25 DE MARZO DE 1971 Operación Searchlight

Lo achacaron a una repentina sordera colectiva. ¿Cómo si no podían explicarse los aviones militares que habían aterrizado en el aeropuerto, los soldados convencidos de que iban a salvar al mundo? ¿Cómo si no podía explicarse que no lo supieran, que no lo oyeran? Y más tarde dirían que tenían que haber oído a los pájaros abandonando los árboles y echando a volar hacia el este, y a los grillos huyendo, y a los murciélagos ocultándose, y a los tiktikis escondiéndose en las grietas, bajo las zapatillas a la entrada de las casas.

Pero no lo oyeron, y así es cómo ocurrió.

El día 25 la señora Chowdhury los invitó a todos a cenar en honor del teniente Sabeer. Todo el día llevaban oyéndose extraños rumores por la ciudad. Mujib estaba negociando sobre las elecciones, y nadie decía si las negociaciones iban a servir para algo; al otro lado de Mirpur Road, en el Complejo Bengal Rifles, lugar conocido desde siempre como Peelkhana, se especulaba sobre un posible ataque militar; algunos estudiantes habían salido de las residencias con ladrillos y sillas rotas, intentando improvisar una barricada.

Era una mala noche para una fiesta, pero la señora Chowdhury insistía. La pareja no se había comprometido oficialmente, decía, con todas sus cosas; no quería nada elaborado, sólo una pequeña ceremonia, quizá con un anillo de compromiso para Silvi. Asó un cordero entero, que colocó sobre la mesa con un tomate en la boca. Rehana tuvo la impresión de que no podía negarse; Sohail también accedió a ir. «Probablemente para ponerse a prueba», pensó Rehana. Evitó mirar a Silvi y a Sabeer y mantuvo la vista fija en el cordero. Maya estaba de un humor especialmente desagradable; se había visto obligada a dejar a Sharmeen en el Royeka Hall, donde estaban lanzando confeti desde las ventanas y un grupo de bauls cantaban en el vestíbulo. Se quejó de la tranquilidad del barrio, como si nadie en Dhanmondi supiera, o como si no les importara que estuvieran a las puertas de una revolución. Quería estar en las calles, repartiendo octavillas y cantando el We Shall Overcome.

Los vecinos se reunieron alrededor de la mesa. Silvi llevaba puesto un farragoso salwaar-kameez turquesa. El teniente Sabeer vestía de uniforme, como siempre. El señor y la señora Sengupta pusieron a dormir a Mithun en el dormitorio de Silvi y centraron su atención en los aromas procedentes de la cocina.

El grupo estaba expectante. Pero nadie oyó nada, ni siquiera el sonido de las guayabas al caer de los árboles, como suele suceder en marzo.

—Bueno, pues alcemos nuestras copas por Silvi y Sabeer, mi querida hija y mi futuro yerno. Que Dios os bendiga a los dos.

Levantaron los vasos de batido helado. Rehana estaba sentada junto a Sohail e intentó cogerle la muñeca para apretársela. Pero él tenía las manos sobre la mesa y dijo:

—Por nuestro país. Que supere esta dura prueba y se mantenga fuerte.

—¡Y por el proletariado! ¡Y por la revolución! —añadió Maya, poniéndose en pie y apurando su vaso de un trago.

—Muy bien, muy bien —dijo la señora Chowdhury—. Ahora comamos.

Mientras la señora Chowdhury hundía el cuchillo en el brillante y ondulado lomo del cordero, una lenta procesión de jeeps y tanques se adentraba en la ciudad; se abrió paso desde el acantonamiento, cruzó las vías del tren por Bonani y allí se dividió en dos líneas: una siguió por Elephant Road, atravesando Quaid-e-Azam Avenue y se dirigió al campus universitario. La otra hilera se dirigió a Peelkhana: jeeps verdes, con hombres verdes que ondeaban la verde bandera de Pakistán como una guadaña al viento mostrando la espléndida sonrisa de su hoja curva.

Ajenos a todo, devoraron el cordero asado, chupándose los dedos y limpiando hasta los huesos. Ya habría tiempo para comentar lo impropio de su voracidad. Después de la cena la señora Chowdhury instó a Silvi y a Sabeer a que se sentaran juntos en el sofá de dos plazas. Le dio a Silvi una guirnalda de jazmines y le dijo que se la colocara al cuello a Sabeer. Sabeer inclinó la cabeza, y Silvi le puso la guirnalda. Todo el mundo aplaudió, salvo Maya, que estaba mirando al techo y canturreando algo en voz baja. Amar Shonar Bangla... Mi Bengala de oro, cómo te quiero.

