PROHIBIDA LA ENTRADA A

PERSONAS AJENAS A LA EMPRESA

En el centro del tablero, el caballo escarlata se alzaba sobre las patas traseras y tenía las alas desplegadas para remontar vuelo.

Entonces se sobresaltó cuando el recuerdo esquivo vino a su mente con una claridad deslumbrante. Sí que había visto el caballo volador rojo. Al instante volvió a sumergirse en las aguas heladas de un río inglés, arrojada desde un Land Rover que caía a los tumbos, mientras un gigantesco camión MAN rugía sobre el puente y durante una fracción de segundo subliminal veía el caballo rojo pintado en la carrocería.

–¡Eso es! – Estuvo a punto de gritarlo, pero se contuvo. Embargada por el terror de ese momento, se dio cuenta de que jadeaba y que su corazón latía a mil por hora como si acabara de correr un largo trecho.

"No puede ser casualidad", se dijo. "Y no estoy equivocada. Es la misma empresa. Pegaso Prospecciones."

Durante los últimos kilómetros del recorrido estuvo ensimismada y absorta. Por fin, la huella que seguían llegó al borde mismo de los precipicios de la escarpa. Ahí Boris detuvo el Toyota sobre la hierba de un prado y apagó el motor.

–Aquí termina el viaje en auto. Esta noche acamparemos aquí. Mi camión grande no está lejos. Montaremos el campamento apenas llegue. Mañana bajaremos a la quebrada a pie.

Al bajar de la camioneta, Royan tomó el brazo de Nicholas: -Tenemos que hablar -susurró con vehemencia. Juntos se alejaron por la orilla del río.

Encontraron un lugar donde podían sentarse juntos con las piernas colgadas sobre el abismo. El río amarillo que corría a su lado parecía adquirir conciencia de lo que lo aguardaba. La fría corriente de la montaña se aceleraba, se arremolinaba entre las rocas, se preparaba para el salto vertiginoso al vacío. Más abajo, el precipicio era un muro liso de piedra de trescientos metros de profundidad. Era tan alto que a la luz del atardecer el abismo se volvía un lugar misterioso, oscuro, cuyo fondo estaba oculto debajo de las sombras y de la espuma de la catarata. Al contemplarlo, Royan sintió que el vértigo vencía su equilibrio. Se echó atrás e instintivamente se apoyó en el hombro de Nicholas hasta recuperarse. Pero al rozarlo se dio cuenta de lo que sucedía y se apartó de él con cierta vergüenza.

Al saltar al vacío, las aguas fangosas del Dandera se transformaban milagrosamente en una filigrana etérea. Como faldas de novia en medio del vals, relucían y giraban, y al atravesarlas la luz se irisaba como si estuvieran bordadas de perlas. En su caída las columnas de espuma blanca se retorcían en formas bellas pero efímeras hasta caer sobre las cornisas inferiores de la reluciente piedra negra, donde estallaban en nubes blancas, velos opalescentes que ocultaban el fondo negro del abismo.

Royan tuvo que hacer un esfuerzo para apartar sus pensamientos de la escena sobrecogedora y concentrarse en los problemas del presente.

–Nicky, ¿recuerda lo que le dije sobre el camión que nos sacó del camino a mí y a mi madre cuando íbamos en el Land Rover?

–Claro que sí -dijo sorprendido. Estudió su rostro: – ¿Qué pasa, Royan? La veo muy perturbada.

–Los remolques del camión llevaban inscripciones en los costados.

–Sí, me lo dijo. Verdes y rojos. Me dijo que no tuvo tiempo de leer la inscripción.

Era la misma del camión que pasamos hace un rato. Vi la inscripción desde el mismo ángulo y la reconocí. El Pegaso rojo, el caballo alado.

La miró fijamente unos instantes.

–¿Está segura?

–¡Totalmente! – Asintió con vehemencia.

Nicholas contempló el paisaje magnífico de la quebrada que se desplegaba ante sus ojos. La pared opuesta del cañón estaba a sesenta kilómetros, pero en el aire diáfano después de la lluvia parecía tan cercana que hubiera podido tocarla con sólo extender el brazo.

–¿Será casualidad? – preguntó por fin.

–¿Le parece? En ese caso, más que casualidad es un milagro. ¿Pegaso en Yorkshire y en el Gojam? ¿Puede ser? – Es absurdo. El camión que las atacó era robado…

–¿De veras? ¿Estamos seguros?

–Si no lo cree, dígame qué piensa.

–Si usted planificara un asesinato, ¿confiaría en poder robar un camión estacionado convenientemente en un café de la ruta?

Meneó la cabeza:

–Siga.

–Supongamos que hizo que le dejaran el camión ahí, y que el conductor denunciara el robo, pero dándole tiempo para sacarle una buena ventaja a la policía.

–Puede ser -dijo sin entusiasmo.

–Evidentemente, el que asesinó a Duraid y trató dos veces de matarme a mí tiene muchos recursos. Puede hacer planes en Egipto e Inglaterra. Además, tiene el séptimo papiro juntamente con todas las notas, apuntes y traducciones que indican claramente este lugar en el río Abbay. Supongamos que controla una empresa como Pegaso: ¿qué le impide venir a Etiopía, a este preciso lugar, como nosotros?

Nicholas meditó durante varios minutos. Tomó una piedra que encontró a su lado y la arrojó al vacío. La vieron caer, volviéndose cada vez más pequeña, hasta que desapareció muy abajo de ellos en medio de los velos de espuma.

Bruscamente, Nicholas se paró y le dio una mano para ayudarla.

–Vamos -dijo.

–¿A dónde?

–Al campamento de Pegaso. Vamos a conversar con el capataz.

Boris protestó y corrió a detenerlo cuando Nicholas encendió el motor del Toyota.

