–Soldados, aquí. Acabemos de una vez.

Oyó sus pasos pesados y luego el ruido de los terrones al caer al hoyo.

–No veo nada, mi teniente -dijo una voz quejumbrosa -. ¿No puede encender la linterna?

–No necesitas luz para llenar un agujero -gruñó Hammed -. Vamos, terminen. Y pisotéenlo bien. No quiero que quede tierra suelta. A ver si alguien lo descubre.

Tendida en silencio, trató de sosegar el temblor de su cuerpo. Por fin cesaron los ruidos de las palas, y oyó nuevamente la voz de Hammed:

–Suficiente. Asegúrense de no dejar nada. ¡Al camión!

Se alejaron los pasos y las voces. Oyó el ruido lejano del motor, vio los faros que giraban al enfilar el camión en la dirección por donde había venido.

Mucho después que el ruido del motor hubo cesado, seguía tendida bajo las ramas muertas. Se estremecía de frío, lloraba de dolor y cansancio. Lentamente apartó las ramas y se arrastró hacia el árbol más próximo. Se tomó del tronco y pudo pararse, débil y tambaleante en la oscuridad.

Entonces la embargó la sensación de culpa. "Traicioné a Mek -pensó abrumada -. Les dije todo a sus enemigos. Debo advertirle. Debo volver y advertirle."

Se apartó del tronco y se tambaleó hacia la senda en medio de la oscuridad.

La única manera de averiguar si habían descifrado los códigos de Taita consistía en desarrollar su juego. Recorrieron minuciosamente los túneles del laberinto, siguiendo sus movidas y señalándolas en las paredes con marcas de yeso blanco. Había siete movidas inscritas en la cara "invierno" de la estela. La primera interpretación de los símbolos hecha por Royan les permitió desarrollar las primeras doce movidas. Entonces se encontraron en un pasadizo sin salida, rematado en una pared, que les impidió realizar la siguiente movida.

–¡Carajo! – Nicholas dio un puntapié a la pared, y al comprobar que con ello no conseguía nada, le arrojó el trozo de yeso blanco. – Si ese viejo desgraciado cayera en mis manos, la castración sería el menor de sus males.

–Lo siento. – Royan se apartó el pelo de los ojos. – Creí que lo había hecho bien. Deben de ser las cifras de la segunda columna. Habrá que invertirlas.

–Habrá que empezar otra vez -gimió Nicholas.

–Sí, desde el principio.

–¿Cómo nos enteraremos de si hicimos todo bien?

–Las pistas deben conducirnos a una de las combinaciones ganadoras, equivalente del jaque mate, en la decimoctava movida. Después no habrá otra movida lógica, y podremos suponer que resolvimos el enigma.

–¿Y qué encontraremos cuando lleguemos a esa posición?

–Te lo diré cuando lleguemos. – Sonrió con dulzura. – Ánimo, Nicky. Nuestros sufrimientos apenas comienzan.

Royan invirtió los valores de la segunda y tercera cifras de Taita para considerar aquélla el valor de hueco y ésta el de fila. Esta vez sólo pudieron realizar cinco movidas.

–Tal vez nos equivocamos al suponer que el tercer símbolo representa el nivel -sugirió Nicholas -. Volvamos al principio y apliquémosle el segundo valor.

–Nicky, ¿sabes cuántas combinaciones admiten estas tres variables? – Por fin empezaba a ganarla el desánimo. – Taita supone un conocimiento profundo del juego. Nosotros sólo tenemos algunas nociones fragmentarias. Es como si un gran maestro tratara de explicarle a un principiante las complejidades de la Defensa India del Rey.

–¡Y en ruso! – Nicholas le puso el broche a la comparación. – A este paso no llegaremos ni a la esquina. Creo que debemos cambiar el enfoque. Volvamos a los versículos entre las anotaciones.

–De acuerdo. Lo leeré. Presta atención. – Buscó sus apuntes. – El problema es que basta un matiz para cambiar todo el sentido. Taita es un maestro de los juegos de palabras, de esos en los que el sentido de toda una frase depende de una sola palabra. Si la interpretas mal, se acabó.

–Bueno, intentémoslo -dijo Nicholas en tono alentador -. Recuerda que Taita tampoco había jugado antes al bao tridimensional. Si dejó algún indicio, debe de estar en lo más alto de la estela. Concéntrate en las primeras anotaciones y los versículos que las separan.

–De acuerdo. La primera anotación es la abeja seguida por los números cinco y siete y el sistro.

Nicholas sonrió:

–Sí, ya lo escuché tantas veces que jamás lo olvidaré. ¿Qué sigue?

–El primer verso. – Señaló los jeroglíficos con el dedo. – "Aquello que se puede nombrar se puede conocer. Lo innominado sólo se puede sentir. Navego con la marea a mi espalda y el viento en la cara. Amada mía, tu sabor es dulce en mis labios.»

–¿Nada más?

–Después viene la segunda anotación. El escorpión, los números dos y tres y otra vez el sistro.

–¡Despacio, despacio! Vamos por partes. ¿Cómo hemos de interpretar eso de "navegar" y el "amada mía"?

Así se debatieron y se enredaron con el texto de la estela hasta que sus ojos se volvieron rojos y perdieron toda noción del paso del tiempo. La voz de Sapper que reverberaba en la escalera los devolvió a la realidad. Nicholas se paró y se desperezó antes de mirar su reloj.

–Las ocho. Pero no me preguntes si de la mañana o de la noche.

Entonces se sobresaltó al ver a Sapper, que subía por la escalera, empapado de pies a cabeza.

–¿Qué pasó? – preguntó Nicholas -. ¿Te caíste al sumidero? Sapper se secó la cara con la palma de la mano.

–¿Nadie les dijo? Está lloviendo a cántaros.

Lo miraron horrorizados.

–¿Ya? – susurró Royan -. Se supone que faltaba un par de semanas.

Sapper se encogió de hombros:

–Pues, se olvidaron de avisarle al meteorólogo.

–¿Ya empezó la estación? – preguntó Nicholas -. ¿Empezó la crecida del río?

–Justamente vine a decirte que me voy a la represa con los Búfalos. Quiero vigilarla. Apenas haya peligro, les enviaré un mensaje, y cuando eso suceda no pierdan un instante. Salgan de aquí inmediatamente. El mensaje será que la represa va a ceder en cualquier momento.

–Déjame a Hansith -indicó Nicholas -. Lo necesito aquí. Sapper partió con la mayoría de los trabajadores. Royan y Nicholas se miraron muy serios.

–Se nos acaba el tiempo, y Taita nos tiene totalmente confundidos -dijo Nicholas -. Debo advertirte que cuando empiece la crecida del río…

No le permitió seguir:

–¡El río! – exclamó -. ¡No el mar! Traduje mal. Dije "marea" porque pensé que Taita se refería al mar, pero debí decir "corriente". Los egipcios no distinguían entre las dos.

Se precipitaron a la mesa para inclinarse sobre los apuntes. – "Navego con la corriente a mi espalda" -leyó Nicholas, modificando el pasaje.

–En el Nilo siempre prevalece el viento norte y la comente va hacia el sur -dijo Royan con júbilo -. Taita miraba hacia el norte. El castillo boreal.

–Dijimos que el mandril representaba el castillo boreal.

–¡No! Me equivoqué. – Su rostro resplandecía con el fuego de la inspiración. – "Amada mía, tu sabor es dulce en mis labios." ¡La miel de la abeja! Había invertido los símbolos del norte y el sur.

–¿Y qué nos dice sobre el este y el oeste?

Se inclinó sobre el texto con entusiasmo renovado. – "Mis pecados son rojos como la cornalina. Me sujetan como cadenas de bronce. Punzan mi corazón como el hierro candente y vuelvo mis ojos al lucero de la tarde."

–No entiendo…

–No debería decir "punzan" -farfulló en su entusiasmo -. La palabra es "aguijonear". El escorpión mira al lucero. El lucero siempre está al oeste. El escorpión es el castillo occidental, no el oriental.

"¡Habíamos invertido el tablero! – Excitada, se paró de un salto. – ¡Volvamos a probar!

–Pero no hemos determinado los niveles. ¿Cuál es el nivel más alto, el sistro o las tres espadas?

–Después de lo que acabamos de descubrir, ésa es la única incógnita. O acertamos o nos equivocamos. Supongamos que el sistro es el nivel superior y si no resulta probaremos con el otro.

Todo era mucho más fácil. Ahora que los conocían mejor, los enredos del laberinto parecían menos amenazantes. En cada rincón, bifurcación y cruce aparecían las grandes señales trazadas por Nicholas. Recorrían rápidamente las curvas y los recodos, y su euforia crecía a medida que realizaban las movidas y el camino seguía despejado.

–La decimoctava movida -dijo Royan con voz temblorosa -. Arriba los pulgares. Si salimos a una fila abierta de las que amenazan el castillo austral del adversario, será jaque mate. – Tomó aliento y leyó en voz alta -: El ave. Los números tres y cinco. El símbolo de las tres espadas, nivel inferior.

Efectuaron la movida, pasando los cinco cruces hasta el nivel inferior del laberinto. En cada bifurcación, las marcas de tiza en los bloques de piedra de los muros indicaban el camino.

–¡Llegamos! – anunció Nicholas. Juntos miraron alrededor.

–Este lugar es como cualquier otro -dijo Royan con amarga desazón – Ya pasamos por aquí cincuenta veces. Es un recodo igual a todos.

–Por tratarse de Taita, es lo más lógico, ¿no? ¿O esperabas un cartel que dijera, "Cava aquí?

–Bueno, ¿y qué hacemos? – preguntó desconcertada.

–Lee el último versículo de la estela.

Tenía su libreta de apuntes en la mano.

–"La santa tierra negra de este nuestro Egipto rinde una abundante cosecha. Azoto los flancos del asno, y el azadón de madera del arado rotura la tierra virgen. Planto la semilla y cosecho la vid y las espigas del grano. Cuando llega el momento bebo el vino y como la hogaza. Sigo el paso de las estaciones y cultivo la tierra." -Lo miró:

–¿Qué significa el paso de las estaciones? ¿Las cuatro caras de la estela? ¿La tierra? – Miró las lajas bajo sus pies. – ¿La promesa del fruto de la tierra bajo nuestros pies?

Nicholas dio un fuerte pisotón: el ruido fue sordo y macizo.

–Bueno, hay una sola manera de averiguarlo. – Su voz despertó ecos de ultratumba en los pasadizos: -¡Hansith! ¡Ven aquí!

Sentado bajo la lluvia en el asiento elevado de su tractor frontal amarillo, Sapper maldecía alegremente a la cuadrilla Búfalos, con la certeza de que su desconocimiento del inglés les impedía reconocer los insultos. La lluvia venía de la alta montaña en ráfagas intermitentes. No era aún la lluvia torrencial y persistente de la temporada propiamente dicha. Pero el río crecía tenebrosamente y sus aguas adquirían un color azul grisáceo al arrastrar el barro sedimentario.

Sabía que la verdadera crecida aún no había comenzado. El redoble ominoso de los truenos en los altos picos, semejante a los rugidos de una manada de leones durante la caza, era apenas el preludio de la vasta embestida cósmica que no tardaría en llegar. Aunque el río lamía los gaviones más altos de la represa y ya rugía en la derivación lateral abierta en el valle, Sapper aún lo mantenía a raya.

Sus Búfalos armaban gaviones de piedras con los últimos canastos de alambre tejido almacenados en la cantera. Una vez llenos y cerrados, Sapper los alzaba con la pala delantera del tractor y los transportaba al borde del Dandera. Primero reforzó los puntos débiles de la represa y luego colocó una hilera adicional. Tenía plena conciencia del efecto catastrófico que se produciría cuando el río se derramara sobre el muro. Nada podría resistir su poderío. Arrastraría un gavión lleno de piedras como si fuera la rama de un baobab. Bastaría una brecha diminuta para derribar toda la estructura. La obra del río sería veloz e implacable: sobre eso no cabía hacerse ilusiones.

No podía esperar a que apareciera la primera brecha en el muro para enviar un mensaje de advertencia a Nicholas y Royan en el pozo río abajo. El torrente sería más veloz que cualquier mensajero, y una vez que el muro empezara a ceder sería demasiado tarde. Habría que calcular el momento con gran precisión, pensó, entrecerrando los ojos al recibir una nueva ráfaga de viento y lluvia en plena cara. Su instinto le decía que ya era el momento de enviar el mensaje: el espacio libre entre el nivel del río y la cima de la represa era de apenas treinta centímetros.

Pero también anticipaba la furia de Nicholas si lo obligaran a abandonar la obra antes de tiempo, frustrando todos sus esfuerzos. Sabía que habían llegado a ese punto a costa de riesgos graves y de gastos enormes. En algunas conversaciones con Sapper antes de partir de Inglaterra, había dado a entender que se encontraba en dificultades financieras. Aunque Sapper no comprendía las sutilezas de ser un "Personaje" en Lloyds ni las responsabilidades que eso entrañaba, comprendía que con el fracaso de la empresa Nicholas iría a parar al tribunal de quiebras… y Nicholas era su amigo.

Pasó la ráfaga y el Sol, deslumbrante y cálido, asomó tras los cúmulos de nubes. El torrente del río no disminuía, pero al menos el nivel dejaba de crecer.

–Una hora más -gruñó en voz alta. Accionó la palanca de cambios y el tractor bajó lentamente por la orilla para colocar un gavión más en su lugar.

Trabajando hombro con hombro, Nicholas y la cuadrilla de Hansith retiraban las lajas del piso del laberinto en su nivel inferior. Era difícil alzarlas, incluso con barretas, debido a la estrechez de las juntas. Para ganar tiempo, Nicholas optó a su pesar por destruir el piso. Proveyó a los cuatro hombres más fuertes de mazas caseras -trozos de mineral de hierro atados a estacas – para que rompieran las baldosas y así pudieran retirarlas más fácilmente. Deploraba los daños causados a la excavación, pero el trabajo avanzaba con mucha mayor rapidez.

El buen ánimo y entusiasmo de los hombres empezaban a decaer. Llevaban demasiado tiempo en las profundidades claustrofóbicas del laberinto y todos eran conscientes del peligro mortal que significaba la crecida del río en el nacimiento de la quebrada. Las expresiones eran hoscas; las bromas y risas, escasas. Lo que más preocupaba a Nicholas era el informe de Hansith al comienzo de la jornada sobre las primeras deserciones. Al llamarlos al trabajo, había comprobado la ausencia de dieciséis hombres. Durante la noche habían recogido sus mantas, tomado todos los objetos útiles o de valor que encontraron a mano y partido furtivamente.

Nicholas sabía que era inútil mandarlos buscar. Con semejante ventaja ya estarían a mitad de camino de la cima de la escarpa. En África, una vez iniciada, la podredumbre se extendía rápidamente.

Reía, los alentaba con bromas y trataba de ocultar su estado de ánimo. Trabajaba y sudaba hombro a hombro con ellos para tratar de retenerlos. Pero sabía que si no encontraban algo que mantuviera despierto su interés e ilusiones, a la mañana siguiente ya no quedarían ni siquiera los monjes y su fiel Hansith.

Habían empezado por un rincón en un recodo del laberinto y desde allí retiraban las baldosas a lo largo de dos ramificaciones del túnel. El desaliento crecía a medida que las rompían a mazazos y las alzaban para encontrar el estrato macizo de roca virgen sin la menor señal de una brecha o junta.

–No parece demasiado alentador -murmuró mientras se tomaba un respiro para beber de la jarra que le llevó Royan.

También ella parecía desalentada al verter agua en sus manos para que se limpiara el sudor y la suciedad de la cara.

–Tal vez me equivoqué con los símbolos de los niveles. Sería una broma típica de Taita encontrar dos combinaciones que condujeran a distintas soluciones lógicas.

Vaciló antes de apelar a su consejo:

–¿Y si probara con la otra combinación…

La interrumpió el grito estentóreo de Hansith:

–¡En nombre de la Virgen Santa, effendi, ven aquí!

Se sobresaltaron, y en su prisa Royan dejó caer la jarra, que se hizo añicos a sus pies. Sin advertir que sus piernas estaban empapadas, corrió junto con él hacia donde los aguardaba Hansith con su maza preparada para descargar el golpe.

–¿Qué pasa… -Se interrumpió al ver que debajo de las baldosas aparecía otra capa de piedra labrada.

Esos durmientes de piedra formaban un prolijo contrapiso de pared a pared, encajado bajo la roca circundante. Las juntas eran delgadas como navajas, los bordes eran lisos y rectos y no tenían marca o grabado alguno.

–¿Qué es esto, Nicky?

–Si no es una capa más de pavimento, es una trampa en el piso -contestó ávidamente -. Lo sabremos cuando empecemos a romper.

A pesar de los esfuerzos de Hansith, los durmientes eran demasiado gruesos y pesados para romperlos con mazas tan primitivas. Tuvieron que escarbar en torno de los bordes de un bloque y alzarlo con barretas. Cinco hombres debieron unir sus esfuerzos para alzarlo de sus cimientos.

–Hay un boquete. – Royan se arrodilló para espiar por el hueco -. ¡Hay un pasadizo!

Retirado el primer durmiente, era más fácil hacer palanca para levantar los demás. Una vez despejada la abertura rectangular, apareció un pasadizo tenebroso que Nicholas iluminó con la lámpara. Era tan ancho como el túnel y tan alto que Nicholas pudo erguirse en el primero de los escalones que descendían en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

–Otra escalera -dijo con júbilo -. Tiene que ser la última. Supongo que Taita ya agotó sus pistas falsas.

Los trabajadores se agolparon a sus espaldas; su malhumor se disipó ante el descubrimiento y las perspectivas ciertas de ganar más dólares de plata.

–¿Bajamos? – preguntó Royan -. Sé que debemos cuidarnos de las trampas, pero se agota el tiempo, Nicky.

–Como siempre, tienes razón. Ha llegado el momento de avanzar sin pensar en las consecuencias.

–Y arrojar la cautela a los cuatro vientos. – Tomó su mano y rió. – Vamos juntos.

Descendieron de a un escalón por vez, con cautela y sosteniendo la lámpara en lo alto para disipar las tinieblas. – Hay una cámara en el fondo -exclamó Royan.

–Parece un depósito… ¿Qué son esas cosas apiladas contra las paredes? Parece haber cientos de ellas. ¿Son ataúdes o sarcófagos?

Las formas oscuras parecían casi humanas, asentadas hombro con hombro, hilera tras hilera, contra las paredes de la cámara cuadrada.

–No, me parece que son canastas llenas de cereal -contestó ella al reconocer las formas -. Las del otro lado parecen ánforas de vino. Una especie de ofrenda a los muertos.

–Si este es uno de los depósitos funerarios -dijo Nicholas con voz alterada por la emoción -, estamos en el umbral de la tumba.

–¡Sí! Mira… allá al frente hay otra puerta. Ilumina allá.

El haz de luz iluminó una abertura cuadrada en la pared frente a ellos. Parecía invitarlos de manera casi seductora. Bajaron los últimos escalones casi a la carrera para llegar a la cámara de paredes bordeadas de canastos de juncos y ánforas de arcilla. Pero al entrar en el almacén, chocaron con una barrera invisible que los detuvo en seco y los arrojó hacia atrás.

–¡Dios! – Nicholas se tomó la garganta, su voz era un grito ahogado. – Volver. Hay que volver.

Royan cayó de rodillas, resollando en busca de aire.

–¡Nicky! – Quería gritar, pero el aliento estaba atrapado en sus pulmones. Sentía que un lazo de acero le estrechaba el pecho y al hacerlo le expulsaba el aire.

–¡Nicky! ¡Ayúdame! – Se sofocaba como un pez arrojado a la orilla. Sus fuerzas la abandonaron y su vista empezó a nublarse. No podía pararse.

El se inclinó para alzarla, pero estaba casi tan débil como ella. Sus propias piernas ya cedían bajo su peso.

"Cuatro minutos", pensó con desesperación al sofocarse. "Eso nos queda. Cuatro minutos antes de perder el sentido. Necesitamos aire."

Deslizó los brazos bajo sus axilas y se tomó las manos sobre sus senos. Trató de levantarla, pero sus fuerzas estaban exhaustas. Retrocedió hacia la escalera que acababan de bajar tan alegremente, y cada paso le exigió un esfuerzo descomunal. Ella estaba inconsciente, inerte entre sus brazos. Sus piernas se arrastraban sobre el piso.

Sus talones tropezaron con el último escalón y casi cayó de espaldas. Conservó el equilibrio con esfuerzo y empezó a ascender, arrastrándola; sus pies se deslizaban y rebotaban en los peldaños. Quería llamar a Hansith, pero no tenía aliento para alzar la voz.

"Si la sueltas, se muere", se dijo y subió otros cinco peldaños. Sus pulmones buscaban afanosamente el aire, pero no había. El resto de sus fuerzas se agotaba, su vista se nublaba.

"Aire", imploró. "Dios querido, dame aire."

Milagrosamente, como en respuesta a su súplica, sintió cómo el oxígeno añorado penetraba en su garganta dolorida y le hinchaba los pulmones. El aire le devolvió fuerzas, aferró a Royan y la alzó del piso. Se tambaleó hasta la boca del pasadizo y cayó a los pies de Hansith.

–¿Qué pasó, effendi? ¿La señora está bien?

Nicholas no tenía aliento para responder. Tendió a Royan de espaldas para hacerle respiración boca a boca y la abofeteó suavemente.

–¡Vamos! – imploró -. ¡Habla, por favor, háblame!

Al no recibir respuesta, se inclinó sobre ella, le cubrió la boca con la suya y le insufló aire hasta que vio de reojo que su pecho se hinchaba.

Se enderezó para dejar pasar los tres segundos.

"Por favor, mi amor, respira."

Su rostro amarillento estaba pálido como el de un cadáver. Nuevamente se inclinó sobre ella y le insufló aire en los pulmones hasta sentir que se agitaba.

"Eso es, mi amor. Vamos, respira, hazlo por mí."

Ella tomó aliento, lo apartó y se sentó. Todavía obnubilada, miró el círculo de caras asustadas que la rodeaba hasta distinguir el rostro pálido de Nicholas entre las caras negras de los trabajadores.

–¡Nicky! ¿Qué pasó?

–No estoy seguro… pero casi nos mató a los dos. ¿Cómo te sientes?

–Era como si me estrangulara una mano invisible. No podía respirar y me desmayé.

–Creo que el nivel inferior está inundado por una especie de gas. Sólo estuviste desmayada dos minutos -añadió para tranquilizarla -. Se necesitan cuatro minutos de privación de oxígeno para dañar el cerebro.

–Tengo una jaqueca terrible. – Se palpó las sienes con las yemas de los dedos. – Oí tu voz. Me dijiste "mi amor". – Bajó los párpados.

–Bueno, fue un lapsus. – La alzó y por un instante ella se apoyó en él. Sus senos eran tibios y suaves contra su pecho.

–Gracias otra vez, Nicky. Estoy tan en deuda contigo que nunca podré pagarte.

–Ya lo veremos en su momento.

Bruscamente consciente de que era el centro de las miradas, se apartó de él.

–¿Qué clase de gas? ¿Y cómo llegó hasta ahí? ¿Será otra trampa de Taita?

–Probablemente un gas de la descomposición orgánica. Debe de ser más pesado que el aire porque quedó atrapado en el nivel inferior. Diría que es dióxido de carbono, aunque podría ser metano. El metano es más pesado que el aire, ¿no?

–¿Crees que Taita lo hizo a propósito? – El color volvía a sus mejillas y ya recuperaba sus fuerzas.

–No lo sé, pero las canastas y ánforas me parecen sospechosas. Lo sabremos cuando las examine. – Le acarició la mejilla con ternura. – ¿Cómo te sientes? ¿La jaqueca?

–Ya pasa. ¿Qué hacemos?

–Hay que ventilar la cámara -dijo -. Cuanto antes, mejor.

Tomó una vela de su mochila de emergencia para comprobar hasta dónde llegaba el gas en el pasadizo. La encendió y bajó lentamente, de a un peldaño, sosteniéndola cerca del piso. La llama ardía y oscilaba con la corriente a medida que descendía. Al llegar al sexto peldaño contando desde abajo, la llama se volvió amarillenta y se apagó.

Señaló el nivel con una marca blanca en el muro y se volvió hacia la boca del pasadizo:

–Bien, ya sabemos que no es metano porque estoy vivo. Debe de ser dióxido de carbono.

–Una prueba convincente -comentó ella, riendo -. Si hace pum, es metano.

–Hansith, alcánzame el ventilador -dijo Nicholas al robusto monje.

Tomó aliento como si fuera a bucear, llevó el ventilador hasta la cámara, lo encendió a máxima potencia y salió rápidamente, deteniéndose sólo a tomar aliento después de pasar la marca en la pared.

–¿Cuánto tardaremos en ventilar la cámara? – preguntó Royan ansiosamente, mirando su reloj.

–Repetiré la prueba de la vela cada quince minutos.

Pasó una hora antes de que el gas se disipara lo suficiente para permitirle respirar dentro de la cámara. Luego Nicholas ordenó a Hansith que trajera leña y encendiera una fogata en el centro de la cámara; el aire caliente circularía con mayor rapidez.

Mientras tanto, él y Royan examinaban el contenido de las canastas contra la pared.

–¡Era astuto el desgraciado! – murmuró Nicholas con fastidio y admiración a la vez -. Parece una mezcla de abono, hierba y hojas muertas, como un estercolero.

Cruzaron la cámara, volcaron una de las ánforas y estudiaron el polvo derramado. Nicholas alzó un puñado, lo frotó entre los dedos y lo husmeó cautelosamente.

–¡Piedra caliza pulverizada! – murmuró -. Aunque está reseca y ya no tiene olor, diría que Taita la empapó con algún ácido. Podría ser vinagre, incluso orina. Al degradar la piedra caliza, generó dióxido de carbono.

–O sea que era una trampa -exclamó Royan.

–Hace tantos milenios, Taita ya conocía el proceso de descomposición y los gases que generaba. Además de todos esos conocimientos de los que alardeaba, era un químico de primera.

–Además, sabría que al no existir la menor corriente o movimiento de aire, los gases inertes permanecerían aquí para siempre jamás -señaló -. Diría que este pasadizo tiene forma de U, y que tiene otra rama ascendente… -Señaló una puerta misteriosa en la pared opuesta: -Es más, veo los primeros escalones.

–Enseguida veremos si tienes razón, porque vamos a subir esos escalones.

Sapper había colocado hitos de piedras en la orilla del río para vigilar el nivel del agua. Los miraba tan atentamente como un corredor de Bolsa el curso de las cotizaciones. Habían pasado seis horas desde el último chubasco. Bajo la luz fuerte y candente del Sol se habían evaporado las nubes sobre el valle, no así las que aparecían sobre el horizonte boreal. Las grandes masas de cúmulos grises se alzaban hacia los cielos, fatídicas y amenazantes, y sus imponentes cordilleras empequeñecían a las mismas montañas. En el altiplano, el aguacero empezaría en cualquier momento. Sapper se preguntaba cuánto tardaría el pico de la crecida en llegar a la quebrada del Abbay.

Saltó torpemente del tractor y bajó a la orilla a inspeccionar los hitos de piedra. Durante la última hora, el nivel del río había descendido casi treinta centímetros. Pero no podía permitirse un desborde de optimismo: después de todo, el nivel había crecido en la misma medida en apenas quince minutos. El desenlace era inexorable. Vendrían las lluvias, el río se volvería un torrente y el dique se vendría abajo. Miró el muro de la represa y meneó la cabeza con resignación.

Para demorar ese momento todo lo posible, había elevado la altura del muro en más de un metro, reforzándola con un contrafuerte suplementario. Ya no tenía nada que hacer sino esperar.

Subió la orilla, apoyó su cuerpo cansado en el acero amarillo de la máquina y observó a los integrantes de su cuadrilla de Búfalos, tendidos en el suelo como muertos en un campo de batalla. Al cabo de dos días de trabajo para embalsar las aguas, estaban totalmente exhaustos. No se les podía exigir un esfuerzo adicional; el próximo ataque del río los arrollaría.

Vio que algunos de los trabajadores se despertaban y volvían la vista río arriba. Oyó voces en el viento. Algo había despertado su interés. Se trepó al tractor y se hizo una visera con la mano. La figura inconfundible de Mek Nimmur, robusta y vigorosa en su uniforme de combate camuflado, bajaba por la senda de la escarpa con paso resuelto. Lo acompañaban dos de sus jefes de compañía.

Mek lo llamó desde lejos:

–¿Aguanta el dique? Las lluvias en la montaña ya no demoran; no se sostendrá por mucho tiempo.

Sapper no entendía una palabra de árabe, pero los gestos de Mek al señalar el cielo y el río eran inconfundibles.

