Ese tramo también había estado sumergido, porque se encontraba bajo el nivel natural del río antes de que lo embalsaran. El pavimento estaba húmedo y cubierto de un légamo que no había tenido tiempo para secarse desde que el receso de las aguas permitió el paso del aire. Las paredes y el techo chorreaban agua; el aire húmedo y frío estaba impregnado de olor a barro y podredumbre.
Esperaron que Sapper tendiera los cables sobre el puente e instalara las luces. Al encenderlas, vieron que el túnel ascendía en un ángulo de aproximadamente veinte grados.
–El viejo rufián Taita nunca deja de hacer de las suyas. Nos llevó muy abajo del nivel del agua para inundar un tramo del túnel lo suficientemente largo para que no se lo pudiera atravesar a nado. Ahora vuelve a subir -dijo Nicholas. El y Royan avanzaron con paso inseguro por el pasadizo ascendente. Nicholas contaba los pasos en voz alta.
–Ciento ocho, ciento nueve, ciento diez… -Bruscamente llegaron al reciente nivel inferior del río, señalado claramente por una marca en la pared donde terminaba la humedad. El pavimento bajo sus pies también estaba seco y libre de fango. Cincuenta pasos más adelante superaron el nivel que alcanzaba el río en la época de las crecidas, igualmente marcado en las paredes y el piso rocosos. En ese tramo el túnel nunca se inundaba, y se hallaba en el mismo estado en que lo habían dejado los albañiles esclavos de los egipcios cuatro milenios antes. Las marcas de los cinceles de bronce eran tan claras como si las hubieran hecho la semana anterior.
Apenas tres metros más allá del nivel más alto alcanzado por el agua del río, llegaron a una plataforma de piedra. Allí el piso era horizontal y el túnel se replegaba sobre sí mismo.
–Tomémonos un minuto para admirar esta hazaña de la ingeniería. – Nicholas tomó el brazo de Royan y señaló el tramo del túnel que acababan de recorrer. – Taita colocó esta plataforma en la que nos hallamos precisamente sobre el nivel más alto del río. ¿Cómo pudo calcularlo con tanta precisión? No tenía un nivel de anteojo, y sus instrumentos de medición eran sumamente primitivos. Sin embargo, lo calculó con precisión absoluta. Es una obra genial.
–Bueno, en su texto repite una y otra vez que era un genio. Supongo que habrá que creerle, ¿no? – Le tironeó el brazo -. Vamos, tengo que ver qué sigue después del recodo -dijo con impaciencia.
Juntos doblaron el codo de ciento ochenta grados. Nicholas sostenía la lámpara eléctrica en alto y el cable se extendía hacia atrás por el pasadizo. Al ver lo que aparecía ante ellos, Royan lanzó una exclamación y aferró la mano libre de Nicholas. El asombro los detuvo en seco.
Taita había diseñado el codo de la rampa ascendente para provocar un efecto dramático. El tramo inferior del pasadizo era una construcción tosca de paredes irregulares y desnudas, techo basto y lleno de grietas. Con su cálculo exacto de los niveles, Taita sabía que los tramos inferiores del pasadizo estarían sumergidos y sujetos a la erosión del agua. No había perdido tiempo ni esfuerzo en embellecerlos.
Ante ellos se alzaba una amplia escalinata. El ángulo de ascenso era tal que, desde la plataforma donde se encontraban, no se alcanzaba a ver la cima. Cada escalón ocupaba todo el ancho del túnel y su altura era de un palmo. Las caras eran de gneis moteado; cada laja estaba lustrada y cortada con tal precisión que las juntas eran casi invisibles. El techo, tres veces más alto que en los tramos inferiores, era una bóveda perfectamente proporcionada. Los muros y la bóveda eran de bellos bloques de granito azul tallados y unidos con maravillosa precisión y simetría. El conjunto era una obra maestra del arte del albañil, imponente y majestuosa. Había una promesa a la vez que una amenaza en ese vestíbulo a lo desconocido. Su austeridad y falta de adornos lo volvían aún más impresionante.
Royan apretó suavemente la mano de Nicholas y juntos subieron el primer peldaño de la escalinata. Lo tapizaba una capa delgada de polvo, blanco y sutil como el talco. El polvo se alzaba en lentos remolinos hasta sus rodillas y se asentaba nuevamente a su paso. Atenuaba el fuerte resplandor de la lámpara que Nicholas alzaba con la diestra.
A medida que ascendían, la cima de la escalinata aparecía gradualmente. Royan hundió las uñas en la palma de Nicholas al ver lo que los aguardaba. El remate de la escalinata era un descanso horizontal en cuyo muro opuesto había una puerta rectangular. Llegaron al descanso y se pararon ante la puerta. No había palabras para expresar sus sentimientos en ese momento sublime: durante un lapso que parecía eterno, la contemplaron, tomados de la mano con fuerza fiera y posesiva.
Por fin Nicholas pudo apartar sus ojos de la puerta y mirar a Royan. Vio sus sentimientos reflejados en su cara; sus ojos brillaban como iluminados desde el interior por una pasión incandescente. Con ninguna otra persona en el mundo hubiera querido vivir ese momento. Deseaba prolongarlo para la eternidad.
Ella volvió la cabeza para mirarlo. Se miraron larga y solemnemente a los ojos. Sabían que habían alcanzado un clímax irrepetible en sus vidas. Ella le apretó la mano con más fuerza y miró otra vez la puerta. Estaba revocada con arcilla blanca del río que, con los años, había adquirido una pátina color marfil. No había grieta ni mácula en su superficie, bella como el cutis de una virgen.
Sus ojos ávidos se detuvieron en dos sellos empotrados en el centro de la arcilla blanca. El sello superior tenía la forma de un cartucho real; coronaba su nudo rectangular el escarabajo con cuernos, símbolo del gran círculo de la eternidad.
Los labios de Royan formaron las palabras al leer los jeroglíficos, pero sin emitir sonido. "El Todopoderoso. El Divino. Monarca de los Reinos Alto y Bajo de Egipto. Compañero del dios Horus. Amado de Isis y Osiris. Mamose, que viva por siempre."
Debajo del magnífico sello real aparecía otro, más pequeño y de diseño más sencillo, con forma de halcón con un ala rota caída sobre el pecho listado y la leyenda: "Yo, Taita el esclavo, he obedecido tu mandamiento, divino Faraón." Bajo el halcón mutilado, una columna de jeroglíficos expresaba una advertencia severa: "¡Forastero! Los dioses vigilan. ¡Ay de ti si perturbas el descanso eterno del Rey!"
La rotura de los sellos de la puerta era un acto trascendente, y aunque se agotaba rápidamente el tiempo que les quedaba antes del comienzo de las lluvias, no estaban dispuestos a realizarlo a la ligera. Debían llevar registros de todo lo que descubrían y causar el menor daño posible al acceder a la tumba.
A pesar de la escasez de tiempo, dedicaron un día entero a los preparativos para la apertura de la tumba. Lógicamente, la primera preocupación de Nicholas era la seguridad de la zona. A su pedido, Mek Nimmur apostó centinelas armados en el puente sobre el sumidero del túnel de acceso. El cruce del puente quedó restringido a Nicholas y cuatro monjes elegidos por él, además de Royan, Sapper, Mek y Tessay.
Hansith Sherif había demostrado su valía muchas veces durante la limpieza del túnel inferior. Hombre fuerte, voluntarioso e inteligente, se había convertido en el ayudante personal de Nicholas. Transportó el trípode y los demás accesorios mientras Nicholas fotografiaba el túnel de acceso y la puerta sellada. Usó tres rollos completos para asegurarse de poseer un registro exhaustivo de los sellos intactos y el entorno de la puerta. Sólo entonces Nicholas permitió que Hansith y otros tres monjes trajeran las herramientas necesarias para violar la entrada.
Sapper trasladó el generador Honda hasta el sumidero para reducir la caída de voltaje de la corriente al surcar el cable. Luego instaló reflectores en el descanso superior de la escalinata y los apuntó hacia la superficie blanca de la puerta revocada.
Cuando se reunieron en el umbral los embargó una sensación sobrecogedora. Aunque la tumba tenía miles de años, estaban a punto de perpetrar un acto de profanación. Royan había traducido la advertencia grabada en jeroglíficos sobre la puerta para Sapper, Mek y Tessay; ninguno de ellos la tomaba a la ligera.
Nicholas marcó los bordes de la abertura cuadrada que iba a practicar en el revoque. De tamaño apenas suficiente para permitir el acceso, abarcaba el cartucho real y el sello del halcón mutilado de Taita. Su intención era retirar la pieza completa para conservar los sellos intactos. Ya imaginaba la exhibición en un lugar destacado del museo de Quenton Park.
Con una lesna larga y puntiaguda como una aguja caló el ángulo superior derecho. Haciendo girar la herramienta atravesó la arcilla seca para tratar de descubrir qué había bajo el revoque. Descubrió rápidamente que el revoque cubría un entretejido de juncos.
–Esto facilita el trabajo -le comentó a Royan -. La esterilla permitirá retirar el revoque sin que se agriete ni se rompa.
Introdujo la lesna lenta y cuidadosamente hasta que el instrumento dejó de encontrar resistencia y penetró hasta el mango. Midió el grosor de la puerta con la hoja:
–Dieciocho centímetros. Taita nunca ahorra material, ¿no?
Nos va a dar trabajo.
Con la lesna, Nicholas atravesó las cuatro puntas de la abertura que iba a practicar. Luego indicó a Hansith que le acercara la gruesa barrena para agrandar los agujeros. Era el tipo de taladro que emplean los pescadores para abrir el hielo que cubre los lagos durante el invierno.
Apenas el barreno atravesó la puerta, Nicholas apartó a Hansith con impaciencia y espió por el agujero. La oscuridad era total, pero le llegó una bocanada tenue de aire antiguo. Era un olor seco, muerto y austero, de eras antiguas.
–¿Qué ves? – preguntó Royan pegada a su espalda.
–¡La luz! Alcáncenme la luz -ordenó, y cuando Sapper lo hizo, la alzó hasta la abertura.
–¡Dime! – Royan saltaba con impaciencia. – ¿Qué se ve?
–¡Colores! – suspiró -. Colores maravillosos, indescriptibles. – Retrocedió, la tomó por la cintura y la alzó para que pudiera mirar.
–¡Hermoso! – exclamó -. Es hermosísimo.
Sapper instaló el ventilador eléctrico de alta potencia para que hiciera circular el aire en el pasadizo mientras Nicholas preparaba la sierra sinfín. Cuando todo estuvo dispuesto, ayudó a Royan a colocarse un par de antiparras y una máscara para polvo, así como un par de tapones de cera en los oídos.
Antes de poner en marcha la sierra obligó a todos a volver al sumidero. En el estrecho lugar, el humo del escape de la sierra, el polvo y el ruido del motor a gasolina serían insoportables, pero además quería que sólo Royan estuviera presente con él en el momento del ingreso.
Una vez a solas, Nicholas encendió el ventilador a potencia máxima, se colocó la máscara y las antiparras y taponó sus oídos. Tiró de la cuerda de encendido de la sierra sinfín, y el escape del motor lanzó una bocanada de humo azul al arrancar.
Nicholas se plantó con firmeza e introdujo la sierra sinfín en el agujero abierto por el barreno en la puerta revocada. Atravesó el grueso revoque blanco y los juncos como un cuchillo la cobertura de un pastel de bodas. Con sumo cuidado hizo correr la sierra a lo largo de la línea que había tirado.
Se alzó una nube de polvo blanco de revoque que a los pocos segundos redujo la visibilidad a menos de medio metro. Sin vacilar, Nicholas siguió cortando de arriba abajo por el borde derecho, luego por el inferior y de abajo arriba por el izquierdo. Finalmente cortó el borde superior y cuando la trampa cuadrada se inclinó hacia adelante bajo su propio peso, apagó el motor de la sinfín y dejó la herramienta en el piso.
Royan se adelantó rápidamente y juntos, en medio del remolino de polvo y humo, sostuvieron el cuadrado de revoque para impedir que se rompiera en mil pedazos sobre el pavimento. Con gran cuidado lo sacaron de su lugar y lo apoyaron contra un muro lateral. Los sellos estaban intactos.
El boquete abierto en el revoque era un cuadrado negro. Nicholas enfocó una lámpara hacia él, pero la nube de polvo era demasiado densa como para mirar al interior. Nicholas atravesó la trampa hacia el espacio posterior. La bruma era tan densa, que ningún reflector lograba atravesarla.
Antes de dar un paso más, se volvió para dar una mano a Royan. Ella tenía derecho a compartir el descubrimiento paso a paso. Se pararon junto al muro a la espera de que el ventilador despejara el aire. Poco a poco la bruma de polvo empezó a disiparse y lo primero que apareció a la vista fue el piso bajo sus pies.
No lo formaban lajas de piedra sino baldosas de ágata amarilla finamente lustradas y colocadas con una destreza tal que las juntas eran invisibles. Parecía una sola plancha hermosa de vidrio opaco, cuyo brillo era atenuado por la delgada capa de talco que se había asentado sobre ella. Allí donde sus pies habían perturbado la pátina de polvo, el ágata lanzaba destellos a la luz del reflector.
Entonces la bruma de polvo se volvió más tenue y en medio de las tinieblas apareció un fantástico esplendor de colores y formas. Royan se quitó la máscara para polvo y la dejó caer al piso de ágata. Nicholas la imitó e inspiró profundamente el aire estancado. A lo largo de los milenios en que ninguna corriente de aire lo había perturbado, lo había impregnado un olor antiquísimo, el perfume mohoso de las vendas de lino de un cadáver embalsamado.
Luego la bruma terminó de disiparse y ante sus ojos apareció un pasadizo largo y recto cuyo extremo estaba sumido en tinieblas. Nicholas volvió al boquete en la puerta sellada e introdujo el reflector montado sobre su trípode. Lo instaló para que iluminara el pasadizo hasta el fondo.
Al avanzar, las imágenes de los viejos dioses se alzaron a su alrededor. Sus inmensos ojos hostiles contemplaban a los intrusos desde las paredes y el alto techo. Nicholas y Royan avanzaron lentamente. La delgada capa de polvo atenuaba el ruido de los pasos sobre el ágata, y el polvo que aún persistía en el aire reflejaba la luz, envolviéndolos como una gasa luminosa, etérea, onírica.