–¿Adónde mierda va?

–A pasear. – Nicholas soltó el embrague. – Volvemos en una hora.

–Oiga, inglés, es mi camioneta. – Corrió para alcanzarlo, pero Nicholas aceleró y se alejó.

–Después me lo cobra -exclamó, sonriéndole en el espejo retrovisor.

Llegaron al cartel, doblaron y siguieron el camino lateral sobre la cresta. Al otro lado estaba el campamento de Pegaso. Nicholas detuvo el vehículo en lo alto de la cresta, y estudiaron la escena en silencio.

Habían desmontado y nivelado un terreno de unas cuatro hectáreas cerrándolo con alambre de púas. Había un solo portón y estaba cerrado. Tres enormes camiones Diesel pintados de verde y rojo estaban estacionados en fila junto al alambrado. Había varios vehículos menores y un aparejo móvil de perforación. El resto de la playa estaba lleno de aparatos de prospección y provisiones. Había pilas de barrenos de perforación y camisas de acero, cajones de madera llenos de repuestos, así como centenares de barriles de gasoil, aceite y barro de perforación. Los barriles y demás provisiones estaban apilados con una prolijidad y orden que contrastaba con el paisaje salvaje y rocoso. Más allá del portón se extendía una aldea de una decena de edificios de láminas corrugadas, tipo Quonset. Estaban alineados con precisión militar a lo largo de una calle.

–Una unidad grande y bien organizada -comentó Nicholas -. Bajemos a ver quién está a cargo.

Dos hombres armados, vestidos con el uniforme camuflado del ejército etíope, montaban guardia en el portón. Los sorprendió el arribo del Land Cruiser desconocido, y cuando Nicholas tocó bocina uno de ellos se acercó cautelosamente, con el AK47 en posición de disparar.

–Quiero hablar con el capataz -dijo Nicholas en árabe y en un tono de altiva autoridad que desconcertó al centinela.

El soldado gruñó, volvió para conferenciar con su camarada, luego tomó el micrófono de la radio y habló muy serio. Cinco minutos después, se abrió la puerta del edificio Quonset más cercano y apareció un hombre blanco.

Vestía overol caqui y gorra blanda de monte. Se cubría los ojos con anteojos espejados, su cara estaba curtida y surcada por arrugas. Su cuerpo era menudo pero fuerte y llevaba la camisa arremangada para mostrar brazos peludos, robustecidos por el trabajo. Después de hablar con los centinelas se acercó al Toyota.

–¿Sí? ¿Qué pasa acá? – preguntó con una inconfundible tonada tejana. Sus labios sostenían la colilla de un cigarro apagado.

–Me llamo QuentonHarper. – Nicholas salió a su encuentro y extendió el brazo -. Nicholas QuentonHarper. Mucho gusto.

El norteamericano vaciló y tomó la mano como si fuera una anguila eléctrica.

–Helm -dijo -. Jake Helm, de Abilene, Texas. Soy el capataz. – Su mano era la de un obrero, con la palma callosa, cicatrices en los nudillos y medialunas de grasa negra bajo las uñas.

–Perdóneme si le causo algún problema. Se me para la camioneta. Pensé que permitiría que su mecánico le eche una mirada. – Nicholas le ofreció su sonrisa más seductora, pero el hombre lo rechazó.

–No se puede. Orden de la empresa -dijo, meneando la cabeza.

–Le pagaré lo que sea…

–Oiga, compañero, le dije que no. – Jake tomó el cigarro y lo estudió minuciosamente.

–La empresa… Pegaso. ¿Podría darme la dirección de la casa matriz y el nombre del director ejecutivo?

–Estoy ocupado. No me haga perder el tiempo. – Se llevó el cigarro a la boca y se volvió para alejarse.

–Vine aquí a cazar durante las próximas semanas. No quisiera herir a alguno de sus hombres con una bala perdida. ¿Podría decirme por dónde andarán?

–Ésta es una empresa de prospección, viejo. No doy aviso sobre mis movimientos. ¡Fuera!

Dio media vuelta, fue hacia el portón, dio órdenes perentorias a los centinelas y volvió a su oficina.

–Hay una antena satelital en el techo -dijo Nicholas -. ¿Con quién hablará nuestro amigo Jake en este preciso instante?

–¿Con alguien en Texas?

–Tal vez sí o tal vez no. Pegaso parece ser una multinacional. Que Jake sea tejano no significa que su patrón también lo sea. Una conversación poco fructífera, lamentablemente. – Encendió el motor del Toyota y giró en redondo. – Pero si alguien en Pegaso es el malo de la película, reconocerá mi nombre. Hemos dado aviso de nuestro arribo. Veamos qué clase de perdiz levantamos del monte.

Al volver a los saltos del río Dandera vieron que el camión de Boris había llegado, las carpas estaban instaladas y el cocinero les había preparado el té. Boris, menos cordial que su cocinero, mantenía un silencio hosco mientras Nicholas trataba de apaciguarlo por haber usado su camioneta sin permiso. Pero el primer trago de vodka de la tarde lo ablandó lo suficiente para que volviera a dirigirles la palabra.

–Las mulas ya deberían haber llegado. Esta gente no conoce la importancia del tiempo. Sin los animales no podemos bajar a la quebrada.

–Bueno, mientras esperamos tendré la oportunidad de ajustar la mira de mi fusil -dijo Nicholas con resignación -. En África, lo único que se consigue con impaciencia es alterarse los nervios.

A la mañana siguiente, después de desayunar sin prisa y al no haber señales de las mulas, Nicholas abrió el estuche de su fusil. Apenas lo sacó de su nido de bayeta, Boris lo tomó y lo estudió minuciosamente.

–¿Un fusil viejo?

–De 1926 -asintió Nicholas -. Mi abuelo lo mandó fabricar.

–En esa época sabían hacer las cosas bien. No es como la mierda producida en serie de hoy en día. – Boris frunció los labios, absorto. – Mauser Obemdorf corto con mecanismo de corredera. ¡Qué belleza! Pero le cambiaron el caño, ¿no?

–Sí, el caño original se fundió. Lo cambié por un Shilen. Le arranca las alas a un mosquito a cien pasos.

–Calibre siete por cincuenta y siete, ¿no? – dijo Boris. – Rigby dos cincuenta y siete -replicó Nicholas. Boris resopló.

–Es exactamente el mismo proyectil… los malditos ingleses tenían que ponerle un nombre distinto. – Sonrió. – Lanza un proyectil de ciento cincuenta granos a novecientos metros por segundo. Es un buen fusil, uno de los mejores.

–Viejo, no puedo expresarle cuánto aprecio su buena opinión -murmuró Nicholas en inglés, y Boris rió al devolverle el fusil.

–¡Chistes ingleses! ¡Me fascina el humor inglés!

Cuando Nicholas se alejó del campamento con el pequeño fusil en la funda, Royan lo siguió hasta la orilla del río y le ayudó a llenar dos pequeñas bolsas de lona con arena blanca. Las colocó sobre una roca de altura apropiada donde formaron una base firme pero maleable para apoyar el fusil.

Eligió una ladera despejada como telón de fondo, se alejó doscientos metros y a esa distancia colocó un cartón al cual había sujetado un blanco de competencia. Volvió a donde lo esperaba Royan y se acomodó detrás de la roca.

La sobresaltó el estampido de ese fusil delicado, de aspecto casi femenino. Le zumbaron los oídos.

–¡Es algo horrible y perverso! – exclamó -. No entiendo cómo es capaz de matar animales hermosos con esa escopeta tan potente.

–Es un fusil -respondió mientras estudiaba el impacto a través de sus largavistas -. ¿Se sentiría mejor si los matara con un fusil menos potente o a palazos?

Había hecho impacto seis centímetros a la derecha y cuatro centímetros debajo del blanco. Mientras ajustaba la mira telescópica, trató de explicarse.

–La ética obliga al cazador a hacer todos los esfuerzos para matar a la presa rápidamente y con el menor sufrimiento. Eso significa que debe acercarse lo más posible, usar un arma de potencia adecuada y apuntar con toda la destreza de que es capaz.

El disparo siguiente dio en la vertical y dos centímetros arriba del blanco. A esa distancia quería hacer impacto seis centímetros arriba. Volvió a ajustar la mira.

–Escopeta o fusil, da lo mismo. No entiendo qué lo impulsa a matar deliberadamente las criaturas de Dios.

–Eso no lo puedo explicar. – Apuntó cuidadosamente y disparó una vez. Le bastó la potencia reducida de la mira para ver que había hecho impacto exactamente donde quería.

–Tiene que ver con un impulso atávico que pocos hombres, por civilizados o cultos que crean ser, pueden reprimir del todo. – Disparó otra vez. – Algunos le dan rienda suelta en la sala del directorio, otros en el campo de golfo la cancha de tenis; otros, y me incluyo, en un río correntoso, bajo el mar o en un campo de caza.

Disparó una vez más para cerciorarse.

–Y Dios hizo las criaturas, pero también nos las dio. Usted es creyente. Recuerde Hechos 10, versículos 12 y 13.

–Lo siento. ¿Qué dice?

–"De todos cuadrúpedos terrestres y reptiles y aves del cielo -citó Nicholas -. Y le llegó una voz: Levántate, Pedro, mata y come."

–Debería ser abogado -gimió con fingida desesperación.

–O cura -dijo él, y fue en busca del blanco. Los tres últimos disparos formaban una diminuta roseta simétrica a seis centímetros por encima del centro del blanco. Los tres orificios estaban muy juntos.

Palmeó la culata del fusil.

–Mi preciosa Lucrezia Borgia, – murmuró. Así lo llamaba por su belleza y su poder asesino.

Introdujo el arma en la funda de cuero y volvieron. Al ver el campamento, Nicholas se detuvo bruscamente:

–Tenemos visitas -dijo, y alzó los largavistas -. ¡Ajá! Veamos qué salió de la maleza. Allá hay un camión de Pegaso y, si no me equivoco, uno de nuestros huéspedes es ese tejano tan amable. Vamos a ver qué pasa.

Al acercarse al campamento, vieron más de una decena de soldados armados y uniformados en torno del camión rojo y verde. Sentados bajo el toldo de la carpa comedor, Jake Helm y un oficial del ejército etíope conversaban absortos con Boris.

Apenas entraron a la carpa, Boris presentó al oficial etíope, que llevaba anteojos:

–El coronel Tuma Nogo, comandante militar del Gojam austral.

–Es un placer -dijo Nicholas, pero el coronel pasó por alto la cordialidad.

–Su pasaporte y su permiso para portar armas -ordenó con soberbia ante la mirada complacida de Jake Helm, que mordisqueaba la colilla maloliente de un cigarro apagado.

–Cómo no -dijo Nicholas, y fue a su carpa en busca de su portafolio. Lo abrió sobre la mesa y sonrió. – Seguramente también querrá ver mi carta de presentación del secretario de Relaciones Exteriores británico en Londres y ésta del embajador británico en Addis Abeba. Ah, y aquí tengo otra del embajador etíope ante la corte de Su Majestad Británica, y esta firma es de su ministro de Defensa, general Siye Abraha.

Consternado, el coronel estudió la ensalada de floridos membretes oficiales y sellos escarlatas con cintas. Su mirada era perpleja detrás de los anteojos de marco dorado.

–¡Señor! – Se paró de un salto y le hizo la venia. – ¿Es amigo del general Abraha? No lo sabía. Nadie me informó. Le pido disculpas por la invasión.

Hizo otra venia. Su confusión lo volvía torpe.

–Sólo vine a decirle que la compañía Pegaso está realizando perforaciones y trabajando con explosivos. Puede haber peligro. Por favor, tenga cuidado. También hay muchos bandidos y forajidos, shufta en la región. – En su nerviosismo, el coronel Nogo se volvía incoherente. Tomó aliento para recuperarse. – Sucede que me han pedido que proporcione una escolta a los empleados de la compañía Pegaso. Si usted tiene algún problema durante su permanencia aquí o si necesita ayuda por cualquier motivo, no vacile en llamarme, señor.

–Es usted muy amable, coronel.

–No ocuparé más su tiempo, señor. – Después de la tercera venia retrocedió hacia el camión llevando a la rastra al capataz tejano. Durante todo ese tiempo Jake Helm no había abierto la boca, y se retiró sin despedirse.

Cuando el camión se puso en marcha, el coronel Nogo hizo su cuarta y última venia desde la cabina.

–¡Vaya! – le comentó Nicholas a Royan mientras despedía al coronel con un gesto indiferente -. Parece que el primer tanto es nuestro. Ahora sabemos que, por las razones que sean, el señor Pegaso no quiere vernos en su zona de operaciones. Creo que su próximo saque no se hará esperar.

Volvieron a la carpa comedor donde los esperaba Boris. – Ahora sólo faltan sus mulas -dijo Nicholas.

–Envié a tres hombres a la aldea. Deberían haber vuelto ayer.

A primera hora de la mañana llegaron las mulas, seis animales grandes y robustos, cada uno con un mulero vestido con las típicas bombachas y el chal. A media mañana terminaron de cargar los animales e iniciaron el descenso a la quebrada.

En la cabecera de la senda, Boris se detuvo un instante a contemplar el valle. También él parecía cohibido e intimidado por la inmensidad de la caída y el esplendor salvaje de la quebrada.

–Entrarán en otra tierra y otra época -dijo en tono desusadamente filosófico -. Dicen que esta senda tiene dos mil años. Es tan antigua como Cristo. – Alzó las manos con gesto desdeñoso. – El viejo cura negro de la iglesia de Debra Maryam les dirá que la Virgen María pasó por aquí cuando huyó de Israel después de la crucifixión. – Meneó la cabeza. – La gente de aquí cree cualquier cosa. – Dio el primer paso por la senda.

Esta corría hacia el precipicio en un ángulo agudo. Se descendía por unos escalones tan abruptos que a cada paso se estiraban los tendones de la ingle y las rodillas y el golpe repercutía en la base de la columna. En los tramos más empinados se veían obligados a usar las manos como si descendieran por una escalera vertical.

Parecía imposible que las mulas pudieran bajar por ahí con sus bultos pesados. Los valientes animales se lanzaban de cada escalón de piedra, caían pesadamente sobre sus patas delanteras y se preparaban para el salto siguiente. La senda era tan estrecha que los abultados fardos rozaban la pared de roca mientras, del otro lado, el abismo ávido parecía chuparlos.

Cuando la senda giraba en ángulo cerrado para cambiar de dirección, las mulas no podían tomar la curva de una sola vez. Tenían que avanzar y retroceder, bordeando la pared, sudando de pavor y revoleando los ojos hasta tenerlos en blanco, mientras los muleros las espoleaban con chillidos y latigazos.

En algunos tramos la senda penetraba en la mole de la montaña detrás de protuberancias y agujas que el tiempo y la erosión habían tallado en la cara del precipicio. Estas puertas eran tan estrechas, que los muleros debían descargar las mulas, transportar ellos mismos los fardos y luego volver a cargarlas.

–¡Miren! – exclamó Royan con asombro, y señaló al vacío. Un buitre negro se alzó de las profundidades con las alas extendidas y se deslizó frente a ellos casi al alcance de la mano. Volvió su grotesca cabeza de carunculada piel rosa y los miró con sus inescrutables ojos negros antes de alejarse.

–Se alza sobre las corrientes térmicas de aire caliente que suben del valle -explicó Nicholas. Señaló un contrafuerte en la cara del precipicio a la misma altura que la senda: -Ahí está el nido.

Era un montículo irregular de palos apilados sobre una cornisa inaccesible. Los excrementos de las aves que lo habían utilizado a lo largo de tantos años caían en franjas blancas sobre el precipicio, y a pesar de la distancia les llegaban bocanadas de olor a carne podrida.

Durante todo el día bajaron por la senda abrupta tallada en el muro terrible. Avanzada la tarde, cuando estaban a mitad de camino, tras una nueva curva cerrada oyeron el ruido sordo de la catarata. El sonido creció en volumen y se volvió un rugido atronador cuando pasaron un nuevo contrafuerte y se encontraron de cara a la cascada.

El viento generado por el torrente tironeaba de sus cuerpos y los obligaba a aferrarse a la pared. La espuma se arremolinaba a su alrededor y les mojaba las caras alzadas, pero el guía etíope seguía adelante, hasta que en determinado momento pareció que el agua los precipitaría al fondo, que todavía estaba a más de cien metros.

Milagrosamente las aguas se dividieron y les permitieron atravesar la gran cortina translúcida para entrar en un hueco profundo de roca empapada y cubierta de musgo, tallado por la fuerza del agua sobre el precipicio a lo largo de las eras. En ese lugar sombrío la única luz era la que se filtraba a través de la catarata, verde y misteriosa como la de una cueva submarina.

–Pasaremos la noche aquí -dijo Boris. Evidentemente, disfrutaba al ver su asombro. Señaló los fardos de leña en el fondo de la caverna y la pared ennegrecida por el humo sobre el hogar de piedra. – Los muleros que llevan comida y provisiones a los monjes del monasterio usan este lugar desde hace siglos.

A medida que se internaban en la caverna, el ruido de la caída de agua se atenuaba hasta volverse un rugido sordo, y la piedra bajo los pies estaba seca. Una vez que los sirvientes encendieron el fuego, se convirtió en un lugar tibio, cómodo y, por cierto, romántico.

Nicholas, soldado veterano, enseguida buscó el lugar más cómodo donde tender su bolsa de dormir, un rincón cerca del fondo de la caverna. Royan se tendió a su lado como si fuera lo más natural. Agotados por el esfuerzo del descenso por el precipicio, después de la cena se acostaron en sus bolsas a compartir el silencio y contemplar los reflejos de la luz del fuego en el techo.

–¡Qué le parece! – susurró Royan -. Mañana seguiremos las huellas del viejo Taita, nada menos.

–Y no se olvide de la Virgen María -dijo Nicholas con una sonrisa.

–Viejo cínico -suspiró ella -. Y lo peor es que ronca, estoy segura.

–Está a punto de averiguarlo de la peor manera -dijo él, pero ella se durmió antes. Su respiración era suave y regular, apenas audible sobre el ruido del agua. Hacía mucho que no dormía junto a una mujer hermosa. Cuando estuvo seguro de que dormía profundamente, le acarició la mejilla.

–Que sueñes con los angelitos, pequeña -susurró con ternura -. Ha sido un día agotador. – Así solía enviar a la cama a su hija menor.

Los muleros se despertaron mucho antes del amanecer, y reanudaron la marcha apenas hubo luz suficiente para ver la senda. Cuando el sol del alba iluminó los muros superiores del precipicio, aún se hallaban a suficiente altura para tener una vista aérea del terreno. Nicholas y Royan se detuvieron mientras el resto de la caravana continuaba la marcha.

Encontraron un lugar donde sentarse y desplegaron la fotografía satelital. Buscaron los picos y accidentes más destacados para orientarse en el paisaje cataclísmico que se extendía a sus pies.

–Desde aquí no se ve el río Abbay -dijo Nicholas -. Está en lo más profundo de la garganta inferior. Probablemente lo veremos por primera vez cuando nos encontremos directamente encima de él.

–Si estamos bien orientados, el río tiene dos recodos más allá de ese contrafuerte.

–Sí, y la confluencia del Dandera con el Abbay está allá, debajo de esos acantilados. – Utilizó su pulgar hasta el nudillo para medir la escala. – Un poco más de veinte kilómetros de aquí.

–Da la impresión de que el curso del Dandera cambió varias veces a lo largo del tiempo. Veo dos hondonadas que parecen lechos antiguos. – Señaló: -Allá y allá. Ahora están llenas de maleza. – Parecía deprimida: -¡Ay, Nicholas, es un área tan grande y confusa! No veo cómo haremos para encontrar la única entrada de la tumba oculta en esa maraña.

–¿Tumba? ¿Qué es eso de una tumba? – preguntó Boris con interés. Había remontado la cuesta en su busca y ellos no lo habían oído. Los miraba desde arriba. – ¿De qué tumba hablan?

–La de San Frumencio. ¿Qué otra? – dijo Nicholas, sin demostrar la menor consternación.

–El monasterio está consagrado a ese santo, ¿no? – añadió rápidamente Royan mientras enrollaba la foto.

–Da. – Parecía decepcionado, como si hubiera esperado oír algo más interesante. – San Frumencio, sí. Pero no se puede visitar la tumba ni la parte más recóndita del monasterio. Sólo los sacerdotes pueden pasar.

Se quitó la gorra y se rascó las cerdas cortas y duras que cubrían su cráneo. Raspaban sus dedos como alambres.

–Esta semana es la ceremonia de Timkat, la Bendición del Tabot. Habrá mucha agitación allá abajo. Será muy interesante, pero no podrá ingresar al sanctasanctórum ni ver la tumba en sí. No conozco a ningún hombre blanco que la haya visto. – Entrecerró los ojos y alzó la vista hacia el sol: -Debemos seguir. Aunque parece cercano, tardaremos dos días más en llegar al Abbay. Es una marcha larga, incluso para un gran cazador de dik-dik. – Encantado por su chiste, rió y se alejó por la senda.

Hacia el fondo del precipicio, la inclinación se volvía menos abrupta y los escalones más planos y separados. El paso era menos penoso y más rápido, pero la calidad y el sabor del aire habían cambiado. Ya no era el aire fresco y estimulante de la montaña sino el aire lánguido y deprimente del ecuador, con el aroma y el sabor de la selva cercana.

–¡Qué calor! – dijo Royan, quitándose el chal.

–Por lo menos diez grados más -asintió Nicholas. Se quitó el viejo buzo militar y el pelo ondulado le quedó todo revuelto. – Y hará más calor antes de llegar al Abbay. Todavía debemos descender mil metros.

Ese tramo de la senda seguía el curso del río Dandera. A veces se encontraban a decenas de metros por encima del agua y poco después debían vadearlo, hundidos hasta la cintura y aferrados a los arreos de las mulas para que no los arrastrara la corriente.

Después la quebrada del Dandera se volvió demasiado profunda y abrupta, con precipicios verticales que se hundían en charcos oscuros. Allí la senda se apartaba y se retorcía como una víbora moribunda entre las colinas erosionadas y los altos contrafuertes de piedra roja.