Bajó de un salto para ir a su encuentro y se estrecharon la mano cordialmente. Cada uno reconocía en el otro las cualidades de fortaleza y profesionalismo que apreciaban ambos.

Mek tomó del brazo a uno de sus jefes de compañía, que hablaba inglés, y el hombre asumió al instante su consabida función de intérprete.

–El clima no es lo único que me preocupa -le confió Mek en voz baja por medio del intérprete -. Mis informantes dicen que las tropas del gobierno se aprestan a atacarnos. Un batallón completo ya se desplaza desde Debra Maryam y otro grupo viene río arriba por el Abbay desde el monasterio de San Frumencio.

–Ajá, un movimiento de tenazas -dijo Sapper.

Mek asintió gravemente al escuchar la traducción.

–Nos sobrepasan fuertemente en número y no sé por cuánto tiempo podré rechazar el ataque. Somos guerrilleros, no conocemos la guerra convencional de posiciones. Lo nuestro es atacar y huir. Vine a decirle que debe estar preparado para levantar campamento a la primera señal.

–No se preocupe por mí -gruñó Sapper -. Soy un campeón de los cien metros llanos. Pensemos mejor en Nicholas y Royan, metidos en esa maldita conejera.

–Justamente iba hacia allá, pero pongámonos de acuerdo sobre la retirada. Si quedamos aislados unos de otros, Nicholas ocultó las balsas en el monasterio. Ése es el punto de reunión.

–Escuche, Mek… -Sapper se interrumpió y los tres miraron hacia la senda. Los hombres parecían agitados. – ¿Qué pasa?

–Es una de mis patrullas. – Mek entrecerró los ojos: -Parece que hay novedades. – Calló al darse cuenta de que Sapper no lo entendía, y entonces su expresión se alteró. Había reconocido a la figura menuda y esbelta que sus hombres transportaban sobre una camilla improvisada.

Al verlo correr hacia ella, Tessay se sentó con esfuerzo. Los hombres la posaron en el suelo, Mek se arrodilló a su lado y la rodeó con sus brazos. Permanecieron abrazados y en silencio durante varios minutos. Luego Mek le tomó el rostro entre las manos y estudió los golpes y ulceraciones que lo deformaban. Algunas de las quemaduras estaban infectadas, y los ojos eran dos ranuras bajo los párpados inflamados.

–¿Quién fue? – susurró.

Farfulló unas palabras incoherentes; sus labios estaban cubiertos de costras negras.

–Me obligaron…

–¡No! No digas nada. – Quiso hacerla callar al ver la gota de sangre roja como un rubí que empezaba a manar de su labio agrietado.

–Tengo que hablar -insistió con voz quebrada -. Me obligaron a decirles todo. Tus fuerzas. Lo que tú y Nicholas están haciendo. Todo. Perdóname, Mek. Te traicioné.

–¿Quién fue? ¿Quién te hizo esto?

–Nogo y el norteamericano Helm dijo, y él la abrazó con la ternura de un padre al sostener a su hija recién nacida, pero su mirada era aterradora.

Por fin terminaron de ventilar la cámara inferior del túnel. La corriente de aire caliente que ascendía de la alegre fogata encendida por Hansith en el centro de la cámara arrastraba los vapores nocivos hacia los niveles superiores del laberinto, donde perdían su toxicidad al mezclarse con el aire más puro y rico en oxígeno. Royan se había recuperado de las secuelas físicas de la asfixia, pero su confianza había flaqueado y permitía que Nicholas encabezara la marcha por la escalera que ascendía desde el extremo opuesto de la cámara.

–Es una trampa de gas perfecta -dijo Nicholas durante el cauteloso ascenso -. No cabe duda de que Taita sabía muy bien lo que hacía al construir ese tramo del pasadizo.

–Seguramente habrá pensado que antes de llegar hasta donde estamos, un intruso de su época habría caído en alguna de sus trampas infernales o se habría perdido en el laberinto o abandonado la partida.

–¿Quieres convencerme de que esa fue su última línea de defensa y que no nos esperan nuevas trampas? ¿Lo crees realmente? – preguntó Nicholas al ascender el peldaño siguiente.

–No, en realidad trataba de convencerme a mí misma, y con bastante poco éxito. No confío en lo más mínimo en él. He aprendido a esperar lo peor. Pienso que en cualquier momento podemos quedar sepultados en un derrumbe o que el piso se abrirá bajo nuestros pies y caeremos en un pozo infernal, o qué sé yo.

Habían contado cuarenta peldaños en la escalinata descendente y ahora ascendían por otra que parecía una imagen especular de aquélla. El ángulo de ascenso era el mismo; las dimensiones de los peldaños eran idénticas. Cuando sus cabezas superaron la altura del cuadragésimo peldaño, Nicholas iluminó con su lámpara la espaciosa galería que apareció ante ellos y al instante quedaron deslumbrados por la profusión de colores y formas, luminosos y bellos como un campo de flores en el desierto después de la lluvia. Las paredes y la bóveda estaban cubiertas de pinturas, asombrosas en su variedad, magníficas en su ejecución.

–¡Taita! – exclamó Royan con voz alterada por la emoción -. Estos murales son suyos. No hay otro artista como él. Es inconfundible. Reconocería su obra en cualquier parte.

Llegaron a lo alto de la escalinata y miraron a su alrededor, maravillados. Comparados con ésos, los murales de la gran galería eran una falsificación, una imitación pálida, convencional y burda. Esta era la obra de un gran maestro, un genio de todos los tiempos, que embelesaba al espectador moderno como al de su misma época.

Casi inconscientemente empezaron a recorrer la galería, bordeada a ambos lados por cámaras pequeñas, semejantes a los puestos de un bazar oriental. La entrada a cada cámara estaba flanqueada por columnas altas que llegaban hasta el techo. Cada columna era un integrante del panteón divino. Entre todas sostenían la alta bóveda.

Al pasar frente al primer par de cámaras, Nicholas se detuvo y le tomó el brazo:

–Las bóvedas del tesoro del Faraón -susurró.

Cada puesto estaba atestado de objetos maravillosamente bellos.

–Los muebles -murmuró Royan con voz tan reverente como la suya al reconocer las formas de los taburetes y las sillas, las camas y los divanes. Entró en la primera cámara y acarició un trono real. Los brazos eran serpientes retorcidas de bronce y lapislázuli. Las patas eran de león, con garras de oro. El asiento y el respaldo, rematado éste por un par de alas doradas, estaban repujados con escenas de cacería.

Detrás del trono había todo un depósito de muebles. Entre ellos reconocieron un diván cubierto por una delicada filigrana de ébano y marfil. Había decenas de objetos irreconocibles porque estaban desarmados. Había tal variedad de metales preciosos y piedras deslumbrantes que era imposible abarcarlos con una sola mirada. La magnífica colección llenaba los huecos de ambos lados. Royan meneó la cabeza, maravillada, y Nicholas la obligó a seguir adelante. Los muros entre las cámaras estaban decorados con escenas del Libro de los Muertos y la jornada del Faraón a través de cada estación, los peligros y las pruebas, los demonios y los monstruos que lo acechaban.

–Son las pinturas que faltaban en la tumba falsa de la gran galería -dijo Royan -. Mira la cara del Rey. Se ve que era una persona verdadera. Son auténticos retratos reales.

En ese momento contemplaban un mural en el cual el gran dios Osiris conducía al Faraón de la mano para protegerlo de los monstruos que lo acosaban a la espera de la oportunidad de devorarlo. Seguramente era un retrato fiel del Rey: un hombre amable y bondadoso, aunque algo débil de carácter.

–Mira los retratos -asintió Nicholas -. No son muñecos rígidos de madera con el pie derecho adelantado. Son anatómicamente perfectos. El artista conocía las leyes de la perspectiva y había estudiado el cuerpo humano.

Al llegar al siguiente par de recovas se detuvieron a echar una mirada al interior.

–Armas -dijo Nicholas -. ¡Mira ese carro!

Los paneles del carro, dorados a la hoja, enceguecían al espectador. El arnés y las correas parecían aguardar a los caballos que lo llevarían a la lid, y las aljabas colgadas de los paneles detrás de las grandes ruedas estaban repletas de flechas y jabalinas. Cada panel estaba blasonado con el cartucho real de Mamose.

Junto al magnífico vehículo había pilas de arcos de guerra con las varas envueltas en alambre de oro argentífero y bronce. Había lotes de dagas con empuñaduras de marfil y espadas de bronce brillante. Había hileras de picas y lanzas. Había escudos de bronce decorados con escenas bélicas y el nombre del divino Mamose. Había cascos y petos de piel de cocodrilo; las estatuas reales de madera alineadas contra las paredes eran de tamaño natural y estaban vestidas con los uniformes y las insignias de los famosos regimientos egipcios.

Avanzaron por el pasillo central entre nuevos murales que retrataban la vida y la muerte del Rey. Lo vieron jugar con sus hijas y alzar a su hijo recién nacido. Lo vieron en la pesca, la caza y la cetrería, en consejo con sus ministros y monarcas, holgándose con sus esposas y concubinas, en el banquete con los sacerdotes del templo.

–Es una crónica increíble de la vida en la antigüedad -suspiró Royan, arrobada -. Jamás se descubrió nada parecido.

No cabía duda de que los retratos estaban tomados de la vida real. Eran hombres y mujeres vivos; cada rostro, cada expresión singular, había sido captado por el ojo penetrante, el sentido del humor y el humanismo del artista.

–Y ahí está Taita en persona. – Royan señaló el autorretrato del eunuco en uno de los paneles centrales. – Me pregunto si se tomó una licencia poética o si realmente era tan noble y hermoso.

Se detuvieron a admirar el rostro de su adversario Taita, contemplaron sus ojos penetrantes, lúcidos: Era tal la destreza del artista, que el retrato parecía contemplarlos a ellos. En sus labios había una sonrisa tenue y enigmática. El barniz había conservado los colores, que parecían tan nuevos como si los hubieran aplicado el día anterior. Los labios parecían húmedos y la vida misma asomaba en el suave resplandor de sus ojos.

–¡Tez pálida y ojos celestes! – exclamó Royan -. Aunque seguramente el pelo rojo estaba teñido con henna.

–Es extraño, ¿no?, que aunque vivió hace tanto tiempo, estuvo a punto de matarnos.

–¿En qué tierra nació? En los papiros no lo dice. ¿Acaso en Grecia o en Italia? ¿Sus antepasados eran de alguna tribu germánica o vikinga? Nunca lo sabremos porque él mismo probablemente desconocía su origen.

–Ahí está otra vez, en el siguiente mural. – Nicholas señaló un panel más adelante donde el rostro inconfundible del eunuco aparecía entre la multitud prosternada ante el trono ocupado por el Faraón y la Reina. – Como a Hitchcock, le gusta aparecer en sus propias obras.

Pasaron los puestos del tesoro que contenían la vajilla: platos, cálices y tazones de alabastro y bronce repujados con plata y oro, espejos pulidos de bronce y rollos de seda preciosa y tela de hilo y de lana reducidos a ásperas masas amorfas. En los muros entre ese par de huecos y el siguiente, estaba reproducida la batalla en la cual el Faraón fue abatido por la flecha del Rey de los hicsos; ésta estaba alojada en su pecho. En el panel siguiente, el cirujano Taita se inclinaba sobre él con sus instrumentos para extraer la punta sangrienta profundamente enterrada en su carne.

Entonces llegaron a los huecos llenos de cofres de cedro. Los arcones estaban decorados con el cartucho real de Mamose y escenas del Rey en el tocador: le delineaban los ojos con kohl, le pintaban el rostro con antimonio blanco y con carmín; sus barberos lo rasuraban y sus criados lo vestían.

–En algunos de esos arcones encontraremos los cosméticos reales y en otros el vestuario del Faraón -murmuró Royan -. Habrá vestimentas para cada ocasión en la vida de ultratumba. No veo la hora de examinarlos.

El juego siguiente de paneles mostraba las bodas del Rey con la joven virgen, la señora de Taita. El retrato de la reina Lostris estaba ejecutado en minucioso detalle. El artista se holgaba con su belleza y la exageraba, su pincel acariciaba los senos desnudos y se demoraba en sus virtudes hasta convertirla en el paradigma de la perfección femenina.

–Cuánto la amaba Taita -murmuró Royan, y había envidia en su voz – Eso se ve en cada trazo.

Nicholas sonrió con ternura y la abrazó.

Seguían los huecos atestados de cofres. Las tapas estaban decoradas con miniaturas del Rey cubierto de joyas: anillos en los dedos de las manos y los pies, el pecho cubierto por medallones, brazaletes y pulseras en ambos brazos. En un retrato llevaba la doble corona de los dos reinos del Egipto unido, la corona roja y la blanca con las cabezas del buitre y la cobra sobre la frente. En otra llevaba la corona azul de guerra y en la tercera la corona Nemes con orejeras de oro y lapislázuli.

–Si esos cofres contienen los tesoros pintados en las tapas… -Nicholas no pudo continuar. Amilanada por la perspectiva de semejantes riquezas, su imaginación era incapaz de concebirlas.

–Recuerda lo que dice Taita en uno de los papiros: "No puedo creer que alguna vez se haya acumulado semejante tesoro en un solo tiempo y lugar" -dijo Royan -. Parece que está todo aquí, hasta la última gema y grano de oro. El tesoro de Mamose está intacto.

Después del hueco del tesoro aparecía otro con los muros revestidos de anaqueles. Allí estaban las figuras ushabti: muñecos de porcelana vidriada verde o tallados en madera de cedro. Era una hueste de figuras diminutas, hombres y mujeres de todos los oficios y profesiones. Había sacerdotes, escribas, abogados y médicos, jardineros y agricultores, panaderos y cerveceros, doncellas y bailarinas, costureras y lavanderas, soldados y barberos y trabajadores de toda clase. Cada uno sostenía las herramientas de su oficio. Acompañaban al Faraón en la otra vida y se presentaban en su nombre cuando los demás dioses le encomendaban alguna tarea.

Al llegar al final de la magnífica arcada, Nicholas y Royan se encontraron ante una serie de tabiques, biombos que alguna vez habían sido de gasa de lino, pero que el tiempo había reducido a cintas y retazos, sucios y rotos como antiguas telarañas. Con todo, las estrellas y rosetas de oro deslumbrante que decoraban esas cortinas aún estaban enredadas en la gasa como peces en la red de un pescador. A través de la red etérea de jirones de seda y estrellas doradas se divisaba la forma de otro portal.

–Debe de ser la entrada a la tumba propiamente dicha -murmuró Royan -. Lo único que nos separa del Rey es ese velo.

Se detuvieron en el umbral, embargados por una inexplicable renuencia a dar el último paso.

Mek Nimmur, el veterano guerrero, había sufrido y tratado casi todas las heridas concebibles en el campo de batalla. Su pequeña banda guerrillera no tenía médico, ni siquiera un enfermero. Mek trataba a casi todos los heridos y siempre tenía un botiquín a mano.

Hizo llevar a Tessay a una de las chozas cerca de la cantera. Entre sus paredes de paja le quitó los harapos y curó sus heridas. Desinfectó las quemaduras y los hematomas y vendó los más graves. Luego la tendió boca abajo y rompió la capucha de vidrio de la jeringa descartable que servía de envase a un antibiótico de amplio espectro. Ella se crispó al penetrar la aguja.

–Perdóname, como médico no soy gran cosa.

–No aceptaría a ningún otro. ¡Ay, Mek! Creí que no volvería a verte. Temía eso más que la muerte.

Tomó de su mochila una muda de ropa y le ayudó a ponérsela: una camiseta y bombachas de fajina que le quedaban enormes. Le arremangó los puños con manos tiernas; manos de enamorado, no de combatiente.

–Estoy horrible, ¿no?

–Estás más hermosa que nunca. Para mí, siempre serás hermosa. – Le acarició la mejilla con sumo cuidado para evitar rozarle la carne viva de las quemaduras.

En ese momento oyeron los disparos. Eran ruidos lejanos, traídos por el viento boreal cargado de lluvia. Mek se paró al instante.

–Bueno, empezó. Nogo nos ataca.

–Es culpa mía. Yo le dije…

–No -contestó con firmeza -. No tienes la culpa de nada. Hiciste lo que debías hacer. Si no hubieras hablado, te habrían lastimado mucho más y de todos modos nos habrían atacado.

Tomó su ancho cinturón y se lo abrochó. Desde lejos llegó la detonación sorda de un obús.

–Debo irme -dijo.

–Lo sé. No te preocupes por mí.

–Siempre me preocuparé por ti. Los hombres te llevarán al monasterio. Es el punto de reunión, espérame ahí. No podré mantener a raya a Nogo por mucho tiempo. Sus fuerzas nos superan. Iré a buscarte pronto.

–Te amo susurró -. Esperaré todo lo que haga falta.

–Eres mi compañera -dijo con su voz grave y tierna. Se agachó para pasar la puerta y salió.

Bastó un leve roce de la mano de Nicholas en el marco del biombo para que los retazos del velo cayeran sobre las baldosas. Las rosetas doradas atrapadas en la gasa tintinearon al caer. La abertura en la cortina era suficientemente grande para dejarlos pasar. Se encontraron ante el portal interior, flanqueado por dos estatuas inmensas. De un lado se alzaba la del gran dios Osiris que aferraba el báculo y el látigo cruzados sobre su pecho. Al otro lado estaba su esposa Isis con la corona lunar y los cuernos. Sus ojos impávidos contemplaban la eternidad, y sus expresiones eran serenas. Nicholas y Royan pasaron entre las dos estatuas de cuatro metros de altura y se encontraron por fin en el interior de la tumba de Mamose.

El techo era abovedado; las pinturas en los muros y el techo eran de otro estilo, más clásico y formal que los de la arcada exterior. Los colores eran más intensos y sombríos, las figuras más complejas. La cámara no era tan grande como habían anticipado: apenas lo suficiente para contener el gran sarcófago de granito del divino faraón Mamose.

El sarcófago llegaba a la altura del pecho. En los costados aparecían el Faraón y otros dioses grabados en bajorrelieve. La tapa de piedra tenía la forma de una efigie en tamaño natural del Rey en posición supina. Advirtieron a primera vista que ocupaba su posición original: los sellos de arcilla de los sacerdotes de Osiris estaban intactos. Nadie había violado la tumba ni perturbado a la momia en su sueño de milenios.

Pero lo más asombroso no era eso sino la presencia de dos objetos discordantes en una tumba construida de acuerdo con las normas clásicas. Sobre la tapa había un magnífico arco de guerra. Su longitud era similar a la estatura de Nicholas y la varilla entera estaba envuelta en alambre de oro argentífero, esa aleación de oro y plata cuya fórmula se perdió en tiempos remotos.

El otro objeto extraño en la tumba real se encontraba al pie del sarcófago. Era una pequeña figura humana, un muñeco ushabti. Bastó una mirada para confirmar la calidad superior de la talla y para reconocer sus rasgos. Momentos antes habían visto esa cara pintada en los muros de la arcada exterior.

Las palabras de Taita en los papiros parecían reverberar entre los muros de la tumba y revolotear como luciérnagas en el aire sobre el sarcófago:

Me detuve por última vez junto al sarcófago real, y ordené a los obreros que se retiraran. Sería el último en abandonar la tumba y detrás de mí la tumba quedaría sellada. Cuando estuve solo, abrí el atado del que saqué el gran arco, Lanata. Tanus le había puesto ese nombre en honor de mi señora y yo fui quien se lo fabricó. Era el último regalo que le hacíamos ambos. Lo coloqué sobre la tapa de piedra sellada del sarcófago.

En el atado había otro objeto. Era una figura ushabti tallada por mí. La coloqué a los pies del sarcófago. Mientras la tallaba, instalé tres espejos de cobre de manera tal que me permitieran estudiar mis propias facciones desde todos los ángulos, para reproducirlas con fidelidad. El muñeco era un Taita en miniatura.

En la base inscribí estas palabras:

Royan se arrodilló al pie del ataúd y tomó la ushabti con manos reverentes; la examinó cuidadosamente y estudió los jeroglíficos tallados en la base. Nicholas se arrodilló a su lado.

–Léemelo -pidió.

Leyó en voz baja:

–"Me llamo Taita. Soy médico y poeta. Soy arquitecto y filósofo. Soy tu amigo. Responderé por ti."

–Así que todo es cierto -murmuró Nicholas.

Royan devolvió la ushabti a su lugar y, siempre de rodillas, se volvió hacia él:

–Nunca viví un momento como éste -susurró -. Ojalá nunca termine.

–Nunca terminará, mi amor. Para nosotros, éste es apenas el comienzo.

Mek Nimmur los vio cuando bordeaban el pie de la ladera. Se necesitaba tener la vista de un veterano de la guerra en el monte para distinguirlos cuando avanzaban en medio de los densos matorrales y los espinos. Sintió desazón al verlos. Eran tropas de primera, templadas en largos años de guerra. En otro tiempo había combatido con ellos contra la tiranía de Mengistu y probablemente había entrenado a muchos de esos soldados. Ahora venían a buscarlo. Tal era el ciclo de la guerra y la violencia en el continente desgarrado por luchas interminables, alimentadas tanto por las antiguas enemistades tribales como por la codicia y la corrupción de los nuevos políticos con sus ideologías perimidas.

Pero no era el momento de entrar en disquisiciones dialécticas, pensó con amargura, y volvió a concentrarse en las tácticas de la batalla que empezaba a desplegarse más abajo. ¡Sí! Claro que eran buenos soldados. Lo advertía en su forma de avanzar como fantasmas en la maleza. Por cada soldado que alcanzaba a divisar, había otros doce que estaban ocultos.

"Una compañía entera", pensó, echando una mirada a sus propias reducidas fuerzas. Esos catorce hombres ocultos entre las rocas no tenían otra opción que aprovechar la ventaja de la sorpresa para dar un golpe duro a su adversario y retirarse antes de que Nogo enfilara sus obuses hacia la cima de la ladera donde se encontraban.

Miró hacia el cielo y se preguntó si Nogo ordenaría una incursión aérea. Treinta y cinco minutos de vuelo para que una escuadrilla de esos Tupolev de fabricación soviética llegaran desde Addis y casi sentía el olor dulzón del napalm en el aire húmedo acompañando la tormenta de fuego que arrasaba todo en su avance hacia ellos. Eso era lo único capaz de infundir miedo a sus hombres. Pero no habría incursión… esta vez no, decidió. Nogo y su pagador, el alemán von Schiller, querían llevarse el botín de la tumba descubierta por QuentonHarper en la quebrada. No querrían compartirla con esos personajes políticos de Addis. No querrían llamar la atención del gobierno sobre su presencia y su pequeña guerra privada en la quebrada del Abbay.

Otra vez miró cuesta abajo. El enemigo avanzaba prolijamente, bordeaba la ladera para intersectar la senda del río Dandera. En poco tiempo más enviarían una patrulla a asegurar su flanco antes de continuar su avance. Sí, ahí estaban. Ocho… no, diez hombres se separaban de la columna principal y ascendían cautelosamente la ladera.

"Dejaré que se acerquen", pensó. "Ojalá pudiera eliminar a todo el pelotón, pero eso es mucho desear. Cuatro o cinco estaría bien, y que quedaran un par de tipos chillando en la maleza". Sonrió con crueldad. "Nada mejor que un tipo chillando con una bala en la panza para desanimar a sus camaradas y hacerles bajar la cabeza."

Miró a otro lugar de la ladera sembrada de piedras y comprobó que su ametralladora liviana RPD estaba perfectamente situada para cortar el avance enemigo con una ráfaga de enfilada. Salim, el ametralladorista, era un artista con esa arma. Tal vez podría derribar a más de cinco.

"Ya veremos" -pensó Mek -. "Hay que esperar el momento justo."

Vio una abertura en la cresta de roca unos metros más abajo.

"No querrán saltar la cresta porque quedarían al descubierto", calculó. "Se agruparán para tratar de pasar por la brecha. Ése será el momento."

Miró su RPD. Salim esperaba su señal. Mek miró otra vez la ladera.

"Sí, ya se están amontonando. El grandote de la izquierda está fuera de posición. Los dos a su derecha ya se desplazan hacia la brecha."

El camuflaje de los soldados de Nogo se mimetizaba con la maleza, y los caños de sus armas estaban envueltos en retazos de red camuflada para no reflejar la luz. En el monte eran casi invisibles; sólo los delataban sus movimientos y el tono de su piel. Estaban tan cerca que alcanzaba a distinguir el blanco de algún ojo, pero aún no había descubierto al ametralladorista.

Tenía que derribarlo con la primera ráfaga. "Ajá", pensó aliviado. "Ahí está, en el flanco derecho. Casi lo pierdo."

Era un hombre de baja estatura, robusto, de hombros anchos, cuyos largos brazos simiescos portaban el arma con facilidad. Era una RPD de 7.62 milímetros, de fabricación soviética. Lo delataban los destellos de las municiones que llevaba en las cananas colgadas de sus inmensos hombros.

Mek se agazapó y bordeó rápidamente la base de la roca que lo cubría. Puso el selector de su AKIV1 en fuego rápido y apoyó la mejilla en la culata de madera. Era su arma personal. Un armero de Addis había ajustado el mecanismo y pulido el caño, acolchando la caja con lana de vidrio. Con ello había mejorado la precisión de ese fusil de asalto notoriamente impreciso. Aunque de ningún modo era un arma para un francotirador, esas modificaciones le permitían acertar a un blanco de cinco centímetros de diámetro a cien metros.

El hombre de la RPD se encontraba cincuenta metros cuesta abajo de Mek. Se cercioró de que los otros tres se encontraran en la brecha donde Salim pudiera bajarlos con una sola ráfaga; apuntó el guión de la mira a la panza del ametralladorista utilizando como referencia la hebilla de su cinturón y disparó una ráfaga de tres tiros.

La AKM tenía un retroceso feroz, y el ruido de la triple detonación reverberó en sus tímpanos, pero Mek vio que sus tres proyectiles cosían el cuerpo del hombre. El primero lo tomó en el vientre, el segundo a la altura del diafragma y el tercero en la base del cuello. El hombre giró, sus brazos se extendieron convulsivamente y su cuerpo cayó hacia atrás sobre la maleza.

Todos los hombres de Mek ya disparaban. Se preguntó cuántos había derribado Salim con la primera ráfaga, pero no había nada para ver. El enemigo estaba a cubierto. Se alzaba una bruma azulada de humo de la pólvora y los matorrales se estremecían bajo el fuego y las detonaciones.

En medio del tableteo de las armas y el silbido de los disparos y el chasquido de los impactos en las rocas se alzaron chillidos de dolor.

–Estoy herido. ¡Socorro, en el nombre de Alá! – Sus gritos despertaron ecos extraños en la ladera y el fuego enemigo disminuyó notablemente. Mek colocó un cargador completo en su AKM.

–Canta, pajarito, canta -murmuró con tétrica satisfacción.

Nicholas tuvo que sumar su fuerza a la de Hansith y ocho de sus hombres para alzar la tapa del sarcófago de piedra. Tambaleándose bajo su peso, la apoyaron contra el muro de la tumba. Royan y Nicholas subieron a la pedana para mirar el interior del sarcófago.

En el receptáculo de piedra hallaron prolijamente encajado un gran ataúd de madera. Su tapa también tenía la forma del Faraón yacente en posición mortuoria, las manos cruzadas sobre el pecho sosteniendo el látigo y el cayado. El artesano había dorado la madera y le había incrustado piedras semipreciosas. El rostro de la efigie mostraba una expresión serena.

Alzaron el ataúd del sarcófago, su peso era menor que el de la tapa de piedra. Nicholas rompió cuidadosamente los sellos de oro y la capa de resina dura que sujetaba la tapa del ataúd. Dentro de éste, encajado a la perfección, había otro ataúd, que a su vez contenía otro más. Parecía un juego de muñecas rusas, una dentro de otra y cada vez más pequeñas.

Hallaron un total de siete ataúdes, cada uno más ornamentado y ricamente enjoyado que el anterior. El séptimo era apenas más grande que el natural y era totalmente de oro. El metal bruñido reflejaba la luz como un millar de espejos, y los destellos penetraban como dardos en todos los rincones de la tumba.

Al abrirlo encontraron una capa de flores. Las resecas flores marchitas habían adquirido un color sepia. El perfume se había evaporado mucho antes; sólo un aroma almizcleño de gran antigüedad se alzó como una bocanada del interior. Los pétalos estaban tan resecos y quebradizos que se hacían polvo al menor roce. Bajo los pétalos marchitos había una tela de finísimo lino; alguna vez había sido níveo, pero los siglos y el zumo de las flores lo habían tornado marrón. Entre sus suaves pliegues vieron nuevamente destellos dorados.

Parados a cada lado del ataúd, Nicholas y Royan apartaron la trama de lino. Crujía suavemente y se rasgaba como papel entre sus dedos, pero al alzarla ambos quedaron boquiabiertos cuando apareció la máscara funeraria del Faraón. Apenas más grande que el natural, era perfecta en todos los detalles. La estupenda obra de arte había conservado las facciones del Faraón para toda la eternidad. Contemplaron en silencio atónito los ojos de obsidiana y cristal de roca, y el Faraón les devolvió una mirada triste y en cierto modo acusadora.

Se requería mucho valor y atrevimiento para alzarla de la cara de la momia. Al cabo de varios minutos, cuando por fin se decidieron a hacerlo, encontraron nuevos indicios de que en la antigüedad alguien había trocado el cuerpo del Rey por el de su general Tanus. Evidentemente la momia era demasiado grande para el ataúd. Le habían quitado varias capas de tela y los miembros estaban apretados.

–Una momia real tendría cientos de talismanes y amuletos bajo las vendas -susurró Royan -. Este es el cuerpo escasamente adornado de un noble, no el del Rey.

Nicholas alzó cuidadosamente la venda que cubría la cabeza, y apareció una trenza gruesa.

–Los retratos del faraón Mamose en las paredes de la arcada lo muestran con el pelo teñido con henna -murmuró Nicholas -. Mira esto.

La trenza era del color plateado con reflejos dorados de la hierba de la sabana africana en invierno.

"Creo que no hay duda. Este es el cuerpo de Tanus, el amigo de Taita y amante de la Reina.

–Así es -dijo Royan. Sus ojos se humedecieron. – Es el padre verdadero del hijo de Lostris, el faraón Tamose, fundador de una gran estirpe de reyes. Su sangre recorre toda la historia del antiguo Egipto.

–A su manera fue tan grande como cualquier faraón -dijo Nicholas.

Royan fue la primera en reaccionar. ¡El río! – exclamó, y en su voz había desesperación -. No podemos permitir que se pierda todo esto en la crecida. – Tampoco podemos pensar en salvarlo todo. Es un tesoro demasiado grande. Ya se nos acaba el tiempo, así que debemos elegir las piezas más hermosas e importantes para encajonarlas. Dios quiera que nos quede tiempo siquiera para eso.

De manera que en el escaso tiempo que les quedaba se lanzaron a una actividad frenética. No cabía pensar en salvar las estatuas y los murales, los muebles y las armas, los enseres del banquete y los arcones del ajuar. El gran carro de oro permanecería en el lugar que había ocupado durante cuatro milenios.

Retiraron la máscara mortuoria de oro de la cabeza de Tanus, pero dejaron su momia en el ataúd de oro interior. Nicholas mandó llamar a Mai Metemma. El anciano abad y veinte de sus monjes bajaron a recibir la sagrada reliquia del antiguo santo que se les había prometido. Con cánticos reverentes, lentos y graves transportaron el ataúd de Tanus a su nueva cripta en el magdas del monasterio.

–Bueno, al menos el viejo héroe tendrá un trato respetuoso -suspiró Royan. Miró a su alrededor: -No podemos dejar el lugar como está, con los ataúdes destapados y desparramados por todas partes. Cualquiera diría que por aquí pasaron los ladrones de tumbas.

–¿Y nosotros qué somos? – preguntó Nicholas con una sonrisa. – Somos arqueólogos -replicó con vehemencia -. Así que debemos actuar como tales.

Colocaron los seis ataúdes uno dentro de otro y los pusieron nuevamente en su lugar dentro del gran sarcófago. Cubrieron éste con su gran tapa de piedra, y sólo entonces Royan permitió que comenzara el trabajo de selección y embalaje de algunos tesoros.

Sin duda, la máscara mortuoria era el objeto más importante de toda la tumba. Cupo perfectamente en un cajón juntamente con la figura ushabti, ambas envueltas en espuma de goma para estar a salvo de cualquier golpe. En la tapa del cajón, Royan escribió "Máscara Ushabti Taita" con un lápiz de cera impermeable.

La selección final fue, inevitablemente, expeditiva y superficial. No podían detenerse a abrir cada uno de los cofres de cedro apilados en la arcada. Esos arcones pintados y dorados también eran objetos de gran valor, merecedores de todo respeto. Por consiguiente, decidieron guiarse por las ilustraciones de las tapas y descubrieron rápidamente que, en efecto, se correspondían con el contenido del arcón. En el interior del cofre que mostraba al Faraón con la corona azul de guerra encontraron esa corona sobre almohadones de cuero dorado, especialmente acondicionados para sostener y protegerla.

A pesar del escaso tiempo que les quedaba, el lujo de los objetos descubiertos a medida que elegían y abrían los cofres de cedro llegó casi a hartarlos. Además de la corona azul, encontraron la roja y blanca de los reinos unidos y la espléndida Nemes, todas en estado de conservación milagroso, como si el Faraón las hubiera usado esa misma mañana.

Desde el principio se impuso el requisito de que sólo podían llevarse los objetos que cupieran en las cajas de municiones. Los de tamaño mayor, cualquiera que fuese su valor o su importancia histórica, debían quedar en la tumba. Afortunadamente, muchos de los cofres de cedro que contenían las alhajas reales cupieron perfectamente en los cajones metálicos y pudieron ser salvados con su contenido. En cambio, fue necesario volver a embalar los objetos de mayor tamaño como las coronas y los grandes medallones pectorales de oro y piedras preciosas.

A medida que llenaban los cajones, los apilaban en el descanso de la puerta sellada para sacarlos luego al exterior. Habían embalado y catalogado cuarenta y ocho cajas, incluidas las ocho estatuillas de dioses de la gran galería, cuando oyeron la voz inconfundible de Sapper que reverberaba en la escalera.

–Mayor, ¿dónde diablos está? Déjese de joder allí. ¡Vamos, viejo, salga de ahí! Es hora de irse a la mierda. El río está creciendo y la represa va a ceder en cualquier momento.

Sapper subió la escalinata a la carrera, pero ni siquiera él pudo mostrarse insensible al esplendor de la arcada fúnebre del faraón Mamose. Maravillado y reverente, demoró varios minutos en recuperar su calma habitual.

–¡Lo digo en serio, mayor! No tenemos horas sino minutos. La represa va a ceder. Además, Mek está combatiendo en las colinas donde empieza la quebrada. El ruido de los disparos llega hasta el pie del precipicio en la laguna de Taita. Usted y Royan tienen que salir enseguida, lo digo muy en serio.

–De acuerdo, Sapper, ya vamos. Vuelve a la cámara al pie de la escalera. ¿Viste las cajas de municiones? – Sapper asintió. – Que los hombres las saquen de aquí y las lleven al monasterio. Quiero que te ocupes de eso. Te seguiremos por la senda con el resto.

–Déjese de joder, mayor. Su vida vale más que toda esta chatarra vieja. Vamos, salgan de una vez.

–Está bien, Sapper, pero no hables de chatarra vieja delante de Royan porque tendrás problemas.

Sapper se encogió de hombros:

–No vaya a decir después que no le avisé. – Se volvió y empezó a bajar la escalinata.

–Sabes dónde están las balsas -exclamó Nicholas a sus espaldas -. Si llegas allá antes que yo, ínflalas y carga las cajas. Te seguiremos.

Lo vio partir y luego volvió a la carrera a la arcada del tesoro donde se encontraba Royan.

–¡Basta! – gritó -. Se acabó el tiempo. Vámonos.

–Nicky, no podemos dejar…

–Fuera. – Le tomó el brazo: -Nos vamos. A menos que quieras compartir la tumba con Tanus para siempre jamás.

–¿Pero no puedo…

–¿Estás loca? Vamos, te digo. La represa va a ceder en cualquier momento.

Se soltó el brazo, empezó a recoger puñados de alhajas del cofre abierto a sus pies y las puso en sus bolsillos.

–No puedo dejarlas.

La tomó por la cintura y la alzó sobre un hombro.

–Te dije que hablaba en serio -gruñó, y partió a la carrera.

–¡Nicky! Suéltame ahora mismo. – Pataleó indignada, pero él siguió corriendo hasta llegar a la cámara al pie de la escalinata. Hansith y sus hombres alzaban los últimos cajones para subir la escalinata del otro extremo. Los cargaban sobre sus cabezas y ascendían con pasos ágiles.

Allí Nicholas dejó bajar a Royan.

–¿Te portarás bien? Esto no es un juego. La situación es muy seria… mejor dicho, será fatal si quedamos atrapados.

–Tienes razón -se disculpó -. Lo que pasa es que no soportaba la idea de dejar tantas cosas.

–Ya, ya. Vámonos. – La tomó de la mano y empezó a arrastrarla. Pero después de dar unos pasos ella se soltó y empezó a correr en serio, al punto de dejarlo atrás y ganar el tope de la escalinata antes que él.

A pesar de los fardos, los cargadores caminaban a buen paso. Nicholas y Royan alcanzaron la columna y la siguieron por todos los rodeos del laberinto. Afortunadamente contaban con las marcas en los recodos para llegar a la escalera central que conducía a la gran galería derrumbada sin haber equivocado una sola vez el camino. Sapper los aguardaba en las ruinas de la puerta sellada y gruñó con alivio al verlos.

–Creí haberte dicho que te adelantaras para alistar las balsas -vociferó Nicholas.

–No podía confiar en que no cometerían alguna estupidez -se justificó Sapper en tono desdichado -. Quería asegurarme de que no se quedarían ahí adentro.

–Me conmueves, Sapper. – Nicholas le dio un puñetazo en el hombro. Luego todos corrieron por el túnel de acceso y el puente sobre el sumidero.

–¿Dónde está Mek? – preguntó Nicholas entre jadeos, mientras trotaba detrás de Sapper -. ¿Viste a Tessay?

–Tessay volvió, pero lo pasó muy mal. Estaba muy lastimada. Parece que la maltrataron.

–¿Qué le pasó? – preguntó Nicholas, espantado -. ¿Dónde está?

–Parece que cayó en manos de los matones de von Schiller, y la torturaron. Los hombres de Mek la llevan al monasterio. Nos espera donde están las balsas.

–¡Gracias a Dios! – murmuró Nicholas. En voz más alta preguntó: -¿Qué hace Mek?

–Trata de detener el ataque de Nogo. Desde temprano estoy oyendo disparos, granadas y obuses. Se va a replegar hacia las balsas.

En los últimos metros del túnel chapotearon en barro y agua que les llegaba a los tobillos, y por fin saltaron sobre la ataguía a la cornisa de roca en torno de la laguna de Taita. Nicholas alzó la vista: los cargadores de Hansith ya trepaban el andamio hacia la cresta del precipicio; cada uno cargaba un cajón metálico.

En ese momento oyó un ruido que reconoció al instante. Inclinó la cabeza para escuchar mejor y luego se volvió hacia Royan:

–¡Disparos! Mek les hace frente, pero están muy cerca.

–Mi bolso. Tengo que recuperar mis cosas. – Royan ya iba hacia su refugio con techo de paja al pie del precipicio, pero él le tomó el brazo.

–No necesitas cosméticos ni pijamas. Tu pasaporte lo tengo yo. – La arrastró hacia el pie del andamio. – Lo único que necesitas es poner la mayor distancia posible entre tú y el coronel Nogo. ¡Vamos, Royan!

Treparon el andamio y al llegar a la cima Royan descubrió sorprendida que aunque la tierra estaba húmeda debido a los chubascos recientes, brillaba un sol alto y cálido. Había perdido la noción del tiempo en los pasadizos húmedos y tenebrosos de la tumba. Encantada de ver nuevamente el sol, dejó que bañara su rostro mientras Nicholas verificaba que todos los cargadores hubieran salido.

Sapper encabezó la columna por la senda a través del bosque de espinos, seguido por los cargadores en fila india. Nicholas y Royan los dejaron pasar para cerrar la marcha. El ruido de los disparos era aterrador, de tan cercano. Parecía venir del borde de la quebrada, a poco menos de un kilómetro. El crepitar de las armas automáticas agilizó el paso de los cargadores, y toda la columna corrió a través del bosque para alcanzar la senda principal al monasterio antes que la vanguardia de Nogo les cerrara el paso.

Antes de llegar al cruce de caminos, alcanzaron a una partida de cargadores que llevaba una litera. También se dirigían al monasterio. Nicholas pensó que transportaban a un guerrillero de la fuerza de Mek, herido. Pero al alcanzarlos, tardó un momento en reconocer la cara hinchada y quemada de Tessay.

–¡Tessay! – Se inclinó sobre ella. – ¿Quién fue?

Lo miró con los ojos inmensos, oscuros, de un niño herido y le contó todo con frases entrecortadas.

–¡Helm! – exclamó Nicholas -. Si lo agarro a ese hijo de puta…

En ese momento Royan los alcanzó, y al ver la cara de Tessay se le escapó un grito de espanto. Desde ese momento siguió junto a ella.

Nicholas reconoció a uno de los cargadores de la litera:

–Mezra, ¿qué está pasando allá arriba?

–Nogo entró a la quebrada desde el este con un batallón. Nos desbordaron por los flancos, así que nos replegamos. No estamos acostumbrados a esta clase de guerra.

–Claro, la guerrilla siempre tiene que estar en movimiento -dijo Nicholas -. ¿Dónde está Mek Nimmur?

–Se repliega por la ladera oriental de la quebrada. – En ese momento oyeron disparos a sus espaldas.

–¡Ahí está Mek! – informó Mezra -. Nogo lo está acosando.

–¿Qué orden te dio?

–Que lleve a la Señora Sol a los botes y espere a Mek Nimmur.

–¡Bien! – dijo Nicholas -. Iremos juntos.

El Jet Ranger volaba a baja altura, siguiendo los accidentes del terreno, sin asomarse jamás sobre la cresta del altiplano. Helm sabía que los shufta de Mek Nimmur estaban armados con lanzacohetes RPG. En manos de un hombre bien entrenado, era un arma mortífera para un aparato lento y carente de blindaje como el Jet Ranger. La única defensa del piloto era el terreno mismo, seguir los contornos de los valles a fin de no aparecer en la línea de fuego de un lanzacohetes.

Las nubes de lluvia ya empezaban a descender a la escarpa, pero el helicóptero volaba muy por debajo de ellas. Alguna que otra ráfaga de viento mecía peligrosamente el aparato, y las enormes gotas de lluvia repiqueteaban sobre el parabrisas. En su asiento, el piloto se inclinaba hacia adelante, retenido apenas por el correaje de seguridad, tenso por tener que volar tan bajo en condiciones peligrosas. Helm ocupaba el asiento a su derecha. Detrás iban von Schiller y Nahoot Guddabi; ambos estiraban el cuello y miraban nerviosos las laderas boscosas que pasaban debajo, aparentemente al alcance de la mano.

A intervalos de pocos minutos crujía la radio y escuchaban las lacónicas transmisiones de los soldados de Nogo que pedían apoyo de la artillería o bien informaban la conquista de un objetivo. El piloto se volvía hacia von Schiller para traducir el parloteo de la radio.

–Hay una escaramuza en la cresta, pero los shufta huyen. Nogo despliega bien sus fuerzas. Acaban de desalojar un destacamento de la ladera al este de nosotros -añadió, señalando por la ventanilla izquierda -. Acosan a los shufta con fuego de morteros.

–¿Ya llegaron al lugar donde estaba trabajando QuentonHarper?

–Eso no está claro. Hay un poco de confusión. – El piloto calló para escuchar unas frases en árabe por la radio. – Creo que era Nogo.

–¡Llámelo! – ordenó von Schiller, inclinado sobre el respaldo de Helm – Pregúntele si la zona de la tumba ya está en sus manos.

Helm tomó el micrófono del gancho debajo del tablero de vuelo. – Pétalo de Rosa, aquí Bismarck. ¿Me oye?

Se oyeron los crujidos de la estática y luego la voz de Nogo que hablaba en inglés:

–Le escucho, Bismarck.

–¿Está asegurado el objetivo principal?

–Afirmativo, Bismarck. Asegurado. Oponente anulado. Mis hombres ya bajan para montar guardia en la obra.

Helm giró en su asiento hacia von Schiller.

–Los hombres de Nogo ya están en el fondo. Podemos aterrizar.

–Dígale que ninguno de sus hombres debe penetrar en la excavación antes de que lleguemos -ordenó von Schiller con tono severo y mirada triunfal -. Debo ser el primero en entrar. Asegúrese de que lo entienda. – Mientras Helm transmitía la orden, von Schiller palmeó el hombro del piloto: -¿Cuándo llegaremos al objetivo?

–Cinco minutos de vuelo, señor.

–Cuando llegue, dé un par de vueltas hasta verificar si Nogo lo tiene bajo control.

El piloto accionó la palanca de mando, y se alteró el ruido del rotor. El helicóptero quedó suspendido mientras el piloto apuntaba al suelo.

–¿Qué pasa? – preguntó von Schiller -. ¿Qué hay para ver? – La represa -dijo Helm -. El dique de QuentonHarper. Es una obra importante.

El amplio espejo de agua embalsada lucía gris y lóbrego bajo las nubes de lluvia, y manchado por la tierra arrastrada desde el altiplano. El agua desviada por el canal lateral caía como un torrente furioso en el valle alargado.

–¡Abandonado! – dijo Helm -. Harper sacó a su gente de aquí.

–¿Qué es esa cosa amarilla junto al río? – preguntó von Schiller, curioso.

–La máquina para remover tierra que le mencioné. Lo supe por mi informante.

–No perdamos más tiempo -ordenó von Schiller -. No hay nada para ver aquí. ¡Adelante!

Helm tocó el hombro del piloto y señaló río abajo.

Sapper los esperaba en el empalme de las sendas donde la derivación torrencial del río hacia el valle había borrado un gran tramo de la huella original. La larga fila india de los cargadores, cada uno con una caja sobre la cabeza, buscaba el terreno más alto sobre el río.

La litera de Tessay cerraba la marcha. Nicholas y Royan caminaban a cada lado de ella para ayudar a enderezarla en los tramos más desparejos.

–¿Dónde está Hansith? – preguntó a Sapper. Estudió cuidadosamente a los hombres que lo precedían, en busca de la alta figura del monje entre los demás.

–Creí que estaba con usted -contestó Sapper. Ambos tenían que alzar la voz para hacerse oír. – No lo he visto desde que subimos del fondo.

Nicholas se volvió para echar una mirada a la huella por donde habían andado a través del bosque de espinos.

–Bueno, al diablo con él. No podemos volver a buscarlo. Tendrá que volver al monasterio por su cuenta.

En ese momento oyeron el ruido lejano pero reconocible de los rotores en el aire tibio y húmedo bajo las masas amenazantes de las nubes.

–¡El helicóptero de Pegaso! Parece que von Schiller va derecho a la laguna de Taita. Seguro que siempre supo dónde estábamos -dijo Nicholas con amargura -. Y no pierde el tiempo. Cae como un buitre sobre la carroña fresca.

Royan miraba hacia el lugar de donde venía el ruido y trataba de distinguir el aparato contra las nubes oscuras. Su cara estaba acalorada por la carrera; mechones empapados por el sudor caían sobre sus mejillas.

–Si permitimos que esos cerdos entren en nuestra tumba, profanarán un lugar sagrado -dijo furiosa.

Nicholas extendió el brazo sobre la litera para tomar el de ella. Su expresión era severa y resuelta.

–Tienes razón. Continúa hasta el monasterio con Tessay. Te seguiré. – Sin darle tiempo a protestar o interrogarlo, se acercó a Sapper: -Las dos mujeres quedan a tu cargo, Sapper. Cuídalas bien.

–¿A dónde vas, Nicky? – Al acercarse, Royan alcanzó a oír las órdenes que dio a Sapper. – ¿Qué harás?

–Voy a atar un cabo suelto. No demoro.

–¿Volverás allá? – Estaba aterrada. – ¿Quieres que te maten, o algo peor? Viste lo que Helm le hizo a Tessay…

–No te preocupes, mi amor. – Rió, y antes de que ella advirtiera sus intenciones, la besó en la boca. La alejó suavemente de sí mientras aún estaba turbada y confundida por esa demostración de afecto frente a tantos hombres. – Cuida a Tessay. Nos encontraremos en las balsas.

Sin darle tiempo a protestar, se alejó por la senda del valle a un paso tan rápido de sus piernas largas que ella no tenía la menor posibilidad de alcanzarlo.

–¡Nicky! – exclamó con desesperación, pero él fingió no oírla y siguió su camino por la orilla de la derivación, de vuelta a la represa.

El Jet Ranger seguía los meandros del río abajo de la represa. En ocasiones se veía el interior de la brecha entre los precipicios altos, el fondo sombrío de la quebrada, ahora casi seco y con alguno que otro destello donde aún quedaba un charco.

–¡Ahí están! – Hebra apuntó hacia el frente, a un grupo de hombres reunidos en el borde del precipicio.

–¿Está seguro de que no son shufta? – preguntó von Schiller con temor.

–¡No! – Helm se apresuró a tranquilizarlo. – Ahí está Nogo. El hombre alto de shamma blanca a su lado es Hansith Sherif, nuestro informante. – Alzó la voz para hacerse escuchar por el piloto sobre el ruido del motor: -Puede aterrizar. ¡Mire donde le indica Nogo!

Apenas los patines del helicóptero tocaron tierra, Nogo y Hansith se precipitaron hacia él, ayudaron a von Schiller a bajar de la cabina y lo alejaron del rotor que aún giraba.

–Mis hombres ocupan todo el terreno -dijo Nogo -. Rechazamos los shufta por el valle hacia el río. Este hombre es Hansith Sherif, que ha trabajado en la tumba junto con Harper. Conoce los túneles palmo a palmo.

–¿Habla inglés? – Von Schiller miró ávidamente al monje.

–Un poco -contestó Hansith.

–¡Bien, bien! – Von Schiller sonrió -. Muéstreme el camino. Lo sigo. Venga, Guddabi, es hora de que se gane el sueldo que le pago.

Hansith los condujo al andamio, donde von Schiller se detuvo y echó una mirada nerviosa a las tenebrosas profundidades del abismo. La estructura de bambú parecía endeble e insegura, la caída larga y aterradora. Von Schiller iba a protestar cuando oyó la voz plañidera de Guddabi a su espalda:

–¿Se supone que debemos bajar allá?

Su miedo animó a von Schiller, quien se volvió hacia él con una sonrisa de satisfacción:

–Es el único acceso a la tumba. Siga al hombre y yo lo seguiré a usted.

Nahoot vaciló, pero Helm apoyó una mano callosa en su espalda y le dio un empujón.

–Vaya de una vez. No pierda más tiempo.

Con renuencia, Nahoot empezó a bajar por el andamio, seguido por von Schiller. La estructura de bambú temblaba y oscilaba bajo el peso de los tres, y el abismo parecía arrastrarlos, pero por fin llegaron a la cornisa junto a la laguna de Taita. Allí miraron alrededor, maravillados.

–¿Dónde está el túnel? – preguntó von Schiller apenas recuperó el aliento. Hansith le indicó que lo siguiera a la pequeña ataguía.

Von Schiller se volvió un instante hacia Helm y Nogo:

–Quiero que esperen aquí. Entraré en la tumba con Guddabi y este monje. Los mandaré llamar cuando los necesite.

–Preferiría ir con usted para protegerlo, Herr von Schiller… -empezó Helm, pero el anciano frunció el entrecejo.

–¡Haga lo que le digo! – Con ayuda de Hansith, bajó de la ataguía a la entrada del túnel. Guddabi lo seguía casi pegado a su espalda.

–¿Luces? ¿De dónde proviene la energía?

Hay una máquina -dijo Hansith, y en ese momento oyeron el suave burbujeo del generador. Ninguno habló mientras seguían a Hansith por el túnel de acceso hasta llegar al puente sobre las aguas lóbregas del sumidero.

–Es una construcción muy tosca -murmuró Nahoot. El miedo empezaba a ceder ante el interés profesional. – Nunca he visto otra tumba egipcia similar. Tal vez nos engañaron. Probablemente es una obra etíope.

–No se precipite con sus juicios -dijo von Schiller severamente -. Veamos qué nos muestra este hombre.

Von Schiller apoyó una mano sobre el hombro de Hansith mientras cruzaban los pontones de baobab que oscilaban en el agua; su alivio al llegar a la otra orilla era evidente. Entraron en el sector ascendente del túnel, pasando la marca del nivel del agua.

Nahoot advirtió inmediatamente que los muros eran de piedra labrada:

–Ajá, al principio estaba decepcionado. Pensé que nos habían engañado, pero aquí se advierte la influencia egipcia.

Llegaron al descanso exterior a la galería destruida. Allí se encontraba el generador Honda. Tanto von Schiller como Nahoot sudaban debido al esfuerzo y temblaban de emoción.

–Esto en verdad promete. Es muy posible que nos encontremos en una tumba real -dijo Nahoot, exultante. Von Schiller señaló los sellos de arcilla apilados contra un muro lateral donde los habían dejado Nicholas y Royan. Nahoot cayó de rodillas y los examinó ávidamente.

–¡El cartucho de Mamose y el sello del escriba Taita! – Miró a von Schiller y sus ojos brillaban de emoción. – No cabe la menor duda. Lo he conducido a la tumba, tal como le había prometido.

Atónito ante semejante muestra de arrogancia cínica, von Schiller bufó con desdén y se inclinó para echar una mirada al interior de la gran galería.

–¡Ha habido un derrumbe! – exclamó horrorizado -. ¡Destruyeron la tumba!

–No, no -contestó Hansith -. Venga por aquí. Hay otro túnel.

Mientras se abrían paso entre los escombros, Hansith les explicó en su inglés vacilante cómo se había derrumbado el techo y cómo él mismo había descubierto la entrada verdadera bajo las piedras.

Nahoot se detenía a intervalos a recoger un trozo de yeso pintado caído del techo.

–Deben de haber sido magníficos. Un trabajo clásico de primer nivel…

–Tengo más para mostrarle -dijo Hansith -. Mucho más.

–Deje por ahora esos escombros -gruñó von Schiller a Nahoot -. Tenemos poco tiempo y aún debemos llegar a la cámara mortuoria.

Hansith los condujo por la escalera oculta al laberinto del bao. Luego recorrieron los pasadizos hasta llegar al nivel inferior.

–¿Cómo hicieron Harper y la mujer para llegar hasta aquí? – se maravilló von Schiller -. Es una conejera.

–¡Otra escalera oculta! – dijo Nahoot, atónito. Farfullaba de emoción al entrar en la trampa del gas donde las hileras de ánforas habían permanecido intactas durante miles de años. Por fin ascendieron el último tramo de la escalinata hasta la entrada de la arcada funeraria.

Los dos quedaron estupefactos al contemplar el esplendor de los murales y la majestuosidad de las imágenes de los dioses que montaban guardia a lo largo de la arcada. Incapaces de dar un paso más, miraron arrobados a su alrededor.

–No esperaba esto -susurró von Schiller -. Supera las expectativas de toda mi vida.

–Los cuartos a cada lado están llenos de tesoros. – Hansith señaló las cámaras que bordeaban la arcada -. Hay cosas como usted jamás soñó. Harper pudo llevarse muy poco… unas pocas cajas. Dejó pilas de cofres llenos de objetos.

–¿Dónde está el ataúd? ¿Se llevaron el cuerpo que estaba en la tumba?

–Harper entregó el cuerpo en un ataúd de oro al abad. Lo llevaron al monasterio.

–Nogo lo recuperará enseguida. No se preocupe, Herr von Schiller -dijo Nahoot para tranquilizarlo.

Como si la promesa hubiera roto el embrujo que los detenía, entraron en la galería, al principio lentamente y luego a la carrera. Von Schiller se tambaleó hacia la cámara más cercana con sus rígidas piernas de anciano y rió como un niño al ver sus regalos de Navidad.

–¡Increíble!

Tomó un cofre de cedro de la pila más próxima y arrancó la tapa con dedos temblorosos. Al ver el contenido quedó extasiado. Se inclinó sobre el arcón y sollozó suavemente, abrumado por una indecible emoción.

Nicholas calculó que los hombres de Nogo avanzarían por la cresta de los precipicios hacia la laguna de Taita y que tendría el camino despejado a lo largo de la derivación del río hasta la represa. Por eso corría sin tomar precauciones aparte de detenerse cada tanto para escuchar y estudiar el terreno. No podía esperar que sus camaradas lo aguardaran en el escondite de los botes y corrieran peligro a causa de un capricho suyo.