A las diez los tanques empezaron a disparar.

Era el sonido de mil petardos de Año Nuevo, de tuberías de metal arrastradas por una carretera de piedra, de guindillas explotando en una cazuela humeante.

Ya’allah! —exclamó la señora Chowdhury—. ¿Qué está pasando?

—¡Quedaros todos donde estáis! —ordenó Sabeer.

—Yo quiero ir a casa. Voy a buscar a Mithun y nos vamos —dijo la señora Sengupta.

Cogió al niño en brazos y se dirigió hacia la puerta.

Ammoo, viene de la calle z —señaló Maya.

Se oyó una tremenda explosión.

Hai Allah! Hai Allah! —dijo la señora Chowdhury—. Ya está. ¡Estamos acabados!

A partir de entonces dejaron de oírse entre sí por el ruido de las balas. Mithun se despertó y se puso a llorar. Su madre lo acunaba contra el pecho, susurrándole con los labios pegados a la frente. En el exterior, Romeo y Julieta ladraban con todas sus fuerzas a los proyectiles.

—Mantened la calma —dijo Sabeer—; mantened la calma y quedaos todos donde estáis. Sohail y yo vamos al tejado a ver qué está pasando.

—Yo quiero irme a casa —dijo la señora Sengupta.

Rehana vio cómo caía al suelo la silla de Sabeer al tiempo que éste se dirigía hacia la escalera; sus botas resonaban con fuerza, seguidas por el repiqueteo de las sandalias de Sohail, que le seguía al tejado.

—¡No subáis! —protestó la señora Chowdhury, pero ellos ya se habían ido.

Los destellos de luz que se veían a través de la ventana iluminaban toda la sala. El cordero asado de la señora Chowdhury era un cadáver medio devorado con las costillas al descubierto y una pierna picoteada. El tomate había desaparecido pero el animal aún tenía la boca abierta. La señora Chowdhury tenía el aspecto de estar a punto de lanzarse bajo la mesa del comedor, pero lo que hizo fue hundirse aún más en su butaca, con la mano apretada contra el pecho.

—¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! —repetía.

—¿Qué está pasando? ¿Qué está pasando? —preguntaban todos.

El bombardeo de Peelkhana se oyó tan cerca que a Rehana le retumbaba el pecho. Oyó gritos. Una sirena emitía su aullido cíclico. En el horizonte se veían llamaradas; un ruido profundo, como un trueno lejano, reverberaba por el aire; luego llegó el humo y un pesado silencio, como si todo hubiera pasado. Pero no había pasado. Segundos más tarde empezó todo de nuevo. Rehana habría deseado tener a sus hijos abrazados. Taparles los oídos con las manos. Pero Maya estaba pegada a la ventana, y Sohail estaba en el tejado con Sabeer. Oía el resonar sordo de los pasos de ambos sobre sus cabezas.

Maya descolgó el teléfono.

—La línea está cortada —declaró. Luego se lanzó al transistor, pero sólo se oía un leve zumbido de carga estática.

Desde el tejado de la señora Chowdhury, Sohail y el teniente Sabeer observaron los incendios de la ciudad en llamas. De pronto lo oyeron todo: el asesinato de niños, el lento avance de las nubes, la muerte de las mujeres, el suspiro de los pájaros al huir, los ríos de sangre por la calzada.

Sohail fue el primero en hablar:

—Tendremos que esperar a que levanten el toque de queda.

Sabeer bajó la vista hacia su uniforme. El verde era oscuro, casi invisible, pero la hoz, aquella mueca blanca, brillaba en su pecho a la luz del cielo púrpura y los destellos del horizonte.

—Soy un soldado del ejército pakistaní —dijo por fin.

—¿Qué vas a hacer?

—No estoy seguro —respondió. Hizo una mueca y la cicatriz del labio superior se le tensó.

—La deserción se castiga con la muerte —observó Sohail.

—Eso no me preocupa. Pero nunca pensé que llegaríamos a esto.

Sohail no le reprendió por su inconsciencia.

Volvieron a la fiesta. La señora Chowdhury aún estaba hundida en su butaca; la señora Sengupta estaba junto a la cama de Mithun, apoyándole la mano sobre el pecho. Maya se llevó la radio a la cocina para ver si conseguía sintonizar algo. Rehana la acompañó y echó hielo en un vaso para Sil— vi, que estaba muy nerviosa y tenía sed.

No había nada que hacer. Esperaron. Maya se agazapó, tozuda, frente a la radio; Sabeer paseaba por el salón, abriendo las cortinas y cerrando las ventanas. Silvi estaba sentada en el sofá, con las manos bajo los muslos, balanceándose adelante y atrás. El señor Sengupta se encendió un cigarrillo.

Por fin la señora Chowdhury se levantó de la butaca como si acabara de tener una revelación.

—Va a haber problemas, muchos —le dijo a Sabeer. Por el tono de su voz, Rehana supo que estaba a punto de hacer una declaración—. Ya lo sabes. Quiero que te asegures de que no le sucederá nada a mi hija.

—Su hija estará bien.

—¿Cómo puedes estar seguro?

—Por supuesto que estoy seguro —replicó. Y se giró hacia Silvi, que asintió en silencio, bajando la vista al suelo.

—¿Pero y si te pasa algo? ¿Y si vienen a por ella?

—¿Quién?

—¿Quién sabe? ¡Alguien! ¡El ejército! —respondió, y volvió a hundirse en la butaca.

—Mamá —dijo Sabeer—. No le va a pasar nada a Silvi.

—Sólo hay un modo de estar seguro. Tienes que casarte con ella esta noche.

¿Casarme?

—Tú no lo entiendes, no eres más que un niño, pero yo he pasado por cosas así. Lo que hay que hacer es asegurarse de que todas las chicas solteras estén seguras. ¿Tú crees que esa cerca mantendrá alejados a los matones? —^-dijo la señora Chowdhury, con una voz cada vez más chirriante y temblorosa.

Rehana vio que le susurraba algo al teniente. Señaló a Silvi, bajó la cabeza, la levantó, alzó un dedo y luego se llevó un pañuelo a los ojos. El teniente asintió sin convicción y le dio una palmadita en el hombro.

A medianoche el bombardeo se había reducido a unas cuantas explosiones dispersas y distantes. La señora Chowdhury se llevó a Sohail y a Rehana a la cocina:

—Sohail, te necesito —dijo—. Silvi tiene que casarse enseguida. Tienes que hacerle de testigo. Tiene que haber dos hombres. El señor Sengupta será el otro testigo. No es de lo más ortodoxo, pero tenemos que hacerlo.

—Señora Chowdhury —dijo Rehana—, ¿realmente cree que es el mejor momento?

La cabeza le daba vueltas ante tal absurdidad.

—Por supuesto que es el momento. ¿Qué mejor momento puede haber? Puede que no haya otro. ¡No nos queda tiempo! ¿Y si el teniente no vuelve durante meses? ¿Y si muere? —exclamó. Y luego cambió de tono—: ¿Por qué no escoges unos versículos, Rehana? ¡Lees tan bien!

En cuanto la señora Chowdhury se fue a ayudar a Silvi a ponerse un sari nuevo, Maya murmuró:

—Esto es ridículo; pensaba que Silvi tendría más sentido común.

Rehana buscó en el estante donde sabía que Silvi tenía las Escrituras.

—Ayúdame a bajarlo, Sohail.

—Ya no la quiero —dijo Sohail, como si su madre se lo hubiera preguntado—. Dejé de quererla en el momento en que oí hablar del soldado.

Rehana no dijo nada, pero Maya levantó la vista, con una mueca de desafío.

—Yo no creo en la violencia —anunció Sohail, como si las dos mujeres a las que se dirigía no le conocieran—. No soporto ningún tipo de violencia. Y en cualquier caso decide ella. Hay que dejar que las mujeres decidan por sí mismas.

—No seas idiota —protestó Maya—; sabes perfectamente que ha cedido ante las presiones. En realidad, esta chica es muy débil.

—Cállate —dijo Sohail.

Maya puso los ojos en blanco y se volvió hacia la radio.

—Id vosotros. Yo no quiero tener nada que ver con esta charada.

Rehana abrió el Corán.

Silvi y Sabeer volvían a estar sentados en el sofá de dos plazas. De nuevo Silvi miraba hacia abajo. Rehana observó que el labio le temblaba, y habría querido correr a su lado y preguntarle si estaba segura, perfectamente segura de querer casarse con el teniente, pero en el momento en que se disponía a cruzar la sala, Silvi levantó por una vez la mirada y le dedicó una amplia sonrisa. La sonrisa era para su madre, Rehana lo sabía, pero consiguió silenciar las dudas que circulaban por la sala.

—Sohail —dijo Silvi, más fuerte de lo necesario—. ¿Nos harás una fotografía?

—¿Tenéis una cámara?

—Aún tengo la tuya —respondió ella, abriendo un cajón junto al sofá—. Me la prestaste porque quería tomar una foto de Romeo y Julieta, ¿te acuerdas? —añadió, al tiempo que le devolvía su posesión más preciada, una Yashica Electro 35G que Rehana le había comprado al cumplir dieciocho años.

—Claro —dijo Sohail, sacando la Yashica de su funda y ocultando la cara tras la lente.

«¿Qué habrá visto? —se preguntaría después Rehana—. ¿Habrá visto el arrepentimiento en los labios de ella, en el modo de poner las manos, en el brillo de sus mejillas en su respiración agitada? ¿Y Silvi? ¿Echará de menos los largos silencios que compartían, las notas de amor que se entregaban a través de los postigos de las ventanas?»

Sohail apuntó con la cámara hacia la pareja sentada en el sofá.

—¡Sonreíd! —Y sonó un chasquido.

Justo cuando Rehana estaba a punto de abrir las Escrituras se fue la luz. Tuvo que recitar los versos del matrimonio de memoria: Y entre Sus signos está el haberos creado esposas nacidas entre vosotros, para que os sirvan de quietud, y haber suscitado entre vosotros el afecto y la bondad.

Silvi y Sabeer intercambiaron los anillos. A continuación la señora Chowdhury dijo:

—¡Recítanos un poema, Sohail!

—No, khala-moni, de verdad, no podría.

—Venga, ¿ni siquiera para una vieja amiga?

—Tal vez sería mejor algo de música —propuso Rehana, saliendo al rescate de su hijo—. ¿Por qué no le pides a Maya que nos cante un ghazal?

Pero Maya seguía dándoles la espalda y fingió no oírlos. Bajo el velo, Silvi se estremeció.

—Cariño, no tengas miedo —la tranquilizó la señora Sengupta.

Silvi no parecía más o menos infeliz que cualquier otra novia.

—Ahora todos somos familia. Necesitamos un poema —insistió la señora Chowdhury.

Sohail se colocó frente a la pareja, cerró los ojos y recitó:

Me dices que cante y siento como si el corazón me fuera a estallar de orgullo.

Contemplo tu rostro y siento mis lágrimas, húmedas, saladas. Mi devoción es como un ave que extiende, orgullosa, las alas sobre el mar.

Sólo la voz puedo ofrecerte como testimonio.

Ebrio de la alegría sublime del canto, me olvido de mí mismo y te llamo amigo, aun sabiendo que eres mi señor.

Regocíjate, pues tú me has hecho infinito.

Y eso fue todo. Se quedaron un rato en el salón de la señora Chowdhury, escuchando el ra-ta-ta-ta de las metralletas. La noche pasó como un sueño, sin moverse, sin cruzar una palabra.

Al amanecer las balas callaron. El sol se levantaba perezoso por el este, precedido de unas hebras difuminadas de rosa y naranja. El polvo iba posándose en los árboles y en los tejados. Decidieron volver a casa. La señora Chowdhury dormía en su butaca, con la mano bajo la barbilla. Abrieron la puerta delantera y se encontraron a Julieta dando vueltas alrededor de Romeo, que yacía en el suelo. La perrita tenía la cabeza gacha y le rozaba la cabeza con las orejas al pasar. Emitía un leve gruñido nervioso y tenía el morro húmedo. Romeo no se movía. Sohail apoyó la mano sobre el vientre del perro.

—Está muerto —dijo—; debe de haber sufrido un infarto.

En casa, Rehana les dijo a los chicos que deberían intentar dormir un poco, pero nadie se movió del salón. Por la tarde, un camión se detuvo frente al bungalow, con el motor en marcha. En el silencio de la calle, cualquier sonido se oía potenciado. De pronto se oyó el chirrido de un megáfono.

—Bengalíes, quiten sus banderas. Quiten sus banderas. Quiten sus banderas. Izar banderas es ilegal. Serán arrestados. Quiten sus banderas —dijo una voz, aguda y nasal. Y luego, como si se lo hubiera pensado mejor, añadió—: ¡Quiten sus banderas, malditos traidores!

—¡Maya... la bandera!

Maya corrió al tejado, descalza.

Unos minutos más tarde estaba estirada en el suelo, con la bandera alrededor de los hombros. Señaló con el dedo hacia el techo y contó los mosquitos. En el jardín de la señora Chowdhury Julieta ladraba como loca.

Se sentaron. Esperaron a que sucediera algo. Sohail recorrió el porche, el jardín, el tejado. Maya se durmió envuelta en la bandera. Rehana fue a la nevera e intentó calcular cuánto tiempo duraría la comida. Contó los pollos. Midió el nivel del arroz. «Tres días —se dijo—. Puedo hacer que dure tres días.» Volvió atrás y miró de nuevo. Apiló las cebollas, las calabazas. Cinco días.

El camión regresó:

—El toque de queda se levantará durante cuatro horas a partir de las dos de la tarde de mañana. Toque de queda a las seis de la tarde. Vuelvan a sus casas a las seis de la tarde. Los soldados dispararán al instante. Repetimos: dispararán al instante. El toque de queda se levantará de dos a seis de la tarde.

Julieta, sin dejar de ladrar, persiguió al camión, que abandonaba la calle 5.

En cuanto se levantó el toque de queda. Sohail y Maya se fueron a la universidad. Rehana se quedó observando desde la ventana al teniente Sabeer, que emergía de la puerta con Silvi y se despedía con pocas palabras. Rehana no salió del bungalow. Se preguntaba cuántas horas llevaba sin dormir, y si debería estar cansada. De pronto alguien llamó a la puerta. Era la señora Sengupta.

—No hemos podido echarlos.

—¿A quiénes?

—¿No lo has visto? Sal al pórtico.

Rehana echó un vistazo al jardín de Shona, del otro lado del muro. Algo se movía, agitando la hierba.

—¿Qué es?

—Gente. Refugiados, Rehana.

—¿Cuántos?

—Veinte, treinta, no estoy segura. Han venido así, de pronto. ¿Pueden quedarse?

—Claro. Claro que pueden quedarse.

—No conozco a ninguno. Pero somos los únicos hindúes de la calle.

—¿Hay niños?

—Unos cuantos. En su mayoría son familias, y algún vagabundo. No hablan mucho.

—Ahora les llevo algo de comer.

Rehana sacó los pollos de la nevera. Con dos de ellos hizo un curry picante con tomates; con el tercero hizo un kortna para los niños. No tenía yogur; usó leche. Hizo bhaji de col y patata; frió la okra con cebollas, hizo un guiso de espinacas y calabaza. Por un momento le preocupó que se agotara toda la comida, pero enseguida desterró aquel pensamiento. ¿Quién sabe qué le habría ocurrido a aquella gente, qué les había llevado hasta allí?

Cuando acabó, llevó las bandejas de comida a Shona, abriéndose paso entre las andrajosas mantas. Había niños, como había imaginado, y mujeres, y viejos con el rostro arrugado que la miraban e intentaban sonreír en agradecimiento. Pero no hablaban, ni siquiera entre ellos. Estaban sentados, en silencio, revisando sus hatillos informes, calculando el valor de lo que habían podido salvar.

Al mirarlos, Rehana de pronto tuvo la necesidad de saber más. Sintió que apenas empezaba a entender lo que había pasado la noche anterior, los bombardeos, la histeria de la señora Chowdhury. Quería saber cómo había pasado la noche aquella gente, qué les había llevado hasta allí. Se apoderó de ella una sensación de angustia; tenía que saber, fuera lo que fuera lo que estaba pasando ahí fuera, qué era lo que había provocado que aquella gente saliera corriendo de sus casas y buscara refugio en la suya.

—A la universidad —dijo ella, sin más.

—Mejor no, apa —dijo el rickshaw-wallah.

—A la universidad —repitió ella, subiendo y echando atrás la capota.

Él sacudió la cabeza y se puso en marcha, embocando Mirpur Road. Había muy poco tráfico por la calle. Los pocos coches que se veían tenían motores silenciosos que apenas se oían. Nadie tocaba el claxon. Y cuando el rickshaw atravesó Nikhet, le dejaron pasar con un saludo.

«Todo parece estar casi igual», pensó Rehana. La puerta del Mercado Nuevo estaba cerrada, las pequeñas tiendas de la entrada estaban precintadas con tablones y no se veía por ninguna parte a los vendedores ambulantes de frutas tropicales. Aun así, el aspecto del lugar podía ser el de un viernes por la tarde, cuando todo se cerraba para las oraciones de Jumma, o el de un día de huelga. Últimamente había habido muchas huelgas.

El rickshaw-wallah siguió pedaleando, pasó la rotonda y entró en el campus universitario, y el ambiente empezó a cambiar: había una niebla baja pegada al asfalto... No, era humo, que llenaba las calles, dejando un sabor acre de ceniza en la boca. Se fue haciendo más espeso a medida que el rickshaw-wallah llevaba a Rehana más cerca de las residencias de alumnos; se detuvo, se quitó el gamcha de la cabeza y se lo ató alrededor del rostro. Con un gesto le indicó a Rehana que hiciera lo mismo con su sari. Ella se tapó la nariz con la tela y con la otra mano se agarró con fuerza al chasis del ricksbaw, ya que la carretera tenía muchos baches; cuando miró al suelo vio restos de basura desperdigada por la calle. Le pareció ver un bonete para la oración y un par de gafas en buen estado. La gente debía de haber perdido sus cosas al salir corriendo. Quiso recoger las gafas y agitarlas al aire, por si su dueño estuviera por allí, pero el ricksbaw ya las había dejado atrás. A continuación, vio una fina cinta roja sobre el asfalto; se inclinó para ver mejor; no estaba segura. Era líquido y brillaba.

Siguieron y los escombros se multiplicaron. Rehana observó cómo cada vez había más gente por la calle; el ricksbaw-wallah hizo un esfuerzo por abrirse paso por la accidentada calle y entre la gente que les rodeaba. Ahora se veían ladrillos y trozos de yeso, y capas de polvo que se había asentado y teñía el asfalto de un gris blanquecino.

Estaban frente al Curzon Hall. El rastro rojo les había seguido todo el camino, y ahora desembocaba en una alcantarilla, que también estaba roja, y junto a la alcantarilla había un par de manos, con los dedos cruzados en ademán de rezar o de suplicar, y junto a las manos había una cara. La boca era minúscula, una mancha borrosa de un rosa pálido, como una herida lívida.

Era una niña. El cabello le tapaba la parte superior del rostro. Bajo su melena alborotada Rehana pudo distinguir un ojo hundido.

Dio un respingo hacia atrás; se quedó mirando sólo un minuto, pero le pareció mucho más tiempo, lo sintió tan cerca que le pareció que podía sentir el aliento de la niña saliendo por la nariz y por aquellos labios demasiado pequeños.

—Siga —le dijo al rickshaw-wallah.

Después de aquello no vio nada más. Después diría que lo había visto todo: los cadáveres apilados en el asfalto como tartas en un escaparate; los rickshaw-wallahs muertos con los pies aún en los pedales; los agujeros del tamaño de un tanque en la residencia universitaria, en el Rokeya Hall, en el Jagganath Hall y en el Mohsin Hall. Pero para cuando entraron traqueteando en el campus, ella ya tenía los ojos cerrados, apretados para no ver las imágenes de su ciudad en ruinas.

Cuando volvieron Sohail y Maya estaban mudos; las manchas de ceniza dibujaban sus rostros. Poco a poco fueron reconstruyendo la historia de la noche. Primero, Mujib había sido arrestado y se lo habían llevado en avión a Pakistán occidental. El ejército había empezado su ataque por la universidad, bombardeando las residencias, la cantina y el Centro de Profesores y Alumnos. De camino al, casco antiguo, los tanques habían arrasado los barrios marginales a los lados de la línea férrea de Phulbaria; necesitaban aquella vía para atravesar la ciudad, así que habían barrido con metralla las chabolas de cartón y hojalata, las míseras casas sostenidas con pegamento y carteles de cine. Y luego se habían dirigido a los vecindarios hindúes en jeeps, porque los tanques eran demasiado anchos para las estrechas callejuelas, y desde los jeeps habían disparado atravesando postigos y puertas y camisas y corazones.

Por la noche Rehana y los chicos oyeron un anuncio en la radio:

Yo, mayor Zia, comandante en jefe en funciones del Ejército de Liberación Bangladeshí, proclamo en nombre de nuestro gran líder nacional Sheikh Mujibur Rahman, la independencia de Bangladesh. También declaro que ya se ha constituido un gobierno legal y soberano bajo el mando de Sheikh Mujibur Rahman. Insto a todas las naciones a que movilicen la opinión pública de sus respectivos países contra el brutal genocidio de Bangladesh.

Así que ahí estaba: la guerra había salido a su encuentro. Lo que tuviera que pasar ya había pasado; ahora tendrían que vivir a la sombra de aquello. Rehana se hizo un ovillo y apretó los brazos, con la esperanza de que volviera a surgir— le de dentro la fuerza de antaño.