CASTELLIO ENTRA EN ESCENA
Temer a un dictador no significa en absoluto amarlo, y quien en apariencia se somete a un régimen de terror, aún está muy lejos de haber reconocido su legitimidad. Ciertamente, en los primeros meses tras su regreso la admiración de ciudadanos y autoridades hacia Calvino aún no es unánime. Todos los partidos parecen estar con él, desde el momento en que hay un único partido, y la mayoría, entusiasmada, se entrega por ahora a la embriaguez de la unificación, pero pronto empieza el desencanto, pues, como es lógico, todos aquellos a los que Calvino ha llamado al orden, esperaban secretamente que este enconado dictador, en cuanto estuviera asegurada la discipline, cejara en su draconiano ultramoralismo. En lugar de eso, ven cómo día a día sujeta las riendas cada vez con más fuerza. Jamás escuchan una sola palabra de agradecimiento por lo mucho que han sacrificado en cuanto a libertad y satisfacción personales. Con amargura, tienen que oír que desde el púlpito les llegan palabras como éstas: que hace falta un patíbulo para ahorcar a setecientos u ochocientos jóvenes ginebrinos, para implantar de una vez la disciplina y las buenas costumbres en esa corrupta ciudad. Por primera vez, se dan cuenta de que, en lugar del médico de almas por el que habían clamado, han traído dentro de sus muros a un carcelero. Finalmente, las medidas represivas cada vez más duras indignan incluso a sus más fieles seguidores.
Por tanto, sólo han pasado unos pocos meses y ya hay nuevamente en Ginebra cierto descontento con respecto a Calvino. Vista de lejos, como un ideal, su discipline surtía un efecto notablemente más seductor que en su tiránica presencia. Ahora los colores románticos palidecen, y los que aún ayer gritaban de júbilo, empiezan a quejarse en voz baja. Pero, en cualquier caso, para quebrantar el nimbo personal de un dictador se necesita siempre un pretexto evidente y comprensible para todos, y esa ocasión pronto se presenta. Por primera vez, los ginebrinos empiezan a dudar de la infalibilidad del Consistorio durante una de las terribles epidemias de peste que asoló la ciudad entre 1542 y 1545, pues los mismos predicadores que hasta entonces, amenazando con la más severa pena, exigían que en un plazo de tres días todo enfermo llamara junto a su lecho a un eclesiástico, desde que uno de ellos ha muerto contagiado, dejan consumirse y morir a los enfermos sin prestarles consuelo espiritual. El magistrado ruega encarecidamente que al menos un miembro del Consistorio esté dispuesto «a asistir y consolar a los pobres enfermos en el hospital para apestados». Pero no se presenta más que el rector de la escuela reformada, Castellio, a quien sin embargo no se le confía ese cometido por no ser miembro del Consistorio. El propio Calvino hace que sus colegas le declaren «imprescindible» y asegura abiertamente que «no se trata de dejar a toda la Iglesia en la estacada para ayudar a una parte». Pero también los demás predicadores, que no tienen que llevar a cabo tan decisiva misión, se esconden tenaces en la retaguardia. Todas las súplicas del Consejo ante los temerosos pastores de almas resultan vanas. Uno incluso afirma con toda franqueza que «preferirían ir al patíbulo antes que al hospital para apestados». El 5 de enero de 1543, Ginebra asiste a una escena sorprendente, en la cual todos los predicadores reformados de la ciudad, con Calvino a la cabeza, aparecen durante la reunión del Consejo para hacer públicamente la vergonzosa confesión de que ninguno de ellos tiene valor para entrar en el hospital para apestados, a pesar de que saben que su obligación consiste en servir a Dios y a su sagrada Iglesia en los momentos buenos y en los malos.
Ahora bien, no hay nada que tenga un efecto más convincente sobre un pueblo que el valor personal de sus dirigentes. En Marsella, en Viena y en otras muchas ciudades, aún cientos de años después, se celebra la memoria de aquellos heroicos sacerdotes que durante las grandes epidemias prestaron consuelo en los hospitales para incurables. Un pueblo jamás olvida semejante heroísmo por parte de sus dirigentes, y menos aún su flaqueza personal en los momentos decisivos. Con indignación y desdén, los ginebrinos observan y se mofan de que los mismos que desde el púlpito exigían con patetismo los mayores sacrificios, no estén dispuestos por su parte a hacer lo más mínimo, y de nada servirá que, para disipar la irritación general, monten un infame espectáculo. Por orden del Consejo, cogen a unos cuantos muertos de hambre y los torturan de la manera más terrible hasta que reconocen que, embadurnando los picaportes de las puertas con un ungüento preparado a base de excrementos del diablo, han introducido la peste en la ciudad. En su condición de humanista, Calvino no sólo no se enfrenta con desprecio a semejante chismorreo propio de viejas, sino que, con espíritu cada vez más retrógrado, se muestra como un convencido defensor de ese delirio propio de la Edad Media. Pero aún más que el haber reconocido públicamente su convencimiento de que en verdad han actuado tales «semeurs de peste», es decir, que la peste ha sido deliberadamente transmitida, le perjudica el hecho de afirmar desde el púlpito que, por impío, el demonio ha sacado a un hombre de la cama a plena luz del día y lo ha arrojado a las aguas del Ródano. Por primera vez, Calvino ve cómo sus oyentes no se molestan siquiera en ocultar su sarcasmo frente a semejante superstición.
En cualquier caso, buena parte de esa fe en la infalibilidad, que para cualquier dictador supone un elemento indispensable de su poder, ha quedado destruida durante la epidemia de peste. El desencanto, inequívoco, está en marcha: la resistencia se extiende cada vez con mayor fuerza y en círculos cada vez más amplios. Pero por suerte para Calvino, sólo se extiende, no se reúne, pues en eso consiste en todo momento la ventaja temporal de una dictadura, lo que asegura su dominio cuando hace ya tiempo que numéricamente se encuentra en minoría: el que su voluntad militarizada aparece cerrando filas y organizada, mientras que la contraria procede de distintos frentes y obra por distintos motivos, y nunca o sólo después se forma una única y verdadera fuerza de choque. No sirve de nada que unos cuantos e incluso muchos estén interiormente en contra de una dictadura, mientras esos muchos no actúen bajo un plan unitario y con una estructura cerrada. Por eso, generalmente desde que la autoridad de un dictador sufre las primeras sacudidas hasta que se produce su caída definitiva queda un largo y difícil camino por recorrer. Calvino, su Consistorio, sus predicadores y sus partidarios entre los expatriados representan una voluntad en un único bloque, una fuerza unida y segura de su objetivo. Sus contrincantes, en cambio, se reclutan sin ninguna relación en todas las esferas y clases posibles. Están, por un lado, los antiguos católicos, que secretamente aún apoyan la vieja doctrina. Junto a ellos, los que beben vino, a los que se les ha cerrado la taberna, y las mujeres, a las que no se les permite arreglarse, y también los viejos patricios de la ciudad de Ginebra, exasperados frente a los advenedizos, que, recién llegados de la emigración, se han instalado en todos los puestos. Esta fuerte oposición, numéricamente superior, se forma, por un lado, con los más nobles elementos y, por otro, con los más pobres. Pero en tanto en cuanto a una idea no se una el descontento, seguirá siendo una débil murmuración, una fuerza sólo latente, en lugar de activa. Nunca una turba dividida podrá prosperar frente a un ejército, nunca una insatisfacción desorganizada frente a un terror organizado. Por eso, en los primeros años resulta fácil para Calvino contener a esos grupos dispersos, porque en ningún momento se enfrentan a él como un todo y, así, con un golpe indirecto puede despachar tan pronto a uno como a otro.
Para el portador de una idea, sólo representa un peligro verdadero el hombre que se opone a él con un pensamiento diferente, y eso Calvino, con su sagaz y desconfiada mirada, lo reconoció en seguida, pues, desde el primer hasta el último momento, de entre todos sus adversarios no temió más que al único que espiritual y moralmente era su igual y que con toda la pasión de una conciencia libre se rebeló contra su tiranía: Sebastian Castellio.
Nos ha llegado un único retrato de Castellio y por desgracia se trata de uno mediocre. Muestra un rostro enteramente espiritual y serio, con una mirada, hay que decirlo, franca, sincera, bajo una frente alta y despejada. Desde el punto de vista de la fisonomía, no dice mucho más. No es un retrato que permita ahondar en la profundidad de un carácter, pero, en cualquier caso, el rasgo esencial de este hombre pone inequívocamente de manifiesto su aplomo y su equilibrio. Comparando los retratos de ambos adversarios, de Calvino y de Castellio, la oposición, que más tarde se expresa tan decididamente en el plano espiritual, queda clara ya desde el punto de vista físico: el rostro de Calvino está totalmente poseído por la tensión, por una energía espasmódica y enfermiza, que, impaciente y recalcitrante, quiere descargar, mientras que el de Castellio transmite una delicada y esperanzada serenidad. Una mirada está llena de fuego, la otra se muestra enigmáticamente tranquila. La impaciencia contra la paciencia. El celo impulsivo contra una perseverante tenacidad. El fanatismo contra la compasión.
De la juventud de Castellio sabemos casi tan poco como de su aspecto externo. En 1515, seis años después que Calvino, nace en el territorio fronterizo entre Suiza, Francia y Saboya. Su familia se llamaba Chatillon o Chataillon, quizá también, durante el dominio de Saboya, Castellione o Castiglione, aunque su lengua materna no debió de ser la italiana, sino la francesa. Sin duda, pronto su verdadera lengua es el latín, pues con veinte años Castellio aparece como estudiante en la Universidad de Lyon y, al dedicarse allí al estudio de las lenguas francesa e italiana, se hace también con una absoluta maestría en el dominio de la latina, la griega y la hebrea. Más tarde, aprende también alemán, al tiempo que en otros campos del saber su celo y sus conocimientos quedan demostrados de modo tan sobresaliente que los humanistas y teólogos le consideran unánimemente el hombre más sabio de la época. Al principio, son las artes a cargo de las Musas las que atraen al joven estudiante, que con esfuerzo y de lo más pobremente se gana la vida dando lecciones. De su mano nace entonces una serie de poemas y escritos en latín, pero pronto abraza una pasión mucho mayor que la que le atrajera hacia épocas remotas: se siente cautivado por los problemas de su tiempo. El humanismo clásico, si lo contemplamos desde el punto de vista histórico, tuvo un florecimiento muy corto y glorioso durante las pocas décadas que median entre los fenómenos del Renacimiento y la Reforma. Sólo durante ese periodo, la juventud espera que la salvación del mundo se produzca a través de la renovación de los clásicos y de una educación sistemática. Pero pronto, a los más apasionados, a los mejores de entre esa generación, transcribir una y otra vez la obra de Cicerón y de Tucídides a partir de viejos pergaminos no les parece más que un trabajo de jubilados, un humillante trasiego, mientras que desde Alemania, como si se tratara de un verdadero incendio, una revolución religiosa prende en las almas de millones y millones de seres. Pronto, en todas las universidades se discute más acerca de la vieja y de la nueva Iglesia que acerca de Platón y Aristóteles. Profesores y estudiantes, en lugar de las pandectas, estudian la Biblia. Como ocurrió posteriormente con la ola política, nacional o social, en el siglo XVI toda la juventud de Europa es presa de una pasión incontenible por participar en la reflexión, discusión y apoyo de las ideas religiosas de la época. También Castellio es arrastrado por ella. Una experiencia personal resulta decisiva para su naturaleza humana. Cuando por primera vez asiste en Lyon a la quema de unos herejes, la crueldad de la Inquisición, por un lado, y la entereza de las víctimas, por otro, le impresionan hasta lo más profundo de su alma. Desde ese día, está decidido a vivir y a luchar por la nueva doctrina, en la que encuentra libertad y salvación.
Está claro que, desde el momento en que este hombre de veinticinco años se ha decidido interiormente por la Reforma, su vida en Francia está en peligro. Allí donde un Estado o un sistema reprimen violentamente la libertad de culto, para aquellos que no quieren someterse a la violación de su conciencia, sólo existen tres caminos. Se puede combatir abiertamente el terror estatal y convertirse en mártir. Éste, que es el más intrépido de todos los caminos, el de la oposición abierta, lo escogen Berquin y Etienne Dolet, expiando por cierto su rebeldía en la hoguera. O bien, para conservar la libertad interior y al mismo tiempo la vida, puede uno someterse en apariencia y camuflar su verdadera opinión. Esta es la técnica seguida por Erasmo y Rabelais, quienes en apariencia estaban en paz con la Iglesia y con el Estado, para, ocultos bajo el manto del erudito o cubiertos con la gorra del bufón, lanzarles dardos envenenados por la espalda, esquivando con habilidad el poder y engañando a la brutalidad con una astucia digna de Odiseo. Como tercer camino queda la emigración: el intento de sacar la libertad interior fuera del país en el que es perseguida y proscrita, llevándola sana y salva hasta una tierra en la que pueda respirar sin ser molestada. Castellio, una naturaleza recta, pero al mismo tiempo delicada, opta como Calvino por esta vía, la más pacífica. En la primavera de 1540, poco después de que con el corazón encogido haya contemplado en Lyon la quema de los primeros mártires evangélicos, abandona su patria, para convertirse desde entonces en mensajero y transmisor de esa doctrina.
Castellio se dirige a Estrasburgo, como la mayoría de estos emigrantes religiosos propter Calvinum, es decir, siguiendo a Calvino, pues desde que este hombre, en el prólogo a su Institutio, reclamó a Francisco I con tanto arrojo la tolerancia y la libertad de culto, toda la juventud francesa le considera, aun siendo él mismo joven, el precursor y el abanderado de la doctrina evangélica. De él esperan aprender todos estos fugitivos, víctimas de la misma persecución. De él, que sabe expresar sus exigencias y establecer sus objetivos, esperan recibir una meta en la vida. Como discípulo y alumno entusiasmado, pues la naturaleza liberal de Castellio aún ve en Calvino al representante de la libertad espiritual, Castellio se dirige de inmediato a su casa y durante una semana vive en un albergue para estudiantes que la mujer de Calvino ha instalado en Estrasburgo para esos futuros misioneros de la nueva doctrina. Sin embargo, en un principio no se llega a tan esperado contacto, pues poco después Calvino es llamado a las Dietas de Worms y Hagenau. La ocasión para el primer encuentro se ha perdido, pero que Castellio, que entonces tenía veinticuatro años, ha producido ya una impresión decisiva, queda pronto de manifiesto, pues en cuanto el regreso de Calvino a Ginebra es seguro, el jovencísimo sabio es empleado como profesor en la escuela reformada de Ginebra, a propuesta de Farel y sin duda con el consentimiento de Calvino. Se le concede expresamente el título de rector, se ponen a su cargo dos profesores auxiliares y se le encomienda además la misión de predicar en la iglesia de Vandoeuvres, uno de los distritos de Ginebra.
Castellio justifica plenamente esta confianza, y su actividad docente supone a su vez para él un especial éxito literario, pues para que a los alumnos el aprendizaje del latín les resulte más emocionante, transcribe en forma de diálogo y traducidos al latín los episodios más plásticos del Nuevo y del Viejo Testamento. Pronto, el pequeño libro, que en un principio estaba pensado como ayuda nemotécnica para los niños de Ginebra, tiene una repercusión literaria y pedagógica sólo comparable a la que tuvieran los Coloquios de Erasmo. Y aún siglos después, este manual sigue imprimiéndose, apareciendo no menos de cuarenta y siete veces. Miles y miles de alumnos aprendieron en él los fundamentos del latín clásico. Y aunque desde el punto de vista del humanismo sólo se trate de una obra de segundo orden y circunstancial, este silabario latino es el primer libro con el que Castellio entra en la escena espiritual de la época.
Pero la ambición de Castellio se dirige a más altas metas que la de escribir un manual ameno y práctico para los niños de escuela. No ha renunciado al humanismo para dispersar su fuerza y su erudición en pequeños trabajos. Este hombre joven e idealista lleva en sí un elevado proyecto, que en cierto modo ha de repetir y superar la enérgica hazaña de Erasmo y Lutero: proyecta nada menos que volver a transcribir toda la Biblia al latín y de nuevo al francés. También su pueblo, el francés, debe tener toda la verdad, como la tienen el mundo humanista y el alemán gracias a la voluntad creativa de Erasmo y de Lutero. Con toda la tenaz y tranquila confianza de su carácter, Castellio se pone manos a la obra en esa inmensa tarea. Noche tras noche, este joven erudito, que durante el día trabaja para, con esfuerzo y un mal sueldo, procurar el sustento de su familia, se aplica a ese proyecto sagrado, al que dedicará toda su vida.
Sin embargo, al dar el primer paso, Castellio se encuentra ya con una decidida oposición. Un impresor de Ginebra se declara dispuesto a imprimir la primera parte de su traducción de la Biblia al latín, pero en Ginebra Calvino es el dictador absoluto en todas las cuestiones espirituales y religiosas. Sin su consentimiento, sin su imprimátur, ningún libro puede imprimirse dentro de los muros de la ciudad. La censura es la consecuencia natural de cualquier dictadura.
Así que Castellio va a visitar a Calvino, un sabio a otro sabio, un teólogo a otro. Y de colega a colega, solicita que le conceda el imprimátur. Pero las naturalezas autoritarias ven siempre en los pensadores independientes contrincantes insufribles. La primera reacción de Calvino es de disgusto y de un enojo apenas disimulado, pues él mismo ha escrito el prólogo a una traducción de la Biblia al francés hecha por un familiar suyo y, con ello, en cierto modo, la ha reconocido como la vulgata, como la oficialmente válida para el mundo protestante. Qué «osadía», por tanto, la de este «joven» que no quiere reconocer humildemente la versión autorizada y coescrita por él mismo como la única válida y verdadera y que, en lugar de ello, pretende sacar otra nueva, hecha por él. Claramente, la desazón que la «arrogancia» de Castellio ha despertado en Calvino se trasluce en su carta a Viret. «Escucha ahora la fantasía de nuestro Sebastian: nos da ocasión de reír, pero también para ponernos furiosos. Hace tres días, vino a verme y solicitó mi permiso para publicar una traducción del Nuevo Testamento.» Ya por el tono irónico puede uno imaginar lo cordialmente que recibió a su rival. De hecho, Calvino despacha a Castellio sin más dilación: está dispuesto a darle el permiso, pero sólo con la condición de poder leer antes la traducción y corregir en ella todo aquello que por su parte considere necesario.
Nada más alejado del carácter de Castellio que la presunción y la seguridad en sí mismo. A diferencia de Calvino, nunca ha considerado su opinión como la única acertada, ni su manera de ver cualquier cuestión como intachable e inapelable, y su posterior prólogo a esta traducción representa sin lugar a dudas un ejemplo de modestia científica y humana. Abiertamente, escribe que él mismo no ha entendido todos los pasajes de las Sagradas Escrituras y por ello previene al lector para que no confíe sin más en su traducción, pues la Biblia es un libro oscuro, lleno de contradicciones, y lo que él ofrece es sólo una interpretación, en ningún caso una certeza.
Pero, aun cuando Castellio considere su propia obra de modo tan modesto y humano, como hombre valora por encima de todo la nobleza de la independencia personal. Consciente de que, como experto en las culturas hebrea y griega, como erudito, no está en absoluto por detrás de Calvino, en ese deseo de censurar desde arriba, en esa autoritaria demanda de «corrección», ve con razón una ofensa. En una república libre, en la que tanto un sabio como un teólogo están al mismo nivel que otro, no quiere someterse con respecto a Calvino a una relación de alumno y profesor, no quiere que su obra sea tratada simplemente como si fueran los deberes de un escolar que hay que embadurnar de rojo. Buscando encontrar una salida pacífica y demostrar a Calvino su respeto personal, propone, en cambio, leerle el manuscrito, siempre que a Calvino le convenga, y aclarando de antemano que está dispuesto a tener en cuenta sus consejos y sugerencias en cada punto. Pero Calvino está por principio en contra de cualquier forma de conciliación. No quiere aconsejar, sólo quiere mandar. Sin pensarlo dos veces, rechaza la propuesta. «Le hice saber que, aunque me prometiera cien coronas, no estaba dispuesto a comprometerme a tener encuentros a una hora determinada, para discutir entonces durante dos horas sobre una única palabra. Entonces, se marchó molesto.»
Por primera vez, se han cruzado los aceros. Calvino ha percibido que Castellio no está dispuesto a someterse a él en cuestiones intelectuales y religiosas. En medio del general servilismo adulador, ha reconocido al eterno adversario de cualquier dictadura, al hombre independiente. Desde este momento, Calvino está decidido a privar a ese hombre, que no quiere servirle a él, sino sólo a su propia conciencia, de su empleo y, si es posible, a alejarle de Ginebra.
Quien busca un pretexto siempre sabe encontrarlo. Calvino no tiene que esperar mucho, pues Castellio, que con su miserable salario de maestro de escuela no puede alimentar a su familia, aspira al puesto, más acorde con su carácter y mejor pagado, de «predicador de la palabra de Dios». Desde el momento en que abandonó Lyon, su meta en la vida era servir y pregonar la doctrina evangélica. Desde hace meses, el eminente teólogo predica en la iglesia de Vandoeuvres, sin que en la austera ciudad se formule nunca la más mínima objeción. Ningún otro hombre en Ginebra puede, pues, solicitar con tanto derecho el cargo de predicador. De hecho, la candidatura de Castellio cuenta con el consentimiento claro del magistrado. El 15 de diciembre de 1543 se llega al siguiente acuerdo: «Como Sebastian es un hombre erudito y muy apto para servir a la Iglesia, encarecemos su empleo en el servicio eclesiástico.»
Pero el magistrado no ha contado con Calvino. ¿Cómo? Sin consultarle previa y sumisamente, ha ordenado nombrar a Castellio, un hombre que por su independencia interior puede resultarle incómodo, predicador y, con ello, miembro de su Consistorio. De inmediato, Calvino formula una queja en contra del nombramiento de Castellio y en una carta a Farel justifica su proceder, tan falto de solidaridad, con estas oscuras palabras: «Hay importantes motivos para impedir su nombramiento… Sin embargo, ante el Consejo sólo he insinuado y no expresado esos motivos, aunque al tiempo he salido al paso de cualquier falsa sospecha, para dejar su nombre en paz. Mi intención es respetarle.»
Al leer esas oscuras palabras, misteriosamente hábiles, le invade a uno en primer lugar una desagradable sospecha. ¿No suena en realidad como si hubiera algo injurioso en contra de Castellio, algo que le incapacitara para revestir la dignidad de predicador, alguna mancha que Calvino, indulgentemente, ocultara con el manto de la benevolencia cristiana para «respetarle»? Uno se pregunta, ¿de qué delito será culpable ese sabio tan apreciado y que Calvino, magnánimo, calla? ¿Ha robado dinero ajeno? ¿Ha tenido trato con mujeres? ¿Encubre su irreprochable carácter, conocido por toda la ciudad, algún secreto extravío? Con intencionada falta de claridad, Calvino deja que una indeterminada sospecha penda sobre Castellio, y nada hay más funesto para el honor y el prestigio de un hombre que una «respetuosa» ambigüedad.
Sin embargo, Sebastian Castellio no quiere ser «respetado». Tiene la conciencia clara y limpia, y apenas se entera de que ha sido Calvino quien a sus espaldas quiere echar a perder su nombramiento, da un paso adelante y le exige que públicamente aclare ante el magistrado por qué motivos le ha de ser negado el puesto de predicador. Ahora Calvino ha de quitarse la máscara y exponer cuál es el delito de Castellio. Al fin, uno se entera del crimen que con tan exquisito tacto ha callado Calvino. Castellio, ¡terrible error!, no comparte del todo las ideas de Calvino en lo que respecta a dos interpretaciones teológicas secundarias de la Biblia. En primer lugar, ha expresado la opinión —y en esto todos los teólogos, en voz alta o baja, probablemente son del mismo parecer—, de que el Cantar de los Cantares de Salomón no es una composición religiosa, sino profana. El himno a Sulamita, cuyos pechos brincan por los pastos como dos jóvenes corzos, representa por tanto un poema de amor mundano y en ningún caso una glorificación de la Iglesia. También el segundo motivo de discrepancia es insignificante: Castellio concede al descenso de Cristo a los infiernos un significado distinto al que le da Calvino.
Por lo tanto, el «magnánimamente silenciado» crimen de Castellio resulta demasiado nimio y despreciable como para que por ello le sea denegada la dignidad de predicador. Pero, y esto es lo decisivo, para Calvino no existen minucias ni bagatelas en el ámbito de la doctrina. Para su carácter metódico, que aspira a la unidad y autoridad supremas de la nueva Iglesia, la más pequeña discrepancia es tan peligrosa como la mayor. Calvino quiere que en su edificio lógico, fuertemente afianzado, cada piedra, hasta la más mínima, quede definitivamente en su lugar, y al igual que en la vida política, en las costumbres y en la justicia, también en el plano religioso cualquier forma de libertad le parece por principio insoportable. Si su Iglesia ha de durar, desde la planta hasta el último y más pequeño ornamento deben fundarse en la autoridad, y quien no lo reconozca así, quien trate de pensar de modo independiente en el sentido liberal, para ése no hay lugar en su Estado.
En vano intenta el Consejo persuadir a Castellio y a Calvino para que celebren una entrevista pública, en la que amistosamente pongan término a la diferencia de opiniones. Pues hemos de repetirlo otra vez: Calvino sólo quiere enseñar, no dejarse enseñar ni convertir. No discute jamás, con nadie, él dicta. Ya en sus primeras palabras exhorta a Castellio a «declararse partidario de nuestra opinión», y le previene en contra de «confiar en el propio juicio», actuando así de acuerdo con su concepción de la necesaria unidad y autoridad de la Iglesia. Pero también Castellio se mantiene fiel a sí mismo, pues la libertad de conciencia es para él el supremo don del espíritu, y en este mundo está dispuesto a pagar cualquier precio por ella. Sabe perfectamente que en esas dos minucias insignificantes debería someterse a Calvino, con lo que se aseguraría de inmediato el lucrativo puesto en el Consistorio, pero, incorruptible en su independencia, Castellio contesta que no puede prometer algo que no es capaz de cumplir sin actuar en contra de su conciencia. Así, la entrevista resulta inútil. En estos dos hombres se enfrentan en ese momento la Reforma liberal, que reclama la libertad de cada hombre en cuestiones religiosas, y la ortodoxa. Y con razón, Calvino, tras esa infructuosa polémica, puede escribir acerca de Castellio: «Es un hombre que, hasta donde puedo juzgar tras nuestras conversaciones, tiene de mí tales ideas que resulta difícil creer que alguna vez podamos llegar a un acuerdo.»
Pero, ¿cuáles son esas «ideas» que Castellio tiene con respecto a Calvino? Calvino se delata a sí mismo, al escribir: «A Sebastian se le ha metido en la cabeza que ansío gobernar.» De hecho, la situación no se puede expresar mejor. En poco tiempo, Castellio ha reconocido lo que pronto reconocerán los demás: que Calvino, de acuerdo con su tiránica naturaleza, está decidido a no tolerar en Ginebra ninguna otra opinión que no sea la suya, y que sólo es posible vivir en su mismo ámbito espiritual sometiéndose servilmente, como De Beze y otros seguidores, a cada punto de su doctrina. Pero Castellio no quiere respirar el aire de calabozo de esa represión espiritual. No ha escapado de la Inquisición católica en Francia para someterse a un nuevo control de la conciencia por parte del protestantismo. No ha renegado del viejo dogma para convertirse en siervo de uno nuevo. Para él, Jesucristo no es como lo ve Calvino: un inflexible jurista preocupado por las formalidades. Ni su Evangelio un código rígido y esquemático. Castellio ve en Jesucristo únicamente al más humano de los hombres, un modelo ético que todos, humildemente y a nuestro modo, debemos imitar, sin por ello afirmar temerariamente que él y solo él conoce la verdad. Una decidida exasperación ahoga el alma de este hombre libre al ver con qué arrogancia y con qué seguridad en sí mismos exponen la palabra de Dios los nuevos predicadores establecidos en Ginebra, como si sólo a ellos les hubiera sido revelada de forma comprensible. La indignación le embarga ante esos orgullosos que, sin cesar, se vanaglorian de su sagrada misión y que hablan de los demás como si se tratara de pecadores repulsivos y de personas indignas. Y cuando, en una reunión pública, se comenta la palabra del apóstol san Pablo según la cual «en todas las cuestiones, mediante una gran paciencia debemos mostrarnos como los enviados de Dios», Castellio se levanta de pronto y sugiere a los «enviados de Dios» que, por una vez, podían someterse ellos mismos a examen, en lugar de examinar, castigar y juzgar únicamente a los demás. Probablemente, tenía conocimiento de una serie de cosas (constan también más tarde en las actas del Consejo) que demuestran que la conducta de los predicadores ginebrinos en lo que se refiere a las costumbres de su vida privada no debía de ser demasiado puritana, y por eso le pareció conveniente castigar por una vez públicamente esa hipócrita presunción. Por desgracia, sólo conocemos el texto de la ofensiva de Castellio por la versión que de ella nos transmite Calvino, quien, cuando se trataba de un adversario, nunca tuvo especial reparo en hacer modificaciones. Pero incluso de su parcial exposición se infiere que Castellio se incluyó a sí mismo en esa declaración acerca del general extravío, pues dice: «Pablo fue un servidor de Dios, pero nosotros nos servimos a nosotros mismos. Era paciente, nosotros somos muy impacientes. Él sufrió injusticias por parte de los otros, nosotros perseguimos a los inocentes.»
A Calvino, presente en aquella reunión, el ataque de Castellio parece que le cogió totalmente desprevenido. Un discutidor más apasionado, más sanguíneo, un Lutero, se habría encolerizado de inmediato y habría respondido con un discurso enardecido. Un Erasmo, un humanista, probablemente habría discutido sabia y serenamente. Pero Calvino es, en primer lugar, un hombre realista, un hombre de táctica y de práctica, que sabe contener su temperamento. Percibe el fuerte efecto de las palabras de Castellio sobre los presentes y sabe que ahora no es aconsejable enfrentarse con él, así que se queda callado y aprieta aún más los ya de por sí delgados labios. «De momento guardé silencio —se excusa posteriormente por su singular reserva— pero sólo para no provocar una fuerte disputa ante tantos extraños.»
¿La mantendrá más tarde en los círculos de los íntimos? ¿Tratará de ponerse de acuerdo con Castellio de hombre a hombre, opinión frente a opinión? ¿Le invitará, le exigirá que ante el Consistorio documente con nombres y con hechos su general acusación? De ningún modo. Para Calvino, la lealtad en cuestiones políticas fue siempre algo ajeno. Para él, cualquier intento de crítica no supone una divergencia de opinión simplemente teórica, sino un delito de Estado, un acto criminal. Pero los crímenes son competencia de la autoridad temporal. Y ante ella, en lugar de ante el Consistorio, arrastra a Castellio, convirtiendo una discusión moral en un proceso disciplinar. Su demanda ante el magistrado de la ciudad de Ginebra es la siguiente: «Castellio ha denigrado la imagen del clero.»
El Consejo se reúne de mala gana. No le gustan demasiado esas pendencias entre predicadores, incluso parece que a la autoridad temporal no le importaría que, por fin, alguna vez alguien se atreviera a expresarse con palabras francas y enérgicas en contra de la arrogancia del Consistorio. En un principio, los miembros del Consejo aplazan largo tiempo la decisión, y su juicio definitivo es llamativamente ambiguo. A Castellio se le reprende verbalmente, pero no se le castiga ni se le despide. Sólo su actividad como predicador en Vandoeuvres queda suspendida hasta nueva orden.
Castellio podía haberse conformado fácilmente con una amonestación tan tibia, pero en su interior ha tomado ya una decisión. De nuevo comprueba que junto a una naturaleza tan tiránica como la de Calvino no hay en Ginebra espacio para un hombre libre, así que solicita del magistrado ser exonerado de su cargo. Pero ya en esta primera prueba de fuerza ha conocido la táctica de su adversario lo suficiente como para saber que los hombres de partido siempre tratan la verdad, cuando ha de servir a su política, de manera despótica. Con razón, prevé que su libre y viril renuncia a empleo y dignidad será tergiversada posteriormente, haciendo circular la mentira de que ha perdido su trabajo por algún motivo ilícito. Por eso, antes de abandonar Ginebra, solicita un testimonio escrito acerca del suceso. Con ello, Calvino se ve obligado a firmar un documento, que aún hoy puede verse en la biblioteca de Basilea, en el que se dice que sólo porque se habían producido discrepancias en dos cuestiones teológicas particulares Castellio no ha sido nombrado predicador. El documento dice textualmente: «Para que nadie pueda imputar otro motivo a la partida de Sebastian Castellio, damos fe de que en todos los aspectos dimite voluntariamente (sponte) de su cargo como profesor, que hasta el momento desempeñó de tal forma que le habríamos considerado digno de ocupar el puesto de predicador. Si a pesar de ello no le ha sido concedido, no ha sido en absoluto porque hubiera alguna mancha en su conducta, sino exclusivamente por el motivo arriba mencionado.»
Alejar de Ginebra al único erudito que está a su altura supone una victoria para el despotismo de Calvino, aunque en el fondo no sea más que una victoria pírrica, pues en círculos más amplios la partida de este sabio, que goza de gran prestigio, se considera como una dura pérdida. Públicamente se declara que «por intervención del maestro Calvino se ha cometido una injusticia», y con este suceso en todo el espacio cosmopolita del humanismo queda demostrado que en Ginebra Calvino sólo tolera la presencia de seguidores adocenados. Aún dos siglos después, como prueba decisiva del tiránico comportamiento de Calvino en materia religiosa, Voltaire alude a la represión ejercida contra Castellio: «Se puede calcular por las vejaciones a que sometió a Castellio, que era un sabio mucho más grande que él y al que su envidia expulsó de Ginebra.»
Pero Calvino es muy sensible, hipersensible a la crítica. En seguida percibe el descontento general que ha provocado con el alejamiento de Castellio. Y apenas ha conseguido su objetivo, saber que este hombre único, independiente y de verdadera categoría ha sido expulsado de Ginebra, le agobia el que la opinión pública pueda acusarle de que Castellio vague por el mundo sin ningún recurso. En efecto, la decisión de Castellio ha sido desesperada, pues como enemigo declarado del protestante políticamente más poderoso no puede contar con encontrar dentro de Suiza una pronta ocupación en la Iglesia reformada. Su impetuosa decisión le ha lanzado a la más amarga de las miserias. Como un mendigo, como un muerto de hambre, el que en otro tiempo fuera el rector de la escuela reformada de Ginebra va de puerta en puerta, y Calvino es lo suficientemente perspicaz como para darse cuenta de que la pública precariedad de un rival al que ha obligado a alejarse le puede causar los mayores daños. Por eso, ahora que Castellio ya no le estorba con su proximidad, trata de tenderle puentes de plata. Con sorprendente diligencia, para justificarse, escribe a sus amigos carta tras carta, diciendo lo mucho que le preocupa proporcionar una ocupación al pobre y necesitado Castellio, el cual se ha ganado su pobreza y su necesidad únicamente por su culpa. «Quisiera que pudiera encontrar refugio en algún lugar y sin problemas, y por mi parte haría lo que estuviera en mi mano para ello.» Pero Castellio no permite, como esperaba Calvino, que le tapen la boca. Libre y abiertamente cuenta en todas partes que ha tenido que dejar Ginebra ante la ambición de poder mostrada por Calvino, y con ello le da en su punto flaco, pues Calvino jamás ha reconocido su poder dictatorial, sino que siempre ha querido ser admirado como el más humilde, el más modesto servidor en el cumplimiento de su difícil tarea. De inmediato, cambia el tono de sus cartas. De una vez por todas, desaparece la compasión hacia Castellio. «Si supieras lo que ese perro —me refiero a Sebastian— ha aullado contra mí. Cuenta que ha sido expulsado de su puesto únicamente a causa de mi tiranía, para que yo pudiera gobernar solo», se queja a un amigo. En el transcurso de pocos meses, el mismo hombre del que Calvino había suscrito de propia mano que era digno de ocupar el oficio sagrado de siervo del Señor, se ha convertido para él en una «bestia», en un «perro», sólo porque ha preferido la más amarga pobreza antes que dejarse acallar y comprar con prebendas.
Esta pobreza heroica elegida libremente por Castellio despertó ya la admiración de sus contemporáneos. Montaigne considera lamentable que un hombre con los méritos de Castellio haya tenido que padecer semejante miseria. Seguramente, añade, muchos hombres habrían estado dispuestos a ayudarle, de haber tenido a tiempo noticia de ello. Pero en realidad, los hombres no se muestran en absoluto dispuestos a ahorrar a Castellio la más absoluta pobreza. Habrán de pasar años y años antes de que el desterrado obtenga una plaza sólo medianamente de acuerdo con su erudición y su superioridad moral. Por de pronto, ninguna Universidad le da trabajo. No se le ofrece ningún puesto de predicador, pues la dependencia política de las ciudades suizas con respecto a Calvino es ya demasiado grande como para que públicamente se atrevan a dar empleo al adversario del dictador de Ginebra. Con esfuerzo, el proscrito encuentra por fin un medio de ganarse la vida, el de corrector en la imprenta de Oporin, en Basilea. Pero el trabajo resulta insuficiente para alimentar mujer e hijos, y Castellio trata de juntar monedas trabajando también como preceptor, para así poder mantener seis u ocho bocas. Aún habrá de vivir muchos años en una indecible, lamentable miseria cotidiana, una miseria que inhibe el alma y paraliza las fuerzas, antes de que por fin una Universidad se decida a emplear al erudito de formación universal, al menos como lector de griego. Pero tampoco este puesto, más honorífico que lucrativo, brinda a Castellio la libertad con respecto al eterno vasallaje. A lo largo de toda su vida, este gran erudito, calificado incluso por algunos como el más sabio de su tiempo, tendrá que seguir desempeñando una y otra vez humildes trabajos subalternos. Él mismo trabaja la tierra en su pequeña casa en los arrabales de Basilea. Y, como la labor que desempeña por el día no basta para alimentar a la familia, se pasa la noche corrigiendo textos de imprenta, mejorando obras ajenas, traduciendo de todas las lenguas. Las páginas que, para ganarse el pan, transcribió del griego, del hebreo, del latín, del italiano y del alemán para el impresor de Basilea se cuentan por miles y miles.
Pero esa privación de años y años únicamente podrá minar su cuerpo, su débil y sensible cuerpo, jamás la independencia y tenacidad de su alma orgullosa, pues en medio de ese trabajo servil e interminable Castellio no olvida en absoluto cuál es su verdadera tarea. Inquebrantable, continúa con la obra de su vida: la traducción de la Biblia al latín y al francés. Entre tanto, redacta publicaciones periódicas y escritos polémicos, comentarios y diálogos. No pasa un solo día, ni una sola noche, en los que Castellio haya descansado. Este trabajador infatigable no conoció ni el placer de viajar, ni la gracia del esparcimiento, como tampoco la voluptuosa compensación de la fama o la riqueza. Pero este espíritu libre prefiere ser siervo de la pobreza eterna, traicionar su propio sueño, antes que su conciencia independiente. Extraordinario ejemplo de esos héroes secretos del espíritu que, sin que el mundo los vea, incluso en la oscuridad del olvido, luchan por lo que para ellos es sagrado: la inviolabilidad de la palabra, el derecho inalienable a la opinión propia.
Sin embargo, aún no ha empezado el verdadero duelo entre Castellio y Calvino. Dos hombres, dos ideas se han mirado a los ojos y se han reconocido como enemigos irreconciliables. Para ambos resultaba imposible vivir aunque sólo fuera una hora en la misma ciudad, en el mismo espacio espiritual. Pero aun separados de forma definitiva, el uno en Basilea, el otro en Ginebra, se observan celosamente. Castellio no olvida a Calvino, ni Calvino a Castellio, y su silencio es sólo una espera hasta que llegue la palabra decisiva, pues discrepancias tan profundas, que no son simplemente opiniones distintas, sino un odio declarado entre una ideología y otra, no pueden mantener la paz por mucho tiempo. La libertad espiritual no puede sentirse satisfecha a la sombra de una dictadura. Y una dictadura no puede gozar despreocupadamente de la vida, en tanto que un único hombre independiente siga en pie dentro de sus fronteras. Pero para que se produzca la descarga de las tensiones latentes se necesita siempre un pretexto. Sólo cuando Calvino enciende la hoguera para Servet, la palabra acusadora se enardecerá en labios de Castellio. Sólo cuando Calvino declara la guerra a cualquier conciencia libre, Castellio le retará a vida o muerte en nombre de la conciencia.