En dos ocasiones oyó ruidos lejanos de disparos que llegaban desde la laguna. Sin embargo, tuvo suerte porque pudo llegar a la represa sin haberse topado con ningún destacamento de hombres de Nogo. Con todo, decidió no arriesgar demasiado su suerte. Antes de acercarse a la represa, escaló la ladera que la dominaba y estudió el terreno. Así pudo recuperar el aliento luego del arduo trayecto desde el valle y verificar que Nogo no hubiera apostado centinelas en la represa, aunque eso le parecía improbable.

El tractor frontal amarillo aún se encontraba en la orilla a la altura del muro donde lo había dejado Sapper. No había centinelas del ejército etíope ni otra señal de presencia humana. Gruñó aliviado y se secó el sudor de los ojos con la manga de la camisa.

Notó que el agua ya lamía la cima de la pared y se abría paso por las rendijas entre los gaviones. Sin embargo, desde su posición calculó que la represa aún resistiría el embate del río, que debería crecer por lo menos treinta centímetros más para derribarla. Sonrió con satisfacción.

"Bien hecho, Sapper", pensó. "Es un trabajo de primera."

Estudió el nivel del río y el estado del embalse. La corriente que bajaba de la montaña era mucho más fuerte que en su visita anterior al lugar. El río desbordaba sus orillas, los arbustos y árboles más próximos estaban parcialmente sumergidos y se inclinaban ante la corriente turbulenta. El lóbrego torrente gris, turbulento y hosco, se arremolinaba en el embalse antes de hallar el canal de derivación y lanzarse cubierto de espuma hacia el fondo del valle con un rugido de animal salvaje al escapar de una jaula.

Luego volvió la vista hacia la escarpa de la quebrada. Estaba cubierta por bancos amenazantes de nubes que ocultaban el horizonte boreal. En ese momento pasó una ráfaga de viento, frío y húmedo con la promesa de lluvia. No hizo falta otro acicate para lanzarlo cuesta abajo hacia la represa, patinando sobre la tierra húmeda. Antes de llegar al pie de la ladera el ventarrón se transformó en una lluvia fría que le golpeó la cara y le pegó la camisa al cuerpo.

Llegó al tractor y trepó al asiento. Tuvo un momento de pánico al pensar que tal vez Sapper había retirado la llave de su escondite bajo el cojín del asiento. Tanteó frenéticamente hasta que sus dedos la palparon y se le escapó un bufido de alivio.

–Sapper, por un momento estuviste a punto de morir -dijo en voz alta -. Te habría estrangulado con mis propias manos.

Puso la llave en el encendido y la giró a la posición de precalentamiento, a la espera de que la luz testigo en el tablero virara del rojo al verde.

–¡Vamos de una vez! – murmuró impaciente. Esos pocos segundos le parecieron años. Se encendió la luz verde e hizo girar la llave. El motor se encendió al instante. – ¡Diez puntos, Sapper! – exclamó con júbilo -. Estás perdonado.

Le dio tiempo al motor para que alcanzara la temperatura óptima de funcionamiento, y en tanto, entrecerrando los ojos bajo la lluvia, miraba las colinas circundantes con temor de que los matones de Nogo, atraídos por el ruido del motor, cayeran sobre él desde las laderas. Pero no había señales de vida en las alturas barridas por la lluvia.

Puso el cambio más bajo y enfiló el tractor hacia la orilla. El agua que había logrado pasar el muro no llegaba hasta los ejes. El tractor saltaba sobre las piedras del lecho. Nicholas detuvo la máquina en medio del río y estudió el muro en busca del punto más débil. Entonces lo enfiló derecho hacia el centro, donde Sapper había apuntalado la balsa de troncos con hileras de gaviones.

–Lo lamento por tanto trabajo que te tomaste -dijo a modo de disculpa, y maniobró para que la pala de acero alcanzara la altura y el ángulo precisos al atacar el muro. Sacudió el gavión elegido hasta moverlo en su nicho, tirando y empujándolo hasta que pudo introducir la pala bajo el pesado canasto de alambre y sacarlo de su lugar. Se apartó y lo dejó caer sobre la catarata. Luego giró y volvió al ataque.

Era un trabajo lento. La presión del agua había encajado los gaviones en el muro, y tardó más de diez minutos en sacar otro. Al arrojarlo miró por primera vez el indicador de combustible y advirtió con desazón que el tanque estaba vacío. Fuera porque se había agotado la reserva de combustible o porque no esperaba volver a usar el tractor después de la partida, Sapper no había vuelto a llenar el tanque.

En ese momento el motor vaciló al faltarle combustible. Viró rápidamente para modificar el ángulo de pendiente a fin de que el resto que había en el tanque fuera hacia adelante, y el motor recuperó potencia al instante. Puso el cambio y enfiló hacia la pared a toda velocidad.

–No hay tiempo para sutilezas -pensó en voz alta -. A partir de ahora vamos a puro músculo y fuerza bruta.

Detrás de los dos gaviones que había retirado aparecía una punta de la balsa de troncos. Era el punto más vulnerable del muro. Accionó los controles hidráulicos y alzó la pala hasta su altura máxima. La bajó lentamente, centímetro a centímetro, hasta que quedó enganchada en el tronco más grueso del enrejado. Trabó la pala, puso marcha atrás y poco a poco elevó el motor a la máxima potencia. La máquina rugía y echaba nubes de humo diesel azul.

El tronco no cedió. Estaba totalmente trabado, y el muro se sostenía gracias al encaje de los gaviones y la presión titánica del agua. Desesperado, Nicholas abrió la válvula de estrangulación al máximo. Los neumáticos estriados giraron y patinaron sobre las rocas, alzando un chorro de agua mezclada con barro y pedregullo.

–¡Vamos! – imploró Nicholas -. Vamos, no me falles justamente ahora.

Nuevamente el motor vaciló por falta de combustible. Tosió y carraspeó y estuvo a punto de apagarse.

–¡Por favor, un esfuerzo más!

Como si lo hubiera oído, el motor tosió unos segundos y luego rugió al recuperar su plena potencia.

–¡Así se hace, mi amor! – chilló Nicholas mientras el tractor se sacudía al tironear del muro.

Con un estampido de cañón, se quebró la punta superior del tronco y salió expulsada por un chorro triunfal de agua fangosa del río que atravesó el boquete.

–¡Allá va! – vociferó Nicholas, y saltó del asiento. Sabía que no tenía tiempo para sacar el tractor del río. Saldría más rápidamente por sus propios medios.

La corriente se arremolinó en torno de sus piernas y trató de derribarlo. Como en una pesadilla infantil, se veía perseguido por monstruos y a pesar de sus esfuerzos se movían en cámara lenta. Echó una mirada sobre su hombro: en ese momento el sector central de la represa se reventó hacia afuera ante el embate violento del torrente furioso. Dio unos torpes pasos más hacia la orilla antes de que lo alcanzara la corriente turbulenta. No podía luchar contra ella. Lo arrastró sobre la caída y hacia abajo, donde lo aguardaba el vientre ávido del abismo.

El cayado y el cetro real del Faraón -jadeó von Schiller con voz alterada por la emoción al sacarlos del cofre de cedro. – Y aquí están la barba postiza y el pectoral de ceremonias. – Nahoot se arrodilló a su lado en el piso de la tumba bajo la gran estatua de Osiris. Los resentimientos habían quedado atrás en ese momento maravilloso en que examinaban los tesoros fabulosos de Egipto.

–Es el descubrimiento arqueológico más grande de todos los tiempos -susurró von Schiller con voz trémula. Sacó un pañuelo y se secó las mejillas empapadas por el sudor de la euforia.

–Nos esperan años de trabajo -dijo Guddabi solemnemente -. Es necesario inventariar y valorar esta colección increíble. Pasará a la historia como el tesoro de von Schiller. Perpetuará su nombre por siglos. Es el sueño de inmortalidad de los egipcios. Usted no caerá en el olvido. Vivirá por siempre.

Una expresión extática bañó el rostro de von Schiller. No se le había ocurrido pensar en ello. Hasta el momento no había pensado en la posibilidad de compartir su tesoro con nadie, salvo, a su manera, con Utte Kemper. Las palabras de Nahoot despertaron en él la antigua quimera de la inmortalidad. Tal vez dispondría que lo exhibieran en público… después de su muerte, claro.

Bruscamente rechazó esa tentación. No se debía envilecer semejante tesoro exhibiéndolo ante el populacho. Lo habían reunido para el funeral de un faraón, y von Schiller se consideraba precisamente un faraón de la era moderna.

–¡No! – replicó con violencia -. Esto es mío, mío y de nadie más. Cuando muera me lo llevaré a la tumba. Ya está todo dispuesto en mi testamento. Mis hijos se ocuparán de todo. Tendré mi tumba real.

Nahoot lo miró estupefacto. Hasta ese momento no se había dado cuenta de que el viejo estaba loco, que sus obsesiones lo habían llevado al límite de la cordura. Pero el egipcio sabía que no era el momento para discusiones…, ya encontraría la manera de salvar el tesoro maravilloso del olvido de otra tumba. Inclinó la frente con fingida sumisión.

–Por supuesto, Herr von Schiller. Ese es el único destino apropiado para el tesoro. Usted merece semejante tumba. Pero en este momento lo más importante es llevar todo a un lugar seguro. Helm nos ha advertido sobre los peligros del río y de que ceda la represa. Ordene que vengan él y Nogo, y que los hombres del coronel vacíen la tumba. Llevaremos todo en helicóptero al campamento de Pegaso. Allí me ocuparé de embalarlo para el viaje hasta Alemania.

–Sí, sí. – Von Schiller se puso de pie, aterrado por la posibilidad de que el río lo privara de su prodigioso tesoro. – Dígale al monje, cómo se llama… Hansith. Dígale a Hansith que vaya a buscar a Helm. Que venga ahora mismo.

Nahoot se paró de un salto.

–Hansith -vociferó -. ¿Dónde está?

El monje se encontraba en la cámara funeraria, orando de rodillas ante el sarcófago de donde habían retirado el cuerpo del santo, desgarrado entre sus creencias religiosas y la codicia. Al oír su nombre, hizo una última genuflexión y corrió presuroso a reunirse con ellos.

–Debe volver a la laguna, donde nos esperan los demás… -empezó a decir Nahoot, pero en ese momento el armonioso rostro moreno de Hansith se alteró. El monje alzó la mano para imponer silencio.

–¿Qué pasa? – preguntó Nahoot, colérico -. ¿Qué es lo que oye?

Hansith meneó la cabeza:

–¡Silencio! ¡Escuche! ¿No se da cuenta?

–No hay nada… -empezó a decir Nahoot, pero bruscamente se interrumpió y en sus ojos negros apareció una mirada de terror.

Era un sonido suavísimo, apenas un susurro, similar al arrullo del céfiro estival.

–¿Qué oyen? – preguntó von Schiller. Había perdido el oído muchos años antes, y el sonido estaba fuera del alcance de sus sentidos de anciano.

–¡Agua! – susurró Nahoot -. Agua corriente.

–¡El río! – gritó Hansith -. Se inunda el túnel. – Se volvió y cruzó la arcada funeraria a pasos largos y ágiles.

–¡Quedaremos atrapados! – chilló Nahoot, y lo siguió.

–Espérenme -gritó von Schiller y trató de seguirlos. Pero los otros dos eran mucho más jóvenes y rápidamente lo dejaron atrás.

El monje se había adelantado a ambos, y ya subía la escalinata desde la trampa de gas de a dos peldaños por vez.

–Hansith, vuelva acá, se lo ordeno -clamó Nahoot con desesperación, pero apenas alcanzó a ver una punta de la túnica blanca del monje que ya desaparecía en el laberinto.

–Guddabi, ¿dónde está? – La voz quejumbrosa de von Schiller reverberó y se desvaneció en los pasadizos de piedra. Nahoot no respondió. Siguió corriendo en la dirección que creía que había tomado el monje y dobló el primer recodo del laberinto sin ver las marcas de yeso en la pared. Creyó oír los pasos veloces de Hansith, pero al doblar la tercera esquina supo que estaba perdido.

Se detuvo. Su corazón latía con violencia y la amarga hiel del terror le inundaba la garganta.

–¡Hansith! ¿Dónde está? chilló enloquecido.

La voz de von Schiller reverberó misteriosamente en los pasadizos:

–¡Guddabi! ¡Guddabi! No me deje.

–¡Cállate! – chilló -. Cierra el pico, viejo idiota.

Resollando, sintiendo el latido sordo de la sangre en sus oídos, trató de escuchar los pasos de Hansith. Pero sólo oyó el ruido del río. El suave murmullo parecía venir de las mismas paredes que lo rodeaban.

–¡No! No me dejen aquí -chilló, y presa del pánico se largó a correr por los pasadizos del laberinto.

Con pies aligerados por la perspectiva de una muerte horrible, Hansith dobló cada recodo y esquina sin equivocarse una sola vez. Pero al salir a la cima de la escalinata central se le torció un tobillo y cayó pesadamente. Su cuerpo cayó a los tumbos y con velocidad creciente hasta el fondo mismo del empinado pasadizo, donde quedó tendido sobre las baldosas de ágata de la gran galería.

Dolorido, aturdido por los golpes, se paró torpemente y trató de seguir corriendo. Pero su pierna cedió otra vez y cayó enredado en su propia ropa. Su tobillo luxado no podía sostenerlo. No obstante, volvió a pararse y cojeó a lo largo de la galería, apoyando una mano en la pared destruida.

Cuando llegó al portal y salió al descanso donde habían dejado el generador, oyó el ruido del agua que llegaba desde el túnel.

Era mucho más fuerte que antes: un rugido grave cuya reverberación casi anulaba el zumbido suave y discreto del generador.

–¡Dulce amor de Cristo y la Virgen, protéjanme! – imploró al avanzar a los tumbos por el túnel, donde se volvió a caer dos veces antes de llegar al nivel inferior.

Arrodillado, echó una mirada hacia adelante y a la luz de las bombillas eléctricas instaladas en el techo del túnel pudo divisar el sumidero a sus pies. Al principio no lo reconoció, porque su aspecto había cambiado por completo. El nivel del agua ya no era más bajo que el del piso donde se encontraba. Estaba lleno hasta los bordes; era un remolino colosal que succionaba el agua hacia el desagüe oculto casi con la misma rapidez con que ésta irrumpía por la boca del túnel. El puente flotante, enredado y semisumergido, se alzaba y encabritaba briosamente al tironear de los cables de anclaje como un caballo bravío enlazado con una correa.

Un torrente de agua irrumpía desde la laguna de Taita y a través del túnel al otro lado del sumidero. El pasadizo se inundaba rápidamente, el agua ya estaba a medio camino del techo, pero él sabía que ésa era la única salida de la tumba. Cada segundo que demoraba, el torrente se volvía más fuerte.

