–Irá al campamento y se pondrá a las órdenes de Helm. Obedecerá sus órdenes como si fueran mías. ¿Entendido?

–Sí, Herr von Schiller -murmuró Nahoot, enfurruñado.

–No se meta con Harper y la mujer. Ellos no deben enterarse de su presencia en el campamento. El equipo geológico de Pegaso continuará con sus tareas habituales. – Sonrió fríamente antes de proseguir: -Fue muy afortunado que Helm descubriera indicios muy promisorios de un gran yacimiento de galena, que como usted tal vez sabe, es el mineral del cual se extrae el plomo. Continuará la prospección de esos yacimientos y si los indicios son ciertos, la operación en su conjunto habrá resultado sumamente rentable.

–¿Cuál será mi tarea? – preguntó Nahoot.

–Usted esperará el momento de actuar. Quiero que esté preparado para aprovechar cada paso de Harper. Sin embargo, le dará un espacio amplio para trabajar. No realizará sobrevuelos ni aproximaciones a su campamento que lo pongan sobre aviso. Basta de incursiones a medianoche. Usted no dará un solo paso sin consultarme. Repito, ni un paso sin mi autorización.

–Con semejantes restricciones, ¿cómo voy a enterarme si Harper y la mujer avanzan en su investigación?

–El coronel Nogo tiene un espía en el monasterio; un hombre de su entera confianza. Él seguirá los pasos de Harper y nos informará.

–¿Y yo? ¿Qué tengo que hacer?

–Evaluará la información recolectada por Nogo. Usted conoce los métodos arqueológicos. Sabrá descubrir qué es lo que busca Harper y en qué medida está bien encaminado. – Comprendo -masculló Nahoot.

–Si pudiera, yo mismo iría a la quebrada del Abbay. Pero es imposible. Harper necesitará tiempo, tal vez varios meses, para lograr avances significativos. Usted sabe mejor que nadie que estos trabajos suelen ser lentos.

–Howard Carter trabajó durante diez años en Tebas antes de hallar la tumba de Tutankamon -señaló Nahoot con malicia.

–Espero que no nos lleve tanto tiempo -dijo von Schiller fríamente -. Si fuera así, me parece muy improbable que usted siga vinculado con la expedición. En cuanto a mí, me espera una serie de negociaciones muy importantes aquí en Alemania, además de la asamblea anual de accionistas de la empresa. No puedo ausentarme.

–¿Quiere decir que no vendrá a Etiopía? – preguntó Nahoot, bruscamente reanimado por la perspectiva de sustraerse a la influencia maligna de von Schiller.

–Iré cuando haya algún descubrimiento que lo justifique. Confiaré en cure usted sabrá decidir cuándo será necesaria mi presencia.

–¿Y la estela? Yo debería…

–Continuará la traducción -dijo von Schiller, anticipándose a sus objeciones -. Llevará a Etiopía un juego completo de fotografías y continuará su tarea allá. Una vez por semana me hará llegar vía satélite un informe sobre el trabajo.

–¿Cuándo debo partir?

–Inmediatamente. Si es posible, hoy mismo. Hable con Fraülein Kemper. Ella se ocupará de los trámites.

Por primera vez desde el comienzo de la conversación, Nahoot parecía feliz.

Big Dolly continuaba su lento rumbo hacia el sudeste, y había poco que hacer para combatir el tedio del viaje. Amanecía cuando ingresaron en el continente africano por una playa elegida por Jannie justamente porque era remota y solitaria. El paisaje de tierra era tan monótono como el del mar. En todas las direcciones se extendía el desierto, árido, pardo y uniforme.

De tanto en tanto les llegaba la voz de Jannie que hablaba con el control aéreo, pero como sólo oían su parte de la conversación, no había manera de identificar la nacionalidad del controlador. En ocasiones Jannie trocaba su inglés áspero por el árabe. Su dominio del idioma sorprendió a Royan, pero siendo afrikánder pronunciaba los sonidos guturales con naturalidad. Incluso sabía imitar los diversos acentos y dialectos egipcios y libios a medida que sus mentiras los iban llevando de un controlador a otro sobre el desierto.

Durante algunas horas, Sapper se concentró en sus planos de la represa. Cuando la falta de medidas precisas del emplazamiento le impidió avanzar más, se tendió en su catre y abrió una novela barata. El infeliz autor no supo retener su atención por mucho tiempo. El libro cayó abierto sobre su cara y las hojas se agitaban con sus poderosos ronquidos.

Nicholas y Royan se sentaron a la mesa con el tablero de ajedrez entre ellos hasta que el hambre los doblegó. Fueron a la cocina improvisada donde Royan cumplió la función subalterna de rebanar el pan y preparar el café mientras Nicholas demostró ser un auténtico artista del sándwich. Llevaron la comida a la cabina y se sentaron detrás de Jannie y Fred.

–¿Estamos en territorio egipcio? – preguntó Royan.

Con la boca llena, Jannie señaló el extremo del ala de babor de Big Dolly.

–A cincuenta millas náuticas en esa dirección está Wadi Halfia. Mi padre murió allá en 1943. Combatía con la Sexta División sudafricana. Lo llamaban el Wadi del Diablo. – Mordió un trozo enorme del sándwich -,No conocí a mi viejo. Fuimos una vez con Fred y tratamos de localizar su tumba. – Se encogió de hombros en un gesto por demás elocuente. – Es un terreno enorme. Muchas tumbas. Pocas tienen lápida.

Continuaron en silencio durante varios minutos, sumidos en sus propios pensamientos mientras comían. El padre de Nicholas había combatido contra Rommel en la guerra del desierto, con más suerte que el de Jannie.

Nicholas miró a Royan. Ella contemplaba su país a través de la ventanilla, y su mirada tan absorta y reconcentrada lo sorprendió. Tendía a considerarla una típica muchacha inglesa, como su madre. Pero en ciertos momentos afloraban otros aspectos de su personalidad.

Abstraída en sus pensamientos, parecía no advertir su mirada. Se preguntó qué estaría pensando… qué pensamientos sombríos y misteriosos se agitaban en su interior. Recordó cómo, después de su regreso de Etiopía, había aprovechado la primera oportunidad para volar a El Cairo, y no por primera vez se sintió perturbado. Se preguntó si otros vínculos afectivos desconocidos por él no trascenderían esa lealtad que él daba por sentado. Bruscamente cayó en la cuenta de que se habían conocido apenas unas semanas antes, de que a pesar de la fuerte atracción que sentía por ella en realidad la conocía muy poco.

En ese momento ella se sobresaltó y se volvió para mirarlo. En el pequeño espacio que ocupaban junto a la ventanilla de estribor, se miraron a los ojos, separados por apenas unos centímetros. En esos escasos segundos, las sombras oscuras de culpa u otra emoción que vio en sus ojos no sirvieron para aliviar sus temores.

Entonces se volvió nuevamente hacia Jannie y le preguntó sobre su hombro:

–¿Cuándo cruzaremos el Nilo?

–Antes cruzaremos la frontera. El gobierno de Sudán está muy ocupado con los rebeldes del sur. Aquí en el norte, algunos tramos del río están totalmente desiertos. En poco tiempo empezaremos a volar bajo para evitar los radares en torno de Jartum. Atravesaremos una de las brechas.

Alzó la tablilla que llevaba sobre las piernas para mostrarle el plano de vuelo. Su dedo regordete le indicó la ruta, trazada con lápiz de cera azul.

–Con Big Dolly hemos volado esta ruta tantas veces que ella podría seguirla sin mi ayuda. ¿No es cierto, preciosa? – Palmeó afectuosamente el tablero de control.

Dos horas después, cuando Nicholas y Royan estaban concentrados en una nueva partida de ajedrez, Jannie los llamó por el parlante:

–No se asusten, señores. Vamos a perder altura. Vengan si no se quieren perder el show.

Sentados y bien sujetos a los asientos plegables del compartimiento de pilotaje, pudieron disfrutar de una estupenda exhibición de vuelo a baja altura a cargo de Fred. El descenso fue tan brusco que Royan tuvo la sensación de que caería a tierra mientras su estómago seguía volando a diez mil metros de altura. Fred niveló a Big Dolly a escasos metros del suelo, de manera que no parecían viajar en un avión sino en un ómnibus a gran velocidad. Fred seguía con destreza cada ondulación del terreno pardo, calcinado por el sol, bordeaba las escarpas de piedra negra y en ocasiones viraba bruscamente para evitar alguna loma erosionada por el viento.

–Cruzamos el Nilo en siete minutos y medio. – Jannie oprimió el botón del cronógrafo en el volante de control. – Y si mi instinto de navegante no se ha ido al diablo, pasaremos directamente por encima de una isla con forma de tiburón.

Cuando la aguja del cronógrafo llegó al punto señalado, el cauce del río, ancho y rutilante, pasó rápidamente debajo del avión. Royan alcanzó a ver una isla verde con unas chozas de techo de paja en un extremo y una decena de piraguas varadas en la arena.

–Parece que el viejo no pierde la mano -dijo Fred -. Le quedan unos miles de kilómetros antes de pasar a retiro.

–Qué es eso de viejo, mocoso presumido. Conozco un par de cositas de las que tú no tienes ni idea.

–Y si no, que le pregunten a Mara. – Fred miró a su padre con una sonrisa afectuosa mientras viraba hacia el sudoeste con el extremo del ala tan cerca del suelo que dispersó una manada de camellos que pastaban entre los arbustos ralos y espinosos. Se alejaron pesadamente sobre el llano, levantando estelas de polvo blanco como un velo de novia.

–Tres horas de vuelo hasta el punto de encuentro. – Jannie alzó la vista del plano. – ¡Justito! Aterrizaremos cuarenta minutos antes de la puesta del Sol. Mejor, imposible.

–Iré a ponerme la ropa de fajina. – Royan fue a la cabina principal, sacó su bolso de debajo del catre y se encerró en el baño. Veinte minutos después, apareció enfundada en bombachas pardas y camiseta de algodón.

–Borceguíes para todo terreno -dijo, y dio un fuerte pisotón sobre la cubierta.

–Muy bien -dijo Nicholas desde su catre -. ¿Qué tal tu rodilla?

–Puedo caminar -dijo a la defensiva.

–¿O sea que me privarás del placer de cargarte?

Las montañas etíopes asomaron tan sutilmente sobre el horizonte que Royan no lo advirtió hasta que Nicholas señaló la difusa sombra azulada, perfilada contra el azul nítido del cielo africano.

–Ya llegamos. – Miró su reloj. – Vamos con los pilotos.

A través del parabrisas no se veían señales en el terreno: sólo una vasta sabana parda salpicada de puntos oscuros que eran las acacias.

–Diez minutos -dijo la voz monocorde de Jannie -. ¿Alguien ve algo?

No hubo respuesta. Todos estudiaban el terreno.

–Cinco minutos.

–¡Allá! – Nicholas señaló sobre su hombro. – Es el cauce del Nilo Azul. – Un bosquecillo denso de espinos formaba una línea oscura todavía a gran distancia. – Y allá está la chimenea del ingenio azucarero abandonado sobre la orilla. Mek Nimmur dice que la pista está a unos cuatro mil quinientos metros del ingenio.

–Puede ser, pero no la tengo en el mapa -gruñó Jannie -. Un minuto para llegar a las coordenadas. – La lenta aguja del cronógrafo desgranó los segundos.

–Nada… -Una bengala roja interrumpió a Fred al alzarse de tierra y pasar delante de la gruesa trompa de Big Dolly.

–En punto. – Nicholas palmeó el hombro de Jannie con entusiasmo. – Ni que yo fuera el navegante.

Fred ascendió unos doscientos metros y viró en ciento ochenta grados. Dos fogatas ardían en el llano: una soltaba humo negro, mientras de la otra se alzaba una columna de humo blanco derecho hacia el cielo sereno del atardecer. Cuando estaban a escasos mil metros divisaron el trazado vago de una pista aérea cubierta de hierba y largamente abandonada. La pista de Roseires había sido construida veinte años antes por una empresa que pretendía cultivar caña de azúcar bajo riego junto al Nilo Azul. Pero, como siempre, África había frustrado las pretensiones humanas y la empresa pasó al olvido, dejando como lápida esa marca tenue en el terreno. Mek Nimmur había elegido ese lugar remoto y desierto como punto de encuentro.

–Ni señales del comité de recepción -gruñó Jannie -. ¿Qué hacemos?

–Continúa el descenso -dijo Nicholas -. Habrá otra bengala en cualquier momento… ¡ahí está! La bola de fuego se alzó desde un matorral en el extremo más alejado de la pista y por primera vez divisaron figuras humanas en el paisaje desolado. Habían permanecido ocultas hasta último momento.

–¡Sí, ahí está Mek! Aterriza de una vez.

Cuando Big Dolly terminó de carretear hasta el extremo de la pista irregular y poceada, apareció un hombre enfundado en uniforme de fajina de monte. Con un par de paletas indicó al piloto que virara hacia un hueco entre dos de los espinos más altos.

Jannie apagó los motores, miró sobre su hombro y sonrió:

–Señoras, señores, niños, ¡parece que la suerte nos acompañó una vez más!

Aun desde la altura de la cabina, la figura imperiosa de Mek Nimmur al aparecer entre las acacias era inconfundible. Sólo entonces advirtieron que las acacias estaban cubiertas por redes de camuflaje; por eso desde el aire no se advertían señales de la presencia humana. Apenas bajó la rampa de carga, Mek Nimmur subió rápidamente por ella.

–¡Nicholas! – Se abrazaron, y después de estamparle un sonoro beso en cada mejilla, Mek se apartó para mirarle la cara. Estaba encantado de verlo. – Ya ves que tenía razón. Otra vez estás haciendo de las tuyas. ¡Y querías hacerme creer que sólo buscabas un dik-dik!

–¿Cómo mentirle a un viejo amigo? – Nicholas se encogió de hombros.

–Para ti siempre fue fácil -dijo Mek riendo -, pero me alegro de que vayamos a divertirnos juntos. Últimamente la vida se había vuelto un poco aburrida.

–Sí, te creo. – Nicholas le dio un puñetazo afectuoso en el hombro.

Una figura delgada y grácil subió la rampa detrás de Mek. Al principio Nicholas no reconoció a Tessay, enfundada en uniforme de fajina verde oliva, botas de lona de comando y una gorra blanda que la hacía parecer un muchachito.

–¡Nicholas! ¡Royan! ¡Qué bueno que hayan regresado! – Las dos mujeres se abrazaron con tanto fervor como los hombres momentos antes.

–¡A ver, chorlitos! – protestó Jannie -. No estamos en Woodstock. Tengo que volver a Malta esta misma noche. Quiero decolar antes de que anochezca.

Mek se hizo cargo de los bultos. Sus hombres abordaron el avión y tomaron las tarimas. Sapper puso en marcha su apreciado tractor para bajar los bultos por la rampa y llevarlos hasta la arboleda de acacias bajo las redes de camuflaje. Con tanta mano de obra pudieron realzar la descarga en poco tiempo, y la bodega de Big Dolly quedó vacía cuando el Sol cansino descendía sobre el horizonte y el breve crepúsculo africano absorbía todos los colores del paisaje.

Jannie y Nicholas conferenciaron brevemente mientras Fred realizaba la rutina de prevuelo. Repasaron los planes de vuelo y comunicaciones por última vez.

–Cuatro días -dijo Jannie, y se estrecharon las manos.

–Nicholas, despídete de una vez -rugió Mek desde el suelo -. Debemos cruzar la frontera antes del amanecer.

Se quedaron mirando mientras Big Dolly carreteaba hasta el extremo de la pista y viraba en redondo. Los motores rugieron en crescendo mientras el avión tomaba velocidad envuelto en una nube de polvo y remontaba vuelo sobre sus cabezas. Jannie meneó las alas a modo de despedida y, sin las luces de navegación, el gran aparato se fundió como un murciélago negro en el cielo del anochecer hasta desaparecer de vista.

–Ven aquí. – Nicholas condujo a Royan a un asiento bajo la acacia. – No quiero problemas con tu rodilla. – Le arremangó una pierna de las bombachas hasta la mitad del muslo y le envolvió la rodilla con una venda elástica, tratando de disimular el placer que le causaba esa tarea. Observó complacido que los hematomas eran apenas visibles y la hinchazón había desaparecido.

La palpó suavemente. La piel era sedosa, la carne tibia y firme al tacto. Alzó la vista y al ver su cara se dio cuenta de que ella disfrutaba de ese momento íntimo casi tanto como él. Entonces se ruborizó y bajó rápidamente la pierna.

–Tessay y yo tenemos mucho de que hablar. – Se paró rápidamente y se alejó.

–Dejaré un pelotón armado para cuidar los pertrechos -dijo Mek, mientras Tessay se alejaba con Royan -. Iremos en pequeños grupos hasta la frontera. No creo que haya problemas. Últimamente hay poca actividad enemiga en esta región. La guerra sigue en el sur, pero aquí estamos tranquilos. Por eso elegí este lugar.

–¿Cuánto tiempo de marcha tenemos hasta la frontera con Etiopía?

–Cinco horas a partir de la puesta de la Luna. Usaremos uno de nuestros caminos secretos. Mis hombres nos esperan en la entrada de la quebrada del Abbay. Nos reuniremos con ellos antes del amanecer.

–¿Y de allí hasta el monasterio?

–Dos días más de marcha -contestó Mek -. Llegaremos justo a tiempo para recibir los paracaídas de tu amigo gordo en su avión gordo.

Fue a dar las últimas instrucciones al comandante del pelotón que permanecería de guardia en Roseires. Luego reunió a los seis que los escoltarían hasta el otro lado de la frontera. Repartió la carga entre todos. El elemento más importante era el transmisor de radio, un modelo militar liviano que Nicholas reservó para sí.

–Estos bolsos son incómodos para transportar. Les daré otros -dijo Mek a Nicholas y Royan. Vaciaron sus maletas y empacaron sus efectos en dos mochilas de lona que les dio. Dos de sus hombres recogieron las mochilas y desaparecieron en la oscuridad.

–¡No pensará llevar eso! – dijo Mek, atónito al ver las largas patas del teodolito que Sapper había tomado de una de las tarimas. Sapper no sabía el árabe, de manera que Nicholas tuvo que traducir.

–Sapper dice que es un instrumento muy delicado. No permitirá que lo lancen en paracaídas. Dice que si sufre daños, no podrá realizar la tarea para la cual lo contrataron.

–Dígale a ese sujeto amargado que yo mismo lo llevaré. – Sapper se irguió con orgullo. – No permitiré que ninguno de esos torpes le ponga una pata encima. – Alzó el fardo sobre su hombro y se alejó con paso rígido.

Mek dio a la vanguardia cinco minutos de ventaja antes de dar la orden de marchar.

Treinta minutos después del despegue de Big Dolly, partieron de la pista y cruzaron la llanura oscura y silenciosa en dirección al este. Mek impuso una marcha forzada. Él y Nicholas parecían tener ojos de gato, pensó Royan, quien los seguía de cerca. Veían en la oscuridad, y gracias a sus susurros de advertencia evitaba caer en un pozo o tropezar con un montón de piedras en la oscuridad. Cuando tropezaba, Nicholas siempre estaba ahí para sostenerla con su mano fuerte y firme.

Marchaban con disciplina, en silencio total. Una vez por hora, cuando se permitían cinco minutos de descanso, Nicholas y Mek se sentaban muy juntos a conferenciar. Las pocas palabras que oyó le indicaron a Royan que Nicholas explicaba los motivos verdaderos del regreso a la quebrada del Abbay. Varias veces oyó las palabras "Mamose" y "Taita", y en ocasiones la voz grave de Mek al hacer preguntas. Luego se paraban y reanudaban la marcha.

En poco tiempo perdió la noción de la distancia recorrida. Sólo los períodos de descanso le permitían llevar la cuenta del tiempo. La fatiga invadió lentamente su cuerpo hasta que llegó el momento en que cada paso costaba un esfuerzo. A pesar de su bravata, le dolía la rodilla. De vez en cuando, Nicholas le tomaba suavemente el brazo para guiarla sobre el terreno disparejo. A veces todos se detenían bruscamente al oír un susurro de advertencia de la vanguardia. Esperaban en la oscuridad, con los nervios crispados, hasta que un nuevo susurro indicaba que podían reanudar la marcha, siempre a paso forzado. En una ocasión sintió el efluvio fresco y fangoso del río en el aire nocturno tibio y seco, y supo que estaban muy cerca del Nilo. Las palabras eran innecesarias: percibió la tensión nerviosa de los hombres por su posición alerta y la manera de portar las armas.

–Estamos cruzando la frontera -susurró Nicholas junto a su cara. La tensión era contagiosa. Se desvaneció el cansancio y sintió el latido del pulso en sus oídos.

Esta vez no hubo descanso. La marcha continuó durante una hora más y poco a poco advirtió cómo cambiaba el ánimo de los hombres. Alguien rió suavemente, y el paso se hizo más ligero cuando viraron hacia el resplandor en el cielo oriental. Bruscamente la Luna creciente asomó sus cuernos sobre la silueta oscura de las montañas remotas.

–Listo, hemos cruzado -dijo Nicholas en tono normal -. Bienvenida nuevamente a Etiopía. ¿Cómo te sientes?

–Muy bien.

–Sí, yo también estoy cansado. – Sonrió bajo la luz de la Luna. – Falta poco para detenernos a acampar y descansar.

Desde luego, era mentira. La marcha continuaba hora tras hora, y ella quería llorar de cansancio. Entonces oyó otra vez el ruido del río: el suave fluir del Nilo al amanecer. Oyó la voz de Mek que hablaba con los hombres que los esperaban, y entonces Nicholas la llevó a un lugar donde podía sentarse, se arrodilló frente a ella y le desató los borceguíes.

–Estuviste muy bien. Estoy satisfecho contigo -dijo al quitarle las medias para examinarle los pies en busca de ampollas. Le quitó la venda de la rodilla. Vio que estaba levemente inflamada y la masajeó con mano diestra y tierna.

–Sigue, por favor -suspiró ella -. ¡Me hace tanto bien!

–Te daré un antiinflamatorio. – Sacó las píldoras de su mochila y luego extendió su chaqueta acolchada en el suelo para hacerle una cama. – Las bolsas de dormir están con el resto del equipaje. Habrá que aguantar hasta que vuelva Jannie.

Le dio la cantimplora y mientras ella tomaba la píldora, abrió un paquete de raciones de emergencia.

–No es lo que se dice un manjar. – Husmeó el paquete -. En el ejército lo llamamos comida para ratas.

Ella se durmió antes de tragar el primer bocado de carne insípida con queso de plástico.

Cuando Nicholas la despertó con un jarro de té caliente y dulce, ya promediaba la tarde. Se sentó junto a ella con su jarro y lo sopló ruidosamente para enfriarlo.

–Te agradará saber que Mek está al tanto de todo. Está dispuesto a ayudarnos.

–¿Qué le dijiste?

–Lo suficiente para despertar su interés. – Nicholas sonrió con malicia. – Según la teoría de la revelación gradual, no hay que decir toda la verdad de una vez sino poco a poco. Sabe qué buscamos y también que pretendemos instalar una represa en un río.

–¿Y la mano de obra para construir la represa?

–Los monjes de San Frumencio harán lo que les diga. Es un gran héroe.

–¿Qué le prometiste a cambio?

–Todavía no hemos hablado sobre eso. Le dije que no sabemos qué vamos a encontrar. Se rió y dijo que confiaba en mí.

–Qué muchacho ingenuo, ¿no?

–No diría eso sobre Mek Nimmur -murmuró -. Creo que nos dirá el precio de su colaboración cuando lo considere oportuno. – Alzó la vista: -Hablábamos sobre ti, Mek.

Mek se acercó y se acuclilló junto a ellos.

–¿Y qué decían?

–Royan dice que eres un desgraciado por hacerla caminar así toda la noche.

–Nicholas te consiente demasiado. He visto cómo se preocupa -dijo con una risita -. Con las mujeres, mano dura. Les encanta. – Entonces se puso serio. – Lo lamento, Royan. La frontera es peligrosa. Ahora que estamos en nuestro terreno, verás que no soy un monstruo.

–Estamos muy agradecidos por todo.

–Nicholas es un viejo amigo y espero que tú seas una amiga nueva.

–Estoy tan triste. Anoche, Tessay me habló sobre el monasterio.

Mek frunció el entrecejo y en su furia tiró de su barba con tanta fuerza que arrancó un mechón.

–Nogo y sus asesinos. Es apenas una muestra de lo que enfrentamos. Nos liberamos de la tiranía de Meiigistu, pero el horror continúa.

–¿Qué pasó, Mek?

Con frases breves y enérgicas describió la masacre y el pillaje de los tesoros del monasterio.

–Fue Nogo, de eso no hay duda. Todos los monjes sobrevivientes lo reconocieron. – Agitado por la furia, se paró bruscamente -. El monasterio es muy importante para el pueblo del Gojam. Yo fui bautizado allí, por el mismo Jali Hora. El asesinato del abad y la profanación de la iglesia son ultrajes imperdonables. – Se encasquetó la gorra. – En marcha. El camino es escarpado y difícil.

Después de cruzar la frontera podían desplazarse durante el día sin peligro. En el segundo día de marcha llegaron al fondo de la quebrada. No había estribaciones. Era como penetrar en el torreón de un inmenso castillo. Los muros del gran macizo central se alzaban unos mil doscientos metros a cada lado y el río corría por el fondo, agitado en toda su extensión por rápidos y remolinos. Al mediodía Mek interrumpió la marcha para descansar en una arboleda junto al río. Más abajo había una playa protegida por piedras inmensas, seguramente caídas de los acantilados que se alzaban como muros a cada lado.

Los cinco se sentaron separados unos de otros. Sapper, todavía enfurruñado después de su altercado con Mek por el teodolito, se mantenía apartado. Colocó el pesado instrumento en una posición conspicua y se sentó ostensiblemente a su lado. Mek y Tessay se mostraban singularmente callados y reservados. Bruscamente, Tessay le tomó la mano.

–Quiero que lo sepan -dijo bruscamente.

Mek miró hacia el río y demoró unos instantes en contestar.

–Bueno, ¿por qué no?

–Quiero que estén enterados -insistió Tessay -. Conocían a Boris. Sé que comprenderán.

–¿Quieres que se lo diga yo? – preguntó Mek suavemente sin soltarle la mano.

–Sí, es lo mejor.

Mek calló unos instantes mientras buscaba las palabras. Cuando por fin dejó oír su voz profunda y suave, no los miraba a ellos sino a Tessay.

–La primera vez que vi a esta mujer, comprendí que Dios la había puesto en mi camino.

Tessay se acercó un poco más a él.

–Tessay y yo hicimos nuestros juramentos la noche de Timkat y pedimos perdón a Dios. Luego la llevé conmigo, ya como mi mujer.

Ella apoyó la cabeza sobre su gran hombro musculoso.

–El ruso nos siguió. Nos dio alcance aquí, en este preciso lugar. Trató de matarnos.

Tessay miró la playa donde ella y Mek habían estado a punto de morir y se estremeció al recordar.

–Peleamos -dijo secamente -. Una vez muerto, arrojé su cadáver al río.

–Sabíamos que había muerto -terció Royan -. En la embajada nos dijeron que el cadáver apareció río abajo, cerca de la frontera. No sabíamos cómo murió.

Permanecieron en silencio un rato hasta que Nicholas lo rompió:

–Ojalá hubiera estado aquí. Debió de ser una pelea digna de verse. – Meneó la cabeza con aire reverente.

–El ruso peleó bien. Me alegro de no tener que enfrentarlo otra vez. – Mek se paró. – En marcha. Llegaremos al monasterio antes del anochecer.

Mai Metemma, flamante abad de San Frumencio, los recibió en la terraza del monasterio sobre el río. Era apenas un poco más joven que Jali Hora, alto y digno, de cabellera plateada, y en la ocasión llevaba la corona azul para recibir al distinguido huésped Mek Nimmur.

Después de bañarse y descansar durante una hora en las celdas dispuestas para ellos, los monjes fueron a escoltarlos al banquete de bienvenida que les habían preparado. Al cabo de tres rondas de tej, cuando el abad y sus monjes empezaban a ponerse alegres, Mek comenzó a susurrar al oído del anciano.

–Usted recuerda la historia de San Frumencio, de cómo Dios lo rescató de una tormenta en el mar y lo llevó a nuestra costa para que nos trajera la verdadera fe.

Los ojos del abad se llenaron de lágrimas.

–Su santo cuerpo estaba enterrado aquí en nuestra maqdas. Los bárbaros robaron la reliquia. Somos niños que han perdido a su padre. Se ha despojado a esta iglesia y este monasterio de su misma razón de ser -dijo entre suspiros y lamentos -. No volverán los peregrinos de toda Etiopía a orar en este santuario. La Iglesia nos olvidará. Es nuestro futuro. Nuestro monasterio perecerá y los monjes se dispersarán como hojas muertas al viento.

–San Frumencio no vino solo a Etiopía. Otro cristiano vino con él desde la Gran Iglesia de Bizancio -dijo Mek en un susurro grave y reconfortante.

–San Antonio. – El abad tomó su jarro de tej para aliviar la intensidad de su pesar.

