielo se iba tapando y el aire soplaba en caprichosos remolinos. Faltaba una hora, quizá dos, para el chaparrón de mediodía. A medida que se acercaba a la entrada del thana, Rehana cayó en que había olvidado ensayar lo que iba a decir. Hizo una pausa frente a la puerta, que tenía un tirador de metal oxidado y sin brillo debido al repetido contacto con las manos. Los zapatos se le habían quedado empapados al cruzar el campo. Mientras abría el bolso en busca del fajo de billetes que le había dado la señora Chowdhury, levantó primero uno y luego el otro pie, sacudiéndose la humedad. La visión del fajo, perfectamente enrollado con una goma, le dio tranquilidad. Respiró hondo y se preparó para entrar. Estaba a punto de agarrar el tirador cuando la puerta se abrió de pronto y apareció un hombre alto y con uniforme militar. Le echó una mirada, con aire de sorpresa, y se apartó para dejarla pasar con un breve «por favor» en urdu.

Rehana atravesó un oscuro pasillo y llegó a una gran sala sin ventanas. En un extremo de la sala había un hombre calvo sentado tras una mesa con la superficie de cristal. Frente al escritorio había sillas de metal dispuestas en filas y ocupadas por personas angustiadas que mantenían silencio. Rehana se sintió observada mientras se acercaba a la mesa. Aparte del murmullo del ventilador de techo sólo se oía algún crujido ocasional procedente de la silla del hombre calvo cuando éste se movía y cambiaba el punto de apoyo. Cuando la tuvo cerca, levantó los ojos, protegidos por un par de espesas cejas.

—Necesito hablar con alguien —dijo Rehana.

La voz le salió más fuerte de lo que pretendía.

—Coja su impreso y espere ahí —respondió el hombre con aire ausente, señalando con la barbilla.

—¿Impreso?

—El Impreso de Visitas a Reclusos; ahí los tiene.

Le entregó una hoja de papel arrugada por la humedad.

—Yo... no he venido a visitar a nadie.

Él levantó la cabeza de golpe.

—¿Entonces qué? —espetó. El jugo del betel le había manchado los labios de un naranja intenso.

—He venido... a liberar a un prisionero.

— ¿Ha venido —se mofó, con una risa bañada en saliva naranja— a liberar a un prisionero? —Unos puntitos minúsculos de líquido naranja salpicaron el Impreso de Visitas a Reclusos—. ¿Quién es usted, un comisario de policía? Usted no libera prisioneros; nosotros liberamos prisioneros. ¿Entendido?

Llevaba un uniforme azul de policía ajustado a las axilas y al cuello. Sobre el respaldo de su butaca, donde debía de apoyar la cabeza, había una toalla de rayas blancas y rosa. El hombre se acercó a la toalla y se secó la saliva de la boca.

Rehana le entregó el sobre que le había dado Faiz.

—Traigo una orden de liberación —dijo.

—Déjeme ver eso —dijo él, arrancándoselo de la mano-Sabb-eer Mus-tafa —leyó. Se giró hacia un enorme cuaderno y empezó a pasar páginas. Rehana se inclinó, acercándose todo lo que se atrevía. El cuaderno olía a sudor. El policía pasó un dedo por una lista de nombres impresos.

—No está aquí.

—¿Qué? ¿Está seguro?

El hombre giró el registro con un gesto impaciente y se lo puso delante.

—¿Usted ve su nombre? —dijo, y acto seguido lo cerró de un manotazo.

—Por favor —dijo Rehana—, vuelva a comprobarlo.

El cuaderno seguía cerrado.

—Le he dicho que no está aquí. Está perdiendo el tiempo.

Rehana sacó el fajo de billetes que le había dado la señora Chowdhury para aquellos casos. Lo abrió lentamente, asegurándose de que el hombre pudiera ver los billetes. Separó cincuenta rupias.

—Vuelva a mirar —insistió, procurando mantener la compostura.

Él agarró el dinero con los cinco dedos, se lo introdujo en un bolsillo entreabierto del pecho y volvió a abrir el cuaderno. Tras una breve pausa, dijo:

—Sí, Mustafá. Liberado... no, trasladado —dijo, arqueando una ceja—. Al Muslim Bazaar.

—¿Muslim Bazaar? ¿Otro thana?

Él sonrió, dejando a la vista una serie de dientes con manchas verticales.

—No, no es un thana.

—¿Qué es? ¿Cómo lo encontraré?

—No puedo ayudarle más.

Sacudió la cabeza y le indicó que se fuera con la mano. Pero Rehana no se movió. Sentía la fila de sillas tras ella. El hombre abrió un cajón y sacó lo que parecía un pañuelo plegado. Lo abrió, dejando al descubierto un montoncito de hojas en forma de corazón. Cogió una y la colocó con mimo sobre la superficie de cristal. Rehana vio cómo desenroscaba la tapa de una cajita de metal. Arrancó el tallo de la hoja de betel y lo sumergió en la cajita, sacándolo después cargado de un goterón de pasta blanca, que extendió por la hoja. Luego le añadió un pellizco de nuez de betel molida y un pellizco de tabaco de mascar, y acabó el trabajo plegando la hoja en triángulo y metiéndosela en la boca.

Rehana le dejó mascar el paan hasta convertirlo en un bulto que le hinchaba la mejilla. Luego volvió a echar mano de su bolso.

—A lo mejor podría llamar por teléfono al Muslim Ba— zaar y preguntar.

Detrás de Rehana se abrió una puerta. El hombre tragó a toda prisa su paan y apoyó los dedos sobre la mesa. Se aclaró la garganta.

—Como le decía, el prisionero no está aquí.

—¿Kuddus? —dijo una voz. Rehana se giró y vio el hombre con el que se había cruzado al entrar—. ¡Eh, Kuddus! —dijo el hombre, en un tosco bengalí—, cha do.

Kuddus desapareció unos minutos, volvió y se colocó en su silla.

—Al jefe le gusta el té chino —dijo, algo azorado.

Se frotó las manos en los pantalones.

Rehana ya tenía otras cincuenta rupias preparadas.

—¿Puede pedirle a alguien que lo traigan aquí? —dijo, apretando el billete contra el cristal.

El té chino les había convertido en aliados.

—Veré qué puedo hacer —respondió él. Cogió el pesado teléfono negro y giró el disco—. ¿Oiga? Inspector Kuddus. Mirpur Thana, Tengo aquí a una mujer. Dice que tiene una orden de libertad. Sabeer Mustafá. Ha estado aquí; se lo llevaron allí. ¿Que espere? Muy bien. ¿Quién es? Ah, sí, perdón, señor. Señor, la mujer pregunta... Sí, sí, claro. Se lo diré. Ji. Khoda Hafez, señor. Ji, Pakistán Zindabad.

Se giró lentamente hacia Rehana.

—Tendrá que ir usted misma —dijo, casi excusándose—. Tienen que ver el documento. Mandaré aviso. Estarán esperándola. Puede tomar un rickshaw; dígale al conductor Muslim Bazaar, la estación de bombeo. Todos la conocen.

—Gracias —dijo Rehana.

—No hay problema. Mucha suerte. —Kuddus la miró y asintió. Luego señaló por encima del hombro de Rehana y cambió de expresión—. ¿Sen? —dijo—. ¿Los señores Sen?

Una pareja de ancianos se acercó a la mesa, con las cabezas próximas entre sí. La mujer llevaba una fiambrera. Rehana oyó algo líquido que se movía en el interior del recipiente y se imaginó al hijo de aquella mujer, hundiendo las manos, agradecido, en el dal que le había preparado su madre.

—Ya pueden entrar —les anunció Kuddus, poniéndose en pie y desenganchándose un manojo de llaves del cinturón—. Vengan conmigo.

Se fueron juntos, y Rehana oyó el ruido metálico de la reja que se cerraba tras ellos.

En el exterior llovía. Un grueso manto de agua caía del cielo a plomo, endurecido aún más por un viento que aullaba y formaba remolinos. El chapoteo de sus pies acompañó a Rehana mientras volvía a atravesar el campo hasta la carretera. Una línea irregular de puestos de té le daba la bienvenida desde el arcén y a su alrededor se congregaban los ricksbaws. Rehana intentó cubrirse la cabeza lo mejor que pudo con el acbol, pero no sirvió de nada; el viento le atacaba por todos lados, arrancándole el achol de la mano y arrastrándolo junto al sari.

Se refugió bajo el fino toldo del puesto más cercano, donde vio a un grupo de hombres sentados, con las piernas cruzadas, sobre un escalón. Una luz roja procedente de la temblorosa lámpara de queroseno iluminaba sus rostros de rojo.

—¿Muslim Bazaar? Keo jabef ¿Alguien? —preguntó.

El puesto olía a galletas y a gasolina.

Ellos se dijeron algo que Rehana no oyó con el tamborileo de la lluvia sobre el techo de zinc. Uno de ellos, el más joven y más pequeño, descruzó las piernas y se puso en pie.

—Bokul la llevará —dijo un hombre desde atrás, señalando al chico con la punta de su biri encendido. Bokul se recogió el lungi entre las piernas. Era como si estuviera en ropa interior, pero a Rehana ya nada la impresionaba; tenía el sari pegado al cuerpo, y no se atrevió a mirar hacia abajo para comprobar las transparencias. Por lo menos los conductores de rickshaw tenían la decencia de fijar la vista en la lámpara de queroseno en lugar de mirarla directamente.

—Espere aquí —dijo el chico, entrando en la tienda como una bala. Rehana le vio forcejear con la capota de un rickshaw; una vez fijada, sacó un plástico de debajo del asiento—. Ashen! ¡Venga, rápido!

Rehana se agarró al borde festoneado de la capota mientras Bokul se ponía a pedalear mecánicamente bajo la lluvia. Se detuvo sólo una vez, para sacar la rueda delantera de una zanja inundada. Rehana no veía nada, lo único que percibía era la intensa lluvia que no cesaba, el sari que se le pegaba al cuerpo y las violentas ráfagas de viento que le hacían temblar y anhelar desesperadamente el momento en que pudiera cambiarse de ropa. No prestó atención a los nombres de las calles, y dejó de buscar con la mirada puntos de referencia familiares. Los árboles brillaban bajo la lluvia.

Bokul se detuvo frente a un edificio cuadrado de hormigón. El edificio tenía un alto techo triangular hecho de hojas de zinc ondulado. Un cartel descolorido pintado sobre el zinc decía india gymnasium. Mientras bajaba a duras penas del rickshaw, Rehana le dio a Bokul veinte rupias.

—Te daré otras veinte cuando salga. Tú espérame aquí —dijo, gritando para hacerse oír entre el estruendo de la lluvia—. Espérame, por mucho que tarde. Una hora, dos horas... Lo que sea. Tú espérame. ¿Me oyes?

Ji, apa! —respondió Bokul, asintiendo.

Tras tres horas de espera, Rehana empezó a preocuparse por la comida. No tenía ni idea de qué hora era. Tenía hambre; la hora del almuerzo debía de haber pasado. Se reprochó no haber metido alguna galleta en el bolso. No debía desmayarse en público. Con aquella lluvia era difícil determinar qué hora sería; el sol estaba oculto tras la masa gris de nubes bajas que cubrían el horizonte. A través de una estrecha ventana con barrotes próxima al techo, Rehana observó que aún seguía diluviando. Para cuando se le secó el sari, le picaban ya los ojos, y sentía un dolor sordo en las articulaciones. Dobló las piernas y pensó en cerrar los ojos sólo un momento, hasta que se le pasara el picor.

Cuando el guarda sacó por fin a Sabeer, Rehana pensó que debía de estar soñando. Se puso en pie de un salto, haciendo caso omiso al dolor de los brazos, sobre los que tenía apoyada la cabeza. El thana era un confuso recuerdo. No estaba segura de cuánto tiempo llevaba dormida. Había dejado de llover. La luz del fluorescente emitía un zumbido continuo; olía a noche.

Algo negro cubría la cabeza de Sabeer. Una máscara... no, una capucha. Le cubría todo el rostro. Se le veía la nariz, la barbilla angulosa. Sacudía la cabeza adelante y atrás, respirando dificultosamente a través de los orificios del tejido.

Iba descalzo. Con las plantas de los pies iba dejando un rastro en el sucio suelo.

Rehana miró al hombre que había traído a Sabeer y vio una cuidada barba negra. Echó la mirada hacia arriba. Era muy alto. ¿Lo había visto antes? Volvió a mirarlo. «No lo mires.» Por un momento el hombre sonrió. «No te dejes llevar por el pánico.» Se agarró las manos para evitar temblar.

—Puede llevárselo —dijo el hombre—. Firme aquí —añadió, dándole un impreso y una pluma.

Rehana no leyó el impreso.

—¿No puede quitarle... la capucha, por favor? —dijo, mientras garabateaba el impreso—. ¿Y desatarle?

—Por supuesto —dijo el hombre educadamente.

Desató los nudos de las muñecas de Sabeer. La manga de la camisa de Sabeer cayó y le cubrió la mano. El hombre levantó la capucha con una floritura.

Rehana se quedó mirando a Sabeer a la cara para asegurarse de que fuera él. Lo era. Reconoció la protuberancia de su nuez, el grosor de su cuello. Tenía los labios llagados; se le había formado una costra blanca alrededor, como un anillo de coral.

—Esta mujer ha traído una orden de libertad —le comunicó el guardia—. Puedes irte.

Sabeer se quedó mirando a Rehana con unos ojos sin expresión.

—Soy Rehana... la señora Haque.

La lluvia había dejado las hojas de los árboles brillantes y el aire olía a óxido. Rehana y Sabeer no intercambiaron más palabras, y ella sólo oía su respiración, las nubes invisibles sobre sus cabezas, las estrellas que empezaban a tintinear, el delta que bullía bajo sus pies.

—¡Bokul! —llamó Rehana—. ¡Bokul!

La calle estaba completamente vacía. No había rastro del chico del rickshaw. No recordaba dónde estaba la calle principal. Allí no había tiendas, sólo un tramo de calle vacío flanqueado por cables telefónicos chorreando agua.

—Sabeer, beta, ¿puedes caminar un poco?

Sabeer estaba de cuclillas, al borde de la calle, como un perro vagabundo, con los brazos colgando a los lados.

—Tenemos que caminar —dijo ella, algo más fuerte.

Él tenía la cabeza entre las rodillas.

—¿Sabeer?

Rehana oyó un sonido, como una sirena procedente de su cabeza gacha.

—¿Sabeer? —repitió.

No hubo respuesta. Le tiró del hombro. El gemido creció de intensidad; era agudo, inhumano; un grito que no podía proceder de una boca.

No estaba segura de qué hacer. Él parecía tan pequeño e insignificante, plegado sobre sí mismo, como si la tierra fuera a engullirlo; y a nadie le importaría que desapareciera, porque no era más que un gemido, una partícula insignificante. Ella se agachó a su lado, preguntándose si la oiría, si sabría siquiera quién era. De pronto sintió una necesidad repentina e histérica de dejarlo allí y salir corriendo.

En la distancia oyó el gañido del toque de queda.

—Tenemos que irnos, Sabeer, por favor, inténtalo —le rogó. Pero él no se movió. Rehana vio la suciedad del cuello de su camisa, y su cuello, gris y fatigado. A lo mejor estaba dormido.

—Muy bien, tú espera aquí —dijo, por fin—. Encontraré algo. —Siguió hablándole como si él fuera a responder. Le hacía sentirse menos sola—. Tú quédate ahí. No te muevas. ¿Me oyes? No te muevas. Vuelvo enseguida.

Rehana se puso en pie y empezó a avanzar con dificultad. Se alejó del gimnasio, aferrando el bolso, buscando a tientas el fajo de billetes de la señora Chowdhury. «Se lo tiraré a la primera persona que vea y le rogaré que me lleve a casa. O a cualquier sitio, lejos de aquí.»

Giró por una esquina y siguió caminando hasta perder el gimnasio de vista. Estaba oscureciendo; sin farolas ni la luz de la luna muy pronto resultaría imposible ver la calle que pisaba. «Tendría que dar media vuelta —pensó—. Quedarme con Sabeer; por lo menos lo tendría a él.» Estaba a punto de dar media vuelta cuando topó con algo.

—¿Quién está ahí? —gritó a la oscuridad.

Extendió la mano hacia delante y se encontró con el borde de un chasis de rickshaw que se desplegaba frente a ella como una caja torácica.

Apa, soy yo —susurró una voz. Era Bokul.

—¡Bokul! Gracias a Dios. —Rehana habría querido soltar una risa, pero en vez de eso le espetó—: ¡Por el amor de Dios! ¿Dónde te has metido? ¡Te dije que esperaras! ¡Llevo horas caminando!

—No me dejaban esperar ahí. Salió un hombre del edificio con un palo —explicó. Ella ya distinguía su rostro—. He estado aquí, esperando.

Rehana se subió al asiento.

—Tenemos que volver.

Sabeer no estaba donde lo había dejado.

—Falta media hora para el toque de queda, apa —dijo Bokul.

Rehana escrutó la zona en busca de Sabeer. Estaba demasiado oscuro para ver nada.

—¡Sabeer! ¡Sabeer! —gritó.

Luego oyó unos golpes procedentes del gimnasio. Unas manos abiertas que golpeaban la puerta.

Rehana corrió hacia el gimnasio. Apenas distinguía su silueta; intentó cogerle de las manos.

—¡Sabeer, tranquilo! Tengo un rickshaw. Nos vamos a casa.

Le agarró la mano y tiró de él hacia el rickshaw. De pronto él soltó un grito.

—¡No, por favor! —suplicó.

Rehana siguió tirando al tiempo que intentaba calmarlo, acariciándole la suave piel de sus dedos.

Beta, cholo, vámonos. Te llevaré a casa.

Pero Sabeer seguía gimiendo y retorciéndose para intentar soltarse. La manga de la camisa se le subió y Rehana vio que la mano que estaba agarrando tenía las puntas de los dedos oscuras. Alguien le había pintado los dedos. Sabeer gruñía como un animal.

—¡No, por favor, yo no lo hice! —gritaba, con una voz gruesa y pegajosa. Por fin Rehana lo soltó y él cayó de rodillas y empezó a sollozar—. No, no, no —murmuraba, agarrándose las manos contra el pecho—, por favor...

Rehana se agachó y miró más de cerca. Tenía las uñas suaves y blandas. Se acercó aún más. No eran uñas, sino las puntas de los dedos, rojas. No había uñas. Nada de uñas; sólo estaban los dedos, con las puntas rojas.

—Oh, Dios —suspiró Rehana.

Ahora le daba miedo tocarlo; no sabía qué más podía esconder bajo la ropa.

Apa, yo puedo llevarlo al rickshaw —dijo Bokul, que había aparecido tras ella. Se agachó frente a Sabeer y le pasó un brazo tras la cabeza. Metió el otro bajo sus rodillas y lo levantó con un gruñido. Era más fuerte de lo que parecía. Sabeer dejó caer la cabeza hacia atrás. Bokul avanzó a trompicones hasta el ricksbaw—. ¿Puede enderezarlo?

Rehana se subió por el otro lado y tiró del cuello de la camisa de Sabeer.

—Siéntate bien, hijo, intenta sentarte bien —dijo, sintiendo las lágrimas que le caían por las mejillas. Sabeer se enderezó un poco y, agarrándole de los hombros con ambos brazos, Rehana consiguió mantenerlo erguido—. ¡Venga, corre! —le dijo a Bokul.

—¿Dónde vive?

—Dhanmondi. Calle 5.

Sólo podía pensar: «Tengo que verle, sólo una vez, sólo mirarle un momento. La capucha negra desaparecerá, Sabeer no morirá, Sabeer es un pájaro con los dedos rojos, oh, Dios, sólo una vez más, aunque no diga una palabra, ni una palabra, no tendré que decírselo, ya lo sabrá, lo sabrá antes de que dé un paso más allá de la puerta, lo sabrá antes de que yo abra la boca para decírselo. No le contaré lo de la capucha, no se lo diré, no esperaré que aún esté allí. Imaginaré que ya se ha ido; me iré a casa y estiraré la esterilla para la oración. Le pediré a Dios que lo haga. Dios lo hará. Después de esto, no le pediré nada más. Llévate a ese hombre. Llévatelo».

«Sabeer es un pájaro, un pájaro con las puntas de las alas rojas.»

Él no estaba. Shona estaba vacía. Cuando su hermana Marzia había tenido la malaria, la madre de Rehana se había sentado junto a la cama y había dicho: «Por favor, Dios, quítale la enfermedad y pásamela a mí. A mi hija no, pásamela a mí». Ahora Rehana echaba de menos a alguien que la cuidara de aquel mismo modo. «Quítame todo esto. Quítame las llagas de sus labios. Quítame la mirada vidriosa de esos ojos muertos. Quítame esa respiración fatigada. Por favor, oh Dios, quítame las heridas de sus manos. Quítale esas alas de puntas rojas. No las quiero. Quítame este alivio. Quítame el alivio de saber que no es Sohail. Quítame esos deseos, quítame esos deseos. Quítame ese vuelco al corazón cuando he visto que él ya se había ido.»

Se estiró sobre la almohada y se empapó del olor a él.

«Dios —se dijo, con el rostro cubierto de lágrimas—, quítame el deseo.»

La habitación le daba vueltas. Los padres de la señora Sengupta la observaban desde la pared. Cerró los ojos y soñó con que un hombre le masajeaba el hombro con una mano dura y áspera. La mano se desplazó hasta su cuello, presionándole los tendones, apretando casi hasta ahogarla; y entonces la mano volvió al hombro y siguió desplazándose por su brazo, recorriéndolo, deslizándose por el hueco entre su codo y su cintura.

—Rehana. —El sonido de su nombre la sobresaltó. Su nombre le resultaba extraño—. Estabas soñando.

—No, todo ha sucedido de verdad... Sabeer...

—Lo sé.

«Y yo sabía que tú lo sabrías.»

Sintió el aliento del mayor en el pelo. Sintió la calidez de su vientre en la espalda. Vio su mano, su vena hinchada, perdiéndose por su cintura y sujetándola, como si pudiera salir flotando por el aire sin su peso encima.

El olor a goma quemada le invadió el olfato.

Apretó sus ojos bañados en lágrimas contra la almohada. Abrió la boca y contuvo el sollozo. Sintió que él lo sabía todo. Tenía aquel don. El de hablar poco y saber mucho más.

La abrazó más fuerte y ella se echó un poco hacia atrás para sentir el contacto de su pecho, su respiración. El cálido aliento de él se colaba en su oído.

Rehana abrazó la almohada con fuerza.

—Duerme —dijo él—, puedes dormir.

Milagrosamente, los ojos se le cerraron y sintió que los miembros se le relajaban y, aunque aún respiraba agitada, se sumió en un sueño profundo pero sin sueños.