EL ASESINATO DE SERVET
Tras su huida de la prisión, Servet desaparece unos meses sin dejar rastro. Nadie podrá jamás imaginar ni describir la angustia que sufrió el perseguido hasta aquel día de agosto en el que, montado en un jamelgo de alquiler, entró en el que para él era el lugar más peligroso del mundo, Ginebra, donde se hospedó en la fonda «A la rosa».
Tampoco se aclarará nunca por qué el «malis auspiciis appulsus», como más tarde le llamó el propio Calvino, guiado por una mala estrella, buscó alojamiento precisamente en esa ciudad. ¿Pensaba pasar allí una sola noche, para al día siguiente continuar su huida en un bote hasta el otro lado del lago? ¿Esperaba convencer a su enemigo mortal con un intercambio verbal de impresiones mejor de lo que lo había hecho por carta? ¿O era su viaje a Ginebra tal vez únicamente uno de esos actos insensatos provocados por la sobreexcitación de los nervios, por ese gusto diabólicamente dulce y punzante por jugar con el peligro que a menudo acomete a los hombres precisamente en los momentos de mayor desesperación? No se sabe, y no se sabrá nunca. Los interrogatorios y las actas no esclarecen el misterio de por qué Servet visitó Ginebra, precisamente Ginebra, donde por parte de Calvino sólo le cabía esperar lo peor.
Pero su ánimo desvariado y provocativo lleva al desdichado aún más lejos. Recién llegado a Ginebra, Servet se presenta cada domingo en la iglesia en la que se reúne toda la comunidad calvinista, y —nuevo desvarío—, de todas las iglesias, precisamente en la de san Pedro, donde predica Calvino, el único hombre que le ha visto cara a cara en los días ya lejanos de París. En él sin duda se produce un hipnotismo que escapa a toda explicación lógica: ¿busca la serpiente la mirada de su víctima o es más bien ésta la que busca la mirada de acero de la sierpe, esa mirada que al mismo tiempo que asusta ejerce una terrible fascinación sobre ella? En cualquier caso, la que arrastró a Servet al encuentro con su destino debió de ser una fuerza misteriosa.
Inevitablemente, en una ciudad en la que todos y cada uno están obligados por ley a vigilar a los demás, un desconocido despierta la curiosidad de todas las miradas. Y en seguida ocurre lo que era de esperar: Calvino reconoce, en medio de su piadoso rebaño, al lobo feroz, y sin pérdida de tiempo ordena a sus esbirros arrestar a Servet en cuanto abandone la iglesia. Una hora después, Servet está encadenado.
La detención de Servet es, sin duda, una manifiesta violación de la ley y una grosera infracción del derecho de hospitalidad y del derecho público de gentes, sagrados en todos los países del mundo. Servet es extranjero, es español, ha entrado en Ginebra por primera vez y, por tanto, no puede haber cometido allí ningún delito que justifique su detención. Los libros de los que es autor se han impreso todos en el extranjero, por lo que en Ginebra no ha podido incitar a nadie, ni echar a perder ningún alma piadosa con sus heréticas opiniones. Además, sin que se haya hecho pública una sentencia del tribunal, un «predicador de la palabra de Dios», una personalidad eclesiástica, no tiene ninguna autoridad para mandar arrestar y encadenar a nadie dentro de la jurisdicción de la ciudad de Ginebra. Se mire por donde se mire, el ataque de Calvino a Servet supone un acto de arbitrariedad dictatorial sólo comparable en la historia del mundo, por su abierta burla frente a cualquier reglamento y frente a toda convención, con el ataque y el asesinato cometido por Napoleón en la persona del duque de Enghien. También aquí, con esta abusiva privación de libertad, el proceso iniciado contra Servet no es un proceso regular, sino un crimen premeditado y que no se puede encubrir con ninguna mentira piadosa.
Sin cargos previos, Servet ha sido arrestado y encerrado en prisión, de modo que ahora, aunque sea con posterioridad, hay que construir una culpa. Lo lógico sería que el hombre que tiene esta detención sobre su conciencia —«me auctore», por mi causa, reconoce el propio Calvino—, se presentara también como el acusador de Servet. Pero según la ley en Ginebra, una ley realmente ejemplar, todo ciudadano que acuse a otro de haber cometido un delito debe presentarse en prisión al tiempo que el acusado y permanecer allí hasta que se haya demostrado que su acusación es fundada. Por tanto, para acusar legalmente a Servet, Calvino debería ponerse a disposición del tribunal. Sin embargo, como gobernador teocrático de Ginebra, Calvino se considera demasiado bueno para someterse a tan penoso procedimiento, pues, ¿qué pasaría si el Consejo reconociera la inocencia de Servet, y él mismo, como denunciante, tuviera que permanecer en prisión? ¡Qué catástrofe para su reputación! ¡Qué triunfo para su adversario! Así que Calvino, como siempre diplomático, prefiere encomendar el desagradable papel de acusador a su secretario Nicolás de la Fontaine. Y realmente, formal y silencioso, su secretario deja que le metan a él en prisión en lugar de a Calvino, no sin antes presentar a la autoridad una acusación contra Servet, naturalmente, redactada por Calvino y formulada en veintitrés puntos. Una comedia preludia esta terrible tragedia. De todos modos, tras esa violación evidente de la ley se percibe ahora, al menos superficialmente, la apariencia de un procedimiento legal. Por primera vez, Servet es sometido a un interrogatorio, y en una lista de varios párrafos se le comunican las distintas acusaciones que se le hacen. A esas preguntas y cargos, Servet contesta tranquilo y de modo inteligente. Su energía aún no ha sido quebrantada por el presidio. Sus nervios están intactos. Punto por punto, niega las incriminaciones, y a la imputación, por ejemplo, de que en sus escritos ha atacado a la persona del señor Calvino, contesta que eso no es más que una interpretación tergiversada de los hechos, pues Calvino le ha atacado a él primero y que sólo en vista de ello él ha demostrado que tampoco Calvino es infalible en algunas de sus demandas. Si Calvino le acusa a él, Servet, de aferrarse tenazmente a un par de tesis, él puede acusar a Calvino de la misma obstinación. Se trata, entre Calvino y él, únicamente de una diferencia de opiniones en cuestiones teológicas que no pueden ser decididas ante un tribunal de este mundo y si, a pesar de ello, Calvino le ha mandado arrestar, no es más que un acto de venganza personal. Nada más y nada menos que el jefe del protestantismo le ha denunciado ante la Inquisición católica, y si fuera por ese predicador de la palabra de Dios, hace ya mucho tiempo que a él tenían que haberle quemado.
La base jurídica de esta teoría de Servet resulta hasta tal punto incontrovertible que los ánimos en el Consejo se inclinan bastante a su favor, y es probable que se hubieran contentado con ordenar simplemente el destierro de Servet. Pero, por algunos indicios, Calvino debe de haber notado que la causa no es desfavorable a Servet y que su víctima al final aún podría escapársele, pues el 17 de agosto aparece de pronto ante el Consejo e inesperadamente pone fin a la farsa de su supuesto desinterés. Clara y abiertamente, toma ahora partido. Ya no niega que es él quien verdaderamente acusa a Servet, y solicita del Consejo participar a partir de ahora en los interrogatorios con este hipócrita pretexto: «para poder demostrar mejor sus errores al acusado». En realidad, es evidente, para, al entrar en acción con toda su personalidad, impedir que su víctima se le escape.
Desde este momento, en el que Calvino se entremete de manera despótica entre el acusado y sus jueces, la causa de Servet se agrava seriamente. Calvino, hábil en el ejercicio de la lógica y calificado jurista, sabe acometer el asunto de modo muy distinto a como lo hiciera el insignificante secretario De la Fontaine. Y en la misma medida en la que el acusador muestra su fuerza, se debilita en el acusado la seguridad. El excitable español pierde los nervios a ojos vistas, tan pronto como inesperadamente ve sentado junto a sus jueces a su acusador y enemigo mortal. Frío, severo, plantea las distintas preguntas, simulando una absoluta objetividad, aunque —y Servet lo siente hasta en lo más profundo— férreamente decidido a atraparle y estrangularle con esas preguntas. Un maligno deseo de combatir, una amarga cólera se apodera del indefenso. En lugar de permanecer tranquilo, sin nervios, seguro desde el punto de vista jurídico, deja que Calvino, con sus preguntas capciosas, le lleve al resbaladizo terreno de las discusiones teológicas, poniéndose él mismo en peligro con su celoso afán por tener la razón. Pues una afirmación como la de que el demonio es una parte de la sustancia divina, basta por sí sola para que a los piadosos miembros del Consejo un escalofrío les recorra la espalda. Pero una vez despertada su ambición filosófica, Servet se extiende sin ningún reparo sobre los más espinosos y sutiles artículos de fe, como si los hombres del Consejo que tiene frente a él fueran ilustrados teólogos, ante los que se pudiera discutir la verdad despreocupadamente. Y precisamente ese imperioso deseo de hablar y esa apasionada avidez por la discusión son los que convierten a Servet en sospechoso a los ojos de sus jueces. Cada vez más comparten la opinión de Calvino de que ese extranjero que, con ojos llameantes y con los puños cerrados, habla en contra de las doctrinas de su Iglesia, debe de ser un agitador peligroso para la paz religiosa y probablemente un hereje incurable. En cualquier caso, se hace bien en entablar una exhaustiva investigación contra él. Se decide mantenerle en prisión, mientras que a su acusador Nicolás de la Fontaine se le deja libre. Calvino ha impuesto su voluntad y, contento, escribe a un amigo: «Espero que sea condenado a muerte.»
