EL CASO SERVET

En determinados momentos, la Historia escoge de entre las masas de millones que forman la humanidad una única figura, para resolver gráficamente con ella una disensión ideológica. En absoluto es necesario que ese hombre sea siempre un genio de primer orden. A menudo, el destino se conforma con sacar de entre muchos un nombre por completo fortuito, para inscribirlo de modo indeleble en la memoria de la posteridad. Tampoco Miguel Servet se convirtió en una personalidad memorable en virtud de un genio extraordinario, sino únicamente gracias a su terrible final. En este hombre singular los talentos se mezclan de modo muy diverso, aunque sin un orden afortunado: un intelecto enérgico, despierto, curioso y tenaz, pero que con luz muy tenue divaga de un problema a otro; un genuino deseo de encontrar la verdad, aunque incapacitado para la transparencia creativa. Francotirador a un tiempo en la filosofía, la medicina y la teología, este espíritu fáustico no encaja plenamente en ninguna ciencia, aunque en todas se inmiscuye. Deslumbrante de cuando en cuando en alguna de sus audaces observaciones, con sus irreflexivas charlatanerías acaba por resultar enojoso. En cualquier caso, en el libro de sus proféticas predicciones brilla por una vez con una observación que verdaderamente abre nuevos caminos: el descubrimiento de la llamada circulación pulmonar de la sangre. Pero Servet no se plantea explotar sistemáticamente su hallazgo, ni profundizar en él desde el punto de vista científico. Este rayo genial se extingue como un único y precoz relampagueo sobre la oscura pared de su siglo. En este solitario hay una gran fuerza espiritual, pero únicamente la determinación a la hora de conseguir las metas transforma un espíritu fuerte en una figura creadora.

Se ha repetido hasta la saciedad que en cada español se oculta una vena quijotesca. En el caso de Miguel Servet, esta observación resulta, no obstante, perfecta y al mismo tiempo penosamente cierta. No sólo atendiendo a su retrato: este aragonés enjuto, pálido y con barba de perilla tiene cierto parecido con el descarnado y magro héroe de la Mancha. Interiormente, está abrasado por la misma pasión sublime y grotesca de luchar por el absurdo y de arremeter con idealismo ciego de ira contra cualquier resistencia que encuentre en la realidad. Prescindiendo por completo de toda autocrítica, siempre descubriendo o afirmando algo, este caballero andante de la teología cabalga contra todos los baluartes y molinos de la época. Sólo le atrae la aventura, el absurdo, lo singular y peligroso, y con intenso placer bélico, irritado, anda a golpes con todos los demás iluminados, sin ligarse a ningún partido ni pertenecer a ningún clan, siempre solitario, al mismo tiempo imaginativo y fantástico, y por ello una figura excéntrica y única en su género.

Quien en tan brusco y alto concepto de sí mismo está siempre solo frente a los demás, necesariamente ha de enemistarse con todos. Aproximadamente de la misma edad que Calvino, siendo aún prácticamente un muchacho, Servet tiene ya su primer encontronazo con el mundo. A los quince años se ve forzado a huir de la Inquisición desde su Aragón natal hasta Toulouse, para allí continuar sus estudios. Estando en la Universidad, el confesor de Carlos V le lleva como secretario a Italia y después a la Dieta de Augsburgo. Allí, como todos sus contemporáneos, el joven humanista es víctima de la pasión política de la época: la gran disensión de la Iglesia. Su espíritu inquieto entra en ebullición a la vista de la controversia entre la nueva y la vieja doctrina. Si los demás pelean, él quiere pelear. Si los demás buscan reformar la Iglesia, él también quiere reformar, y con el radicalismo propio de la juventud este impetuoso considera que todas las soluciones y disensiones de la vieja Iglesia son demasiado pusilánimes, demasiado tibias, demasiado indeterminadas. Incluso Lutero, Zvinglio y Calvino, esos audaces innovadores, al aceptar en su nueva doctrina el dogma de la Trinidad, no le parecen ni de lejos lo suficientemente revolucionarios a la hora de depurar el Evangelio. Servet, en cambio, con la intransigencia de un veinteañero, declara el Concilio de Nicea simplemente como nulo y el dogma de las tres hipóstasis incompatible con la unidad de la esencia divina.

Tan radical opinión, de por sí, no sería en absoluto chocante en una época tan exaltada desde el punto de vista religioso. Siempre que los valores y las leyes se tambalean, todo el mundo trata de ejercer su derecho a pensar por su cuenta y sin atender a la tradición. Pero, por desgracia, de todos esos teólogos enfrentados entre sí, Servet no sólo adopta el placer por discutir, sino también su peor atributo, el fanatismo a la hora de tener la razón, pues enseguida el veinteañero quiere hacer saber a los dirigentes de la Reforma que han reformado la Iglesia de modo insuficiente y que sólo él, Miguel Servet, conoce la verdad. Impaciente, visita a los grandes sabios de su época —en Estrasburgo, a Martín Bucero y a Capito; en Basilea, a Ecolampadio—, para exigirles que sin tardanza supriman el «falso» dogma de la Trinidad en la Iglesia evangélica. Puede uno imaginar fácilmente el horror de los dignos y maduros predicadores y profesores al ver aparecer en su casa como caído del cielo a un estudiante español imberbe, que, con toda la terquedad de un temperamento fuerte e histérico, pretende que de inmediato echen por tierra todas sus creencias y que obedientemente abracen su tesis. Como si el mismísimo demonio les hubiera enviado al estudio un infernal compañero, se persignan ante este desenfrenado hereje. Ecolampadio le echa de su casa como si fuera un perro y le trata de «judío, turco, blasfemo y tentado por el demonio». Bucero le ataca desde el púlpito, llamándole siervo del demonio. Zvinglio previene públicamente contra el «sacrílego español, cuya falsa y maligna doctrina quiere acabar con toda nuestra religión cristiana».

Pero, del mismo modo que el caballero de La Mancha no se deja desanimar en sus correrías ni por las afrentas ni por las palizas, tampoco este teólogo, compatriota suyo, permitirá que con argumentos o negativas le hagan desfallecer en su lucha. Si los dirigentes no le entienden, si los sabios y juiciosos en sus estudios no quieren escucharle, habrá que continuar la lucha públicamente. ¡Todo el mundo cristiano leerá sus conclusiones en forma de libro! A los veintidós años, Servet junta sus últimos ahorros y publica sus tesis en Hagenau. Entonces la tormenta estalla abiertamente contra él. Desde el púlpito, Bucero declara nada más y nada menos que este sacrílego merece que le «arranquen las entrañas de su cuerpo en vida», y desde ese momento Servet es considerado en todo el ámbito del protestantismo como el emisario escogido en persona por Satán.

Como es evidente, para un hombre que se ha enfrentado al mundo de modo tan provocativo, que al mismo tiempo declara que tanto la Iglesia católica como la protestante están equivocadas, no queda en todo el Occidente cristiano un solo lugar tranquilo. Ni una casa, ni un solo techo. Desde el momento en que, con su libro, Miguel Servet es sospechoso de compartir la «herejía arriana», el que lleva ese nombre es perseguido y amenazado como si se tratara de un animal salvaje. Sólo cabe pensar en una salvación para él: desaparecer sin dejar huellas, volverse invisible y que sea imposible localizarle, despojarse de su nombre como si fuera un vestido ardiendo. El proscrito regresa a Francia como Michel de Villeneuve y bajo este pseudónimo entra a trabajar como corrector en una imprenta de Lyon. Su capacidad de innovación, propia de un diletante, pronto encuentra también en este ámbito un nuevo estímulo para polemizar. Corrigiendo la Geografía de Ptolomeo, Servet se hace geógrafo de la noche a la mañana, dotando a la obra de una detallada introducción. Revisando libros médicos, el voluble espíritu se convierte, a su vez, en médico. Poco después, se toma en serio el estudio de la ciencia médica y va a París para seguir su formación. Junto a Vesalio, trabaja como preparador en las lecciones de anatomía. Pero de nuevo, como anteriormente con la teología, el impaciente, sin haber terminado sus estudios y probablemente sin haber alcanzado el título de doctor, se pone enseguida a querer enseñar y superar a todos los demás. Temerario, anuncia un curso de matemáticas, meteorología, astronomía y astrología en la Escuela Médica de París, pero semejante mezcla entre la ciencia de las estrellas y el arte de curar, así como algunas de sus prácticas, propias de un charlatán, disgustan a los médicos. Servet-Villanovus entra en conflicto con las autoridades y, por último, es acusado abiertamente ante el Parlamento de haber provocado graves desórdenes con su astrología, una ciencia condenada tanto por las leyes divinas como por las de la sociedad burguesa. De nuevo, únicamente para que en el transcurso de la investigación oficial no se descubra su identidad con el buscado hereje, Servet se salva desapareciendo a toda prisa. De la noche a la mañana, el profesor universitario Villanovus ha desaparecido de París, como antaño hiciera el teólogo Servet en Alemania. Durante mucho tiempo no se sabe nada de él. Y cuando vuelve a aparecer, lleva otra máscara. ¿Quién podría siquiera sospechar que el nuevo médico de cámara del arzobispo Paulmier de Vienne, ese piadoso católico que va todos los domingos a misa, es un grandísimo hereje proscrito y un charlatán condenado por el Parlamento? Sin embargo, Michel de Villeneuve se guarda prudentemente de difundir en Vienne sus heterodoxas tesis. Se comporta de un modo tranquilo y pasa totalmente desapercibido. Visita y cura a innumerables enfermos, gana mucho dinero. Sin saber nada, los ciudadanos de Vienne se descubren con respeto cuando, majestuoso y con grandeza española, pasa ante ellos el señor doctor Michel de Villeneuve, el médico de cámara de Su Eminencia el arzobispo. Qué hombre tan noble, piadoso, sabio y discreto.

Pero, en realidad, en este hombre apasionado y ambicioso no ha muerto el gran hereje. En lo más profundo del alma de Miguel Servet vive inquebrantable el viejo espíritu alborotador. Una vez que una idea se ha apoderado de un hombre, domina hasta la última fibra de su pensamiento y de sus sentidos, provocando sin cesar un fuego interior. Una idea viva no quiere vivir y perecer en un único hombre mortal, quiere espacio, mundo y libertad. Por ello, a todo pensador siempre le llega el momento en el que la idea de su vida apremia por salir hacia fuera, como una astilla en un dedo ulcerado, como un niño del cuerpo materno, como un fruto de la cáscara. Un hombre como Servet, con esa pasión y esa seguridad en sí mismo, no soportará mucho tiempo guardando la idea de su vida para él solo. Inevitablemente, pretenderá que al final todo el mundo la comparta con él. Tanto antes como ahora, el tener que presenciar cómo los dirigentes de la Iglesia evangélica anuncian los dogmas del Bautismo de los niños y de la Trinidad, en su opinión falsos, y cómo la cristiandad es mancillada una y otra vez con esos errores «anticristianos», supone un tormento diario para su conciencia. ¿No es su obligación dar un paso adelante y llevar al mundo entero el mensaje de la verdadera fe? Esos años de silencio forzoso debieron de pesarle terriblemente. Por un lado, le apremian las palabras no dichas. Por otro, como proscrito en la clandestinidad tiene que mantener la boca cerrada. En tan penosa situación, Servet intenta por fin —un ansia comprensible—, encontrar al menos un compañero con el que poder mantener un diálogo espiritual en la distancia. Y como donde vive no se atreve a entenderse espiritualmente con nadie, expresa sus convicciones teológicas por carta.

Por desgracia, el obcecado brinda toda su confianza nada menos que a Calvino. Precisamente en ese innovador de la doctrina evangélica, el más radical y el más audaz, Servet espera encontrar comprensión para una exégesis más severa y temeraria de las Escrituras. Quizá con ello sólo restablece un antiguo intercambio verbal de opiniones, pues ya durante la época en la que, teniendo la misma edad, asistieron a la Universidad, se encontraron ambos una vez en París. Pero sólo años después, cuando Calvino es ya señor de Ginebra y Michel de Villeneuve médico de cámara del arzobispo de Vienne, entran en contacto epistolar por intermedio de un librero de Lyon. La iniciativa parte de Servet. Con una insistencia difícil de rechazar, e incluso con impertinencia, se dirige a Calvino, con el fin de ganar a este drástico teórico de la Reforma para su lucha contra el dogma de la Trinidad, y le escribe carta tras carta. En un principio, Calvino sólo contesta disuadiéndole doctrinariamente. Sintiendo que su deber es enseñar a los que se equivocan y, como dirigente de la Iglesia, reconducir a los descarriados de vuelta al redil, trata de demostrar a Servet sus errores. Pero, al final, le irritan tanto lo herético de la teoría como el tono insolente y despótico con el que la expone. «A menudo te he hecho saber que, si admites la monstruosidad de la diferencia de las tres personas divinas, estás en el camino falso.» Dirigirse con estas palabras a una naturaleza tan autoritaria como la de Calvino, al que la más mínima objeción en el más insignificante detalle le revuelve la bilis, equivale a crearse un adversario muy peligroso. Y cuando por fin Servet envía a casa del mundialmente famoso autor su propio ejemplar de la Institutio religionis Christianae, en el que, como un profesor de escuela a su alumno, ha ido marcando en el margen los supuestos errores, puede uno figurarse fácilmente el ánimo con el que el señor de Ginebra recibe tamaña insolencia de parte de un teólogo aficionado. «Servet se lanza sobre mis libros y los embadurna con anotaciones insultantes, como un perro que muerde, que mordisquea una piedra», escribe Calvino a Farel lleno de desprecio. ¿A qué perder tiempo y discutir con semejante exaltado incurable? De un puntapié, despacha los argumentos de Servet: «No presto a las palabras de ese individuo más atención que al rebuzno de un asno» («le hin-han d’un âne»).

Pero el desdichado don Quijote, sin darse cuenta a tiempo de contra qué férrea coraza de arrogancia arremete con su débil lanza, no desiste. Precisamente a ése, al único que no quiere saber nada de él, pretende ganarlo a toda costa para su causa. Realmente, es como si, tal y como escribe Calvino, estuviera poseído por un demonio. En lugar de protegerse de él como del adversario más peligroso que imaginar se pueda, le envía incluso para su lectura las pruebas, aún sin imprimir, de la obra teológica que está preparando. ¡Y si el contenido ha de excitar a Calvino, cuánto más el título! Pues Servet titula su tratado de teología Christianismi Restitutio, para recalcar bien a los ojos del mundo entero que a la Institutio de Calvino había que contraponer una Restitutio. A Calvino, el patológico proselitismo de este adversario y su excéntrica impertinencia le parecen ya demasiado. Hace saber al editor Frellon, que hasta entonces había actuado como intermediario en la correspondencia entre estos dos hombres, que realmente tiene cosas más importantes que hacer que perder el tiempo con semejante loco engreído. Pero, al mismo tiempo, escribe a su amigo Farel estas palabras, que más tarde tendrán un peso terrible: «Servet me ha escrito recientemente y ha adjuntado a su carta un grueso volumen con sus delirios, asegurando con increíble petulancia que en él habría de leer cosas sorprendentes. Declara estar dispuesto a venir aquí, en caso de que yo lo desee… Pero no quiero pronunciarme sobre ello; pues si viniera, en tanto tenga aún algo de influencia en esta ciudad, no podría permitir que la abandonara con vida.»

No se sabe si Servet tuvo conocimiento de esta amenaza o si el propio Calvino le advirtió en una carta que se habría perdido. En cualquier caso, parece que finalmente presintió en manos de qué mortal odio se había puesto. Por primera vez, le resulta incómodo saber que ese atrevido manuscrito que ha enviado a Calvino sub sigillo secreti sigue en manos de un hombre que tan abiertamente ha proclamado su hostilidad. «Puesto que eres de la opinión» —escribe espantado a Calvino— «de que para ti soy un demonio, acabemos de una vez. Devuélveme mi manuscrito y que te vaya bien. Pero si de verdad crees que el Papa es el Anticristo, debes tener también la certeza de que la Santísima Trinidad y el Bautismo, que forman parte de la doctrina papal, son dogmas del demonio.»

Calvino se guarda de contestar, y menos aún piensa devolver a Servet el comprometedor manuscrito. Cuidadosamente, como si se tratara de un arma peligrosa, conserva el herético escrito en un cajón, para poder sacarlo a su debido tiempo, pues los dos saben que, tras ese último y duro cambio de impresiones, la lucha ha de estallar en cualquier momento. Con sombríos presentimientos, Servet escribe en esos días a un teólogo: «Ahora tengo muy claro que por esta causa me espera la muerte. Pero esta idea no logra anular mi ánimo. Como discípulo de Cristo, avanzo tras las huellas de mi maestro.»

Oponerse a un fanático como Calvino, aunque sea una sola vez y únicamente en una cuestión de segundo orden dentro de su doctrina, es un acto temerario que pone en peligro la propia vida. Muchos lo han sufrido: Castellio, Servet y otros cientos. Pues el odio de Calvino, como todo en su carácter, es rígido y metódico. No se trata del fuego de una cólera que estalla repentinamente y que después se consume de nuevo en su interior, como las furibundas explosiones de Lutero o los groseros arrebatos de Farel. Su odio es un resentimiento duro, agudo y cortante como el metal. No procede, como el de Lutero, de la sangre, del temperamento, de la fogosidad o de la bilis. El frío y tenaz encono de Calvino procede del cerebro, y su odio tiene una terrible y excelente memoria. Calvino jamás olvida a nadie. «Cuando muerde, no suelta a su presa», dice de él el pastor De la Mare. Un nombre, una vez escrito en su interior con ese duro cincel, no se borra de su mente hasta que el hombre que lo lleva no haya sido borrado también del libro de la vida. Así, los años que pasan sin que Calvino vuelva a saber nada de Servet no tienen importancia. No por ello se olvidará de él. En silencio, conserva las comprometedoras cartas en el cajón. En su carcaj, las flechas. En su alma inflexible y dura, el viejo odio inmutable.

De hecho, durante ese largo periodo Servet se comporta de modo aparentemente tranquilo. Ha desistido de convencer al recalcitrante. Toda su pasión se dirige ahora hacia su obra. Con una dedicación silenciosa y verdaderamente conmovedora, el médico de cámara del arzobispo sigue trabajando en su Restitutio, que, como espera, en cuanto a fidelidad habrá de superar con mucho a la Reforma de Calvino, de Lutero y de Zvinglio, y redimir al fin al mundo con el verdadero cristianismo, pues Servet en modo alguno fue el «ciclópeo detractor del Evangelio», título con el que más tarde Calvino trató de comprometerle públicamente. Tampoco el audaz librepensador y ateo, tal y como es celebrado a menudo hoy en día. Servet se mantuvo siempre dentro del marco de lo religioso. La invocación que hace en el prefacio de su libro atestigua hasta qué punto se sentía como un cristiano piadoso que debía exponer su vida por la fe en la divinidad. «Oh, Jesucristo, Hijo de Dios, que nos has sido dado por el Cielo, manifiéstate a tu siervo, para que tan grande revelación nos resulte verdaderamente clara. Es tu causa, la que, siguiendo un impulso divino interior, he decidido defender. Ya antes hice un primer intento. De nuevo me veo obligado a ello, pues en verdad ha llegado la hora. Tú nos has enseñado a no ocultar nuestra luz. Por eso, ¡ay de mí si no proclamara la verdad!»

Que Servet era del todo consciente del peligro a que se exponía con la publicación de su libro, lo demuestran las extraordinarias precauciones que se tomaron a la hora de imprimirlo, pues, qué atrevimiento más grande, siendo médico de cámara del arzobispo, mandar imprimir en una pequeña y chismosa ciudad una dura obra de setecientas páginas con un alto contenido herético. No sólo el editor, también el autor y todos los ayudantes se juegan la vida con tan absurda hazaña. Pero con gusto sacrifica Servet el capital reunido con esfuerzo durante sus muchos años de actividad médica, sobornando a los trabajadores indecisos para que impriman su obra en secreto a pesar de la Inquisición. También por precaución, se instala la prensa no en la imprenta propiamente dicha, sino en un edificio apartado que Servet ha alquilado expresamente para ese fin. Allí las personas que son de fiar, que se han comprometido bajo juramento a mantener el secreto, trabajan discretamente en la impresión del herético libro. Como es lógico, en la obra, una vez terminada, no se alude ni al lugar de impresión ni a aquel en el que aparece. Sólo en la última página, Servet manda poner sobre el año de aparición las fatales y delatoras iniciales M. S. V. (Miguel Servet Villanovus), proporcionando con ello a los sabuesos de la Inquisición una prueba irrefutable de su autoría.

Pero Servet no necesita delatarse. De ello se ocupa ya el odio de su inflexible enemigo, en apariencia latente, pero que en realidad, con penetrante mirada, se mantiene al acecho. La extraordinaria organización de espionaje y vigilancia que Calvino ha creado en Ginebra de modo cada vez más metódico y estrecho, llega más allá, a todos los países vecinos, y en Francia incluso con mayor precisión que la propia Inquisición apostólica. En realidad, aún no ha aparecido la obra de Servet, aún están en Lyon prácticamente los mil volúmenes embalados en paquetes, mientras otros ruedan sueltos en los carros de libros que se dirigen hacia la feria de Frankfurt, el propio Servet aún no ha entregado más que unos pocos ejemplares, de los que hoy en día sólo se conservan tres, cuando Calvino tiene ya uno en sus manos. E inmediatamente se pone manos a la obra para aniquilar a ambos. Al hereje y su obra. De un golpe.

Este primer intento, menos conocido, por parte de Calvino de asesinar a Servet, bien mirado y por la alevosía con que lo lleva a cabo es aún más repugnante que el posterior asesinato a cielo abierto, en la plaza del mercado de Champel. Pues, si lo que quería Calvino, al recibir el libro, que consideró como la obra de un heresiarca, era arrojar a su adversario en brazos de la autoridad eclesiástica, habría tenido para ello un camino directo, sin tantos rodeos. No necesitaba más que prevenir desde el púlpito a la cristiandad frente a ese libro, y la Inquisición católica habría descubierto por sí misma en poco tiempo al autor, aun encontrándose a la sombra de un palacio arzobispal. Pero el dirigente de la Reforma le ahorra al Oficio apostólico el esfuerzo de la investigación, y lo hace del modo más pérfido. Es inútil que los panegiristas de Calvino traten de defenderle también en este punto, el más oscuro, pues con ello ignoran profundamente su carácter, haciéndolo palidecer: Calvino, en lo personal sin duda un hombre de sincero fervor y de la más pura voluntad religiosa, se vuelve un ser sin escrúpulos en el momento en que se trata del dogma, de su «causa». Para su doctrina, para su partido, está dispuesto —y en este punto la divergencia con respecto a Ignacio de Loyola se convierte en identidad— a aprobar cualquier medio, en tanto en cuanto le parezca eficaz. Apenas tiene en sus manos el libro de Servet, cuando el 16 de febrero de 1553 uno de sus más próximos amigos, un emigrante protestante llamado Gillaume de Trye, escribe desde Ginebra una carta a Francia, dirigida a su primo Antoine Arneys, quien se ha mantenido en la fe católica de modo tan fanático como De Trye se ha convertido al protestantismo. En esa carta, De Trye se vanagloria primero de un modo muy general de lo admirablemente que se reprime cualquier intriga herética en la Ginebra protestante, mientras que en la Francia católica se permite que esa mala hierba prolifere de modo exuberante. Sin embargo, de pronto, la amistosa charla se vuelve seriamente peligrosa. Por allí, por Francia, escribe De Trye, anda ahora un hereje que merece ser quemado donde quiera que se encuentre («qui mérite bien d’être brulé partout où il sera»).

Instintivamente, siente uno un sobresalto, pues esa frase concuerda peligrosamente con la advertencia que en su tiempo hiciera Calvino de que si Servet entraba en Ginebra, se ocuparía de que no abandonara la ciudad con vida. Pero De Trye, el peón de Calvino, es aún más explícito. Su denuncia ahora es totalmente abierta y clara: «Se trata de un español aragonés, de nombre Miguel Servet, que se hace llamar Michel de Villeneuve y que desempeña el oficio de médico.» A continuación, añade el título del libro de Servet, incluyendo el índice, así como las cuatro primeras páginas. Después, con un piadoso lamento por los pecados del mundo, expide su mortífera carta.

Esta bomba ginebrina ha sido colocada de modo demasiado metódico como para que no explote de inmediato en el lugar deseado. Todo sucede tal y como pretendía esa pérfida carta de denuncia. El devoto y católico primo Arneys, por completo fuera de sí, vuela con el escrito a presentarse ante las autoridades eclesiásticas de Lyon. El cardenal manda llamar a toda prisa al Inquisidor pontificio Fierre Ory. Con inquietante rapidez, la rueda empujada por Calvino se pone en marcha. El 27 de febrero, la denuncia ha llegado desde Ginebra. El 16 de marzo, Michel de Villeneuve es citado a presentarse ante el juez de Vienne.

Pero un amargo disgusto espera a los devotos y celosos denunciantes de Ginebra: la bomba, preparada con tanto método, no explota. Una caritativa mano debe de haber detenido el mecanismo. Probablemente, el arzobispo de Vienne en persona haya dado a su médico de cámara un valioso consejo para que con tiempo tome sus precauciones, pues cuando el inquisidor aparece en Vienne, la prensa tipográfica ha desparecido ya como por arte de magia. Los trabajadores declaran y juran no haber impreso jamás un libro de esa naturaleza. Y el médico Villanovus, que goza de gran prestigio, niega indignado cualquier identidad con Miguel Servet. Curiosamente, la Inquisición se declara satisfecha con esa simple protesta, y esa sorprendente benevolencia confirma la sospecha de que alguna mano poderosa debió de proteger a Servet en aquella ocasión. El tribunal, que otras veces aplica de inmediato las empulgueras y el potro, deja libre a Villeneuve. Sin haber logrado su propósito, el inquisidor regresa a Lyon, donde se informa a Arneys de que, por desgracia, las informaciones por él aportadas no son suficientes para entablar una querella. La conspiración ginebrina, que trataba de desembarazarse de Servet actuando de modo indirecto a través de la Inquisición católica, parece fracasar miserablemente. Y es posible que todo este oscuro suceso hubiera quedado en agua de borrajas, si no fuera porque Arneys escribió por segunda vez a Ginebra, solicitando a su primo De Trye nuevas pruebas, esta vez concluyentes.

Hasta aquí, con la máxima, con la mayor de las indulgencias, se podría aceptar la teoría de que De Trye informó a su católico primo acerca de ese autor, desconocido para él, únicamente por puro fervor religioso y de que ni él ni Calvino tenían idea de que su denuncia podía ser transmitida a las autoridades papales. Pero ahora, una vez que la máquina de la justicia está en marcha y que el grupo de Ginebra tiene que saber muy bien que Arneys se dirige a ellos pidiendo más información, no para satisfacer su propia curiosidad, sino por encargo de la Inquisición, ya no pueden ignorar a quién están prestando servicio realmente. Un clérigo protestante debería estremecerse de horror ante la idea de prestar servicios de espionaje precisamente a aquellas autoridades que a fuego lento han quemado a algunos de los amigos de Calvino. Con razón, Servet espeta más tarde a su asesino la pregunta de «si no sabía que no es competencia de un servidor del Evangelio erigirse en acusador oficial y perseguir a un hombre desde su cargo».

Pero cuando se trata de su doctrina, de nuevo hemos de repetirlo, Calvino pierde toda medida moral y cualquier sentimiento humano. Servet debe ser eliminado, y de momento a este hombre obstinado en su odio le es del todo indiferente con qué armas y de qué manera. De hecho, ocurre del modo más traicionero y denigrante, pues la nueva carta que —sin duda, dictada por Calvino— dirige De Trye a su primo Arneys es una obra maestra en lo que a hipocresía se refiere. De Trye se muestra en principio muy sorprendido de que su primo haya transmitido su carta a la Inquisición. Se la había escrito únicamente a él, «privément à vous seul». «Mi intención era simplemente mostrar de qué clase es el fervor religioso de aquellos que se denominan los pilares de la Iglesia.» Pero, una vez que sabe que ya se está preparando una hoguera, en lugar de negarse a seguir suministrando material a la Inquisición católica, este mezquino denunciante declara con un piadoso abrir de ojos que, como el error ya se ha cometido, «Dios lo ha querido, por el bien de los mejores, para que la cristiandad sea purificada de semejante inmundicia y de semejante peste asesina». Y ahora se produce lo increíble. Tras este perverso intento de mezclar a Dios en una cuestión de humana, mejor dicho, de inhumana enemistad, el valiente y convencido protestante entrega a la Inquisición católica el material más mortífero que cabe imaginar; las cartas escritas por Servet de su puño y letra y algunos fragmentos del manuscrito de su obra. El juez en cuestiones de herejía ya puede empezar su trabajo rápida y cómodamente.

¿Cartas de Servet de su puño y letra? Pero, ¿cómo y de dónde puede De Trye, al que Servet jamás ha escrito, haberse agenciado semejantes cartas? Ahora ya no cabe escudarse en nada más: Calvino tiene que salir del segundo plano, en el que precavidamente ha querido ocultarse en este oscuro asunto, pues es evidente que se trata de las cartas dirigidas a él y de los fragmentos del manuscrito que Servet le enviara. Calvino, y eso es lo decisivo, sabe muy bien para quién las ha sacado del cajón. Sabe muy bien a quién se entregarán esas cartas: a los mismos «papistas» a los que él diariamente y desde el púlpito llama esclavos de Satán, los mismos que torturan y queman a sus propios discípulos. Y sabe muy bien con qué propósito el Gran Inquisidor solicita las cartas de modo tan imperioso: para llevar a Servet a la hoguera.

Por eso es inútil que después trate de falsear los hechos, escribiendo al modo de los sofistas: «Corre el rumor de que he provocado el que Servet fuera arrestado por la Inquisición pontificia, y algunos dicen que no he actuado honradamente, que le he entregado al enemigo mortal de la fe y que le he arrojado en las fauces del lobo. Pero, por Dios, ¿cómo podría yo haberme puesto de pronto en contacto con los satélites del Papa? Eso de que nos tratemos y que esos, que para mí son como Belcebú para Jesucristo, estarían implicados en el complot, resulta poco creíble.» Pero, con todo, este rodeo lógico en torno a la verdad es demasiado torpe, pues mientras Calvino balbucea, preguntando «¿cómo podría yo haberme puesto de pronto en contacto con los satélites del Papa?», los documentos dan una respuesta de una claridad aplastante: por el camino directo de su amigo De Trye, el cual además en su carta a Arneys reconoce ingenuamente la colaboración de Calvino «Debo confesar que me ha costado mucho esfuerzo recibir del maestro Calvino los fragmentos que adjunto, y no porque él no sea de la opinión de que esas infames irreverencias deben ser reprimidas, sino porque considera que es su deber convencer a los herejes por medio de la doctrina y no perseguirlos con la espada de la justicia.» No sirve de nada que el torpe escribano, evidentemente al dictado de Calvino, intente exculpar al único responsable afirmando: «Pero al señor Calvino le he insistido y le he hecho ver de modo tan convincente que, si no me ayudaba, me acusarían de imprudencia, que finalmente ha puesto el material adjunto a mi disposición.» En los documentos, los hechos hablan por sí solos, mejor que cualquier palabra. De mala gana o no, lo cierto es que Calvino ha hecho llegar a los «satélites del Papa» las cartas que Servet le dirigiera a él privadamente, con la intención de que fuera asesinado. Sólo por medio de su consciente colaboración, era posible que De Trye pudiera adjuntar a su carta a Arneys —en realidad, dirigida a la Inquisición pontificia— el material con las pruebas para asesinar a Servet, cerrando el escrito con esta clara indicación: «Creo que os he facilitado un buen material, y ya no existe ningún obstáculo para apresar a Servet y procesarle.»

Se ha dicho que cuando el cardenal de Tournon y el Gran Maestre Ory recibieron estas pruebas definitivas contra el hereje Servet, proporcionadas precisamente gracias a la complaciente diligencia de su enemigo mortal, el gran heresiarca Calvino, en un principio rompieron a reír en sonoras carcajadas. Resulta fácil comprender el buen humor de los príncipes de la Iglesia, pues la estilística santurrona oculta de modo demasiado torpe la mancha indeleble en el honor de Calvino: que por bondad y afabilidad y por fidelidad hacia su amigo De Trye, o por lo que fuera, el dirigente del protestantismo quiso ayudarles a ellos, precisamente a ellos, y de la manera más complaciente, a quemar a un hereje. Tales amabilidades y deferencias no eran lo habitual entre ambas religiones, que combatían furiosamente a hierro y fuego y con la horca y la rueda en todos los países de la tierra. Pero, en seguida, tras ese instante de placentero esparcimiento, los inquisidores emprenden la tarea con energía. Servet es arrestado, ingresa en prisión y es interrogado con urgencia. Las cartas aportadas por Calvino son una prueba tan asombrosa y aplastante que el acusado ya no puede seguir negando la identidad de Michel de Villeneuve con Miguel de Servet, como tampoco la autoría del libro. Su causa está perdida. Pronto arderá la pira en Vienne.

Pero, por segunda vez, la imperiosa esperanza de Calvino de que sus grandes enemigos le liberen de su enemigo personal resulta precipitada, pues o bien Servet, que como médico desde hacía años era muy querido en la zona, contó con una buena ayuda o bien, lo cual es aún más probable, las autoridades eclesiásticas se dieron el gusto de actuar con cierta negligencia, precisamente por el hecho de que a Calvino llevar a ese hombre al suplicio le urgiera de modo tan inaudito. Mejor, piensan, dejar escapar a un hereje sin importancia que complacer al mil veces más peligroso organizador y propagador de todas las herejías, al maestro Calvino. La vigilancia de Servet es sorprendentemente descuidada. Mientras que, por lo general, los herejes son encerrados en estrechas mazmorras y sujetados a la pared con argollas de hierro, a él se le permite algo realmente insólito: pasear todos los días por el jardín para tomar el aire. Y el 7 de abril, tras uno de esos paseos, Servet desaparece. El carcelero encuentra únicamente su camisa de dormir y la escalera con la que ha salvado el muro del jardín. En la plaza del mercado de Vienne, en lugar de al hombre vivo, queman su imagen y cinco fardos de libros. De un modo lamentable, el plan maquinado refinadamente en Ginebra para hacer desaparecer con alevosía y por medio de un fanatismo ajeno a un enemigo personal, espiritual, manteniendo ellos mismos las manos limpias, ha fracasado. Con sangre en las manos y odiado por los seres humanos, Calvino deberá responder él mismo cuando de ahora en adelante brame contra Servet y lleve a un hombre a la muerte únicamente por sus creencias.