"Debo salir por ahí." Se paró con esfuerzo.

Llegó al primer pontón, pero éste se empinaba furiosamente y no le permitía seguir de pie. En cuatro patas, empezó a cruzar la endeble estructura, arrastrándose de un pontón a otro.

–Dios y san Miguel, ayúdenme, no me dejen morir aquí -imploró en voz alta. Llegó a la otra orilla y buscó asidero en las paredes toscamente labradas del túnel.

Asido apenas con las yemas de los dedos, pudo entrar en la boca del túnel, pero entonces toda la fuerza del torrente de agua que bajaba por el pasadizo lo embistió desde el vientre para abajo. El agua turbulenta lo aplastó contra el muro y le impidió dar un paso más. Sabía que si perdía asidero, el agua lo arrastraría al sumidero para hundirlo en el aterrador abismo negro.

A la alegre luz de las bombillas eléctricas que pendían del techo del túnel casi alcanzaba a divisar la hoya abierta de la laguna de Taita donde el andamio de bambú le permitiría salir del abismo. Estaba a menos de setenta metros. Reunió todas sus fuerzas y empezó a avanzar contra la corriente furiosa, aferrando cualquier saliente de la roca. Se le rompían las uñas, las yemas de sus dedos se despellejaban en la piedra áspera, pero seguía avanzando.

Por fin vio la luz natural que entraba desde la laguna de Taita. Faltaban menos de quince metros. Con alivio, con júbilo, comprendió que estaba a punto de escapar de la trampa mortal. Entonces oyó otro sonido, el rugido ronco y brutal del torrente hasta entonces embalsado por la represa al precipitarse desde lo alto sobre la laguna de Taita. Halló la entrada del túnel y, al irrumpir como una violenta marejada, inundó el pasadizo hasta el techo, arrancó las luces y sumió a Hansith en la oscuridad.

Lo embistió con la fuerza irresistible de una avalancha de rocas. Lo arrancó de su precario asidero, lo revolcó a todo lo largo del pasadizo que acababa de recorrer con tanto esfuerzo y lo arrojó al sumidero. En medio de la oscuridad y la confusión en que lo había sumido el torbellino de las aguas desquiciadas, no sabía si subía o bajaba. Pero daba lo mismo, porque no podía oponerse a su poder.

Entonces cayó en las garras del sumidero, que lo succionó rápidamente hacia el fondo. La presión del agua empezó a aplastarlo. Le reventó un tímpano, y cuando el dolor intenso lo obligó a abrir la boca para gritar, el agua irrumpió a través de su garganta hasta los pulmones. Su última sensación fue cuando el agua lo arrojó con todas sus fuerzas contra un muro lateral del sumidero y le destrozó el omóplato derecho. La irrupción del agua en los pulmones no le permitía gritar, pero poco después dejó de sentir dolor al perder el sentido.

El agua que arrastraba su cadáver a través del pasadizo subterráneo lo desmembraba y mutilaba contra las rocas filosas. Cuando salió expulsado por la fuente de las mariposas al otro lado de la montaña, no era reconocible como ser humano. Desde allí, las aguas desviadas del río Dandera arrastraron los fragmentos desgarrados hasta descargarlos finalmente en el cauce amplio y majestuoso del Nilo Azul.

El agua que atravesaba la brecha en la represa alzó el tractor amarillo y lo arrojó por la catarata al abismo como si fuera un juguete infantil. Nicholas alcanzó a verlo en el aire. Al caer también él, comprendió que si no hubiera saltado de la máquina, ésta lo habría aplastado. El gran tractor cayó a la superficie del estanque, alzó un gran chorro de espuma blanca y desapareció.

Nicholas lo siguió en caída libre; incluso pudo mantener la cabeza fuera del agua y los pies para adelante mientras lo arrastraba la catarata. El torrente que lo llevaba amortiguó su caída; en lugar de estrellarse contra las enormes piedras que asomaban sobre la superficie, se hundió en el agua torrencial. Salió a la superficie cincuenta metros más abajo, se apartó el pelo de los ojos y miró alrededor.

El tractor había desaparecido, tragado por la laguna al pie de la catarata, pero delante de él había un islote de roca en medio del río. Una docena de brazadas lo llevaron hasta él, y se aferró a un saliente de la roca. Desde allí contempló las paredes verticales del abismo y recordó la última vez que había quedado atrapado allá abajo.

La euforia experimentada al destruir la represa e inundar la tumba del Faraón se disipó rápidamente.

Sabía que era imposible escalar esos muros lisos, pulidos por el agua, que no ofrecían el menor asidero y para colmo se inclinaban hacia afuera para formar una proyección sobre su cabeza. Se puso a calcular la probabilidad de volver río arriba hasta el pie de la catarata. Le parecía ver una grieta, una especie de embudo en el costado oriental de la caída de agua, que le serviría como escalera a la cumbre, pero sería un ascenso arduo y peligroso.

El caudal que se precipitaba por la catarata no era tan grande como había calculado, teniendo en cuenta el volumen del agua retenido por la represa. Comprendió que la mayor parte del muro de gaviones aún resistía, y que el torrente era apenas el chorro de agua que pasaba por la brecha abierta en el centro. Los demás gaviones aún se sostenían por su propio peso. Sin embargo, no resistirían mucho tiempo más; el río los haría a un lado e irrumpiría con todas sus fuerzas. Por consiguiente, descartó la posibilidad de volver al pie de la catarata.

"Tengo que salirme de su camino", pensó con desesperación al imaginar el torrente brutal que no tardaría en bajar. "Si pudiera llegar a un borde y encontrar una cornisa por encima del agua…" Pero no cabía esperarlo. Una vez había recorrido todo el fondo del cañón a nado sin encontrar un solo asidero en las paredes lisas.

"¿Y si nado delante de él?", pensó. "No es una gran posibilidad, pero es la única que me queda." Se quitó los borceguíes y se preparó. Estaba a punto de soltarse de su asidero temporáneo, cuando oyó el derrumbe de la represa río arriba.

Oyó un rugido prolongado, el crujido de troncos al romperse, el ruido chirriante de los pesados gaviones arrojados aquí y allá como cubos de basura vacíos; brusca, aterradoramente, una ola maciza de agua gris irrumpió sobre la catarata arrastrando consigo un muro de piedra y escombros.

“¡Madre mía! Esta es en serio.”

Se apartó del islote y nadó río abajo con todas sus fuerzas, azotando el agua con brazadas y patadas frenéticas. Oyó el rugido de la onda inminente y echó una mirada sobre su hombro. Lo alcanzaba rápidamente, llenaba la quebrada de pared a pared, su frente tenía cinco metros de altura y se abombaba en la cima. Evocó fugazmente una escena de su juventud, cuando practicaba surfing y aguardaba la célebre ola del cabo Saint Vincent, flotando a la espera del gran muro de agua que se alzaba a su espalda, alto como una montaña.

"¡Planear sobre ella!", se dijo, mientras esperaba el momento preciso. "Como una tabla hawaiana."

Siguió braceando, tratando de tomar velocidad para alzarse a la cima del muro. Este lo alcanzó y lo alzó con tanta violencia que sus tripas quedaron atrás. Entonces se encontró sobre la cresta. Arqueó la espalda y dobló los brazos hacia atrás en la clásica pose del surfista, colgado de la ola, la cabeza levemente gacha, la mitad superior de su cuerpo fuera del agua, guiándose por medio de las piernas. Pasados unos segundos de terror, se dio cuenta de que estaba planeando sobre la cresta de la ola y que tenía cierto control de su situación; entonces lo embargó una sensación casi demencial de euforia.

"¡Veinte nudos!", calculó, mirando pasar las paredes vertiginosas. Se deslizó sobre la cresta para apartarse del muro más cercano y ocupar el centro del torrente. Lo arrastraban la ola y la embriagadora sensación del peligro y la velocidad.

La mayor profundidad del agua sumergía las rocas más peligrosas, con sus aristas filosas como navajas, y lo mantenía apartado de ellas. Nivelaba las cataratas y los rápidos, de manera que en lugar de hundirse en los pozos subyacentes se deslizaba sobre ellos, y le bastaban un par de brazadas o patadas para conservar su posición en la cresta de la ola.

"¡Diablos, esto sí que es divertido!" Rió en voz alta. "Conozco a más de uno que pagaría por hacerlo. Es mejor que el salto en caída libre."

Pasados los primeros mil quinientos metros, la onda empezó a perder su forma e impulso al extenderse sobre el cañón. En pocos metros más ya no tendría fuerza suficiente para sostenerlo como hasta entonces. Miró alrededor. Entre los escombros de la represa que acompañaban su carrera apareció uno de los troncos que formaban parte del enrejado con que Sapper había cerrado la brecha del muro.

Se dirigió hacia el gran madero. Medía diez metros de longitud y asomaba sobre el torrente como el lomo de una ballena. Los hacheros le habían quitado las ramas, dejando un resto del cual podría asirse fácilmente. Nicholas se alzó sobre el tronco y se tendió de panza, mirando río abajo, las piernas en el agua. No tardó en recuperar aliento y fuerzas.

Aunque su superficie estaba en calma y había perdido la forma de la ola, el torrente aún bajaba por la quebrada a una velocidad tremenda. "Poco menos de diez nudos", calculó. "Cuando esto llegue a la laguna de Taita, pobre de von Schiller y cualquiera de sus matones que esté en la tumba. Van a pasar los próximos cuatro mil años ahí adentro." Echó la cabeza atrás y soltó una carcajada triunfal.

–¡Funcionó, carajo, funcionó tal como lo planifiqué!

Dejó de reír cuando el tronco viró bruscamente hacia uno de los muros del cañón.

"Epa, parece que vienen más problemas."

Rodó a un costado del tronco y dio una patada fuerte. La lerda embarcación respondió al virar pesadamente. Fue una maniobra torpe que no le permitió evitar del todo la colisión. Pero en lugar de embestir de punta, el tronco rebotó de costado contra la roca y volvió al centro de la corriente.

Su confianza y destreza mejoraban por momentos.

–¡Puedo conducirlo hasta el monasterio! – exclamó encantado -. A esta velocidad puedo llegar a las balsas antes que Sapper y Royan.

Al alzar la vista reconoció el tramo siguiente de la quebrada. "El recodo antes de la laguna de Taita. Falta un minuto o dos. A esta altura ya no quedarán restos del andamio."

Se alzó lo más que pudo sin perder el equilibro sobre el tronco, parpadeó para sacarse el agua de los ojos y miró hacia adelante. Vio que se deslizaba vertiginosamente hacia la catarata sobre la laguna de Taita y se aferró al tronco con fuerza.

Ante sus ojos apareció el largo tobogán de agua, y antes de lanzarse alcanzó a divisar la hoya de roca al pie de aquél. Advirtió que se había anticipado en sus expectativas. El andamiaje de bambú estaba dañado, pero no había desaparecido del todo. La corriente se había llevado el tramo inferior, pero la sección más alta aún pendía de la cara del precipicio y apenas rozaba la superficie del agua. Se balanceaba en la corriente, y ante sus ojos incrédulos aparecieron dos hombres atrapados en la endeble estructura, aferrados a la escalera desquiciada de cañas. Los dos trataban de ganar la cima del precipicio.

En esa fracción de segundo, Nicholas vio el destello de un par de anteojos metálicos bajo una boina bordó: el hombre más cercano a la cima era Tuma Nogo. En ese momento Nogo llegaba al tope del andamio y desaparecía sobre el borde del precipicio. Nicholas no tuvo tiempo para ver más: su tronco tomó velocidad y se lanzó cuesta abajo por el tobogán a un ángulo muy empinado. Al llegar al fondo se alzó de punta como una garrocha y estuvo a punto de dar tumbos, pero Nicholas se aferró con fuerza y poco a poco el madero se enderezó.

Por unos instantes quedó atrapado en el vórtice bajo la catarata, pero enseguida la corriente lo atrapó otra vez y cruzó la laguna de Taita, pesado y torpe como un buque de guerra de madera.

Tuvo un breve respiro durante el cual echó una mirada a la hoya de la laguna de Taita. El túnel de entrada a la tumba estaba sumergido y, a juzgar por el nivel del agua en la cara del precipicio, había quedado más de quince metros bajo la superficie. Lo embargó el júbilo: nuevamente la cripta estaba protegida de los depredadores de tumbas.

Entonces miró los restos torcidos del andamio de bambú en la cara del precipicio, arrancado de los antiguos nichos abiertos en la roca; un hombre estaba colgado de los restos, unos seis metros sobre la superficie del agua. Inmóvil, parecía un gato en las ramas altas de un árbol azotado por el viento.

En ese momento Nicholas advirtió que la corriente arrastraba su tronco hacia el andamio suspendido. Ya trataba de maniobrar para evitar el choque, cuando el hombre colgado en lo alto volvió la cara hacia él. Era un hombre blanco, su rostro era una mancha borrosa en las tinieblas del cañón, pero Nicholas lo reconoció y una punzada de odio traspasó su pecho.

¡Helor! – exclamó en voz alta -. Es Jake Helm.

En su mente vio el cuerpo de Tamre, el niño epiléptico, aplastado bajo las rocas, y el rostro quemado de Tessay. Embargado por el odio y la furia, impulsó el tronco derecho hacia el andamio. Contuvo el aliento y por un instante pensó que pasaría de largo, pero a último momento la punta anterior del tronco viró bruscamente, embistió el extremo del andamio y quedó enganchado.

Nada podía resistir el peso y el impulso del tronco. Las cañas de bambú crujieron al volverse astillas, la estructura entera se soltó y se derrumbó sobre el madero. En lo alto, Helm tomó impulso y cayó de pie cerca del tronco. Su cuerpo se sumergió profundamente. Nicholas se sentó a horcajadas, tomó un trozo largo de caña que flotaba junto a él y esperó.

Atrapado en un remanso del río crecido, el tronco empezó a girar lentamente, fuera del alcance del torrente principal. Mientras tanto, aún sentado sobre él, Nicholas blandió la caña un par de veces como un bate de béisbol para comprobar su peso. Luego la alzó sobre su hombro a la espera de que Helm se asomara sobre la superficie.

Segundos después apareció la cabeza del tejano, que chorreaba agua. Tenía los ojos cerrados y jadeaba para recuperar el aliento. Nicholas lanzó el golpe con todas sus fuerzas, pero en ese preciso instante Helm abrió los ojos y lo vio venir.