"TAITA, EL ESCRIBA DE LA

GRAN REINA".

Sabía que era el mismo hombre porque el autógrafo del halcón mutilado también aparecía en los rollos. Se preguntó quién y dónde habría hallado esa baratija. Acaso un campesino la había robado de la tumba del viejo esclavo y escriba, pero jamás lo sabría.

–¿Te burlas de mí, Taita? ¿No será todo esto una rebuscada mistificación? ¿Te ríes de mí en este preciso instante desde tu tumba, dondequiera que esté? – Se inclinó hasta apoyar la frente contra el vidrio fresco. – ¿Eres mi amigo, Taita, o mi enemigo implacable? – Se paró y se alisó la falda. – Veremos. Seguiré tu juego hasta el fin y ya veremos quién de los dos es más astuto.

El ministro la hizo esperar apenas unos minutos hasta que su secretario la hizo pasar a la oficina. Atalan Abou Sin vestía un traje fino y la recibió sentado detrás de su escritorio. Royan sabía que se sentía más cómodo con una túnica y sentado en un cojín sobre la alfombra. Él advirtió su mirada y sonrió con cierta timidez.

–Espero a unos norteamericanos.

Royan lo estimaba. Siempre había sido muy amable con ella y además le debía su puesto en el museo. La mayoría de los hombres de su jerarquía hubieran rechazado el pedido de Duraid de tener una ayudante mujer, y sobre todo a su mujer.

Preguntó por su salud y ella le mostró el brazo vendado. – Me quitarán los puntos dentro de diez días.

Conversaron amablemente durante unos minutos. Sólo los occidentales eran tan groseros como para ir derecho al grano. Sin embargo, para ahorrarle molestias, Royan aprovechó la primera oportunidad para decirle:

–Necesito tiempo para ocuparme de mí misma, para recuperarme de mi dolor y decidir qué haré con mi vida ahora que soy viuda. Por eso quiero pedirle una licencia de seis meses sin goce de sueldo. Quiero ir con mi madre, a Inglaterra.

–Por favor, no nos abandone por tanto tiempo -dijo Atalan con sincera preocupación -. Su trabajo es sumamente valioso. Necesitamos su ayuda para reanudar la tarea de Duraid.

Sin embargo, no pudo ocultar del todo su alivio. Había esperado, y ella lo sabía, que Royan se postulara para la dirección. Seguramente había hablado de ello con su sobrino. Sin embargo, a un hombre tan considerado como él le disgustaba tener que decirle que el puesto no era para ella. Había cambios en Egipto, las mujeres abandonaban los roles tradicionales, pero no tanto ni tan rápidamente. Los dos sabían que Nahoot Guddabi sería el nuevo director.

Atalan la acompañó a la puerta de la oficina y se despidió con un apretón de manos. Al bajar en el ascensor, la embargó una nueva sensación de libertad.

Había estacionado el Renault bajo el sol en la playa del ministerio. El interior estaba caliente como un horno de pan. Abrió las ventanillas y agitó la portezuela varias veces para expulsar el aire caliente, pero al sentarse sintió la quemazón en los muslos.

Apenas salió, la envolvió el tráfico de El Cairo. Avanzó a paso de hombre detrás de un ómnibus atestado de pasajeros que lanzaba nubes de humo azul de gasoil sobre el Renault. El problema del tránsito parecía insoluble. Había tan poco lugar para estacionar que los vehículos se detenían junto a las aceras en hileras de a tres o cuatro en fondo, dejando apenas un desfiladero angosto en el centro.

El ómnibus que la precedía se detuvo y la obligó a frenar bruscamente. Royan sonrió al recordar un viejo chiste: los conductores que estacionaban junto a la acera debían despedirse de sus autos porque no había manera de sacarlos de la maraña. Tal vez había algo de cierto en ello, porque era evidente que algunos vehículos estaban ahí desde hacía varias semanas. Sus parabrisas estaban totalmente cubiertos de polvo y algunos tenían los neumáticos desinflados.

Miró por el espejo retrovisor. Un taxi se había detenido a centímetros de su paragolpes trasero y detrás de la columna ocupaba varias cuadras. Sólo las motos se desplazaban con libertad. Vio en su espejo que una venía zigzagueando por el laberinto con despreocupación suicida. Era una abollada Honda roja, tan cubierta de polvo que apenas se distinguía el color. Llevaba un pasajero en el asiento trasero, y tanto él como el conductor se habían tapado la boca con una punta del tocado para protegerse del humo y el polvo.

La Honda avanzaba a la derecha, por la estrechísima brecha entre el taxi y el auto estacionado junto a la acera, casi rayando a ambos. Con un gesto obsceno del pulgar y el índice, el taxista invocó a Alá como testigo de que el conductor era un idiota y un demente.

La Honda aminoró levemente la marcha y al pasar junto al Renault de Royan el pasajero le arrojó algo por la ventanilla derecha. A continuación el conductor aceleró tan bruscamente que se alzó la rueda delantera. Hizo una curva cerrada y se alejó velozmente por el callejón lateral tras esquivar por centímetros a una anciana que cruzaba.

Cuando el pasajero se volvió para echar una mirada, el viento apartó la tela blanca de algodón que le cubría la cara. Atónita, reconoció al hombre que había visto a la luz de los faros del Fiat en la ruta junto al oasis.

–¡Yusuf!

La Honda desapareció y ella miró el objeto que habían arrojado sobre su asiento. Tenía forma de huevo y lo cubría una segmentada carcaza metálica verde oliva. Lo había visto tantas veces en las viejas películas de guerra que lo reconoció al instante: era una granada de fragmentación y le habían quitado el seguro, de manera que estallaría en pocos segundos.

Sin pensarlo, tomó el picaporte y se arrojó con todas sus fuerzas contra la portezuela, que se abrió para dejarla caer sobre la calle. Al mismo tiempo, al soltarse el embrague, el Renault avanzó hasta estrellarse contra la culata del ómnibus.

Tendida de bruces en la calle entre las ruedas del taxi que la seguía, Royan oyó la explosión de la granada. Por la portezuela abierta salió una llamarada en medio de una nube de humo y escombros. El parabrisas trasero estalló hacia afuera y la regó de añicos, mientras la detonación retumbaba dolorosamente en sus oídos.

Aturdida por la explosión, escuchó el tintineo de los vidrios rotos y, segundos después, el coro de gritos y gemidos. Royan se sentó y apretó su brazo herido contra el pecho. Había caído sobre él y le dolían los puntos.

El Renault era chatarra, pero vio que su cartera había volado por la puerta y estaba en la calle cerca de ella. Se paró torpemente y se tambaleó hacia allá para recogerla. A su alrededor reinaba la confusión. Algunos de los pasajeros estaban heridos; una esquirla había herido a una niña en la acera. Su madre chillaba mientras le quitaba la sangre de la cara. La niña lloraba y trataba de soltarse.

Nadie le prestaba atención, pero Royan sabía que la policía no tardaría en llegar. Estaban preparados para reaccionar con rapidez ante los atentados terroristas de los grupos fundamentalistas. Sabía que si la descubrían, la demorarían durante varios días para tomarle declaración. Colgó la cartera de su hombro y con toda la rapidez que le permitía su pierna herida se alejó por el mismo callejón por donde había huido la Honda.

En la esquina había un baño público. Se encerró en uno de los cubículos, se apoyó contra la puerta y cerró los ojos para recuperarse del shock y poner orden en sus pensamientos.

En medio del horror y la tristeza por el asesinato de Duraid, no se había detenido a pensar en su propia seguridad. Ahora la realidad la obligaba, de la manera más salvaje, a darse cuenta del peligro. Recordó las palabras que había oído decir a uno de los asesinos en la oscuridad junto al oasis: "¡Sabemos dónde estará, volveremos por ella más tarde!»

El atentado contra su vida había fracasado, pero por muy poco. Debía convencerse de que no sería el último.

–No puedo volver al apartamento -murmuró -. La villa está destruida y además, irían a buscarme allá.

A pesar del olor desagradable, permaneció encerrada en el cubículo durante más de una hora mientras pensaba en los pasos siguientes. Al cabo salió del retrete y fue a uno de los lavabos sucios y agrietados. Se lavó la cara, se peinó, retocó su maquillaje y aliñó su ropa lo mejor que pudo.

Caminó un par de cuadras y volvió sobre sus pasos, mirando constantemente en derredor en busca de posibles perseguidores. Finalmente, tomó un taxi.

Se hizo llevar a la calle detrás del Banco y caminó hasta la entrada. Minutos antes de la hora de cierre, la hicieron pasar a la diminuta oficina de un subcontador. Retiró todos los fondos de su cuenta. Cinco mil libras egipcias no era una gran suma, pero tenía algo más en su cuenta del Banco Lloyds de York y además, su Mastercard.

–Hay que avisar con anticipación para hacer un retiro de la caja de seguridad -la regañó el funcionario del Banco. Se disculpó sumisamente y cumplió tan bien el papel de nena ingenua-perdida-impotente que el hombre acabó por ceder. Le entregó el sobre donde guardaba el pasaporte británico y la chequera de Lloyds.

Duraid tenía muchos parientes y amistades a quienes les hubiera complacido recibirla, pero quería permanecer oculta y alejada de los lugares que frecuentaba. Eligió un hotel de dos estrellas donde esperaba poder confundirse con los contingentes de turistas. Los huéspedes iban y venían constantemente, porque la mayoría permanecía apenas unas noches antes de partir hacia Luxor y Asuán a visitar los monumentos.

A solas en su cuarto, llamó a reservas de British Airways. Pidió un pasaje de ida en clase turista en el vuelo a Londres de las 10:00 de la mañana y dio su número de Mastercard.

Ya eran más de las seis, pero por la diferencia horaria sabía que en Inglaterra aún estaban abiertas las oficinas. Buscó el número en su agenda. Llamó a la Universidad de Leeds, donde había terminado sus estudios. Al tercer timbre tomaron la llamada.

–Departamento de Arqueología. Oficina del profesor Dixon -dijo una voz recatada de maestra inglesa.

–¿Señorita Higgins?

–Soy yo. ¿Con quién hablo?

–Soy Royan. Royan Al Simma, antes Royan Said.

–¡Royan! Hace mucho que no sabemos nada de usted. ¿Cómo está?

Conversaron unos momentos, pero Royan conocía el precio de las llamadas internacionales y cortó la charla:

–¿Está el profe?

El profesor Percival Dixon tenía más de setenta años, pero no quería saber nada con la jubilación.

–Royan, cuánto me alegro. Mi alumna preferida.

Royan sonrió. A pesar de su edad, el viejo pícaro no perdía las mañas. Todas las estudiantes bonitas eran sus alumnas preferidas.

–Llamo del exterior, profe. Sólo quiero saber si la oferta sigue en pie.

–¡Dios mío! ¿Pero no nos dijo que no tenía tiempo para nosotros?

–Un cambio de circunstancias. Le contaré cuando lo vea, si es que me recibe.

–Claro que sí, nos encanta que venga. ¿Cuándo lo haría?

–Viajaré a Inglaterra mañana.

–Dios mío, qué repentino. No sé si podremos hacerlo con tan poca anticipación.

–Estaré en casa de mi madre, cerca de York. Déjeme hablar con la señorita Higgins y le daré el teléfono. – Era uno de los hombres más inteligentes que conocía, pero lo sabía incapaz de anotar un número telefónico. – Lo llamaré en unos días.

Cortó y se tendió de espaldas en la cama. Estaba exhausta, le dolía el brazo, pero trató de trazar planes para todas las contingencias.

Dos meses antes, el profe Dixon la había invitado a dictar un curso sobre el descubrimiento y excavación de la tumba de la reina Lostris y el descubrimiento de los papiros. Desde luego, estaba enterado gracias al libro y en especial la nota foral del autor. Su aparición había despertado gran interés. Recibían cartas de egiptólogos aficionados y profesionales de todo el mundo, desde Tokio hasta Nairobi. Todas preguntaban sobre la autenticidad de la novela y sus bases fácticas.

Ella se había opuesto a entregar las transcripciones a un autor de obras de ficción, sobre todo porque eran incompletas. Pensaba que rebajarían un asunto importante, que debía ser materia de un estudio académico serio, al nivel de una diversión popular. Era un poco lo hecho por Spielberg a la paleontología con su parque de dinosaurios.

Sus objeciones no fueron escuchadas. Duraid mismo había tomado partido en su contra. Desde luego, el motivo era el dinero. El departamento carecía de fondos para sus trabajos poco espectaculares. Cuando se trataba de una obra grandiosa como el traslado del templo de Abu Simbel río arriba de la represa de Asuán, las naciones del mundo aportaban decenas de millones de dólares. Los gastos operativos cotidianos del departamento nunca obtenían tanto apoyo.

Aunque su parte de las regalías de Río sagrado -así se llamaba el libro – les permitió financiar un año de investigaciones y excavaciones, Royan aún sentía cierto recelo. El autor se había tomado demasiadas libertades con los hechos relatados en los rollos; atribuyendo a los personajes personalidades y manías de las que no existía la menor prueba. Sobre todo, deploraba que hubiera retratado al antiguo escriba Taita como un fanfarrón presumido y jactancioso.

En justicia debía reconocer que el autor había tratado de relatar los hechos de la manera más amena para el gran público y admitía con renuencia que había logrado ese propósito. Sin embargo, su formación científica rechazaba semejante vulgarización de un descubrimiento tan singular como maravilloso. Suspiró y trató de no pensar más en ello. El daño estaba hecho, y esos pensamientos sólo servían para irritarla.

Se puso a pensar en los problemas más apremiantes. Para dictar el curso que le pedía el profe, necesitaba sus diapositivas, que todavía se encontraban en su oficina en el museo. Mientras se preguntaba cuál era la mejor manera de conseguirlas sin ir a buscarlas, la doblegó el cansancio y se durmió vestida y tendida de espaldas sobre la cama.

La solución del problema fue la más sencilla de todas. Llamó a la administración, pidió que un empleado recogiera las diapositivas en su oficina y las llevara en taxi al aeropuerto.

El empleado que la esperaba para entregárselas en el mostrador de British Airways le dijo que esa mañana, los primeros en llegar al museo encontraron que varios agentes de policía aguardaban en la puerta.

–Querían hablar con usted, doctora.

Evidentemente, habían rastreado la patente del Renault destruido. Afortunadamente tenía su pasaporte británico. Si hubiera tratado de salir del país con su documento egipcio, probablemente la hubieran demorado, ya que las autoridades habrían dado la orden de detenerla en los controles de migraciones. Pudo pasar sin dificultad y en la sala de espera de pasajeros fue derecho al kiosco.

Todos los diarios locales informaban sobre el atentado; la mayoría recordaba el asesinato de Duraid y vinculaba los dos sucesos. Uno de ellos aludía a la participación de elementos fundamentalistas. En la primera plana de El Arab aparecía una foto de ella y Duraid tomada un mes antes en una recepción para un grupo de agentes de turismo franceses. Le dolió ver a Duraid tan apuesto y digno, y a ella misma muy sonriente, tomada de su brazo. Compró todos los diarios para leer en vuelo.

Durante el viaje anotó en un cuaderno todo lo que le había dicho Duraid sobre el hombre con quien se iba a encontrar. Como encabezamiento escribió: "Sir Nicholas QuentonHarper (Bart)". El bisabuelo de Nicholas debía el título de baronet a trabajo como funcionario de carrera del servicio colonial británico. Desde hacía tres generaciones, la familia tenía vínculos estrechos con África, en particular con las colonias y esferas de influencia británicas en el norte del continente: Egipto, Sudán, Uganda y Kenia.

Según Duraid, Sir Nicholas había revistado en regimientos británicos en África y el Golfo. Hablaba bien el árabe y el swahili; era un eminente arqueólogo y zoólogo aficionado. Al igual que su padre, su abuelo y su bisabuelo, había realizado muchas expediciones para recolectar ejemplares y explorar las regiones más remotas del Norte de África y publicado artículos en revistas científicas y dictado conferencias en la Sociedad Geográfica Real.

Tras la muerte de su hermano mayor, que no dejó descendientes, Sir Nicholas heredó el título y los bienes familiares en Quenton Park. Pidió la baja del ejército para ocuparse de las propiedades, especialmente del museo fundado en 1885 por su bisabuelo, el primer baronet. Poseía una de las mayores colecciones privadas de fauna africana; también eran célebres sus colecciones de objetos del antiguo Egipto y el Medio Oriente.

Sin embargo, las consideraciones de Duraid dejaban entrever un rasgo salvaje, incluso inescrupuloso en la personalidad de Sir Nicholas. Evidentemente, no temía correr riesgos extraordinarios para aumentar su colección en Quenton Park.

Duraid lo había conocido años antes cuando, a pedido de Sir Nicholas, actuó como oficial de inteligencia de una expedición clandestina a la Libia de Kadaffi para "liberar" una colección de bronces fundidos cartagineses. Sir Nicholas había vendido algunas piezas para cubrir los gastos de la expedición, pero conservando los mejores para su colección privada.

Posteriormente realizó otra expedición clandestina, esta vez a Irak, para sacar dos frisos de piedra en bajorrelieve bajo las mismas narices de Saddam Hussein. Sir Nicholas vendió uno de los frisos por un monto sideral, algo así como cinco millones de dólares norteamericanos. Había invertido el dinero en mejoras para el museo, pero conservó el otro friso, el más valioso.

Las dos expediciones tuvieron lugar antes que Royan conociera a Duraid, y ella se preguntaba inútilmente qué lo había llevado a unir su suerte a la del inglés. Sir Nicholas debía de poseer singulares dotes persuasivas, porque no cabía duda de que si los hubieran sorprendido in fraganti, los habrían ejecutado sumariamente.

Como dijo Duraid, sólo el ingenio de Nicholas junto con la ayuda de sus muchos amigos y admiradores en el África septentrional y el Medio Oriente los habían sacado de allí con vida.

–Es un demonio -decía Duraid al recordar esos tiempos con evidente nostalgia -. Pero es el hombre a quien acudir cuando las cosas se ponen feas. Todo era muy emocionante, pero tiemblo al recordar los riesgos que corrimos.

Muchas veces había meditado sobre los riesgos que estaba dispuesto a correr el coleccionista auténtico para satisfacer su pasión. Por tratarse sólo de acumular más y más, le parecía que los riesgos eran excesivos, pero entonces sonrió ante sus propios pensamientos virtuosos. La aventura que pensaba proponerle a Sir Nicholas no carecía de riesgos, y una junta de abogados podía debatir su legalidad hasta el infinito.

Sin dejar de sonreír, se durmió porque la tensión de los últimos días había agotado sus fuerzas. La despertó la azafata con el anuncio de ajustarse los cinturones de seguridad para el descenso en Heathrow.

Royan llamó a su madre desde el aeropuerto.

–Hola, mami, soy yo.

–Ya me di cuenta, mi amor. ¿Dónde estás?

–En Heathrow. Vine a pasar unos días contigo. ¿Te parece bien?

–Pensión Familiar Lumley -dijo su madre con una risita -. Prepararé tu habitación. ¿Qué tren tomarás?

–Vi el horario. Hay uno desde Kings Cross que llega a York a las diecinueve.

–Te esperaré en la estación. ¿Qué pasó? ¿Una peleíta matrimonial con Duraid? Ese hombre podría ser tu padre. Siempre dije que terminarían mal.

Royan calló un instante. No era el momento para dar explicaciones.

–Te contaré esta noche.

Georgina Lumley, su madre, la esperaba en el andén frío y sombrío en el atardecer otoñal. Era una figura robusta y serena envuelta en un viejo tapado verde; a sus pies estaba su fiel cocker spaniel Magic. Eran una pareja inseparable, incluso cuando no estaban ganando algún campeonato de perros de raza. Para Royan, eran un cuadro reconfortante y familiar del costado inglés de su ascendencia.

Georgina le dio un beso rápido en la mejilla. "Las bobadas sentimentales no van conmigo", solía decir con satisfacción. Tomó una de las valijas de Royan y encabezó la marcha hacia la playa de estacionamiento donde la esperaba su viejo Land Rover embarrado.

Magic husmeó la mano de Royan y meneó la cola para indicar que la había reconocido. Con aire digno, condescendió a que le palmeara la cabeza. Como su dueña, no era dado al sentimentalismo.

Después de varios minutos Georgina encendió un cigarrillo y rompió el silencio:

–Bueno, cuéntame qué pasa con Duraid.

Por un instante no pudo responder, pero entonces se abrieron las compuertas y contó la historia de un tirón durante los veinte minutos del trayecto hasta la aldea de Brandsbury al Norte de York. Georgina se limitó a responder con monosílabos de aliento y pesar, y le palmeó la mano cuando Royan relató entre sollozos los detalles de la muerte y el funeral de Duraid.

Cuando llegaron a la casita en la aldea, todo había pasado. Serena y compuesta, comió la cena preparada por Georgina y puesta a calentar en el horno. Hacía muchísimo que no comía pastel de carne con puré.

–Dime, ¿cuáles son tus planes? – preguntó Georgina al echar el resto de la botella de cerveza negra en su vaso.

–La verdad es que todavía no lo sé -contestó Royan mientras se preguntaba por qué todo el mundo usaba esa frase lamentable como introducción a una mentira -. Tengo seis meses de licencia del museo y el profe Dixon quiere que dicte un curso en la universidad. Por ahora, nada más.

–Bueno -dijo Georgina al pararse -, puse una bolsa de agua caliente en tu cama, y ahí tienes tu habitación por el tiempo que quieras. – Por venir de quien venía, era una fogosa declaración de amor materno.

Durante los días siguientes, Royan ordenó sus diapositivas y apuntes para las clases. Por las tardes daba largos paseos por el campo con Georgina y Magic.

–¿Conoces Quenton Park? – preguntó durante un paseo.

–¡Ya lo creo! – respondió su madre con entusiasmo -. Magic y yo vamos cuatro o cinco veces por temporada. Un coto de primera. Los mejores faisanes y chochas de Yorkshire. Una de las batidas es famosa. Se llama Alto de los Alerces y los pájaros vuelan tan alto que desafían a los mejores cazadores del país.

–¿Conoces al dueño, Sir Nicholas QuentonHarper?

–Lo he visto durante las batidas, pero no nos han presentado. Muy buena puntería -comentó Georgina -. En mi juventud conocí a su papá, mucho antes de casarme con tu padre. – Su sonrisa sugestiva sorprendió a Royan. – Bailaba muy bien. Tuvimos bastantes ocasiones de menearnos juntos, y no sólo en la pista de baile.

Royan rió:

–¡Mamá, eres incorregible!

–Lo era -corrigió Georgina -. Últimamente no tengo mucha oportunidad.

–¿Cuándo volverán tú y Magic a Quenton Park?

–En dos semanas.

–¿Puedo ir contigo?

–Claro… siempre andan escasos de batidores. Veinte libras y el almuerzo con cerveza por día. – Se detuvo y echó una mirada curiosa a su hija: -A ver, cuéntame.

–Tengo entendido que tienen un museo privado. La colección egipcia es famosa en todo el mundo. Quiero verla.

–Está cerrada al público. Entrada sólo por invitación. Sir Nicholas es un tipo raro, furtivo, qué sé yo.

–¿No puedes conseguirme una invitación? – preguntó. Georgina meneó la cabeza.

–¿Por qué no le pides al profe Dixon que te la consiga? Suele ir a cazar a Quenton Park. Es uno de los amigotes de QuentonHarper.

Pasaron diez días antes de que el profesor Dixon pudiera recibirla. Fue a Leeds en el Land Rover de su madre. El profe la abrazó afectuosamente y la invitó a tomar té en su oficina.

El cuarto atestado de libros y papeles y objetos antiguos le recordaba su época de estudiante. Dixon le expresó su pesar por el asesinato de Duraid, pero ella se apresuró a cambiar de tema y le mostró las diapositivas. El profesor se mostró fascinado.

Era casi la hora de partir cuando por fin pudo abordar el tema del museo de Quenton Park. Él respondió al instante.

–No puedo creer que nunca lo haya visitado en su época de estudiante. Es una gran colección, iniciada por la familia hace más de un siglo. El jueves próximo iré a cazar allá. Hablaré con Nicholas. Pero le advierto que el pobre muchacho no está muy bien. Hace un año sufrió una tragedia familiar horrible. Su esposa y sus dos hijas murieron en un accidente de autopista. – Meneó la cabeza. – Fue espantoso. Nicholas conducía. Creo que se siente culpable. – La acompañó al Land Rover.

–La espero el veintitrés -dijo al despedirse -. Creo que va a haber una concurrencia de por lo menos cien. También me llamó un periodista del Yorkshire Post. Están enterados del curso y quieren entrevistarla. Magnífica publicidad para el departamento. Lo hará, claro. ¿Puede venir un par de horas antes para recibirlos?

–En realidad, nos veremos antes del veintitrés -respondió -. Mamá y su perro irán a Quenton Park el jueves. Ella me hará entrar como batidora.

–La buscaré -prometió el profesor, y se quedó agitando la mano mientras ella se alejaba en medio de una nube de humo del escape.

Soplaba un viento gélido del norte. Las pesadas nubes azules y grises se arremolinaban unas sobre otras, tan cerca de la tierra que rozaban las crestas de las colinas al correr impulsadas por las ráfagas.

Aunque llevaba tres capas de ropa bajo el viejo gabán verde prestado por Georgina, Royan se estremecía de frío al avanzar sobre la cresta con los demás batidores. Su sangre se había vuelto menos espesa en el calor del valle del Nilo. Dos pares de gruesas medias eran insuficientes para impedir que sé le entumecieran los dedos de los pies.

Para esa batida, que era la última del día, el guardián principal había sacado a Georgina de su posición habitual detrás de la línea de fuego, donde ella y Magic debían recoger las aves heridas, para que ocupara un lugar en la hilera de batidores.

Batían el Alto de los Alerces, ya que reservaban lo mejor para el final. El guardián necesitaba a toda su gente para expulsar a los faisanes del gran terreno en lo alto de las colinas y hacerlos volar desde la cresta sobre el valle profundo; en el fondo, los aguardaban las escopetas.

A Royan le parecía el colmo de la irracionalidad criar a los faisanes desde que eran polluelos y luego adoptar todas las medidas que el guardián fuera capaz de inventar para que la cacería fuera lo más difícil posible. Pero Georgina le explicó que cuanto más alto era el vuelo de las aves y más difícil era acertarles, más les gustaba a los deportistas, que pagaban mucho dinero por el derecho de cazarlas.

–No tienes idea de lo que están dispuestos a pagar por un día de caza -dijo -. Hoy se recaudarán casi catorce mil libras. Esta temporada habrá veinte días de caza. Si haces la cuenta, verás que la cacería es uno de los rubros más importantes de los ingresos de la propiedad. Y a los de acá, aparte del placer de trabajar con los perros en la batida, nos da la posibilidad de ganar un dinero extra que no viene nada mal.

A esa hora Royan no comprendía dónde estaba el placer de la batida. Debían caminar por un terreno difícil, entre arbustos espinosos, y había tropezado más de una vez. Tenía las rodillas y los codos embarrados. La zanja que cruzaba su camino estaba llena de agua hasta la mitad y cubierta por una capa delgada de hielo. Se acercó cautelosamente, apoyándose en su bastón. Después de cinco batidas, todas tan pesadas como ésa, estaba muy cansada. Le maravillaba que su madre disfrutara tanto de semejante martirio. Sonreía feliz mientras dirigía a Magic con un silbato y gestos de las manos. Miró a Royan:

–Es la última, mi amor. Ya terminamos.

Avergonzada por haber dejado traslucir su agotamiento, se apoyó en el bastón para saltar la zanja. Sin embargo, calculó mal el ancho. Al caer se hundió hasta las rodillas en el agua helada que inmediatamente desbordó sus botas de caucho.

Georgina rió y le tendió la punta de su bastón para ayudarla a salir del barro pegajoso. La fila no podía detenerse a esperar que vaciara sus botas, de manera que siguió adelante, pisando ruidosamente el barro a cada paso.

–¡Alto a la izquierda! – dijo la voz del guardián por el radiotransmisor, y la fila se detuvo al instante.

El arte y la destreza del guardián consistía en levantar las aves de la maleza enmarañada, pero no en una sola bandada sino en un flujo constante para que volaran por encima de los cazadores de a una o dos por vez; así, después de disparar los dos tiros de su escopeta, el cazador tenía tiempo para recibir su otra arma del cargador antes de que apareciera el siguiente faisán en lo alto. La fama del guardián -y las propinas – dependían de su forma de "mostrar" las aves a las escopetas que las aguardaban.

Royan tuvo un respiro para recuperar el aliento y mirar el paisaje. A través de un espacio entre dos de los alerces que daban su nombre a la batida pudo ver el fondo del valle.

Al pie de las colinas se abría un gran prado. El verde del césped estaba interrumpido por algunas manchas de nieve sucia, restos de la nevada de la semana anterior. En ese prado el guardián había clavado una hilera de postes numerados. Antes de iniciar la cacería se sorteaba el poste que le tocaría a cada deportista.

Cada hombre ocupaba el poste asignado y detrás de él aguardaba un cargador, listo para entregarle la segunda escopeta una vez que vaciaba los dos caños de la primera. Todos tenían la vista clavada en la cresta desde la cual se levantaría el faisán.

–¿Cuál de ellos es Sir Nicholas? – preguntó Royan. Georgina señaló el extremo de la fila:

–El más alto -dijo.

–Despacio por la izquierda -ordenó la voz por el transmisor -. Golpeen. – Los batidores golpearon el suelo con sus bastones. No había gritos en una operación tan rígidamente controlada y delicada. – Adelante despacio. Alto cuando levanten.

Paso a paso avanzaba la hilera. Bajo la maleza y los helechos se agitaban los faisanes, que jamás remontaban vuelo hasta último momento.

Una nueva zanja les cerraba el paso, pero ésta estaba llena de arbustos espinosos que formaban una barrera casi impenetrable. Los perros más grandes, como los labradores, se resistían a penetrar en semejante barrera. Georgina lanzó un silbido agudo y Magic alzó las orejas. Estaba empapado; su pelambre, sucia de barro, abrojos y espinas. Su lengua rosada asomaba por una de las comisuras de su boca sonriente, y su rabo mojado se agitaba alegremente. Era el perro más feliz de toda Inglaterra. Estaba realizando la tarea para la cual lo habían entrenado.

–Vamos, Magic -dijo Georgina -. Adelante. Hazlos salir.

Magic se hundió en el matorral más espeso y espinoso hasta desaparecer de vista. Desde el fondo de la zanja llegaron ruidos del perro que husmeaba y hurgaba con el hocico, seguidos por un cacareo y el agitar de alas.

Una pareja de aves se alzó bruscamente de los arbustos. Primero se alzó la hembra, un ave parda, vulgar, del tamaño de una gallina. La seguía un macho magnífico, de cabeza verde irisada con mejillas y barbas escarlatas. La cola color canela con rayas negras era tan larga como su cuerpo, y su plumaje era abigarrado y brillante.

Resplandecía contra el sombrío cielo gris como una piedra preciosa arrojada al aire por un emperador. Royan contuvo el aliento, sobrecogida por tanta belleza.

–¡Mira cómo vuelan! – dijo Georgina con voz ahogada por la emoción – Qué pareja magnífica. La mejor de hoy. Apuesto a que no les tocarán una pluma.

Las dos aves se elevaron más y más, la hembra siempre adelante, hasta que el viento que se arremolinaba sobre las montañas como leche hirviente las alcanzó y las arrojó hacia el valle.

Los batidores disfrutaban del espectáculo creado con duro esfuerzo. Con voces agudas alentaban a los dos pájaros. Les encantaba ver a un faisán tan veloz y alto que burlaba a las armas.

–¡Adelante! – gritaban exultantes -. ¡Arriba! – La hilera se detuvo a contemplar a la pareja que revoloteaba en el viento.

En el fondo del valle, las caras alzadas de los cazadores eran motas pálidas contra el telón verde. Con evidente agitación contemplaban a los faisanes que en ese momento alcanzaban su máxima velocidad, tanto que ya no podían batir sus alas y las mantenían rígidamente desplegadas hacia atrás mientras descendían hacia el valle.

Era el blanco más difícil para cualquier cazador. Una pareja de faisanes volando alto, impulsados por un vendaval de través, entrando en la línea de tiro a máxima velocidad, a punto de pasar sobre la hilera a la distancia del máximo alcance de una escopeta calibre doce. El cazador tenía que hacer un cálculo tridimensional de velocidad y ángulo. El más hábil tal vez derribaría a uno de ellos, pero ¿quién se atrevería a pensar en los dos?

–¡Una libra! – exclamó Georgina -. Apuesto una libra a que se salvan los dos. – Ninguno de los batidores que la oyeron aceptó la apuesta.

El viento empujaba a las aves hacia un costado. Intentaban volar hacia el centro de la línea, pero poco a poco se desplazaban hacia un extremo. A medida que cambiaba el ángulo, Royan veía que cada cazador se preparaba para disparar y luego se relajaba. Era evidente su alivio al verse absueltos de buscar ese blanco imposible a la vista de todos.

Al final, su rumbo los llevaría sobre el hombre alto del extremo de la hilera.

–El ave es suya, señor dijo uno de los cazadores en tono burlón. Royan descubrió que estaba conteniendo el aliento por la emoción.

Nicholas QuentonHarper parecía no prestar la menor atención a los faisanes. Totalmente relajado, su cuerpo alto estaba levemente encorvado y sostenía la escopeta bajo el brazo derecho apuntando al suelo.

Sólo se movió en el instante que la hembra alcanzó un punto en el cielo a un ángulo de sesenta grados de él. Con despreocupada elegancia alzó la escopeta en un gran arco. Disparó cuando la culata rozó su mejilla, pero la escopeta no se detuvo sino que describió el resto del arco.

Debido a la distancia, el ruido tardó en llegar a Royan. Vio el retroceso de los caños y la nubecilla de humo azul. Cuando Nicholas bajó la escopeta, la hembra arrojó la cabeza atrás y plegó las alas. No cayeron plumas porque el disparo le había arrancado limpiamente la cabeza, matándola al instante. En el momento en que inició el lento descenso a tierra, Royan oyó el estampido sordo del arma.

En ese momento el macho pasaba sobre la cabeza de Nicholas. Esta vez, al alzar la escopeta con el mismo gesto despreocupado, arqueó la espalda hasta que su cuerpo quedó plegado en la cintura como un arco tenso. Nuevamente, al alcanzar el punto más alto del arco, el arma se sacudió entre sus manos.

¡Erró el tiro!, pensó Royan entre aliviada y decepcionada mientras el macho, aparentemente ileso, continuaba su vuelo. En parte le complacía que la hermosa ave escapara a la muerte, pero al mismo tiempo no quería ver fracasar al hombre. Gradualmente se alteró el perfil del ave, que plegó sus alas y rodó en el aire. Royan no sabía que un proyectil le había atravesado limpiamente el corazón, pero segundos después vio cómo sus alas perdían rigidez al morir el faisán en pleno vuelo.

Ante la caída del macho se alzó un coro espontáneo de aliento de los batidores, débil pero entusiasta en el gélido viento boreal. Entre los cazadores también se alzaron exclamaciones de, "¡Buen tiro, señor!"

Royan no se unió al coro, pero por el momento olvidó la fatiga y el frío. Tenía apenas una vaga idea de la destreza que habían requerido esos disparos, pero se sentía impresionada, incluso sobrecogida. Le había bastado un vistazo del hombre para confirmar todas las expectativas suscitadas por las historias de Duraid.

Anochecía cuando terminó la última batida. Un viejo camión militar bajaba por la senda del bosque donde aguardaban los batidores exhaustos con sus perros. El vehículo pasaba lentamente para que todos pudieran subir. Georgina dio un empujón a Royan para ayudarla antes de trepar de un salto seguida por Magic. Con alivio se sentaron en uno de los bancos de madera. Georgina encendió un cigarrillo y se sumó a la alegre conversación de los batidores y guardianes subalternos.

Sentada en silencio en el extremo del banco, Royan disfrutaba de la sensación de haber llegado al cabo de una jornada tan ardua. Se sentía cansada, relajada y a la vez extrañamente feliz. Durante un día entero no había pensado en el robo del papiro, el asesinato de Duraid ni en el enemigo desconocido e invisible que la acechaba para provocarle una muerte violenta.

Al llegar al pie de la cuesta, el camión aminoró la marcha y se apartó para dejar pasar un Range Rover verde. Cuando los vehículos se encontraban a la par, Royan giró la cabeza y a través de la ventanilla abierta del lujoso vehículo rural miró a los ojos del conductor, Nicholas QuentonHarper.

Era la primera vez que podía distinguir sus rasgos, y su juventud la sorprendió. Pensaba que debía de tener la edad de Duraid. Ahora veía que no podía ser mayor de cuarenta, ya que en su pelo espeso y ensortijado aparecían apenas unas pocas hebras plateadas. Tenía la tez bronceada y curtida de un hombre habituado a vivir a la intemperie. Sus ojos eran verdes y penetrantes bajo un par de cejas oscuras y gruesas. Su boca ancha y expresiva sonreía ante una broma lanzada por el conductor del camión en un fuerte acento de Yorkshire, pero los ojos expresaban la tristeza de una tragedia reciente. Royan recordó lo que le había dicho el profesor e instintivamente sintió pena por él. No era la única que lloraba la muerte de un ser querido.

Cuando se miraron a los ojos ella vio que su expresión cambiaba. Se sabía atractiva y se daba cuenta de la impresión que causaba a los hombres. Sin embargo, en ese momento no disfrutó la sensación. El dolor por la muerte de Duraid era demasiado intenso y reciente. Apartó la vista y el Range Rover siguió su camino.

La conferencia en la universidad fue todo un éxito. Royan era una conferencista excelente y dominaba plenamente el tema. Fascinó al auditorio con el relato del hallazgo de la tumba de la reina Lostris y el posterior descubrimiento de los papiros. Muchos de los presentes habían leído el libro y a la hora de las preguntas quisieron saber hasta qué punto era cierto. Tuvo que medir sus palabras para no ofender al autor.

Después el profesor Dixon invitó a Royan y Georgina a cenar. Encantado por el éxito de la conferencia, pidió el clarete más caro de la carta de vinos para festejar. Para su desconcierto, Royan no quiso probarlo.

–Perdóneme, olvidé que era musulmana.

–Copta -dijo ella -. Y no soy abstemia por razones religiosas sino simplemente porque no me gusta el sabor.

–No se preocupe -dijo Georgina -. No tengo los instintos masoquistas de mi hija. Creo que le viene del padre. Lo ayudaré a secar esa linda botella.

Bajo la influencia benigna del vino, el profesor se volvió locuaz y las entretuvo con relatos sobre las excavaciones arqueológicas a las que había asistido a lo largo de varias décadas. Cuando les sirvieron el café se volvió hacia Royan:

–Dios mío, casi me olvido. Me han dicho que podrá visitar el museo de Quenton Park cualquier tarde de la semana. Llame a la señora Street el día anterior para que la espere. Es la secretaria privada de Nicholas.

Royan recordaba el camino a Quenton Park, pero a diferencia del día de caza, esta vez iba sola en el Land Rover. El gran portón principal de entrada a la propiedad era de torneadas rejas de hierro. Después aparecía un poste con carteles indicadores en el punto donde se bifurcaba el camino: "Quenton Hall. Privado", "Administración" y "Museo".

El camino al museo atravesaba un parque donde los venados pastaban bajo los robles de ramas desnudas debido al invierno. En medio de la bruma alcanzó a entrever la gran casa. Según la guía que le había prestado el profesor, la casa databa de 1693, diseñada por sir Christopher Wren. Sesenta años después, el maestro paisajista Capability Brown había diseñado los jardines. El resultado era perfecto.

El museo se encontraba en el centro de un bosquecillo de hayas doradas a un kilómetro de la casa. Era un edificio amplio al cual evidentemente le habían agregado anexos a lo largo de los años. La señora Street la esperaba en una puerta lateral y se presentó al hacerla pasar. Era una mujer madura, canosa y segura de sí.

–Asistí a su conferencia el lunes. ¡Fascinante! Le daré un catálogo, pero verá que todo está debidamente rotulado. Hace casi veinte años que trabajo aquí. No hay otras visitas, así que la casa entera está a su disposición. Deberé dejarla, así que pasee por donde quiera. No me iré hasta las cinco de la tarde. Si puedo ayudarla en algo, mi oficina está en el extremo de este pasillo. Por favor, no deje de avisarme.

Desde el primer momento se sintió cautivada por la muestra de mamíferos africanos. En el salón de los primates se exhibía una colección completa de todas las especies de simios del continente, desde el gran gorila macho de manto plateado hasta el delicado colobus con su capa de piel blanca y negra.

Aunque algunas de las piezas tenían más de cien años, estaban magníficamente conservadas y presentadas en grandes vitrinas entre pinturas que reproducían su hábitat natural. Evidentemente, el museo empleaba a los mejores artistas y taxidermistas. Pudo imaginar el costo de la muestra. Pensó que el ladrón de los frisos había invertido bien los cinco millones de dólares de su venta.

Pasó al salón de los antílopes y contempló maravillada los magníficos animales exhibidos. En una vitrina había un grupo de ejemplares del gigantesco antílope negro de Angola, de la especie extinta Hippotragus niger variani. Al admirar el gran macho negro con el penacho blanco en medio del pecho y largos cuernos volcados hacia atrás, sintió pena de que alguien de la familia QuentonHarper lo hubiera matado. Pero a continuación pensó que de no haber sido por la extraña obsesión y pasión del cazador y coleccionista, las generaciones futuras tal vez no hubieran conocido su majestuosa presencia.

En otro salón se exhibían ejemplares del elefante africano. En el centro había un par de colmillos de marfil tan grandes que era increíble que alguna vez los llevara un animal vivo. Parecían columnas de mármol de algún templo griego de Diana, la diosa de la caza. Se inclinó a leer la tarjeta impresa:

Colmillos del elefante africano Loxodonta africana. Cazado en 1899 en el enclave de Lado por Sir Jonathan QuentonHarper. Colmillo izquierdo 130 Kg. Colmillo derecho 146 Kg. Longitud de colmillo mayor, 3,32 m. Circunferencia máxima, 81,28 cm. Los colmillos más grandes jamás cobrados por un cazador europeo.

Su longitud duplicaba la estatura de Royan, y su circunferencia era una vez y media la de su cintura. Mientras pasaba al salón egipcio, trataba de imaginar el tamaño y la fuerza de la criatura que los llevaba.

Se detuvo bruscamente al ver la figura que ocupaba el centro de la sala. Era una estatua de granito rojo, de unos cinco metros de altura, que mostraba a Ramsés II corno el dios Osiris. El emperador-dios estaba parado sobre sus piernas musculosas y vestía solamente sandalias y un faldellín. En la mano izquierda empuñaba los restos de un arco de guerra con los extremos rotos. Era el único daño sufrido por la estatua en miles de años. El resto estaba perfecto: la pedana aún llevaba las marcas del cincel del escultor. En su puño derecho el Faraón llevaba un sello con su cartucho real. Su cabeza majestuosa lucía la gran doble corona del Alto y el Bajo Egipto. Su expresión era serena y enigmática.

Royan reconoció la estatua al instante porque su gemela se encontraba en el salón principal del museo de El Cairo. Todos los días pasaba junto a ella al ir a su oficina.

Sintió que la embargaba la furia. Era uno de los grandes tesoros de ese su Egipto. Lo habían robado de un lugar sagrado de su país. Su lugar no era éste sino la margen del gran río Nilo. Temblaba de emoción al inclinarse para examinar la estatua y leer los jeroglíficos tallados en la base.

El cartucho real ocupaba el centro de la soberbia advertencia:

Soy el divino Ramsés, amo de diez mil carros. Temedme, enemigos de Egipto.

Royan no había leído la inscripción en voz alta. Una suave voz masculina la sobresaltó. No había oído los pasos. Se volvió rápidamente: el hombre casi la rozaba.

Tenía las manos hundidas en los bolsillos de un informe cardigan azul. Estaba tan raído que tenía un agujero en uno de los codos. Llevaba vaqueros azules muy desteñidos y gastadas pantuflas de felpa con sus iniciales. Como muchos ingleses, afectaba un aire de elegante decadencia porque no es cuestión de mostrar excesiva preocupación por el aspecto personal.

–Perdóneme, no quise asustarla. – Su boca abierta en una amplia sonrisa de disculpa dejó entrever una dentadura deslumbrante pero algo torcida. Entonces la reconoció y su expresión cambió: -Ah, es usted.

Lejos de sentirse halagada porque él la hubiese reconocido después de un contacto tan fugaz, se sintió ofendida por el destello que vio en sus ojos. Sin embargo, no podía negarse a estrechar la mano tendida.

–Nick QuentonHarper -dijo él -. Y usted es la ex alumna de Percival Dixon. Si no me equivoco, la vi el jueves pasado durante la cacería. Estaba con los batidores, ¿no?

Su actitud tan franca y cordial vencía el recelo.

–Sí. Me llamo Royan Al Simma. Creo que conocía a mi esposo, Duraid Al Simma.

–¡Duraid! Claro que lo conozco. Un tipo extraordinario. Pasamos mucho tiempo en el desierto. Uno de los mejores que conozco. ¿Cómo está?

–Ha muerto. – No había querido decírselo de manera tan fría y brutal, pero no se le ocurrió otra respuesta.

–Lo lamento muchísimo. No sabía nada. ¿Cuándo y cómo sucedió?

–Hace apenas tres semanas. Lo asesinaron.

–¡Dios mío, qué horror! – Vio la comprensión en sus ojos y recordó que él también había sufrido una pérdida. – Lo llamé a El Cairo hace apenas cuatro meses. Encantador, como siempre. ¿Han descubierto al culpable?

Ella meneó la cabeza y miró alrededor para ocultar sus ojos llenos de lágrimas.

–Su colección es extraordinaria. Aceptó al instante el cambio de tema:

–Sobre todo gracias a mi abuelo. Era empleado de Evelyn Baring, a quien sus muchos enemigos llamaban el Prepotente. El representante inglés en El Cairo durante…

–Sí, he oído hablar de Evelyn Baring, primer conde de Cromer, cónsul general británico en Egipto de 1883 a 1907. Como representante plenipotenciario, fue el dictador indiscutido de mi país durante todo ese período. Como usted dijo, tenía muchos, enemigos. Nicholas entrecerró los ojos.

–Percival me dijo que usted fue una de sus mejores estudiantes, pero no me advirtió sobre sus inclinaciones nacionalistas. Es evidente que comprendió la inscripción del Ramsés sin que yo la tradujera.

–Mi padre fue miembro del estado mayor de Camal Abdel Nasser -murmuró. Nasser había derrocado al rey títere Faruk y finalmente quebró el poder británico en Egipto. Desde la presidencia nacionalizó el canal de Suez a pesar de las protestas británicas.

–Ajá -dijo él, riendo -. Estábamos en distintos lados de la barricada. Pero los tiempos han cambiado. Espero que no seamos enemigos.

–De ninguna manera. Duraid lo tenía en la mayor estima.

–Y yo a él. – Volvió a cambiar de tema: -Estamos muy orgullosos de nuestra colección de ushabtis reales. Son ejemplares de las tumbas de todos los faraones, desde el Imperio Antiguo hasta el último de los Tolomeos. Le mostraré. La condujo a la gran vitrina que cubría toda una pared del salón. En los anaqueles se exhibían esas figuras humanas que se colocaban en las tumbas para que sirvieran a los reyes muertos en el mundo de ultratumba.

Con su llave Nicholas abrió las puertas de vidrio para tomar una de las piezas más interesantes.

–Este es el ushabti de Maya, quien sirvió a tres faraones, Tutankamón, Ay y Horemheb. Viene de la tumba de Ay, muerto en el 1343 a.C.

Le entregó el muñeco y ella leyó los jeroglíficos de hacía tres mil años como si fueran los titulares del diario de esa mañana:

–"Soy Maya, tesorero de los dos reinos. Responderé por el divino faraón Ay. ¡Que viva por siempre!"

Había hablado en árabe para probarlo. Su respuesta en el mismo idioma fue fluida y coloquial.

–Percival Dixon no mintió cuando dijo que usted fue una alumna brillante.

Atrapados por esos temas de interés común, prosiguieron la conversación alternadamente en inglés y árabe, mientras se disipaba la hostilidad inicial. Recorrieron el salón lentamente, deteniéndose en cada vitrina a tomar y estudiar cuidadosamente cada pieza.

Se sentían transportados a milenios atrás. Frente a semejante antigüedad, las horas y los días perdían todo significado. Por eso los sobresaltó la aparición de la señora Street:

–Me voy, Sir Nicholas. ¿Puedo encargarle que cierre la casa y conecte la alarma? Los guardias de seguridad ya están apostados.

–¿Qué hora es? – Para responder a su propia pregunta echó una rápida mirada al Rolex Submariner de acero inoxidable que llevaba en la muñeca -: ¡Las seis menos veinte! ¿Adónde diablos se fue la tarde? – Suspiró ostensiblemente. – Hasta mañana, señora Street. Perdónenos por demorarla.

–No olvide conectar la alarma -insistió, y se volvió hacia Royan -: ¡Es tan distraído cuando monta su caballito de batalla! – Evidentemente sentía por su patrón el afecto de una tía cariñosa.

–No más órdenes por hoy, por favor. Vaya nomás. – Nicholas sonrió con picardía y miró a Royan: -No puedo dejar que se vaya sin mostrarle algo que conseguí con la complicidad de Duraid. ¿Puede quedarse un poco más?

Ella asintió y él extendió una mano como si fuera a tomarle el brazo, pero la dejó caer. En el mundo árabe se ofende a una mujer al tocarla, aunque sea de manera amistosa. Ella advirtió su cortesía; sus buenos modales y estilo informal lo volvían más atractivo.

Salieron del salón por una puerta con el rótulo, "Prohibida la entrada a personas ajenas a la institución" y recorrieron un largo pasillo hasta el final.

–El santuario del templo -informó al invitarla a pasar -. Disculpe el desorden. Uno año de estos me ocuparé de eso. Mi esposa solía… -Se interrumpió bruscamente y miró la fotografía familiar en su marco de plata sobre la mesa. Nicholas y una mujer hermosa estaban sentados sobre una manta bajo las ramas de un roble. Había dos niñas con ellos, ambas muy parecidas a su madre. La menor estaba sentada sobre las piernas cruzadas de Nicholas; la mayor, parada detrás de ellos y sostenía las riendas de un potrillo de Shetland. Royan lo miró de reojo y vio el dolor indeleble en sus ojos.

Para no incomodarlo, miró alrededor de lo que evidentemente era su estudio y taller. Era un cuarto masculino espacioso y cómodo que ponía de manifiesto las contradicciones de su personalidad: el estudioso de gabinete contra el hombre de acción. Entre los libros y las piezas de museo había carretes y una caña para la pesca del salmón. De un perchero en la pared colgaban un gabán, la funda de lona de una escopeta y una canana de cuero repujada con las iniciales N.Q.H.

Reconoció algunos de los cuadros en las paredes. Había acuarelas del siglo XIX del viajero escocés David Roberts y otras de Vivant Denon, quien había ido a Egipto con el Armée de l’Orient de Napoleón. Eran vistas fascinantes de los monumentos antes de las excavaciones y restauraciones de épocas más recientes.

Nicholas fue al hogar y arrojó un tronco sobre las brasas que empezaban a apagarse. Las atizó hasta obtener una buena llama y luego la invitó a pararse delante de un cortinado que cubría la mitad de una pared del piso al techo. Con gesto de prestidigitador teatral apartó la cortina de un tirón:

–¿Qué le parece? – preguntó con satisfacción.

Estudió el espléndido bajorrelieve montado sobre la pared. Los detalles eran bellísimos y la ejecución, magnífica. Sin embargo, ocultó su admiración y respondió en tono despreocupado:

–Sexto rey de la dinastía Amorita, Hammurabi, alrededor del 1780 a.C. – dijo mientras fingía estudiar los rasgos finamente tallados del monarca antiguo -. Sí, diría que viene del emplazamiento de su palacio al sudoeste del zigurat de Asur. Debería haber dos frisos. Valen unos cinco millones de dólares cada uno. Si no me equivoco, le fueron robados a Saddam Hussein, ese santo gobernante de la Mesopotamia moderna, por dos pillos sin principios. Tengo entendido que el gemelo de éste se encuentra en la colección de un señor Peter Walsh, de Texas.

La miró atónito y luego soltó una carcajada:

–¡Diablos! Duraid me juró que conservaría el secreto, pero se ve que le habló de nuestras correrías.

Era la primera vez que lo oía reír. Su risa era campechana y sincera, agradable al oído.

–Tiene razón sobre el propietario actual del otro friso -admitió sin dejar de reír -. Pero no pagó cinco sino seis millones.

–Duraid también me contó sobre el viaje al macizo de Tiibesti en Chad y el sur de Libia -dijo, y él meneó la cabeza con fingida contrición.

–Parece que no tengo secretos para usted. – Fue a un armario colocado contra la pared opuesta, una magnífica pieza de marquetería, probablemente del siglo XVII francés. Abrió las dos hojas de la puerta: -Vea lo que Duraid y yo trajimos de Libia sin pedir permiso al coronel Muammar al Kadaffi. – Tomó uno de los diminutos bronces exquisitamente forjados y se lo ofreció. La figura de una madre amamantando a su bebé estaba cubierta por una pátina verde de siglos.

–Aníbal, hijo de Amílcar Barca, alrededor del 203 a.C. – dijo -. Los halló una banda de tuaregs en uno de sus viejos emplazamientos sobre el río Bagradas, en el norte de África. Creo que Aníbal los ocultó allí antes de ser derrotado por el general romano Escipión. Había más de doscientos bronces en el depósito. Yo aún conservo cincuenta de los más bellos.

–¿Vendió los demás? – preguntó en tono de reproche mientras estudiaba la estatuilla -. ¿Cómo pudo desprenderse de algo tan hermoso?

–No tuve más remedio -respondió él con un suspiro de tristeza -. Lo lamenté muchísimo, pero la expedición me costó una fortuna. Tuve que vender parte del botín para recuperar los gastos.

De un cajón sacó una botella de whisky de malta Laphroaig y la puso sobre su escritorio junto con dos vasos.

–¿Puedo tentarla? – preguntó, pero ella meneó la cabeza -. La comprendo. Los mismos escoceses dicen que no se debe beber este brebaje sino en temperaturas bajo cero, en medio de un vendaval de cuarenta nudos después de perseguir y cazar a un ciervo macho de diez puntas. ¿Puedo ofrecerle algo más delicado?

–¿Puede ser una Coca?

–Puede ser, pero eso es mucho peor que el Laphroaig. Con tanta azúcar es veneno puro.

Tomó el vaso que le ofrecía y aceptó su brindis:

–¡A la vida! – dijo, y prosiguió -: Tiene razón. Duraid me habló sobre estas piezas. – Dejó el bronce púnico en su lugar en el armario y se volvió para mirarlo de frente -. Duraid me envió a verlo. Fueron sus últimas instrucciones antes de morir.

–¡Ajá! Así que este encuentro no es fruto del azar. Parece que soy víctima de una conspiración inicua. – Señaló la silla frente al escritorio: -¡Siéntese! – ordenó -. La escucho.

Se sentó frente a ella sobre una punta del escritorio, la copa de whisky en la diestra, agitando una pierna enfundada en algodón azul con la misma despreocupación con que un leopardo en reposo menea la cola. Su sonrisa era enigmática y sus ojos verdes la miraban fijamente. "Sería difícil mentirle a este hombre", pensó. Tomó aliento antes de empezar.

–¿Ha oído hablar de una antigua reina egipcia llamada Lostris, del segundo período intermedio, coetánea de las primeras invasiones de hicsos?

Rió con desdén al pararse.

–¡Ah, conque se trataba de Río sagrado! – Tomó un ejemplar del libro de la biblioteca. Aunque evidentemente lo había hojeado mucho, aún llevaba la sobrecubierta, ilustrada con un paisaje onírico surrealista en el cual aparecían las pirámides en tonos pastel de verde y rosa violáceo reflejadas en el agua.

–¿Lo leyó? – preguntó ella.

Asintió:

–Sí, he leído casi todos los libros de Wilbur Smith. Me entretiene. Ha venido un par de veces a cazar en Quenton Park. – Veo que le gustan las novelas con sexo y violencia -comentó ella con una mueca -. ¿Qué le pareció este libro en particular?

–Confieso que caí. Mientras lo leía, deseaba que estuviera basado en hechos reales. Justamente por eso llamé a Duraid. – Nicholas tomó el libro y lo abrió en una de las últimas páginas -. La nota del autor me pareció convincente, pero sobre todo me obsesionó la última frase. – La leyó en voz alta: -"En alguna parte de las montañas de Abisinia, cerca del nacimiento del Nilo, la momia de Tanus todavía yace en la tumba no violada del faraón Mamose." -Nicholas arrojó el libro sobre el escritorio casi con ira:

–¡Por Dios!, no sabe cuánto deseaba que fuera verdad. Cuánto deseaba ir en busca de la tumba del faraón Mamose. Tenía que hablar con Duraid. Cuando me dijo que eran tonterías me sentí estafado. Tenía tantas expectativas que la desilusión fue tremenda.

–No son tonterías -replicó ella, pero se rectificó -: Bueno, no del todo.

–Comprendo. Quiere decir que Duraid me mintió.

–No le mintió -dijo acaloradamente en su defensa -. Sólo quería demorar un poco la revelación porque no estaba en condiciones de decirle toda la verdad. Sabía que usted haría preguntas que no podría responder. Su nombre encabezaba la lista de auspiciantes posibles.

–Duraid no tenía todas las respuestas, pero usted sí -dijo con una sonrisa escéptica -. Caí una vez. Difícil que me hagan creer las mismas idioteces por segunda vez.

–Los rollos de papiro existen. Nueve están en la caja fuerte del museo en El Cairo. Los descubrí yo en la tumba de la reina Lostris. – Abrió su cartera de cuero y hurgó en ella hasta encontrar un fajo delgado de fotografías color de seis por cuatro. Le ofreció una de ellas: -Es el muro del fondo de la tumba. Apenas se alcanzan a ver los jarros de alabastro en el nicho. Tomamos la foto antes de sacarlos de ahí.

–Muy bonita, pero podrían haberla tomado en cualquier parte.

Le entregó otra fotografía sin hacer caso a su observación: -Ahí se ven los diez rollos en el taller de Duraid en el museo. ¿Reconoce a los dos hombres detrás del banco?

Asintió:

–Duraid y Wilbur Smith. – En su cara, la duda y el interés desplazaban al escepticismo -. ¿Qué diablos trata de decirme?

–Lo que diablos trato de decirle es que, a pesar de la amplia licencia poética que se tomó el autor, todo lo que dice en la novela tiene alguna base de verdad. Sin embargo, el rollo que nos interesa es el séptimo, robado por los hombres que mataron a mi esposo.

Nicholas se paró y fue al hogar. Arrojó otro tronco y lo golpeó salvajemente con el atizador como si desahogara sus emociones.

–¿Cuál es la importancia particular de ese rollo en oposición a los otros nueve? – preguntó sin darse vuelta.

–Relataba el entierro del faraón Mamose y pensamos que contenía indicaciones que nos permitirían llegar al emplazamiento de la tumba.

–¿Lo piensan pero no están seguros? – Giró para mirarla, blandiendo el atizador como si fuera un arma. Su aspecto la atemorizó. Tenía los labios apretados y sus ojos brillaban con dureza.

–Largos pasajes del séptimo papiro están escritos en una especie de código, como una serie de versos crípticos. Duraid y yo habíamos empezado a descifrarlos cuando… -se interrumpió y tomó aliento -, cuando lo asesinaron.

–Seguramente tiene una copia de algo tan valioso -dijo con una mirada agresiva que la intimidó. Meneó la cabeza.

–Los microfilms, los apuntes, se llevaron todo junto con el rollo original. Los que mataron a Duraid fueron a nuestro apartamento en El Cairo y destrozaron la PC en la que había grabado todos nuestros descubrimientos.

El arrojó el atizador al cubo del carbón y volvió al escritorio.

–Por consiguiente, no tiene pruebas. Nada que demuestre que todo esto es verdad.

–Ninguna -aceptó ella -, salvo lo que tengo aquí adentro. – Se señaló la frente con su índice largo y fino: -Tengo buena memoria.

Frunció el entrecejo y se pasó los dedos por su pelo espeso y ensortijado.

–¿Por qué vino a verme?

–Para darle la oportunidad de buscar la tumba del faraón Mamose -replicó sin vueltas -. ¿Le interesa?

Con un cambio brusco de su estado de ánimo, sonrió como un escolar travieso:

–Nada en el mundo me interesa más.

–En ese caso, usted y yo tendremos que ponernos de acuerdo -dijo, y se inclinó hacia él con aire muy serio -. Para empezar, le diré qué quiero yo y después usted podrá hacer lo mismo.

La negociación fue ardua, y a la una de la mañana Royan estaba exhausta.

–Ya no puedo pensar. ¿Podemos seguir mañana por la mañana? – No se habían puesto de acuerdo.

–Ya es mañana por la mañana. Pero tiene razón. Fue muy descortés de mi parte. Puede dormir aquí, en cualquiera de los veintisiete dormitorios.

–No, gracias. – Se paró -. Prefiero ir a casa.

–Hay hielo en la ruta -advirtió él. Entonces vio su expresión resuelta y alzó las manos en señal de capitulación: -De acuerdo, no insistiré. ¿A qué hora nos veremos? Tengo una reunión con mis abogados a las diez, pero terminaremos al mediodía. ¿Por qué no hacemos un almuerzo de trabajo? Debía ir a cazar en Ganton, pero cancelaré la cita. Así tendremos toda la tarde hasta el anochecer.

A la mañana siguiente, Nicholas se reunió con sus abogados en la biblioteca de Quenton Park. La sesión no fue fácil ni agradable, pero no lo había esperado. Desde el principio del año su mundo empezaba a derrumbarse. Apretó los dientes al recordar cómo había comenzado: con un instante fatal de fatiga y distracción a medianoche en la autopista resbaladiza, mientras el camión que venía de frente lo encandilaba con sus faros.

Aún no se había recuperado cuando sufrió el segundo golpe brutal. Fue el resumen financiero del cartel de seguros Lloyds en el cual Nicholas era un "nombre importante" como lo habían sido su padre y su abuelo. Durante medio siglo la familia había recibido periódicamente una renta considerable de las ganancias del cartel. Desde luego, Nicholas sabía que tenía participación ilimitada en las pérdidas del grupo. Nunca había sentido el peso de esa responsabilidad porque en los últimos cincuenta años el grupo no había sufrido pérdidas importantes.

Pero ese año, con el terremoto de California y los fallos por contaminación ambiental contra una empresa química transnacional, el cartel había perdido veintiséis millones de libras esterlinas. La participación de Nicholas en las pérdidas era de dos millones y medio de libras. Había pagado una parte, pero debía saldar el resto en un lapso de ocho meses… sin contar las sorpresas desagradables que pudiera traer consigo el año siguiente.

Poco después, las casi cuarenta hectáreas de remolacha azucarera fueron atacadas por la rhizomania, la demencia de la raíz. Perdieron toda la cosecha.

–Necesitamos por lo menos dos millones y medio -dijo uno de los abogados -. Me parece que no hay problema. Tiene cualquier cantidad de piezas valiosas en la casa y el museo. ¿Cuánto nos dejaría la venta de algunas de ellas? Digo, haciendo un cálculo razonable.

Hizo una mueca al pensar en la posibilidad de vender la estatua de Ramsés, los bronces, el friso de Hammurabi o cualquier otra pieza de su amada colección de la mansión o el museo. Debía reconocer que su venta alcanzaría para saldar sus deudas, pero le parecía imposible vivir sin cualquiera de ellas. Cualquier otra salida era mejor.

–No, ¡qué diablos! – exclamó, y el abogado lo miró fríamente.

–Bueno, veamos qué otros bienes tenemos -dijo implacablemente -. Las vacas lecheras.

–Eso nos dará cien mil, con suerte -gruñó Nicholas -. Nos quedan apenas dos millones cuatrocientos por conseguir:

–El haras -terció el contador.

–En este momento tengo sólo seis caballos. Doscientos mil más -puntualizó Nicholas con una sonrisa sardónica -. Quedan dos coma dos. Despacito, despacito…

–El yate -sugirió el abogado más joven.

–Es más viejo que yo -objetó Nicholas, meneando la cabeza -. Era de mi padre. Nadie lo aceptaría ni de regalo. Sólo tiene valor sentimental. Mis escopetas valen más.

Los dos abogados se inclinaron sobre los inventarios:

–Ah, sí. Aquí están. Un par de escopetas Purdley con expulsor lateral, en buen estado. Valor estimado, cuarenta mil.

–Tengo algunas medias y calzoncillos usados -ironizó Nicholas -. ¿No los tienen en el inventario?

Pasaron por alto la pulla.

–Está la casa en Londres -dijo el abogado más viejo, imperturbable, inmune, vacunado contra el sufrimiento humano -. Buena ubicación. Valor, un millón y medio.

–Tal como está el mercado financiero, no tanto -replicó Nicholas -. Un millón me parece más realista.

El abogado tomó nota en el margen del documento antes de proseguir:

–Claro que, en lo posible, queremos evitar la venta de la propiedad en su conjunto.

La reunión, larga y ardua, terminó sin haber llegado a conclusión alguna. Nicholas se sentía furioso e impotente.

Acompañó a los abogados hasta la salida, luego subió a sus habitaciones, se bañó y se cambió la camisa. Después, sin saber por qué, se afeitó y se puso loción en las mejillas.

Atravesó el parque en su Range Rover, que dejó en la playa de estacionamiento. La nieve caía mezclada con lluvia y le mojó la cabeza al cruzar la playa.

Royan lo esperaba en la oficina de la señora Street. Las dos parecían congeniar. Antes de entrar se detuvo a escuchar su risa y se sintió un poco mejor.

La cocinera le había enviado un almuerzo caliente desde la casa principal. Parecía creer que una buena comida era el mejor remedio para el mal tiempo. Había una sopera llena de una sabrosa sopa de verduras y un estofado de Lancashire, con media botella de vino borgoña para él y una jarra de jugo de naranjas para ella. Comieron frente al hogar mientras la lluvia azotaba las ventanas.

Mientras comían le pidió que relatara en detalle el asesinato de Duraid. Lo hizo sin omitir nada; habló de sus propias heridas y se arremangó para mostrarle la herida vendada. Escuchó absorto su relato del segundo atentado, en las calles de El Cairo.

–¿Tiene alguna sospecha? ¿No se le ocurre alguna idea sobre quién sería el culpable?

Meneó la cabeza:

–No hubo el menor aviso.

Terminaron de comer en silencio, sumidos en sus pensamientos.

–Bueno, ¿qué le parece si nos ponemos de acuerdo? – dijo él al servir el café.

Discutieron durante casi una hora.

–Es difícil aceptar que se llevará parte del botín si no sé cuál será su aporte -protestó Nicholas al servir más café -. Si debo financiar y dirigir la expedición…

–Tendrá que creer que mi aporte será importante. De lo contrario no habrá botín, como dice usted. En todo caso, le aseguro que no le revelaré nada hasta que nos pongamos de acuerdo.

–¿No le parece un poco injusto? – objetó, y ella sonrió con malicia.

–Si no le gustan mis condiciones, hay otros tres nombres en la lista de auspiciantes de Duraid -dijo en tono amenazante.

–Está bien, está bien -convino con cara de mártir -. Acepto la propuesta. Pero, ¿cómo calculamos la parte de cada uno?

–Yo elegiré una pieza entre todos los objetos que rescatemos, después elegirá usted y así sucesivamente hasta terminar.

–¿Y si yo elijo primero?

–Tiremos una moneda -sugirió ella. Él sacó una moneda de una libra de su bolsillo.

–¡Cante! – exclamó al tirar la moneda.

–Cara.

–¡Diablos! – exclamó al recoger la moneda. La guardó en su bolsillo. – Usted elige la primera pieza del botín, si es que hay tal cosa. – Extendió el brazo sobre la mesa. – Podrá hacer lo que quiera con ella. Incluso podrá donarla al museo de El Cairo, si ésa es su aberrante preferencia. ¿Es un trato?

–Es un trato -dijo ella al estrecharle la mano. Y añadió: -Socio.

–Bien, a trabajar. Basta de secretos entre nosotros. Cuénteme todos los detalles que ha ocultado.

–Traiga el libro -dijo, señalando el ejemplar de Río sagrado en la biblioteca. Mientras él lo traía, apartó los platos sucios. – Lo primero que debemos hacer es repasar los capítulos alterados por Duraid. – Lo abrió en una de las últimas páginas: -Aquí. Aquí comienza la ofuscación de Duraid.

–Bien dicho -replicó Nicholas con una sonrisa -. Pero no usemos palabras difíciles. Ya me ha ofuscado bastante. Ella no le devolvió la sonrisa:

–Hasta aquí conoce los hechos. Expulsados de Egipto por los hicsos equipados con carros, la reina Lostris y su pueblo navegan Nilo arriba hacia el sur hasta la confluencia del Nilo Blanco con el Nilo Azul. La región que hoy se llama Jartum. Hasta aquí el relato sigue el de los rollos con bastante fidelidad.

–Lo recuerdo. Siga.

–En las bodegas de sus embarcaciones llevan el cuerpo momificado del esposo de la reina Lostris, el faraón Mamose octavo. Doce años antes, mientras él agonizaba con una flecha hicsa clavada en el pulmón, ella juró que lo enterraría en un lugar seguro con todos sus inmensos tesoros. Cuando llegan a Jartum, resuelve que es el momento de cumplir su promesa. Envía a su hijo el príncipe Memnon, de catorce años, a la cabeza de una escuadra de carros, a buscar un emplazamiento para la tumba. Acompaña a Memnon su mentor, el narrador del relato, el incansable Taita.

–Sí, recuerdo esa parte. Memnon y Taita interrogan a los esclavos negros shilluk que han capturado y, siguiendo su consejo, deciden tomar el brazo izquierdo del río, que hoy llamamos el Nilo Azul.

Royan asintió y prosiguió:

–Viajaron hacia el este hasta llegar a unas montañas imponentes, tan altas que las describen como una escarpa azul. Hasta aquí, el libro repite bastante fielmente el relato de los rollos, pero aquí -golpeó la página con el índice – es donde Duraid empieza a despistarnos. Al describir las estribaciones…

Nicholas la interrumpió:

–La primera vez que lo leí, pensé que no describía correctamente la región donde el Nilo Azul sale del altiplano etíope. No hay estribaciones. Sólo está la pelada escarpa occidental del macizo. El río sale de ahí como una víbora de un hoyo. El autor de esa descripción jamás estuvo en el Nilo Azul.

–¿Conoce la región? – preguntó Royan, y él rió al asentir.

–Cuando era más joven y aún más idiota que ahora, tuve la idea grandiosa de navegar la quebrada de Abbay desde el lago Tana hasta la represa de Roseires en el Sudán. Los etíopes llaman Abbay al Nilo Azul.

–¿Por qué quería hacer eso?

–Porque nadie lo había hecho. El mayor Cheesman, el cónsul británico, lo intentó en 1932 y poco faltó para que muriera ahogado. Yo pensé que podía filmar la travesía, escribir un libro y ganar una fortuna con los derechos. Convencí a mi padre de que financiara la expedición. Le gustaban esas travesuras demenciales. Quería participar de la expedición. Estudié el curso del río Abbay, y no sólo en los mapas. Compré un viejo Cessna 180 y recorrí por aire los setecientos cincuenta kilómetros de la quebrada desde el lago Tana hasta la represa. Como le dije, tenía veintiún años y era loco.

–¿Qué pasó? – preguntó, fascinada. Duraid no se lo había contado, pero era la clase de aventura en la que se embarcaría un hombre como él.

–Convencí a ocho camaradas míos del Colegio Militar de que lo intentáramos durante las vacaciones de Navidad. Fue un fiasco. Aguantamos dos días en esas aguas torrenciales. No conozco en todo el mundo un lugar como esa quebrada infernal. Es el doble de profunda que el Gran Cañón del Colorado en Arizona e igual de escarpada. Antes de hacer treinta kilómetros nuestros kayaks estaban destrozados. Para volver a la civilización tuvimos que abandonar el equipo y escalar las paredes de la quebrada. – Por un instante su expresión se volvió muy grave.

–Perdí a dos compañeros. Bobby Palmer se ahogó y Tim Marshall cayó de un precipicio. Ni siquiera pudimos recuperar los cadáveres, que quedaron allá. Tuve que dar la noticia a sus padres… -Se interrumpió al recordar el dolor de ese momento.

–Entonces, ¿nadie ha podido navegar el Nilo Azul por la quebrada? – preguntó para distraerlo.

–Sí, yo lo hice un par de años después. Esta vez no era el jefe sino un oficial muy subalterno de la expedición de las Fuerzas Armadas Británicas. Sólo un esfuerzo conjunto del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea pudo vencer al río.

Lo miró con admiración. Realmente había navegado el Abbay. Un extraño destino parecía llevarla hacia él. Duraid tenía razón. Probablemente era el hombre más calificado del mundo para emprender la tarea.

–Por consiguiente, usted conoce mejor que nadie la verdadera configuración de la quebrada. Le explicaré en términos generales lo que escribió Taita en el séptimo papiro. Desgraciadamente esa parte del rollo estaba un poco deteriorada. Duraid y yo tuvimos que extrapolar de otros pasajes del texto. Usted dirá en qué medida coincide con su conocimiento del terreno.

–Adelante -dijo él.

–Taita describe la escarpa en términos muy similares a los suyos, como una pared vertical de la que surge el río. Los carros eran inservibles en un terreno tan accidentado y desigual. Tuvieron que dejarlos y avanzar a pie con los caballos de carga. Las sendas de las cabras de montaña eran tan empinadas, que algunos caballos perdieron pie y cayeron al río. Pero esto no los detuvo: siguieron adelante a las órdenes del príncipe Memnon.

–El paisaje es tal cual lo describe él. Un tramo de terreno espantoso.

–A continuación, Taita describe una serie de obstáculos, que él llama escalones. Duraid y yo no pudimos determinar a ciencia cierta qué eran. Supusimos que se refería a unas cataratas.

–Que no faltan en la quebrada del Abbay -dijo Nicholas, asintiendo.

–Ésta es la parte más importante del testimonio. Taita dice que al cabo de veinte días de travesía de la quebrada llegaron a lo que llama el segundo escalón. Ahí el príncipe recibió un mensaje fortuito de su padre, quien le dijo en sueños que ése era el emplazamiento de su tumba. Taita dice que se detuvieron allí. Si pudiéramos determinar qué fue lo que los detuvo, sabríamos con precisión hasta dónde penetraron en la quebrada.

–Antes de dar un paso, deberemos consultar mapas y fotos satelitales de las montañas, y yo repasaré mis apuntes y mi diario de la expedición -señaló Nicholas -. Trato de mantener mi biblioteca siempre actualizada, así que seguramente encontraremos las fotografías y los mapas más recientes en el archivo del museo. Si es así, la señora Street sabrá encontrarlos.

Se paró y se desperezó.

–Esta noche buscaré mis diarios y los leeré. Mi bisabuelo también fue de caza a Etiopía en el siglo pasado. Sé que cruzó el Nilo Azul cerca de Debra Markos en mil ochocientos noventa y pico. Tengo sus apuntes en el archivo. Tal vez el viejo apuntó algo que nos sirva.

La acompañó al viejo Land Rover verde en la playa de estacionamiento y se asomó por la ventanilla cuando ella encendía el motor:

–Me parece que debería alojarse aquí. Tiene una hora y media de aquí a Brandsbury… son tres horas diarias de viaje. Tenemos mucho que hacer antes de pensar en zarpar hacia África.

–¿Qué pensaría la gente? – preguntó ella al soltar el embrague.

–Me importa un comino lo que piense la gente -replicó cuando el auto se ponía en marcha -. ¿A qué hora vendrá mañana?

–Tengo cita con el médico en York para que me quite los puntos. No llegaré antes de las once -exclamó, asomando la cabeza.

El viento agitaba su cabellera oscura en torno de su cara. Siempre lo habían atraído las mujeres morenas. Rosalind tenía esa enigmática mirada oriental. Se sentía culpable y desleal al hacer esa comparación, pero era difícil dejar de pensar en Royan.

Era la primera mujer que lo atraía desde la muerte de Rosalind. La mezcla de razas era seductora. Era lo suficientemente exótica para excitar su afición por el Oriente y lo suficientemente inglesa para hablar su idioma y compartir su sentido del humor. Era culta, muy conocedora de los temas que le interesaban, y su valentía era admirable. A la mayoría de las mujeres orientales las educaban desde la cuna para ser recatadas y sumisas. Esta era diferente.

Georgina había pedido hora con su médico en York para que le quitara los puntos del brazo. Partieron después del desayuno en la casa en Brandsbury. Georgina conducía y Magic iba en el asiento entre las dos.

Al doblar por la calle de la aldea, Royan vio un gran camión MAN estacionado cerca del correo, pero lo olvidó al instante.

Una vez que salieron al campo encontraron bancos espesos de niebla que reducían la visibilidad a treinta metros, pero Georgina no hacía concesiones al clima y aceleraba el Land Rover a su máxima velocidad, la cual, pensó Royan con alivio, no alcanzaba los noventa kilómetros por hora.

Al girar la cabeza para mirar el trecho que acababan de recorrer, vio que las seguía el camión MAN. Sólo alcanzaba a ver la cabina, que se alzaba sobre la bruma baja como la torre de mando de un submarino. En ese momento entró en un banco de niebla que se lo tragó. Se volvió para escuchar a su madre.

–Los del gobierno son una manga de idiotas incompetentes. – Georgina entrecerró los ojos para protegerlos del humo del cigarrillo que sostenía entre los labios. Conducía con una mano, mientras con la otra acariciaba la sedosa oreja de Magic. -Si los ministros quieren emborracharse mañana, tarde y noche, es asunto de ellos, pero lo que me da rabia es que jueguen con mi pensión. – El único ingreso de su madre era una pensión del servicio exterior, y no era gran cosa.

–No me dirás que quieres un gobierno laborista -dijo Royan con una risita maliciosa. Su madre era conservadora acérrima.

Georgina vaciló y replicó con una evasiva:

–Yo sólo quiero que vuelva Maggie.

Royan giró en su asiento para mirar por la sucia ventanilla trasera. El camión asomaba en medio de la niebla y el humo azul del escape de Georgina que parecía la estela de un avión de chorro. Hasta entonces había conservado la distancia, pero empezaba a acelerar y acercarse.

–Creo que quiere pasarte -dijo suavemente.

El gran capó del camión estaba a poco más de seis metros de su paragolpes trasero. El radiador con la chapa cromada de MAN era más alto que la cabina del Land Rover y ocultaba la cara del conductor.

–Todo el mundo quiere pasarme -gimió Georgina -. Así es mi vida. – Terca, conservó el centro del camino estrecho.

En una nueva mirada atrás, Royan vio que el camión se acercaba hasta llenar totalmente la ventanilla trasera. El conductor apretó el embrague y aceleró el motor; el rugido era amenazante.

–Será mejor que le des paso. Creo que habla en serio.

–Que espere -gruñó Georgina con el cigarrillo entre los labios -. La paciencia es una virtud. Además, no le puedo dar paso. Ahora viene un puente de piedra estrecho. Conozco este tramo del camino como mi propia casa.

En ese momento, el conductor tocó bocina. El ruido ensordecedor sobresaltó a Magic, que empezó a ladrar con furia.

–Hijo de puta -gruñó Georgina -. ¿A qué estamos jugando? Anota la patente. Lo denunciaré a la policía cuando lleguemos a York.

–Tiene las placas embarradas. No alcanzo a ver bien, pero parece una patente continental. Alemana, creo.

En ese momento, como si hubiera oído su protesta, el conductor aminoró la marcha hasta quedar a unos veinte metros. Royan había girado para mirarlo bien.

–Así me gusta -dijo Georgina con satisfacción -. Esos alemanes no tienen modales. – La niebla dificultaba la visión. – Ahí está el puente…

Por primera vez, Royan pudo ver el interior de la cabina. El conductor llevaba un pasamontaña de lana azul que le tapaba toda la cara menos los ojos y la nariz. Le daba un aire siniestro y maligno.

–¡Cuidado! – chilló Royan -. ¡Nos va a chocar!

El rugido del motor del gran camión las envolvió como el del mar agitado por un vendaval. Por un instante Royan vio un muro de acero cromado y entonces el camión las chocó de atrás.

El impacto la arrojó sobre el respaldo del asiento. Al alzarse vio que el camión las había levantado como un zorro alza una gallina en sus mandíbulas. Empujaba el Land Rover con los barrotes de acero que protegían el deslumbrante radiador cromado.

Georgina aferraba el volante para tratar de recuperar el control, pero todo era inútil.

–No puedo sostenerlo. ¡El puente! Salta…

Royan soltó la traba del cinturón de seguridad y tomó el picaporte. Los muros de piedra del puente se acercaban a una velocidad aterradora. El Land Rover patinaba sobre el camino, totalmente fuera de control.

La portezuela de Royan empezó a abrirse, pero no lo suficiente para saltar antes de que el Land Rover fuera arrojado con gran violencia contra las gruesas columnas de piedra que flanqueaban la entrada del puente.

Las dos mujeres chillaron al unísono cuando el vehículo se arrugó, y el impacto las arrojó hacia adelante. El parabrisas estalló en añicos contra las columnas, el Land Rover volcó y cayó rodando por el terraplén.

El golpe expulsó a Royan por la portezuela abierta. La pendiente amortiguó la caída, que sin embargo le arrancó el aliento. Rodó por la pendiente hasta caer a las aguas heladas del río bajo el puente.

Antes de hundirse del todo miró hacia el cielo y el puente. Tuvo un último vistazo del camión que se alejaba a toda velocidad. Arrastraba dos acoplados inmensos, más altos que las defensas laterales del puente.

Los dos acoplados estaban cubiertos por gruesas lonas verdes atadas con sogas a las grampas de la carrocería. Alcanzó a ver un gran logotipo empresario pintado en rojo en el costado del acoplado más cercano, pero antes de que pudiera reconocerlo se hundió bajo el agua, y el frío y la fuerza de la caída le quitaron el aliento.

Al salir con esfuerzo descubrió que el agua la había arrastrado río abajo. Entorpecida por la ropa empapada, se tambaleó hasta la orilla y aferró la rama de un árbol para ayudarse a salir.

Arrodillada en el barro, tosió hasta expulsar el agua que había tragado y se palpó para comprobar si había sufrido heridas en el choque. Entonces olvidó su propia situación al oír los terribles gemidos de su madre desde las ruinas del Land Rover.

En un frenesí de miedo, se alzó y se tambaleó sobre el césped húmedo y cubierto de escarcha hacia el Land Rover, vuelto ruedas arriba sobre el terreno al pie del terraplén. La carrocería estaba abollada y rota, y se veía el aluminio allí donde había perdido la pintura verde. El motor estaba apagado, pero aún giraban las ruedas delanteras.

–¡Mamá! ¿Dónde estás? – Los sollozos desgarradores no cesaban. Se apoyó contra la carrocería metálica del vehículo y se arrastró hacia el lugar de donde venía el ruido, aterrada por lo que podría encontrar.

Georgina estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en la carrocería del auto y las piernas extendidas. La izquierda estaba retorcida, la puntera de la bota estaba hundida en el barro en un ángulo tal, que la pierna parecía quebrada a la altura de la rodilla o cerca de ésta.

Ésa no era la causa de su angustia. Tenía a Magic sobre su regazo y estaba inclinada sobre él, abrumada por el dolor. El sonido que lo expresaba venía de lo más profundo de su ser. El pecho del spaniel había sido aplastado por el metal y la tierra. La lengua asomaba de la boca abierta en la última sonrisa y un hilo de sangre corría hasta el extremo sonrosado. Georgina la limpiaba con su pañuelo.

Royan se sentó junto a su madre y le echó un brazo sobre los hombros. Jamás la había visto llorar. La abrazó con mucha fuerza para acallar los ruidos de su dolor, pero éstos salían sin cesar.

No supo cuánto tiempo permanecieron sentadas. Pero la vista de la pierna herida y el miedo de que el camionero volviera a completar su obra la despertaron de su estupor. Trepó el terraplén y se tambaleó hasta el centro del camino para detener el primer auto que pasara.

Habían pasado dos horas desde la hora fijada para la cita cuando Nicholas, preocupado, llamó a la policía de York. Afortunadamente había visto la patente del Land Rover, cuya matrícula le era fácil de recordar: las iniciales de su madre y el fatídico número 13.

La agente de policía consultó su computadora:

–Lamento decirle, señor, que ese Land Rover sufrió un accidente esta mañana.

–¿Cómo está la conductora? – preguntó Nicholas bruscamente.

–La conductora y una acompañante se encuentran en el hospital York Minster.

–¿Cómo están?

–No tengo esa información, señor.

Nicholas tardó cuarenta minutos en llegar al hospital y casi otro tanto en rastrear a Royan. La encontró en la sala de cirugía de mujeres, sentada junto a la cama de su madre. Ésta aún no despertaba de la anestesia. Alzó la vista al ver a Nicholas.

–¿Está bien? ¿Qué diablos pasó?

–Mi mamá…, tiene una fractura grave. Tuvieron que ponerle un clavo en el muslo…, en el fémur.

–¿Y usted?

–Rasguños, moretones. Nada grave.

–¿Qué pasó?

–Un camión nos… nos sacó del camino.

–¿Fue adrede? – Nicholas sintió un encogimiento en las entrañas al recordar otro camión, otra ruta, otra noche.

–Creo que sí. El conductor llevaba una máscara, un pasamontaña. Nos chocó de atrás. Tuvo que hacerlo deliberadamente.

–¿Lo denunció a la policía?

Asintió.

–Dicen que se denunció el robo del camión esta mañana, horas antes del accidente. El camionero se había detenido en uno de esos cafés de la ruta. Es alemán, no habla inglés.

–Es la tercera vez que tratan de matarla -dijo Nicholas severamente – A partir de ahora, yo me haré cargo.

Fue a la sala de espera a llamar por teléfono. El jefe de policía del condado era un viejo amigo suyo, lo mismo que el director administrativo del hospital.

Cuando volvió, Georgina despertaba de la anestesia. Estaba aturdida pero no sufría dolor, y la llevaron en silla de ruedas al cuarto individual conseguido por Nicholas. Poco después llegó el ortopedista.

–Hola, Nick, ¿qué haces por aquí? – dijo al verlo. Todo el mundo parecía conocer a Nicholas. Luego se volvió hacia Georgina -: ¿Cómo se siente? Parece que tenemos una linda fractura complicada. Pedacitos de hueso como papel picado. Ya está todo bien, pero tendrá que quedarse aquí diez días, por lo menos.

–Pues bien, jovencita -dijo Nicholas al salir. Georgina ya dormía. – ¿Qué más necesita para convencerse? Mi casera le ha preparado una habitación en Quenton Hall. No la dejaré pasear por ahí a solas. Si no, la próxima vez que intenten enviarla al otro mundo tal vez tengan más suerte.

Demasiado conmovida y perturbada para responder, subió sumisamente al asiento del Range Rover y permitió que la llevara al médico para que le quitaran los puntos. Después volvieron a Quenton Park y él la envió derecho a su habitación.

–La cocinera le hará llegar su cena. No deje de tomar el somnífero que le dio el doctor. Déle la llave de su madre a la Señora Street, así le traen sus cosas de Brandsbury. Para esta noche mi casera le dejó un camisón y un cepillo de dientes. Y que no vuelva a verla hasta mañana.

Era bueno dejar que otro se ocupara de su vida. Por primera vez desde esa noche terrible en el oasis, se sentía segura y a salvo. Con todo, tuvo un último gesto de independencia y confianza en sí misma: arrojó la píldora somnífera al inodoro.

El camisón extendido sobre la almohada era largo, de pura seda con puños y cuello del más fino encaje de Cambray. Su piel jamás había sentido el roce de una tela tan suave y sensual. La idea de que la prenda debió de pertenecer a su esposa le suscitó sentimientos encontrados. Se tendió en la cama con dosel, y a pesar del colchón excesivamente blando y el ambiente desconocido se durmió rápidamente.

A la mañana siguiente, una mucama joven le llevó el Times y una tetera de Earl Gray. Poco después le trajo su valija.

–Sir Nicholas pide que baje a desayunar con él a las ocho y media.

Mientras se duchaba, Royan contempló su cuerpo desnudo en el espejo que cubría toda una pared del baño. Aparte de la herida cortante del brazo, todavía lívida y curada a medias, tenía un moretón oscuro en un muslo, otro en la cadera y en la nalga izquierdas, recuerdos del accidente. Le faltaba un trozo de piel en la canilla y los pantalones le raspaban en el lugar. Cojeaba un poco al bajar la escalera principal al comedor.

–Pase, por favor, y sírvase. – Nicholas, que leía el diario, alzó la cabeza al verla vacilar en la puerta. Señaló los platos dispuestos sobre un aparador. Mientras se servía huevos revueltos, contemplaba el cuadro en la pared. Era un paisaje de Constable.

–¿Durmió bien? – preguntó, y prosiguió sin esperar su respuesta -: Me llamó la policía. Encontraron el camión MAN abandonado en un camino vecinal cerca de Harrogate. Lo están examinando, pero no esperan encontrar demasiadas pistas. Parece que tenemos que vérnoslas con alguien que conoce su oficio.

–Debo llamar al hospital.

–Ya lo hice. Su madre pasó bien la noche. Le dejé el mensaje de que la visitaría esta tarde.

–¿Esta tarde? – preguntó bruscamente -. ¿Por qué no antes?

–Porque hasta entonces estará muy ocupada. Voy a recuperar el valor de mi inversión.

Se paró para acomodarle el asiento. El gesto cortés la molestó un poco, pero lo aceptó sin comentarios.

–El primer atentado contra usted y Duraid en el oasis… la única conclusión que podemos sacar es que los asesinos sabían qué buscaban y dónde encontrarlo. – El cambio tan brusco de tema la desconcertó -. Pero veamos un poco el segundo atentado, en El Cairo. El de la granada. ¿Quién sabía que usted iría esa tarde al ministerio, aparte del propio ministro?

Reflexionó mientras masticaba y tragaba un trozo de huevo.

–No estoy segura. Creo que hablé con el secretario de Duraid y algunos ayudantes del taller.

O sea que la mitad del personal del museo estaba enterado -dijo, frunciendo el entrecejo.

–Así parece. Lo lamento.

Pensó un instante antes de proseguir:

–Está bien. ¿Quién conocía su plan de abandonar El Cairo? ¿Y de alojarse con su madre?

–Uno de los empleados administrativos me alcanzó las diapositivas al aeropuerto.

–¿Le dijo en qué vuelo partía?

–No. Estoy segura.

–¿Se lo dijo a alguien?

–No. Quiero decir…

–¿Sí?

–Se lo dije al ministro durante nuestra conversación, cuando pedí licencia. Pero… ¿no sospechará de él? – preguntó, horrorizada por la mera idea.

Nicholas se encogió de hombros:

–Cosas más raras se han visto. El ministro estaba enterado del trabajo que estaban realizando con el séptimo papiro, ¿no?

–En detalle, no, pero… sí… en líneas generales conocía nuestras intenciones.

–Está bien. Otra pregunta: ¿té o café? – Le sirvió café y prosiguió: -Usted dijo que Duraid había hecho una lista de posibles auspiciantes. Tal vez nos ayude a preparar una lista de sospechosos.

–El museo Getty -dijo, y él sonrió.

–Descartado. No son de los que arrojan granadas en las calles de El Cairo. ¿Quién más? – Gotthold Ernst von Schiller.

–Hamburgo. Industria pesada. Refinerías de metal y aleaciones. Producción de minerales de baja ley. ¿El tercer nombre?

–Peter Walsh -dijo ella -. Un tejano.

–Precisamente -asintió él -. Vive en Forth Worth. Franquicias de restoranes de comida rápida y ventas por correspondencia.

Pocos coleccionistas tenían recursos suficientes para competir con las grandes instituciones en la compra de antigüedades importantes o la financiación de una expedición arqueológica. Nicholas los conocía a todos, porque era un círculo de hostilidad mutua integrado por apenas una veintena de hombres. Había competido con ellos en los remates de Sothebys y Christies, así como en sitios menos salubres donde se vendían antigüedades "recientes". En ese contexto, "reciente" significaba "recientemente extraída del suelo".

–Son un par de bandidos inescrupulosos, capaces de comerse a sus propios hijos si tuvieran hambre. ¿Qué harían si supieran que usted se interpone en su camino a la tumba de Mamose? ¿Sabe si alguno de ellos se comunicó con Duraid después de la aparición del libro, como hice yo?

–No lo sé. Es posible.

–Me parece imposible que esos canallas pasen por alto una posibilidad como ésta. Debemos suponer que ambos sabían que Duraid estaba embarcado en algo interesante. Los pondremos en la lista de sospechosos. Miró su plato: – ¿Satisfecha? ¿Un poco más de huevo? ¿No? Bien, vamos al museo a ver qué nos preparó la señora Street.

Apenas entraron en la oficina, pudo apreciar el gran trabajo de organización que él había realizado en tan poco tiempo. Seguramente le había tomado toda la noche anterior, porque el salón estaba transformado en un cuartel general militar. En el centro había un pizarrón montado en un atril. Sobre la tabla, un juego de fotografías satelitales superpuestas. Se acercó para mirar las fotos y luego el resto del material sujeto al pizarrón.

Un mapa en gran escala mostraba la misma región sudoccidental de Etiopía que las fotos. Había listas de nombres y direcciones, de pertrechos utilizados en expediciones anteriores al África, cálculos de distancias y lo que parecía ser un presupuesto preliminar. En lo más alto del tablero, un cronograma con el encabezamiento, "Etiopía – Información general». Eran cinco hojas mecanografiadas tamaño oficio y no se detuvo a leerlas, pero le impresionó su manera de planificar todo exhaustivamente.

Resolvió estudiar el material en la primera oportunidad, pero en ese momento fue a ocupar una de las dos sillas que él había colocado detrás de una mesa frente al tablero. Nicholas tomó un bastoncillo militar con orla de plata y lo alzó como un puntero.

–Alumnos, atención. – Golpeó el pizarrón. – Ante todo, usted deberá convencerme de que es posible hallar el rastro de Taita después de varios milenios. Veamos los accidentes geográficos de la quebrada del Abbay.

Con el puntero, Nicholas señaló el curso del río en la fotografía satelital.

–En este tramo, el río se ha abierto paso a través de las mesetas de basalto sedimentario. En algunos lugares, los precipicios de la quebrada inferior son paredes desnudas que se alzan hasta ciento cincuenta o ciento setenta metros de cada lado. En ciertos puntos aparecen estratos intrusos de esquistos ígneos más duros que el río no ha podido erosionar, y que conforman una serie de escalones gigantescos. Coincido con su hipótesis de que los "escalones" de Taita son cataratas.

Se acercó a la mesa para tomar una fotografía entre los fajos de papeles.

–La tomé en la quebrada durante la expedición de las Fuerzas Armadas de 1976. Le dará una idea de lo que son esas cataratas.

Era un paisaje en blanco y negro con dos altos precipicios enfrentados; entre ellos había una catarata que parecía caer del cielo sobre los diminutos hombres semidesnudos y los botes que aparecían en primer plano.

–¡No tenía la menor idea! – exclamó, atónita.

–Esto no muestra la desolación de la quebrada en todo su esplendor. No hay un punto desde el cual un fotógrafo pueda captar todo el panorama. Pero al menos se advierte que semejante catarata detendría a una expedición egipcia que remontara el curso del río a pie o con caballos de carga. En las márgenes de las cataratas suele haber picadas abiertas por los elefantes y otros animales salvajes a lo largo de los siglos. Pero no hay manera de sortear una catarata como ésta o de bordear estos acantilados.

Royan asintió y él prosiguió:

–Al bajar por el río, en cada catarata tuvimos que bajar los botes y pertrechos por medio de sogas. No fue fácil.

–Entonces, coincidimos en que fue una catarata lo que detuvo su avance; la segunda catarata desde la entrada occidental de la quebrada -dijo ella.

Nicholas tomó su bastoncillo para señalar en la fotografía satelital el curso del río desde la cuña negra que era la represa de Roseires en el Sudán central.

–La escarpa se alza del lado etíope de la frontera, donde empieza la quebrada propiamente dicha. No hay caminos ni aldeas, y sólo un par de puentes río arriba. En setecientos cincuenta kilómetros no hay otra cosa que las aguas correntosas del Nilo y la roca basáltica negra desnuda. – Hizo una pausa para darle tiempo de comprender.

–Es uno de los últimos verdaderos desiertos del mundo, con una pésima reputación como guarida de animales salvajes y hombres aún más salvajes. Aquí en la foto he señalado las cataratas principales en el fondo de la quebrada. – Su puntero señaló dos prolijos círculos rojos.

–Esta es la segunda catarata, a unos ciento ochenta kilómetros río arriba de la frontera con Sudán. Con todo, hay varios factores a tener en cuenta, entre ellos el hecho de que el río pudo haber cambiado su curso a lo largo de cuatro mil años desde que lo visitó nuestro amigo Taita.

–No me dirá que pudo escapar de lo profundo de un cañón de mil doscientos metros de altura -objetó ella -. Hasta un río como el Nilo es incapaz de salirse de semejante cauce.

–Es verdad, pero seguramente modificó su lecho. Soy incapaz de describirle el caudal y la fuerza del río en la época del desborde. El río se alza veinte metros sobre las paredes laterales y corre a diez nudos o más.

–¿Y ustedes lo navegaron?

–No en la época de las inundaciones. Nadie podría sobrevivir a eso.

Contemplaron la fotografía en silencio, mientras trataban de imaginar los terrores de ese poderoso curso de agua en toda su furia.

–¿La segunda catarata? – preguntó ella después de unos minutos.

–Aquí, donde uno de los afluentes entra en el cauce principal del Abbay. Es el río Dandera, que surge a cuatro mil metros de altura bajo la cima del monte Sancai en la cordillera Choke, unos ciento cincuenta kilómetros al norte de la quebrada.

–¿Recuerda el punto de confluencia de cuando estuvo allá?

–Fue hace más de veinte años. Además, ya habíamos pasado un mes en el fondo de la quebrada, y todo el paisaje parecía formar parte de una sola pesadilla. El paisaje monótono de los precipicios y la selva densa de las paredes confundían la memoria, y para colmo estábamos atontados por el calor y los insectos y el rugido del agua y el trabajo incesante de remar. A pesar de todo, recuerdo la confluencia del Dandera con el Abbay por dos razones.

–Ah, ¿sí? – preguntó ansiosa, pero él meneó la cabeza.

–La primera es que allí sufrimos nuestra única baja. La soga se cortó y el hombre cayó casi treinta metros. Aterrizó de espaldas sobre un saliente de la roca.

–Lo lamento. Pero dice que hubo dos razones.

–Allá abajo hay un monasterio copto, tallado en el muro de roca a ciento cincuenta metros del fondo.

–¿En el fondo de la quebrada? – preguntó incrédula -. ¿Por qué habían construido un monasterio en un lugar como ese?

–Etiopía es uno de los países cristianos más antiguos del mundo. Tiene más de nueve mil iglesias y monasterios. Muchos de ellos están emplazados en lugares montañosos igualmente remotos y casi inaccesibles. En este del río Dandera se dice que está la tumba de San Frumencio, quien llevó el cristianismo a Etiopía desde el Imperio Bizantino de Constantinopla a principios del siglo III. Según la leyenda, naufragó en la costa del Mar Rojo y lo llevaron a Aksum, donde bautizó al emperador Ezana.

–¿Visitaron el monasterio?

Nicholas rió:

–Diablos, no. Estábamos demasiado ocupados con sobrevivir y ansiosos por salir de ese infierno para hacer turismo. Pasamos las cataratas y seguimos río abajo. Lo único que recuerdo son las excavaciones en la pared del precipicio sobre el remanso del río y las figuras lejanas de los monjes trogloditas en sus sotanas blancas. Se asomaban a los parapetos para mirarnos pasar, pero sin hacer la menor señal. Algunos agitamos los brazos, y nos sentimos ofendidos porque ninguno nos devolvió el saludo.

–¿Cómo podremos llegar sin montar una expedición en regla? – se preguntó en voz alta, contemplando el tablero con desconsuelo.

–¿Ya está desalentada? – preguntó él con una sonrisa maliciosa -. Y eso que todavía no ha visto los mosquitos. Lo levantan a uno y se lo llevan a su guarida para comérselo.

–Hablemos en serio -imploró -. ¿Cómo podemos bajar?

Hay una aldea en el altiplano sobre la quebrada cuyos habitantes llevan comida a los monjes. Y hay una senda estrecha que baja por la pared. Nos dijeron que se tarda tres días en bajar por esa senda hasta el fondo de la quebrada.

–¿Usted podría encontrar ese camino?

–No, pero tengo algunas ideas. Hablaremos de eso más adelante. Primero, veamos qué nos espera allá abajo al cabo de cuatro mil años. – La miró expectante. – Ahora le toca a usted. Convénzame. – Le entregó el puntero orlado de plata, se sentó en la otra silla y se cruzó de brazos.

–Lo primero es el libro. – Dejó el puntero y tomó el ejemplar de Río sagrado -. ¿Recuerda al personaje llamado Tanus?

–Por supuesto. El comandante de los ejércitos egipcios bajo la reina Lostris. El Gran León de Egipto, que encabezó el éxodo luego de la invasión de los hicsos.

–Así es. También era el amante secreto de la Reina y, si Taita dice la verdad, el padre del príncipe Memnon, su hijo mayor.

–Tanus murió durante una expedición punitiva contra un jefe etíope llamado Arkoun en la alta montaña. Taita momificó su cuerpo y lo llevó a la Reina -prosiguió Nicholas.

–Muy bien. – Asintió: -Así llegamos a la otra pista que dedujimos Duraid y yo.

–¿La hallaron en el séptimo papiro? – preguntó, irguiéndose en su asiento.

–No en los papiros sino en los murales de la tumba de la reina Lostris. – Sacó una fotografía de su bolso. – Aquí se ve ampliada una sección de los murales de la cámara mortuoria. Precisamente la parte de la pared que cayó para revelar el nicho que contenía los jarros de alabastro. Duraid y yo atribuimos gran importancia al hecho de que Taita colocó esta inscripción en el sitio de honor, sobre el escondite de los rollos.

Le entregó la fotografía y él la estudió bajo una lupa tras trataba de descifrar los jeroglíficos, Royan prosiguió:

–Recordará que Taita era aficionado a las adivinanzas y los juegos de palabras, y se jactaba de ser el mejor de los jugadores de bao.

Nicholas dejó la lupa y alzó la vista:

–Sí, lo recuerdo. Yo coincido con la teoría de que el bao es un antecesor del ajedrez. Tengo algunos tableros en el museo, algunos provenientes de Egipto y otros de regiones más australes de África.

–Sí, yo también suscribiría esa teoría. Los dos juegos tienen algunos objetivos y reglas similares, pero el bao es una forma más rudimentaria. En lugar de piezas, usa piedras coloreadas de distinta importancia. Bien, yo creo que Taita no resistió la tentación de dejarle a la posteridad una muestra de su destreza como formulador de adivinanzas y su astucia. En su soberbia, dejó deliberadamente algunos indicios para llegar a la tumba del faraón, tanto en los rollos como en los murales que, según él, pintó con sus propias manos en la tumba de su adorada Reina.

–¿Cree que aquí hay uno de esos indicios? – preguntó, señalando la foto con la lupa.

–Lea. Son jeroglíficos clásicos… nada complicado en comparación con su criptografía.

–"El padre del príncipe que no es el padre, el dador del azul que lo mató -tradujo lentamente y con dificultad -, vigila eternamente de la mano de Hapi el testamento de piedra del camino al padre del príncipe que no es el padre, dador de sangre y cenizas.»

Nicholas meneó la cabeza:

–No tiene sentido -protestó -. Traduje mal.

–No se desespere. Apenas empieza a conocer a Taita, campeón de bao y maestro de los enigmas. Duraid y yo tardamos varias semanas en descifrarlo -dijo para tranquilizarlo -. La clave está en el libro. Tanus no era formalmente el padre del príncipe Memnon, pero como amante de la Reina, era su padre biológico. En su lecho de muerte le entregó a Memnon la espada azul, la que le había infligido la herida mortal durante la batalla con el jefe etíope. El libro relata la batalla.

–Sí, la primera vez que leí esa parte del libro, recuerdo haber pensado que la espada azul probablemente fue una de las armas de hierro más antiguas, una verdadera maravilla del arte del armero en plena Edad de Bronce. Un regalo digno de un príncipe -musitó Nicholas -. Por consiguiente, "el padre del príncipe que no es el padre» es Tanus, ¿no? – Suspiró resignado. – Por el momento, acepto esa interpretación.

–Gracias por esa muestra de confianza -dijo ella con sorna -. Bueno, sigamos con la adivinanza de Taita. El faraón Mamose era formalmente el padre de Memnon, pero no su padre biológico. Nuevamente tenemos al padre que no es el padre. Mamose legó al príncipe la doble corona de Egipto, las coronas roja y blanca del Alto y el Bajo Reino: sangre y cenizas.

–Eso es más fácil de tragar. ¿Y el resto de la inscripción? – Evidentemente, estaba fascinado.

–La expresión "de la mano" es ambigua en egipcio antiguo. Puede significar cerca o a la vista de algo.

–Siga, por fin me ha obligado a escucharla con toda atención.

–Hapi es el dios o la diosa hermafrodita del Nilo, según el sexo que asume en un momento determinado. En todos sus escritos, Taita suele referirse al río como Hapi.

–Por consiguiente, si juntamos el séptimo papiro con la inscripción de la tumba de la Reina, ¿cuál es la interpretación? – preguntó ansioso.

–Simplemente, que Tanus está enterrado a la vista o muy cerca del río a la altura de la segunda catarata. Existe un monumento de piedra o una inscripción delante o dentro de su tumba que señala el camino hacia la del Faraón.

Soltó aire entre dientes:

–Estoy cansado de sacar conclusiones. ¿Qué otros indicios tiene para darme?

–Eso es todo -respondió, y él la miró atónito.

–¿Eso es todo? ¿Nada más? – preguntó, y ella meneó la cabeza.

–Supongamos que todo lo que dice es cierto. El río conserva aproximadamente la forma y configuración de hace cuatro mil años. Supongamos además que Taita se refería a la segunda catarata en el río Dandera. ¿Qué debemos buscar una vez que lleguemos allá? Si hay una inscripción en la roca, ¿estará intacta o habrá sido erosionada por el clima y el río?

–Howard Carter llegó a la tumba de Tutankamón siguiendo una pista igualmente endeble -dijo ella con suavidad -. Un trozo de papiro de dudosa autenticidad.

–La búsqueda de Howard Carter abarcaba apenas el Valle de los Reyes. De todas maneras, le tomó diez años. Usted me da Etiopía, un país que tiene dos veces el tamaño de Francia. ¿Cuánto tiempo nos tomará?

Royan se paró bruscamente:

–Perdóneme, creo que es hora de visitar a mi madre. Evidentemente, estoy perdiendo el tiempo.

–No es la hora de visita.

–Está en un cuarto individual. – Royan fue hacia la puerta.

–La llevaré al hospital.

–No se moleste. Llamaré un taxi -dijo con hielo en la voz.

–El taxi tardará una hora -objetó, y ella aceptó con renuencia que la llevara en el Range Rover. Anduvieron un cuarto de hora hasta que él rompió el silencio.

–No sé bien cómo disculparme. La verdad es que tengo poca práctica. Perdóneme, fui muy grosero. No fue mi intención. Me dejé llevar por la excitación. – Ella no respondió, y poco después él prosiguió: -¿Hablará conmigo o deberemos comunicamos por nota? Le advierto que será un poco difícil allá en el fondo de la quebrada de Abbay.

–Tuve la clara impresión de que había perdido interés -dijo ella, con los ojos clavados en el parabrisas.

–Soy un animal -replicó, y ella lo miró de reojo. Fue su perdición: vio su sonrisa traviesa y no pudo contener la risa.

–Tendré que aceptar la realidad. Usted es un animal.

–¿Seguimos siendo socios?

–Por ahora, no tengo otro animal. Supongo que deberé cargar con usted.

La dejó frente a la entrada principal del hospital:

–Vendré a buscarla a las tres -dijo, y se fue hacia el centro de York.

De su época de universitario, Nicholas conservaba un apartamento pequeño detrás de la catedral de York. El título de propiedad del edificio estaba a nombre de una empresa de las islas Caimán. El teléfono del apartamento no figuraba en la guía ni pasaba por el conmutador del edificio. No había manera de descubrir quién era el dueño. Antes de conocer a Rosalind, ese apartamento había cumplido un papel importante en su vida social, pero luego sólo lo utilizó para sus negocios confidenciales y clandestinos. Allí había planificado y organizado las expediciones a Libia e Irak.

Hacía meses que no pasaba por ahí. El ambiente era frío, con olor a cerrado, nada acogedor. Encendió la estufa de gas y puso agua a hervir. Después de servirse un gran jarro de té, llamó por teléfono a un Banco en Jersey y a otro en las islas Caimán.

"La rata sabia tiene más de una salida de su guarida." Era un dicho familiar transmitido de generación en generación. Siempre había que guardar algo para el Día del Diluvio. Necesitaba fondos para la expedición, y los abogados ya tenían instrucciones al respecto.

Dio las señas y los números de cuenta a los gerentes de los Bancos y dispuso ciertas transferencias. Nunca dejaba de asombrarle la facilidad con que se arreglaba cualquier asunto, siempre que uno tuviera dinero suficiente.

Miró su reloj. Era muy temprano en Florida, pero Alison tomó la comunicación inmediatamente. Ella era la dínamo rubia que dirigía Global Safaris, una empresa que organizaba partidas de caza y pesca a las regiones más remotas del mundo.

–Hola, Nick. Hace un año que no hablamos. Pensábamos que nos habías abandonado.

–Estuve fuera de circulación -respondió. ¿Cómo se le decía a la gente que uno había perdido a su mujer y sus dos hijas?

–¿Etiopía? – El pedido no la desconcertó en absoluto. – ¿Cuándo quieres viajar?

–La semana próxima.

–¿Bromeas? Tenemos un solo cazador, Nassous Roussos, y hay que pedirlo con dos años de anticipación.

¿Nadie más? – insistió -. Tengo que ir y volver antes de las grandes lluvias.

–¿Qué animales buscas? – preguntó -. ¿Nyala de monte? ¿Ciervos de Menelik?

–Pienso recorrer el río Abbay para juntar muestras para el museo. – No estaba dispuesto a decirle más.

Trató de evadir una respuesta, pero acabó por decir con renuencia:

–No nos hacemos responsables, ¿entiendes? Hay un solo cazador dispuesto a hacerlo con tan poca anticipación, pero no sé si tiene un campamento en el Nilo Azul. Es ruso, y los informes sobre él no son todos buenos. Dicen que fue agente de la KGB y uno de los matones de Mengistu.

Tras derrocar y asesinar al viejo emperador Haile Selassie, el "Stalin negro" Mengistu impuso un despótico régimen marxista que en dieciséis años había arruinado el país. El derrumbe de sus patrocinadores soviéticos había provocado su caída y exilio.

–Estoy tan desesperado que estaría dispuesto a acostarme con el demonio -declaró -. Te prometo que no habrá quejas.

–Bien, siendo así… -Le dio un nombre y un número de teléfono de Addis Abeba.

–Alison, querida, te amo -dijo Nicholas.

–Ojalá -contestó ella, y cortó.

Tal como previó, no fue fácil comunicarse con Addis Abeba, pero lo consiguió al cabo de varios intentos. Le respondió una voz de mujer con el dulce ceceo etíope, que pasó con facilidad al inglés cuando él dijo que quería hablar con Boris Brusilov.

–En este momento está en un safari -informó -. Soy su esposa, Woizero Tessay. – En Etiopía la mujer no tomaba el apellido de su esposo. Nicholas conocía el idioma lo suficiente para saber que llevaba el lindo nombre de Señora Sol.

–Ahora, si lo que quiere es organizar un safari, puedo ayudarlo -dijo la Señora Sol.

Nicholas encontró a Royan en la puerta del hospital. – ¿Cómo está su madre? – Su pierna evoluciona bien, pero no piensa en otra cosa que en Magic… su perro.

–Tendrá que conseguirle un cachorro. Uno de mis guardaparques cría springers de primera categoría. Puedo ocuparme de eso. – Hizo una pausa y preguntó con delicadeza: -¿Podrá alejarse de su madre? Digo, si vamos a África.

–Hablamos de eso. Dice que una amiga de su congregación vendrá a vivir con ella hasta que pueda arreglárselas sola. – Royan giró en su asiento para mirarlo de frente. – ¿En qué ha estado metido desde esta mañana? – preguntó en tono acusador -. No me diga que en nada porque lo veo en su cara.

Hizo el gesto árabe contra el mal de ojo:

–¡Alá me proteja de las brujas!

–¡Ah, vamos! – No le gustaba que la hiciera reír con tanta facilidad. – Dígame qué trae en la manga.

–Se lo diré en el museo. – Se negó a decir más, y ella tuvo que contener su impaciencia.

En el edificio, atravesaron la sala egipcia para ir directamente a la de mamíferos africanos, donde la condujo a un escaparate de antílopes embalsamados. Pertenecían a las especies pequeñas y medianas: impalas, gacelas de Thompson y de Grant, gerenuk y otras.

–Madoqua harperii -dijo, señalando una pequeña criatura en un rincón de la muestra -. El dik-dik de Harper, también llamado dik-dik rayado.

Era un animalito insignificante, poco más grande que una liebre de buen tamaño. La piel parda tenía rayas más oscuras sobre los hombros y el lomo, y la nariz era una probóscide prensil.

–Un poco raído -comentó con cautela para no ofenderlo, ya que por alguna razón inexplicable parecía encantado con el ejemplar. – ¿Es muy importante?

¿Importante? – exclamó, atónito -. Pregunta si es importante. – Alzó la vista al cielo y nuevamente, ella no pudo contener la risa ante sus payasadas. – Que se sepa, es el único ejemplar existente. Es una de las criaturas más raras del mundo. Tan rara, que probablemente está extinguida. Muchos zoólogos creen que es apócrifo, que nunca existió. Dicen que mi venerado bisabuelo inventó el bicho para que llevara su nombre. Un erudito sugiere que tomó la piel de una mangosta rayada y la estiró sobre el cuerpo de un dik-dik común. ¿Qué me dice de esta acusación tan nefanda?

Semejante injusticia me sobrecoge -dijo ella, riendo.

–No es para menos. Porque nos vamos a África en busca de otro ejemplar de Madoqua harperii a fin de reivindicar el honor de la familia.

–No comprendo.

–Venga, le explicaré. – Fueron a su estudio, donde él revolvió los papeles sobre su escritorio hasta encontrar una libreta encuadernada en cuero marroquí rojo. Las tapas estaban desteñidas, manchadas por el agua y el sol tropical; las esquinas y el lomo estaban gastados.

–Este es el diario de caza del viejo sir Jonathan -dijo al abrirlo. Entre las hojas había flores silvestres secas que seguramente estaban ahí desde hacía casi un siglo. El texto estaba ilustrado con dibujos de hombres y animales y paisajes en tinta amarilla desteñida. Nicholas leyó la fecha que encabezaba una página.

2 de febrero de 1902. Campamento en río Abbay. Seguimos rastro de dos grandes elefantes machos todo el día. No los encontramos. Calor muy intenso. Hombres agotados. Abandonamos caza y volvimos a campamento. Durante el regreso, vi pequeño antílope pastando junto al río. Lo maté de un solo tiro con el fusil Rigby. Al examinarlo vi que era un ejemplar del género Madoqua. Sin embargo, era de una especie que nunca había visto, más grande que el dik-dik común, con rayas. Creo que es un ejemplar desconocido por la ciencia.

Alzó la vista:

–Creo que el bisabuelo Jonathan nos ha dado el mejor de los pretextos para recorrer la quebrada del Abbay. – Cerró la libreta antes de proseguir: -Como dijo usted, montar nuestra propia expedición nos llevaría meses de planificación y organización, y los gastos serían enormes. Tendríamos que pedir autorización al gobierno etíope. En un país africano, ese trámite demora meses, años.

–No creo que el gobierno etíope se muestre muy dispuesto a ayudarnos si se entera de nuestras verdaderas intenciones -acotó ella.

–En cambio, hay varias empresas organizadoras de safaris que operan legalmente en el país. Tienen los permisos, los contactos oficiales, los vehículos, equipos y logística necesarios para viajar a las zonas más remotas y acampar allá. Las autoridades están acostumbradas a los cazadores extranjeros que van y vienen con esas empresas. En cambio, un par de ferengi husmeando por su cuenta atraería a los militares locales y a la población como la miel a las moscas.

–¿Significa que nos haremos pasar por cazadores de dik-diks?

–Ya hice las reservas con un organizador de safaris en Addis Abeba, la capital. Mi plan requiere dividir el proyecto global en tres etapas distintas. La primera es el reconocimiento del terreno. Si encontramos el rastro, volveremos luego con gente y equipos propios. Ésa será la segunda etapa. La tercera será la de sacar el botín de Etiopía. Le digo por experiencia que no será precisamente lo más fácil de la operación.

–¿Cómo hará para… -empezó a preguntar, pero él alzó las manos.

–No pregunte, a esta altura no tengo la menor idea. Paso a paso.

–¿Cuándo partimos?

–Ahora le digo, pero antes quiero hacerle otra pregunta. ¿Su interpretación del enigma de Taita está explicada en los apuntes que le robaron en el oasis?

–Sí, en los apuntes o el microfilm. Lo siento.

–O sea que los malos de la película la conocen tal como la conozco yo.

–Lamentablemente, es así.

–En ese caso, la respuesta a su pregunta sobre cuándo partimos es tout de suite, y cuanto antes, mejor. Tenemos que llegar a la quebrada del Abbay antes que la competencia. Conocen sus conclusiones e hipótesis desde hace casi un mes. Podemos suponer que ya están en camino.

–¿Cuándo nos vamos? – repitió con avidez.

–He reservado plazas en el vuelo de British Airways a Nairobi del próximo sábado, o sea, pasado mañana. Allí tomaremos un vuelo de Air Kenya a Addis, donde llegaremos el domingo al mediodía. Esta noche iremos a Londres y nos instalaremos en mi apartamento. ¿Está vacunada contra la fiebre amarilla y la hepatitis?

–Sí, pero no tengo ropa ni nada. Salí de El Cairo con bastante apuro.

–Conseguiremos de todo en Londres. El problema de Etiopía es que en las tierras altas hace un frío de perros; y en el fondo de la quebrada, un calor de sauna.

Fue al pizarrón y empezó a marcar las tareas que había anotado.

–Iremos a una zona de mosquitos P. falciparum resistentes a la cloroquinina, así que le haré tomar Mefloquine… -Fue recorriendo la lista rápidamente.

–Es evidente que sus papeles de viaje están al día. Si no, no estaría aquí. Necesitamos visas para Etiopía, pero conozco a un tipo que las puede conseguir en veinticuatro horas.

Terminada la lista, le dijo que fuera a empacar los escasos efectos que había traído consigo de El Cairo.

Cuando salieron de Quenton Hall ya era de noche, pero se detuvieron una hora en el hospital York Minster para que Royan se despidiera de su madre. Él la esperó en un pub al otro lado del camino y cuando volvieron al Range Rover olía a cerveza Theakston Old Peculier. Era un agradable aroma a levadura, y ella se sentía tan segura con él que se recostó en el asiento y se durmió.

Su casa de Londres estaba en Knightsbridge. A pesar del barrio residencial, la casa era mucho menos imponente que Quenton Hall y se sintió mucho más cómoda, aunque sólo pasaron allí dos días. Durante ese lapso vio muy poco a Nicholas, que se ocupaba de los trámites de último momento. Algunos de éstos incluyeron visitas al Ministerio de Relaciones Exteriores en Whitehall, de donde volvió con cantidades de cartas de presentación a importantes funcionarios, embajadores británicos y altos comisionados en todos los países del África oriental.

–Si se le pregunta a un inglés -pensó con sorna – negará la existencia de los privilegios de clase y que el país es gobernado por una camarilla de amigos y conocidos.

Mientras él se ocupaba de los trámites, ella hacía las compras que le había indicado. Aunque se encontraba en la capital más segura del mundo, miraba constantemente atrás, entraba y salía de baños y estaciones de subterráneos para cerciorarse de que no la seguían.

"Te portas como una nenita que no encuentra a su papá", se dijo.

Sin embargo, cada noche experimentaba una sensación de alivio verdaderamente irracional cuando lo oía abrir la puerta de la casa desierta donde ella lo aguardaba, y tenía que contenerse para no correr a su encuentro.

El sábado a la mañana, cuando el taxi los dejó en la Terminal Cuatro del aeropuerto de Heathrow, Nicholas contempló el equipaje de ambos con satisfacción. Ella tenía un bolso de lona del mismo tamaño que el suyo y la cartera colgada del hombro. Él llevaba su fusil de caza en un gastado estuche de cuero con sus iniciales repujadas en la tapa. Tenía cien proyectiles en un cargador separado del arma y llevaba un portafolio de cuero que parecía una antigualla victoriana.

–Viajar con poco es una gran virtud. El Señor nos libre de las mujeres con grandes equipajes -dijo. Rechazó al changador, cargó el equipaje en un carrito y él mismo lo empujó. Milagrosamente, la multitud se abría a su paso. Inclinó su sombrero panamá sobre un ojo y ofreció su sonrisa más seductora a la chica del mostrador, que se puso colorada y muy nerviosa.

Lo mismo sucedió en el avión. Las dos azafatas se reían como tontas de todo lo que les decía, le ofrecían champagne y lo mimaban constantemente para fastidio de los demás pasajeros y de la misma Royan. Pero dio la espalda a todo y a todos y se acomodó para disfrutar del lujo desusado de un asiento de primera clase provisto de pantalla de vídeo individual. Trató de concentrarse en Richard Gere, pero su mente estaba llena de imágenes de quebradas abruptas y estelas antiguas.

Cuando Nicholas le tocó el hombro, se volvió para mirarlo con cierta altivez. El había instalado un pequeño tablero de ajedrez en el apoyabrazos que separaba sus asientos; alzó una ceja e inclinó la cabeza a modo de invitación.

Cuando aterrizaron en el aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi, seguían trabados en una lucha a muerte. Estaban empatados en dos partidas cada uno, y ella tenía un alfil y dos peones de ventaja en la partida decisiva. Se sentía muy complacida.

El había reservado dos cabañas en los jardines del Hotel Norfolk de Nairobi. Ella se arrojó sobre la cama y diez minutos después recibió su llamada.

–El alto comisionado británico nos ha invitado a cenar esta noche. Es un viejo amigo. Vístase con ropa informal. ¿Estará lista a las ocho?

Viajar por el mundo con ese hombre no era demasiado sacrificado, pensó.

El vuelo de Nairobi a Addis Abeba era relativamente breve y el paisaje se desplegaba en una sucesión de escenas fascinantes que la mantuvieron pegada a la ventanilla del avión de Air Kenya. Por una vez, la cima venerable del monte Kenia estaba despejada de nubes, y el doble pico cubierto de nieve resplandecía bajo el sol.

En los áridos desiertos pardos del Northern Frontier District sólo se destacaban las colinas verdes que rodeaban el oasis de Marsabit y, por el lado de babor, las aguas resplandecientes del lago Turkana, antes llamado lago Rodolfo. Tras el desierto apareció el altiplano de la gran meseta central de Etiopía, nación antigua.

–La única civilización africana anterior a ésta fue la de Egipto -comentó Nicholas mientras contemplaban el paisaje -. Era un pueblo culto cuando los pueblos de los climas boreales nos cubríamos con pieles sin curtir y vivíamos en cavernas. Mientras los europeos eran paganos que adoraban a Pan, Diana y otros dioses antiguos, ellos ya eran cristianos.

–Ya era un pueblo civilizado cuando Taita pasó por aquí hace cuatro milenios -acotó ella -. En sus papiros dice que esta cultura era casi tan desarrollada como la suya, cosa rara en él. Despreciaba todas las demás naciones del mundo antiguo y las consideraba inferiores a la suya en todo sentido.

Vista desde el aire, Addis Abeba se parecía a muchas otras ciudades africanas, una mezcla de lo nuevo y lo viejo, de estilos arquitectónicos tradicionales y foráneos, techos de paja junto a otros de hierro galvanizado y tejas de barro cocido. Los muros redondos de los antiguos tukul de barro y mimbre contrastaban con las formas rectangulares y los planos geométricos de los edificios altos de ladrillos, los apartamentos y las villas de los ricos, los edificios de gobierno y la faraónica sede de la Organización de Unidad Africana, decorada con banderas.

Los rasgos característicos de las regiones circundantes eran las plantaciones de altos eucaliptos, los ubicuos gomeros azules que proveían leña. Era el único combustible de que disponían muchos en esta tierra pobre, desgarrada por las guerras, devastada durante siglos por ejércitos invasores y, recientemente, por doctrinas políticas foráneas.

En comparación con Nairobi, el aire del altiplano era fresco y agradable cuando Royan y Nicholas bajaron del avión y cruzaron la plataforma hacia la terminal. Cuando entraron, y antes de acercarse a los mostradores de migraciones, alguien lo llamó por su nombre.

–¡Sir Nicholas!

Se volvieron para ver a una joven alta que se deslizaba hacia ellos con la elegancia de una bailarina y una cálida sonrisa en su rostro oscuro de rasgos muy finos. Vestía la larga falda tradicional, que realzaba sus movimientos.

–Bienvenidos a mi país, Etiopía. Soy Woizero Tessay. – Miró a Royan con interés: -Usted debe ser Woizero Royan. – Le tendió la mano y Nicholas vio que las dos mujeres congeniaban al instante.

–Si me permiten sus pasaportes, me ocuparé de los trámites mientras ustedes esperan en la sala VIP. Lo espera un señor de la embajada británica, Sir Nicholas. No sé cómo se enteró de su arribo.

Una sola persona se encontraba en la sala VIP. Vestía un elegante traje tropical y la corbata a rayas diagonales anaranjadas, amarillas y azules de la academia militar de Sandhurst. Al ver a Nicholas, fue derecho a su encuentro.

–Nicky, cómo estás. Me alegro de verte. La última vez fue hace doce años, ¿no?

–Qué tal, Geoffrey. No sabía que estabas aquí.

–Agregado militar. Su Excelencia me envió a recibirte apenas le dije que fuimos camaradas en Sandhurst. – Geoffrey miró a Royan con interés, y Nicholas los presentó con aire resignado.

–Geoffrey Tennant. Cuidado con él. El macho cabrío más audaz del hemisferio norte. Ninguna chica está segura a menos de mil metros de él.

–Oye, no exageres -dijo Geoffrey, evidentemente encantado por la presentación -. Por favor, no le crea una palabra, doctora Al Simma. Es un mentiroso conocido.

Geoffrey llevó a Nicholas aparte y le explicó brevemente la situación del país, en particular en las regiones alejadas de la capital.

–Su Excelencia está preocupado. No le gusta la idea de que vayas por ahí por tu cuenta. Hay muchos tipos peligrosos allá en el Gojam. Le dije que sabes cuidarte.

Woizero Tessay volvió en un lapso increíblemente breve.

–Ya pasó todo el equipaje, incluso el arma y las municiones. Aquí tiene su permiso de estada. Debe tenerlo consigo en todo momento mientras permanezca en Etiopía. Aquí están los pasaportes con las visas, todo en orden. El vuelo al lago Tana parte dentro de una hora, así que tenemos tiempo de sobra para presentarnos.

–El día que necesité un puesto, venga a verme -dijo Nicholas, impresionado por su eficiencia.

Geoffrey Tennant los acompañó hasta el salón de partidas y les estrechó las manos.

–Si puedo ayudarte en algo, no vaciles, Nicky. Servir para mandar.

–¿Qué es eso de servir para mandar? – preguntó Royan cuando se dirigían al avión.

–La divisa de Sandhurst.

–Qué bien, Nicky -murmuró ella.

–Nicholas me parece más digno y apropiado.

–Sí, pero Nicky suena tan lindo.

El avión Twin Otter que los llevaba hacia el norte en el último tramo del viaje se sacudía en el aire alto y enrarecido, agitado por las corrientes que subían de las montañas. Aunque se encontraban a quinientos metros sobre el nivel del mar, distinguían las aldeas y los escasos campos cultivados diseminados sobre el terreno. Sometida durante siglos a métodos primitivos de agricultura y al pastoreo incontrolado de los rebaños, la tierra parecía árida y pobre; los huesos de piedra asomaban sobre la delgada carnadura roja de la superficie.

Delante de ellos, la meseta que sobrevolaban estaba partida por un abismo monstruoso, como si una espada colosal hubiera abierto la tierra hasta sus entrañas.

–¡El río Abbay! – Tessay se inclinó hacia adelante para tocar el hombro de Royan.

El borde del desfiladero estaba bien definido y la ladera bajaba a un ángulo de treinta grados. En lugar de la llanura árida de la meseta aparecía la densa vegetación de los muros del desfiladero. Distinguían los brazos en candelabro del euforbio gigante que se alzaba sobre la selva densa. En algunos lugares se habían derrumbado los muros y aparecían laderas de guijarros; en otros, se alzaban montículos y agujas que el ingenio monstruoso de la erosión había convertido en figuras humanas y de criaturas fantásticas.

La quebrada se hundía cada vez más, y cuando el avión cruzó el abismo pudieron ver el fondo, casi dos kilómetros más abajo, por donde discurría el río como una víbora brillante. El embudo de los muros superiores formaba un borde secundario donde empezaban los precipicios desnudos del desfiladero inferior, que se alzaba hasta unos doscientos metros sobre las aguas del Nilo. Allá en el fondo, entre los terribles acantilados, el río formaba charcos oscuros y largos tramos rectos a través de la arenisca roja. En algunos lugares el desfiladero tenía sesenta kilómetros de ancho, en otros se reducía a menos de quince, pero su grandeza y desolación eran infinitas y eternas. El hombre no había dejado huella alguna en él.

–Pronto estarán allá abajo -dijo Tessay con voz tan admirada que era casi un susurro, y nadie le respondió. Las palabras estaban de más en presencia de la naturaleza tan salvaje y atroz.

Contemplaron casi con alivio el muro boreal que se alzaba frente a ellos y los picos altos de los montes Choke perfilados contra el cielo azul de África, más altos que su frágil avión.

El aparato giró para iniciar el descenso y Tessay señaló el extremo del ala de estribor.

–El lago Tana -informó. Era un espejo de agua ancho y hermoso, salpicado de islas, cada una con su antiguo monasterio o iglesia. Durante el descenso sobre el agua distinguieron a los sacerdotes de sotana blanca que navegaban entre las islas en sus botecitos tradicionales de haces de papiro.

El Otter descendió sobre la pista de tierra junto al lago y al carretear alzó una gran nube de polvo. Giró y se detuvo frente a la desvencijada terminal de adobe con techo de paja.

La luz del Sol era tan fuerte que Nicholas sacó anteojos para sol del bolsillo de su chaqueta parda y se los puso. Desde lo alto de la escalerilla miró las marcas de proyectiles y esquirlas en las sucias paredes blancas de la terminal, y el casco quemado de un tanque ruso T35 en el borde de la pista. El cañón giratorio apuntaba hacia el suelo y la hierba crecía entre las orugas oxidadas.

Los otros pasajeros se arremolinaban impacientes a su espalda, lo empujaban y lanzaban exclamaciones al ver a sus amigos o parientes que los esperaban a la sombra de los eucaliptos junto a la terminal. El único vehículo estacionado en el lugar era un Toyota Land Cruiser. En la portezuela del conductor estaba pintada una cabeza de nyala de monte de cuernos largos y retorcidos como un sacacorchos; la inscripción debajo de ésta decía "Wild Chase Safaris". Un hombre blanco estaba sentado detrás del volante.

Cuando Nicholas bajó la escalerilla seguido por las dos mujeres, el conductor bajó de la camioneta y caminó a su encuentro. Vestía camisa y pantalón pardos de monte, era alto y esbelto y su paso era ágil.

Cuarenta y pico de años, pensó Nicholas al ver las canas que mechaban su barba corta. Un duro, pensó. Tenía el pelo castaño cortado al ras; sus ojos celestes eran los de un matador. Una cicatriz blanca surcaba su mejilla hacia arriba y le deformaba la nariz.

Tessay presentó en primer lugar a Royan. Él se inclinó brevemente al estrechar su mano.

Enchanté -dijo con un espantoso acento francés y se volvió hacia Nicholas.

–Le presento a mi esposo, Alto Boris -dijo Tessay -. Boris, él es Alto Nicholas.

–Hablo muy mal el inglés -dijo Boris -. Mejor el francés. No hay gran diferencia, pensó Nicholas, pero sonrió amablemente:

–En ese caso, hablemos francés. Bonjour, monsieur Brusilov. Encantado de conocerlo. – Tendió su mano al ruso.

Boris la tomó con fuerza… con fuerza excesiva. Convertía el saludo en una prueba, pero Nicholas lo había previsto. Conocía a los tipos como él y le había aferrado la mano de manera tal que no pudiera aplastarle los dedos. Soportó la presión sin permitir que el esfuerzo alterara su sonrisa despreocupada. Boris cedió, y por un instante apareció una chispa de respeto en sus ojos celestes.

–¿Así que quiere un dik-dik? – preguntó con una sombra de desdén -. La mayoría de mis clientes quieren elefante grande, o por lo menos nyala de monte.

–Demasiado para mis nervios -dijo Nicholas con una sonrisa -. Son tan grandes… El dik-dik es presa suficiente.

–¿Alguna vez ha estado en el fondo de la quebrada? – preguntó. Su acento ruso deformaba las palabras francesas, las volvía difíciles de entender.

–Sir Nicholas fue uno de los jefes de la expedición de 1976 -dijo Royan con una sonrisa. Su intervención inesperada causó gracia a Nicholas. Ella había percibido el antagonismo entre los dos y había acudido en su ayuda.

Boris gruñó y se volvió hacia su esposa:

–¿Trajiste todas las provisiones? – preguntó bruscamente.

–Sí, Boris -respondió sumisa -. Están en el avión.

Le tiene miedo, pensó Nicholas. Y con razón.

–Bueno, a trabajar. Nos espera un viaje largo.

Los dos hombres ocuparon los asientos delanteros del Toyota. Las mujeres se sentaron atrás, entre los paquetes. Nicholas sonrió para sus adentros: etiqueta africana, pensó. Los hombres primero; las mujeres, que se arreglen.

–No quieren hacer el circuito turístico, ¿no? – preguntó Boris en un tono casi amenazante.

–¿Qué es eso?

–La salida del lago y la usina -explicó -. El puente portugués sobre la quebrada y el lugar donde nace el Nilo Azul. – Pero sin darles tiempo a responder, advirtió: -Si quieren ir allá, no llegaremos a campamento antes que anochezca.

–Le agradezco la invitación -dijo Nicholas amablemente -, pero ya he visto todo eso.

–Muy bien -dijo Boris con evidente satisfacción -. Vámonos de aquí.

El camino torcía hacia el oeste, al pie de las montañas altas. Era el Gojam, tierra de montañeses altivos. Era una región populosa, donde hombres altos y delgados arreaban manadas de cabras y ovejas, llevando sus largos báculos cruzados sobre los hombros. Hombres y mujeres vestían shammas, chales de lana y bombachas blancas, y calzaban sandalias.

Era un pueblo de rasgos altivos y muy bellos, cabelleras tupidas rodeándoles las cabezas como si fueran aureolas y ojos fieros como los del águila. La mayoría de los hombres estaban armados. Cargaban enormes espadas enfundadas en vainas plateadas y fusiles de asalto AK47.

–Así se sienten muy hombres -dijo Boris con su risa despectiva -. Muy valientes, machos de verdad.

En las aldeas, las chozas eran los tukul de paredes circulares rodeados por plantaciones de eucaliptos y el sisal erizado de espinas.

Magulladas nubes violetas de tormenta irrumpían sobre los altos picos de los montes Choke y los empapaban con chaparrones. Las gotas de lluvia, grandes como monedas plateadas, repiqueteaban sobre el parabrisas del Land Cruiser; bajo las ruedas, el camino se volvía un río barroso.

El camino estaba en condiciones deplorables; en algunos lugares se volvía una hondonada rocosa que no podía atravesar ni siquiera un vehículo como el Toyota, con tracción en las cuatro ruedas; entonces Boris tenía que abrir su propia huella entre los guijarros de la ladera. En algunos tramos, aunque avanzaban a paso de hombre, apenas lograban mantenerse en sus asientos mientras las ruedas saltaban sobre el terreno disparejo.

–Negros de mierda, ni se les ocurre mantener los caminos -gruñó Boris -. Les gusta vivir como animales.

Nadie respondió. Nicholas miró las caras de las dos mujeres en el espejo retrovisor. Inmutables, si se sentían ofendidas por la observación se esforzaban por ocultarlo.

A medida que avanzaban, el camino, malo desde el comienzo, empeoraba aún más. La superficie fangosa mostraba huellas de vehículos pesados.

–¿Tráfico militar? – preguntó Nicholas, alzando la voz para hacerse oír sobre la lluvia.

–En parte sí -informó Boris con un gruñido -. Los shufta están muy activos en la zona de la quebrada. Son bandidos y señores de la guerra disidentes. Pero la mayor parte del tráfico pertenece a la prospección minera. Una de las empresas grandes tiene una concesión en el Gojam y están a punto de empezar a operar.

–No hemos visto vehículos civiles -dijo Royan -. Ni siquiera transporte público.

–Acaba de terminar un período terrible de nuestra historia tan larga y agitada -le respondió Tessay -. Somos una economía agraria. Antes nos llamaban el granero de África, pero cuando Mengistu tomó el poder, nos llevó hasta el borde de la pobreza. Usó el hambre como arma política. Todavía sufrimos muchísimo. Muy pocos en nuestro pueblo pueden darse el lujo de un vehículo motorizado. La mayoría se pregunta cómo alimentar a sus hijos.

–Tessay es licenciada en economía de la Universidad de Addis -dijo Boris con una risita -. Es muy inteligente. Sabe de todo. Pregúntele lo que quiera: historia, religión, economía, le responderá cualquier pregunta. – El desaire sumió a Tessay en el mutismo.

Hacia la media tarde dejó de llover y el Sol asomó tímidamente entre las nubes. Boris detuvo el Toyota en un tramo desierto del campo.

–Hora de hacer pipí o popo -dijo.

Las muchachas se alejaron de la camioneta y desaparecieron entre las piedras. Cuando volvieron, las dos vestían los shammas y las bombachas típicas de la región.

–Tessay me ha regalado la vestimenta típica de Tigre -dijo Royan. Giró frente a Nicholas para obtener su opinión.

–Le queda muy bien. Y se sentirá más cómoda con pantalones.

Caía el sol cuando el camino bajó a un valle rocoso por cuyo fondo corría un río de márgenes altas y escarpadas. Sobre el río se alzaba una iglesia blanca de paredes circulares con una cruz copta de madera en el techo de juncos. La aldea de tukuls rodeaba la iglesia.

–Debra Maryam -dijo Boris con satisfacción -. La colina de la Virgen María, y el río es el Dandera. Mis hombres se adelantaron en el camión grande. Montarán el campamento y nos esperarán allá. Pasaremos la noche aquí y mañana iremos río abajo hasta el borde de la quebrada.

Los empleados de Boris habían levantado carpas en un bosquecillo de eucaliptos más allá de la aldea.

–La segunda carpa es para ustedes. – Boris la señaló con el dedo.

–Para Royan está bien -dijo Nicholas -. Necesito otra carpa para mí.

–Dik-dik y carpas separadas. – Boris lo miró con sus ojos pálidos y desdeñosos. – Todo un hombre. ¡Uy, qué impresionante!

Ordenó a los gritos a sus hombres que levantaran otra carpa junto a la primera. Las paredes laterales casi se rozaban.

–Tal vez se decida durante la noche -dijo con una sonrisa lasciva -. No quiero que camine demasiado.

La ducha para bañarse era un barril colgado de las ramas inferiores de un gomero rodeado por una carpa de lona sin techo. Royan fue la primera en bañarse. Al volver lucía feliz y descansada, y tenía el pelo envuelto en una toalla húmeda.

–¡Ahora usted, Nicky! – exclamó al pasar frente a su carpa -. Hay agua caliente, todo un lujo.

Cuando Nicholas terminó de bañarse y cambiarse, ya era de noche. Cruzó el campamento a la carpa comedor donde los demás estaban sentados en sillas de lona en torno del fuego. Las dos mujeres conversaban en voz baja. Boris había alzado los pies sobre la mesa y tenía un vaso en la mano. Al ver aparecer a Nicholas, señaló la botella de vodka:

–Sírvase un trago. Hay hielo en el balde.

–Prefiero una cerveza -dijo Nicholas -. El paseo me dio mucha sed.

Boris se encogió de hombros y ordenó a los gritos al mayordomo del campamento que trajera una botella color caramelo del refrigerador portátil de gas.

–Le diré un secreto. – Sonrió al servirse más vodka. – Hace años que no existe el dik-dik rayado. Tal vez nunca existió. Pierde su tiempo y su dinero.

–Efectivamente -asintió Nicholas -, es mi tiempo y mi dinero.

–Sólo porque un viejo idiota mató uno hace mil años, no piense que va a encontrar otro. Podemos ir a las plantaciones de té en busca de elefantes. Hace menos de diez días vi tres machos allá. Todos con colmillos de más de cincuenta kilos cada uno.

Mientras discutían, el nivel de la botella de vodka descendía como el del Nilo después de las inundaciones. Cuando Tessay les dijo que la cena estaba servida, Boris llevó consigo la botella; tropezó antes de llegar a la mesa. Durante la cena, sólo abrió la boca para regañar a Tessay.

–El cordero está crudo. ¿Por qué no vigilas al cocinero para que haga las cosas bien? Monos de mierda, no se los puede dejar solos para nada.

–¿Encuentra el cordero demasiado crudo, Alto Nicholas? – preguntó Tessay sin mirar a su esposo -. Le diré que lo cocine un poco más.

–Gracias, está perfecto. Me gusta muy jugoso.

Cuando terminaron de cenar, la botella de vodka de Boris estaba vacía y él tenía la cara roja y congestionada. Se paró sin decir palabra y desapareció en la oscuridad rumbo a su carpa. Se tambaleaba y un par de veces tuvo que ejecutar un paso de baile para conservar el equilibrio.

–Mis disculpas -susurró Tessay -. Sólo sucede de noche. Durante el día está bien. El vodka es una tradición rusa. – Su sonrisa era alegre, pero no podía ocultar la tristeza de su mirada.

–La noche está hermosa y es muy temprano para retirarse. ¿Quieren conocer la iglesia? Es muy antigua y famosa. Haré que un empleado nos acompañe con la linterna para que puedan ver los murales.

El sirviente los precedió para iluminar su camino y un anciano sacerdote los aguardaba en el pórtico del edificio circular para darles la bienvenida. Era muy flaco y tan negro que sólo sus dientes brillaban en la oscuridad. Tenía una magnífica cruz copta de plata nativa maciza con cornalinas y otras piedras semipreciosas engastadas.

Royan y Tessay se arrodillaron frente a él para pedir la bendición. Les golpeó las mejillas suavemente con la cruz, hizo una genuflexión y murmuró la bendición en amhárico. Luego los invitó a pasar.

Los muros estaban cubiertos de magníficas pinturas en colores primarios brillantes. Resplandecían como joyas a la luz de la linterna. El estilo mostraba una fuerte influencia bizantina: los santos tenían enormes ojos rasgados y grandes halos dorados sobre sus cabezas. Encima del altar decorado con oropel y bronce, la Virgen acunaba al niño mientras los tres reyes magos y una multitud de ángeles lo adoraban de rodillas. Nicholas sacó la cámara Polaroid del bolsillo y encendió el flash. Se paseó por el interior y fotografió los murales mientras Tessay y Royan se arrodillaban juntas frente al altar.

Después de fotografiar cuanto deseaba, Nicholas se sentó en uno de los reclinatorios tallados a mano y contempló sus caras absortas, iluminadas por la luz dorada de las velas, conmovido por la belleza de la escena, "Ojalá yo tuviera tanta fe", pensó, no por primera vez. "Ojalá pudiera rezar así por Rosalind y las nenas." No pudo soportarlo más; salió y se sentó en los escalones del pórtico a contemplar el cielo nocturno.

En el aire enrarecido y puro del altiplano, las estrellas eran tan deslumbrantes que era difícil distinguir las constelaciones. Después de un rato se disipó su tristeza. Era bueno estar de vuelta en África.

–¡Las mujeres salieron de la iglesia. Nicholas dio al sacerdote un billete de cien birr y una fotografía Polaroid de él mismo, que evidentemente gustó al anciano mucho más que el dinero. Los tres bajaron la cuesta en amable silencio.

–¡Nicky! – Royan lo sacudió hasta despertarlo. Al sentarse y encender la luz, vio que se había echado un chal de lana sobre su pijama masculino rayado antes de entrar en su carpa.

¿Qué pasa? – preguntó, pero antes de que pudiera responderle oyó una voz ronca y furiosa que vociferaba insultos en la noche, seguida por el ruido inconfundible de un puñetazo en una cara.

–Le está pegando -dijo Royan con la voz alterada por la indignación -. Deténgalo.

Después del golpe oyeron un grito seguido por sollozos.

Nicholas vaciló. Sólo un idiota se interpone entre un hombre y su mujer, y en general sólo consigue que ambos lo ataquen como fieras.

–Tiene que hacer algo, Nicky. Por favor.

Bajó las piernas a regañadientes y se paró. Llevaba shorts y no se molestó en buscar sus zapatos. Ella lo siguió, descalza como él, al borde del bosquecillo donde se encontraba la carpa de Boris, más allá del comedor.

Una lámpara encendida en el interior arrojaba sombras enormes sobre las paredes de lona. Boris había aferrado a su mujer por el pelo y la arrastraba por el suelo mientras vociferaba en ruso.

–¡Boris! – Nicholas tuvo que llamarlo tres veces antes de que lo oyera. Entonces miraron las sombras chinescas en la pared de la carpa cuando él la arrojó al suelo y apartó la cortina de la entrada.

Sólo llevaba puestos los calzoncillos. Su torso era esbelto y musculoso, el pecho plano, duro, cubierto de vello cobrizo. Tendida boca abajo en el piso, Tessay lloraba con la cara apoyada en las manos. Estaba desnuda, y los planos de su cuerpo eran esbeltos como los de una pantera.

–Qué diablos pasa? – preguntó bruscamente Nicholas. Apenas empezaba a sentir furia por la angustia y la humillación de esa mujer amable y gentil.

–Le estoy enseñando modales a la negra puta -dijo Boris con evidente regocijo. Su cara estaba hinchada por la bebida y la pasión. – No es asunto suyo, inglés, a menos que quiera pagar para pasar un rato con la chancha. – Su risa era horrible.

–¿Está bien, Woizero Tessay? – Nicholas miró directamente a la cara de Boris para ahorrarle a ella la humillación adicional de mostrarse desnuda a otro hombre.

Tessay se sentó, alzó las rodillas contra su pecho y las abrazó para cubrirse.

–Todo está bien, Alto Nicholas. Por favor, váyase antes de que suceda algo peor. – La sangre que manaba de su nariz caía en su boca y le manchaba los dientes.

–¿Oyó a mi esposa, inglés hijo de puta? ¡Váyase! Ocúpese de lo suyo, salvo que quiera también una lección de modales.

Boris se tambaleó hacia él para apoyarle la mano abierta en el pecho. Nicholas dio un paso al costado con la elegancia del matador que esquiva el primer embiste del toro. Llevado por su propio impulso, Boris avanzó hasta perder el equilibrio. Cruzó el campo, chocó con una silla y cayó.

–¡Royan, llévela a su carpa! – ordenó en voz baja. Royan entró en la carpa, tomó una sábana del catre más cercano, la extendió sobre los hombros de Tessay y la ayudó a pararse.

–Por favor, no lo haga -dijo Tessay entre sollozos -. No saben lo que es capaz de hacer en este estado. Alguien podría quedar lastimado.

A pesar de su llanto y sus protestas, Royan la llevó consigo y para entonces Boris había recuperado la vertical. Bramó con furia, tomó la silla que lo había hecho caer y de un tirón le arrancó una pata.

–¿Quiere jugar, inglés? Bueno, juguemos. – Se abalanzó sobre Nicholas, agitando la pata como un bastón ninja, y le lanzó un golpe a la cabeza que silbó en el aire. Nicholas lo esquivó, pero Boris le lanzó un nuevo golpe de revés al pecho bajo el brazo alzado. Le hubiera roto un par de costillas, pero Nicholas nuevamente lo eludió.

Empezaron a dar vueltas uno en torno del otro, cautelosamente, hasta que Boris volvió a atacar. Si los reflejos del ruso no hubieran estado entorpecidos por el alcohol, Nicholas jamás se habría arriesgado con un adversario tan diestro, pero Boris había perdido el control a tal punto que pudo penetrar su guardia agachándose bajo el brazo que blandía la pata de la silla. Se enderezó y con todo el peso de su cuerpo detrás del golpe le dio un puñetazo en la boca del estómago, justo debajo del esternón. El ruso soltó el aliento en un fuerte estertor.

La pata de la silla cayó de su mano, se dobló en dos y se derrumbó. Hecho un ovillo en el polvo, se tomó el vientre y jadeó para recuperar el aliento. Nicholas se inclinó sobre él y le habló suavemente en inglés:

–Con esta conducta no vamos a ninguna parte, mi viejo. No nos gusta pegarles a las chicas. Por favor, que no se repita. – Se enderezó y se volvió hacia Royan: -Llévela a su carpa y que duerma ahí. – Se apartó el pelo de la cara: -Y ahora, si nadie tiene algo más que decir, me gustaría dormir un rato.

La lluvia volvió durante la madrugada. Los goterones caían sobre la lona y los relámpagos iluminaban el interior de la carpa con un resplandor siniestro. Sin embargo, cuando llegó la mañana y Nicholas fue a la carpa comedor a desayunar, el cielo estaba despejado y la luz del sol era deslumbrante y cálida. El dulce aire de montaña olía a tierra mojada y hongos.

Boris recibió a Nicholas con campechana jovialidad.

–Buen día, inglés. Buena diversión tuvimos anoche. Todavía no puedo parar de reír. Un día de estos tomamos un poco más de vodka y nos divertimos más. – Alzó la voz: -Oye, señora Sol, dale de comer a tu amiguito. Está famélico después de la diversión de anoche.

Callada y discreta, Tessay supervisó el servicio de desayuno. Tenía un ojo hinchado y un corte en el labio. No miró a Nicholas una sola vez.

–Seguiremos adelante -dijo Boris alegremente mientras sorbían café -. Mis sirvientes levantarán el campamento y nos seguirán en el camión grande. Con suerte, esta noche llegaremos al borde de la quebrada y mañana iniciaremos el descenso.

Cuando subían al camión, Tessay pudo decirle unas palabras sin que Boris la oyera:

–Gracias, Alto Nicholas. Pero fue imprudente de su parte. Usted no lo conoce. Debe tener mucho cuidado. El no olvida ni perdona.

Desde la aldea de Debra Maryam, Boris tomó un camino secundario que bordeaba el río Dandera hacia el sur. El camino que habían recorrido el día anterior desde el lago Tana aparecía en el mapa como una ruta principal. Su estado era bastante malo. Pero la huella que seguían ahora era un camino secundario, "transitable según el estado del tiempo", según el mapa. Para colmo de males, parecía que la mayor parte del tráfico pesado que había destrozado la ruta principal había tomado la misma huella. Llegaron a un lugar donde aparentemente un vehículo gigantesco se había atascado en la tierra saturada de agua. Las máquinas usadas para sacarlo de ahí habían dejado campos arrasados y un cráter de bomba como los que aparecen en esas viejas fotos de la campiña de Flandes durante la Primera Guerra Mundial.

En dos ocasiones, el Toyota quedó atascado en el terreno intransitable. Cada vez que sucedió, los alcanzó el camión y todos los sirvientes bajaron para empujar la camioneta. Nicholas se desnudó de la cintura para arriba y se hundió en el barro para dar una mano.

Si escuchara mi consejo -gruñó Boris -, no sucedería esto. Donde usted quiere ir no hay caza ni caminos dignos de ese nombre.

Poco después del mediodía se detuvieron junto al río para almorzar al aire libre. Nicholas fue a una laguna junto al camino a lavarse el barro y la mugre de la mañana. Se había esforzado más que nadie para asegurar que el Toyota siguiera adelante. Royan lo siguió por la ladera y se sentó sobre una roca mientras él se quitaba la camisa y se arrodillaba en la orilla a lavarse con el agua fría de montaña. El río estaba amarillento por el barro y crecido a causa de las lluvias.

–Me parece que Boris no se creyó el cuento sobre el dik-dik rayado -dijo ella -. Tessay me dijo que sospecha de nuestras intenciones. – Miró con interés mientras él se enjuagaba el pecho y los antebrazos. Donde no estaba tostada por el sol, su piel era muy blanca y sin manchas. El vello del pecho era espeso y oscuro. Le gustó mirar su cuerpo.

–Creo que es la clase de tipo que registraría nuestro equipaje a la menor oportunidad -asintió Nicholas -. ¿No tenemos nada que le dé una pista? ¿Papeles, apuntes?

–Sólo la fotografía satelital. Tengo una taquigrafía propia para tomar apuntes. Nadie los entiende.

–Cuidado con lo que hablan con Tessay.

–Es un amor. No hay nada de taimado en ella -dijo acaloradamente en defensa de su nueva amiga.

–No digo eso, pero lo cierto es que está casada con el amigo Boris. Le debe lealtad a él antes que a nadie. Por más que simpaticemos con ella, no confiemos en ninguno de los dos. – Se secó, se puso la camisa y la abrochó. – Vamos a comer.

Junto al camión, Boris descorchaba una botella de vino blanco sudafricano y le sirvió un vaso a Nicholas. Lo habían puesto a refrescar en el río, y el sabor era seco y frutado. Tessay sirvió pollo frío e injera, galletas duras de pan ácimo del país hecho de maíz molido sobre las piedras. Las molestias y esfuerzos de la mañana se desvanecieron de sus mentes cuando se tendieron de espaldas sobre la hierba para contemplar un buitre barbudo que planeaba en lo alto del cielo azul. El pájaro los vio y empezó a planear en lentos círculos mientras inclinaba la cabeza para mirarlos con curiosidad. Llevaba sobre los ojos una máscara negra como la de un salteador de los caminos, y las características plumas de la cola con forma de cuña jugaban con el viento así como los dedos de un pianista acarician los marfiles del teclado.

Cuando llegó el momento de partir, Nicholas le tomó la mano para ayudarla. Pocas veces tenían contacto físico, y ella tomó sus dedos durante un par de segundos más de lo estrictamente necesario.

El camino no mejoraba a medida que se acercaban al borde de la quebrada, y pasaron horas en ese camino que les sacudía los huesos. La huella pasaba sobre una cresta y bajaba por una ladera abrupta. A mitad de camino Boris lanzó unas palabrotas en ruso cuando al salir de una curva muy cerrada que bordeaba un muro de tierra estuvo a punto de chocar con un gran camión Diesel que casi le cerraba el paso.

Aunque seguían las huellas de ese convoy desde el día anterior, era la primera vez que se topaban con uno de los vehículos. Sorprendido, Boris clavó los frenos y sus pasajeros casi salieron volando de sus asientos, pero el Toyota siguió patinando sobre el barro de la pendiente. Boris tuvo que poner los cambios en baja y buscar la brecha angosta entre el muro y el camión.

Desde su asiento trasero, Royan contempló la alta carrocería del camión. El nombre y el logotipo de la empresa estaban pintados en rojo sobre el costado verde.

Al mirarlo, la embargó una fuerte sensación de deja vu. Estaba segura de que lo había visto antes, pero no recordaba cuándo ni dónde. Sólo sabía que era de importancia vital que lo recordara.

El costado del Toyota rayó la chapa del camión y por fin pudieron pasarlo. Boris se asomó por la ventanilla y agitó el puño hacia el conductor del camión.

Este era un hombre de la zona, probablemente contratado en Addis por el dueño del vehículo. Sonrió ante las payasadas de Boris, se asomó a su vez, agitó el puño y a último momento alzó el dedo medio.

–¡Comemierda! – rugió Boris, indignado porque lo habían vencido, pero no se detuvo -. No vale la pena hablarles. Esos monos negros no entienden nada de nada.

Durante el resto del viaje fatigoso, Royan estuvo sumida en un silencio absorto, agitada y perturbada por la convicción de que alguna vez había visto ese logotipo rojo del caballo alado y la bandera con el nombre de la empresa: