LA «DISCIPLINE»

En el momento en el que este hombre, enjuto y severo, atraviesa la puerta de Cornavin envuelto en su negro y flotante hábito, comienza uno de los experimentos más memorables de todos los tiempos: un Estado que hasta ahora respiraba a través de incontables núcleos vitales debe convertirse en un rígido mecanismo. Un pueblo con toda su capacidad de sentir y pensar, en un único sistema. Es la primera vez que en Europa se acomete el intento de llegar a la uniformización completa de todo un pueblo en nombre de una idea. Con demoníaco celo, con extraordinaria y sistemática meticulosidad, Calvino pone en marcha su osado plan de convertir Ginebra en el primer Estado divino sobre la tierra: una comunidad sin lo que es común en la tierra, sin corrupción, sin desorden, sin vicios y sin pecados. La verdadera, la nueva Jerusalén, de la que habrá de emanar la salvación de todo el orbe. Esta idea única es desde ahora su vida, estando su vida exclusivamente al servicio de esta única idea. Terriblemente serio, inviolablemente íntegro, este férreo ideólogo está convencido de su grandiosa utopía, y jamás en el cuarto de siglo que durará su dictadura espiritual tuvo la más mínima duda acerca de que al quitarles sin ningún miramiento cualquier libertad individual sólo se favorece a los hombres, pues con todas sus exigencias y sus intolerables pretensiones este piadoso déspota no pretendía más que obligar a los hombres a vivir rectamente, es decir, conforme a la voluntad y los mandamientos de Dios.

En realidad, parece sencillo e indiscutiblemente claro, pero ¿cómo reconocer esa voluntad de Dios? ¿Y dónde encontrar sus instrucciones? En el Evangelio, contesta Calvino. Y sólo en el Evangelio. Allí, en la Escritura eternamente viva, respira y vive la voluntad y la palabra de Dios. No por casualidad hemos recibido los libros sagrados. Dios ha expresado la tradición en palabras para que sus mandamientos fueran reconocidos claramente y tomados en consideración por los hombres. Ese Evangelio existía antes que la Iglesia y está por encima de ella, y no hay otra verdad más allá o fuera de las Escrituras («en dehors et au déla»). Por eso, en un Estado verdaderamente cristiano, la palabra de Dios, «la parole de Dieu», ha de ser la única máxima que rija las costumbres, el pensamiento, la fe, el derecho y la vida, pues es el libro de toda sabiduría, de toda justicia, de toda verdad. Al principio y al final, para Calvino sólo existe la Biblia. En todas las cuestiones de la vida, la decisión se funda siempre en su palabra escrita.

Con la implantación de las Escrituras como la más alta instancia para todo comportamiento sobre la tierra, Calvino parece únicamente retomar el conocido postulado original de la Reforma, pero en realidad da un paso enorme con respecto a ella e incluso se aleja por completo de su primitivo círculo de pensamiento, pues la Reforma comenzó como un movimiento de libertad espiritual y religiosa. Quería que cada hombre interpretara el Evangelio libremente. En lugar del Papa en Roma y de los Concilios, era la conciencia individual la que debía formar su propio cristianismo. Pero Calvino vuelve a arrebatar a los hombres esa «libertad del hombre cristiano» implantada por Lutero, como cualquier otra forma de libertad espiritual. La palabra del Señor resulta del todo clara para él, por lo que, dictatorialmente, exige que se ponga fin a toda explicación e interpretación sutil de la enseñanza divina. De modo inamovible, tal y como los pilares de piedra sostienen las catedrales, la Biblia debe «mantenerse», para que la Iglesia no se tambalee. A partir de ahora, no deberá actuar ni transformarse como el logos spermatikós, como la verdad siempre creativa y siempre cambiante, sino fijarse de una vez para siempre en la exégesis de Calvino.

De hecho, con esta pretensión, se establece una nueva ortodoxia protestante en lugar de la del Papa. Y con razón se ha llamado bibliocracia a esta nueva forma de dictadura dogmática, pues ahora un único libro es señor y juez en Ginebra, dios de los legisladores, y su predicador, el único intérprete competente de esta ley. Él es el «juez» en el sentido de la Biblia de Moisés, y su poder, indiscutible, está por encima de los reyes y del pueblo. De manera exclusiva, la exégesis de la Biblia del Consistorio decide ahora, en lugar del magistrado y del derecho civil, lo que está permitido y lo que está prohibido. ¡Y ay del que se atreva a oponerse lo más mínimo a ese imperativo! Pues todo aquel que se rebele contra la dictadura de los predicadores será juzgado como rebelde contra Dios, y en breve el comentario de las Sagradas Escrituras se escribirá con sangre. Una tiranía dogmática surgida de un movimiento en pro de la libertad es siempre más dura y más severa con respecto a la idea de libertad que cualquier poder hereditario. Precisamente aquellos que deben su gobierno a una revolución, se muestran siempre como los más intransigentes e intolerantes ante cualquier novedad.

Todas las dictaduras comienzan con una idea, pero toda idea adquiere forma y carácter a través del hombre que la lleva a cabo. Inevitablemente, la doctrina de Calvino, como creación espiritual, debe de parecerse en sus rasgos a su creador. Y basta con echar un vistazo a su rostro, para saber de antemano que será ruda, más hosca y menos alegre que cualquier otra interpretación anterior del cristianismo. El rostro de Calvino es como el karst, uno de esos paisajes rocosos solitarios y apartados, cuya silenciosa reserva no tiene en cuenta nada humano, sólo a Dios. A ese rostro de asceta sin edad, que no irradia ninguna bondad, ningún consuelo, le falta todo aquello que hace que la vida por lo general sea fecunda, llena, placentera, floreciente, cálida y sensual. Todo en ese óvalo alargado y sombrío es duro y feo, anguloso y falto de armonía: la frente, estrecha y severa, bajo esos ojos de mirada profunda y trasnochada que refulgen como carbones; la nariz, afilada, de pico, avanza imperiosa entre las hundidas mejillas; la boca fruncida y como cortada a cuchillo, en la que muy rara vez se vio aflorar una sonrisa. Ni el más leve rubor alumbra esa piel desprendida, seca, agostada y de color ceniciento. Igualmente grises y arrugadas, igualmente enfermas y pálidas están sus mejillas, excepto en los escasos segundos en los que la ira las inflama con manchas de tísico, de modo que parece como si una fiebre interna les hubiera chupado vampíricamente la sangre. En vano, la larga y ondeante barba de profeta bíblico, que todos sus alumnos y discípulos imitan obedientemente, busca insuflar cierta apariencia de masculina energía a ese rostro bilioso y amarillo. Pero tampoco esa barba tiene savia ni cuerpo, no mana poderosa como la de Dios Padre, sino que desciende sinuosa en finas guedejas, como una triste maleza brotando en medio de un terreno rocoso.

El de un vehemente visionario, abrasado y consumido por su propio espíritu, ése es el aspecto de Calvino en los retratos de la época. Y está uno a punto de sentir compasión hacia ese hombre agotado, al borde de sus fuerzas, minado por su propio ardor, cuando al bajar la mirada se siente un repentino estremecimiento ante sus manos, desagradables como las de un avaro, esas manos magras, sin carne, sin color, que, frías y huesudas como garras, con sus duras y miserables articulaciones saben retener todo lo que alguna vez pudieron acaparar. Resulta impensable que esos dedos que parecen piernas hayan jugueteado alguna vez delicadamente con una flor, que hayan acariciado el cuerpo cálido de una mujer, que cordial y alegremente hayan ido al encuentro de un amigo. Son las manos de un hombre implacable, y gracias a ellas se presiente la enorme y terrible fuerza de dominio y contención que en vida emanó de este hombre.

¡Qué falto de luz y de alegría, qué solitario y reservado, el rostro de Calvino! Sería inconcebible que alguien quisiera colgar el retrato de este hombre inflexible, siempre con un retador gesto de desaprobación, en la pared de su cuarto. A cualquiera se le helaría la sangre al sentir que la mirada vigilante del menos amable de todos los hombres acechaba constantemente su actividad diaria. Uno puede imaginarse lo bien que hubiera pintado Zurbarán a Calvino, con ese estilo riguroso de la escuela española, tal y como representó a tantos ascetas y anacoretas: oscuros en medio de la oscuridad, aislados del mundo y alojados en cavernas, con el libro ante ellos, siempre con el libro o, a lo sumo, también con una calavera y la cruz como únicos símbolos de una existencia espiritual y religiosa. Y a su alrededor, una soledad fría, negra, impenetrable, pues ese espacio de respeto, inaccesible a los hombres, fue fraguándose durante toda una vida en torno a Calvino. Desde muy joven, vistió siempre de ese mismo negro riguroso. Negro, el birrete sobre la corta frente, mitad capucha de monje, mitad casco de asalto de un soldado. Negro, el traje amplio que le caía hasta los pies, la indumentaria del juez que sin interrupción ha de castigar a los hombres, o la del médico que eternamente ha de curar sus pecados y debilidades. De negro, siempre de negro, siempre del color de la gravedad, de la muerte y del rigor. Calvino apenas se mostró nunca de otra forma que no fuera con las ropas y como el símbolo de su cargo, pues únicamente quiso ser visto y temido por los demás como el servidor de Dios, nunca que le quisieran como hombre, como un hermano. Pero no sólo fue duro con el mundo, también lo fue consigo mismo. A lo largo de toda su vida aplicó la disciplina a su propio cuerpo, concediéndole únicamente lo indispensable en cuanto a alimentación y descanso, reconociendo lo corporal sólo en bien del espíritu. Tres, a lo sumo cuatro horas de sueño por la noche. Una única comida frugal a lo largo del día, y ésta tomada a toda prisa junto al libro abierto. Jamás un paseo, un juego, una alegría, una distracción y, sobre todo, jamás un verdadero placer. En definitiva, en su fanática entrega, Calvino únicamente obró, meditó, escribió, trabajó y luchó por lo espiritual, pero jamás vivió una sola hora para sí mismo.

Esa carencia absoluta de sensualidad, junto con su eterna falta de jovialidad, es el rasgo más característico de Calvino. No es de extrañar que él mismo fuera el mayor peligro para su propia doctrina, pues mientras los otros reformadores creen servir a Dios fielmente cuando, agradecidos, reciben de sus manos todos los dones de la vida, cuando, como seres humanos normales y sanos, se alegran de su salud y disfrute, cuando hasta Zvinglio, en su primer destino como párroco, deja un hijo fuera del matrimonio, y Lutero en una ocasión, riendo, repite tres veces «lo que la mujer no quiere, lo hace la criada», mientras todos ellos beben y se hartan de comida y ríen audaces, en Calvino toda sensualidad ha sido reprimida por completo o existe sólo una vaga sombra de ella. Como intelectual fanático sólo vive en la palabra y en el espíritu. Sólo lo que es lógico y claro es para él verdadero. Sólo comprende y tolera lo ordenado, nunca lo extraordinario. Jamás este desapasionado fanático esperó ni recibió placer con nada de lo que provoca embriaguez, ni con el vino, ni con las mujeres, ni con el arte, con ninguno de los dones que Dios ha puesto en la tierra. La única vez que, para responder a las exigencias de la Biblia, pretende a una mujer, la petición se lleva a cabo de una manera tan cómicamente fría y práctica que parece que se trata de encargar un libro o un nuevo birrete. En lugar de ocuparse personalmente de pasar revista a las tropas, Calvino encarga a sus amigos que le busquen una esposa adecuada, con lo que este furibundo enemigo de los sentidos estuvo a punto de encontrarse con una muchacha licenciosa. Finalmente, el desengañado se casa con la viuda de un anabaptista al que él había convertido, pero el destino le ha vedado tanto hacer feliz a alguien como serlo él mismo. El único hijo que su mujer trae al mundo muere a los pocos días, y casi se podría decir que es lógico, teniendo en cuenta la pálida sangre y la frialdad de los sentidos con los que ha sido engendrado. Y cuando poco después su mujer le deja, convirtiéndole en viudo, para este hombre de treinta y seis años, no sólo ha quedado despachado de una vez para siempre el tema del matrimonio, sino también el de la mujer. Hasta su muerte, es decir, a lo largo de los veinte mejores años en la vida de un hombre, este asceta voluntario, dedicado únicamente a lo espiritual, a lo religioso, a la «doctrina», nunca más tocará a una mujer.

Pero el cuerpo de un hombre, al igual que el espíritu, reclama su derecho a desarrollarse. Y quien lo violenta, lo paga caro. Por instinto, en un cuerpo terrenal cada órgano aspira a desplegar plenamente el sentido que por naturaleza le corresponde. La sangre, de cuando en cuando, quiere fluir de un modo más salvaje. El corazón, latir más apasionadamente. Los pulmones, exaltarse de júbilo. Los músculos, moverse. El semen, esparcirse. Y quien con su intelecto contiene permanentemente estos deseos vitales, oponiéndose a ellos con energía, se encuentra con que esos órganos al final se rebelan contra él. La venganza del cuerpo de Calvino contra su carcelero es terrible. Para dar pruebas de su presencia al asceta que los ha tratado como si no existieran, los nervios inventan constantes tormentos contra el déspota. Probablemente, pocos hombres de espíritu hayan sufrido tanto como Calvino y durante toda su vida la revuelta de su propia constitución. En sucesión ininterrumpida, un achaque sustituye a otro. Casi cada carta de Calvino da cuenta del pérfido ataque de una nueva y sorprendente enfermedad. Tan pronto son migrañas, que le postran días enteros en el lecho, como aparecen de nuevo los dolores de estómago, de cabeza, las hemorroides, los cólicos, los enfriamientos, los ataques de nervios y los vómitos de sangre, los cálculos biliares y el ántrax. Tan pronto la fiebre altísima como los escalofríos, reumatismos y afecciones de vejiga. Constantemente, los médicos han de velar junto a él, pues en ese cuerpo delicado y frágil no hay un solo órgano que, malicioso, no le provoque dolor y enojo. En una ocasión Calvino, gimiendo, escribe: «Mi salud es como una muerte incesante.»

Pero este hombre eligió como divisa las siguientes palabras: «per mediam desperationem prorumpere convenit», es decir, con renovadas fuerzas resurgir del abismo de la desesperación. La demoníaca energía espiritual de este hombre no se deja robar ni una sola hora de trabajo. Contrariado continuamente por su propio cuerpo, Calvino le demuestra una y otra vez la voluntad suprema del espíritu. Si no puede arrastrarse hasta el púlpito por culpa de la fiebre, se hace llevar hasta la iglesia en una silla de mano para dar su sermón. Si ha de faltar a la sesión del Consejo, los magistrados se reúnen en su casa. Si está postrado en el lecho, en el paroxismo de la fiebre, con el cuerpo sacudido por los escalofríos y bajo el peso de cuatro o cinco mantas calentadas al fuego, dicta por turnos a dos o tres fámulos que se sientan junto a él. Si se va a pasar un día a la quinta de unos amigos próxima a la ciudad, para respirar un aire más libre, en el coche le acompañan los secretarios, y apenas ha llegado, los mensajeros galopan ya hacia la ciudad y de vuelta. Y una vez más coge la pluma, una vez más se pone manos a la obra. Es imposible imaginar inactivo a Calvino, ese demonio de la aplicación que trabajó durante toda su vida sin una sola pausa. Aún duermen las casas, aún no ha despertado la mañana, y en la rue des Chanoines, en su escritorio, ya está encendido el candil. Y de nuevo, pasada la medianoche, hace ya tiempo que todo está en silencio y aún sigue brillando en su ventana esa luz como quien dice eterna. Su rendimiento resulta incomprensible. Se podría creer que trabajó con cuatro o cinco cerebros al tiempo, pues de hecho este hombre ininterrumpidamente enfermo llevó a cabo la labor de cuatro o cinco oficios. El cargo que de hecho le estaba encomendado, el de predicador en la iglesia de san Pedro, es sólo uno entre los muchos que, con su histérico afán de poder, fue acaparando progresivamente. Y a pesar de que los sermones que dio en esa iglesia llenarían por sí solos un armario entero de tomos impresos y de que un copista necesitaría toda su vida para transcribirlos, se trata tan sólo de una pequeña parte de sus obras completas. Como presidente del Consistorio, que sin él no llega a ningún acuerdo, como compilador de innumerables libros teológicos o polémicos, como traductor de la Biblia, como fundador de la Universidad y promotor del seminario de teología, como consejero permanente del Consejo de la ciudad, como oficial del Estado Mayor en las guerras de religión, como el más alto representante diplomático y organizador del protestantismo, este «ministro de la palabra sagrada» dirige y reúne todos los ministerios de su Estado teocrático en una sola persona. Controla los informes de los predicadores de Francia, Escocia, Inglaterra y Holanda. Organiza un sistema de propaganda en el extranjero. Crea, por medio de impresores y libreros ambulantes, un servicio secreto que se extiende por toda la tierra. Discute con los otros dirigentes protestantes. Trata con príncipes y diplomáticos. Diariamente, casi cada hora, llega alguna visita del extranjero. Ningún estudiante, ningún joven teólogo pasa por Ginebra sin pedirle consejo o presentarle sus respetos. Su casa es como una oficina de correos y un centro de información para todos los asuntos de Estado y privados. En una ocasión, se queja por escrito de que no puede recordar haber pasado dos horas seguidas de trabajo sin que le hayan interrumpido. De los más lejanos países, desde Hungría y Polonia, llegan diariamente las cartas de sus hombres de confianza, pero al mismo tiempo el cuidado de las almas exige su consejo personal a aquellos que, incontables, acuden a él en busca de ayuda. Que un extranjero quiere establecerse y traer a su familia: Calvino reúne el dinero, le busca alojamiento y medios de subsistencia. Aquí uno quiere casarse, allí otro anular su matrimonio: ambos caminos llevan a Calvino, pues en Ginebra ningún acontecimiento religioso tiene lugar sin su aprobación, sin su consejo. Pero, ¿esa vocación autocrática se limita a su propio reino, a las cuestiones de espíritu? Para alguien como Calvino su poder no tiene límites, pues como teócrata quiere que todo lo terrenal se someta a lo divino y espiritual. Enérgico, extiende su mano firme sobre todo lo que ocurre en la ciudad. Apenas pasa un solo día en el que no se encuentre en las actas del Consejo la siguiente observación: en esto habría que consultar al maestro Calvino. Nada escapa, nada pasa por alto a esa mirada vigilante, infatigable, y habría que admirar el prodigio que supone ese cerebro en constante actividad, si semejante ascetismo del espíritu no fuera al mismo tiempo un inmenso peligro, pues quien es capaz de renunciar por completo al disfrute de la vida, querrá e intentará imponer como ley y como norma esa misma renuncia, que en él es voluntaria, a todos los demás. Obligar de modo antinatural a los otros a hacer lo que para él es natural. El asceta, como por ejemplo, Robespierre, es siempre el tipo de déspota más peligroso. Quien no comparte de lleno y espontáneamente lo humano, se comportará siempre de forma inhumana frente a los hombres.

Pero los verdaderos fundamentos sobre los que se asienta el sistema dogmático calvinista son la disciplina y una severidad despiadada. En opinión de Calvino, el hombre no tiene en modo alguno derecho a recorrer esta tierra con la mirada levantada y la conciencia tranquila, sino que debe mantenerse siempre en el «temor de Dios», arrepentido y humillado, doblegado por el sentimiento de su insalvable insuficiencia. Desde el principio, la moral puritana de Calvino impone la idea de que el disfrute despreocupado y alegre es sinónimo de «pecado», y prohíbe como vano y enojosamente superfluo todo lo que hace nuestra existencia bella y floreciente, todo lo que sirve de esparcimiento, elevación, redención y alivio a las almas, y en primer lugar, por tanto, el arte. Incluso en el dominio de lo religioso, estrechamente unido desde siempre a lo místico y al culto, Calvino impone su propio sentido práctico. Sin excepción, todo aquello que pueda distraer los sentidos, ablandar y confundir las almas será apartado de la Iglesia y del culto, pues el verdadero creyente no debe acercarse a Dios con el alma exaltada por el arte, ni envuelto en una dulce nube de incienso, ni fascinado por la música, ni seducido por la belleza de las imágenes y esculturas supuestamente piadosas, en realidad blasfemas. Sólo en la claridad está la verdad. Sólo en las comprensibles palabras de Dios, la certeza. Fuera de la Iglesia, las idolatrías, las imágenes y las estatuas. Fuera de la mesa del Señor, los adornos policromados, los misales y tabernáculos: Dios no necesita ninguna pompa. Fuera con todo lo que voluptuosamente aturde el alma: ni música ni órgano durante el servicio divino. Incluso a partir de ahora en Ginebra las campanas habrán de guardar silencio. El verdadero creyente no necesita que le recuerden sus obligaciones a golpe de metal. La devoción nunca se acredita por medio de signos externos, nunca por medio de ofrendas y donativos, sino únicamente a través de la obediencia interna. Fuera, por tanto, con la misa mayor y con toda ceremonia en la iglesia. Fuera todos los símbolos y prácticas. ¡Hay que acabar con todas las solemnidades y festividades! De un golpe, Calvino elimina del calendario los días de fiesta. Se suprimen la Navidad y la Pascua, que ya en época romana se celebraban en las catacumbas. Son eliminadas las festividades de los santos. Prohibidas, las más antiguas costumbres. El Dios de Calvino no quiere ser festejado, tampoco amado, sino tan sólo temido. Es una arrogancia que el hombre intente importunarle con el éxtasis y el delirio, en lugar de servirle de lejos en actitud de constante respeto, pues ése es el significado más profundo de la transmutación calvinista de los valores: que para conferir a la idea de Dios la más perfecta dignidad, priva de todo derecho y dignidad a la del hombre. Nunca este misantrópico reformador vio en la humanidad nada más que una turba funesta e indisciplinada de pecadores. Y durante toda su vida, los espléndidos e irresistibles gozos que en nuestro mundo brotan de miles de fuentes le causaron un horror y un espanto frailunos. ¡Qué incomprensible la voluntad divina!, suspira Calvino una y otra vez. ¡Haber hecho a sus criaturas tan imperfectas y tan inmorales, inclinadas siempre al vicio, incapaces de reconocer a Dios, impacientes por hundirse en el pecado! Cada vez que mira a sus correligionarios siente escalofríos. Y es posible que ningún otro gran fundador de una religión haya rebajado tan profunda y lamentablemente al hombre en su dignidad, tachándole de «bestia indomable y feroz» y, aún peor, de «inmundicia». En su Institutio religionis christianae escribe: «Si se observa al hombre únicamente desde el punto de vista de sus facultades naturales, no se encuentra, desde el cráneo hasta la planta del pie, la más mínima huella de bondad. Todo lo que hay en él un poco digno de alabanza, viene de la gracia de Dios… Toda nuestra justicia es iniquidad. Nuestros méritos, estiércol. Nuestra gloria, oprobio. Y lo mejor que sale de nosotros, está siempre contaminado y viciado por la impureza de la carne y mezclado con la inmundicia.»

Quien en un sentido filosófico considera al hombre como una obra de Dios tan malograda y díscola, como teólogo y político nunca reconocerá que Dios haya concedido a semejante monstruo la más mínima clase de libertad o de autonomía. Necesariamente, a una criatura como ésta, echada a perder y amenazada por sus ansias de vivir, hay que meterla en cintura, pues «si se deja al hombre abandonado a sí mismo, su alma sólo es capaz de hacer el mal». De una vez por todas, a la arrogante idea del hijo de Adán de que tiene algún derecho a fijar personalmente su relación con Dios y con el mundo terrenal hay que partirle el espinazo. Y cuanto más duramente se quiebre esa obstinación, cuanto más se subordine y contenga al hombre, tanto mejor para él. No ha de tener ninguna libertad, pues siempre abusará de ella. Se trata sólo de quitarle su vanidad e intimidarle, hasta que sin ofrecer resistencia se diluya en el rebaño devoto y sumiso, hasta que todo lo singular haya desaparecido, sin dejar rastro, en el orden general. Y el individuo, en la masa.

Para llevar a cabo esa privación draconiana de los derechos de las personas, ese vandálico desvalijamiento del individuo en beneficio de la comunidad, Calvino emplea un método especial: la famosa discipline, la «disciplina eclesiástica». Y hasta nuestros días, apenas se ha impuesto nunca a la humanidad una rienda represiva más rígida que aquella. Desde el primer momento, este genial organizador acorrala a su «rebaño», a su «comunidad», en una alambrada de púas hecha a base de parágrafos y prohibiciones —las llamadas «ordenanzas»— y al mismo tiempo instaura un servicio encargado de vigilar la aplicación del régimen del terror en las costumbres, el Consistorio, cuya función en un principio se define de un modo sumamente ambiguo: «vigilar a la comunidad, para que Dios sea venerado como es debido». Sólo aparentemente, la esfera de influencia de este cuerpo de inspectores de las costumbres se limita a la vida religiosa, pues, con la total vinculación entre lo mundano y lo ideológico en la concepción totalitaria del Estado por parte de Calvino, a partir de ahora hasta la más mínima manifestación de la vida privada cae automáticamente bajo el control de la autoridad. Expresamente, se ordena a los esbirros del Consistorio, los anciens, que «controlen la vida de cada uno». Nada debe escapar a su atención. Y no sólo «se ha de vigilar la palabra hablada, sino también las ideas y opiniones».

Naturalmente, desde el momento en que en Ginebra queda establecido semejante control universal, ya no hay vida privada. De un salto, Calvino ha restaurado la Inquisición católica, que con todo enviaba a sus agentes y escuchas únicamente cuando existían declaraciones y denuncias. Pero en Ginebra, de acuerdo con el sistema ideológico de Calvino, según el cual el hombre tiende constantemente al mal y, por lo tanto, cualquier persona es vista desde el principio como sospechosa de pecado, todo el mundo debe someterse a vigilancia. Desde el regreso de Calvino, todas las casas tienen ya para siempre las puertas abiertas, y las paredes de pronto son de cristal. En cualquier momento, de día o de noche, puede sonar la aldaba golpeando fuertemente contra la puerta y un miembro de la policía religiosa aparecer para efectuar un registro, sin que el ciudadano pueda rechazarle. Una vez al mes, tanto el más rico como el más pobre, el más respetable como el más insignificante, deben dar cuenta detallada a este fisgón profesional de las costumbres. Durante horas —pues en las ordenanzas se dice que «hay que tomarse tiempo para realizar tranquilamente la inspección»—, hombres de cabellos blancos, honorables y de probada fidelidad han de someterse al examen como si fueran escolares, demostrando que saben las oraciones de memoria y justificando por qué han faltado a uno de los sermones de Calvino. Con catequizar y moralizar, el registro aún no ha terminado, pues esta policía de la moral se mete en todo. Manosea los vestidos de las mujeres, para comprobar que no son demasiado largos ni demasiado cortos, que no tienen plisados innecesarios, ni escotes peligrosos. Examina el cabello, que el peinado no se alce de un modo excesivamente artificioso, y cuenta en los dedos los anillos y en el armario los zapatos. Del cuarto de baño pasa a la mesa de la cocina, para comprobar que el plato único obligatorio no es rebasado ni con una sopita ni con un trozo de carne y que no hay golosinas ni mermelada escondidas en algún rincón. Después, el devoto policía continúa recorriendo la casa. Hurga en el armario para ver si hay algún libro que no tenga el sello de permiso de la censura del Consistorio. Revuelve los cajones, a ver si no hay alguna imagen de un santo o algún rosario escondidos. Interroga a la gente de servicio acerca de sus señores. A los niños, acerca de sus padres. Al mismo tiempo, está escuchando lo que ocurre en la calle, no vaya a ser que alguien cante una canción profana o toque algo de música o incluso se entregue a un alboroto del demonio, pues desde ahora en Ginebra en todo momento se lleva a cabo una batida para acabar con cualquier forma de diversión, con cualquier «libertinaje». Y, ¡ay del ciudadano que sea sorprendido al volver del trabajo visitando una taberna para echar un trago de vino o simplemente divirtiéndose jugando a las cartas o a los dados! Día tras día, tiene lugar esta cacería humana, y ni siquiera el domingo los espías de las costumbres se toman un descanso. Entonces vuelven a recorrer todas las calles y tocan en cada puerta, para asegurarse de que ningún holgazán, de que ningún perezoso ha preferido quedarse en la cama, en lugar de edificarse con el sermón del señor Calvino. En la iglesia hay ya entre tanto otros muchos observadores dispuestos a denunciar a todo aquel que entre demasiado tarde o que abandone la casa del Señor antes de tiempo. Estos guardianes oficiales de las costumbres trabajan en todo momento e incansablemente. De noche, rondan los oscuros cenadores a la orilla del Ródano, vigilando que ninguna pareja pecadora se entregue a pequeñas intimidades. En las posadas, registran las camas y los baúles de los extranjeros. Abren todas las cartas que llegan o salen de Ginebra. Pero esta vigilancia tan bien organizada del Consistorio va mucho más allá de los muros de la ciudad. En coche de punto, en lancha, en barco, en los mercados extranjeros y en las posadas de los países vecinos, por todas partes, hay espías pagados. Informan sin falta de cada palabra que diga cualquier descontento en Lyon o en París. Pero lo que hace aún más insoportable esta vigilancia ya de por sí insoportable es que estos observadores a sueldo con categoría de funcionarios pronto emplean a su vez a otro sinfín de observadores no autorizados, pues siempre que un Estado tiene a sus ciudadanos bajo el régimen del terror, brota la repugnante planta de la delación voluntaria. Allí donde por principio no sólo se permite la denuncia, sino que incluso es bienvenida, hasta los hombres rectos se convierten por miedo en denunciantes. Sólo para apartar de sí la sospecha de «haber actuado en contra de la gloria de Dios», cada ciudadano observa y vigila a su conciudadano. El celo del miedo, el «zelo della paura», avanza impaciente adelantándose a cualquier soplón. Y al cabo de unos años, el Consistorio podría de hecho suspender la vigilancia, pues todos los ciudadanos se han convertido en controladores voluntarios. Día y noche fluye la turbia avalancha de las denuncias, manteniendo en constante movimiento la piedra de molino de la Inquisición religiosa.

¿Cómo sentirse seguro bajo semejante régimen de terror en las costumbres y sin transgredir el mandato divino, cuando de hecho todo aquello que alegra la vida y la hace digna de ser vivida ha sido prohibido por Calvino? Prohibidos, el teatro, las diversiones, las fiestas populares, el baile y el juego de cualquier tipo. Incluso un deporte tan inocente como el patinaje sobre hielo despierta la envidia biliosa de Calvino. Prohibida, cualquier vestimenta que no sea la más sobria e incluso casi monacal. Prohibidas, por tanto, a los sastres las hechuras modernas sin permiso del magistrado. Se prohíbe a las muchachas llevar trajes de seda antes de cumplir los quince años. Y después de cumplirlos, se les prohíbe volver a vestir trajes de terciopelo. Se prohíben los vestidos con bordados en oro y plata, con galones, botones y hebillas doradas, así como cualquier otra aplicación de oro y joyas. Se prohíbe a los hombres llevar el pelo largo. A las mujeres, cardarse y ondularse el cabello. Quedan prohibidos los encajes, los guantes, los volantes y los zapatos abiertos. Prohibidas, las fiestas familiares de más de veinte personas. Prohibido, en bautizos y esponsales, servir más de una determinada cantidad de platos, o incluso dulces, como, por ejemplo, frutas confitadas. Prohibido, beber otro vino que no sea el tinto del país. Prohibidos, los brindis. Prohibida, la caza, la volatería y la empanada. Prohibido a los esposos, hacerse regalos el uno al otro en los esponsales o seis meses después de la boda. Prohibido, naturalmente, cualquier contacto sexual fuera del matrimonio. Tampoco con los prometidos se tiene ningún miramiento. Prohibido a los nativos, entrar en una taberna. Prohibido al posadero, suministrar alimento y bebida a un extranjero antes de que haya hecho su oración, además de que está obligado a actuar como espía de sus huéspedes, de atender «diligentemente» a toda palabra o comportamiento sospechoso. Prohibido, hacer imprimir un libro sin permiso. Prohibido, escribir en el extranjero. Prohibido, el arte en todas sus manifestaciones. Prohibidas, las imágenes de santos y las esculturas. Prohibida, la música. Incluso durante la piadosa salmodia, las ordenanzas mandan «vigilar con cuidado» que la atención no se concentre en la melodía, sino en el espíritu y el sentido de las palabras, pues «sólo en la palabra viva habrá de ser ensalzado Dios». A partir de ahora, a los ciudadanos en otro tiempo libres no se les permitirá siquiera la elección del nombre con el que bauticen a sus hijos. Se prohíben los de Claudio o Amadeo, tan corrientes desde hace siglos, porque no aparecen en la Biblia. En cambio, se imponen otros que sí aparecen en ella, como Isaac o Adán. Se prohíbe rezar el Padrenuestro en latín. Se prohíbe festejar la Pascua y la Navidad. Se prohíbe todo lo que festivamente rompe la gris monotonía de la existencia. Se prohíbe, naturalmente, cualquier sombra o reflejo de una libertad espiritual en la palabra impresa o hablada. Y se prohíbe, como el mayor de todos los delitos, cualquier crítica a la dictadura de Calvino. Explícitamente, se advierte a toque de tambor que no se debe «hablar de asuntos públicos sino en presencia del Consejo».

Prohibido, prohibido, prohibido. Una horrible cadencia. Y uno se pregunta perplejo, ¿qué es lo que entre tantas prohibiciones le está permitido al ciudadano de Ginebra? No mucho. Vivir y morir, trabajar y obedecer e ir a la iglesia. Aún más, lo último no sólo está permitido, sino que está legalmente prescrito bajo la más dura sanción. Pues, ¡ay del ciudadano que no asista al sermón de su parroquia dos veces los domingos, tres a lo largo de la semana, además de la hora de edificación para los niños! Ni siquiera el día del Señor se afloja el yugo de la obligación. Inexorable, avanza la rueda del deber. El deber, el deber. Tras el duro servicio para ganar el pan de cada día, hay que servir a Dios. La semana, para el trabajo. El domingo, para la Iglesia. Así y sólo así puede exterminarse a Satanás en el hombre, y con ello, por supuesto, también cualquier libertad y cualquier alegría de vivir.

Uno se pregunta asombrado cómo una ciudad republicana, que durante años ha vivido en la libertad propia de la Confederación Helvética, pudo soportar semejante dictadura, digna de un Savonarola. Cómo un pueblo, hasta entonces alegre y meridional, pudo tolerar semejante estrangulación de la alegría de vivir. ¿Cómo pudo un único asceta violentar hasta tal punto la alegría existencial de miles y miles de personas? El secreto de Calvino no es nuevo. Se trata del mismo que emplean todas las viejas dictaduras: el terror. No nos engañemos. El poder que no se amilana ante nada y que hace escarnio de cualquier gesto de humanidad como si fuera una debilidad, es una fuerza desmedida. Un terror estatal forjado de manera sistemática y ejercido despóticamente paraliza la voluntad del individuo, disuelve y socava cualquier comunidad. Como una enfermedad consuntiva va corroyendo las almas. Y pronto —éste es su secreto último—, la cobardía general se convierte en su ayudante y alcahueta, pues el sentirse cada uno sospechoso, hace que los demás también lo sean y, por culpa del miedo, los miedosos se adelantan a las órdenes y prohibiciones de sus tiranos aún con mayor solicitud. El régimen del terror siempre ha logrado hacer milagros, y cuando se trataba de su autoridad, Calvino jamás dudó a la hora de llevar a la práctica semejante milagro. Ningún déspota religioso le ha superado en cuanto a inflexibilidad, y el que su dureza, como todos los atributos de Calvino, no fuera al fin y al cabo más que un producto de su ideología, no le disculpa. No cabe duda de que este hombre de espíritu, excitable, este intelectual, sentía el más extremo horror ante la sangre y que, incapaz, como él mismo insiste, de soportar la atrocidad, no estaba en condiciones de asistir a ninguno de los tormentos y quemas que se practicaban en Ginebra. Pero ésa es siempre la mayor culpa de los teóricos, que los mismos que no tienen los nervios suficientes para contemplar una sola ejecución, y menos aún para consumarla —de nuevo, el tipo Robespierre—, en cuanto se sienten internamente protegidos por su «idea», por su teoría, por su sistema, dictan sin vacilar cientos de sentencias semejantes. Mostrarse duro y sin piedad frente a cualquier «pecador», ése consideraba Calvino que era el precepto máximo de su sistema, y poner en práctica ese sistema sin limitación alguna, como un servicio que Dios le había encomendado. Para ello, sostuvo que, en contra de su verdadera naturaleza, era su deber mantenerse inflexible, endureciéndola sistemáticamente por medio de la disciplina, hasta llegar a la crueldad. Se «ejercita» en la intransigencia como si se tratara de un elevado arte: «Me ejercito en el rigor para combatir los pecados universales.» Y hay que reconocer que, para nuestro mal, a este hombre de férrea voluntad esa autodisciplina le salió terriblemente bien. Abiertamente, reconoce que preferiría ver sufrir castigo a un inocente a que un único culpable escapara al juicio divino. Con ocasión de una de las muchas ejecuciones que por torpeza del verdugo se alargaban hasta convertirse en una tortura indeseada, Calvino, disculpándose, le escribe a Farel: «Sin duda, el que los condenados hubieran de sufrir una prolongación semejante de sus torturas no ha sucedido sin el expreso deseo de Dios.» Cuando se trata de la «gloria de Dios», mejor ser demasiado severo que demasiado benigno, argumenta Calvino. Sólo del constante castigo puede nacer una humanidad moral.

No es difícil imaginar lo mortífera que semejante tesis de un Cristo implacable, de un Dios cuya gloria se ha de proteger constantemente, debió de resultar al llevarse a cabo en un mundo anclado aún en la Edad Media. Sólo en los primeros cinco años bajo el dominio de Calvino, en la relativamente pequeña ciudad de Ginebra fueron colgadas trece personas, diez decapitadas, treinta y cinco quemadas, además de setenta y seis a las que les fue arrebatada la hacienda, sin contar los muchos que escaparon a tiempo del terror. Pronto están las cárceles tan llenas en la «nueva Jerusalén», que el alcaide ha de comunicar al magistrado que ya no puede recibir más presos. Y en cuanto a esos horribles martirios, no sólo se aplican a los condenados, sino también a los que simplemente son sospechosos, de modo que los acusados prefieren quitarse la vida antes que dejarse arrastrar hasta la cámara de tortura. Finalmente, el Consejo ha de dictar una disposición según la cual los presos deben llevar esposas día y noche, «para evitar sucesos de ese tipo». Sin embargo, ni una sola vez se tiene noticia de que Calvino haya suprimido tales horrores. Al contrario, por expresa sugerencia suya se incluye en el terrible castigo, junto a las empulgueras y el potro, la quema de las plantas de los pies. El precio que la ciudad ha de pagar por el «orden» y la «disciplina» es terrible, pues Ginebra nunca conoció tantas sentencias de muerte, tantas penas, torturas y exilios, como desde el momento en el que Calvino gobierna allí en nombre de Dios. Con razón, Balzac dice que el terror implantado por Calvino es aún más espeluznante que todas las orgías sangrientas de la Revolución francesa. «La furibunda intolerancia religiosa de Calvino era moralmente más cerrada y más despiadada que la intolerancia política de Robespierre. De haber tenido un radio de acción más amplio que el de Ginebra, Calvino habría derramado aún más sangre que el temible apóstol de la igualdad política.»

Sin embargo, no fue con esas bárbaras sentencias de muerte con lo que Calvino quebró el sentimiento de libertad de los ginebrinos. El verdadero desgaste se produjo con las vejaciones sistemáticas y la intimidación cotidiana. A primera vista, tal vez parezca ridículo en qué futilidades se inmiscuye la discipline de Calvino, pero no menospreciemos el refinamiento de este método. Con intención, Calvino teje una red de prohibiciones tan densa, tan tupida que resulta imposible escapar a ella o permanecer libre. Intencionadamente, amontona las prohibiciones precisamente en lo que se refiere a menudencias y mezquindades, con lo que cualquier individuo se siente en todo momento culpable y se produce un estado de miedo permanente frente a la autoridad omnipotente y omnisciente, pues cuantos más cepos se pongan a un lado y a otro en el camino diario de una persona, más dificultades encontrará para caminar erguida y libremente. Pronto, sentirse seguro en Ginebra resulta imposible, pues el Consistorio declara que es pecado hasta el más despreocupado aliento. Basta hojear las actas del Consejo para apreciar lo refinado del método de intimidación. A un ciudadano que se ha reído durante un bautizo: tres días de cárcel. Otro que, agotado por el sopor veraniego, se ha dormido durante el sermón: a la cárcel. Unos trabajadores han tomado empanada en el desayuno: tres días a pan y agua. Dos ciudadanos han jugado a los bolos: a la cárcel. Otros dos, a los dados, tomando un cuarto de vino: a la cárcel. Un hombre se ha negado a bautizar a su hijo con el nombre de Abraham: a la cárcel. Un violinista ciego ha bailado mientras tocaba: es expulsado de la ciudad. Otro ha alabado la traducción de la Biblia hecha por Castellio: también es expulsado. A una muchacha la pillan patinando; una mujer se ha arrojado sobre la tumba de su marido; durante el servicio de Dios, un ciudadano ha ofrecido a un vecino una pizca de tabaco. A todos ellos: citación ante el Consistorio, exhortación y multa. Y así sucesivamente, sin pausa. El día de Reyes, unos bromistas han metido una habichuela en el roscón: veinticuatro horas a pan y agua. Un ciudadano ha dicho «señor» Calvino en lugar de «maestro» Calvino; un par de labradores, al salir de la iglesia y siguiendo una antigua costumbre, han hablado de negocios. ¡A la cárcel con ellos! Un hombre ha jugado a las cartas: es expuesto en la picota, con las cartas en torno al cuello. Otro, insolente, ha cantado en la calle: es obligado «a cantar fuera», es decir, es expulsado de la ciudad. Dos galeotes se han peleado, sin matar a nadie: son ejecutados. Tres chicos menores de edad, que han hecho indecencias entre ellos, son condenados primero a morir en la hoguera, pero después se les concede la gracia de permanecer públicamente ante la hoguera encendida. Y naturalmente, lo que se castiga del modo más atroz es cualquier movimiento de agitación contra la infalibilidad estatal y espiritual de Calvino. Un hombre que se expresa públicamente en contra de la doctrina de la predestinación de Calvino, es azotado hasta hacerle sangrar en cada cruce de camino de la ciudad y, después, desterrado. A un impresor que, borracho, ha insultado a Calvino, antes de expulsarle de la ciudad, le atraviesan la lengua con un hierro al rojo. Jacques Gruet, sólo por haber llamado hipócrita a Calvino en persona, es torturado y ejecutado. Cada falta, hasta la más nimia, consta en las actas del Consistorio, de modo que la vida privada de cualquier ciudadano está constantemente en evidencia. La policía dirigida por Calvino encargada de vigilar las costumbres no conoce, como él mismo, un solo olvido o despiste.

Es inevitable que un terror como éste, siempre vigilante, acabe por quebrantar la dignidad interna y la fuerza del individuo y de la masa. Cuando en un Estado cada ciudadano ha de contar en todo momento con que puede ser interrogado, examinado o juzgado, cuando sabe que sobre cada una de sus acciones y de sus palabras acecha constantemente una invisible mirada escrutadora, cuando, tanto de día como de noche, la puerta de su casa puede abrirse inesperadamente para un brusco registro, entonces los nervios se ablandan progresivamente y se produce el miedo en masa, al que por contagio sucumben también los más valientes. Toda voluntad de autoafirmación en una lucha tan infructuosa tenía que acabar por desfallecer. Y gracias a su sistema de subordinación, gracias a esa discipline, la ciudad de Ginebra pronto se volvió tal y como Calvino quería. Devota, apocada, desapasionada y sometida sin resistencia a una única voluntad. La suya.

Un par de años con esa disciplina, y Ginebra empieza a transformarse. Como un velo gris se cierne sobre esta ciudad en otro tiempo libre y satisfecha. Los trajes llamativos han desaparecido. Los colores palidecen. Las campanas no tocan ya desde las torres. En la calle ya no se oyen alegres canciones. Todas las casas están peladas y sin adornos, como una iglesia calvinista. Desde que el violín ya no toca para el baile, desde que los bolos no truenan alegremente, ni los dados tabalean ligeros sobre la mesa, las fondas están desiertas. Las pistas de baile, vacías. Las oscuras avenidas, donde en otro tiempo se encontraban las parejas de enamorados, abandonadas. Sólo el espacio desnudo de la iglesia reúne los domingos a los hombres en una comunidad más seria y silenciosa. La ciudad tiene un rostro diferente, severo y hosco, el rostro de Calvino, y poco a poco todos los habitantes, por miedo o por inconsciente mimetismo, adquieren su rígido porte, su sombría reserva. Ya no caminan ligeros y relajados. Sus miradas ya no osan mostrar calidez, por temor a que la cordialidad pueda ser tomada por sensualidad. Se olvidan de ser despreocupados, por recelo hacia el hombre siniestro que nunca muestra alborozo. Incluso en la más estricta intimidad se han acostumbrado a susurrar, en lugar de hablar, pues detrás de las puertas puede haber servidores y sirvientas escuchando, por todas partes el miedo crónico percibe espías invisibles y escuchas a sus espaldas. ¡Pasar desapercibido! ¡No llamar la atención ni por la vestimenta, ni con una palabra precipitada, ni con un gesto alegre! Los ginebrinos prefieren quedarse en casa, donde el cerrojo y la pared siempre protegen hasta cierto punto de las miradas y de la sospecha. Pero, cuando por casualidad ven venir por la calle a los hombres del Consistorio, se asustan, apartándose de la ventana, y se ponen pálidos. ¡Quién sabe lo que el vecino habrá denunciado o dicho acerca de ellos! Si tienen que salir a la calle, se escurren con la mirada hundida, mudos, bajo sus oscuros mantos, como si fueran a asistir al sermón o a un entierro. Incluso los niños, que han crecido en esta nueva y severa disciplina y que han sido amedrentados en las «clases de edificación», ya no juegan en voz alta y alegremente, también ellos se encogen como con miedo ante una invisible amenaza. Mustios y huraños crecen como si fueran plantas, cuyas tristes flores no estuvieran expuestas al sol, sino a una helada sombra. Regularmente, como un reloj, jamás interrumpido por las celebraciones y los días de fiesta, el ritmo de la ciudad se sucede en un triste e impasible tictac, monótono, ordenado y seguro. Quien, ignorante y forastero, atravesara las calles de Ginebra, creería que la ciudad estaba de luto, tan sombría y fríamente miran las personas, tan mudas y tristes son las calles, tan poco festiva y tan abatida es la atmósfera espiritual. Ciertamente, la subordinación, la disciplina, es maravillosa, pero ese severo comedimiento, esa moderación que Calvino ha impuesto a la ciudad, se ha obtenido a costa de una inmensa pérdida, la de todas esas fuerzas sagradas que únicamente resultan del exceso y del entusiasmo. Y aun cuando esta ciudad puede contar como suyos con un sinfín de piadosos y devotos ciudadanos, de aplicados teólogos y serios eruditos, habrán de pasar dos siglos después de Calvino para que Ginebra pueda volver a dar un solo pintor, un solo músico, un solo artista de renombre mundial. Lo extraordinario ha sido sacrificado en aras del orden. La libertad creadora, en aras de un servilismo sin réplica. Y cuando finalmente vuelva a nacer un artista en esta ciudad, toda su vida será una revuelta contra la violación de los derechos del individuo. Sólo con su ciudadano más independiente, con Jean-Jacques Rousseau, Ginebra se liberará por completo de Calvino.