¿Por qué desea Calvino con tanto ahínco que Servet sea condenado a muerte? ¿Por qué no le basta un triunfo más modesto: simplemente saber que a su adversario se le destierra del país o que se le despacha de alguna otra manera deshonrosa? Inevitablemente, en un principio se produce la impresión de que aquí se descarga un odio del todo privado y personal. Pero Calvino no odia en realidad a Servet más que a Castellio o a cualquier otro que se alce en contra de su autoridad. Para una naturaleza tiránica, el odio incondicional hacia todo aquel que se atreva a enseñar algo distinto a lo que ella enseña, es un sentimiento del todo instintivo. Pero cuando busca actuar precisamente contra Servet, y precisamente en este momento, con la más cortante agudeza de la que es capaz, no lo hace basándose en motivos personales, sino de naturaleza política: ese rebelde frente a su autoridad, Miguel Servet, debe pagar por otro enemigo de su ortodoxia, el ex dominico Jerome Bolsec, al que también quiso atrapar con las tenazas para torturar herejes y quien se le escapó de la manera más escandalosa. Este Jerome Bolsec que, como médico de cabecera de las más distinguidas familias, gozaba de prestigio generalizado en Ginebra, combatió públicamente el punto más débil e impugnable de la doctrina de Calvino: su rígida fe en la predestinación. Con parecidos argumentos a los de Erasmo en la misma cuestión contra Lutero, declaró absurda la idea de que Dios, como principio de todo bien, pueda consciente y voluntariamente determinar e impulsar a los hombres a cometer las más graves fechorías. Se sabe con qué poca complacencia se tomó Lutero las objeciones de Erasmo, los carros de injurias y de escoria que ese maestro de la grosería descargó sobre el viejo y sabio humanista. Pero, aun siendo colérico, ordinario y brutal, Lutero respondió a Erasmo sin abandonar nunca las formas de la polémica espiritual, y nunca, ni por lo más remoto, se le ocurrió acusarle de herejía ante un tribunal de este mundo porque le contradijera en la doctrina de la predestinación. Sin embargo, Calvino, en su delirio de infalibilidad, considera que cualquiera que le contradiga es implícitamente un hereje. La oposición a su doctrina eclesiástica es para él lo mismo que un delito de Estado. Por lo tanto, en lugar de responder a Jerome Bolsec como teólogo, ordena que de inmediato se le encierre en prisión.
Pero, inesperadamente, el intimidatorio ejemplo que esperaba dar con Jerome Bolsec fracasa de la manera más estrepitosa, pues en Ginebra muchos conocían a este médico instruido y sabían que era un hombre temeroso de Dios. Y al igual que en el caso de Castellio, surge la sospecha de que Calvino sólo quiere librarse de un hombre que piensa de modo independiente y que no le sirve por completo, para seguir siendo él el único, el amo exclusivo en Ginebra. La elegía en verso escrita por Bolsec en prisión, en la que expone su inocencia, pasó en copias de mano en mano. Y aunque Calvino acosó con dureza al magistrado, los miembros del Consejo vacilaron a la hora de expresar el veredicto de herejía por él exigido. Para alejar de sí la penosa decisión, se declararon incompetentes en cuestiones religiosas. Se negaron a expresar un fallo, porque esta cuestión teológica sobrepasaba su capacidad de juicio. Primero, en este difícil caso debían solicitar dictámenes judiciales de las otras iglesias regionales de Suiza. Con esta consulta, sin embargo, Bolsec estaba salvado, pues las iglesias reformadas de Zurich, Berna y Basilea, secretamente muy bien dispuestas a propinar un pequeño golpe a la presunción de infalibilidad de su fanático colega, negaron unánimemente haber visto en las manifestaciones de Bolsec la expresión de ninguna opinión blasfema. Así pues, el Consejo le concedió la absolución. Calvino tuvo que renunciar a su víctima y conformarse con que Bolsec, por deseo del magistrado, desapareciera de la ciudad.
Este franco descalabro de su autoridad teológica sólo puede olvidarlo con un nuevo proceso por herejía. Servet ha de pagar por Bolsec, y en este segundo intento las perspectivas de Calvino son infinitamente más favorables, pues Servet es un extranjero, un español. No tiene en Ginebra, como Castellio o como Bolsec, amigos, admiradores, ni gente dispuesta a auxiliarle. Además, desde hace años en toda la comunidad reformada es aborrecido por sus desvergonzados ataques al dogma de la Trinidad y por su arrogante manera de actuar. Con semejante marginado, sin nadie que le respalde, el ejemplo intimidatorio puede llevarse a cabo con mucha mayor facilidad. Desde el primer momento, este proceso es para Calvino una cuestión enteramente política, una cuestión de poder. Una prueba, la decisiva, de su voluntad de establecer una dictadura del espíritu. Si Calvino hubiera querido simplemente librarse de Servet como adversario privado, teológico, las circunstancias se lo habrían puesto muy fácil, pues apenas ha comenzado la investigación en Ginebra, aparece ya un enviado de la justicia francesa para solicitar la extradición a Vienne del fugitivo condenado en Francia, donde le espera la hoguera. Una ocasión única para que Calvino hubiera jugado a hacerse el magnánimo, librándose aún así del odiado oponente. El Consejo de Ginebra sólo tenía que haber aprobado la extradición y con ello habría despachado tan enojoso asunto. Pero para Calvino, Servet no es un hombre vivo, no es un sujeto, sino un objeto con el que quiere demostrar al mundo, y de modo patente, la inviolabilidad de su doctrina. El delegado de las autoridades francesas es enviado de vuelta sin haber logrado su propósito. En su propio ámbito de poder, el dictador del protestantismo quiere conducir y concluir este proceso con la intención de convertir en ley orgánica del Estado el que todo aquel que intente llevarle la contraria pone en juego su vida.
Que para Calvino el caso Servet no es más que una prueba con la que demostrar su poder, pronto lo perciben en Ginebra tanto sus amigos como sus enemigos. Nada más natural, por tanto, que el que estos últimos lo intenten todo con tal de echar a perder a Calvino su ejemplo. Huelga decir que, como ser humano, Servet no les importa a estos políticos lo más mínimo. Para ellos, el infortunado no es nada más que una excusa, un instrumento de laboratorio, una pequeña palanca con la que sacar de quicio el poder del dictador. Y en su fuero interno, les es indiferente que durante el intento la herramienta se les haga pedazos entre las manos. De hecho, estos peligrosos amigos prestan a Servet el peor de los servicios, aumentando con falsos rumores la inestable arrogancia del histérico y enviándole en secreto a la cárcel la noticia de que sólo estando verdaderamente decidido puede oponer resistencia a Calvino. Su único interés es que el proceso sea lo más excitante y lo más espectacular posible. Cuanto más enérgicamente se defienda Servet, cuanta mayor rabia muestre en su ataque al odiado adversario, mejor.
Pero, por desgracia, no es necesario mucho más para que el ya de por sí imprudente se vuelva aún más irreflexivo. El largo y terrible cautiverio hace tiempo que ha surtido su efecto, llevando al exaltado a un estado de furor desmedido, pues Servet —y Calvino debe de saberlo— es tratado en prisión con una dureza consciente y refinada. Desde hace semanas, a este hombre enfermo, nervioso e histérico, que se sabe del todo inocente, se le trata como a un asesino, teniéndole encerrado con cadenas en las manos y en los pies en un calabozo húmedo y helador. Harapientos cuelgan los vestidos de su cuerpo aterido de frío. A pesar de ello, no se le concede una camisa limpia. Los más elementales principios de higiene son desatendidos. Nadie puede prestarle ni la más mínima ayuda. En su inmensa necesidad, Servet se dirige al Consejo pidiendo más humanidad en una conmovedora carta: «Las pulgas me comen vivo. Mis zapatos están desgarrados. No tengo vestidos, ni muda.»
Pero una mano secreta —y uno cree reconocer esa mano dura que como una mordaza evita cualquier oposición— impide que su suerte mejore lo más mínimo, a pesar de que el Consejo, nada más recibir la reclamación de Servet, ordena que tan precaria situación sea subsanada. Como si se tratara de un perro sarnoso sobre un montón de estiércol, dejan que este osado pensador, este sabio de espíritu independiente, se consuma en su húmeda cueva. Y aún más horribles resuenan los gritos de ayuda de la segunda carta, enviada pocas semanas más tarde, pues Servet se ahoga literalmente en sus propios excrementos: «Os ruego, por el amor de Cristo, que no me neguéis lo que concederíais a un turco o a un criminal. De todo aquello que habéis ordenado para mi aseo, no se ha hecho nada. Estoy en un estado aún más lamentable que antes. Es en extremo cruel que no se me dé ninguna oportunidad para remediar mis necesidades corporales.»
¡Pero nada se hizo! ¿Es entonces un prodigio que cada vez que van a sacar a este hombre de su cueva llena de agua, estalle en una verdadera rabia, cuando, con cadenas en los pies y humillado en sus apestosos harapos, ve frente a él, sentado a la mesa del tribunal, frío e indiferente, con su vestido talar negro y bien cepillado, preparado y espiritualmente descansado, al hombre con el que quiso mantener un diálogo de espíritu a espíritu, de sabio a sabio, y que, sin embargo, le trata peor que a un asesino? ¿No es inevitable que, atormentado y aguijoneado por las más vulgares y maliciosas preguntas e insinuaciones, que escarban hasta lo más íntimo de su vida sexual, pierda la razón y la prudencia y, por su parte, ataque al fariseo con los más horribles insultos? Enfebrecido por tantas noches de insomnio, al hombre al que debe ese trato inhumano le suelta directamente en las narices las siguientes palabras: «¿Niegas que eres un asesino? Lo demostraré a través de tus actos. Por lo que respecta a mí, estoy seguro de que mi causa es justa y no temo la muerte. Pero tú gritas como un ciego en el desierto, porque el espíritu de la venganza abrasa tu corazón. ¡Has mentido, has mentido, ignorante, calumniador! En ti espumarajea la ira cuando persigues a alguien hasta la muerte. Quisiera que toda tu magia aún estuviera en el vientre de tu madre, para tener la oportunidad de mostrar todos tus errores.» El desgraciado Servet, en la roja embriaguez de la cólera, se olvida de su propia impotencia. Haciendo sonar sus cadenas, con espuma en la boca, este hombre enfurecido exige del Consejo que ha de juzgarle que dicte sentencia, en lugar de contra él, contra el delincuente Calvino, contra el dictador de Ginebra. «Así, él, mago como es, no sólo será considerado culpable y condenado, sino que habrá de ser expulsado de esta ciudad, y sus bienes recaer sobre mí como compensación por los que yo he perdido por su culpa.»
Como era de esperar, los honrados miembros del Consejo quedan espantados ante tamañas palabras, ante tamaña visión. Ese hombre flaco, pálido y extenuado, con la barba rala y enmarañada, que con ojos ardientes y en una lengua extranjera suelta indomable las más monstruosas acusaciones contra su cristiano director, sin duda debe de parecerles un poseso, un hombre entregado a Satanás. Los ánimos hacia él, de interrogatorio en interrogatorio, son cada vez más desfavorables. En realidad, el proceso ya habría llegado a su fin y la condena de Servet sería ineludible, pero los enemigos secretos de Calvino tienen demasiado interés en alargar y demorar el proceso, pues no quieren concederle el triunfo de ver que su adversario cae víctima de la ley. De nuevo, tratan de salvar a Servet, solicitando, como en el caso de Bolsec, la opinión de los otros sínodos reformados de Suiza, animados con la secreta esperanza de que también esta vez y en el último momento a Calvino le sea arrebatada la víctima de su dogmatismo.
Pero el propio Calvino sabe muy bien que ahora está en juego su autoridad. No dejará que por segunda vez pasen por encima de él. En esta ocasión toma medidas anticipada y diligentemente. Mientras su desdichada víctima se pudre indefensa en el calabozo, él redacta misiva tras misiva a los Consejos eclesiales de Zurich, Basilea, Berna y Schaffhausen, para influir de antemano en su dictamen. Envía mensajes a los cuatro vientos y moviliza a todos sus amigos, para advertir a sus compañeros de cargo que no deben permitir que ese imperdonable blasfemo se sustraiga a su justa condena. Para su unilateral influencia resulta provechoso el que en el caso de Servet se trate de un conocido agitador teológico y que ya desde los tiempos de Zvinglio y Bucero se odie al «insolente hispano» en todos los círculos de la Iglesia. De hecho, todos los sínodos suizos declaran por unanimidad que las opiniones de Servet son erróneas y blasfemas. Y aunque ninguna de las cuatro comunidades eclesiásticas reclame abiertamente o siquiera apruebe la pena de muerte, autorizan en principio el empleo de la fuerza. Zurich escribe: «La pena que ha de infligirse a este hombre, la dejamos a la discreción de Vuestra Sapiencia.» Berna ruega al Señor que conceda a los ginebrinos «la sabiduría y la energía necesarias para que sirváis a la Vuestra y a las demás iglesias, liberándolas de esta peste». Pero esta alusión al recurso a la violencia es atenuada a su vez con la siguiente exhortación: «pero de tal modo que a la par no hagáis nada que pueda parecer impropio de un magistrado cristiano». En ninguna parte se incita a Calvino claramente a aplicar la pena de muerte. Pero como las diferentes iglesias han aprobado el proceso contra Servet, aprobarán también, así lo siente Calvino, lo que venga, pues con sus ambiguas palabras le dejan las manos libres para tomar cualquier decisión. Y siempre que se les da libertad, esas manos golpean con fuerza y contundencia. En vano intentan los aliados secretos, en cuanto se enteran del dictamen de las distintas iglesias, aplazar hasta el último momento la inminente sentencia. Perrin y los demás republicanos proponen consultar también a la más alta instancia de la comunidad: el Consejo de los Doscientos. Pero es demasiado tarde. La oposición al adversario de Calvino es ya demasiado peligrosa: el 26 de octubre Servet es condenado por unanimidad a morir quemado vivo en la hoguera. Y el cruel veredicto ha de ejecutarse al día siguiente en la plaza de Champel.
Durante semanas, Servet, entregado en el calabozo a las más delirantes esperanzas, se ha aislado por completo del mundo real. Preso de una fantasía ya de por sí sobreexcitada y confundido además por las insinuaciones secretas de sus presuntos amigos, Servet se embriaga cada vez más vivamente con la ilusión de que hace tiempo que ha convencido a los jueces de la verdad de sus tesis y de que en pocos días expulsarán de allí al usurpador Calvino. Tanto más terrible es su despertar cuando los secretarios del Consejo, con gesto reservado, entran en su celda y ceremoniosamente desenrollan un pergamino para su lectura. La condena cae sobre Servet como un rayo. Rígido, como si no entendiera en absoluto esa monstruosidad, escucha la sentencia, según la cual será quemado vivo al día siguiente por blasfemo. Durante unos minutos, se queda como si estuviera mudo e inconsciente, pero después los nervios de este hombre atormentado se desgarran. Comienza a gemir, a lamentarse, a sollozar. Y, agudo, brota de su garganta este enajenado grito de miedo, proferido en su lengua materna: «¡Misericordia!» Su orgullo, hasta ahora enfermizamente tenso y exaltado, parece escindirse hasta la raíz con esta noticia horrorosa: un hombre destrozado y aniquilado, fuera de sí, mira fijamente al desdichado. Y los predicadores, llevados por su fanatismo, aún consideran que, tras el triunfo mundano, ha llegado la hora de ganar la batalla espiritual sobre Servet, arrancándole, en medio de su desesperación, el reconocimiento voluntario de su error.
Pero, asombrosamente, apenas se roza a este hombre aplastado y prácticamente extinguido en ese punto, el más arraigado de su creencia, apenas se le exige que reniegue de sus tesis, cuando la vieja obstinación vuelve a arder enérgica y orgullosa. Aunque le juzguen, torturen y quemen, aunque le desgarren el cuerpo miembro a miembro, Servet no pagará tributo con su ideario. Precisamente los últimos días de su vida elevan a este caballero andante de la ciencia a la categoría de héroe y mártir por defender sus ideas. Con brusquedad, rechaza la insistencia de Farel, que ha venido corriendo desde Lausana para celebrar el triunfo de Calvino. Servet explica que la sentencia de un tribunal terrenal nunca podrá servir como prueba de si un hombre tiene o no razón en cuestiones divinas. Matar no significa convencer. A él no le han demostrado nada, sólo intentan sofocarle. Ni con amenazas ni con promesas consigue Farel arrancar de la víctima encadenada y vencida ya por la muerte ni una sola palabra por la que reniegue de su fe. Y para demostrar de modo evidente que, aun perseverando en su convicción, no es un hereje, sino un cristiano creyente y que, por tanto, está obligado a hacer las paces incluso con el más mortífero de sus enemigos, Servet se declara dispuesto a recibir en su calabozo y antes de su muerte la visita de Calvino.
Sobre esa visita no tenemos más que la versión de una de las partes: la de Calvino. Pero incluso en su propia representación de los hechos queda de manifiesto de un modo horriblemente desabrido la rigidez interior y la dureza de alma de Calvino. El verdugo desciende hasta a húmeda celda de su víctima, pero no para consolar con su palabra al condenado a muerte, ni para conceder aliento fraternal y cristiano a un hombre que al día siguiente ha de morir bajo los más terribles tormentos. Indiferente y práctico, Calvino abre la conversación con la pregunta de por qué le ha hecho venir y qué es lo que tiene que decirle. Es evidente que espera que Servet se eche de rodillas y se ponga a implorar al todopoderoso dictador para que anule o al menos dulcifique la sentencia. Pero el condenado responde llanamente —y esto ya debería conmover a todo ser humano— que ha mandado llamar a Calvino sólo para pedirle perdón. La víctima ofrece a su verdugo la reconciliación. Pero la mirada petrificada de Calvino nunca querrá reconocer en un adversario político y religioso a un cristiano, ni a un ser humano. Frío como el hielo, dice en su informe: «A eso le contesté simplemente que jamás, como lo demuestra la verdad, he alimentado el odio personal contra él.» Sin entender o sin querer entender lo cristiano del gesto del condenado, rechaza cualquier clase de acuerdo. Servet ha de dejar a un lado todo lo que se refiere a su persona y simplemente reconocer el error que ha cometido contra Dios, cuya naturaleza trina y una él ha negado. Consciente o inconscientemente, el ideólogo Calvino se resiste a reconocer al compañero en este hombre, al que mañana arrojarán a las llamas como si fuera un insignificante haz de leña. Como rígido dogmático, sólo ve en Servet a aquel que niega su personal concepto de Dios y, por tanto, a Dios. Llevado por su fanatismo, lo único que ahora le importa es arrancar al condenado a muerte, antes del último aliento, la confesión de que él, Servet, está equivocado y Calvino en lo cierto. Pero en cuanto Servet se da cuenta de que este inhumano exaltado quiere arrebatarle lo único por lo que sigue vivo y que es inmortal dentro de su vencido cuerpo —su fe, su convicción—, el torturado se rebela. Con decisión, rechaza cualquier compromiso pusilánime, con lo que a Calvino le parece superfluo seguir hablando: un hombre que en cuestiones religiosas no se someta del todo, para él no es un hermano en Cristo, sino sólo un esclavo de Satanás y un pecador, con el que no se ha de desperdiciar ni una palabra de clemencia. ¿Para qué mostrar la más mínima bondad con un hereje? Duramente, Calvino se da la vuelta y, sin decir palabra, ni dirigirle siquiera una mirada amable, abandona a su víctima. Tras él, suena el hierro del cerrojo. Por último, este enardecido acusador cierra su propio informe, que le habrá de acusar por toda la eternidad, con estas terribles e insensibles palabras: «Como no pude conseguir nada, ni con consejos, ni con amonestaciones, no quise ir más allá de lo que me permite mi maestro. Seguí la regla de san Pablo y me aparté del hereje, que se condenó a sí mismo.»
La muerte en la hoguera a fuego lento es el más horrible martirio entre todas las posibles clases de suplicio. Incluso durante la Edad Media, tristemente célebre por su crueldad, sólo se empleó con toda su atroz morosidad en casos extraordinarios. La mayor parte de las veces, los condenados eran estrangulados o narcotizados antes. Sin embargo, precisamente este modo de morir, el más terrible, el más cruel, es el que le fue destinado a la primera víctima de herejía del protestantismo. Y se entiende que Calvino, tras el grito de indignación de toda la humanidad, lo intentara todo para posteriormente, muy posteriormente, apartar de sí la responsabilidad por la especial crueldad con que se llevó a cabo el asesinato de Servet. Tanto él como el resto del Consistorio habrían hecho todo lo necesario, según cuenta él mismo —cuando el cuerpo de Servet hace tiempo que se ha convertido en cenizas—, para cambiar la pena de ser quemado vivo en la hoguera por otra más benévola —la de la espada—, pero que «su esfuerzo había sido en vano»: «genus mortis conati sumus mutare, sed frustra». Sin embargo, en las actas del Consejo no se encuentra una sola palabra acerca de tal empeño. ¿A qué alma cándida le puede aún parecer digno de crédito el que Calvino, quien por sí solo ha forzado este proceso y que incluso ha apretado las clavijas al dócil Consejo para arrancarle la sentencia de muerte contra Servet, precisamente él, se haya convertido de pronto en Ginebra en un particular sin influencia y sin poder suficiente para imponer una ejecución más humana? Literalmente, es cierto que Calvino consideró la posibilidad de suavizar la muerte de Servet, pero únicamente —y aquí es donde reside la maniobra dialéctica de su declaración— en el caso de que Servet comprara esa atenuación con un sacrificio del intelecto, renegando en el último momento. No por humanidad, sino sólo por puro cálculo político, Calvino habría estado dispuesto, por primera vez en su vida, a mostrarse clemente con un adversario. Pues menudo triunfo para la doctrina ginebrina si a Servet antes de morir se le hubiera podido arrancar el tributo de confesar que estaba equivocado y Calvino en lo cierto. Menuda victoria, de haber logrado que, sobrecogido, Servet no hubiera muerto como un mártir por defender su doctrina, sino que en el último momento hubiera anunciado ante el pueblo que sólo la de Calvino, y no la suya, era la verdadera, la única verdadera sobre la tierra.
Pero también Servet sabe el precio que ha de pagar. La obstinación se enfrenta aquí a la obstinación, el fanatismo al fanatismo. Es preferible morir en medio de indecibles tormentos que una muerte menos cruel a costa de reconocer los dogmas del maestro Calvino; preferible sufrir durante media hora de un modo horrible, pero ganar la gloria del martirio espiritual y, al tiempo, cargar al adversario eternamente con el odio provocado por su inhumanidad. Desabrido, Servet rechaza la oferta y se prepara para pagar el precio de su obstinación con todos los suplicios imaginables.
El resto es espantoso. El 27 de octubre a las once de la mañana, el prisionero, vestido con sus harapos, es sacado del calabozo. Por primera vez en mucho tiempo y por última para toda la eternidad, sus ojos ya desacostumbrados ven de nuevo la luz del cielo. Con la barba enmarañada, sucio y desfallecido, haciendo sonar las cadenas, el condenado va dando traspiés. El grisáceo decaimiento de su rostro resulta terrorífico incluso a la luz clara del otoño. Ante los escalones del Ayuntamiento, para que se arrodille, los esbirros empujan brutal y violentamente al que sólo con esfuerzo logra tambalearse. Inmóvil desde hace semanas, es incapaz de andar. Con la cabeza inclinada, ha de escuchar la sentencia que el síndico anuncia al pueblo convocado ante él y que termina con estas palabras: «Te condenamos, Miguel Servet, a ser conducido encadenado hasta Champel y a ser quemado vivo en la hoguera, y contigo tanto el manuscrito de tu libro como el mismo impreso, hasta que tu cuerpo haya quedado reducido a cenizas. Así has de terminar tus días, para dar ejemplo a todos aquellos que se atrevan a cometer un delito semejante.»
Estremecido y helado de frío, ha escuchado la sentencia. Con angustia mortal, se acerca hasta los señores magistrados arrastrándose de rodillas y suplica encarecidamente la pequeña merced de ser ejecutado con la espada, «para que lo excesivo del dolor no le lleve a la desesperación». En caso de que hubiera pecado, lo habría hecho por ignorancia. Un único pensamiento le ha movido siempre: alentar la gloria divina. En ese momento, Farel aparece entre los jueces y el hombre arrodillado. De modo que le puedan oír, pregunta al condenado a muerte si está dispuesto a renegar de su doctrina contraria al dogma de la Trinidad y con ello a obtener la gracia de una ejecución más benévola. Pero Servet —y precisamente es en este último momento cuando la figura de este hombre, por lo demás mediocre, crece desde el punto de vista moral— rechaza de nuevo el trato que se le ofrece, decidido a cumplir la palabra que diera en otro tiempo: que por sus ideas estaba dispuesto a soportarlo todo.
Así no queda más que el trágico paseo. La comitiva se pone en movimiento. Delante van el teniente y su ayudante, ambos con el distintivo de su rango y militarmente rodeados de arqueros. Detrás, empujando, la multitud siempre curiosa. Durante todo el camino a través de la ciudad, mientras pasan ante incontables espectadores que recelosos miran en silencio, Farel se pega al condenado. Sin cesar, conmina a cada paso a Servet para que en el último momento reconozca su error y la falsedad de sus opiniones. Y a la piadosa respuesta de Servet de que muere injustamente, pero que aún así ruega a Dios que sea compasivo con quienes le han acusado, Farel, llevado por la cólera dogmática, le increpa con estas palabras: «¿Cómo? Después de haber cometido el peor de todos los pecados, ¿aún quieres justificarte? Si persistes en esa actitud, te entrego al juicio de Dios y no te acompaño más, y eso que estaba decidido a no abandonarte hasta que expiraras tu último aliento.»
Pero Servet ya no contesta. Le repugnan los verdugos y los pendencieros. ¡Ni una palabra más para ellos! Sin cesar, el supuesto hereje y ateo murmura, para en cierto modo aturdirse: «Oh Dios, salva mi alma. Oh Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí.» Después, elevando la voz, vuelve a pedir a los presentes que recen con él y por él. Y estando ya en el lugar del suplicio, vuelve a arrodillarse para recogerse con devoción. Pero, temiendo que ese gesto hecho por un supuesto hereje pudiera impresionar al pueblo, el fanático Farel grita por encima del hombre que reverentemente se ha arrodillado: «¡Ved el poder de Satán cuando tiene a un hombre entre sus garras! Este hombre es muy sabio y tal vez creyó que obraba correctamente. Pero ahora está en poder de Satanás y a cualquiera de vosotros podría ocurrirle lo mismo.»
Entre tanto, han comenzado los atroces preparativos. Ya han amontonado la madera en torno al palo. Ya suenan las cadenas de hierro con las que habrá de ser colgado Servet. El verdugo ha atado ya las manos al condenado. Entonces Farel vuelve a acercarse a Servet, quien en voz baja gime «Oh, Dios, Dios mío», y le grita estas terribles palabras: «¿No tienes nada más que decir?» Este hombre, en su fanatismo, aún espera que, al ver el lugar en el que va a ser ajusticiado, Servet reconozca la única verdad: la calvinista. Pero Servet responde: «¿Qué otra cosa podría hacer sino hablar de Dios?»
Defraudado, Farel se aparta de su víctima. Ahora sólo resta que el otro verdugo, el de la carne, lleve a cabo su monstruoso trabajo. Servet, extenuado, es suspendido con una cadena de hierro y atado con cuatro o cinco vueltas de cuerda. Entre su cuerpo aún vivo y la soga que le corta de un modo horrible, los mozos del verdugo meten a presión el libro y el manuscrito que Servet enviara a Calvino sub sigillo secreti, pidiéndole su fraternal opinión. Finalmente, le encasquetan en la cabeza una odiosa corona de pasión, impregnada de azufre. Con estos terribles preparativos termina el trabajo del verdugo. Sólo falta encender el montón de leña, y con ello comienza el asesinato.
Cuando las llamas se elevan por todas partes, el torturado lanza un grito tan horrible que por un momento los hombres que están a su alrededor se apartan estremecidos por el espanto. Pronto, el humo y el fuego envuelven el cuerpo que se arquea en medio del tormento, pero del fuego que devora lentamente la carne surgen sin cesar y de modo cada vez más penetrante los alaridos de dolor del que sufre de modo indecible y, al fin, estridente, el último grito pidiendo ayuda con unción: «¡Jesús, Hijo de Dios, ten piedad de mí!» Esta lucha con la muerte, espantosa e indescriptible, dura una media hora. Sólo después se extinguen las saciadas llamas, el humo se desvanece y en el poste requemado, de la cadena al rojo vivo, cuelga una masa negra, humeante y reducida a carbón, una horrenda gelatina que no recuerda nada humano. Lo que una vez fuera una criatura pensante y terrestre, que con pasión aspiraba a la eternidad, ha quedado reducido a tan atroz excremento, a una masa tan repugnante y apestosa, que su vista durante tan sólo un instante tal vez hubiera aleccionado a Calvino acerca de la inhumanidad de su arrogante osadía al erigirse en juez y asesino de uno de sus semejantes.
Pero, ¿dónde está Calvino en este terrible momento? Para parecer indiferente o no herir sus propios nervios, se ha quedado prudentemente en casa. Está sentado en su gabinete de estudio, con las ventanas cerradas, dejando que el verdugo y Farel, su brutal correligionario, se encarguen del atroz asunto. Cuando se trató de localizar, acusar, provocar y llevar a la hoguera al inocente, Calvino, incansable, fue siempre el primero. En la hora de la ejecución sólo se ven mozos de verdugo pagados, pero no al verdadero culpable de haber querido y ordenado este «piadoso asesinato». Sólo el domingo siguiente, con solemnidad, sube al púlpito envuelto en su negro vestido talar, para enaltecer, ante la silenciosa comunidad, como grande, urgente y legítima una acción que no ha osado presenciar con sus propios ojos.