Las inscripciones cubrían cada centímetro de las paredes y el cielo raso. Había largos pasajes de los escritos místicos, el Libro de los alientos, el Libro de las estaciones y el Libro de la sabiduría. Otros bloques de jeroglíficos narraban la historia de la vida terrena del faraón Mamose y exaltaban las virtudes que le habían granjeado el amor de los dioses.
Más adelante llegaron al primero de ocho santuarios abiertos en los muros de la gran galería funeraria. Era el de Osiris. Se trataba de una cámara circular con muros curvos cubiertos de textos en alabanza del dios y un nicho que contenía la pequeña estatua de Osiris con el alto tocado de plumas y ojos de ónice y cristal de roca de mirada tan implacable que Royan se estremeció. Nicholas palpó el pie del dios y dijo una sola palabra:
–¡Oro!
Luego contempló el inmenso mural que cubría la pared y la mitad de la bóveda sobre el santuario y alrededor. Era una figura gigantesca del mismo Osiris, dios de la Ultratumba, de rostro verde y barba postiza, los brazos cruzados sobre el pecho, el látigo y el báculo en las manos, el alto tocado de plumas y la cobra erecta sobre la frente. Era una visión sobrecogedora. A la luz que oscilaba en la nube de polvo, el dios parecía cobrar vida y moverse ante sus ojos.
No se demoraron en el primer santuario porque la galería continuaba, recta como el vuelo de una flecha hacia el blanco. Siguieron adelante. El segundo santuario abierto en el muro estaba dedicado a la diosa. En el nicho, la figura dorada de Isis ocupaba el trono que era su símbolo. Con su seno amamantaba al niño Horus. Sus ojos eran de marfil y lapislázuli azul.
Los murales cubrían todas las paredes en torno del nicho. Ahí estaba la madre de ojos inmensos delineados con polvo negro como la noche, coronada por el disco del Sol y los cuernos de la vaca sagrada. A su alrededor, los jeroglíficos que cubrían los muros brillaban como luciérnagas; porque tenía cien nombres distintos. Era Ast y Net y Bast. También era Ptah y Seker, Mersekert y Rennut. Todos eran nombres potentes, porque su santidad y su aureola benévola perduraban, mientras la mayoría de los viejos dioses se habían extinguido por falta de creyentes que repitieran y mantuvieran vivos sus nombres místicos.
En la antigua Bizancio y luego en el Egipto cristiano, las virtudes y los atributos de la antigua diosa habían recaído sobre la Virgen María. Su imagen que amamantaba al pequeño Horus se perpetuaba en los íconos de la Virgen y el Niño. Así, Royan veneraba la diosa en todas sus entidades, la sangre mezclada de sus antepasados reconocía a Isis y María, la herejía y la verdad se unían en su corazón, embargado a la vez por la culpa y la exaltación religiosa.
El santuario siguiente contenía una estatua dorada de Horus con la cabeza de halcón, tercer miembro de la sagrada trinidad. En su diestra blandía el arco de guerra y en la izquierda el ankh, porque la vida y la muerte le pertenecían. Sus ojos eran cornalinas rojas.
Los retratos de sus otras entidades rodeaban la estatua: el niño Horus amamantado por Isis, Horus como el joven divino Harpócrates, arrogante, esbelto y hermoso, tocándose el mentón con un dedo en el gesto ritual, los pies calzados con sandalias, las piernas abiertas bajo el faldellín rígido. Luego Horus con la cabeza de halcón, a veces con cuerpo de león, en otras con el de un joven guerrero, con la gran corona doble del sur y el norte. Debajo aparecía la inscripción: "Gran Dios y Señor del Cielo, de poder manifiesto, Poderoso entre los dioses, cuya fuerza ha vencido a los enemigos de su divino padre Osiris."
En el cuarto santuario estaba Seth, el archimaligno dios de la violencia y la discordia. Su cuerpo era de oro, pero su cabeza era la de la hiena negra.
El quinto santuario era el del dios de los muertos y la necrópolis, Anubis con la cabeza de chacal. Él oficiaba en la momificación; una de sus tareas era la de mirar el fiel de la gran balanza en la que se pesaba el corazón del muerto. Si el astil que sostenía los platillos conservaba la horizontal, el muerto era digno, pero si la balanza se inclinaba en su contra, Anubis arrojaba el corazón al monstruo de cabeza de cocodrilo para que lo devorara.
El sexto santuario estaba consagrado a Thot, dios de la escritura. Tenía la cabeza del sagrado ibis y en la mano sostenía el punzón del escriba. En el séptimo santuario, la vaca sagrada Hathor estaba plantada sobre sus cuatro pezuñas, con su cuerpo moteado de blanco y negro, su benigno rostro humano coronado por enormes orejas. El octavo santuario era el más grande y magnífico porque pertenecía a Amón Ra, padre de toda la creación. Era el Sol, un gran disco de oro del cual emanaban los rayos dorados.
Nicholas hizo una pausa para contemplar todo el largo de la galería. Las ocho estatuas sagradas constituían un tesoro a la par de todo lo hallado por Howard Carter y Lord Carnarvon en la tumba de Tutankamón. En su fuero íntimo sabía que era indecente pensar siquiera en su valor monetario. Pero la pura verdad era que una sola de esas extraordinarias obras de arte pagaría con creces todas sus deudas. Dejó de lado esos pensamientos y se volvió una vez más hacia la espaciosa cámara que remataba la galería.
–La cámara funeraria -murmuró Royan con temor reverente -. La tumba.
A medida que avanzaban, las estatuas retrocedían como si el fantasma del milenario Faraón corriera hacia el lugar de su descanso eterno. Contemplaron el interior de la tumba. Los murales eran los más magníficos y deslumbrantes de todos. Aunque habían visto tantos, sus ojos y sentidos no estaban saturados ni hartos de semejante profusión.
Una sola figura alargada ocupaba la pared del fondo y recorría el techo. Era el cuerpo flexible y sinuoso de la diosa Nut en el momento de parir el Sol. Los rayos dorados que emanaban de su vientre iluminaban el sarcófago del Faraón e imbuían al Rey muerto de nueva vida.
En el centro de la cámara se encontraba el sarcófago real, un enorme ataúd tallado de un bloque sólido de granito. Cuántos esclavos habrán necesitado para acarrear el bloque de piedra por los pasadizos subterráneos, se preguntó Nicholas. Imaginaba el resplandor de los cuerpos sudorosos a la luz de las antorchas, el chillar de los rodillos de madera bajo el peso colosal de la piedra.
Entonces miró al interior del sarcófago y su ánimo cayó como una piedra al advertir que estaba vacío. Alguien había alzado la gran tapa de piedra y la había arrojado a un costado con tanta violencia que se había partido. Los dos trozos estaban en el suelo junto al ataúd.
Avanzaron lentamente, y el sabor amargo de la desilusión se mezcló en sus bocas con el del polvo. El sarcófago abierto sólo contenía fragmentos de los cuatro canopes. Estos jarros de alabastro debían contener las entrañas, el hígado y otras vísceras del Rey. Las tapas rotas estaban decoradas con cabezas de dioses y animales fantásticos del mundo de ultratumba.
–¡Vacío! – susurró Royan -. Robaron el cuerpo del Rey.
Durante los días siguientes, mientras fotografiaban los murales y embalaban las estatuas de los ocho dioses y diosas de la galería funeraria, Royan y Nicholas analizaron la desaparición de la momia real de su sarcófago.
–Los sellos en la puerta de la tumba estaban intactos -dijo Royan una y otra vez.
–Se me ocurre una explicación -aventuró Nicholas -. Tal vez el mismo Taita retiró la momia y el tesoro. En el séptimo papiro lamenta el despilfarro de semejante tesoro. Dice que hubiera sido más provechoso usarlo para proteger y alimentar a la nación y su pueblo.
–No lo creo -replicó Royan -. ¿Qué sentido tiene hacer el esfuerzo de embalsar el río, excavar el túnel bajo la laguna y construir semejante tumba sólo para retirar y destruir la momia del Rey? Taita era un hombre racional. A su manera, veneraba los dioses de Egipto. Puedes leerlo en todos sus escritos. Jamás se hubiera mofado de las tradiciones en las cuales creía. Hay algo en la tumba que me huele a falso… la desaparición misteriosa y casi informal del cuerpo, incluso las pinturas e inscripciones en los muros.
–En cuanto al cadáver ausente, estoy de acuerdo, pero no comprendo qué encuentras de extraño en las decoraciones.
–Empecemos por las pinturas. – Señaló la imagen de Isis con gesto indiferente -. Son hermosas, las realizó un artista clásico competente, pero trilladas y estilizadas tanto en su forma como en los colores. Las figuras son rígidas e inmóviles… les falta movimiento y agilidad. No muestran esa chispa genial que vimos en la tumba de la reina Lostris donde aparecieron los rollos de papiro en los jarros de alabastro.
Nicholas contempló los murales con aire pensativo.
–Sí, comprendo. Hasta los murales de la tumba de Tanus en el monasterio son de otra categoría.
–¡Exactamente! – dijo con vehemencia -. Eran pinturas de Taita. Estas son de algún ayudante suyo.
–¿Qué otra cosa te llamó la atención en las inscripciones?
–¿Has oído hablar de alguna otra tumba que no tuviera pasajes del Libro de los muertos inscritos en los muros o que no mostrara el viaje del muerto por las siete estaciones para llegar al paraíso?
Nicholas la miró sobresaltado. No se le había ocurrido pensar en ello. Sin responder, dijo que iría a supervisar el embalaje de las estatuas sagradas y se alejó por la galería. En realidad, quería pasar un momento a solas para reflexionar sobre lo que ella acababa de decir.
Antes de partir de Inglaterra, Nicholas se había ocupado de embalar las piezas más vulnerables y delicadas del equipo a transportar por aire en sólidos cajones metálicos de los empleados para municiones. Todos estaban provistos de juntas de caucho impermeables y cierres fuertes. El contenido original estaba protegido por alcochado de poliestireno. Abandonarían el equipo en Etiopía, pero conservaban los cajones y el acolchado para embalar los tesoros que pudieran hallar en la tumba.
Seis de las estatuas sagradas cabían perfectamente en los cajones, pero la vaca Hathor y el satánico Seth eran demasiado grandes. Sin embargo, Nicholas descubrió que estaban divididas en varias partes. Las cabezas eran desmontables y las patas con pezuñas de Hathor estaban unidas al cuerpo por clavijas de madera que la podredumbre había reducido a polvo. Así desmontadas, las dos estatuas más grandes encajaron perfectamente en los cajones de metal.
Observó a Hansith mientras embalaba la feroz cabeza de Seth, de ébano y resina negra, en uno de los cajones. Después volvió a la cámara del sarcófago vacío, donde Royan estudiaba las inscripciones murales.
–Está bien, acepto lo que dices sobre la falta de inscripciones del Libro de los muertos. Parece muy extraño. Pero, ¿qué podemos hacer, sino aceptar que es un misterio imposible de desentrañar?
–Es que hay algo más, Nicky. No hemos descubierto todo. Lo siento en lo más profundo de mi ser. Hay algo que se nos escapa.
–Un pobre hombre como yo jamás se atrevería a poner en tela de juicio la intuición de una mujer.
–Hazme el favor de dejar ese tono condescendiente. ¿De cuánto tiempo dispongo para estudiar las inscripciones de la estela?
–Una semana, a lo sumo dos. Tengo que concertar el encuentro con Jannie. Tenemos que estar en la pista de Roseires cuando pase a buscarnos. Es una cita a la que no podemos fallar.
–Por Dios, pensé que eso ya estaba dispuesto. ¿Cómo te comunicarás con él desde aquí?
–De la manera más sencilla. – Nicholas sonrió. – Hay un teléfono público en el correo de Debra Maryam. Tessay puede andar libremente por el Gojam. Subirá la escarpa con una escolta de monjes y llamará a Geoffrey Tennant a la embajada británica en Addis. Ya está todo arreglado con Geoffrey. El llamará a Jannie.
–¿Y Tessay hará lo que le pides?
Asintió:
–Mañana irá a Debra Maryam. Debemos avisar a Jannie con la mayor anticipación posible para que prepare el vuelo desde Malta. Tendremos que calcular muy bien el tiempo para llegar todos al mismo tiempo a la pista. Habrá problemas si unos tienen que quedarse mucho tiempo en Roseires esperando a los otros.
Primero de abril al amanecer -dijo Nicholas a Tessay -. Dile a Jannie que la inocencia le valga. Así recordará la fecha. Cuando Tessay y su escolta de monjes se alejaban por la senda, Royan se volvió hacia Mek Nimmur.
–¿No te preocupa que se vaya sola?
–Es una persona muy competente. En todo el Gojam la conocen y la estiman. Está tan segura como puede estarlo cualquier persona en un lugar peligroso. – Mek contempló la figura esbelta y ya lejana de Tessay, enfundada en un shamma y bombachas de montar.
Bruscamente Royan exclamó,.` ¡Ay, casi me olvido!", y partió a la carrera detrás de la otra mujer. Su voz llegaba hasta Nicholas: "¡Tessay, espera un momento!"
Tessay se volvió para esperarla. Las dos se pusieron a conversar, pero otra cosa llamó la atención de Nicholas. Al volverse hacia la silueta remota de la escarpa, advirtió con desazón que las nubes de tormenta sobre las montañas eran más densas y amenazantes que hacía un par de días. Las lluvias se acercaban rápidamente. Se preguntó si realmente les quedaba tanto tiempo como esperaban antes de que las crecidas amenazaran la represa y los expulsaran de la quebrada.
Cuando volvió a mirar hacia la senda, Royan entregaba algo a Tessay, quien asentía y lo guardaba en un bolsillo de sus bombachas de montar. Las dos mujeres se abrazaron afectuosamente y Tessay se alejó. Royan la miró alejarse hasta que desapareció de la vista tras un recodo en el valle. Luego volvió lentamente a donde la esperaba Nicholas.
–¿Se puede saber qué pasa? – preguntó, y obtuvo por respuesta una sonrisa enigmática.
–Cosas de chicas. Nada que un bruto deba saber. – Pero Nicholas alzó las cejas, y ella acabó por ceder: -Tessay le pedirá a Geoffrey Tennant que llame a mamá para decirle que estoy bien. No quiero que se preocupe por mí.
Cuando bajaban por el andamio al campamento provisorio junto a la laguna de Taita, Nicholas pensó que era muy afortunado que Royan tuviera preparado el número de teléfono de su madre para entregarlo a Tessay. Se preguntó a qué obedecía ese impulso repentino de revelar su paradero a su madre. "¿Qué estará tramando? Tal vez pueda sonsacárselo a Tessay."
Royan hubiera preferido acampar dentro de la tumba para estar cerca de las inscripciones que trataba de interpretar, pero Nicholas insistía en que durmieran al aire libre. El lugar más cercano era la cornisa.
–El aire viciado de la tumba puede ser nocivo -dijo -. En estos lugares cerrados es fácil contagiarse el mal de las cavernas. Dicen que ésa fue la causa de muerte de varios colaboradores de Howard Carter en la tumba de Tutankamón.
–Las esporas que provocan el mal de las cavernas se reproducen en los excrementos del murciélago -contestó ella -. No hay murciélagos en la tumba de Mamose. Taita la selló demasiado bien.
–Hazlo por mí -suplicó. No puedes pasar días enteros ahí adentro. Quiero que salgas de la tumba siquiera unas horas por día.
Se encogió de hombros:
–Lo haré porque me lo pides.
Sin embargo, cuando llegaron al pie del andamio echó una mirada indiferente al nuevo campamento y se dirigió rápidamente a la entrada al túnel de acceso detrás de la ataguía.
Habían instalado su taller en el descanso que remataba la escalinata frente a la puerta sellada de la tumba. Royan desplegó sus croquis, fotografías y libros de referencia sobre una tosca mesa de tablones armada por Hansith. Sobre ese escritorio Sapper instaló una de sus lámparas para que pudiera trabajar con buena iluminación. En el descanso, contra una de las paredes, estaban apilados los cajones metálicos que contenían las ocho estatuas sagradas. Nicholas quería mantener todos los objetos hallados bajo vigilancia. Los centinelas armados de Mek montaban guardia las veinticuatro horas en el puente sobre el sumidero.
Mientras Nicholas completaba el registro fotográfico de la gran galería y la cámara funeraria vacía, Royan estudiaba sus papeles, hacía cálculos y tomaba apuntes durante horas. A veces se apartaba de su mesa para atravesar la abertura en el portal revocado de la galería y estudiar algún detalle de los murales.
En esas ocasiones, Nicholas se apartaba del trípode y se enderezaba para contemplarla con afecto y tolerancia. Estaba tan absorta en su tarea que parecía no ser consciente de su presencia o la de otros. Nicholas jamás la había visto en ese estado de ánimo. Su poder de concentración era impresionante.
Después de quince horas de trabajo ininterrumpido fue a buscarla y a pesar de sus protestas la obligó a salir de la tumba. En el campamento los esperaba una cena caliente. Después de comer la acompañó a la choza y la obligó a tenderse sobre la colchoneta inflable.
–Es hora de dormir, Royan -ordenó.
Despertó justo a tiempo para verla salir furtivamente de la choza contigua a la suya y volver por la cornisa hacia la entrada de la tumba. Miró su reloj y comprobó con asombro que había dormido apenas tres horas y media. Se afeitó rápidamente y comió una tostada de pan injera acompañada por una taza de té antes de seguirla a la tumba.
La encontró en la gran galería ante el nicho vacío del santuario que antes ocupaba la estatuilla de Osiris. Estaba tan reconcentrada que no lo escuchó acercarse, y se sobresaltó violentamente cuando él posó una mano sobre su brazo.
–Me asustaste – lo regañó.
–¿Qué miras? ¿Descubriste algo más?
–Nada -dijo precipitadamente, pero luego añadió -: No estoy segura. Es sólo una idea.
–Vamos, dime qué estás tramando.
–Ven, te mostraré.
Fueron a su mesa de trabajo en el descanso de la escalinata y ella ordenó sus libretas de apuntes antes de proseguir:
–Lo que hice durante estos días fue repasar el material de la tumba de Tanus para identificar y separar los pasajes de los libros místicos clásicos, El libro de los alientos, el Libro de las estaciones y el Libro de Thot. – Le mostró quince hojas escritas con su caligrafía prolija y apretada. – Todo esto es material antiguo, anterior a Taita. Por ahora lo he descartado.
Tomó la segunda libreta:
–Este texto proviene de la cuarta cara de la estela. No sé de qué se trata, parecen largas listas de números y cifras. Tal vez sea un mensaje en clave. No estoy segura, pero tengo algunas ideas sobre las que volveré después.
"Bien, ahora veamos esto -dijo al tomar otra libreta -. Es material que no recuerdo haber leído en los clásicos más antiguos. En su mayor parte, o tal vez en su totalidad, son escritos de Taita. Si nos ha dejado algunos indicios más, creo que los encontraremos aquí.
Él sonrió con malicia:
–¿Como ese maravilloso pasaje sobre las partes pudendas rosadas de la diosa? ¿Te refieres a eso?
–Qué casualidad que recuerdes justamente esa parte. – Se ruborizó y evitó levantar la vista de su libreta. – Mira este pasaje del comienzo de la tercera cara de la estela, que Taita llamó "otoño". Es lo primero que me llamó la atención.
Nicholas se inclinó y leyó los jeroglíficos en voz alta:
–"El gran dios Osiris hace la movida inicial con deferencia al protocolo de los cuatro toros. En la primera estación da pleno testimonio de la ley inmutable del tablero." -La miró -: Recuerdo ese pasaje. El viejo rufián Taita se refiere al bao, ese juego que tanto lo apasionaba.
–Exactamente -asintió Royan con un dejo de vergüenza -. Ahora, ¿recuerdas mi sueño en el que aparecía Duraid en una de las cámaras de la tumba?
–Sí, lo recuerdo. – Rió al percibir su desconcierto. – Dijo algo sobre el protocolo de los cuatro toros. ¿Ahora resulta que crees en la oniromancia?
Su falta de seriedad le pareció ofensiva.
–Yo sólo digo que mi subconsciente procesó esa cita y halló una respuesta que puso en boca de Duraid en mi sueño. ¿No puedes ser serio por una vez en la vida?
–Perdóname -dijo en tono contrito -. ¿Qué fue lo que te dijo Duraid?
–En el sueño me aconsejó: "Recuerda el protocolo de los cuatro toros… Empieza por el comienzo".
–No conozco el juego del bao. ¿Qué significa eso?
–Las reglas y sutilezas del juego se perdieron en las brumas de la antigüedad. Pero como sabes, hemos hallado algunos tableros en las tumbas de la undécima a la decimoséptima dinastías. Podemos conjeturar que era una forma primitiva del ajedrez. Empezó a trazar un croquis en una hoja en blanco.
–El tablero de madera era similar al del ajedrez, de ocho por ocho hileras de hoyos. Así. – Realizó una serie de trazos diestros con su bolígrafo. – Las piezas eran piedras de colores que el jugador movía de acuerdo con las reglas. Sin entrar en detalles, el protocolo de los cuatro toros era un gambito de apertura preferido por los grandes maestros de la categoría de Taita. Consistía en realizar una serie de sacrificios con el fin de acumular las piezas de mayor valor en el primer hoyo, desde el cual dominaban las hileras centrales, las más importantes del tablero.
–No comprendo a dónde quieres llegar, pero sigue que te escucho -dijo Nicholas, tratando de disimular su desconcierto.
–El primer hoyo del tablero. – Lo señaló en su croquis como si hablara con un niño atrasado. – El comienzo. Duraid dice: "Empieza por el comienzo." Taita dice: "El gran dios Osiris hace la movida inicial."
–Me perdí. – Nicholas meneó la cabeza.
–Ven. – Tomó sus libretas y juntos atravesaron la abertura en la puerta revocada. Se detuvieron en el santuario de Osiris. – La primera movida. El comienzo. – Se volvió hacia el fondo de la galería: -Este es el primer santuario. ¿Cuántos son en total?
–Los tres de la trinidad, luego Seth, Thot, Anubis, Hathor y Ra. Ocho en total.
–¡Gloria a Dios, el joven sabe contar! ¿Cuántos hoyos en el tablero de bao?
–Ocho por ocho… -Se interrumpió y la miró fijamente -: ¿Quieres decir…?
Antes de responder, abrió su libreta:
–Estas cifras y símbolos… no hay palabras aquí. No hay relación alguna entre ellos, salvo que ningún número es mayor que ocho.
–Creí que empezaba a entender, pero me perdí otra vez.
–Si dentro de cuatro mil años alguien leyera la anotación de una partida de ajedrez, ¿cómo lo interpretaría? ¿No sería un conjunto de números y símbolos incoherentes? Estás un poco tarado hoy, ¿no? Hay que sacarte cada respuesta con un sacacorchos.
–¡Ay, válgame el cielo! – Su rostro se iluminó. – ¡Y tú sí que eres inteligente! Taita juega al bao con nosotros.
–Y henos aquí en la primera estación, donde comienza el juego. – Señaló el santuario. – Donde el gran dios Osiris hace la primera movida. El comienzo del tablero sagrado de bao, donde debemos empezar. Debemos responder a su apertura.
Contemplaron el santuario, los muros curvos, la alta bóveda, hasta que Nicholas rompió el silencio:
–A riesgo de parecer tarado y de que me claven un sacacorchos, ¿se puede saber cómo diablos jugaremos un juego sin conocer las reglas?
El coronel Nogo trasuntaba confianza y vanidad al entrar muy ufano en la sala de conferencias donde lo había convocado von Schiller. Nahoot Guddabi lo seguía presuroso, resuelto a no perder un detalle. También él trataba de afectar confianza, pero sabía que su posición era endeble y necesitaba justificarse con el amo.
Von Schiller dictaba una carta a Utte Kemper. Al verlos, se paró rápidamente y fue a ocupar su tarima alfombrada.
–Me prometió un informe para ayer -espetó a Nogo. No se dignó mirar a Nahoot. – ¿No ha tenido noticias de su informante en la quebrada?
–Perdóneme por haberlo hecho esperar, Herr von Schiller se disculpó Nogo. El ataque inesperado le había rebajado los humos, y se sentía inquieto y asustado en presencia del alemán -Las mujeres se demoraron un día más en el campamento de Harper. Estos campesinos no son de fiar. No tienen noción del valor del tiempo.
–Ya, ya -dijo von Schiller con fastidio -. Conozco las deficiencias de sus compatriotas negros. Usted mismo no las ha superado del todo, Nogo. Bueno, dígame qué averiguó.
–Harper terminó de construir la represa hace siete días e inmediatamente trasladó su campamento río abajo, a un emplazamiento en la ladera sobre la quebrada. Construyó una especie de escalera de bambú para llegar al fondo de la quebrada. Mi informante dice que están abriendo un boquete en el fondo de la laguna vacía…
–¿Un boquete? ¿Qué clase de boquete? – Von Schiller se puso lívido, y una pátina de sudor cubrió su frente.
–¿Se siente mal, Herr von Schiller? – preguntó Nogo, alarmado. El alemán parecía estar al borde de un ataque.
–Estoy perfectamente bien -vociferó von Schiller -. ¿Cómo era ese boquete? Descríbalo.
–La mujer que trajo el mensaje es una campesina estúpida. – Nogo se sentía molesto por el interrogatorio. – Dice que cuando bajó el río, apareció un boquete en el fondo, que estaba lleno de piedras y basura, y que lo han despejado.
–¡Un túnel! – Nahoot no pudo contenerse. – Debe de ser el túnel de acceso a la tumba.
–¡Silencio! – gritó von Schiller con furia -. No puede fundamentar esa suposición con hechos. Deje que hable Nogo. – Se volvió hacia el coronel: -Continúe.
–La mujer dice que en el fondo del boquete hay una cueva. Como un santuario, con pinturas en las paredes…
–¿Pinturas? ¿Qué clase de pinturas?
–La mujer dice que son pinturas de los santos. – Nogo hizo un gesto despectivo. – Es una mujer analfabeta. Estúpida…
–¿Santos cristianos? – preguntó von Schiller.
–Es imposible, Herr von Schiller -terció Nahoot -. Le digo que Harper descubrió la tumba de Mamose. Debe actuar ahora mismo.
–Escuche, infeliz, se lo digo por última vez. No vuelva a abrir la boca. – Se volvió hacia Nogo: -¿Había algo más en la caverna? Repita todo lo que dijo la mujer.
–Pinturas y estatuas de los santos. – Nogo alzó los brazos a los costados. – Lo lamento, Herr von Schiller, pero es todo lo que dijo. Sé que es todo muy estúpido…
–Yo decidiré lo que es y no es estúpido -dijo von Schiller -. ¿Qué hicieron con las estatuas de los santos?
–Harper las embaló en cajas.
–¿Las retiró del santuario?
–No lo sé, Herr von Schiller. La mujer no lo dijo.
Von Schiller bajó de la tarima y se paseó por la sala, farfullando y absorto en sus pensamientos.
–Herr von Schiller… -dijo Guddabi, pero el alemán le impuso silencio con un gesto. Finalmente se paró frente a Nogo.
–¿Encontraron una momia en la tumba? ¿Un cuerpo?
–No lo sé, Herr von Schiller. La mujer no lo dijo.
–¿Dónde está? – Von Schiller estaba tan agitado que se paró en puntas de pie, aferró la pechera del uniforme y alzó su cara hacia la de Nogo. – ¿Dónde está la mujer? ¿La dejó partir? – Las gotas de saliva mojaron la cara de Nogo, quien parpadeó y trató de apartarse, pero el alemán lo aferraba con fuerza.
–No, señor. Está aquí. No quise traerla a su presencia…
–Idiota. Todo su informe es de segunda mano. Tráigala inmediatamente. Quiero interrogarla. – Dio un empujón a Nogo -. Vaya a buscarla.
Momentos después volvió Nogo, arrastrando a la mujer por un brazo. Era joven y, a pesar de los tatuajes azules en las mejillas y el mentón, bonita. Vestía la larga túnica negra y la toca de las mujeres casadas, y cargaba a un niño en la cadera.
Apenas Nogo la soltó, se dejó caer de rodillas y gimió aterrada. El niño lloriqueó a su vez. Sus fosas nasales estaban taponadas con costras blancas de mucosidad seca. Con mano temblorosa, la mujer abrió el pecho de su túnica, sacó un seno hinchado de leche e introdujo el pezón en la boca del niño. Madre e hijo miraron a von Schiller con ojos desorbitados de terror.
–Pregúntele si había un ataúd o el cuerpo de un santo en el santuario -ordenó von Schiller. Miró a la mujer con asco.
Nogo la interrogó y luego meneó la cabeza.
–No sabe nada sobre un cuerpo. Es muy estúpida. Dice que no entiende bien.
–Pregúntele sobre las estatuas de los santos. ¿Qué hizo Harper con ellas? ¿Dónde están? ¿Las retiró del santuario? Después de una larga serie de preguntas y respuestas, Nogo meneó la cabeza otra vez.
–No. Dice que las estatuas están en el santuario. El hombre blanco las embaló en cajas y unos soldados las custodian.
–¿Soldados? ¿Qué soldados?
–Soldados de Mek Nimmur, el jefe shufta de quien le hablé. Todavía está con Harper.
–¿Cuántas cajas son? – Impaciente, von Schiller se acercó a la mujer y la tocó con la punta de la bota. – ¿Cuántas estatuas? La mujer chilló y se apartó de él. Von Schiller retrocedió a su vez con expresión de asco.
–Gott im Himmel! -Sacó un pañuelo del bolsillo y se secó la boca y la nariz. – Huele como un animal. ¿Cuántas cajas? Pregúntele.
–No muchas -tradujo Nogo -. Unas cinco, a lo sumo diez. No está segura.
–¿De qué tamaño? ¿Son muy grandes?
Cuando Nogo le hizo la pregunta, la mujer extendió el brazo. Von Schiller hizo una mueca de desazón.
–Tan pocas piezas, y tan insignificantes -masculló. Se apartó de la mujer y fue a la ventana que miraba hacia el sur, desde la cual dominaba la cresta de la escarpa y la selva de la quebrada. – Si es verdad lo que dice este animalito, Harper no ha descubierto el tesoro de Mamose. Debería haber más, mucho más.
Nogo, que había hablado nuevamente con la mujer, se volvió hacia von Schiller.
–Dice que alguien del grupo de Harper abandonó el campamento en la quebrada y fue a Debra Maryam.
Von Schiller giró rápidamente y lo miró:
–¿Quién? ¿Sabe quién es?
–Una mujer etíope. La concubina de Mek Nimmur. Ella la llama Woizero Tessay. La conozco. Era la esposa del cazador ruso antes de convertirse en la ramera de Mek Nimmur.
Von Schiller se precipitó hacia la mujer, la aferró de la túnica y la alzó con tanta violencia que el bebé cayó aullando al piso.
–Pregúntele dónde está la mujer -ordenó a Nogo. La madre se soltó y cayó al suelo, donde trató de recoger al bebé que chillaba desconsolado. Nogo la abofeteó con fuerza. Ella apretó el niño contra su pecho y farfulló una respuesta.
–No lo sabe -tradujo Nogo -. Cree que todavía está en Debra Maryam.
–¡Saque a esa perra roñosa de aquí! – Hizo un gesto de la cabeza hacia la mujer y el niño, y Nogo se los llevó a la rastra.
–¿Qué más sabe sobre la mujer de Mek Nimmur? – preguntó en tono más sosegado.
–Pertenece a una familia noble de Addis Abeba, es parienta directa de Ras Tafari Makonnen, el viejo emperador Halle Selassie.
–Si es la mujer de Mek Nimmur y viene del campamento de Harper, podrá responder las preguntas que ese animalito no pudo contestar.
–Es verdad, Herr von Schiller. Pero tal vez no quiera responder.
–La quiero aquí -dijo von Schiller -. Tráigala. Helm hablará con ella y la hará entrar en razón, estoy seguro.
–Es una persona importante. Su familia tiene mucha influencia. – Nogo lo pensó un instante. – Pero, al mismo tiempo, anda con un bandido conocido. Es un buen motivo para detenerla. Enviaré un destacamento al mando de mi oficial de mayor confianza. – Vaciló -. Si la interrogan severamente, será mejor que no vuelva a sus amigos en Addis. Podrían causarnos problemas a todos. Incluso a usted, Herr von Schiller.
–¿Qué sugiere?
–Una vez que haya respondido a todas sus preguntas, habrá un lamentable accidente.
–Disponga lo que sea necesario. No me inmiscuiré en los detalles, pero si es necesario eliminar a la mujer, asegúrese de que se haga como corresponde. Estoy harto de torpezas. – Al decirlo, se volvió hacia Nahoot Guddabi, quien bajó la vista y se ruborizó intensamente.
Llevaban casi dos días en el santuario de Osiris de la gran galería. Ningún devoto de la antigüedad había estudiado las inscripciones con mayor avidez que Royan y Nicholas, o examinado más minuciosamente que ellos los espectaculares murales del gran dios.
Se turnaban para leer en voz alta los pasajes de la estela de Tanus que Royan había seleccionado y copiado en sus libretas de apuntes; de tanto repetirlos, ya los conocían de memoria. Mientras uno recitaba en voz alta, el otro dirigía toda su atención a los muros en busca de alguna vinculación.
–"Mi amor es una jarra de agua fresca en el desierto. Mi amor es una bandera desplegada al viento. Mi amor es el primer clamor del niño recién nacido." -leyó Nicholas.
Royan, acuclillada frente al santuario, se volvió hacia él y sonrió:
–¿No te parece encantador? Tan romántico.
–Concéntrate, por Dios. Esto no es un curso de crítica literaria.
–¡Qué bruto! – murmuró, pero se volvió nuevamente hacia las inscripciones.
–Veamos ésta -dijo Nicholas, y leyó en voz alta -: "Yacemos en el prado de las mil uniones, del niño con la madre, del hombre con la mujer, del amigo con el amigo, del maestro con el discípulo, del sexo con el sexo".
–Es la tercera vez en una sola mañana que eliges ese pasaje. ¿Se puede saber por qué te atrae tanto? – No se volvió para mirarlo, pero la piel de su nuca había adquirido un tinte decididamente colorado.
–Perdóname, pensé que te parecería tan romántico como el otro -murmuró -. A ver, probemos con éste: "He sufrido y amado. He resistido el viento y las tormentas. La flecha penetró en mi carne, pero no me hizo daño. He descartado el camino falso que aparece recto ante mí. He tomado la escalera oculta hacia la sede de los dioses".
Royan se apoyó sobre sus talones y miró hacia el fondo de la galería.
–Tal vez allá hay algo. "El camino falso que aparece recto ante mí. La escalera oculta."
–Nos estamos afanando demasiado. Saltamos como truchas hambrientas a la mosca.
Royan se paró y apartó algunas hebras sudorosas de pelo de su frente.
–¡Ay, Nicky, es tan deprimente! No sabemos ni por dónde empezar.
–Coraje, muchacha -respondió con fingida jovialidad -. Como dijo tu amigo Taita, debemos empezar por el principio. A ver, probemos con ésta una vez más. – Puso una mano sobre el corazón en pose de actor victoriano y declamó -: "El buitre alza vuelo en potentes alas al encuentro del Sol…"
Rió de buena gana de sus payasadas, luego su vista pasó de su cara al mural detrás de él. Bruscamente se sobresaltó.
–¡El buitre! – exclamó, y señaló el muro.
Él se volvió rápidamente para mirarlo.
Ahí estaba el buitre, una representación magnífica del ave, de mirada feroz y pico encorvado amarillo. Las alas estaban desplegadas y cada pluma delineada con colores deslumbrantes. El cuerpo era tan alto como el de Nicholas y las alas abarcaban media pared. Lo contemplaron juntos y luego Royan alzó la vista hacia el techo sobre sus cabezas. Le tocó el brazo para indicarle que la imitara.
–¡El Sol! – susurró. El disco solar dorado de Ra ocupaba el punto más alto de la bóveda. Con su tibieza parecía disipar las tinieblas. Sus rayos se extendían en todas las direcciones; uno de ellos seguía la curva del muro y descendía para envolver la imagen en su difusa luminosidad.
"El buitre alza vuelo al encuentro del Sol" -repitió -. ¿Habrá que tomarlo al pie de la letra?
Nicholas se acercó al mural y lo estudió minuciosamente. Sus dedos palparon las alas, el vientre, las feroces garras corvas. El yeso bajo la pintura era perfectamente liso. No mostraba relieves ni irregularidades.
–Nicky, la cabeza. ¡Mira la cabeza del ave! – Saltó para tratar de tocarla, pero no alcanzó. Se volvió hacia él con desesperación: -Prueba… eres mucho más alto que yo.
Entonces él vio la tenue sombra proyectada por un borde de la cabeza del ave donde la iluminaba el reflector. Al palparla, advirtió que era un bajorrelieve sobre el muro circundante. Recorrió todo el borde con los dedos; el pico formaba parte del relieve.
–¿Palpas alguna junta en el yeso? – preguntó Royan con impaciencia.
Meneó la cabeza:
–No, es perfectamente liso, como si formara parte de la pared. – "El buitre alza vuelo al encuentro del Sol" -insistió -.
¿No hay movimiento? Prueba empujar la cabeza hacia el Sol. Colocó la palma de la mano bajo la proyección de la cabeza y empujó hacia arriba.
–¡Nada! – gruñó.
–Hace cuatro mil años que está allí -dijo, saltando de un pie a otro en su impaciencia -. Diablos, Nicky, si hay alguna pieza móvil es lógico que esté dura. Prueba otra vez, pero con más fuerza.
Se corrió para colocarse exactamente debajo de la cabeza en relieve y apoyó las dos manos en un borde. Gradualmente aplicó toda su fuerza. Se le inflamaron las venas del cuello y la sangre fluyó a su cara, tiñéndola de rojo intenso.
–¡Más, más! – imploró ella, pero al cabo él dejó caer los brazos y retrocedió.
–Es inútil -dijo con voz enronquecida por el esfuerzo -. Es parte de la pared. No se mueve.
–Álzame para que pueda verlo.
–Con muchísimo gusto. Cualquier excusa es buena para poner manos lascivas sobre ti. – Se paró detrás de ella, le rodeó la cintura con los brazos y la alzó para que pudiera tocar la cabeza del ave.
La exploró rápidamente con las yemas de los dedos y se le escapó un gritito triunfal.
–¡Nicky! Acá pasó algo. La pintura se rajó alrededor de la cabeza. Puedo sentirlo. ¡Álzame un poco más!
El esfuerzo le arrancó un gruñido, pero la alzó unos centímetros más.
–¡Sí, no hay duda! – exclamó -. Algo se movió. Hay una grieta casi invisible en la pared por encima de la cabeza. ¡Mira!
Trajo un cajón metálico vacío del descanso más allá de la puerta para colocarlo bajo la imagen del buitre. Al pararse sobre él, su cara llegaba a la altura del ojo del ave.
Su expresión se alteró. Hurgó en su bolsillo en busca del cortaplumas. Abrió la hoja y con mucho cuidado caló la pintura en torno de la cabeza. Al hacerlo, hizo saltar algunas astillas diminutas de yeso y pintura.
–Sí, parece que la cabeza está separada del resto.
–Mira un poco más arriba. Allá, en el borde del rayo de sol. ¿No ves una grieta vertical en el yeso?
–Sí, tienes razón. Pero si trato de abrirla dañaré el mural. ¿Quieres que lo haga?
Titubeó apenas un instante.
–Todo esto se va a perder cuando la próxima crecida del río inunde la tumba. Aunque es un riesgo, vale la pena. Hazlo, Nicky.
Introdujo la punta de la hoja en la grieta y la hizo girar lentamente. Un trozo de yeso pintado grande como su mano abierta cayó del muro y se hizo polvo sobre las baldosas de ágata. Estudió la cavidad que se había abierto en el muro.
–Parece una hendija o ranura en la pared. Voy a terminar de abrirla.
Con gran cuidado agrandó la cavidad, y cayó una lluvia de yeso pulverizado.
Royan estornudó en medio de la nube de polvo, pero se negó a retroceder. Los diminutos escombros cayeron sobre su pelo como papel picado.
–Sí -dijo él al cabo de unos minutos -, hay una ranura vertical.
–Quita el yeso alrededor de la cabeza -indicó Royan. Él limpió la hoja en la pierna de su pantalón y acometió otra vez la tarea.
–Ya está -dijo por fin -. Creo que la cabeza sube por la ranura. Bien, probemos. Aléjate un poco, dame lugar para trabajar.
Colocó la base de las palmas de las dos manos bajo la cabeza del buitre y empujó con fuerza. Royan crispó los puños y la cara para acompañar su esfuerzo.
Se oyó un crujido suave y la cabeza empezó a subir por la ranura abierta. Llegó al tope de la ranura, y Nicholas bajó de un salto. Expectantes, contemplaron la cabeza ahora separada del cuerpo y desfigurada por el daño infligido al yeso y la pintura.
Contuvieron el aliento durante largos segundos.
–¡Nada! – susurró Royan, deprimida -. No pasa nada. – Espera, ¿qué dice el resto del pasaje? No hablaba solamente del buitre y el Sol.
–Tienes razón. – Estudió el muro ávidamente -. "El chacal aúlla y se revuelve sobre su cola."
Con dedo tembloroso señaló una figura pequeña, casi insignificante de Anubis, el dios de cabeza de chacal, señor de la necrópolis, en el muro frente al buitre que acababan de mutilar. Se encontraba al pie del imponente retrato de cuerpo entero de Osiris y era apenas más grande que el dedo gordo enjoyado y anillado del esposo de Isis y padre de Horus.
Royan se precipitó sobre la imagen de Anubis y al palparla advirtió que también estaba en relieve. Con todas sus fuerzas trató de hacerla girar en un sentido y luego en otro.
–"El chacal se revuelve sobre su cola" -dijo entre jadeos -. ¡Tiene que girar!
–Oye, déjame a mí. – Nicholas la apartó suavemente y se arrodilló frente a la imagen divina de cabeza negra. Con el cortaplumas quitó el yeso y la gruesa capa de pintura del borde de la figura.
–Tengo la impresión de que es una talla de madera dura cubierta luego con yeso -dijo al calar la figura con la punta de la navaja.
Después de quitarle el yeso trató de hacerla girar en el sentido de las agujas del reloj. El esfuerzo lo hizo jadear, pero fue en vano.
–No -dijo por fin.
–Los egipcios no conocían el reloj -le recordó, agitada -. Prueba en el otro sentido.
Cuando trató de hacerla girar en sentido contrario, se oyó un crujido sordo detrás del panel. La pequeña figura giró hasta que la cabeza negra quedó apuntando a las baldosas amarillas.
Se apartaron de la pared y la miraron expectantes, pero al cabo de unos minutos los ganó el desaliento.
–No sé qué esperar, pero no pasa nada -gruñó con disgusto.
–Queda la última parte del pasaje -susurró Royan -. "El río fluye hacia la tierra. Violadores de los lugares sagrados, ¡temed la cólera de todos los dioses que se abatirá sobre vosotros!"
–¿Qué río? – preguntó Nicholas -. Como diría Sapper, no veo ningún condenado río.
El acento vulgar no hizo sonreír a Royan, absorta en el examen de las inscripciones y las figuras abigarradas que cubrían los muros. Entonces lo vio.
–¡Hapi! chilló excitada -. ¡El dios del Nilo! ¡Ahí está el río!
Desde lo alto del muro, al mismo nivel de la cabeza del gran dios Osiris, los contemplaba la deidad del río. Hapi era hermafrodita, con mamas de mujer y genitales masculinos que se notaban bajo el vientre abultado. Su boca de hipopótamo estaba abierta de par en par para mostrar los inmensos colmillos curvos en las mandíbulas cóncavas.
Nicholas tuvo que subirse a una pila de cajones y extender los brazos para poder alcanzarla.
–Está en relieve -exclamó eufórico.
–"El río fluye hacia la tierra." Quiere decir que desciende. Prueba, Nicky.
–Espera, antes limpiaré los bordes. – Con la navaja quitó el yeso en torno de la figura del dios y luego tanteó hasta encontrar otra ranura vertical que apuntaba hacia el piso.
–Bien, intentémoslo. – Cerró la navaja y la guardó en su bolsillo. – Ruega por mí -dijo.
Colocó las manos sobre la figura del dios y tiró hacia abajo. Aumentó gradualmente la presión hasta quedar colgado de ella con todo su peso. No se movió.
–No funciona -gruñó.
–¡Espera! Te ayudaré. – Se subió a los cajones detrás de él y le echó los brazos al cuello. – ¡Fuerza! – ordenó.
–Una ayudita nunca viene mal -asintió cuando ella se alzó hasta quedar colgada de sus hombros con todo su peso.
–¡Se mueve! – exclamó. Bruscamente la imagen de Hapi cedió bajo sus manos y con un fuerte crujido bajó a todo lo largo de la ranura en la pared.
Cuando la figura llegó al tope inferior de la ranura, los dedos de Nicholas se deslizaron de los bordes redondeados. Se derrumbó la pila de cajones y los dos cayeron hacia atrás. Ella seguía colgada de su cuello y le hizo perder totalmente el equilibrio. Los dos cayeron de espaldas en el piso, piernas y brazos enredados. Nicholas se paró rápidamente y la alzó.
–¿Qué pasó? – jadeó ella, mirando con ojos desorbitados la figura de Hapi y el muro a su alrededor.
–Nada. No pasa nada.
–Tal vez hay otra… -Se interrumpió al oír un ruido sobre su cabeza. Miraron al techo, sobresaltados y bruscamente asustados. Un objeto de gran peso parecía moverse por encima del cielo raso.
–¿Qué es eso? – susurró Royan -. Hay algo allá arriba. Parece una criatura viva.
Un coloso se agitaba y se desperezaba al despertar de un sueño de milenios.
–¿Será… -No pudo terminar la pregunta. En su mente vio al gran dios en una cámara oculta en la roca que abría sus malignos ojos rasgados y se alzaba sobre un codo para ver quién perturbaba su sueño eterno.
Entonces se oyó otro ruido, un largo crujido como si el travesaño de una balanza colosal se inclinara al alterarse el equilibrio. El movimiento, lento al principio, tomó gradualmente impulso como el comienzo de una avalancha en la montaña. Entonces se produjo un estampido como el disparo de un cañón.
En lo alto apareció una grieta que surcó todo el techo de la galería. De sus bordes irregulares cayó una nube de polvo y entonces, con lentitud de pesadilla, el techo empezó a abombarse hacia abajo sobre sus cabezas. Paralizados de horror supersticioso, eran incapaces de apartar la vista del techo que se derrumbaba lenta, inexorablemente. Un trozo de yeso cayó sobre la cara de Nicholas, le desgarró la piel y lo arrojó de espaldas contra el muro. El golpe y el dolor lo despertaron del trance.
–¡La maldición! – farfulló -. La advertencia de Taita. La cólera de los dioses. – Le aferró la mano. – ¡Corre! – La arrastró consigo. – ¡El techo es una trampa de Taita!
Corrieron por la galería hacia el boquete en la puerta sellada, casi enceguecidos por la lluvia de piedras y trozos de yeso y polvo que empezaba a caer. No se atrevían a mirar atrás mientras el derrumbe atronador de la mampostería amenazaba alcanzarlos y derribarlos sin darles tiempo a ganar la salida.
Una piedra filosa, grande como su propia cabeza, rebotó en el hombro de Royan y sus piernas flaquearon. Él tuvo que sostenerla con un brazo y arrastrarla por la galería. La nube de polvo los ahogaba a la vez que empezaba a ocultar el boquete cuadrado que constituía la única vía de escape.
–¡Sigue corriendo! – gritó -. Ya llegamos.
En ese momento un gran trozo de mampostería cayó sobre el trípode que sostenía el reflector y la galería quedó sumida en la más profunda oscuridad.
Enceguecido, Nicholas se detuvo instintivamente para tratar de orientarse. Pero la lluvia de escombros crecía en intensidad. Sabía que en cualquier momento se derrumbaría todo el techo y los aplastaría bajo su peso. Siguió corriendo y arrastrando a Royan en medio de la oscuridad. Chocó contra la pared del extremo a toda velocidad y el golpe le arrancó el aliento. En medio del remolino de polvo, alcanzó a distinguir el boquete rectangular en el muro de yeso a contraluz de las lámparas encendidas en el descanso de la escalinata.
Al tambalearse, alzó a Royan por la cintura, la arrojó a través del boquete y oyó su grito al caer del otro lado. Una piedra lo golpeó en la nuca y lo hizo caer de rodillas. A punto de perder el conocimiento, se arrastró hacia adelante, tanteando frenéticamente hasta palpar el borde irregular del boquete. Así pudo arrastrarse sobre el umbral medio segundo antes de que el techo cayera con todo su peso sobre la galería.
Agazapada en el descanso, Royan se arrastró hacia él a la luz de las lámparas.
–¿Estás bien? jadeó. Un hilo de sangre caía sobre su mejilla de una herida en el nacimiento del pelo. Abría un surco reluciente en la costra de polvo blanco que le cubría la cara.
Sin responder, se paró con esfuerzo y la ayudó a enderezarse.
–Hay que salir. – Una espesa bocanada de polvo blanco que salió por el boquete los envolvió y los sofocó. La luz se volvió tenue y vacilante. – Hay peligro. Podría derrumbarse todo -gruñó con la garganta irritada por el polvo.
La arrastró hacia la escalinata y juntos se tambalearon por los peldaños. Sus pies resbalaban sobre las baldosas de ágata. En medio de la bruma apareció la figura robusta de Sapper.
–¿Qué carajo pasa? – rugió aliviado al verlos.
–Dame una mano -chilló Nicholas. Sapper alzó a Royan en sus brazos y juntos corrieron por el túnel sin detenerse a tomar aliento hasta llegar al andén sobre el sumidero.
El correo en la aldea de Debra Maryam era un edificio pequeño sobre una calle polvorienta detrás de la iglesia. Sus muros de ladrillos toscos no estaban revocados ni pintados, y su techo de cinc brillaba como un espejo bajo el sol de la alta montaña. El teléfono público debía estar en la casilla junto a la puerta principal. Sin embargo, había desaparecido tiempo atrás, robado por vándalos o, probablemente, retirado por los militares para evitar que lo usaran los disidentes políticos y los rebeldes.
Tessay lo había previsto y por eso casi ni se detuvo a echar una mirada a la casilla antes de entrar en la pequeña sala donde funcionaba el correo. Se encontró con una abigarrada multitud de campesinos y aldeanos que hacían cola para realizar sus lentos trámites con el anciano jefe de la oficina, la única persona detrás del mostrador protegido por barrotes. Algunos usuarios habían tendido sus capas sobre el piso y se habían acomodado durante la larga espera. Conversaban y fumaban mientras los niños revoloteaban y jugaban a su alrededor.
La mayoría de los que esperaban pacientemente su turno reconocieron a Tessay apenas entró en la sala. Todos, incluso los que hacían cola desde la primera hora de la mañana, la saludaron con respeto y se apartaron para dejarla pasar al mostrador. Después de dos décadas de socialismo africano, los instintos feudales aún predominaban en la población. Tessay, mujer de noble cuna, tenía derecho a ese trato preferencial.
–Gracias, amigos míos. – Sonrió y meneó la cabeza. – Agradezco su amabilidad, pero aguardaré mi turno.
Su negativa los turbó. El viejo cartero se inclinó sobre el mostrador para unir su voz a las demás, y una de las mujeres mayores le tomó el brazo para conducirla al mostrador.
–Jesús y todos los santos la bendigan, Woizero Tessay. – El cartero aplaudió suavemente en señal de respeto. – Bienvenida a Debra Maryam. ¿Qué desea su señoría?
Toda la clientela del correo se agolpó a su alrededor para no perder detalle de la transacción.
–Deseo hacer una llamada a Addis -dijo al cartero, y se alzó un murmullo de comentarios y conjeturas. En verdad, se trataba de un asunto desusado e importante.
–La llevaré al conmutador -dijo el cartero pomposamente, y se caló la gorra azul con visera en honor de la ocasión. Bordeó el mostrador y a los gritos y empujones abrió camino para la Señora Sol. Luego la condujo al cuarto del fondo del edificio, donde el conmutador ocupaba un espacio del tamaño de un cuartito de baño.
Tessay, el cartero y todos los clientes que pudieron hacerse lugar se apiñaron en la habitación. Abrumado por el honor que le concedía la bella Tessay, el operador gritó por el micrófono del conmutador con la voz de un sargento al frente de un pelotón de abanderados y escoltas.
–¡Enseguida! – dijo con una sonrisa feliz -. Una pequeña demora y podrá hablar con la embajada británica en Addis.
Tessay, consciente de lo que significaba una pequeña demora, se retiró a la galería del correo. Mandó comprar comida y tej en el almacén de la aldea y convidó a la escolta de monjes y la mitad de la población de Debra Maryam con una alegre merienda mientras esperaba que su llamada recorriera los enlaces de media docena de antiguos conmutadores de aldea hasta la capital. Gracias al tej, reinaba una gran animación cuando, al cabo de media hora, el cartero vino a anunciar con orgullo que el destinatario de su llamada aguardaba en línea.
Tessay, los monjes y cincuenta aldeanos vocingleros siguieron al cartero hasta el cuarto del conmutador. La multitud desbordaba hacia el salón principal.
–Aquí Geoffrey Tennant. – El aristocrático acento británico sonaba remoto y chillón en medio de los crujidos de la línea.
–Señor Tennant, soy Woizero Tessay.
–Esperaba su llamada -contestó Geoffrey, feliz de hablar con una joven bonita -. ¿Cómo está, querida?
Tessay transmitió el mensaje de Nicholas.
–Dígale a Nicky que lo dé por hecho -le aseguró, y se despidió.
–Ahora -dijo Tessay al cartero -, quiero hacer otra llamada a Addis… a la embajada de Egipto.
Se alzó un nuevo murmullo de regocijo: continuaba la diversión. Todos volvieron a la galería para un poco más de tej y conversación.
La segunda comunicación se demoró aún más que la primera, y habían pasado las cinco cuando Tessay pudo hablar con el agregado cultural egipcio. Este sólo aceptó la llamada porque la había conocido en uno de tantos cócteles del mundillo diplomático de Addis y la recordaba vivamente.
–Tuvo mucha suerte de poder encontrarme -manifestó -.Cerramos a las cuatro y media, pero hay una reunión de la Organización de Unidad Africana que me obliga a trabajar hasta más tarde. ¿En qué puedo servirle, Woizero Tessay?
Bastó pronunciar el nombre y el puesto del destinatario del mensaje de Royan en El Cairo para que la soberbia y condescendencia del funcionario se trocara por efusividad y obsecuencia. Tomó nota de todo, le pidió que repitiera y deletreara los nombres de las personas y los lugares. Luego leyó sus apuntes para confirmar.
Al cabo de la prolongada conversación, su tono se volvió más íntimo.
–Sentí gran tristeza al enterarme de su pérdida reciente, Señora Sol. Sentía la mayor estima por el coronel Brusilov. Quizá cuando vuelva a Addis me concederá el honor de cenar conmigo.
–Es muy amable -dijo Tessay con su voz más meliflua -. Y será un placer compartir otra velada con usted y su muy encantadora esposa. – Cortó la comunicación en medio de sus confusas protestas.
El Sol ya se ponía detrás de los castillos de cúmulonimbos y el aire estaba impregnado de olor a lluvia. Era tarde para emprender el regreso a la escarpa, pero para alivio de Tessay, el jefe de la aldea de Debra Maryam envió a una de sus hijas adolescentes a invitarla a pasar la noche en su casa.
Era la mejor casa del pueblo; no era un tukul redondo sino un edificio cuadrado de ladrillos con techo de cinc. La esposa y las hijas habían preparado un banquete en su honor al que asistieron todos los notables del pueblo, incluso los sacerdotes de la iglesia. Por eso, fue sólo pasada la medianoche que Tessay pudo refugiarse en el dormitorio principal, el del jefe y su esposa.
Al dormirse oyó el repiquetear de la lluvia sobre el techo de cinc. Aunque era un ruido reconfortante, no pudo dejar de pensar en la represa río abajo en la quebrada e implorar que sólo fuera el anuncio, no el comienzo de las grandes lluvias.
Mucho más tarde, cuando despertó, la lluvia había cesado. La noche más allá de la ventana sin cortinas era oscura y sin luna; no había otro ruido que los aullidos de un perro vagabundo. Se preguntó qué la habría despertado y en ese momento tuvo una premonición de desastre inminente, un instinto desarrollado durante la época de Mengistu, cuando un ruido nocturno solía indicar la proximidad de los servicios de seguridad. La sensación era tan fuerte que la desveló. Se levantó de la cama y se vistió en silencio. Había decidido despertar a sus monjes y partir durante la noche. Sólo se sentía segura junto a Mek Nimmur.
Se había colocado las bombachas y tanteaba bajo la cama en busca de sus sandalias cuando oyó el rugido remoto del motor de un camión. Se acercó a la ventana. Había refrescado después de la lluvia, y sintió frío en los brazos y el pecho desnudos.
El ruido parecía acercarse a la aldea desde el sur, por la senda que bordeaba el río. Se acercaba rápidamente y acentuaba su desasosiego. Los aldeanos habían conversado con los monjes, y todo el mundo sabía que era la mujer de Mek Nimmur. Mek era un hombre buscado por la policía. Bruscamente se sintió sola y vulnerable.
Se echó encima el shamma de lana y se calzó las sandalias. Al salir furtivamente del dormitorio oyó los ronquidos del jefe de la aldea. El y su esposa le habían dejado el dormitorio y dormían en la sala. Dobló por el pasillo hacia la cocina. El fuego del hogar estaba casi apagado, pero alcanzaba a distinguir a los monjes tendidos sobre el piso de barro. Habían cubierto sus cabezas con los shammas y parecían cuerpos en hilera en una morgue. Se arrodilló junto al primero y lo sacudió, pero evidentemente había libado tej en abundancia durante la cena porque era difícil despertarlo.
El ruido del camión era mucho más fuerte y cercano, y para entonces su inquietud empezaba a transformarse en pánico. Comprendió que en una emergencia los monjes serían de escasa ayuda, se paró y fue al tanteo hacia la puerta trasera.
El camión ya se acercaba a la puerta principal. Sus faros barrieron rápidamente las ventanas y se reflejaron en el pasillo. Bruscamente el rugido del motor se redujo a un ronroneo al desacelerar mientras chillaban los frenos y los neumáticos crujían sobre la grava. Oyó las voces y los pasos pesados de muchos hombres que bajaban del acoplado.
Se detuvo en el centro de la cocina con la cabeza inclinada para escuchar. Hubo una andanada de golpes en la endeble puerta principal seguida por los gritos, tan conocidos como aterradores, de "¡Abran la puerta! ¡Inteligencia Central! ¡Abran la puerta! ¡Que nadie salga de la casa!"
Tessay corrió hacia la puerta trasera, pero en la oscuridad tropezó con una mesita cargada de platos sucios de la cena. Cayó en medio de un estrépito de escudillas y jarros de tej. Entonces los hombres arremetieron contra la puerta y la arrancaron de su marco. Irrumpieron en la casa vociferando órdenes, quebrando muebles e iluminando todo con sus poderosas linternas. Oyó las voces desconcertadas del jefe y su familia y luego los ruidos sordos de bastonazos y culatazos entre alaridos de dolor y miedo.
Tessay llegó a la puerta y trató de abrirla. El ruido de los hombres al devastar la casa volvió sus dedos lentos y torpes. Mientras bregaba con la cerradura, oía los pasos de otros hombres que atravesaban el patio para cercar la vivienda. Por fui pudo abrir la puerta. En la noche y en un terreno desconocido no supo hacia dónde huir hasta que percibió el ruido cercano del río.
"¡Si pudiera llegar a la orilla!", pensó, y se lanzó a cruzar el patio.
En ese momento la luz cegadora de una linterna le iluminó la cara y una voz grosera aulló, "¡Allá va!"
Disipada cualquier duda sobre quién era la persona que buscaban, huyó como una liebre asustada a la luz de la linterna. Aullaron como una manada de perros salvajes. Llegó a la orilla y torció a la derecha para correr río abajo. Sonó un disparo, se agazapó y el proyectil silbó cerca de su cabeza.
–¡Idiotas, no disparen! – rugió una voz imperiosa -. La queremos para interrogarla.
Su shamma blanco revoloteaba a la luz de la linterna como una mariposa nocturna en torno de una vela.
–¡Deténganla! – vociferó el oficial -. Que no se escape.
Pero era ágil como una gacela y sus pies calzados con sandalias volaban sobre el terreno, mientras los soldados con sus armas la seguían torpemente. Con una sensación de euforia advirtió que los dejaba atrás.
Los ruidos de la persecución ya disminuían y estaba fuera del alcance del haz de la linterna cuando chocó contra una cerca oxidada de alambre de púas. Los tres hilos le azotaron el cuerpo a la altura de las rodillas, las caderas y el diafragma. El golpe le atrancó el aire de los pulmones, las púas atravesaron su ropa y laceraron su carne. Quedó atrapada, debatiéndose inútilmente en el alambrado como un pez en las mallas de una red. Manos brutales la arrancaron de la trampa, y sollozó de dolor y desesperación al sentir las púas en la piel. Un soldado le aferró la muñeca y se la retorció entre los omóplatos, riendo con sádica fruición de sus gritos de dolor.
El oficial se acercó, jadeando. Era gordo, y a pesar del aire frío de la noche sudaba profusamente. Sus mejillas regordetas brillaban a la luz de las linternas.
–Bestia, no le hagas daño -gruñó -. No es una criminal. Es una dama. Llévenla al camión, pero trátenla con respeto.
Un hombre la tomó de cada brazo y la llevaron al camión rápidamente, casi sin permitir que sus pies tocaran el suelo. La alzaron a la cabina junto al conductor uniformado. El oficial gordo subió detrás de ella, y se encontró atrapada entre dos hombres. Los soldados subieron a la caja, el conductor aceleró y soltó el embrague.
Tessay sollozaba suavemente. El oficial la miró de soslayo. Pudo ver a la luz reflejada de los faros que su expresión era gentil y compasiva, en absoluto contraste con sus acciones.
–¿Adónde me llevan? – susurró después de contener el llanto -. ¿Qué hice de malo?
–Tengo orden de llevarla ante el coronel Nogo, comandante del distrito, para interrogarla en relación con actividades de los shufta en el Gojam -respondió. El camión avanzaba a los barquinazos sobre la senda poceada.
Anduvieron un tiempo en silencio hasta que el oficial dijo en inglés:
–El conductor sólo habla el amhárico. Quiero que sepa que conocí a su padre, Alto Zemen. Un buen hombre. Lamento todo esto, pero sólo soy un teniente y debo cumplir las órdenes.
–Comprendo que no tiene alternativa ni culpa.
–Me llamo Hammed. Trataré de ayudarla. Por la memoria de Alto Zemen.
–Gracias, teniente Hammed. En verdad, necesito amigos.
Mientras esperaban que se asentara el polvo después del derrumbe del techo y que cayeran las piedras sueltas, Nicholas curó las heridas de Royan, todas muy leves. El tajo en la sien era poco más de un rasguño, que no requería sutura. Lo desinfectó y lo cubrió con una venda. El hombro golpeado por la roca mostraba un gran hematoma. Se lo masajeó con crema de árnica.
Dedicó menos cuidados a sus propios rasguños, y una hora después del derrumbe estaba preparado para volver al túnel. Ordenó a Sapper y Royan que lo esperaran en el puente sobre el sumidero y volvió solo al descanso en la cima de la escalinata. Llevaba una caña de bambú y una lámpara conectada al generador Honda.
Avanzó con la mayor cautela, tanteando el techo del túnel en busca de puntos débiles. Lo primero que vio al llegar al descanso fue que la lluvia de rocas había terminado de derribar la puerta revocada blanca que sellaba la entrada de la tumba. Los cajones de municiones, ocho de los cuales contenían las estatuas de los santuarios, estaban desparramados y algunos parcialmente enterrados bajo los escombros. Los retiró y verificó su contenido. Descubrió con gran alivio que las sólidas cajas metálicas habían soportado la conmoción y que sus valiosas estatuas estaban intactas. Las llevó una por una hasta el puente y las dejó al cuidado de Sapper.
Royan insistió en acompañarlo de vuelta al descanso. Sus más gráficas descripciones de los peligros de un nuevo derrumbe no alcanzaron a disuadirla. Al ver la destrucción de la galería se sintió abrumada por la desazón.
–Está destruida -susurró. Esas maravillosas obras de arte. No puedo creer que Taita deseara esto.
Nicholas asintió con tristeza:
–Claro. Sospecho que sólo quería darnos una buena despedida por el camino de las siete estancias hacia la dicha eterna. Diablos, casi lo consiguió.
–No va a ser fácil levantar todos estos escombros.
–¿De qué demonios estás hablando? – La miró alarmado. – Salvamos las estatuas. Más, no podemos hacer. Creo que es hora de evitar mayores pérdidas y huir de aquí.
–¡Huir! ¿Estás loco? – Se volvió hacia él hecha una furia -. ¿Perdiste totalmente la chaveta?
–Con las estatuas podremos cubrir los gastos, e incluso tal vez sobre algo para repartir entre nosotros tal como acordamos.
–¿Quieres abandonar cuando estamos a punto de descubrir lo que vinimos a buscar? – En su agitación, su voz se volvía chillona.
La galería está destruida… -dijo, tratando de conservar la calma, pero ella dio una patada en el piso y alzó la voz.
–¡La tumba! Diablos, Nicky, Taita no hubiera tomado tantas medidas si la tumba no estuviera aquí. Estamos demasiado cerca, por eso disparó ese cañonazo de advertencia. ¿No entiendes? Ahora sí que está preocupado. Tenemos el gran premio al alcance de la mano.
–Royan, por favor, recapacita…
–No, no! Tú debes recapacitar. Hay que limpiar la galería ahora mismo. La entrada está abierta, lo sé. Si limpiamos todo esto, estoy segura de que encontraremos la verdadera entrada a la tumba detrás de los escombros que Taita echó sobre nuestras cabezas.
–Me parece que el golpe en la cabeza te aflojó los tornillos. – Alzó las manos en gesto de resignación. – Pero, de qué sirve discutir con una loca. Vamos a remover un poco los escombros hasta que te convenzas de que no hay nada más que descubrir aquí.
–El gran problema es el polvo -dijo Sapper al contemplar la entrada bloqueada y ya enterado de sus intenciones -. Apenas entremos se va a alzar en nubes. El ventilador no va a poder disiparlas.
–Así es -asintió Nicholas enérgicamente -. Hay que asentarlo con agua. Formemos dos hileras de hombres desde aquí hasta el sumidero. Unos pasarán cubos de agua, los otros retirarán los escombros a medida que los saquemos.
–Qué trabajo. – Sapper se chupó el labio inferior con aire lúgubre.
–Sabías que el trabajo sería duro -dijo Nicholas -. No es el momento de lloriquear.
Los monjes, todavía convencidos de que realizaban la obra del Señor, se abocaron a la tarea con alegría. Cantaban al pasar de mano en mano los trozos de yeso y las piedras en una dirección, las jarras de agua del sumidero en la otra. Nicholas trabajaba en el derrumbe con la cuadrilla de Búfalos encabezada por Hansith. Era un trabajo pesado, sucio y peligroso porque era necesario bañar cada piedra antes de sacarla de la pila de escombros y pasarla por la cadena humana. El agua fangosa caía por la escalinata y la volvía resbaladiza. La pila de escombros era traicionera y existía el peligro de un nuevo derrumbe.
La presencia de tantos hombres trabajando en el ámbito estrecho de la galería y el túnel superaba la capacidad del ventilador para reciclar el aire; hacía un calor bochornoso. Los hombres vestían taparrabos, y sus cuerpos brillaban de sudor. Transportaban los escombros por el túnel y los echaban al sumidero. A pesar del gran volumen del material, el nivel del agua no se alteró. Todo desapareció en las profundidades sin dejar rastros.
El ambiente atestado de trabajadores era tan húmedo y claustrofóbico que al finalizar el primer turno Nicholas tuvo que tomarse unos minutos al aire libre. El fondo de la laguna de Taita, aunque tenebroso y amenazante, era preferible al ambiente cerrado de la obra subterránea. Cuando saltó sobre la ataguía, encontró a Mek Nimmur que lo esperaba en la cornisa junto a la laguna.
¡Nicholas! – El rostro moreno y varonil de Mek mostraba preocupación. – ¿Volvió Tessay de Debra Maryam? Debería haber vuelto ayer.
–No la he visto, Mek. Creí que estaba contigo.
Mek meneó la cabeza.
–Quería asegurarme de que no hubiera vuelto sin ser vista por mis hombres antes de enviar una patrulla en su busca.
Perdóname, Mek. No pensé que sería peligroso enviarla a la escarpa -dijo Nicholas, aguijoneado por la culpa.
–Si yo hubiera pensado que era peligroso, no le hubiera permitido ir -contestó Mek -. Mis hombres la buscan.
La ausencia de Tessay se sumó a las otras preocupaciones de Nicholas. Rondó sin cesar por su mente durante los días siguientes. En tanto, la limpieza de la gran galería fúnebre proseguía demasiado lentamente para su gusto.
Royan pasaba tanto tiempo en la obra como Nicholas y ambos estaban tan sucios de barro y polvo como los Búfalos que trabajaban a su lado. Lloró cada fragmento de los murales destruidos. Antes que los trasladaran al sumidero, trató de separar los trozos que conservaban partes reconocibles de las pinturas. Un trozo irregular de yeso conservaba intacta la bella cabeza de Isis. En otro apareció íntegra la figura de Thot, dios de la escritura. Sin embargo, la mayoría de las pinturas habían sufrido daños irreparables y, con tristeza, tuvieron que arrojarlas al abismo.
En la gran galería se perdía la noción del tiempo; el día y la noche eran indistintos. Al salir de la tumba se sorprendían tanto al ver las estrellas en la franja estrecha de cielo visible desde la laguna como al sentir el calor que irradiaba el Sol africano desde el azul sin nubes. Comían y dormían según lo exigieran sus cuerpos, sin prestar atención a la hora.
Al volver a la tumba después de unas horas breves de sueño en sus refugios junto a la laguna, cruzaban el puente sobre el sumidero cuando un alarido reverberó en el pasadizo. Siguió un tumulto de preguntas y respuestas, de gritos eufóricos de los hombres que trabajaban en los niveles superiores del túnel.
–Hansith descubrió algo -exclamó Royan -. Diablos, Nicky, ya lo decía yo… -y se lanzó a la carrera seguida por él.
El descanso superior de la escalinata estaba atestado de trabajadores semidesnudos que hablaban y gesticulaban animadamente. Nicholas se abrió paso entre ellos, seguido por Royan que le pisaba los talones. Advirtieron que Hansith había llegado hasta el lugar donde antes se encontraba el santuario de Osiris. El techo sobre sus cabezas estaba semidestruido, y entre los escombros que cubrían las baldosas de ágata Nicholas distinguió los restos del artefacto instalado por Taita para provocar el derrumbe al activarse el mecanismo. Consistía sobre todo en una gran piedra redonda, de muchas toneladas de peso, similar a la de un molino. Nicholas la inspeccionó brevemente.
–Cuando uno lee Río sagrado, descubre que Taita estaba obsesionado por las ruedas -dijo a Royan -. Ruedas de carro, norias, y aquí tenemos la rueda compensadora de su trampa. Al mover las palancas, desplazamos las cuñas que trababan esta monstruosidad. Una vez que echó a rodar, derribó las piedras apiladas sobre el techo de la galería. – Alzó la mirada al techo destruido.
–Deja eso, Nicky -exclamó Royan con fastidio -. Ya habrá tiempo para conferencias. Hansith no nos llamó para ver la trampa mortal de Taita. Acaba de descubrir algo. ¡Vamos!
Se abrieron paso entre los trabajadores de la cuadrilla hasta distinguir la figura alta de Hansith.
–¿Qué pasa? – Nicholas tuvo que gritar sobre las cabezas de los demás. – ¿Qué encontraste, Hansith?
–Aquí, effendi -contestó Hansith, también a los gritos -. Ven, de prisa.
Llegaron hasta la cabeza de la obra en el extremo de la galería donde se encontraba el monje.
–¡Ahí! – exclamó Hansith con orgullo.
Nicholas posó una rodilla sobre los fragmentos de roca del santuario. Algunos retazos de yeso permanecían adheridos al muro fracturado. Hansith extrajo una losa del muro y señaló el boquete. Nicholas espió por ese hueco y su pulso se aceleró bruscamente. Era una abertura lateral, y le bastó el primer vistazo para distinguir que de ahí partía un túnel perpendicular a la gran galería. El yeso pintado con la imagen del gran dios la había ocultado.
Al contemplarla con temor reverente sintió la mano de Royan sobre su brazo, su cálido aliento en su mejilla.
–Ahí está, Nicky. La entrada a la verdadera tumba de Mamose. La galería era una simulación, una pista falsa que nos dejó Taita. Aquí está la verdad.
–¡Hansith! – La voz de Nicholas estaba alterada por la emoción. – Ordena a los hombres que despejen esta entrada.
A medida que los trabajadores removían las piedras, Nicholas y Royan pegados a sus espaldas la veían aparecer en toda su dimensión. Resultó ser un rectángulo tenebroso de tres metros de ancho por dos de altura, como el túnel desde el sumidero. El dintel y los parantes eran de piedra cortada y asentada con toda precisión, y al iluminarla con la linterna, Nicholas vio una escalera ascendente.
Trasladaron cables y luces al interior de la galería y los instalaron en la nueva entrada, y cuando Nicholas dio el primer paso hacia el interior, Royan estaba a su lado.
–Iré contigo -dijo en tono de no admitir réplica. – Lo más probable es que haya una trampa -replicó -. Taita nos acecha en el primer recodo.
–Ni una palabra más, amigo. Voy contigo.
Ascendieron lentamente la empinada escalera, deteniéndose en cada peldaño a examinar los muros y el pasadizo. A los veinte peldaños llegaron a un descanso con dos aberturas laterales, una a cada lado. Pero la escalera se prolongaba delante de ellos.
–¿Por dónde seguimos? – preguntó Nicholas.
–Hacia adelante. Los pasadizos laterales los exploraremos después.
Continuaron el ascenso cauteloso. Veinte escalones más arriba apareció otro descanso idéntico al primero, con aberturas laterales y la escalera al frente.
–Adelante -ordenó Royan sin esperar la pregunta.
–Es una locura -dijo Nicholas, pero ella le dio un suave empujón en la espalda.
–Hay que subir -dijo, y él no replicó. Pasaron otro descanso y otro más, todos idénticos.
–¡Por fin! – exclamó Nicholas al llegar a un descanso rematado con una pared. También éste mostraba las aberturas laterales. – Aquí termina.
–¿Cuántos descansos hay en total? ¿Los contaste?
–Ocho.
–Exactamente. ¿Ese número no te dice nada?
La miró a la luz de la lámpara:
–Quieres decir…
–Ocho santuarios en la galería, ocho descansos, los ocho hoyos del tablero de bao.
Miraron a su alrededor, callados e indecisos.
–Bien, ya que eres tan astuta, dime hacia dónde vamos. Cerró los ojos y giró varias veces hasta perder la cuenta:
–Allá -dijo -. Hacia la derecha.
Siguieron el pasadizo de la derecha hasta llegar a un cruce en T: un muro y dos pasadizos transversales idénticos.
–Sigamos doblando a la derecha -dijo Royan, y así lo hicieron. Pero al llegar a un nuevo cruce Nicholas se detuvo.
–Te das cuenta de lo que es esto, ¿no? Una nueva trampa de Taita. Es un laberinto. Si no fuera por el cable, ya estaríamos perdidos.
Echó una mirada perpleja al camino por donde habían venido y a los pasadizos a su derecha e izquierda.
–Cuando construyó esta tumba, Taita no pudo anticipar la era de la electricidad. Pensaba que los ladrones de tumbas contarían con sus mismos medios. Imagina qué pasaría si hubieras llegado hasta aquí sin el cable eléctrico para guiarte de vuelta a la salida -susurró Nicholas -. Y si sólo tuvieras una lámpara de aceite. Y si el aceite se agotara y quedaras sumida en la oscuridad absoluta.
Royan se estremeció y le aferró el brazo:
–¡Basta, me estás asustando!
–Taita empieza a jugar sucio -susurró Nicholas -. Comenzaba a sentir afecto por el viejo rufián, pero ahora no estoy seguro. Se estremeció otra vez.
–Volvamos -susurró -. Hicimos mal en irrumpir así. Debemos volver para trazar un plan. No estamos preparados. Tengo la sensación de que hay peligro aquí… peligro en serio, como en la galería larga.
Mientras tomaban las sucesivas curvas y recodos, recogiendo el cable eléctrico al desandar los pasadizos de piedra, la tentación de largarse a correr se volvía casi irresistible. Royan aferraba con fuerza el brazo de Nicholas. Ambos tenían la sensación de una presencia inteligente y malévola que los acechaba en las tinieblas, los seguía y vigilaba, esperando el momento de atacar.
El camión militar que transportaba a Tessay desde la aldea de Debra Maryam tomó la senda que bordeaba el Dandera río abajo hacia la escarpa de la quebrada del Abbay.
–Este no es el camino al cuartel -dijo Tessay al teniente Hammed, quien se agitó, molesto, en el asiento a su lado.
–El coronel Nogo no se encuentra en su cuartel general. Tengo orden de llevarla a otro lugar.
–El único lugar en esta dirección es el campamento de la empresa minera extranjera Pegaso.
–El coronel Nogo lo emplea como base de avanzada en la campaña contra los shufta en el valle -explicó -. Mis órdenes son llevarla a su presencia allá.
Recorrieron en silencio el resto del largo trayecto, saltando sobre los pozos del camino. Poco antes del mediodía llegaron al borde de la escarpa y en la bifurcación tomaron el camino que los llevó por fin al campamento de Pegaso. Los centinelas de uniforme de monte saludaron a Hammed con venias, el camión franqueó los portones y se detuvo frente a una de las grandes cabañas prefabricadas.
–Espere aquí, por favor.
Hammed bajó del camión, entró en la cabaña y salió pocos minutos después.
–Por favor, acompáñeme, Señora Sol. – Molesto, abochornado, evitaba mirarla a los ojos al ayudarla a bajar. La acompañó a la puerta y la dejó pasar.
Al echar una mirada alrededor de la sala escasamente amueblada comprendió que debía ser la oficina administrativa de la empresa. Una mesa de conferencias ocupaba casi todo el largo de la sala y había armarios metálicos y dos escritorios contra las paredes laterales. Un mapa de la región y algunos diagramas técnicos decoraban las paredes. Dos hombres estaban sentados junto a la mesa. Los reconoció al instante.
El coronel Nogo la miró y su mirada era muy fría detrás de los anteojos de marco metálico. Como siempre, su cuerpo alto y esbelto estaba enfundado en un uniforme impecable, pero tenía la cabeza descubierta. Su boina bordó estaba sobre la mesa frente a él. Jake Helm estaba echado en la silla y tenía los brazos cruzados sobre el pecho. A primera vista, su pelo cortado al ras le prestaba un aire juvenil. Pero más de cerca se advertía su piel curtida y las arrugas en las comisuras de los ojos. Vestía una camisa abierta al cuello y vaqueros tan desteñidos que eran casi blancos. La hebilla india de su cinturón era de plata repujada con la cabeza de un caballo salvaje. Las mangas de su camisa de algodón estaban dobladas sobre sus enormes bíceps. Mordisqueaba la colilla de un cigarro holandés ordinario; el olor a tabaco era fuerte, agrio y desagradable.
–Bien, teniente -dijo Nogo en amhárico -. Retírese y espere afuera. Lo llamaré cuando lo necesite.
Tessay esperó a que Hammed abandonara la sala.
–¿Por qué me han detenido, coronel Nogo?
Ninguno de los dos se inmutó. La miraron en silencio.
–Exijo una explicación por este trato tan descortés.
–Se ha asociado con una banda de terroristas conocidos -dijo Nogo suavemente -. Sus acciones la convierten en una de los suyos, una shufta.
–No es cierto.
–Ingresó ilegalmente en una concesión minera en el valle del Abbay -terció Helm -. Usted y sus cómplices han iniciado operaciones mineras en terrenos de esta empresa.
–No hay operaciones mineras -contestó.
–Nuestros informes dicen lo contrario. Tenemos pruebas de que han tendido una represa sobre el río Dandera…
–No tengo nada que ver con eso.
–Pero no niega que hay una represa.
–No tengo nada que ver -insistió -. No soy miembro de ningún grupo subversivo ni participo de operaciones mineras.
Callaron nuevamente. Nogo tomó apuntes en una libreta. Helm se paró y fue lentamente hacia una ventana detrás del hombro derecho de Tessay. El silencio se prolongó hasta volverse insoportable. Aunque sabía que era una táctica de la guerra de nervios, tuvo que romperlo.
–He viajado durante casi toda la noche en un camión militar -dijo. Estoy cansada y necesito ir al baño.
–Si es muy urgente, puede hacer sus necesidades ahí donde está. Ni el señor Helm ni yo nos ofenderemos por eso. – Nogo la sorprendió con su risita afeminada, pero no levantó la vista de su libreta.
Miró sobre su hombro hacia la puerta. Helm cruzó la sala, hizo girar la llave en la cerradura, la extrajo y la guardó en su bolsillo. Sabía que no debía dar muestras de debilidad frente a ellos. A pesar del cansancio, el miedo y el dolor de la vejiga, se dirigió con fingida despreocupación y confianza a la silla más próxima, la apartó de la mesa y se sentó.
Nogo la miró y frunció el entrecejo. No era la reacción esperada.
–Usted conoce al bandido shufta Mek Nimmur -la increpó bruscamente.
–No -dijo fríamente -. Conozco al patriota Mek Nimmur, un dirigente democrático. No es un shufta.
–Usted es su concubina. Su ramera. No esperaba otra respuesta. – Ella apartó la vista con desdén, y la voz de Nogo se volvió chillona: -¿Dónde está Mek Nimmur? ¿Cuántos hombres tiene? – La compostura de Tessay le hacía perder la suya.
Ella no se dignó responder, y Nogo la miró con furia:
–Le advierto que si no colabora, tendré que emplear otros métodos para obligarla a responder.
Giró en su silla para mirar por la ventana. Sobrevino un largo silencio durante el cual Jake Helm cruzó la sala hacia una puerta que conducía a un cuarto trasero. Salió y cerró la puerta. A través de las paredes delgadas de la cabaña Tessay distinguió el murmullo de voces. Las cadencias e inflexiones no eran del amhárico ni del inglés sino de un idioma desconocido para ella. Conjeturó que Helm recibía instrucciones de un superior que no quería que ella pudiera reconocerlo más adelante.
Minutos después, Helm reapareció y cerró la puerta, pero no con llave. Hizo una señal a Nogo, quien se paró al instante. Los dos se plantaron frente a ella.
–Creo que será mejor para todos liquidar el asunto lo antes posible -dijo Helm en voz baja -. Así usted podrá ir al baño y yo podré desayunar.
Tessay lo miró a los ojos con aire desafiante, sin responder.
–El coronel Nogo quiso mostrarse razonable. Su posición oficial lo obliga a guardar ciertas formas. Afortunadamente, no estoy atado por esas limitaciones. Voy a hacerle las mismas preguntas, pero esta vez usted responderá.
Tomó el cigarro apagado de su boca y examinó la punta. Arrojó la colilla a un rincón y sacó una cigarrera metálica plana del bolsillo de su pantalón. Sacó otro largo cigarro negro y le aplicó una cerilla encendida hasta obtener una buena brasa. En medio de una nube acre de humo de tabaco agitó la cerilla hasta apagarla y preguntó:
–¿Dónde está Mek Nimmur?
Se encogió de hombros y miró hacia la ventana.
Sin el menor indicio o advertencia, le golpeó la cara con la mano abierta. Fue una bofetada brutal, descargada con tanta fuerza que le volvió la cara. Sin darle tiempo a recuperarse, la golpeó en la mandíbula con los nudillos. Su cabeza giró violentamente en la dirección contraria y su cuerpo salió despedido de la silla.
Nogo le aferró los brazos y se los retorció a la espalda. La sentó en la silla, se paró a su espalda y la sujetó con tanta fuerza que sus dedos le lastimaron la piel de los antebrazos.
–No puedo perder más tiempo -dijo Helm suavemente. Tomó el cigarro entre los dedos e inspeccionó la brasa. – Volvamos a empezar. ¿Dónde está Mek Nimmur?
Tessay sentía que el golpe brutal le había roto el tímpano izquierdo. Sus oídos zumbaban, se había clavado los dientes en la mejilla y su boca empezaba a llenarse de sangre.
La cara de Helm estaba muy cerca de la suya.
–¿Dónde está Mek Nimmur? ¿Por qué construyeron la represa en el río Dandera?
Ella juntó saliva y sangre en la boca y le lanzó un violento escupitajo a la cara.
Helm retrocedió violentamente y se limpió los ojos con la palma de la mano.
–¡Sosténgala! – le indicó a Nogo. Le aferró la blusa y de un tirón la desgarró hasta la cintura. Nogo rió y se inclinó para mirar los senos de Tessay. Rió otra vez cuando Helm le tomó un pezón entre el pulgar y el índice. Era del color de una mora madura.
Lo pellizcó entre las uñas hasta que se desgarró la piel y asomó una gota de sangre. Con la otra mano tomó el cigarro y sopló la brasa hasta ponerla al rojo vivo.
–¿Dónde está Mek Nimmur? – preguntó. Le acercó la brasa al pezón. – ¿Qué están haciendo en el Dandera?
Miró aterrada la brasa candente y trató de apartarse, pero Nogo la sostenía con fuerza. Gritó una vez, interminablemente, cuando la brasa rozó la punta de su pezón y la piel delicada empezó a ampollarse.
Invierno -dijo Royan al desplegar la ampliación de la cuarta cara de la estela de Tanus bajo la fuerte luz del reflector -. Aquí están las anotaciones de Taita que según mi hipótesis se refieren al tablero de bao. No he descifrado todos los símbolos, pero por un proceso de eliminación pude determinar que el primero denota uno de los cuatro bordes del tablero, que él llama castillos.
Le mostró sus cálculos anotados en la libreta de apuntes.
–Mira, el mandril sentado es el castillo boreal, la abeja es el austral, el pájaro es el occidental y el escorpión el oriental. – Señaló los mismos símbolos en la fotografía de la estela. – El segundo y el tercer símbolo son números… en mi opinión designan la hilera y el hueco. Con ellos podemos seguir los movimientos de las piedras rojas imaginarias. Las piedras rojas son las piezas de mayor valor.
–¿Cómo interpretas los versículos entre las anotaciones? – preguntó Nicholas -. Por ejemplo, aquí dice algo sobre el viento norte y la tormenta.
–No estoy segura. Si conozco bien a Taita, diría que son cortinas de humo. Con él la vida nunca es fácil. Tal vez tengan algún significado, pero sólo podremos desentrañarlo a medida que movamos nuestras piezas.
Nicholas examinó los apuntes y sonrió con malicia:
–¿Se te ha ocurrido pensar lo remota que era la probabilidad de que alguien descifrara estos indicios? El primer requisito para llegar a la clave de la tumba es acceder a las dos crónicas, tanto el séptimo papiro como la estela de Tanus.
Ella rió con placer y satisfacción.
–Sí, seguramente creyó que estaba a salvo. Pues bien, maese Taita, veremos si eres tan astuto. – Recuperó su aire serio, eficiente, y se volvió hacia la escalera de piedra que conducía al laberinto de Taita.
–Ahora veamos si mis cifras y teorías se corresponden con las piedras y los muros de la arquitectura de Taita. ¿Por dónde empezamos?
–Por el principio -sugirió Nicholas -. El dios hace la primera movida. Eso dice Taita. Si empezamos por el santuario de Osiris al pie de la escalera, tal vez podamos determinar la alineación del tablero de bao imaginario.
–Ya se me había ocurrido -asintió -. Postulemos que este es el castillo boreal del tablero de Taita. A partir de aquí seguiremos el protocolo de los cuatro toros.
Lenta, minuciosamente, trataron de penetrar en la mente del viejo escriba siguiendo el laberinto de túneles y pasadizos construidos cuatro milenios atrás. Esa vez penetraron en el laberinto con mayor cuidado. Nicholas tenía los bolsillos llenos de arcilla blanca del río reseca, que dejaba marcas como la tiza escolar. Con éstas empezó a trazar señales en los muros en cada rama y bifurcación de los túneles que duplicaban las anotaciones tomadas de la cara invernal de la estela. Las señales les permitirían orientarse en el laberinto y además buscar las correspondencias con el modelo que Royan dibujaba en su libreta.
La aparente confirmación de su hipótesis inicial, de que el santuario de Osiris era el castillo boreal del tablero, los llenó de optimismo: con esa clave sería fácil seguir las jugadas hasta el final de la partida. Pero sus esperanzas se desvanecieron rápidamente al descubrir que Taita no aplicaba las dos dimensiones del tablero condicional. En su ecuación había incluido la tercera dimensión.
La escalinata que nacía en el santuario de Osiris no era el único enlace entre los ocho descansos. Cada pasadizo lateral seguía un ángulo sutil ascendente o descendente. Al seguir los recodos y meandros de uno de los túneles, no advirtieron que pasaban de un nivel a otro. De repente salieron a la escalinata central, pero en un descanso más alto que el anterior.
Se miraron, incrédulos y horrorizados. Royan rompió el silencio.
–No me di cuenta de que estábamos subiendo -susurró -. Esto es infinitamente más complejo de lo que suponíamos.
–Debe de ser una estructura similar a la de esos modelos nucleares de un átomo de carbono complejo -asintió Nicholas en tono reverente -. Está entrelazada en los ocho planos. Francamente, me da miedo.
–Esto me da un indicio de lo que significan los símbolos incidentales -masculló Royan -. Indican los niveles. Tendremos que reelaborar toda nuestra concepción.
–Bao tridimensional con reglas enigmáticas. ¿Cómo podemos vencerlo? – Nicholas meneó la cabeza con aire lúgubre. – Hace falta una computadora. Taita tenía motivos para jactarse. El viejo truhán era un genio de la matemática. – Señaló con la lámpara el túnel que acababan de recorrer. – El desnivel es invisible, aunque acabamos de comprobar que existe. Lo diseñó y construyó sin saber qué era una regla de cálculo no un nivel de burbuja. Este laberinto es una obra de ingeniería increíble.
–Ya tendrás tiempo para fundar un club de admiradores. Ahora, volvamos a los números.
–Voy a trasladar las luces y las mesas hasta este descanso central de la escalinata -dijo Nicholas -. Creo que deberíamos empezar en el centro del tablero. Tal vez podamos visualizarlo mejor.
No había otro ruido que el llanto suave de la mujer enroscada en el piso, en un charco de su propia sangre y orina. Sentado a la gran mesa, Puma Nogo encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Sentía un poco de náuseas. Era un soldado y había conocido el terror de la época de Mengistu. Hombre rudo, habituado a la violencia y la crueldad, estaba conmovido por lo que acababa de presenciar. Ahora comprendía por qué von Schiller confiaba en Helm. El hombre era inhumano.
En el otro extremo de la sala, Jake Helm se lavaba las manos en una pequeña pileta. Las secó cuidadosamente, se limpió las manchas de la ropa con la misma toalla y se acercó al cuerpo postrado de Tessay.
–No creo que pueda decirnos más -declaró serenamente -. No creo que se haya guardado nada.
Nogo miró a la mujer, vio las quemaduras lívidas en su seno y sus mejillas, similares a las llagas purulentas de una viruela maligna. Sus ojos estaban cerrados; y sus pestañas, chamuscadas. Había soportado bien la tortura. Sólo cuando Helm le rozó los párpados con el cigarro, acabó por capitular y farfullar las respuestas que le pedía.
A pesar de las náuseas, Nogo pensó que por suerte no había sido necesario mantenerle los párpados abiertos para que Helm aplastara la brasa del cigarro en sus ojos bañados en lágrimas.
–Vigílela -ordenó Helm al bajarse las mangas -. Es aguantadora. No corra riesgos.
Pasó junto a él y fue a la puerta en el otro extremo de la cabaña. La dejó abierta y Nogo pudo oír las voces, pero sin entender, porque hablaban en alemán. Sí comprendía por qué von Schiller no había querido presenciar el interrogatorio. Evidentemente conocía los métodos de Helm.
Este volvió a la sala y lo miró:
–Bien, ya no la necesitamos. Ocúpese de ella como acordamos. Nogo se paró. Parecía nervioso al posar la mano en la funda de la pistola:
–¿Aquí? – preguntó -. ¿Ahora mismo?
–¡Pedazo de idiota! Llévesela, bien lejos. Y llame a alguien para que limpie esta porquería. – Giró sobre sus talones y fue nuevamente al cuarto contiguo.
Nogo se estremeció y fue a la puerta. Dio un amplio rodeo en torno de Tessay para no mancharse los borceguíes de comando.
–¡Teniente Hammed! – exclamó desde la puerta.
Hammed y Nogo alzaron a Tessay. En silencio, deprimidos y casi sumisos, la ayudaron a colocarse sus harapos sangrientos. Hammed evitó mirar su desnudez, las quemaduras y laceraciones que desfiguraban su tersa piel color ámbar. Le echó el shamma sobre los hombros y la condujo a la puerta. Cuando tropezó, impidió que cayera y la tomó del codo. La ayudó a bajar los peldaños y la llevó al camión. Caminaba muy lentamente, como una vieja. Sentada en la cabina, se tomó la cara quemada e inflamada entre las manos.
Nogo hizo un gesto brusco de la cabeza para indicar a Hammed que lo siguiera. Le habló en voz baja, y la cara de Hammed se alteró al comprender las órdenes. Quiso protestar, pero Nogo le impuso silencio con un grito. Se mordió el labio.
–¡Recuerde! – repitió Nogo -. Lejos de las aldeas. Que no haya testigos. Después venga a informar.
Hammed irguió los hombros, hizo una venia, giró y volvió al camión, donde se sentó junto a Tessay. Dio una orden al conductor, el camión salió del campamento y enfiló por la senda de vuelta a Debra Maryam.
En su confusión y dolor, Tessay había perdido la noción del tiempo. Estaba casi inconsciente, su cuerpo saltaba en el asiento cada vez que el camión entraba en un tramo poceado del camino y su cabeza se bamboleaba. Su cara estaba tan hinchada que le costó gran esfuerzo abrir los ojos. Cuando lo hizo, pensó que le fallaba la vista. Entonces advirtió que el Sol se había puesto y ya era de noche. Había pasado el día entero en la cabaña con Helm.
Sintió algo de alivio al comprobar que las quemaduras de los párpados no le habían afectado las pupilas. Al menos no estaba ciega. Miró por la ventanilla y vio a la luz de los faros que seguían un camino desconocido.
–,Adónde me llevan? – murmuró -. Este no es el camino al pueblo.
Apoltronado en el asiento, el teniente Hammed se negó a responder y ella se hundió nuevamente en la bruma del dolor y el agotamiento.
Se despertó cuando el conductor frenó bruscamente y apagó el motor. Manos rudas la arrastraron de la cabina y la pararon frente a los faros. Le ataron las manos a la espalda con una correa de cuero crudo.
–Me hacen daño -gimió. – Me cortan las muñecas.
Había agotado sus fuerzas y coraje. Se sentía derrotada, patética, incapaz de reaccionar.
Uno de los soldados aferró la correa y la arrastró brutalmente fuera del camino. Lo siguieron otros provistos de palas de trinchera. A la luz de la Luna distinguió un bosquecillo de eucaliptos a cien metros del camino, hacia donde la llevaban. Allí la obligaron a sentarse contra un tronco y el hombre que le había atado las manos se quedó a vigilarla, apuntándole despreocupadamente con su fusil mientras con la otra mano encendía un cigarrillo. Los otros dejaron los fusiles y empezaron a cavar. No le prestaban la menor atención: discutían el campeonato africano de fútbol que se desarrollaba en Lusaka y las posibilidades de que el equipo etíope llegara a la foral.
Poco a poco, la mente aturdida de Tessay comprendió que estaban cavando su tumba. Su boca herida se resecó, y miró a su alrededor con desesperación en busca del teniente Hammed. Se había quedado en el camión.
–Por favor -susurró, pero su guardián le dio una violenta patada en el vientre.
–¡Silencio! – ordenó, empleando el término despectivo usado para dirigirse a un animal o una persona de baja casta.
Tendida en posición fetal, comprendió que toda súplica era inútil. La abrumó una sensación de debilidad e impotencia, y lloró en silencio en la oscuridad.
Al abrir nuevamente los ojos, la luz de la Luna le permitió ver que la tumba era profunda, tanto que no se veían los excavadores. Las paladas de tierra volaban sobre el borde y caían en un montículo. El guardia se alejó un instante y se inclinó sobre el hoyo.
–Así está bien -gruñó -. Llamen al teniente.
Los dos soldados salieron de la tumba, reunieron sus armas y herramientas y se alejaron hacia el camión sin dejar de conversar amigablemente. Tessay quedó a solas con el guardia.
Se estremeció de frío y terror, mientras el guardia fumaba plácidamente su cigarrillo, acuclillado junto a la tumba. Pensó que tal vez podría pararse, arrojarlo al fondo de un puntapié y huir hacia el bosque. Pero sus movimientos eran rígidos y torpes, y sus manos y pies estaban entumecidos. Trató de moverse, pero en ese momento oyó los pasos del teniente Hammed y se dejó caer, desesperada.
Hammed iluminó el fondo de la tumba con su linterna.
–Bien -aprobó en voz alta -. Así está bien. – Se volvió hacia el hombre que la vigilaba: -No quiero testigos. Vuelva al camión. Cuando oigan los disparos, vengan todos a ayudarme a llenar el hoyo.
El hombre se colgó el fusil del hombro y desapareció entre los árboles. Hammed esperó a que se alejara, luego se acercó a Tessay y la ayudó a pararse. La empujó hacia el borde de la tumba y ella advirtió que trataba de desvestirla. Quiso resistirse, pero aún tenía las manos atadas a la espalda.
–Quiero su shamma -murmuró. Le quitó la capa de lana blanca y la llevó al borde de la tumba. Saltó al fondo del pozo y ella oyó que revolvía algo. Le llegó su voz en un susurro: -Tienen que ver algo. Un cuerpo…
Salió, jadeando por el esfuerzo y se paró detrás de ella. Sintió un roce metálico en sus muñecas y comprendió que estaba cortando las correas. Sus manos se soltaron, y jadeó de dolor cuando la sangre irrumpió.
–¿Qué está haciendo? – preguntó, desconcertada. Miró al fondo del pozo y vio que el shamma parecía cubrir un cuerpo humano. – ¿Va a…?
–Por favor, no hable -susurró. La tomó del hombro y la condujo hacia los árboles.
–Acuéstese aquí. – La obligó a tenderse de cara al suelo y la cubrió con hojas muertas y ramas.
–¡Quédese aquí! No trate de correr. No hable ni se mueva hasta que nos alejemos.
Iluminó el montículo con la linterna para asegurarse de que estaba bien oculta y volvió hacia la tumba mientras desabrochaba la cartuchera de su pistola. Se oyeron dos estampidos, tan fuertes e inesperados que se sobresaltó. Su corazón latía enloquecido. Luego oyó el grito de Hammed: