EL TRIUNFO DE LA FUERZA
Rara vez se ha escrito una polémica tan decisiva contra un déspota espiritual, y probablemente nunca una con tan intensa pasión como el Contra libellum Calvini de Castellio. Con su verdad y transparencia debía informar incluso a los más indiferentes de que la libertad de pensamiento del protestantismo y, por encima de él, la del espíritu en Europa estaba perdida, si no se defendía a tiempo de la Inquisición ginebrina. Por eso, cabe esperar con toda probabilidad, que, tras esa argumentación sin fisuras de Castellio en el caso Servet, todo el mundo firme unánimemente el juicio condenatorio. Quien ha sido atrapado y derribado por mano semejante en semejante batalla, parece acabado para siempre. Y el manifiesto de Castellio, un golpe mortal para el intransigente dogmatismo de Calvino.
Pero en la realidad no sucede… nada. Ni la deslumbrante polémica de Castellio ni su magnífico llamamiento a la tolerancia tienen el más mínimo efecto en el mundo real. Y ello por la más sencilla y terrible de las razones: porque el Contra libellum Calvini no llega a la imprenta, pues, antes de que pueda despertar la conciencia de Europa, este libro es interceptado por la censura a instancias de Calvino.
En el último momento —en Basilea ya circulan copias en la más estricta intimidad, la imprenta ya está preparada—, los gobernantes ginebrinos, servidos por buenos delatores, se huelen el peligroso ataque que Castellio prepara contra ellos. Y de inmediato se ponen manos a la obra. En semejantes circunstancias, la prepotencia autoritaria de una organización estatal frente al individuo se muestra terrible. A Calvino, que ha cometido la atrocidad de quemar vivo a un hombre que pensaba de modo diferente, sometiéndole además a los más horribles tormentos, aún se le permite, gracias a la estrechez de miras de la censura, defender su delito sin ninguna traba. Sin embargo, a Castellio, que quiere elevar una protesta en nombre de la humanidad, se le niega la palabra. La ciudad de Basilea no tenía ningún motivo para prohibir a un ciudadano libre, a un profesor de la Universidad, el derecho a mantener una polémica literaria, pero Calvino, como siempre magistral en la táctica y en la práctica, hábilmente pone en marcha los resortes de la política. Provoca deliberadamente un incidente diplomático. No es Calvino quien eleva una queja por un ataque contra la «doctrina», sino la ciudad de Ginebra ex officio. El Consejo de la ciudad de Basilea y la Universidad se encuentran con ello ante un penoso dilema: revocar el derecho de un escritor libre o entrar en conflicto con la poderosa ciudad confederada. Como siempre, el elemento imperialista triunfa sobre la moral. Los miembros del Consejo prefieren sacrificar al individuo y promulgar una prohibición que impida que se publiquen ciertos escritos que no son del todo ortodoxos. Con ello, se evita la aparición del Contra libellum Calvini de Castellio. Y Calvino puede estar contento: «Es una suerte que los perros que ladran, ya no nos puedan morder.» («Il va bien que les chiens qui aboient derrière nous ne nous peuvent mordre.»)
Como a Servet con la hoguera, a Castellio se le hace callar con la censura. Una vez más, la autoridad en la tierra se ha salvado recurriendo al terror. A Castellio le cortan la mano con la que lucha: el escritor no puede escribir más. Y lo que es aún más injusto y más terrible: en el caso de que los adversarios triunfantes le ataquen ahora con redoblada ira, no puede seguir defendiéndose. Habrá de pasar casi todo un siglo, antes de que el Contra libellum Calvini pueda aparecer impreso. Las premonitorias palabras de Castellio en su tratado resultan ser una terrible verdad: «¿Por qué haces a los demás lo que tú mismo no quieres que te hagan? Nos encontramos ante una polémica sobre la fe, ¿por qué nos cierras la boca?»
Pero contra el terror no hay justicia ni jueces. Allí donde impera la fuerza, el vencido no tiene a qué apelar. Allí el terror es la primera y al mismo tiempo la última instancia. Con trágica resignación, Castellio ha de conformarse con sufrir una injusticia. Pero siempre que la violencia se alza por encima del espíritu, el soberano desprecio del vencido resulta reconfortante: «Vuestras palabras y vuestras armas son las propias del despotismo con el que soñáis, esa soberanía más temporal que espiritual, que no está fundada en el amor de Dios, sino en la coacción. Pero no os envidio vuestro poder ni vuestras armas. Yo tengo otras: la verdad, el saber que soy inocente y el nombre de Aquel que me ayudará y me dará la gracia. Y aun cuando en determinadas épocas la verdad sea sometida por el ciego juez que es el mundo, nadie tiene poder sobre ella. Dejemos a un lado el juicio de un mundo que ha matado a Cristo, que no nos preocupe su justicia, ante la cual siempre triunfa la causa de la violencia. El verdadero Reino de Dios no es de este mundo.»
Una vez más, el terror se ha salido con la suya. Y lo que es aún más trágico, el poder exterior de Calvino no se ve quebrantado por su peor acción, sino que sorprendentemente se ha fortalecido. Resulta del todo inútil buscar en la Historia la moral piadosa y la justicia sentimental de los libros de texto. Hemos de resignarnos. La Historia, esa sombra terrenal del espíritu del siglo, no actúa ni moral ni inmoralmente. No castiga el crimen, ni premia a los buenos. Como en su sentido último se basa en la fuerza y no en la justicia, la mayoría de las veces concede la ventaja aparente a los poderosos, con lo que la temeridad desmedida y las decisiones brutales en la lucha temporal antes redundan en beneficio que en detrimento de culpables y criminales.
También Calvino, atacado a causa de su dureza, ha reconocido que sólo se puede salvar de una forma: con mayor dureza, con una violencia aún más despiadada. Siempre se cumple la misma regla, según la cual quien en una ocasión recurre a la fuerza, ha de seguir empleándola. Y a quien se ha iniciado en el terror, no le queda más remedio que intensificarlo. La oposición que Calvino ha encontrado durante y después del proceso contra Servet no hace más que confirmar su idea de que para un gobierno autoritario la contención por vía legal y la simple intimidación del partido contrario son métodos insuficientes, y que sólo hay un modo de asegurar la totalidad del poder: mediante el exterminio total de cualquier oposición. En un principio, Calvino se conformó con neutralizar a la minoría republicana de Ginebra por vía legal, manipulando soterradamente y a su favor el reglamento electoral. En las reuniones de la municipalidad, un número cada vez mayor de emigrantes protestantes procedentes de Francia, que material y moralmente dependían de él, se convirtieron en ciudadanos de Ginebra, incorporándose con ello a las listas electorales. De ese modo, el ánimo y la opinión del Consejo habían de inclinarse progresivamente a su favor: todos los cargos pasan a manos de aquellos que muestran una obediencia ciega y se aleja a los viejos patricios republicanos de los puestos de influencia. Pero pronto esa sistemática infiltración extranjera resulta demasiado obvia para los ginebrinos patriotas. Tarde, demasiado tarde, los demócratas, que han derramado su sangre por la libertad de la ciudad de Ginebra, empiezan a inquietarse. Celebran reuniones secretas. Deliberan sobre cómo se podrían defender los últimos restos de su vieja independencia frente al ansia dominadora de los puritanos. Los ánimos están cada vez más excitados. En la calle se producen duros enfrentamientos entre autóctonos y extranjeros. Finalmente, tiene lugar una pelea a brazo partido, aunque bastante inocente, en la que en total dos personas resultan heridas a pedradas.
Pero Calvino sólo estaba esperando un pretexto como ése. Ahora al fin puede llevar a cabo ese golpe de Estado largamente concebido que le asegure la totalidad del poder. Enseguida, la pequeña bronca callejera se hincha hasta convertirse en una «terrible conspiración» que sólo pudo frustrarse —lo más repugnante de tales prácticas es la ética falsa y el santurrón cerrar de ojos— por la «gracia de Dios». De repente, los dirigentes del partido republicano, que nada tenían que ver con esa pelea arrabalera, son encarcelados y torturados cruelmente, hasta que confiesan lo que el dictador necesita: que se había planeado una noche de san Bartolomé, que Calvino y los suyos iban a ser asesinados, y que en la ciudad tenían que haber entrado las tropas extranjeras. Basándose en la «confesión», conseguida únicamente bajo los más horribles tormentos, de ese proyecto de «rebelión» y la inventada «traición a la patria», el verdugo puede al fin comenzar su trabajo. Todos los que se hayan opuesto, aunque sea lo más mínimo, a Calvino, si no han huido a tiempo de Ginebra, serán ejecutados. Una sola noche, y en Ginebra no habrá más partido que el calvinista.
Tras una victoria tan completa, tras haber barrido tan radicalmente a sus últimos adversarios en Ginebra, Calvino podía haberse mostrado despreocupado y, por ello, magnánimo. Pero desde Tucídides, Jenofonte y Plutarco sabemos que en todo tiempo y lugar, tras su triunfo, los oligarcas se vuelven siempre más intransigentes. Forma parte de la tragedia de todos los déspotas el que teman aún más al hombre independiente una vez que le han debilitado desde el punto de vista político y le han hecho enmudecer. No les basta con que calle, con que tenga que callar. El simple hecho de que no diga que «sí», de que no les sirva y no se humille ante ellos, que no forme parte activa del rebaño de aduladores y siervos, hace que su existencia, el mero hecho de que aún exista, sea para ellos un motivo de disgusto. Y precisamente porque Calvino, tras su brutal golpe de Estado, se ha deshecho de todos sus oponentes políticos y sólo ha quedado ése, el moral, toda su agresividad se vuelve con multiplicada dureza contra ese único oponente, contra Sebastian Castellio.
La única dificultad para llevar a cabo ese ataque consiste en sacar al pacífico erudito de su seguro silencio, pues Castellio, por su parte, está cansado de la controversia abierta. Las naturalezas humanistas o erasmistas no son luchadoras permanentes. La fanática insistencia del hombre de partido y su tenaz cacería de prosélitos les parece algo indigno de un hombre de espíritu. Confiesan una vez su verdad, pero, tan pronto como han hecho pública su ideología, les parece superfluo tratar de convencer una y otra vez al mundo de un modo propagandístico de que es la única cierta y la única válida. Castellio, en el caso Servet, ha expresado su opinión. A pesar de todos los peligros, se ha encargado de la defensa del perseguido y se ha enfrentado a ese terror que violenta las conciencias de modo más decidido que cualquier otro hombre de su época. Pero los tiempos estaban en contra de la libertad de su mensaje. Ve que, de momento, ha triunfado la fuerza. Por eso se decide a esperar tranquilamente la ocasión en la que la batalla decisiva entre la tolerancia y la intolerancia pueda ser retomada. Profundamente decepcionado, pero en absoluto doblegado en sus convicciones, retorna a su trabajo. La Universidad, al fin, le ha nombrado profesor. La gran labor de su vida, la doble traducción de la Biblia, se acerca por fin a su término. Durante los años 1555 y 1556, una vez que le han arrebatado el arma, el uso de la palabra, Castellio ha enmudecido por completo como polemista.
Pero Calvino y los ginebrinos saben por espías que, en la intimidad, Castellio sigue manteniendo sus opiniones humanistas. Aunque le hayan atado las manos para escribir, no permite que le tapen la boca. Con irritación, los cruzados de la intolerancia se dan cuenta de que su odiado llamamiento a la tolerancia y sus irrefutables argumentos en contra de la doctrina de la predestinación encuentran cada vez mayor acogida entre los estudiantes. Un hombre moral influye con su sola existencia, pues su carácter crea en torno a él una persuasiva esfera, y, aun cuando aparentemente limitada a un estrecho círculo, esa influencia interna sigue propagándose como el embate de las olas, de un modo imperceptible e incontenible, pero cada vez más lejos. Como Castellio sigue siendo peligroso y no quiere doblegarse, su ascendiente debe ser destruido a tiempo. Con mucha astucia, se le tiende una trampa, para atraerle de nuevo a la polémica en torno a los herejes. Uno de sus colegas en la Universidad se ofrece voluntariamente para ese servicio, actuando como agente provocador. En una carta muy amable y como si se tratara únicamente de una cuestión teórica, se dirige a Castellio con el ruego de que le exponga sus opiniones acerca de la doctrina de la predestinación. Castellio se declara dispuesto a mantener una discusión pública, pero cuando está pronunciando sus primeras palabras un oyente se levanta y le acusa de herejía. Castellio se da cuenta en seguida de la intención. Y en lugar de caer en la trampa y defender su tesis —con lo que se tendría material suficiente para incriminarle—, interrumpe la discusión, y sus colegas de la Universidad impiden cualquier otra medida contra él. Pero Ginebra no se rinde tan fácilmente. Después de que haya fracasado este solapado truco, rápidamente cambia los métodos. Como Castellio no se deja llevar al terreno de la controversia, tratan de provocarle con rumores y panfletos. Se burlan de su traducción de la Biblia. Se le hace responsable de anónimos pasquines y de libelos difamatorios. A los cuatro vientos se difunden las más odiosas calumnias. Como obedeciendo a una señal, le atacan desde todos los frentes.
Pero, entre tanto, por ese mismo exceso de celo, a todos los que son imparciales les resulta obvio que, tras haberle quitado la posibilidad de expresarse libremente, a ese sabio grande y en verdad piadoso lo que en definitiva quieren quitarle es la vida. Precisamente la perfidia de la persecución procura al perseguido amigos en todos los frentes. De pronto, inesperada y abiertamente, el precursor de la Reforma alemana, Melanchthon, se pone de parte de Castellio. Como en otro tiempo a Erasmo, le repugnan las escandalosas intrigas de todos aquellos para los que el sentido de la vida no está en la reconciliación, sino en la lucha, de modo que espontáneamente dirige una carta a Sebastian Castellio. «Hasta ahora —dice en ella— no te he escrito, porque en medio de las ocupaciones, cuya cuantía y contrariedad me agobian, me queda poco tiempo para este tipo de correspondencia que tanto me gusta. Lo que después me retuvo fue que, cuando veo los terribles malentendidos que se producen entre quienes se jactan de ser los amigos del saber y de la virtud, me embarga una enorme tristeza. Sin embargo, siempre te he valorado por tu manera de escribir… Y quiero que esta carta sea un testimonio de adhesión y una muestra de sincera simpatía. Ojalá que nos una una eterna amistad.»
«Al presentar una queja no sólo por la diversidad de opiniones, sino también por el odio atroz con el que algunos persiguen a los amigos de la verdad, no haces más que acrecentar un dolor que yo mismo siento constantemente. La leyenda cuenta que de la sangre de los Titanes surgieron los Gigantes. Así, de la simiente de los monjes han surgido los nuevos sofistas que tratan de gobernar las cortes, las familias y al pueblo, y que se creen estorbados por los sabios. Pero Dios sabrá proteger al resto de su rebaño.»
«De modo que hemos de soportar con prudencia lo que no podemos cambiar. En mi caso, la edad no hace más que mitigar mi dolor. Espero formar parte pronto de la Iglesia celestial, muy lejos de los furibundos ataques que tan atrozmente sacuden la Iglesia aquí abajo. Si sigo con vida, me gustaría hablar contigo de muchas cosas. Que te vaya bien.»
Esta carta, que en seguida circuló en copias de mano en mano, está pensada como salvoconducto para Castellio y al mismo tiempo como advertencia para Calvino, para que de una vez abandone la persecución absurda contra este gran erudito. De hecho, las palabras de reconocimiento por parte de Melanchthon tienen un poderoso efecto en el entorno del mundo humanista. Ahora hasta los amigos más próximos de Calvino exigen la paz. El gran erudito Baudoin escribe lo siguiente a Ginebra: «Ahora puedes ver hasta qué punto Melanchthon condena el encono con el que persigues a ese hombre, y al mismo tiempo lo lejos que está de aprobar tus paradojas. Realmente, ¿tiene sentido seguir tratando a Castellio como si fuera un segundo Satanás y a la vez venerar a Melanchthon como a un ángel?»
Pero, ¡qué error! Creer que a un fanático se le pueden abrir los ojos o aplacarle. Paradójica o lógicamente, la protectora carta de Melanchthon ejerce sobre Calvino el efecto contrario, pues el hecho de que incluso se tributen elogios a su adversario, no hace más que acrecentar su odio. Calvino sabe muy bien que para su belicosa dictadura estos pacifistas espirituales son más peligrosos que Roma o Loyola y sus jesuitas, ya que con éstos únicamente se enfrentan el dogma con el dogma, la palabra con la palabra, la doctrina con la doctrina, mientras que con el postulado de libertad defendido por Castellio, siente que se cuestionan los principios de su voluntad y de su actuación, la idea de la autoridad centralizada, el sentido de la ortodoxia. En cualquier guerra, el pacifista dentro de las propias filas resulta más peligroso que el enemigo más militante. Por tanto, precisamente porque la carta de Melanchthon aumenta el prestigio de Castellio ante el mundo, Calvino no tiene ya otro objetivo que no sea el de destruir su nombre. En este momento empieza la verdadera lucha. La lucha a muerte.
Que ahora se trata de una guerra de exterminio, lo demuestra el hecho de que Calvino en persona entre en escena. Como en el caso Servet, en el que, en cuanto fue necesario dar el último golpe, el decisivo, apartó a un lado a su hombre de paja, Nicolás de la Fontaine, para blandir él mismo la espada, ahora tampoco se sirve ya de su peón De Beze. Para él, ya no se trata de algo justo o injusto, de la palabra de la Biblia o de la interpretación de la misma, de si algo es verdadero o falso, sino tan sólo de una cosa: acabar con Castellio íntegra y rápidamente, de una vez por todas. De momento, no tiene un motivo justo por el que atacarle, pues Castellio se ha recluido en su trabajo. Y como no pueden encontrar ninguna excusa, se inventan una y, al azar, cogen un palo con el que golpear al que tanto odian. Calvino utiliza como pretexto un pasquín anónimo que sus espías han encontrado a un comerciante venido de fuera. No existe la más mínima prueba de que el autor de ese escrito fuera Castellio, y de hecho no lo escribió él, pero «Carthaginem esse delendam». Castellio tiene que ser eliminado y por eso Calvino necesita ese impreso, que en absoluto ha escrito Castellio, como excusa para, como autor del mismo, denostarle con los más vulgares y furibundos insultos. Su diatriba Calumniae nebulonis cujusdam ya no es el libro de un teólogo contra otro, sino simplemente un rabioso ataque de ira. Castellio es presentado con los injuriosos calificativos de ladrón, rufián, blasfemo, recibiendo un trato mucho peor del que cualquier carretero podría dar a otro. Al profesor de la Universidad de Basilea se le echa en cara nada menos que el haber robado madera a plena luz del día. Página tras página, a lo largo del sañudo opúsculo, el odio enajenado va en aumento, hasta terminar echando espumarajos con este colérico grito: «¡Que Dios te aniquile, Satanás!»
Este libelo difamatorio de Calvino puede servir como uno de los más memorables ejemplos de hasta qué punto la furia partidista puede envilecer a un hombre de espíritu elevado. Pero al tiempo representa una advertencia acerca de lo poco políticamente que actúa un político cuando no sabe poner freno a su pasión, pues, bajo la impresión de la terrible injusticia con la que aquí se arremete contra un hombre respetable, el Consejo de la Universidad de Basilea levanta la prohibición de escribir que pesa sobre Castellio. Para una Universidad de rango europeo, el que un profesor nombrado por ella sea acusado ante todo el mundo humanista de haber robado madera, de ser un canalla y un vagabundo no puede resultar compatible con su dignidad. Como es evidente que ya no se trata de una discusión sobre la «doctrina», sino de una calumnia privada y de una vulgar maledicencia, el Senado autoriza expresamente a Castellio para dar pública respuesta.
La réplica de Castellio se perfila como un modelo ejemplar y verdaderamente conmovedor de polémica humana y humanista. Ni la más extrema hostilidad puede instilar el veneno del odio en este hombre profundamente tolerante. Ninguna grosería, volverle vulgar. ¡Qué tranquilidad y qué nobleza en el tono ya desde el principio! «Sin entusiasmo, me interno por la vía de la discusión pública. Hubiera preferido ponerme de acuerdo contigo fraternalmente y siguiendo el espíritu de Cristo, y no al estilo de los labriegos, con insultos que sólo pueden ser perjudiciales para el prestigio de la Iglesia. Pero como tú y tus amigos habéis hecho que mi sueño de un trato pacífico sea imposible, creo que no es incompatible con mi deber cristiano responder con moderación a tu apasionado ataque.» En primer lugar, Castellio pone al descubierto el desleal proceder de Calvino, quien en la primera edición de su escrito sobre el «nebulo» aún le designaba públicamente como autor de aquel panfleto, mientras que en la segunda, sin duda aleccionado acerca de su error, no le atribuye ya esa paternidad literaria, no sin alegar también su lealtad al declarar que no ha habido mala intención en su sospecha contra Castellio. Con un duro golpe, Castellio pone ahora a Calvino contra la pared: «¿Sí o no? ¿Sabías que me atribuías el escrito injustamente? Yo mismo no puedo determinarlo. Pero o bien has presentado tu acusación en un momento en el que ya sabías que no era cierta, y entonces se trata de un engaño, o bien todavía no lo sabías, y entonces tu acusación al menos era negligente. En un caso como en el otro, tu actitud no fue elegante, pues todo lo que aduces es falso. Yo no soy el autor de ese opúsculo y jamás lo envié a imprimir a París. Si su divulgación era un delito, entonces es a ti a quien corresponde acusar de ese delito, pues tú eres el primero que lo ha dado a conocer.»
Sólo después de haber revelado con qué burdos pretextos le ha atacado Calvino, Castellio se vuelve contra la rudeza con la que ha sido atacado. «Eres muy fecundo en insultos y tus labios hablan desde el fondo de tu corazón. En tu libelo latino me llamas sucesivamente blasfemo, calumniador, malhechor, perro ladrador, ser descarado lleno de ignorancia y bestialidad, corruptor impío de la Sagrada Escritura, loco que se burla de Dios, detractor de la fe, persona desvergonzada, de nuevo perro sucio, ser lleno de irreverencia e indecencia, espíritu sinuoso y pervertido, vagabundo y mal sujeto. Ocho veces me calificas de canalla —así traduzco para mí la palabra “nebulo”—. Toda esa malevolencia la despachas con gusto a lo largo de dos pliegos y titulas tu libro “Calumnias de un canalla”. Su última frase dice así: “¡Que Dios te aniquile, Satanás!” El resto es del mismo estilo. ¿Y esos son los modales de un hombre de fervor apostólico, de cristiana mansedumbre? Ay del pueblo al que diriges, si se deja inspirar por semejantes sentimientos, y caso de que se demuestre que tus discípulos son como su maestro. Pero a mí todos esos insultos no me afectan en absoluto… Un día resucitará la verdad crucificada, y tú, Calvino, tendrás que rendir cuentas ante Dios por los improperios con los que has cubierto a alguien por quien Cristo también murió. En verdad, ¿no sientes ninguna vergüenza? ¿Ni en tu alma las siguientes palabras de Cristo: “Quien sin motivo se enfurezca contra su hermano, será juzgado” o “Quien califique a su hermano de mala persona, será arrojado a las tinieblas”?» Casi de buen humor, desde el soberano sentimiento de su inviolabilidad, Castellio aclara después la acusación principal que le hace Calvino de haber robado madera en Basilea. «Sería, en efecto —se burla— un delito muy grave, presuponiendo que yo lo hubiera cometido. Pero igualmente grave es el de la calumnia. Supongamos que fuera cierto y que realmente yo hubiera robado, porque —y aquí viene una deslumbrante invectiva contra la doctrina de la predestinación de Calvino— estuviera predestinado a ello, tal y como tú enseñas, ¿por qué me insultas entonces? ¿No deberías sentir más bien compasión hacia mí, ya que Dios me ha reservado ese destino y ha hecho que me sea inevitable no robar? ¿Por qué llenas entonces el mundo con tu griterío acerca de mi robo? ¿Para que en el futuro desista de robar? Pero si lo hago forzado, si robo como consecuencia de una predestinación divina, entonces en tus escritos debes absolverme considerando la presión que pesa sobre mí. En ese caso, abstenerme de robar me resultaría tan imposible como lo es añadir una pulgada a mi estatura.»
Sólo una vez que ha demostrado lo absurdo de esa calumnia, describe Castellio lo verdaderamente ocurrido. Como otros cientos, durante una crecida del Rin pescó con un arpón la madera que flotaba en la corriente, lo que evidentemente no sólo estaba permitido por la ley, pues es sabido que tal madera es en todas partes de libre propiedad, sino que se trataba de una actividad expresamente recomendada por el magistrado, pues durante las crecidas esos montones de madera ponen en peligro los puentes. Castellio puede incluso demostrar que, al igual que los otros «ladrones», recibió del Senado de la ciudad de Basilea quaternos solidos —aproximadamente la cuarta parte de una moneda de oro— como recompensa por ese «robo», que en realidad fue un arriesgado servicio. Tras esta declaración, ni la camarilla de Ginebra se atrevió a repetir esa estúpida calumnia, que no desacreditaba a Castellio, sino a Calvino.
No sirve de nada retractarse ni disimular. Calvino, en su furor por liquidar a cualquier precio a un enemigo político, a un enemigo ideológico, ha tratado de forzar la verdad de modo tan temerario como en el caso Servet. Jamás se ha conseguido encontrar la más mínima mancha en el comportamiento de Castellio. Y Castellio puede responder tranquilamente a Calvino: «Cualquiera puede emitir un juicio sobre lo que he escrito, y no temo la opinión de ningún hombre, en tanto me juzgue sin odio. La pobreza de mi vida personal puede confirmarla todo el que me conozca desde la niñez, y si fuera necesario, puedo aportar innumerables testigos. Pero, ¿es realmente imprescindible? ¿No basta con el testimonio amañado por ti y con el de los tuyos?… Incluso tus propios discípulos han tenido que reconocer más de una vez que no se puede albergar la más mínima duda acerca de la austeridad de mi conducta. Como mi doctrina se apartaba de la tuya, tuvieron que limitarse a asegurar que yo estaba en un error. ¿Cómo te atreves, pues, a divulgar tales cosas sobre mí y, al hacerlo, a invocar el nombre de Dios? ¿Es que no ves, Calvino, lo terrible que es apelar al testimonio divino en unas acusaciones que han sido inspiradas exclusivamente por el odio y la rabia?»
«Pero también yo invoco a Dios, y si tú invocas a Dios para acusarme ante los hombres de la manera más salvaje, yo le invoco porque tú me has acusado falsamente. Si yo mintiera y tú dijeras la verdad, entonces pido a Dios que me castigue en la medida de mi falta, y a los hombres que me quiten la vida y el honor. Pero si he dicho la verdad y tú me has acusado falsamente, entonces ruego a Dios que me proteja de las tretas de mi adversario y que a ti en cambio te conceda la oportunidad de que, antes de tu muerte, te arrepientas por tu comportamiento, para que el pecado no perjudique un día la salvación de tu alma.»
¡Qué diferencia! ¡Qué superioridad la del hombre libre e imparcial frente al que se muestra envarado por el sentimiento de su propia seguridad! El eterno contraste entre la naturaleza humana y la doctrinaria, entre el hombre sereno, que no quiere más que conservar su propia opinión, y los que siempre han de tener razón y no pueden soportar que alguien se resista a convertirse en uno de sus adocenados seguidores. Allí habla una conciencia pura y clara de modo mesurado. Aquí, el ansia de poder se desgañita soltando amenazas y juramentos. Pero la verdadera claridad no permite que ningún odio la altere. Las acciones más puras del espíritu nunca proceden del fanatismo, sino que son el resultado del autodominio y la moderación.
A los hombres de partido, en cambio, lo que les importa no es la justicia, sino sólo la victoria. No quieren dar la razón, sino únicamente tenerla. Apenas ha aparecido el escrito de Castellio, empieza de nuevo el asalto. Las difamaciones personales contra el «perro», contra la «bestia» Castellio y el ingenuo cuento de su supuesto robo se han desmoronado de modo vergonzoso, y ni siquiera Calvino puede atreverse a seguir tirando de la misma cuerda. Por ello, los ataques se trasladan sin demora a un plano distinto: el teológico. De nuevo, las imprentas de Ginebra, húmeda aún la tinta de las últimas calumnias, se ponen en marcha, y por segunda vez se envía por delante a Theodor de Beze. Más fiel a su maestro que a la verdad, antepone en su prólogo a la edición oficial de la Biblia en Ginebra (1558) un ataque contra Castellio con tan malas intenciones delatoras que en ese pasaje él mismo produce el efecto de ser un blasfemo. «Satán, nuestro viejo enemigo —escribe De Beze— que al fin ha reconocido que no puede como en otro tiempo detener el avance de la palabra de Dios, actúa ahora de un modo aún más peligroso. Durante mucho tiempo no hubo una traducción de la Biblia al francés, al menos, ninguna traducción de la Sagrada Escritura que merezca ese nombre. Ahora Satán ha encontrado tantos traductores como espíritus imprudentes y audaces hay en el mundo y, si Dios no lo impide a tiempo, tal vez incluso halle aún más. Si se me pidiera un ejemplo, señalaría la traducción de la Biblia al latín y al francés por Sebastian Castellio, un hombre conocido en nuestra Iglesia tanto por su ingratitud y arrogancia como por los esfuerzos que en vano se han hecho para conducirle al buen camino. Por eso, consideramos como un deber de conciencia no silenciar por más tiempo su nombre, como hemos hecho hasta ahora, sino prevenir en adelante a todos los cristianos para que se protejan de semejante hombre, al que Satán ha escogido.»
Más clara e intencionadamente no se puede denunciar a un sabio ante el Santo Oficio. Pero Castellio, el «escogido» por Satán, ya no tiene que seguir callando. Repugnado ante la bajeza de los ataques y alentado por la carta de Melanchthon, el Senado de la Universidad ha concedido de nuevo la palabra al perseguido.
Una tristeza profunda y, se podría decir, francamente mística impregna la respuesta de Castellio a De Beze. En el humanista puro, el que los hombres de esa clase espiritual puedan odiarse tan enconadamente, no despierta más que compasión. Sabe que para los calvinistas no se trata de la verdad, sino únicamente del monopolio de su verdad, y que no descansarán hasta que no le hayan quitado de en medio, tal y como hasta ahora han hecho con todos sus adversarios espirituales o políticos. Pero su noble ánimo se resiste a caer en semejantes bajezas provocadas por el odio. «Acosáis y alentáis al magistrado para provocar mi muerte —escribe con profético presentimiento—. Si eso no estuviera documentado públicamente a través de vuestros libros, yo no me atrevería a hacer semejante afirmación por escrito, aunque estoy convencido de ello, pues, una vez muerto, no podré responderos más. El que aún esté vivo, es para vosotros una verdadera pesadilla, y como veis que el magistrado no cede a vuestra presión, o al menos no cede aún —ya que eso puede cambiar pronto—, tratáis de proscribirme y de presentarme como odioso a los ojos del mundo.» Consciente de que sus enemigos atentan abiertamente contra su vida, Castellio arremete contra su conciencia. «Decidme —pregunta este servidor de la palabra de Cristo— ¿en qué sentido puede vuestro comportamiento hacia mí remitir a Cristo? Incluso en el momento en el que el traidor le entrega a los esbirros, él le habla lleno de bondad y aún en la cruz ruega por su verdugo. ¿Y vosotros? Porque en determinados dogmas y opiniones me aparto de vosotros, me perseguís con rencor por todos los países de la tierra y azuzáis a los otros para que actúen contra mí con la misma hostilidad… ¡Qué secreta amargura debéis de sentir, cuando vuestro comportamiento merecería por parte de él una condena tan completa como la de que “quien odia a su hermano, es un asesino…”! Esos claramente son los preceptos de la verdad, accesibles para cualquiera, en cuanto se los libra de toda ocultación teológica, y vosotros mismos los enseñáis con vuestra palabra y en vuestros libros. ¿Por qué no los reconocéis también en vuestra vida?»
Pero De Beze, eso lo sabe Castellio, es sólo un hombre de paja. Ese odio asesino no procede de él, sino del déspota de las conciencias, de Calvino, que quiere prohibir cualquier intento de interpretación que no sea la suya. Por eso, Castellio le habla directamente a él, por encima de De Beze. Sin irritación, mirándole a los ojos, se opone a él. «Te otorgas a ti mismo el título de cristiano, reconoces el Evangelio, clamas a Dios y alardeas de hacer valer sus designios. Afirmas conocer la verdad evangélica. Entonces, ¿por qué cuando instruyes a los demás, no te instruyes tú mismo? ¿Por qué, si desde el púlpito predicas que no se debe calumniar, llenas tus libros de calumnias? ¿Por qué me condenáis, al parecer, para anular definitivamente mi orgullo, con tanta soberbia, arrogancia y presunción como si estuvierais sentados en el Consejo de Dios y Él os hubiera revelado los secretos de su corazón?… Volveos de una vez hacia vosotros mismos y preocupaos de que no sea demasiado tarde. Procurad, si es posible, dudar un momento de vosotros mismos, y veréis lo que ya otros muchos ven. Deponed ese amor propio que os consume, y el odio hacia los demás, especialmente el que tenéis hacia mi persona. Rivalicemos en indulgencia y descubriréis que mi impiedad es tan irreal como la vergüenza con la que buscáis cargarme. Permitid que me aparte de vosotros en algunos puntos de la doctrina. ¿Es que no se puede llegar a que entre hombres piadosos haya al mismo tiempo diversidad de opiniones y conformidad del corazón?»
Nunca un espíritu humano, conciliador, ha contestado con mayor benevolencia a fanáticos y doctrinarios. Y si bien Castellio se muestra magnífico en sus palabras, en esta lucha que le viene impuesta pone en práctica la idea de la tolerancia de un modo probablemente aún más ejemplar con su actuación. En lugar de responder al desdén con desdén, al odio con odio, prefiere intentar una vez más poner punto final a la pelea llegando a un acuerdo, como en su opinión debería ser posible siempre entre intelectuales: «no conozco ninguna tierra, ningún país, al que pudiera huir, de haber dicho contra vosotros cosas similares a las que vosotros habéis dicho de mí». Una vez más, ofrece a sus adversarios la mano para firmar la paz, a pesar de que ellos ya le apuntan con el hacha de guerra. «Os pido por el amor de Cristo que respetéis mi libertad y renunciéis al fin a cubrirme con falsas acusaciones. Dejad que profese mi fe sin coaccionarme, tal y como se os permite a vosotros la vuestra y como yo espontáneamente la reconozco. De todos aquellos cuya doctrina se aparta de la vuestra, no supongáis que están en un error, y no les acuséis acto seguido de herejía… Aunque yo, como otros muchos devotos, interprete la Escritura de un modo distinto a como lo hacéis vosotros, profeso con todas mis fuerzas la fe de Cristo. Seguramente uno de nosotros está equivocado, pero precisamente por eso amémonos el uno al otro. El Maestro revelará un día la verdad al que está equivocado. Lo único que sabemos con seguridad, tú y yo, o al menos deberíamos saber, es el compromiso de amor cristiano. Practiquémoslo y, al hacerlo, cerremos así la boca a todos nuestros adversarios. ¿Consideráis que vuestra interpretación es la correcta? Los demás piensan lo mismo de la suya. Que los más sabios se muestren, por tanto, como los más fraternales y que no permitan que su saber les vuelva arrogantes, pues Dios lo sabe todo y doblega a los orgullosos y ensalza a los humildes.»
«Os dirijo estas palabras llevado por un gran anhelo de amor. Os ofrezco el amor y la paz cristiana. Os hago un llamamiento al amor. De que lo hago con toda el alma, pongo a Dios por testigo y al espíritu de vida.»
«Si a pesar de ello, continuáis combatiéndome con odio, si no permitís que os someta al amor cristiano, no puedo más que callar. Que Dios nos juzgue y que, en la medida en la que le hemos sido fieles, decida entre nosotros dos.»
Resulta inconcebible que un llamamiento a la conciliación tan arrebatador y tan hondamente humano no aplacara a un adversario espiritual. Pero forma parte del absurdo de la naturaleza terrenal el que precisamente los ideólogos que han jurado una única idea sean por completo insensibles a cualquier otra que no sea la suya, aunque se trate de la más humana. La parcialidad en el pensamiento lleva inevitablemente a la injusticia en el modo de proceder. Allí donde un hombre o un pueblo están poseídos por el fanatismo de una única ideología, nunca hay espacio para el entendimiento y la tolerancia. A alguien como Calvino, el conmovedor requerimiento de ese hombre que sólo anhela la paz, que no predica en público, que no hace propaganda y no litiga, al que no mueve ni la más pequeña ambición de imponer por la fuerza su modo de pensar a cualquier otra persona sobre la tierra, no le hace la más mínima impresión. La devota Ginebra rechaza esa exhortación a la paz cristiana como si se tratara de una «monstruosidad». De inmediato se inicia un nuevo fuego graneado con todos los gases tóxicos del desprecio y de la instigación. Ahora sacan a escena una nueva mentira, probablemente la más pérfida de todas, para hacer sospechoso a Castellio, o para al menos ponerle en ridículo. Mientras que al pueblo de Ginebra se le prohíben severamente todos los espectáculos teatrales, considerados como un pecado, en el seminario de Ginebra los discípulos de Calvino ensayan una comedia «piadosa», en la que, como primer sirviente de Satanás, Castellio aparece bajo el evidente nombre de «parvo Castello» y en cuya boca ponen estos versos:
«Quant à moy, un chacun je sers
Pour argent en prose ou en vers
Aussi ne vis-je d’aultre chose…»
Incluso esta última calumnia, la de que este hombre que vive en apostólica pobreza vende su pluma por dinero y que sólo lucha en pro de la doctrina de la tolerancia como agitador pagado por algún papista, es propalada desvergonzadamente con el permiso de Calvino y sin duda alguna por instigación de este dirigente de la cristiandad, de este predicador de la palabra de Dios. Pero el hecho de que sea verdad o se trate de una calumnia, hace tiempo que resulta indiferente para el odio de partido calvinista. Todos ellos tienen una única idea: arrancar a Castellio de la cátedra en la Universidad de Basilea, quemar sus escritos y, si es posible, también a él.
Por eso, para estos rencorosos furibundos supone un agradable descubrimiento el que, durante uno de los habituales registros domiciliarios que se llevan a cabo en Ginebra, se sorprenda a dos ciudadanos con un libro que no está provisto —y esto ya sí que es una acción delictiva— del solemne imprimátur de Calvino. En ese pequeño escrito, Conseil à la France désolée, no aparece el nombre del autor ni el lugar de impresión, lo que hace que la obra huela aún más a herejía. Ambos ciudadanos son arrastrados de inmediato ante el Consistorio. Por miedo a las empulgueras y al potro de tortura, confiesan que un sobrino de Castellio les ha prestado el escrito, y ya están los cazadores siguiendo la pista aún fresca con fanático desenfreno, para de una vez capturar al animal acosado.
De hecho, este «libro dañino por estar lleno de errores» es una nueva obra de Castellio, quien ha vuelto a caer en su viejo e incurable «error» de apremiar con solicitud erasmista al arreglo pacífico de la disensión eclesiástica. No quiere ver en silencio cómo en su querida Francia el motín religioso empieza al final a dar sus sangrientos frutos y cómo los protestantes, secretamente alentados desde Ginebra, cogen allí las armas contra los católicos. Y como si pudiera presentir la noche de san Bartolomé y el horror de la guerra de los hugonotes, se siente obligado a mostrar de nuevo y en el último momento lo absurdo de tales derramamientos de sangre. Ni una doctrina ni la otra, declara, es en sí falsa. Lo equivocado y criminal es únicamente el intento de imponer por la fuerza a un hombre una fe en la que no cree. Todos los males de la tierra vienen de ese «forzar las conciencias», de los intentos, siempre renovados y siempre sedientos de sangre por parte del fanatismo estrecho de miras, de violentar las conciencias. Pero obligar a alguien a adherirse a un credo que interiormente no profesa, señala Castellio, no sólo es inmoral e ilícito. Es, además, disparatado y absurdo, pues el reclutamiento forzoso dentro de una ideología no produce más que creyentes que sólo lo son en apariencia. El método de las empulgueras empleado por cualquier propaganda coercitiva aumenta los miembros de ese partido únicamente hacia fuera y en número. Pero en realidad, una ideología que haga prosélitos de ese modo, con sus falsos números no engaña tanto al mundo, sino sobre todo a sí misma. Pues, y estas palabras de Castellio tienen validez para cualquier época: «Aquellos que sólo quieren tener el mayor número posible de partidarios, y por ello necesitan muchos hombres, son como un loco que tiene un gran recipiente con poco vino dentro y que lo llena de agua para obtener más vino. Con ello, en modo alguno aumenta el vino, sino únicamente echa a perder el bueno que tenía dentro. Nunca podréis afirmar que aquellos a quienes habéis obligado a reconocer un credo como propio, lo profesan también de corazón. Si se les dejara en libertad, dirían: creo de corazón que sois unos tiranos injustos y que lo que me habéis obligado a creer no tiene valor. Un vino malo no será mejor porque se obligue a la gente a beberlo.»
Castellio, por tanto, repite de nuevo su idea y lo hace con renovada pasión: que la intolerancia lleva de modo inevitable a la guerra, y únicamente la tolerancia, a la paz. Una ideología no puede imponerse por medio de las empulgueras, el hacha de guerra y los cañones, sino sólo individualmente y desde la convicción interna. Sólo a través del entendimiento pueden evitarse las guerras y unirse las ideas. Hay que dejar, por tanto, que quienes quieran ser protestantes sean protestantes y que sigan siendo católicos los que sinceramente se confiesan como tales. No hay que forzar ni a unos ni a otros. Anticipándose una generación a la reunión de ambos credos en Nantes para firmar la paz sobre las tumbas de cientos de miles de hombres sacrificados de modo insensato, un humanista solitario y trágico esboza ya el edicto de tolerancia para el territorio francés. «El consejo que te doy, Francia, es que dejes de violentar, de perseguir y de eliminar las conciencias, y que en lugar de ello permitas que en tu tierra a todo aquel que crea en Cristo se le conceda el derecho a servir a Dios no según una doctrina ajena, sino según la suya propia.»
Evidentemente, esta propuesta de entendimiento entre católicos y protestantes franceses es considerada en Ginebra como el crimen de todos los crímenes, pues la diplomacia secreta de Calvino en ese mismo momento se dedica a atizar brutalmente la guerra de los hugonotes en Francia. Por lo tanto, a su agresiva política eclesiástica nada puede parecerle menos oportuno que este pacifismo humanitario. De inmediato se ponen en marcha todos los mecanismos para reprimir el escrito de paz de Castellio. Los mensajeros corren en todas direcciones. Se escriben cartas conminando a todas las autoridades protestantes. Y de hecho, con esa agitación organizada, Calvino consigue que en el sínodo general reformado de agosto de 1563 se llegue al acuerdo siguiente: «La iglesia informa de la aparición del libro Conseil a la France désolée, cuyo autor es Castellio. Se trata de un libro muy peligroso y hay que guardarse de él.»
De nuevo, el fanatismo ha logrado impedir la difusión de un «libro peligroso», cuyo autor es Castellio. Y ahora le toca al hombre, a ese antidogmático y antidoctrinario inquebrantable e indoblegable. Hay que acabar con él de una vez. Y no sólo hay que taparle la boca de una vez, sino que hay que romperle para siempre el espinazo. De nuevo, se recurre a Théodore de Beze para dar a Castellio el golpe de gracia. Su Responsio ad defensiones et reprehensiones Sebastiani Castellionis, dedicado a los pastores de la iglesia de Basilea, muestra ya de por sí, con esa dedicatoria a las autoridades eclesiásticas, dónde ha de ponerse en marcha el mecanismo contra Castellio. Ya es hora, insinúa De Beze, de que la justicia eclesiástica se ocupe de este peligroso hereje, de este amigo de herejes. En salvaje confusión, el piadoso teólogo ataca a Castellio, acusándole de mentiroso, blasfemo, de ser el peor de los anabaptistas, y calificándole de deshonra de la doctrina sagrada, apestoso sicofante y protector no sólo de todos los herejes, sino también de todos los adúlteros y criminales. Al final, y de lo más amablemente, se le llama también asesino, y se dice que ha preparado su defensa en el taller de Satanás. Con la precipitación de la rabia, todos los insultos posibles se han amontonado sin orden, de modo que unos y otros se contradicen y anulan. Pero una cosa resulta clara en medio de todo este airado tumulto: el criminal deseo de hacer callar de una vez a Castellio y preferiblemente matarle. De una vez por todas.
El escrito de De Beze supone la acusación hace tiempo anunciada ante el tribunal del Santo Oficio. Sin pudor, la intención denunciante se muestra ahora en toda su provocadora desnudez. Pues, de modo categórico, se invita al sínodo de Basilea a que acuda inmediatamente a las autoridades civiles para que prendan a Castellio como si se tratara de un vulgar malhechor. De Beze en persona aparece por unos días en Basilea para agilizar la rueda de la justicia. Por desgracia, una mera formalidad contraría su impaciencia. Según las leyes de Basilea, para que un proceso pueda ponerse en marcha, es necesario dirigir antes una denuncia nominal y por escrito a las autoridades. Y como tal, no sirve un libro. Lo natural, lo lógico, sería que, si Calvino y De Beze querían en efecto acusar a Castellio, presentaran ahora ante las autoridades esa denuncia escrita con su propio nombre, pero Calvino se mantiene en su viejo método, tan eficaz en el caso Servet: prefiere urdir una acusación por medio de un complaciente tercero, antes que dirigirse a las autoridades bajo su propia responsabilidad. El hipócrita procedimiento que se puso en marcha en Vienne y en Ginebra se repite exactamente igual: en noviembre de 1563, inmediatamente después de la aparición del libro de De Beze, un hombre del todo incompetente, un tal Adam von Bodenstein presenta por escrito y ante el magistrado de Basilea una acusación de herejía contra Castellio. Este Adam von Bodenstein es el último que puede atreverse a presumir de defensor de la ortodoxia, pues no es otro que el hijo del tristemente célebre Karlstadt, al que Lutero expulsó de la Universidad de Wittenberg por considerarlo un peligroso exaltado. Discípulo del igualmente impío Paracelso, tampoco sirve como ejemplo de recto pilar de la Iglesia protestante. Con todo, parece que De Beze en su visita a Basilea consiguió de alguna manera ganar a Bodenstein para que realizara el lamentable servicio, pues en su carta al Consejo este último repite literalmente toda la confusión de argumentos de su libro, denostando a Castellio de un lado como papista y de otro como anabaptista, en tercer lugar como librepensador y en cuarto como ateo, además de como protector de todos los adúlteros y criminales. Pero, sea esto verdadero o falso, con su carta de acusación, que aún hoy se conserva y que oficialmente va dirigida al magistrado, se da el primer paso por la vía judicial. Como existe un documento protocolario, el tribunal de Basilea no tiene más remedio que iniciar una investigación. Calvino y los suyos han logrado su objetivo. Castellio, acusado de herejía, se sienta en el banquillo.
Para Castellio habría sido fácil defenderse del disparatado batiburrillo de acusaciones, pues con un ciego exceso de celo Bodenstein le incrimina al mismo tiempo de cosas tan contradictorias que con ello queda al descubierto su inverosimilitud. En Basilea, además, conocen muy bien la irreprochable conducta de Castellio. Hacer prisionero, encadenar y torturar con preguntas a Castellio no resulta tan fácil como lo fue con Servet. Primero hay que exhortarle a que, como profesor de la Universidad, se defienda ante el Senado de las acusaciones que se le han hecho. Y a sus colegas les basta con que, de acuerdo con la verdad, declare que su acusador Bodenstein es un hombre de paja y que exija que si Calvino y De Beze, los verdaderos promotores, quieren acusarle, lo hagan personalmente. «Como se me calumnia con tanta pasión, os ruego con toda el alma que me permitáis defenderme. Si Calvino y De Beze actúan de buena fe, deberían presentarse ellos mismos y demostrar ante vosotros los delitos de los que me acusan. Si son conscientes de haber actuado correctamente, entonces no tienen que temer al tribunal de Basilea, puesto que no han albergado ninguna duda al acusarme ante el mundo entero… Sé que quienes me acusan son grandes y poderosos, pero también Dios es poderoso, Él, que juzga sin hacer distinción entre unas personas y otras. Sé que soy pobre, un hombre oscuro, muy humilde y sin renombre, pero precisamente Dios vela por los humildes y no permite que su sangre sea derramada injustamente.» Él mismo, Castellio, reconoce al tribunal. Si se demuestra una sola de las contradictorias acusaciones, él mismo ofrece su cabeza para recibir el merecido castigo.
Como es lógico, Calvino y De Beze se cuidan de aceptar tan leal ofrecimiento. Ni él ni De Beze se presentan ante el Senado de Basilea. Y ya parece como si la pérfida denuncia fuera a fracasar, cuando una casualidad brinda a los adversarios de Castellio una ayuda inesperada, pues en ese preciso momento sale a la luz un oscuro y fatal asunto, que confirma peligrosamente la sospecha de herejía y de confraternidad con los herejes por parte de Castellio. En Basilea ha ocurrido algo singular. Bajo el nombre de Jean de Bruge, un rico aristócrata extranjero ha vivido allí durante doce años, en su castillo de Binningen, siendo muy apreciado y querido por su generosidad. Cuando ese noble forastero muere en el año 1556, toda la ciudad asiste solemnemente a sus fastuosas exequias. El féretro es inhumado en el lugar más digno de la iglesia de san Leonardo. Entretanto pasan los años, hasta que un día se difunde el rumor, a duras penas creíble, de que ese noble extranjero no fue ningún extraño aristócrata o comerciante, sino nada más y nada menos que el temido y proscrito heresiarca David de Joris, el autor de Wonderboeks, quien durante la atroz masacre que tuvo lugar en Flandes entre los anabaptistas desapareció de forma misteriosa. Qué escándalo para la ciudad de Basilea haber concedido públicamente a este enemigo incurable de la Iglesia los mayores honores tanto en vida como una vez muerto. Y como desagravio por haber abusado fraudulentamente de su hospitalidad, las autoridades inician un proceso contra el que ya hace tiempo que ha muerto. Tiene lugar entonces una espantosa ceremonia: sacan de su cenotafio el cadáver medio descompuesto del hereje y lo cuelgan en el patíbulo, antes de quemarlo, junto con un buen acopio de escritos heterodoxos, en la gran plaza del mercado de Basilea y ante miles de personas. También Castellio, en compañía de otros profesores de la Universidad, ha de asistir al nauseabundo espectáculo. Cabe imaginar con qué sensación de abatimiento y repugnancia, pues una gran amistad le unió durante todos esos años a ese tal David de Joris. Juntos trataron en su momento de salvar a Servet, e incluso es muy probable que David de Joris, el heresiarca fuera también uno de los anónimos colaboradores del libro de Martinus Bellius De haereticis. En cualquier caso no cabe duda de que Castellio nunca tuvo al señor del castillo de Binningen por el simple comerciante por el que él mismo se hacía pasar, sino que desde el principio tuvo conocimiento del verdadero nombre del supuesto Jean de Bruge. Pero, tolerante en la vida como en sus escritos, no pensó denunciar, ni negar su amistad a un hombre sólo porque hubiera sido proscrito por todas las iglesias y autoridades del mundo.
El súbito descubrimiento de esta relación con el más temido de todos los anabaptistas ratifica, poniendo en peligro su vida, la acusación por parte de los calvinistas de que Castellio protege y encubre a todo hereje y criminal. Y como la casualidad siempre se encarga de dar otra vuelta de tuerca, al mismo tiempo se descubre una segunda y estrecha relación de Castellio con otro hereje con graves antecedentes: Bernardo Occhino. En sus orígenes famoso monje dominico, conocido en toda Italia por sus insuperables sermones, Occhino huyó repentinamente de su patria por miedo a la Inquisición apostólica. Pero también en Suiza, con la obstinación de sus tesis, asustó pronto a los párrocos reformados. Sobre todo con su último libro, los Treinta diálogos, que contiene una interpretación de la Biblia que en todo el mundo protestante es considerada como una blasfemia inaudita. En él, Bernardo Occhino, basándose en la ley de Moisés, declara que la poligamia, aunque sin recomendarla, en principio está permitida por la Biblia y que, por tanto, es lícita.
Ese libro con tan escandalosa tesis y otras muchas opiniones intolerables para la ortodoxia —el proceso contra Bernardo Occhino se entabló de inmediato— fue traducido del italiano al latín nada menos que por Castellio. En su versión, la obra del hereje fue llevada a la imprenta. Por ello, es culpable de haber participado en la difusión de semejantes blasfemias. Evidentemente, como cómplice no está menos amenazado por el tribunal religioso de lo que lo está el autor. De la noche a la mañana, las vagas acusaciones de Calvino y De Beze acerca de que Castellio era el baluarte y cabecilla de las más salvajes herejías cobran a través de su íntima amistad con David de Joris y con Bernardo Occhino una alarmante verosimilitud. La Universidad no puede y no quiere seguir protegiendo a un hombre como ése. Y antes de que haya comenzado el proceso propiamente dicho, Castellio ya está perdido.
Lo que al defensor de la tolerancia le cabe esperar de la intolerancia de sus contemporáneos, puede imaginarlo por la crueldad con la que las autoridades eclesiásticas proceden contra su camarada Bernardo Occhino. Proscrito de la noche a la mañana de Locarno, donde era sacerdote de la comunidad de emigrantes italianos, es expulsado y no se le concede siquiera la gracia de un aplazamiento, que es solicitado en vano. El hecho de que tenga setenta años y de que carezca de recursos no le procura la más mínima conmiseración. El que hace pocos días haya perdido a su mujer no le brinda ninguna demora. Que tenga que echarse al mundo con hijos menores de edad no mitiga el encono de los piadosos teólogos. Que sea invierno, que los pasos de montaña estén cubiertos por un pie de nieve y los caminos intransitables, no preocupa a los fanáticos perseguidores. ¡Que el agitador, que el hereje, reviente en la calle! Se le expulsa en pleno mes de diciembre. El achacoso hombre de barba blanca ha de arrastrarse con sus hijos atravesando montañas y cumbres cubiertas de hielo para buscar asilo en algún lugar del mundo. Pero esa crueldad por parte de los teólogos del odio, de los piadosos predicadores de la palabra de Dios, no es suficiente, pues al final la compasión de algún ser caritativo podría conceder al ambulante viejo y a sus hijos una habitación caliente o un montón de paja para pasar una noche. De modo que con su repugnante celo religioso, adelantándose al proscrito, envían cartas de un lugar a otro, por las que ningún buen cristiano debe admitir bajo su techo a semejante monstruo. Y de inmediato, como si se tratara de un leproso, todas las ciudades y aldeas le cierran sus puertas. Sin encontrar un solo lugar de descanso, este anciano erudito tiene que ir abriéndose paso a través de toda Suiza como si fuera un mendigo callejero, pasando la noche en graneros, agotado por el frío, para, vacilante, intentar llegar hasta la frontera. Después también a través de la inmensa Alemania, donde igualmente todas las comunidades han sido ya prevenidas contra él. Sólo le mantiene en pie la esperanza de encontrar cobijo para él y para los niños en Polonia, entre gentes más humanas. Pero el esfuerzo resulta demasiado duro para el quebrantado hombre. Bernardo Occhino nunca alcanzó su objetivo, nunca alcanzó la paz. Víctima de la intransigencia, el extenuado anciano se queda a mitad de camino, tirado en una carretera de Moravia. Y allí, en el extranjero, se le entierra como un vagabundo en una tumba hace ya mucho tiempo olvidada.
En ese siniestro espejo deformante Castellio puede leer de antemano su propio destino. Ya se dispone el proceso contra él, con la hoguera preparada para alojar a su huésped, y en una época de semejante inhumanidad, al hombre cuyo único delito consiste en haber sentido demasiado humanamente y en haber mostrado compasión hacia demasiados perseguidos no le cabe esperar ninguna piedad, ningún trato humano. El destino de Servet se plantea también para su defensor. La intolerancia de la época ha puesto ya la mano en la garganta de su adversario más peligroso, el defensor de la tolerancia.
Pero un desenlace providencial quiere que a sus perseguidores no se les conceda el manifiesto triunfo de ver a Sebastian Castellio, el gran enemigo de toda dictadura del espíritu, en el calabozo, en el exilio o en la hoguera. En el último momento, una muerte repentina salva a Castellio del proceso y del ataque asesino de sus enemigos. Ya hace tiempo que su extenuado cuerpo está debilitado por el exceso de trabajo, y cuando ahora las preocupaciones y las emociones fatigan también su alma, el minado organismo no resiste más tiempo. Sin embargo, hasta el último momento Castellio se arrastra para ir a la Universidad y sentarse ante el escritorio. Pero se trata de una resistencia del todo inútil. La muerte triunfa ya sobre la voluntad de vivir y sobre la actividad del espíritu. En el paroxismo de la fiebre, le llevan al lecho. Las fuertes convulsiones estomacales no le permiten alimentarse más que de leche. Los órganos funcionan cada vez peor. Al final, el corazón agitado no puede más. El 29 de diciembre de 1563 Sebastian Castellio muere a los cuarenta y ocho años de edad, «escapando de las garras de sus enemigos con la ayuda de Dios», tal y como se expresa un amigo presente en el momento de su muerte.
Con esta muerte, la difamación también se viene abajo. Demasiado tarde, sus conciudadanos reconocen lo mal y lo tibiamente que han defendido a su mejor hombre. Su herencia demuestra de modo concluyente en qué apostólica pobreza ha vivido este honesto y gran erudito. En la casa no se encuentra una sola moneda de plata. Los amigos han de pagar el ataúd y las pequeñas deudas, hacer frente a los gastos del entierro y acoger a los hijos menores de edad. Pero al mismo tiempo, para compensarle por el oprobio de la acusación, el entierro de Sebastian Castellio se convierte en un triunfo desde el punto de vista moral. Todos los que, temerosos y prudentes, callaron mientras Castellio estuvo bajo sospecha de herejía, salen ahora a escena para demostrar cuánto le amaban y respetaban, pues siempre resulta más cómodo defender a un muerto que a un vivo impopular. Solemnemente, la Universidad en pleno sigue al cortejo fúnebre. El féretro es llevado a hombros por los estudiantes hasta la catedral e inhumado en el claustro. A sus expensas, tres de sus alumnos mandan labrar en la lápida la siguiente dedicatoria: «Al ilustre maestro, en agradecimiento por su gran saber y la pureza de su vida.»
Pero mientras Basilea llora la muerte de un hombre honesto y sabio, en Ginebra cunde el júbilo. No les falta más que hacer sonar las campanas al recibir la fausta noticia de que el más osado defensor de la libertad espiritual ha sido felizmente aniquilado, de que al fin ha enmudecido el que con mayor elocuencia ha hablado en contra de la violación de las conciencias. Con una alegría indecente, todos los «servidores de la palabra divina», devotos de la Biblia, se felicitan unos a otros, como si la frase «amad a vuestros enemigos» jamás se hubiera escrito en el Evangelio. «¿Castellio está muerto? ¡Tanto mejor!», escribe Bullinger, el párroco de Zurich. Otro se burla de la siguiente manera: «Para no tener que defender su causa ante el Senado de Basilea, Castellio se ha refugiado en casa de Radamantis (el príncipe de los infiernos).» De Beze, que con las flechas de sus denuncias ha dejado a Castellio tendido en el suelo, ensalza a Dios por haber liberado al mundo de este hereje y se vanagloria de ser un inspirado heraldo: «Fui un buen profeta al decirle a Castellio: el Señor te castigará por tus blasfemias.» Ni con la muerte de este luchador solitario, de este vencido, y por ello, doblemente honroso, se ha hartado el encono de la ira. Pero el odio, como siempre, resulta estéril. Al muerto ninguna ofensa puede ya humillarle. Y la idea por la que vivió y murió está, como todas las ideas verdaderamente humanas, por encima de todo poder terrenal y transitorio.