–San Antonio -asintió Mek -. Murió antes que Frumencio, pero su vida fue tan santa como la de su hermano.

–Antonio fue un gran hombre, un santo que merece nuestro amor y veneración. – El abad bebió largamente de su jarro.

–Qué misteriosos son los caminos del Señor. – Mek meneó la cabeza al ponderar sus obras en el universo.

–Sus caminos son insondables. No nos está permitido ponerlos en duda ni comprenderlos.

–Al mismo tiempo, es misericordioso y gratifica a los devotos.

–Su misericordia es infinita. – Las lágrimas desbordaron de los ojos del abad y bañaron sus mejillas.

–El monasterio y ustedes mismos han sufrido una grave pérdida. Les han sustraído la sacra reliquia de San Frumencio y, ¡ay!, jamás la recuperarán. Pero… ¿y si Dios les enviara otra? ¿Si les enviara el santo cuerpo de Antonio?

El abad alzó el rostro bruscamente. Su mirada se había vuelto calculadora.

–Eso sí que sería un milagro.

Mek Nimmur echó el brazo sobre los hombros del anciano y le susurró al oído. Mai Metemma enjugó sus lágrimas y escuchó con toda atención.

He conseguido los trabajadores que necesitas -anunció Mek Nimmur a la mañana siguiente cuando iniciaban la marcha valle arriba -. Mai Metemma me ha prometido cien hombres para dentro de dos días y otros quinientos en la semana siguiente. Otorgará indulgencias a todos los voluntarios que ayuden a construir la represa. Aquel que participe en el proyecto glorioso de la recuperación del cuerpo sagrado de San Antonio no conocerá el fuego del Purgatorio.

Las dos mujeres se detuvieron bruscamente y lo miraron boquiabiertas.

¿ Qué le dijiste a ese pobre viejo? – preguntó Tessay.

–Le prometí un cuerpo para reemplazar el que Nogo sustrajo de la iglesia. Si descubrimos la tumba, el premio para el monasterio será la momia de Mamose.

–Eso es indigno -exclamó Royan -. Conseguiste su colaboración con engaños.

–No engaño a nadie -replicó Mek, con un destello de furia en sus ojos negros -. La reliquia perdida no era el cuerpo de San Frumencio, pero durante siglos sirvió para unir a la comunidad de los monjes y atraer a los cristianos de todo el país. Ahora que se ha perdido, la existencia del monasterio está amenazada. Han perdido su razón para seguir existiendo.

–¡Y tú los tientas con promesas falsas! – Royan estaba furiosa.

–El cuerpo de Mamose es tan auténtico como el que perdieron. ¿Qué importa que sea el de un egipcio antiguo en lugar del de un cristiano antiguo? Lo importante es que sirva de centro de la fe y de un medio para que el monasterio viva otros quinientos años.

–Lo que dice Mek me parece muy razonable -terció Nicholas.

–¿Desde cuándo eres entendido en cristianismo? Eres un ateo. – Royan se había vuelto bruscamente hacia él, y Nicholas alzó las manos como para defenderse de un golpe.

–Tienes razón. No entiendo ni jota de estos asuntos. Discútanlo entre ustedes, que yo discutiré sobre represas con Sapper Webb.

Se alejó hacia la cabeza de la columna y ajustó su paso al del ingeniero.

De vez en cuando oía voces airadas que lo hacían sonreír. Conocía a Mek, pero empezaba a comprender a la mujer. Sería fascinante ver quién ganaba la polémica.

Llegaron a la cima sobre el abismo cuando promediaba la tarde. Mientras Mek buscaba un buen lugar donde instalar el campamento, Nicholas guió a Sapper hasta el estrechamiento del río justo antes de la catarata. Mientras Sapper instalaba el teodolito, Nicholas tomó el jalón graduado de nivelación. Luego subió y bajó por la cara del precipicio, siguiendo las indicaciones que Sapper le daba con gestos perentorios mientras miraba por el lente del teodolito, en tanto Nicholas se balanceaba precariamente y trataba de mantener el jalón en posición vertical para que el ingeniero hiciera sus observaciones.

–¡Bien! – rugió Sapper después de la vigésima toma -. Ahora quiero que cruce el río.

–¡Encantado! – rugió Nicholas a su vez -. ¿Prefieres que vuele o que nade?

Nicholas marchó cuatro kilómetros y medio río arriba hasta el vado donde la senda cruzaba el Dandera y luego volvió abriéndose paso entre la enmarañada maleza ribereña hasta donde Sapper, tendido en la sombra, lo aguardaba fumando un cigarrillo.

–No te esfuerces tanto que te va a salir una hernia -le gritó Nicholas.

Anochecía cuando Sapper terminó sus tomas, y Nicholas aún debía recorrer el largo trayecto hasta el vado. Caminó los últimos mil quinientos metros en medio de la oscuridad, guiándose por la luz de las fogatas. Se tambaleó hasta el centro del campamento y arrojó el jalón al suelo.

–Ay de ti si no me dice que valió la pena -gruñó. Sapper no alzó la vista de su regla de cálculo. Trabajaba sobre sus nuevos planos a la luz brillante de una linterna de butano.

–Lo felicito, sus cálculos originales fueron bastante exactos -dijo. El ancho del río es de cuarenta y un metros en el punto crítico sobre la catarata donde quiero emplazar la estructura.

–Sólo quiero saber si podrás tender la represa.

Sapper sonrió y se llevó un dedo a la nariz.

–Tráigame ese bendito tractor, que yo embalsaré el mismísimo Nilo.

Después de la cena -que consistió en más raciones militares – Royan miró a Nicholas por encima de la fogata. Cuando él le devolvió la mirada, inclinó la cabeza en gesto de invitación. Luego se paró y salió del campamento, mirando una vez sobre su hombro para asegurarse de que la seguía. Nicholas iluminó la senda con la linterna y volvieron al emplazamiento de la represa donde buscaron una gran piedra donde sentarse.

El apagó la linterna y permanecieron en silencio hasta que sus ojos se acostumbraron a la luz de las estrellas.

–A veces pensaba que no volveríamos -susurró Royan -. Que la laguna de Taita… que todo había sido un sueño.

–Tal vez lo sea, si los monjes no nos ayudan -contestó con una mirada inquisitiva.

–Les doy la razón a ti y a Mek Nimmur -dijo ella con una risita -. Claro que no podemos prescindir de esa ayuda. Los argumentos de Mek fueron muy convincentes.

–¿Aceptas pagarles con la momia de Mamose?

–Acepto pagarles con cualquier momia que encontremos, si es que encontramos alguna. ¿Cómo sabemos que la momia robada por Nogo no es la de Mamose?

Sin pensarlo, le rodeó los hombros con un brazo y después de una breve vacilación ella se apoyó contra él.

–¡Ay, Nicky, tengo tanto miedo y tantas esperanzas! Miedo de que nuestras expectativas resulten vanas y esperanzas de haber descubierto la clave de Taita.

Se volvió para mirarlo, y él sintió el roce de su aliento sobre sus labios.

La besó con ternura. Luego se apartó, sintiendo aún la tibieza de sus labios, y la miró a la luz de las estrellas. No intentaba alejarse de él. Al contrario, se inclinó para devolverle el beso. Al principio fue un beso casto, de hermana, con los labios apretados. Luego él llevó la mano derecha a su nuca y entrelazó los dedos en su pelo. Abrió su boca sobre la de ella y escuchó un leve gemido de protesta.

Lenta, voluptuosamente, le fue separando los labios para introducir profundamente su lengua, y las protestas se transformaron gradualmente en un maullido satisfecho, como el de un gatito al tomar la teta. Lo abrazó, le masajeó la espalda con dedos fuertes y ágiles, la boca abierta para devolverle el beso, la lengua sinuosa y húmeda al entrelazarse con la suya.

El introdujo una mano entre sus cuerpos y le desabrochó la blusa hasta la cintura. Ella se separó un poco para facilitarle la tarea. Fue una exquisita sorpresa descubrir que sus senos estaban desnudos bajo la tela delgada de algodón. Tomó uno: era pequeño y firme, justo cabía en su mano. Al pellizcarlo suavemente, el pezón se endureció entre sus dedos como una pequeña fresa madura.

Interrumpió el beso y bajó la cabeza hacia su seno. Ella gimió suavemente y le guió la cabeza con una mano. Cuando él le tomó el pezón en la boca, jadeó y le clavó las uñas en la espalda, como una gata al ser acariciada. Todo su cuerpo se meneaba, y después de unos instantes le quitó el pecho de la boca. El pensó que lo rechazaba, pero le movió la cabeza hacia el otro lado y jadeó nuevamente cuando él le chupó el pezón.

Su meneo se volvía más sensual, al compás de la excitación de él. Entonces él no pudo contenerse más; introdujo la mano bajo sus bombachas pardas y la posó sobre el montículo de su sexo. Entonces ella se apartó ágilmente y se paró de un salto. Dio un paso atrás, se alisó las bombachas y se abrochó la camisa con dedos temblorosos.

–Lo siento, Nicky. Lo quiero, por Dios, no sabes cuánto lo deseo. Pero… -meneó la cabeza, jadeando para recuperar el aliento – todavía no. Perdóname, Nicky. Estoy atrapada entre dos mundos. Una parte de mí se muere por hacerlo, pero la otra no me deja…

Se paró y la besó castamente.

–No hay prisa. A las cosas buenas vale la pena esperarlas -dijo, rozándole apenas los labios con los suyos -. Vamos, te llevaré a casa.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, el primero de los contingentes de sacerdotes prometidos por Mai Metemma subió en fila desde el valle. Sus cánticos despertaron al campamento, cuyos integrantes soñolientos salieron de sus cobertizos techados con paja a recibir a la larga hilera de hombres de Dios.

–Cielos -exclamó Nicholas entre bostezos -, cualquiera diría que hemos iniciado una cruzada. Tuvieron que salir del monasterio a medianoche para llegar a esta hora. – Fue en busca de Tessay. – Te nombro traductora oficial. Sapper no habla una palabra de árabe ni de amhárico. Síguelo a todas partes.

Al amanecer, Mek y Nicholas fueron a reconocer el terreno en busca de un buen lugar para la descarga. Al mediodía llegaron a la conclusión de que el único lugar adecuado era el valle mismo. A diferencia de los acantilados rocosos que lo rodeaban, el fondo del valle era llano y estaba más o menos libre de obstrucciones. Era necesario que la descarga se produjera lo más cerca posible del emplazamiento de la represa, porque cada kilómetro adicional de transporte de las provisiones por tierra requeriría un tiempo y esfuerzo enormes.

–El tiempo es el factor crítico -dijo Nicholas a Mek a la mañana siguiente mientras inspeccionaban el lugar elegido para la descarga -. Desde hoy hasta las lluvias, cada día es vital.

Mek alzó la vista al cielo:

–Roguemos a Dios que las lluvias se demoren.

Señalaron el lugar de la descarga a mil quinientos metros del río, en el tramo más ancho del valle, al cual se podía acceder a través de una brecha entre las montañas. Jannie tendría que volar siete kilómetros y medio con los alerones y la rampa de descarga bajos.

–Fácil no es -observó Mek mientras contemplaba las laderas escarpadas y las cimas amenazantes que los rodeaban -. ¿Tu amigo panzón sabe volar?

–Mejor que un pájaro -contestó Nicholas.

Bajaron al valle a verificar el emplazamiento de las bengalas y las balizas. Estas eran cruces de piedras de cuarzo, muy visibles desde el aire. Sapper se encontraba en la cabecera del valle. Lo veían perfilado contra el horizonte, instalando sus bengalas de humo para indicar la vía de entrada a la zona de descarga.

Al volverse hacia el otro extremo del valle, vio a las dos mujeres sentadas sobre una roca. Sapper les había ayudado a instalar sus bengalas. Éstas señalaban el fin de la zona de descarga, donde Jannie debería iniciar el ascenso para salir del valle.

Nicholas observó a los hombres de Mek, que terminaban de instalar las balizas blancas de cuarzo. Una vez colocadas, Mek ordenó que se despejara la zona. Cargaron la radio y fueron a la cabecera del valle donde se encontraba Sapper. Mek ayudó a Nicholas a conectar la antena. Luego Nicholas encendió el aparato y ajustó cuidadosamente el volumen antes de tomar el micrófono.

–Big Dolly. Adelante, Big Dolly -dijo, pero no hubo otra respuesta que los crujidos y silbidos de la estática.

–Parece que se atrasaron -dijo Nicholas con fingida despreocupación – Esta vez Jannie vendrá desde Malta. Después de la primera descarga irá a tu base en Roseires a recoger la segunda carga. Con suerte el operativo terminará antes de mañana al mediodía.

–Si es que el panzón viene -observó Mek.

–Jannie es un profesional -gruñó Nicholas -. Claro que vendrá. – Se llevó el micrófono a los labios: -Big Dolly, ¿me oye? Cambio.

Cada diez minutos repitió su llamada al vasto silencio impávido. Después de cada llamada tuvo visiones de interceptores MIG sudaneses que alzaban vuelo con sus misiles preparados para disparar, y del viejo Hércules que se precipitaba a tierra envuelto en llamas.

–Responda, Big Dolly -imploró, y por fin oyó en sus auriculares una voz remota en medio de los crujidos.

–Faraón, aquí Big Dolly. Tiempo estimado de arribo, cuarenta y cinco minutos. Preparado. – La transmisión de Jannie era lacónica. Veterano contrabandista, no quería darle tiempo a un escucha hostil a determinar su posición.

–Big Dolly. Cuatro cinco, entendido. Faraón preparado. – Nicholas miró a Mek y sonrió: -Parece que estamos en carrera.

Mek fue el primero en oírlo. Su oído estaba aforado a los ruidos de guerra. En esa tierra, la capacidad de oír un avión mucho antes de que apareciera a la vista era un elemento valiosísimo para la supervivencia. Con su falta de ejercitación, Nicholas tardó casi cinco minutos más en oír el ruido característico de las turbohélices y sus extraños ecos en los acantilados de la quebrada. La dirección era imposible de determinar, pero miraron hacia el poniente, haciendo viseras con las manos.

–Ahí está. – Nicholas se reivindicó al ser el primero en detectar la mota negra. Volaba a tan baja altura que era casi invisible contra el telón de fondo de la escarpa. Hizo una señal a Sapper.

Este corrió a sus bengalas y las ajustó rápidamente. Se alejó y entonces se alzaron nubes de un denso humo amarillo, disipadas lentamente por la suave brisa. El humo, además de señalar la zona de descarga, le indicaría a Jannie la fuerza y la dirección del viento.

Nicholas alzó sus largavistas y enfocó el otro extremo del valle. Royan y Tessay ya se ocupaban de sus bengalas. Bruscamente se alzó una nube de humo escarlata, las dos mujeres corrieron de vuelta a su posición original y alzaron la vista al cielo. Nicholas tomó el micrófono:

–Big Dolly, humo lanzado. ¿Está a la vista?

–Afirmativo, humo a la vista. Por lo que van a recibir, den gracias. – El acento sudafricano de Jannie era inconfundible al pronunciar la jocosa blasfemia.

El avión fue creciendo hasta que sus alas parecían cubrir la mitad del cielo. Luego su perfil se alteró al bajar los inmensos alerones y abrir la rampa ventral. La reducción de velocidad fue tan abrupta que Big Dolly pareció quedar suspendido de un hilo invisible que pendía del alto sol africano. Viró lentamente con las alas casi verticales a medida que Jannie lo alineaba con las señales de humo y perdía altura para enfilar directamente hacia ellos.

Con un rugido violento que los lanzó al suelo, pasó en un vuelo rasante como si quisiera barrerlos de la cresta. Nicholas alcanzó a ver a Jannie en la cabina, la sonrisa pintada en su cara gorda, la mano alzada en un breve saludo al pasar.

Nicholas se enderezó para contemplar el descenso majestuoso de Big Dolly hacia el vientre del valle. La primera tarima cayó de su vientre y se precipitó a tierra hasta que a último momento sus paracaídas se abrieron como un ramo de novia. La caída del pesado contenedor se detuvo bruscamente. Quedó oscilando en el aire y poco después tocó tierra en medio de una nube de polvo amarillo, con un estruendo que llegó hasta la cresta. Soltó otras dos cargas que oscilaron durante varios segundos antes de caer a su vez.

Los motores de Big Dolly aullaron a toda potencia y su trompa se alzó en busca de las alturas al pasar sobre las nubes escarlatas para salir de la trampa mortal del valle. Viró en un amplio círculo y enfiló para la segunda pasada. Nuevamente soltó las cargas al sobrevolar las balizas de cuarzo y se alzó apenas sobre las agujas de piedra que trataban de desgarrarle el vientre.

Seis veces repitió Jannie la arriesgada maniobra y en cada pase soltó tres de los pesados bultos rectangulares. Éstos quedaron desparramados en el fondo del valle, tapados por los sudarios blancos de sus paracaídas.

Después del último pase, la voz de Jannie crujió en los auriculares de Nicholas:

–¡No te vayas, Faraón! Volveré.

Big Dolly alzó su rampa torpemente, como una anciana dama al levantarse los calzones, y viró hacia el poniente.

Nicholas y Mek bajaron precipitadamente al fondo del valle, donde los monjes ya rodeaban las tarimas entre cháchara y risas. Los organizaron rápidamente en cuadrillas para distribuir la carga y transportarla hasta el campamento.

Nicholas y Sapper habían planificado la descarga a fin de recibir los materiales en orden de necesidad. El primer contenedor traía los alimentos secos y enlatados, los efectos personales, el equipo de campamento y algunos pequeños lujos tales como mosquiteros y un cajón de whisky de malta. Advirtió con alivio que la preciosa carga estaba intacta: no se había derramado ni una gota.

Sapper se hizo cargo de los materiales para la construcción y el equipo más pesado. Bajo sus órdenes, traducidas por Tessay, hombrearon los materiales hasta la antigua cantera, donde todo quedó almacenado y bien protegido hasta que llegara el momento de utilizarlo. Cuando cayó la noche, la mitad de la carga aún yacía en el fondo del valle. Mek apostó una guardia armada y todos volvieron al campamento, cansados pero alegres.

Esa noche, con el estómago lleno de buena comida seguida de un trago de whisky, un mosquitero sobre su cabeza y un grueso colchón de espuma de goma bajo su cuerpo, Nicholas se durmió feliz. El operativo comenzaba bien.

Lo despertó el cántico de maitines de los monjes. "Para qué queremos un despertador", gimió, y se tambaleó hacia la orilla del río para bañarse y afeitarse.

Cuando el sol doraba las almenas de la escarpa, él y Mek ya ocupaban sus puestos y vigilaban el cielo del poniente. Según el plan, Jannie debía haber pernoctado en Roseires, donde los hombres de Mek volverían a cargar el equipo que habían dejado allá en el primer vuelo desde Malta. Era una de las etapas vulnerables del operativo. Aunque Mek aseguraba que por el momento había escasa presencia militar en la zona, bastaría que una patrulla del gobierno sudanés tropezara con Big Dolly en tierra para provocar un desastre. Por eso sus corazones se sobresaltaron al oír el reconfortante rugido de las turbohélices que repercutía en los acantilados.

Big Dolly enfiló nuevamente para el primer pase sobre el valle, y al sobrevolar las cruces de cuarzo soltó el gran tractor frontal amarillo. Nicholas contuvo instintivamente el aliento al verlo precipitarse y luego detenerse bruscamente cuando se abrieron los paracaídas. Osciló violentamente, colgado de las cuerdas de nailon como un yoyo, y los monjes aullaron atónitos y excitados al verlo caer. Al estrellarse alzó una nube de polvo.

Parado junto a Nicholas, Sapper gimió, se tapó los ojos para no ver la nube de polvo y soltó un "mierda" angustiado.

–¿Fue una orden o una súplica? – preguntó Nicholas, aunque no estaba de ánimo para bromas.

Cayó la última carga y el avión alzó vuelo a toda máquina. Nicholas se comunicó con Jannie:

–Muchas gracias, Big Dolly. Buen vuelo a casa.

–Inshallah -replicó Jannie -. Si Dios quiere.

–Te llamaré cuando quiera salir de aquí.

–Estaré preparado. – Big Dolly empezó a alejarse. – Suerte.

–Y bien. – Nicholas palmeó a Sapper con fuerza. – Veamos qué quedó de tu tractor.

La abollada máquina amarilla estaba tendida de costado y de sus entrañas manaba aceite, como sangre de un dinosaurio herido en el corazón.

–Váyanse. Déjenme una docena de negros para que me ayuden -dijo Sapper con tristeza, como si contemplara la tumba de su amada.

Esa noche no volvió al campamento a cenar. Tessay le envió una escudilla con wat y una hogaza de pan injera. Nicholas estuvo a punto de bajar al valle a ofrecer su ayuda para reparar el tractor dañado, pero desistió. Sabía que en ciertas ocasiones, como ésa, Sapper prefería que lo dejaran en paz.

En la madrugada, un par de faros iluminaron el campamento y los acantilados reverberaron con el rugido de un motor diesel. Cubierto de grasa y polvo hasta la coronilla calva, ojeroso pero feliz, Sapper entró en el campamento conduciendo el tractor amarillo y despertándolos a gritos desde su asiento:

–¡Arriba la compañía! ¡Basta de hacerse la paja, reclutas! ¡A levantar la represa!

Necesitaron dos días más para recoger todo el equipo desparramado por el valle y transportarlo a la antigua cantera. Almacenaron todo de acuerdo con el plan preparado por Nicholas y Sapper en Inglaterra. Era esencial saber dónde se encontraba cada artículo a fin de hallarlo rápidamente en el momento que se lo necesitara. Mientras tanto, Sapper trabajaba en el emplazamiento de la represa, donde sentaba los cimientos, clavaba estacas numeradas en las orillas del río y tomaba las medidas definitivas con su cinta de agrimensor.

Durante los trabajos preliminares, Nicholas se dedicó a observar a los monjes para conocerlos mejor. Así pudo descubrir a los líderes naturales, los más inteligentes y voluntariosos, así como los que hablaban árabe e incluso un poco de inglés. El que más le gustó fue un monje llamado Hansith Sherif, a quien nombró su ayudante e intérprete.

Una vez asentado el campamento y establecida una buena relación con los monjes, Mek Nimmur se alejó con Nicholas adonde las mujeres no pudieran oírlos.

–A partir de ahora, me encargaré de la seguridad. Debemos estar preparados para impedir una nueva incursión en tu campamento y otra carnicería en San Frumencio. Nogo y sus matones siguen rondando. Ya estarán enterados de tu regreso a la quebrada. Cuando venga, estaré esperándolo.

–Sí, tú eres más diestro con la AK47 que con el pico -dijo Nicholas -. Pero debes dejar a Tessay conmigo. La necesito.

–Yo también -dijo Mek con una sonrisa triste -. Ahora me estoy dando cuenta de lo mucho que la necesito. Cuídala bien. Vendré a verla todas las noches.

Mek se hundió en el monte con sus hombres a los que apostó en piquetes en torno del campamento y a lo largo de la senda. Al alzar la vista, Nicholas solía ver algún centinela en la loma que dominaba el campamento. Su presencia era reconfortante.

No obstante, Mek cumplió su promesa de volver al campamento por las noches. A veces Nicholas oía su risa profunda mezclada con otra, dulce y cristalina. Desvelado, pensaba en Royan, tendida en el cobertizo contiguo y a la vez tan lejos de él.

Al quinto día, para asombro de Nicholas, llegó el segundo contingente de trescientos trabajadores prometido por Mai Metemma. Las cosas no solían suceder así en África. Jamás se cumplían los compromisos antes de tiempo. Se preguntó qué le habría dicho Mek al abad, pero decidió que en realidad era mejor no saberlo, porque estaban en condiciones de iniciar las obras de construcción.

Los del segundo contingente no eran monjes, ya que San Frumencio había aportado su cuota a la obra sagrada, sino aldeanos del altiplano de la escarpa. Mai Metemma los había obligado con promesas de indulgencias y amenazas del fuego eterno.

Nicholas y Sapper dividieron la mano de obra en cuadrillas de treinta hombres y eligieron a un monje como capataz de cada una. Agruparon a los hombres de acuerdo con su aspecto físico, de manera que los ejemplares más altos y robustos conformaran las divisiones de asalto, en tanto los menudos y delgados realizarían las tareas que no exigían fuerza bruta.

Nicholas inventó un nombre para cada cuadrilla: Búfalos. Hachas, Leones y así sucesivamente. Tuvo que extremar su imaginación, pero quería infundirles orgullo y alentar la competencia entre las cuadrillas para aprovecharla en beneficio propio. Les pasó revista en la cantera, cada una con su capataz eclesiástico. Se subió a uno de los antiguos bloques, los arengó por intermedio de Tessay y dijo que les pagaría en dólares de María Theresa. Fijó un sueldo tres veces superior al mínimo.

Hasta ese momento los hombres lo habían escuchado con aire hosco y resignado, pero entonces se produjo un cambio notable en su ánimo. No habían previsto que se les pagaría por su trabajo y todos esperaban el momento para desertar y volver a casa. Ahora resultaba que les prometían dinero, y para colmo en dólares de plata. Desde hacía dos siglos, el dólar María Theresa era la única moneda reconocida por los etíopes. Por eso aún se los acuñaba con la fecha original de 1780 y el retrato de la vieja Emperatriz, con su papada y su gran escote que dejaba al descubierto la mitad de su enorme busto. Una de esas monedas valía más que todo un fajo de los despreciables billetes birr emitidos por el régimen en Addis. Para pagar los sueldos, Nicholas había incluido un arca de esas monedas de plata en la primera carga lanzada por Jannie.

Aparecieron sonrisas celestiales, y los dientes deslumbrantes lanzaron destellos desde los rostros de ébano. Alguien empezó a cantar y todos zapatearon y aplaudieron a Nicholas al marchar en fila a recoger sus herramientas. Picos y palas al hombro, desfilaron por el valle hacia el emplazamiento de la represa sin dejar de cantar y bailar.

–San Nicolás -dijo Tessay, riendo -. Papá Noel. Jamás te olvidarán.

–Tal vez construyan un santuario para ti, e incluso un monasterio -añadió Royan con su sonrisa más dulce.

–Lo que no saben todavía es que tendrán que trabajar muy duro para ganarse la paga.

A partir de entonces, el trabajo se reanudaba a la primera luz y se interrumpía en la noche cerrada. Cada noche los hombres volvían al campamento a la luz de las antorchas de hierba y estaban demasiado fatigados para cantar. Pero Nicholas había contratado a los jefes de las aldeas del altiplano para que les suministrara un animal por día para carnear. Cada día las mujeres bajaban por la senda con el animal, cargando enormes jarras de tej sobre sus cabezas.

Pasaban los días y nadie desertaba del pequeño ejército de trabajadores de Nicholas.

Montado en el asiento alto del tractor, Sapper alzó con los brazos hidráulicos el primer gavión relleno. El paquete de piedras envueltas con alambre tejido pesaba varias toneladas, y la obra se detuvo cuando los trabajadores se apiñaron en las orillas del río Dandera a mirar el espectáculo. Se alzó un murmullo de asombro cuando el tractor amarillo bajó la orilla escarpada y, con el gavión en alto, se introdujo en el agua. Afrentada por la invasión, el agua del río se arremolinó furiosa en torno de las inmensas ruedas traseras, pero Sapper siguió adelante.

Cuando el agua rozó el vientre de la máquina y se alzaron nubes de vapor del colector de aceite recalentado, la multitud en la orilla empezó a aplaudir rítmicamente y gritar su aliento. Sapper apretó los frenos y bajó el pesado gavión al torrente antes de dar marcha atrás hasta salir a la orilla. Los hombres aplaudieron con fervor a pesar de que el gavión se hundió totalmente en el agua y sólo quedó un remolino en la superficie para marcar su posición. Otro gavión esperaba su turna El tractor rodó hasta él y lo recogió con sus brazos de acero con la ternura de una madre alzando a su hijo.

Nicholas ordenó a los capataces que volvieran al trabajo. Los hombres, vestidos apenas con taparrabos, desfilaban por el valle en largas hileras. En el calor de la quebrada, su piel empapada de sudor brillaba como la antracita negra al separarse de la veta de carbón. Cada uno llevaba sobre la cabeza un canasto lleno de piedras que volcaba en el gavión abierto. Luego bajaba a la cantera con el canasto vacío. Cuando se llenaba el gavión, otra cuadrilla le colocaba la tapa y la sujetaba con alambre grueso.

–¡Veinte dólares de premio a la cuadrilla que llene más canastos hoy! – gritó Nicholas. Los hombres replicaron con un coro de gritos jubilosos y redoblaron sus esfuerzos, pero no podían alcanzar a Sapper en el tractor. Emplazaba sus muelles de piedra con gran destreza desde el agua playa de la orilla, de manera que cada gavión quedaba apoyado contra su vecino y todos calzaban en el muro para sostenerse mutuamente.

Los primeros pasos de la obra fueron escasamente visibles, pero a medida que el parapeto avanzaba bajo la superficie, el río empezaba a reaccionar con furia. El murmullo del agua se transformó en un rugido sordo al estrellarse contra el muro de Sapper.

En poco tiempo la cima del muro de gaviones asomó sobre la superficie y el río quedó reducido a la mitad del ancho normal. Su estado de ánimo se volvió agresivo. Se convirtió en un macizo torrente verde que, obligado a retroceder tras la barrera, se lanzaba a cruzar la brecha a la vez que ganaba imperceptiblemente las orillas. El río acosaba los cimientos de la represa, buscaba sus puntos débiles y a medida que crecía en altura demoraba el avance de la obra.

En los bosques fluviales río arriba se afanaban los leñadores, y Nicholas se sobresaltaba cada vez que un gran árbol caía con gritos y lamentos propios de un animal. Se consideraba un conservacionista, y algunos de los árboles talados eran varias veces centenarios.

–¿Quieres tu roñosa represa o prefieres conservar los lindos arbolitos? – gruñó Sapper al oír los lamentos de Nicholas. Éste se alejó sin responder.

El trabajo incesante agotaba los músculos y tensaba los nervios hasta el límite. Los ánimos se volvían inestables. Ya había habido algunas peleas feroces entre los trabajadores, y Nicholas se había visto obligado a meterse entre los picos de acero para separar a los contendientes.

Poco a poco, a medida que el muelle avanzaba desde la orilla, fueron comprimiendo el río en su lecho hasta que llegó el momento de trasladar las obras a la margen opuesta. Todas las cuadrillas volcaron sus esfuerzos a la construcción de un camino nuevo hasta el vado. Allí introdujeron al tractor en el agua y con cien hombres que tiraban de las sogas mientras las enormes ruedas estriadas revolvían el agua hasta alzar espuma lograron arrastrarlo hasta el otro lado.

Entonces fue el momento de construir otro camino a lo largo de la otra margen hasta el emplazamiento de la represa. Talaron los troncos y apartaron las piedras que les vedaban el paso. Cuando el tractor pudo llegar a la represa, reanudaron la tarea de llenar y emplazar los gaviones.

Gradualmente, de a pocos metros por día, los dos muros se acercaron. A medida que se cerraba la brecha, el río se volvía más alto y turbulento, lo cual a su vez dificultaba el trabajo.

Mientras tanto, doscientos metros río arriba de la represa, las cuadrillas de Halcones y Escorpiones construían una balsa con los troncos talados en el bosque. Ataron los maderos para formar un enrejado. Lo cubrieron con gruesas planchas de PVC para volverlo impermeable y sobre éstas colocaron otro enrejado para armar un gigantesco sándwich. Sujetaron todo el dispositivo con alambre grueso de embalaje y lastraron uno de los bordes con grandes piedras.

El lastre haría que la balsa flotara casi verticalmente en el agua; uno de sus bordes rozaría el fondo del río mientras el otro asomaría sobre la superficie. Las dimensiones de la balsa terminada se correspondían con las de la brecha entre los dos estribos de la represa. Y mientras las cuadrillas construían la balsa y el muro, Sapper amontonaba gaviones en ambas márgenes río abajo de la represa.

Tres cuadrillas completas, los Elefantes, Búfalos y Rinocerontes, integradas por los hombres más fuertes y robustos, cavaban un canal profundo en la entrada del valle. Por allí se desviaría el río.

–Es un detalle fino que no se le ocurrió a tu brillante ingeniero Taita -dijo Sapper con una sonrisa de satisfacción maligna. Él y Royan contemplaban la obra desde el borde de la zanja.

–Esto significa que bastará elevar en dos metros más el nivel del río para desviarlo por el canal hacia el valle. Si no, hubiéramos tenido que elevarlo en casi seis metros.

–Tal vez el nivel del agua era distinto hace cuatro mil años.

–Un espíritu de lealtad inexplicable para ella misma la llevaba a defender al viejo egipcio. – O tal vez cavó un canal, pero no quedaron rastros.

–No me parece -gruñó Sapper -. Al viejo no se le ocurrió, y punto. – Su expresión trasuntaba satisfacción de sí mismo. – Este punto es nuestro, señor Taita.

Royan disimuló una sonrisa. Sapper, el hombre práctico y realista, no podía sustraerse al desafío milenario. El juego de Taita lo había atrapado.

No había amenaza ni gratificación que convenciera a los monjes de trabajar los domingos. Cada sábado abandonaban el trabajo una hora antes de lo habitual y se alejaban por la senda del valle a fin de llegar al monasterio a tiempo para la comunión. Nicholas refunfuñaba y ponía cara de perro, pero en el fondo sentía tanto alivio como cualquiera de poder descansar. Estaban exhaustos, y por una vez no los despertaría el coro de maitines a las cuatro de la mañana.

Por eso, el sábado a la noche todos juraron que dormirían hasta entrada la mañana, pero por la fuerza de la costumbre Nicholas se encontró despierto y alerta a la hora inicua de siempre. No podía quedarse en la cama, y al volver al campamento después de higienizarse en el río encontró a Royan despierta y vestida.

¿Café? – Tomó la cafetera del fuego y le sirvió un jarro.

–Dormí muy mal -prosiguió -. Tuve un sueño ridículo. Estaba en la tumba de Mamose, perdida en un laberinto de pasadizos. Buscaba la cámara mortuoria, abría muchas puertas, y en todos los cuartos había gente. En uno de ellos estaba Duraid, quien al verme dijo, "recuerda el protocolo de los cuatro toros. Empieza desde el principio." Lo vi tan nítidamente y parecía estar tan vivo que quise acercarme, pero se me cerró la puerta en la cara y entonces supe que jamás volvería a verlo. – Sus ojos se llenaron de lágrimas que brillaron a la luz del fuego.

–¿A quiénes viste en las otras habitaciones? – preguntó Nicholas para distraerla del recuerdo doloroso.

–En el siguiente estaba Nahoot Guddabi. Me recibió con una risa odiosa y dijo, "el chacal persigue al Sol". Después su cabeza se transformó en la de Anubis, el dios chacal de la necrópolis, que ladraba y aullaba. Me asusté y salí corriendo.

Sorbió su café.

–Todo era tan tonto y absurdo. En el cuarto siguiente estaba von Schiller, que se alzó en el aíre, batió las alas y dijo, "el buitre asciende y cae la piedra". Sentí tanto odio que quise pegarle, pero se fue.

–Y entonces te despertaste -dijo Nicholas.

–No. Había un cuarto más.

–¿Y quién estaba ahí?

Bajó la vista y su voz se redujo a un murmullo casi inaudible.

–Tú.

–¿Yo? ¿Y qué dije? – preguntó con una sonrisa.

–Nada -susurró, y se puso tan colorada que él se sintió intrigado.

–Entonces, dime qué hice -dijo sin dejar de sonreír. – Nada… es decir, no te lo puedo decir.

El sueño volvió a su mente, vívido y real como la vida misma, en cada detalle de su cuerpo desnudo, su olor y la sensación de su piel. Tenía que alejarlo de su mente. Se sentía tan vulnerable como durante el sueño.

–Cuéntame -insistió.

–¡No! Se paró bruscamente, desconcertada y aún ruborizada, sin poder borrar las imágenes del todo.

La noche anterior, había soñado con un hombre de esa manera por primera vez en su vida; jamás había experimentado un orgasmo en sueños. Al despertar, el pantalón de su pijama estaba empapado.

–Nos aguarda todo un día sin nada que hacer -dijo bruscamente. Fue lo primero que se le ocurrió.

Al contrario. – Se paró a su vez -. Todavía tenemos que disponer todo para salir rápidamente de aquí. Cuando llegue el momento, creo que estaremos bastante apurados.

–¿Te molesta si voy contigo?

Dos cuadrillas, los Elefantes y los Búfalos, los esperaban en la cantera. Sólo faltaban los capataces. Eran los sesenta hombres más fuertes de todo el grupo. Nicholas tomó las lanchas inflables Avon. Cada lancha desinflada estaba plegada en un bulto prolijo al que estaban sujetos los dos remos. Estaban diseñadas para navegar ríos turbulentos, transportando cada una dieciséis hombres y una tonelada de carga.

Nicholas les indicó que ataran los pesados bultos a dos palos largos que habían cortado con el fin de cargarlos. Cinco hombres en cada extremo del palo con el bulto sujeto al medio alzaron fácilmente la carga. Partieron a buen paso por la senda y apenas un grupo de cargadores se cansaba otro estaba preparado para reemplazarlo. No necesitaban detenerse para entregar la carga: cuando un grupo daba señales de cansancio, los del siguiente ponían los hombros bajo los palos y los primeros se apartaban.

Nicholas cargaba el transmisor de radio en su estuche impermeable de fibra de vidrio. No quería confiar ese instrumento tan delicado a los cargadores. Royan y él cerraban la marcha y unían sus voces a los cantos de los trabajadores al transportar la carga hasta el monasterio.

Mai Metemma los aguardaba en la terraza de la iglesia de San Frumencio. Los condujo por la escalera tallada en el precipicio hasta la orilla misma del río, sesenta metros más abajo. Después del calor y la luz del Sol, el fondo de la quebrada era frío, tenebroso y húmedo. El agua bañaba la base de los acantilados negros y la cornisa era húmeda y resbaladiza bajo sus pies.

Royan se estremeció al contemplar la corriente veloz, el vórtice que giraba en el gran tazón de piedra y la garganta estrecha de la quebrada por donde el río continuaba su travesía larga y frenética hacia Egipto en el norte.

–Si hubiera sabido que pensabas volver a casa por aquí… -Contempló el río con temor.

–Si prefieres caminar, no te detendré -contestó Nicholas -. Con suerte llevaremos una carga adicional. El río es la vía de escape más sensata.

–Lo que dices es lógico, pero eso no lo hace más tentador. – Tomó un palo encallado con otros residuos en la cornisa y lo arrojó al río. La corriente se lo llevó inmediatamente, alzándolo sobre la ola permanente que se formaba sobre un obstáculo oculto bajo la superficie.

–¿Cuál es la velocidad de la corriente? – preguntó a media voz mientras la madera se hundía bajo la superficie.

–Apenas ocho o nueve nudos -contestó él despreocupadamente. Eso no es nada. El nivel del río todavía está muy bajo. Si quieres ver un poco de agua, espera a que empiecen las lluvias en la montaña. Será muy divertido. Conozco gente que pagaría mucha plata para navegar esta corriente. Te gustará.

–Gracias -contestó sin convicción -. No veo la hora de hacerlo.

Unos diecisiete metros por encima de la cornisa, fuera del alcance del río en su nivel más alto, había una pequeña cueva, el Santuario de la Epifanía. Siglos atrás los monjes habían abierto ese pasadizo en la roca que terminaba en una espaciosa caverna iluminada por velas. Allí había una estatua de tamaño natural de la Virgen, envuelta en una capa desteñida de terciopelo y con el Niño en brazos. Mai Metemma les permitió guardar las lanchas en la caverna contra una pared lateral. Se fueron los cargadores. Nicholas enseñó a Royan a manejar los dispositivos que desplegaban rápidamente las lanchas y los tubos de anhídrido carbónico que las inflaban en pocos minutos. Envolvió el transmisor de radio y el botiquín de emergencia en una hoja de plástico y los dejó junto a uno de los bultos donde pudiera hallarlos rápidamente en caso de necesidad.

–Vendrás conmigo en este agradable paseo, ¿no? – preguntó Royan ansiosamente -. No dejarás que me vaya solita y sola.

–Conviene que sepas manejar el equipo. Cuando llegue el momento de partir, si la cosa se pone fea tal vez necesite tu ayuda para botar las lanchas.

Una vez que subieron por la escalera al calor y la luz del Sol, el ánimo de Royan mejoró notablemente.

–Falta un poco para el mediodía y no tenemos nada que hacer. ¿Por qué no vamos a la laguna de Taita? – dijo, y él asintió complaciente.

Los Búfalos y Elefantes los acompañaron hasta la bifurcación en la senda. Allí se desviaron hacia la represa, despidiéndolos con gritos y cantos.

A pesar del breve tiempo transcurrido desde su visita anterior, la senda estaba cubierta de maleza. Nicholas tuvo que abrirla a golpes de machete, y las ramas bajas de los espinos los obligaron a agacharse una y otra vez. Hacia la media tarde cruzaron la cresta alta y llegaron al acantilado que dominaba la laguna.

–Parece que nadie pasó por aquí después de nosotros -dijo Nicholas con evidente alivio -. No hay señales de otros visitantes.

–¿No era lo que esperabas?

–Nunca se sabe. Von Schiller es un tipo temible, y sus hombres son un verdadero encanto. El que más me preocupa es Helm. Tuve la incómoda sensación de que vendría a husmear por aquí. Veamos un poco más de cerca.

Hizo un rápido reconocimiento del terreno en busca de señales de intrusos. Luego volvió y se sentó a su lado en el borde del precipicio.

–Nada -reconoció -. Parece que todavía tenemos todo el terreno para nosotros.

–Una vez que Sapper desvíe el río, este será el teatro principal de operaciones, ¿no es cierto?

–Sí, pero antes de que Sapper termine la represa quiero instalar un vivac volante para el equipo que tenemos en la cantera. Así lo tendremos a mano cuando empecemos a explorar la laguna.

–¿Cómo bajaremos a la laguna? ¿Por el lecho seco del río?

–Supongo que podríamos usar el lecho del río para bajar desde la represa o bien subir desde el monasterio a través de los precipicios rosados.

–Pero no era tu plan -adivinó.

–Aunque esté seco, bajar por el lecho del río significa dar un rodeo muy amplio. Son entre cinco y seis kilómetros desde cualquier extremo del abismo, y además será un camino muy irregular y difícil. – Hizo una mueca de disgusto. – Este servidor conoce bien el asunto. Ya hice una vez el camino más difícil y no quiero repetir la experiencia. Recuerdo por lo menos cinco rápidos y vallas de roca.

–Si tienes una idea mejor, dilo.

–No es idea mía sino de Taita.

Royan se inclinó sobre el borde:

–¿Construirás un andamio como lo hizo él?

–Lo que fue bueno para Taita es bueno para mí -asintió -. Diría que nuestro amigo estudió la posibilidad de bajar por el lecho del río y la descartó.

–¿Y cuándo empezarás a construir el andamio?

–Ya empezamos. Tengo una cuadrilla río arriba cortando cañas de bambú a medida. Mañana empezaremos a transportarlas hasta aquí. No podemos perder un día. Una vez cerrada la represa, tenemos que bajar al fondo de la laguna lo antes posible.

En ese momento, como para subrayar la importancia de sus palabras, les llegó el redoble de un trueno remoto y ambos se volvieron sobresaltados hacia la escarpa. Unos ciento cincuenta kilómetros al norte se alzaban masas de cúmulonimbos, tenues como viejas fotografías en sepia contra las nítidas siluetas azules del muro de la escarpa. Aunque no lo dijeron, ambos pensaban en las nubes de tormenta que se acumulaban ominosas en las montañas remotas.

Nicholas miró su reloj y se paró.

–Bueno, vamos, así llegaremos al campamento antes que oscurezca.

Le tendió una mano para ayudarla a levantarse. Ella se sacudió el polvo de las bombachas y fue a pararse en el borde mismo del precipicio.

–Despierta, Taita. Ya te pisamos los talones -gritó hacia la penumbra.

–No lo provoques. – Nicholas le tomó el brazo para alejarla del borde. – Bastantes problemas nos ha dado ya el viejo réprobo.

Una vez que los leñadores terminaron su trabajo, quedaron varios tocones gruesos de árboles en las márgenes del Dandera, río arriba de la represa. Sapper los utilizó como anclaje para una serie de cables gruesos que tendió sobre el río. En esos cables instaló hábilmente varios aparejos de poleas. Ató un extremo del cable principal al gancho de remolque del tractor. Tendió otros dos cables, uno a cada orilla del río, donde los Búfalos y los Elefantes estaban preparados para tirar de ellos. Nicholas dirigía una cuadrilla, Mek Nimmur la otra. Había bajado del monte para dar una mano en esa fase crítica de la obra.

El enrejado de gruesos troncos aguardaba en la orilla del río con un borde ya sumergido en el agua. Con el lastre de piedras pesadas, era una estructura difícil de manejar, que requería los esfuerzos mancomunados de todos para ocupar su lugar. Sapper estudió el dispositivo con ojos entrecerrados y echó una mirada a la represa semiterminada. Los dos muros de gaviones se extendían desde cada orilla, pero todo el caudal del río rugía al atravesar la brecha central de seis metros y medio.

–Lo que hay que evitar es que ese puto tapón se nos escape y se estrelle contra la puta pared -dijo a Nicholas y Mek -. Si no, una buena parte de la obra se nos va a la mierda. Quiero ponerlo ahí suavecito suavecito, bien asentado sobre la brecha. ¿Preguntas? Háganlas ahora o cállense para siempre. Recuerden las señales.

Sapper chupó ávidamente su cigarrillo, arrojó la colilla al río y los miró con aire lúgubre:

–Bien, señores. El último al agua es un maricón.

Nicholas y Mek sólo vestían sus shorts pardos. Los demás estaban totalmente desnudos. Recibida la orden, todos entraron hasta donde el agua les llegaba a la cintura y ocuparon sus puestos junto a los cables.

Antes de seguirlos, Nicholas echó una mirada alrededor. Esa mañana, Royan le había pedido los largavistas, pero sin dar explicaciones. Ahora comprendía por qué. Ella y Tessay se habían sentado en lo alto de la ladera para dominar la quebrada. En ese instante, Royan entregaba los largavistas a Tessay. No querían perder detalles de la operación crucial.

Nicholas contempló las hileras de hombretones desnudos. "Carajo" murmuró para sí, "hay algunos ejemplares impresionantes. Royan, querida, recuerda que las comparaciones son odiosas."

Sapper subió al tractor amarillo y el motor se puso en marcha con un rugido y una bocanada de humo de diesel. Alzó un puño. Nicholas dio la orden a su cuadrilla:

–Tiren del cable.

Los capataces la repitieron en amhárico y los hombres se echaron hacia atrás. Sapper puso el tractor en baja y lo hizo avanzar muy lentamente. Se enderezaron los cables, chillaron las roldanas y el enrejado de madera se deslizó pesadamente hacia el medio del río. El borde lastrado se hundió al instante y tocó fondo, mientras el otro quedó flotando sobre la superficie. Lentamente tiraron de él hasta que quedó flotando en posición vertical en medio del río.

La corriente empezó a arrastrarlo hacia el muro de gaviones a una velocidad alarmante. El tractor rugió y lanzó nubes de humo negro cuando Sapper lo puso en marcha atrás para dar rienda a los cables. Las cuadrillas de hombres negros desnudos cantaban al tirar; algunos ya estaban hundidos en el agua hasta el cuello.

El enrejado se estabilizó en la corriente y lo dejaron ir a paso lento hacia la brecha en el muro. Cuando se acercó peligrosamente a una orilla, Sapper alzó el puño derecho y lo hizo girar. Al instante, la cuadrilla de Mek aflojó el cable y la de Nicholas tiró del suyo hasta que el enrejado quedó alineado nuevamente con la brecha.

–Derecha, derecha hacia la brecha -rugió Sapper, y entonces la fuerza del torrente se volvió irresistible. Las dos cuadrillas ya estaban en el río, algunos hombres perdían pie y debían soltar el cable. Pero los que conservaban el equilibrio lograron frenar al enrejado lo suficiente para impedir que se les fuera y se estrellara con violencia contra la represa. Se asentó firmemente contra la brecha como un tapón colosal en el desagüe de la bañera de un gigante, y al instante se cortó el torrente.

Mientras los hombres volvían penosamente a la orilla, con los cuerpos empapados y relucientes, Sapper desenganchó los cables de su remolque y enfiló por la orilla a toda la velocidad que daba su tractor. Nicholas se tomó de él al pasar y se alzó sobre el estribo detrás del asiento.

–Hay que apuntalarlo antes de que reviente el enrejado -chilló Sapper.

Parado precariamente en el estribo trasero de la máquina, Nicholas se tomó un instante para pensar. La represa aguantaba, pero apenas. Varios chorros de agua atravesaban todas las grietas del enrejado y los gaviones. La presión del agua contra las planchas de PVC era tremenda. El enrejado se combaba ante la embestida del río como el portón de un castillo ante la de un ariete.

Sapper alzó uno de los gaviones preparados en la orilla y bajó al lecho del río. El caudal se había reducido a un mero hilo que llegaba apenas a las rodillas. Los chorros de agua atravesaban la menor grieta, y los gaviones no eran impermeables; el agua encontraba la manera de pasar entre las piedras compactadas.

A medida que el tractor se acercaba al muro, saltando sobre el lecho irregular del río, los chorros de agua empapaban a Nicholas y Sapper. Era como trabajar bajo una ducha fría. Sapper avanzó hasta la represa y apoyó el pesado gavión contra el enrejado. Dio marcha atrás y fue a buscar otro gavión. Poco a poco levantó un muro para apuntalar el enrejado, colocando los gaviones en hileras inclinadas hasta que el muro de contención quedó tan sólido como los estribos laterales.

Nicholas saltó del tractor y dejó a Sapper ocupado con su tarea. Mientras tanto, él corrió río arriba hasta el canal abierto por las cuadrillas en la entrada del valle. La mayoría de los trabajadores estaban congregados en las márgenes de esa hondonada artificial; Royan y Tessay estaban en la primera fila de la muchedumbre eufórica.

Nicholas se abrió paso hasta Royan, quien al verlo lo tomó de la mano.

–Funciona, Nicky. La represa aguanta.

Desde su puesto de observación veían cómo el nivel de las aguas embalsadas subía por el muro formado por el enrejado y los gaviones. Mientras los hombres lo alentaban con gritos y risas, el agua ya lamía la boca del canal.

Cincuenta hombres tomaron herramientas y bajaron al lecho. Alzaron nubes de polvo al apartar la tierra removida con palas a fin de atraer el primer hilillo de agua hacia el canal. En las orillas, sus compañeros los alentaban con gritos y cánticos, y una cinta delgada de agua del río se abrió camino hacia la embocadura. Los hombres provistos de picos y palas corrieron delante de ella, incitándola a avanzar por la hondonada. Cada vez que vacilaba, los hombres se arrojaban sobre la obstrucción y la destruían.

Por fin el hilillo de agua llegó a la caída de la pendiente y todo el valle se abrió ante ella. El hilo se volvió un arroyo y luego un torrente. Con fuerza renovada dragó el canal y arremetió hacia el valle impulsado por el caudal pleno del río.

Los hombres en el fondo de la hondonada chillaron de miedo ante la brusca ferocidad del torrente y se abalanzaron hacia las orillas. Algunos no pudieron ganarlas y fueron arrastrados por el agua, revolcándose y clamando por auxilio. Sus compañeros corrieron por las orillas, les arrojaron sogas y los arrastraron del torrente, empapados y cubiertos de barro.

El río ya rugía en el canal e invadía el valle al redescubrir el lecho que había abandonado milenios atrás. Lo contemplaron durante casi una hora, sumidos en ese trance que las aguas turbulentas provocan en el hombre. Retrocedían paso a paso a medida que el río les quitaba la tierra bajo los pies.

Por fin Nicholas reaccionó y fue en busca de Sapper, todavía ocupado en apuntalar el muro de la represa. Para entonces había levantado un muro de contención río abajo del muro, con cuatro hileras de gaviones sobre el lecho que se estrechaban gradualmente hacia la cima. Por el momento la represa era sólida; el enrejado, su sector más vulnerable, estaba apuntalado por los canastos de alambre tejido llenos de piedras compactadas, y la presión sobre el muro había disminuido en gran medida, gracias al desvío del derrame hacia el valle.

–¿Crees que aguantará? – preguntó Royan, contemplando la estructura con mirada escéptica.

–Esperemos que aguante hasta las lluvias. – Nicholas se alejó con ella. – No perdamos más tiempo aquí. Es hora de ir río abajo a iniciar las obras en la laguna de Taita.

Siguieron las orillas del río que habían creado a lo largo del gran valle. En ciertos lugares tenían que desviarse por la ladera porque el derrame de la represa había borrado y sumergido la antigua senda. Finalmente llegaron a la confluencia del arroyo que nacía en la fuente de las mariposas que habían explorado con Tamre. Se detuvieron en la orilla y se miraron en silencio. El arroyo se había secado.

Desde ahí siguieron el lecho seco del arroyo por las colinas hasta llegar a la cornisa donde se encontraba su fuente. La cueva todavía estaba rodeada por helechos exuberantes, pero ahora parecía la cuenca del ojo de una calavera, oscura y vacía.

–¡Se secó el arroyo! – susurró Royan -. La represa lo vació. Es la prueba de que el agua venía de la laguna de Taita. Al desviar el río secamos la fuente. – Sus ojos brillaban de entusiasmo. – Vamos, no perdamos más tiempo. Vamos a la laguna de Taita.

Nicholas fue el primero en bajar a la laguna de Taita. Esa vez pudo hacerlo sentado en una silleta de albañil sostenida por un aparejo de poleas sólidamente instalado en la cima del precipicio. Cuando bajaba por el saliente, la silleta osciló contra el muro y su pulgar quedó atrapado entre el asiento y la roca. Lo liberó con un grito de dolor y advirtió que se había despellejado el nudillo. La sangre que manaba ya caía sobre su pierna. La herida era dolorosa, pero nada grave, y la chupó para restañarla. Aún goteaba sangre, pero ése no era el momento para ocuparse de ella.

Había pasado el saliente y el abismo se abría a sus pies, tenebroso y repulsivo. Su mirada fue automáticamente hacia el grabado en el muro entre las hileras verticales de nichos. Ahora que sabía lo que buscaba, reconoció la silueta del halcón mutilado. Eso lo animó y alentó a seguir adelante. Desde un mes antes, cuando huyeron de la quebrada, lo acosaba la sensación de que todo había sido producto de su imaginación, de que el cartucho de Taita había sido una alucinación y que hallaría el muro del precipicio liso e intacto. Pero ahí estaba, como una señal y una promesa.

Al bajar la vista al fondo de la quebrada bajo sus pies, advirtió que la catarata sobre la laguna se había reducido a un hilo. El agua que aún descendía por el liso canal negro de piedra lustrada era la que conseguía filtrarse entre las grietas de la represa río arriba y la que aún drenaban las playas de arena y las piletas de la quebrada.

El nivel de la gran laguna a sus pies había bajado drásticamente. Las manchas de humedad en los muros del precipicio indicaban hasta dónde había llegado el agua en su nivel anterior. Quince metros de pared antes sumergida habían emergido sobre la superficie. Ocho pares adicionales de nichos habían salido a la luz. Antes se había visto obligado a sumergirse para alcanzarlos, pero ahora ya se secaban.

Con todo, la laguna no se había vaciado totalmente. No podía hacerlo por flujo gravitacional porque el nivel de la pileta central era inferior al del canal eferente. En el centro aún quedaba un charco de agua negra rodeado por una cornisa delgada. Nicholas llegó a ese reborde de piedra y bajó de la silleta. Le parecía insólito estar parado sobre la roca firme en el mismo lugar donde había luchado por su vida y había estado a punto de perderla bajo el agua.

Alzó la vista a donde los rayos del Sol penetraban en el abismo. Como si se encontrara en el fondo de un socavón, se estremeció al roce del aire húmedo en sus brazos desnudos y una sensación de miedo se apoderó de su estómago. Tiró de la cuerda para indicar que elevaran la silleta y con pasos cautelosos caminó por la cornisa húmeda hacia el muro donde las hileras de nichos oscuros se destacaban en la roca de color más claro.

Ahora alcanzaba a divisar los bordes del boquete en el muro que casi lo había succionado hacia su gollete oscuro y legamoso. Estaba casi totalmente sumergido en un rincón más profundo donde el agua formaba un remanso contra el muro. Sólo asomaba el arco superior de una oquedad irregular al pie de las hileras descendentes de los nichos. El resto estaba sumergido.

La cornisa se estrechaba hacia el pie del precipicio, y al final, aunque apoyaba la espalda contra el muro, los dedos de sus pies se mojaban en el agua. Llegó el momento en que no pudo avanzar más sin hundir los pies en ésta. No tenía forma de medir la profundidad del charco de aguas turbias y repulsivas.

Tratando de mantener los pies fuera del agua, se agazapó en la cornisa y se inclinó hasta donde pudo sin perder el equilibrio. Apoyó una mano contra el muro para estabilizarse y extendió la otra hacia el boquete parcialmente sumergido.

Tal como lo recordaba, el borde de la abertura era liso, y nuevamente tuvo la sensación de que era demasiado cuadrado y recto para no ser artificial. Al arremangarse advirtió que el pulgar herido aún sangraba, pero sin hacerle caso hundió el brazo en el agua de la laguna. Tanteó en busca del umbral del boquete. Palpó lo que parecían ser bloques de mampostería tosca y extendió el brazo un poco más, hasta que el agua le llegó al bíceps.

Una criatura viva, ágil y pesada, agitó el agua turbia frente a su cara, y Nicholas encogió el brazo bruscamente, por reflejo. La cosa siguió su mano hasta la superficie y, laceró su carne con dientes largos y puntiagudos como agujas. Él alcanzó a ver una cabeza horrible y maligna como la de una barracuda. Supo instintivamente que lo había atacado atraída por el olor de la sangre de su pulgar herido.

Se paró de un salto, sujetando su brazo, y estuvo a punto de caer de la cornisa. La criatura lo había rozado apenas con uno de sus incisivos, pero éste, filoso como una navaja, le había abierto una herida larga y superficial en el dorso de la mano, de la cual manaba sangre que caía al charco a sus pies.

Al instante las aguas negras empezaron a hervir, agitadas por criaturas acuáticas frenéticas. Nicholas apoyó la espalda contra el muro de piedra y las contempló con asco y horror. Divisaba vagamente las formas sinuosas como serpentinas, algunas de ellas tan gordas como su pantorrilla, negras y relucientes.

Una de las criaturas asomó la cabeza del agua y tiró un mordisco. Tenía ojos inmensos y brillantes, hocico alargado, mandíbulas con dientes que se superponían a los labios delgados. El cuerpo detrás de la cabeza medía dos metros y azotaba el agua como un látigo para lanzarse sobre la cornisa en busca de las piernas desnudas de Nicholas. El gritó con asco y dio un salto hacia atrás en busca del tramo más ancho de la cornisa. La horrible cabeza había desaparecido, pero la superficie de la laguna aún estaba agitada por las ágiles figuras serpentinas.

"¡Anguilas!", se dijo. Anguilas tropicales gigantes."

Desde luego, la sangre las había atraído. La caída del nivel del agua las había atrapado en la laguna, en cantidades tales que seguramente ya habían devorado los peces que constituían su alimento. Estaban famélicas. Todos los charcos que quedaban en la quebrada debían de estar infestados por las horrendas criaturas. Afortunadamente, en su primera visita a la laguna no había sangrado.

Se quitó el pañuelo de algodón del cuello para vendarse la mano herida. Las anguilas eran una amenaza mortal para cualquiera que intentase explorar el boquete. Pero ya estaba pensando en la manera de eliminarlas para acceder al pasadizo subterráneo.

Gradualmente disminuyó el frenesí de la charca y la superficie se aquietó otra vez. Nicholas alzó la vista: la silleta de madera volvía a descender y de ella pendían las delgadas y hermosas piernas de Royan.

–¿Qué hallaste? – preguntó excitada -. ¿Hay un túnel… -Se interrumpió al ver las manchas de sangre en su ropa y su mano vendada -. Dios mío, ¿qué te pasó? ¿Estás muy lastimado? – Se paró en la cornisa y tomó su mano con gran cuidado. – ¿Qué te hiciste?

–No te preocupes. Sangra mucho pero no es profunda. – ¿Pero qué pasó?

–¡Mira!

Arrancó un retazo del pañuelo ensangrentado y lo arrojó al agua.

Royan gritó horrorizada cuando el agua rompió en hervor, agitada por largas sombras furtivas. Una de ellas arrojó la mitad de su cuerpo monstruoso sobre la cornisa y al deslizarse de vuelta al agua dejó un viscoso rastro plateado sobre la piedra negra.

–Los perros guardianes de Taita nos impiden la entrada -dijo Nicholas -. Tendremos que ocuparnos de estas criaturitas de Dios antes de explorar la entrada bajo la superficie.

El andamio de bambú construido por Sapper y Nicholas en la ladera quedó encajado en los nichos abiertos en la piedra casi cuatro mil años atrás. Taita probablemente había sujetado su estructura con sogas de corteza de árbol, pero Sapper usó alambre galvanizado grueso y la estructura resultante podía soportar el peso de muchos hombres. Los Búfalos formaron una cadena humana para pasar máquinas y materiales de mano en mano.

La primera pieza que llegó al fondo de la caverna fue el generador portátil Honda EM500. Sapper lo conectó a las luces que había instalado al pie del precipicio. El pequeño motor de nafta era silencioso, pero generaba una cantidad de energía impresionante. Las luces penetraron hasta los últimos rincones de la caverna e iluminaron el gran tazón de piedra como si fuera un escenario.

La luz provocó un cambio de ánimo instantáneo. Todos se mostraron más alegres y confiados. Los hombres en el andamio rieron y cuchichearon con entusiasmo al ver a Royan que bajaba para reunirse con Sapper y Nicholas en el borde de la laguna.

–Bien, ya sabemos que funciona. Apaguen la luz -indicó Nicholas.

–Este lugar es tan oscuro y deprimente… -objetó Royan.

–Hay que ahorrar combustible. No tenemos una estación de servicio en la esquina. Tenemos apenas doscientos litros de reserva y aunque el Honda consume poco, hay que ahorrar. No sabemos cuánto tiempo estaremos en el túnel.

Royan hizo una mueca de resignación, y cuando Sapper apagó el generador, la caverna quedó sumida nuevamente en las lóbregas tinieblas. Royan miró las aguas oscuras.

–¿Qué harás con esas criaturas horribles? – preguntó, mirando la mano vendada de Nicholas.

–Sapper y yo hemos elaborado un plan. Íbamos a vaciar la charca con baldes mediante una cadena humana, pero con tanta agua que sigue bajando por el río sería poco práctico.

–No podríamos con ese caudal aunque trabajáramos las veinticuatro horas -gruñó Sapper -. Ahora, si al mayor se le hubiera ocurrido traer una bomba de desagüe…

–Nadie puede pensar en todo, Sapper. Ni siquiera yo. Vamos a construir una ataguía en torno del boquete y vaciar esa parte de la laguna.

Royan se apartó para observar los preparativos. Llevaron media docena de gaviones vacíos hasta el borde de la laguna, donde los llenaron parcialmente con piedras recogidas en el lecho del río. Con todo, se cuidaron de que no estuvieran tan llenos como para resultar inmanejables. En esas profundidades a donde no podía llegar el tractor tenían que recurrir a la fuerza de trabajo más primitiva: el músculo del hombre. Aún tenían suficientes hojas amarillas de PVC para envolver cada gavión y volverlo impermeable.

–¿Y tus anguilas? – Fascinada por las inmundas criaturas, Royan se mantenía alejada del borde de la laguna. – No puedes obligar a los hombres a meterse en el agua!

–Espera y verás. Tus amados pececillos ya verán lo que es bueno -contestó Nicholas con una sonrisa.

Finalizados los preparativos para la construcción de la ataguía, Nicholas hizo salir a todo el mundo de la caverna. El solo se quedó en el fondo, con una bolsa de granadas de fragmentación que había pedido a Mek Nimmur.

Tomó una granada en cada mano. "Siete segundos", se dijo. "Mosca seca QuentonHarper, ¡más efectiva que la Royal Coachman!"

Sacó los seguros de las granadas y las arrojó al centro de la charca. Luego corrió hacia el rincón más alejado, se arrodilló de cara al muro y se tapó las orejas con las manos.

Cerró los ojos a la espera del estampido. El piso de piedra saltó bajo sus pies y la doble onda expansiva lo golpeó con una fuerza brutal que expulsó el aire de sus pulmones. En la caverna estrecha los estampidos eran atronadores, pero había protegido bien sus orejas, y el agua profunda había absorbido la mayor parte de la explosión. Se alzaron dos chorros de agua que salpicaron el muro y cayeron como baldazos sobre él, empapándolo de pies a cabeza.

Se paró apenas cesó la reverberación. Sus oídos no estaban afectados y no había sufrido otro daño que un baño con agua helada. La superficie del agua estaba en movimiento. Decenas de anguilas enormes saltaban y mostraban sus vientres blancos al retorcerse. Muchas estaban muertas y flotaban inertes, con sus vientres abiertos por las esquirlas, pero otras apenas estaban atontadas. Conocía su apego tenaz a la vida y sospechaba que tardarían poco tiempo en recuperarse, pero por el momento no eran peligrosas.

–Listo, Sapper -gritó hacia arriba -. Diles que bajen.

Los hombres bajaron por el andamio y contemplaron atónitos la masacre provocada por las granadas. Desde la cornisa comenzaron a sacar los cuerpos de las anguilas muertas.

–¿Ustedes las comen? – preguntó Nicholas a un monje.

–¡Deliciosas! – El clérigo se frotó el estómago al pensar en el festín.

–Basta, angurrientos -exclamó Sapper -. Al trabajo. Instalemos los gaviones antes que los bichos los coman a ustedes.

Con una caña de bambú a modo de sonda, Nicholas halló que el nivel del agua en la entrada del túnel superaba ampliamente la estatura del hombre más alto. Tuvieron que arrastrar los gaviones hasta su emplazamiento y luego completar el rellenado. La tarea fue ardua y agotadora, pero al cabo de dos días quedó emplazada una presa semicircular que aislaba el acceso submarino del resto de la laguna.

Con cubos de madera y jarras de arcilla de las de tej, los Búfalos vaciaron el pequeño embalse en la charca principal. Nicholas y Royan observaban en ansioso silencio a medida que bajaba el nivel del embalse y aparecía el boquete del precipicio.

En poco tiempo pudieron advertir que era casi rectangular, de unos tres metros de ancho por dos de altura. El paso del agua había erosionado los costados y el techo, pero al bajar el nivel aparecieron los restos de los bloques de piedra que probablemente habían sellado la entrada. Cuatro hileras de bloques que aún ocupaban el lugar donde los habían colocado los antiguos albañiles formaban el umbral de la abertura; el resto, arrancados de sus sitios por las inundaciones de varios milenios, bloqueaban parcialmente el túnel.

Nicholas bajó rápidamente al embalse. Aunque no estaba vacío, era incapaz de dominar su impaciencia. Chapoteando en el agua que le llegaba a las rodillas se introdujo en el boquete y trató de apartar los escombros que le impedían el paso.

–No hay duda de que es un túnel -exclamó, y Royan, dominada por la impaciencia, saltó al embalse y se asomó por el boquete.

–Está obstruido -exclamó decepcionada -. ¿Crees que Taita lo hizo deliberadamente?

–Puede ser. Es difícil saberlo. Yo diría que estos escombros fueron depositados aquí por el río, pero es posible que Taita haya rellenado el túnel a medida que salía.

–Nos va a dar un trabajo enorme despejar el túnel apenas lo suficiente para saber adónde conduce. – Royan parecía descorazonada.

–Lamentablemente, así es. Habrá que retirar los escombros a mano y no tendremos tiempo para respetar las sutilezas de una excavación arqueológica en regla. – Salió del embalse y le dio una mano para ayudarla a subir a la cornisa. – Bueno, al menos tenemos luz -añadió – Los hombres trabajarán por turnos día y noche hasta abrirnos paso.

Embalsaron el río Dandera -dijo Nahoot Guddabi, y Gotthold von Schiller lo miró atónito.

–¿Embalsaron el río? ¿Está seguro? – preguntó.

–Sí, Herr von Schiller. Nuestro espía en el campamento de Harper nos mantiene al tanto de todo. Hay trescientos hombres trabajando en la quebrada. Y eso no es todo. Hizo traer por aire una gran cantidad de equipos y provisiones. Parece una operación militar. Nuestro espía dice que tiene incluso una pieza de equipo pesado, una especie de tractor.

Von Schiller se volvió hacia Jake Helm, quien asintió para confirmar la noticia.

–Es la pura verdad, Herr von Schiller. Harper debe de haber invertido mucho dinero. El transporte aéreo solo pudo costarle más de cincuenta mil.

Por primera vez desde que recibió el mensaje satelital que lo había traído desde Francfort, von Schiller empezaba a sentir cólera. Había volado directamente a Addis Abeba, donde el Jet Ranger lo aguardaba para transportarlo hasta el campamento principal de Pegaso en la escarpa sobre la quebrada del Abbay.

Si era cierto -y no ponía en duda la palabra de Helm -, Harper había hecho un descubrimiento sumamente importante. Miró por la ventana de la cabaña prefabricada hacia donde el Dandera discurría por el valle. Era un río ancho. Embalsar semejante caudal era una obra cara y difícil en un lugar tan remoto y primitivo; un proyecto que nadie encararía a la ligera o sin la perspectiva de una gratificación importante. La hazaña del inglés merecía su renuente admiración.

–¡Muéstreme dónde está emplazada la represa! – ordenó. Helm bordeó la mesa para colocarse a su lado. Von Schiller ocupaba su tarima, y los ojos de ambos estaban a la misma altura.

Helm se inclinó sobre la fotografía satelital para señalar con precisión el emplazamiento de la obra y juntos la estudiaron unos minutos.

–¿Qué le parece, Helm?

El capataz meneó la cabeza, hundida entre sus anchos hombros.

–Sólo puedo especular.

–Hágalo -dijo von Schiller, pero Helm vaciló.

–¡Adelante! – insistió von Schiller.

–Una posibilidad es que quiera trasladar el volumen de agua río abajo para deslavar un yacimiento de oro en pepitas o de objetos de metales preciosos, o bien la sobrecarga que cubre la tumba…

–¡Muy improbable! – interrumpió von Schiller -. Es un método de excavación ineficaz y costoso.

–Sí, es una conjetura traída de los pelos -dijo el obsecuente Nahoot, pero nadie lo miró.

–¿Tiene otra hipótesis? – Von Schiller miró a Helm fijamente.

–Sólo se me ocurre otra razón para construir una represa: acceder a algo que se encontraba bajo el agua, en el lecho del río.

–Eso me parece más lógico -musitó von Schiller, y volvió su atención a la fotografía -. ¿Qué hay río abajo del embalse?

–En este lugar, el río penetra en una quebrada angosta y profunda -contestó Helm a la vez que señalaba un punto en la foto -. Un poco más abajo de la represa. Esta quebrada, de unos doce kilómetros de longitud, termina a poca distancia del monasterio. La he sobrevolado, parece infranqueable, y sin embargo…

–¡Siga, siga! Sin embargo, ¿qué?

–En uno de los vuelos vimos a Harper y la mujer sentados en el terreno alto sobre la quebrada. Precisamente aquí. – Señaló el lugar, y von Schiller se inclinó para mirarlo.

–¿Qué hacían? – preguntó sin alzar la vista.

–Nada. Estaban sentados en el borde del precipicio sobre la quebrada.

–¿Los vieron a ustedes?

–Por supuesto. Pasamos en el helicóptero. Nos oyeron cuando nos acercábamos y Harper agitó el brazo.

Von Schiller se sumió en el mutismo durante tanto tiempo que los demás empezaron a mirarse, incómodos y agitados. Cuando volvió a hablar, Nahoot se sobresaltó.

–Evidentemente, Harper tiene razones para creer que la tumba está en la quebrada abajo de la represa. ¿Cuándo y cómo tendrá contacto con el espía en el campamento de Harper?

–Harper recibe provisiones de las aldeas de la escarpa. Las mujeres llevan ganado para carnear y jarras con tej. Nuestro hombre envía sus informes con una de las mujeres.

–¡Ya, ya! No me interesan tantos detalles. Sólo quiero saber si Harper está trabajando en la quebrada río abajo. ¿Cuándo podrá averiguarlo?

–Pasado mañana a más tardar -le aseguró Helm.

Von Schiller se volvió hacia el coronel Nogo, en el otro extremo de la mesa. Hasta entonces éste se había limitado a observar y escuchar en silencio.

–¿Cuántos hombres tiene usted en la región? – preguntó von Schiller._

–Tres compañías enteras, trescientos hombres en total. Todos bien entrenados. Muchos son veteranos de la guerra.

–¿Dónde están? Venga y muéstreme en el mapa.

El coronel fue a colocarse a su lado:

–Una compañía aquí, otra instalada en la aldea de Debra Maryam, la tercera al pie de la escarpa, lista para atacar el campamento de Harper.

–Creo que debería atacar ahora mismo -terció Nahoot -.

Eliminarlos antes de que abran la tumba…

–Cállese la boca -le espetó von Schiller sin dignarse mirarlo -. Cuando quiera su opinión, se la pediré. – Estudió el mapa durante unos momentos y se dirigió nuevamente a Nogo: -¿Cuántos hombres tiene el jefe guerrillero… cómo se llama…el que se alió con Harper?

–Mek Nimmur no es un guerrillero. Es un bandido, un conocido terrorista shufta -replicó Nogo con vehemencia.

–Libertador para los amigos, terrorista para los enemigos -dijo von Schiller con soma -. ¿Cuántos hombres tiene bajo su mando?

–Pocos. Menos de cien, tal vez apenas cincuenta. Todos vigilan el campamento de Harper y la represa.

Von Schiller asintió pensativo, mientras se tironeaba del lóbulo de la oreja.

–Me gustaría saber cómo Harper y su gente entraron en Etiopía -musitó -. Sé que volaron desde Malta, pero es imposible que el avión aterrizara en la quebrada.

Saltó de su tarima y fue a la ventana desde la cual dominaba el panorama. Contempló el fondo de la quebrada, un paisaje de acantilados, colinas irregulares, mesetas salvajes envueltas en la bruma azul de la lejanía.

–¿Cómo pudieron llegar sin que se enteraran las autoridades? ¿Saltaron en paracaídas junto con las provisiones?

–No -dijo Nogo -. Según mi informante, vino por tierra con Mek Nimmur un par de días antes de que llegaran las provisiones.

–Pero, ¿desde dónde? – preguntó von Schiller -. ¿Dónde está la pista aérea más cercana capaz de recibir a un avión grande?

–Si vino con Mek Nimmur, lo más probable es que aterrizara en Sudán. Nimmur tiene su base de operaciones allá. Hay muchas pistas abandonadas cerca de la frontera. Usted sabe, la guerra… -Nogo se encogió de hombros. – Los ejércitos se desplazan, y esa guerra empezó hace más de veinte años.

–¿Desde Sudán? – Von Schiller buscó la frontera en el mapa. – O sea que llegaron bordeando el río.

–Es lo más probable.

–Entonces, es igualmente probable que Harper piense escapar por ahí. Quiero que desplace la compañía que tiene en Debra Maryam hasta aquí y aquí. Las dos orillas, río abajo del monasterio. Deben estar preparados para impedir que Harper llegue a la frontera con Sudán si decide escapar.

–Sí. ¡Bien! Muy buena táctica. – Nogo asintió con entusiasmo. Sus ojos brillaban codiciosos detrás de sus gafas.

–Emplace los demás hombres en el pie de la escarpa. Dígales que eviten todo contacto con los de Mek Nimmur, pero que estén preparados para desplazarse rápidamente, copar la zona de la represa y bloquear la quebrada apenas yo dé la orden.

–¿Cuándo será? – preguntó Nogo.

–Lo vigilaremos con mucho cuidado. Si descubre algo, empezará a retirar los objetos. Muchos serán tan grandes que no podrá ocultarlos. Su informante se enterará. Entonces lo atacaremos.

–Debería atacarlo ya, Herr von Schiller -dijo Nahoot -. No le dé la oportunidad de abrir la tumba.

–¡Idiota! – gruñó von Schiller -. Si nos precipitamos, tal vez nunca descubramos lo que evidentemente él ya sabe sobre el emplazamiento de la tumba.

–Podríamos forzarlo…

–Si algo aprendí en la vida, es que no se puede forzar a un hombre como Harper. Hay cierta clase de ingleses… recuerdo la última guerra… -Frunció el entrecejo. – No, son gente dura. No debemos precipitamos. Cuando Harper descubra algo, será el momento de atacar. – Su mueca de preocupación se transformó gradualmente en una sonrisa fría. – Esperar. Hay que saber esperar el momento oportuno.

Los escombros que llenaban el pasadizo no estaban tan compactados como para impedir el paso del agua; si no, la corriente no habría succionado a Nicholas en su primera inmersión en la laguna. Había algunos resquicios en el tapón allí donde estaban atascadas las piedras más grandes o donde un tronco de árbol arrastrado por la corriente ocupaba todo el ancho del túnel. El agua buscaba los puntos débiles de esas secciones y los mantenía abiertos.

No obstante, los escombros se habían calzado allí a lo largo de los siglos, y para extraerlos se requería un esfuerzo titánico. La falta de espacio para trabajar era un obstáculo adicional. Sólo tres o cuatro robustos Búfalos cabían en el túnel. Los demás se limitaban a retirar las piezas a medida que se las pasaban.

Nicholas los hacía trabajar en turnos de una hora. Tenían más mano de obra de la que necesitaban, y el cambio frecuente de turno permitía contar en todo momento con hombres descansados, fuertes y ávidos por ganarse los dólares de plata extra que Nicholas les había prometido. En cada cambio de turno, Nicholas se hundía en el túnel con la cinta métrica de Sapper y medía el progreso del trabajo.

–¡Cuarenta metros! Bien por los Búfalos -dijo a Hansith Sherif, el monje capataz. Miró el hilo de agua que corría a sus pies. El piso del túnel descendía a un ángulo constante. Miró desde el interior hacia la laguna: a la luz de los reflectores se apreciaba claramente la forma rectangular de las paredes. Era evidente que un ingeniero lo había diseñado y supervisado los trabajos.

Miró nuevamente el piso del túnel, observó el flujo del agua y trató de estimar la profundidad con respecto al nivel original del río.

"Veinticinco a treinta metros -pensó -. Con razón la presión en la boca del túnel casi me aplastó…" Un fragmento de forma extraña entre sus pies interrumpió sus pensamientos. Se inclinó para recogerlo, lo acercó a un reflector y lo estudió atentamente. Le quitó el barro con los dedos y sonrió.

–¡Royan! – gritó, al chapotear de vuelta hacia la entrada del túnel. Blandió el fragmento con gesto triunfal: -¿Qué me dices de esto?

Sentada sobre la ataguía, extendió el brazo y tomó el fragmento.

–¡Virgen santísima! ¿Dónde lo encontraste, Nicky?

–En el barro. En medio del túnel, donde ha estado durante cuatro mil años. Allí donde lo dejó caer uno de los trabajadores de Taita, probablemente cuando bebía un trago de vino a espaldas del capataz.

Royan examinó ávidamente el fragmento de cacharro a la luz de una lámpara.

–Tienes razón, Nicky. Es un trozo de ánfora de vino. Mira el cuello alargado y el borde con pico. Pero si hubiera alguna duda, y no la hay, el pirograbado en el borde indica que pertenece a nuestro período. No puede ser anterior al 2000 antes de Cristo.

Sin soltar el fragmento, saltó al fondo barroso del embalse y le echó los brazos al cuello.

–Es un indicio más, Nicky. Pisamos las huellas de Taita. ¿No pueden trabajar más rápidamente? ¡El viejo rufián ya siente nuestro aliento en la nuca!

Cuando el turno siguiente llevaba media hora de trabajo, gritos de entusiasmo reverberaron en el túnel, y Nicholas corrió hacia el fondo.

–¿Qué pasa, Hansith? – preguntó en árabe al monje capataz -. ¿Qué significan esos gritos?

–Nos hemos abierto paso, effendi. – Hansith Sherif sonrió, y sus dientes brillaron en su cara negra y sucia de barro. Nicholas avanzó ansiosamente entre los trabajadores. Al quitar un enorme canto rodado, habían abierto un boquete. Introdujo su linterna a pilas en el hueco abierto en el muro, pero sólo pudo divisar un hueco negro.

Al volver, palmeó la espalda del monje.

–Buen trabajo, Hansith. Un dólar de premio para cada uno. ¡Pero que sigan trabajando! Quiten todos los escombros.

Pero la orden no era tan fácil de cumplir. Se sucedieron otros dos turnos antes de que el túnel quedara limpio de escombros y materia extraña. Sólo entonces Royan y Nicholas pudieron llegar al umbral de la caverna donde desembocaba el túnel.

–¿Qué pasó aquí? ¿Qué causó esto? – preguntó Royan, desconcertada, mientras la linterna de Nicholas barría la gran oquedad.

–Creo que hubo un derrumbe. Parece que había una falla en el estrato de la roca aquí y aquí. – El haz iluminó las grietas en el techo de la caverna.

–¿Crees que el flujo del agua por el túnel lo dragó?

–Exactamente. – Nicholas iluminó el piso. – El piso del túnel también se hundió.

A sus pies, donde se hundía la roca, se abría un pozo profundo. Tres metros abajo del borde había una gran laguna circular con paredes verticales. El techo se había hundido para formar una bóveda irregular de piedra y la orilla opuesta de la laguna, a más de treinta metros de donde se encontraban, estaba hundida en las tinieblas.

Aparentemente no había manera de salvar el obstáculo sin hundirse en el agua. Nicholas pidió a los gritos una larga caña de bambú de las que habían usado para construir el andamio. El palo medía diez metros y no era fácil transportarlo por el túnel.

Nicholas lo hundió en el agua tenebrosa hasta donde alcanzaba su brazo para sondear la laguna.

–No toca fondo. – Meneó la cabeza. – ¿Sabes lo que pienso? – Sacó la caña y la devolvió a Hansith.

–No, dímelo.

–Creo que esta es la falla natural que lleva el agua hasta el otro lado de la colina y la hace aflorar en la fuente de las mariposas. El río abrió su propio lecho.

–Entonces, ¿por qué no se vació? – preguntó Royan, contemplando perpleja la laguna.

–Probablemente hay un codo en U en el pasadizo. El agua quedó atrapada como en el codo de un desagüe.

Iluminó el agua con el haz de su linterna, y Royan lanzó un grito de asco y horror cuando una anguila gigantesca se elevó hasta la superficie atraída por la luz.

–¡Qué asco! – Involuntariamente dio un paso atrás. – Todo el río debe de estar infestado por estas criaturas.

La silueta sinuosa recorrió todo el borde de la laguna antes de hundirse nuevamente.

–Si es verdad que se derrumbó un tramo del piso, el túnel de Taita debería seguir más allá de este pozo. – Señaló la orilla opuesta de la laguna, y Nicholas apuntó el haz de la linterna en esa dirección. – ¡Mira, Nicky! Ahí está.

Un boquete rectangular se abría frente a ellos al otro lado de la laguna.

–¿Cómo cruzaremos? – preguntó desalentada.

–La respuesta es que no será fácil. ¡Carajo! – exclamó Nicholas con vehemencia -. Nos va a llevar otros dos días, y ya estamos cortos de tiempo. Habrá que tender un puente.

–¿Qué clase de puente?

–Dile a Sapper que venga. Esa es su tarea.

Sapper llegó al borde de la laguna y contempló la orilla opuesta.

–Pontones -gruñó -. ¿Cuántas balsas inflables tienes escondidas?

–Ni lo pienses, Sapper. – Nicholas meneó la cabeza. – No vas a poner tus manos sucias en mis balsas.

–Bueno, tú mandas -replicó Sapper con un gesto de resignación -. Sería lo más fácil y rápido. Anclar una balsa en medio de la laguna y tender un andén sobre ella. Necesito algo que flote…

–Baobab. – Nicholas chasqueó los dedos. – Eso es lo que hace falta. La madera seca de baobab es liviana como la madera balsa y flota tan bien como un inflable.

–Hay cualquier cantidad de baobabs en las laderas -asintió Sapper -. Uno de cada dos árboles es un baobab.

A cien metros de la cima del precipicio crecía un magnífico ejemplar de Adansonia digitata. Su corteza lisa era semejante a la piel de los grandes reptiles de la era de los dinosaurios. Su circunferencia era inmensa: veinte hombres no alcanzaban a abarcarla. Las ramas superiores estaban retorcidas y desnudas, y daba la impresión de haber muerto cien años antes. El único indicio de vida eran las enormes vainas con sus cáscaras aterciopeladas; apiñadas en las ramas más altas, reventaban para derramar las semillas negras bañadas en viscosa crema blanca.

–Los zulúes dicen que el gran espíritu Nkulu Kulu plantó el baobab patas arriba, con las raíces en el aire, para castigarlo -dijo Nicholas mientras contemplaban la enorme envergadura de la copa.

–¿Por qué lo hizo? – preguntó Royan -. ¿Qué hizo el pobre baobab para merecer semejante castigo?

–Se jactó de ser el árbol más alto y grueso del bosque. Por eso el Nkulu Kulu decidió inculcarle un poco de humildad.

Una de las ramas gigantescas, rota bajo su propio peso, yacía sobre el suelo rocoso. La madera blanca y fibrosa era liviana como el alcornoque. Guiados por Nicholas, los leñadores la cortaron en trozos de tamaño manejable. Las transportaron por el túnel hasta el sumidero, donde Sapper unió los troncos y los tendió sobre la laguna como una senda. Sujetó ambos extremos a la roca y tendió un andén de cañas de bambú. El puente de baobab flotaba sobre el agua y aunque se hamacaba y oscilaba, podía sostener a una docena de hombres.

Nicholas fue el primero en cruzar el sumidero. Apoyó una escalera tosca contra la orilla vertical y subió a la boca del túnel en la orilla opuesta de la laguna. Royan le pisaba los talones.

Desde la entrada a la continuación del túnel, apenas Nicholas lo iluminó con su linterna, advirtieron el cambio en el tipo de construcción. El torrente del río no había dragado y erosionado ese tramo del túnel en la misma medida que el otro. Probablemente el caudal principal se drenaba por el sumidero. Las dimensiones eran idénticas, dos metros de altura por tres de ancho, pero la forma rectangular era más precisa, y aunque las paredes y el techo eran irregulares como los de un socavón de mina, aparecían claramente las marcas de las herramientas empleadas para abrirlo. El piso del túnel era un tosco pavimento de lajas de piedra.