Varios kilómetros más adelante se toparon nuevamente con el río, que para entonces había cambiado de ánimo al atravesar, una jungla densa. Las lianas caían sobre el agua y el musgo arbóreo acariciaba sus cabezas al pasar. Monos vervet chillaban en los árboles; sus enormes ojos contemplaban indignados la invasión de seres humanos en esos lugares secretos. Oyeron ruidos de un animal grande en la maleza y Nicholas miró a Boris, quien rió.

–No, inglés, no es dik-dik. Sólo un kudú.

El kudú subió por la ladera y se detuvo a mirarlos. Era un gran macho de amplia cornamenta en espiral, un magnífico ejemplar con melena, papada y orejas como trompetas. Sus ojos eran grandes, temerosos.

Boris silbó y su actitud cambió bruscamente.

–Casi ciento cincuenta centímetros entre las puntas de los cuernos. Ocuparía uno de los primeros puestos en Rowland Ward. – Se refería al libro de récords de caza mayor, la Biblia de los cazadores. – ¿No lo quiere, inglés? – Corrió a la mula más cercana, sacó el fusil Rigby de la funda y se lo ofreció. Nicholas meneó la cabeza.

–Déjelo. Sólo quiero un dik-dik.

El macho agitó el pompón blanco de su cola y desapareció sobre la cresta. Boris bufó y escupió en el agua.

–¿Por qué quería que lo matara? – preguntó Royan cuando reanudaron la marcha.

–La foto de semejante cornamenta sería buena publicidad. Atraería muchos clientes.

Todo el día siguieron la senda tortuosa y al atardecer acamparon en un claro sobre el río donde evidentemente lo habían hecho muchas caravanas. Evidentemente, la travesía estaba dividida en etapas respetadas por todos: se tardaba tres días en llegar al monasterio y los viajeros acampaban en los mismos lugares.

–Lo siento, aquí no hay duchas -dijo Boris a sus clientes -. Si quieren refrescarse, hay un remanso río arriba después del primer recodo.

Royan miró a Nicholas con aire suplicante:

–¡Tengo tanto calor y estoy tan transpirada! ¿No montaría guardia en algún lugar desde donde pueda oírme si lo llamo?

Entonces se tendió sobre el musgo bajo el recodo, donde no podía verla, pero sí oír sus chillidos al chapotear en el agua fría. En una ocasión al volver la cabeza vio que la corriente la había arrastrado río abajo, porque alcanzó a ver una espalda desnuda y la curva de una nalga, suave y reluciente en el agua. Apartó la vista rápidamente, pero lo sorprendió la intensidad de la excitación provocada por esa visión fugaz de la piel sonrosada bajo la luz del sol del atardecer que se filtraba entre los árboles.

Ella volvió por la orilla, cantando suavemente y secándose el pelo.

–Ahora le toca a usted. ¿Quiere que lo cuide?

–Ya estoy crecidito. – Meneó la cabeza, pero entonces vio la chispa maliciosa en sus ojos y se preguntó si sabía hasta dónde la había arrastrado la corriente y cuánto había visto él. La idea era excitante.

Fue hasta el remanso, se desnudó y sintió un aguijonazo de culpa al ver cuánto lo había excitado. Después de la muerte de Rosalind, ninguna mujer lo había conmovido hasta tal grado.

–Un buen chapuzón frío no te hará nada mal, viejo. – Arrojó los vaqueros sobre un arbusto y se zambulló.

Estaban sentados alrededor del fuego después de la cena, cuando Nicholas alzó la cabeza, sorprendido. – ¿Es mi imaginación? – se preguntó en voz alta, y Tessay rió.

–No, oye voces que cantan. Los sacerdotes del monasterio vienen a darnos la bienvenida.

Entonces vieron la procesión que llegaba por la senda, iluminada por antorchas que parpadeaban entre los árboles. Los muleros y los sirvientes se adelantaron al encuentro de la delegación, cantando y dando palmas rítmicamente.

Las graves voces masculinas se alzaron, descendieron hasta un susurro y se alzaron nuevamente en contrapunto, bellas y misteriosas, el sonido del África nocturna. Nicholas se estremeció al sentir escalofríos en la espalda.

Entonces aparecieron las túnicas blancas de los sacerdotes, revoloteando como mariposas nocturnas a la luz de las antorchas. Los sirvientes se arrodillaron cuando los primeros sacerdotes entraron en el campamento. Eran los acólitos, descubiertos y descalzos. Los siguieron los monjes de largas túnicas y turbantes altos. Sus filas se apartaron para formar una guardia de honor a la falange de diáconos y sacerdotes enfundados en sotanas bordadas con colores chillones.

Cada uno llevaba una pesada cruz copta enchapada y delicadamente labrada en plata nativa sujeta a un báculo. Estos a su vez formaron dos filas para que el palanquín con dosel transportado por cuatro acólitos robustos llegara al centro del campamento. Las cortinas de seda carmesí y amarilla relucían a la luz de las linternas del campamento y las antorchas de la procesión.

–Debemos adelantarnos a saludar al abad -susurró Boris a Nicholas en un aparte -. Se llama Jali Hora.

Cuando se acercaron al palanquín, se apartaron ostentosamente las cortinas y un hombre alto bajó a tierra.

Tessay y Royan se arrodillaron respetuosamente, las manos sobre el pecho. Nicholas y Boris permanecieron de pie, y el primero miró al abad con curiosidad.

Jali Hora era flaco como un esqueleto. Sus piernas asomaban bajo la sotana como hebras de tabaco, negras como la pez y retorcidas, con tendones desecados y músculos flacos. Su sotana era verde y dorada con un bordado de hilo de oro que brillaba a la luz del fuego. Llevaba un tocado alto con la parte superior plana y bordada con cruces y estrellas.

La cara del abad era negra como el hollín, con la piel curtida y surcada por las profundas arrugas de la edad avanzada. Detrás de los labios fruncidos, los escasos dientes eran amarillentos y torcidos. Su barba era de un resplandeciente color plateado y cubría como una espuma los viejos huesos de la mandíbula. Un ojo era azul opaco, cegado por la oftalmia tropical, pero el otro brillaba como el de un leopardo al acecho.

Empezó a hablar con voz aguda y temblorosa.

–Una bendición -susurró Boris a Nicholas, y ambos inclinaron la cabeza respetuosamente. Cada vez que el viejo hacía una pausa, el coro de sacerdotes salmodiaba la respuesta.

A continuación, Jali Hora hizo la señal de la cruz cuatro veces, girando lentamente hacia cada punto cardinal, mientras dos monaguillos agitaban vigorosamente los incensarios de plata para inundar el aire nocturno con nubes de humo acre.

Después de la bendición, las dos mujeres se arrodillaron a los pies del abad. El se inclinó y les rozó las mejillas con su cruz mientras las bendecía con su voz en falsete.

–Dicen que el viejo tiene más de cien años -susurró Boris.

Dos debteras de túnicas blancas trajeron un taburete de ébano africano, una talla tan hermosa que despertó la codicia de Nicholas. Calculó que tendría más de dos siglos de antigüedad y hubiera sido un hermoso agregado a la colección del museo. Los debteras tomaron a Jali Hora por los codos y lo ayudaron a sentarse. Los demás se sentaron sobre la tierra a su alrededor y volvieron las caras hacia él.

Tessay se sentó a sus pies y tradujo las palabras de Boris al amhárico.

–Es un gran placer y un honor volver a saludarlo, Santo Padre. – Aguardó el asentimiento del anciano y prosiguió: -He traído a un noble inglés de sangre real a conocer el monasterio de San Frumencio.

–Oiga, un momento, viejo -exclamó Nicholas, pero la congregación se había vuelto hacia él y lo miraba con interés -. ¿Y ahora qué hago? susurró casi sin mover los labios.

–¿Por qué cree que se molestó en venir hasta aquí? – dijo Boris con una sonrisa maliciosa -. Quiere un regalo. Dinero.

–¿Dólares de Maria Theresa? – preguntó. Era la moneda tradicional de Etiopía desde hacía varios siglos.

–No me parece. Los tiempos han cambiado. Creo que a Jali Hora no le disgustarán unos billetes verdes yanquis.

–¿Cuánto?

–Usted es un noble de sangre real. Quiere cazar en su valle. Quinientos dólares, por lo menos.

Nicholas hizo una mueca de desagrado y fue a buscar su bolso en uno de los fardos traídos a lomo de mula. Cuando volvió, hizo una reverencia al abad y puso el fajo de billetes en su garra abierta de palma rosada. El abad mostró los restos amarillentos de sus dientes en una sonrisa y dijo unas palabras.

–Dice, bienvenido al monasterio de San Frumencio y a la festividad del Timkat -tradujo Tessay -. Le desea buena caza en las márgenes del río Abbay.

Al instante se disipó el aire solemne de la congregación devota. Hubo risas y sonrisas, y el abad miró a Boris con avidez.

–El santo abad dice que tiene sed después de su viaje -tradujo Tessay.

Al viejo demonio le gusta el brandy -dijo Boris, y dio una orden al mayordomo del campamento. Trajeron una botella de brandy y la colocaron ceremoniosamente sobre la mesa de campaña junto con otra de vodka para Boris. Chocaron las copas y él echó la cabeza atrás para vaciar la suya de un trago. Su ojo sano estaba lleno de lágrimas y su voz era ronca al hacerle una pregunta a Royan.

–Pregunta a usted, Woizero Royan: ¿de dónde vienes, hija mía, que sigues el camino verdadero de Cristo el Salvador del hombre?

–Soy egipcia, de la vieja religión -dijo Royan. El abad y sus sacerdotes sonrieron encantados.

–Los egipcios y los etíopes somos hermanos y hermanas en Cristo -declaró el abad -. La misma palabra copto viene de un término griego que significa egipcio. Durante más de dieciséis siglos el Abuna, el obispo de Etiopía, era elegido por el patriarca de El Cairo. El emperador Haile Selassie cambió esa costumbre en 1959, pero aun así seguimos el camino verdadero hacia Cristo. Eres bienvenida, hija mía.

El debtera le sirvió otra copa de brandy, que el viejo vació de un trago. Boris parecía impresionado.

–¿Dónde se lo mete ese viejo cabrón negro? – preguntó en voz alta. Tessay no tradujo la frase, pero su rostro de madona reveló cuánto la había herido el insulto a Su Santidad.

Jali Hora se volvió hacia Nicholas.

–Quiere saber qué clase de animales ha venido a cazar en su valle.

Nicholas tomó aliento y respondió cautelosamente. Tras un largo silencio incrédulo, el abad soltó una risa aguda y de la congregación de monjes se alzó un coro de carcajadas.

–¡Un dik-dik! ¡Ha venido a cazar un dik-dik! Pero un animal tan pequeño no tiene carne.

Nicholas esperó a que pasaran las risas. Luego tomó una fotografía del ejemplar de Moquoda harperii embalsamado en el museo y la puso sobre la mesa frente a Jali Hora.

–Este no es un dik-dik cualquiera. Es un dik-dik sagrado -dijo en tono pomposo, e indicó a Tessay que tradujera -. Permítame relatar la leyenda.

La perspectiva de escuchar un buen relato con un fondo religioso los hizo callar. El mismo abad, a punto de beber otro trago, dejó la copa llena sobre la mesa. Su único ojo pasó de la fotografía sobre la mesa a la cara de Nicholas.

–Cuando Juan el Bautista moría de hambre en el desierto -empezó éste, y algunos sacerdotes se persignaron al escuchar el nombre del santo -, hacía treinta días y treinta noches que no probaba bocado… -Para alargar la historia, Nicholas se explayó en los sufrimientos que el ayuno causaba al Bautista, detalles apreciados por un auditorio al que le complacía que sus santos sufrieran por la Fe.

–Finalmente, el Señor se apiadó de su siervo y colocó un pequeño antílope en un matorral de acacias, sujeto por los cuernos. Le dijo al santo: "He preparado alimento para ti a fin de que no mueras. Toma esta carne y come."Allí donde Juan el Bautista tocó la pequeña criatura, las marcas de su pulgar y sus dedos quedaron impresas en su lomo para todos los tiempos futuros y todas las generaciones. – Lo escuchaban en respetuoso silencio. Nicholas entregó la fotografía al abad: -Vea las marcas de los dedos del santo.

El anciano estudió la foto con avidez, la alzó a su ojo sano, y finalmente exclamó:

–Es verdad. Las marcas de los dedos del santo se ven con claridad.

Entregó la foto a sus diáconos. Alentados por la confirmación del abad, todos exclamaron asombrados al ver el retrato de la insignificante criatura de piel rayada.

–¿Alguno de ustedes ha visto este animal? – preguntó Nicholas. Uno tras otro menearon la cabeza. Después de recorrer el círculo de los monjes, la foto pasó a los acólitos acuclillados.

Bruscamente uno de ellos se paró de un salto y se puso a bailar, agitando la foto y chillando con entusiasmo:

–¡He visto esta santa criatura! Con mis propios ojos la he visto. – Era un jovencito, apenas un adolescente.

Los demás respondieron con gritos incrédulos y sarcásticos. Uno le arrancó la foto de la mano y la agitó en el aire mientras se mofaba de él.

–Este niño está mal de la cabeza. A veces lo poseen los demonios y sufre ataques -dijo Jali Hora con tristeza -. No le hagan caso, ¡pobre Tamre!

Con ojos enloquecidos, Tamre trataba desesperadamente de recuperar la foto, pero los acólitos fingían entregársela y la pasaban de unos a otros, se mofaban de él y reían de sus payasadas.

Nicholas se paró para intervenir, molesto porque se burlaban de un débil mental, pero en ese momento algo cedió en la mente del chico, que cayó como derribado por un garrotazo. Su espalda se arqueó, sus miembros empezaron a temblar convulsivamente, sus ojos rodaron hasta quedar completamente en blanco y espumarajos blancos cubrieron sus labios abiertos en un rictus.

Antes de que Nicholas pudiera socorrerlo, cuatro de sus camaradas lo alzaron y se lo llevaron, entre risas que desaparecían en la noche. Los demás contemplaban la escena como si no sucediera nada fuera de lo común, y Jali Hora indicó a su debtera que volviera a llenarle la copa.

Avanzaba la noche cuando Jali Hora se despidió e indicó a sus diáconos que lo llevaran al palanquín. Una de sus manos flacas y huesudas como garras aferraba la botella medio vacía, mientras con la otra impartía bendiciones a diestra y siniestra.

–Le causó buena impresión, milord inglés -dijo Boris. Le encantó la historia de Juan el Bautista, pero más aún su dinero.

A la mañana siguiente reanudaron el camino, que durante un breve tramo seguía el curso del río. Pero antes de recorrer dos kilómetros más, las aguas se volvieron nuevamente torrentosas, atravesaron una brecha angosta entre altos precipicios rojos y formaron una nueva catarata.

Nicholas se apartó de la senda trillada para bajar hasta el borde de la catarata. Unos setenta metros más abajo aparecía una brecha apenas lo suficientemente ancha para dar paso al agua embravecida. Era tan angosta que se podía arrojar una piedra de un lado al otro. En ese abismo no había senda ni lugar donde apoyar un pie. Volvió a reunirse con la caravana que se apartaba del río para hundirse en un valle boscoso.

–Este debía de ser el lecho del Dandera antes de que se abriera paso en la roca. – Royan señaló el terreno alto a cada lado de la senda y los inmensos cantos rodados erosionados por el agua.

–Creo que tiene razón -asintió Nicholas -. Diría que en estos precipicios hay una intrusión de piedra caliza en el basalto y la arenisca. Toda la región está llena de fallas provocadas por la erosión y el cambio constante de curso del río. No cabe duda de que esos acantilados de piedra caliza están acribillados de cuevas y arroyos.

La senda bajaba abruptamente hacia el Nilo Azul; en pocos kilómetros se produciría un descenso de casi quinientos metros. Las laderas del valle estaban cubiertas por una vegetación densa; de la piedra caliza surgían muchos arroyuelos que se deslizaban por el lecho antiguo del río.

A medida que bajaban, subía la temperatura y en poco tiempo la camisa caqui de Royan mostró manchas oscuras de sudor entre los omóplatos.

En determinado tramo, una corriente de agua clara surgía de un bosquecillo tupido en lo alto de la ladera y se sumaba al caudal del arroyo para convertirlo en un verdadero riachuelo. Luego doblaron una curva y vieron que se unía al cauce principal del Dandera, al cual se acercaba nuevamente la senda. Al mirar atrás a la quebrada, contemplaron el lugar de donde el río resurgía de la roca a través de un arco estrecho en el acantilado. La roca que rodeaba la brecha, de un extraño color rosado, era tersa y pulida y estaba replegada sobre sí misma de modo que parecía la membrana mucosa de la cara interior de un par de labios humanos.

El color y la textura de la roca eran asombrosos. Se detuvieron a estudiarla mientras las mulas seguían la marcha descendente; los ruidos de sus cascos y las voces de los hombres despertaban extraños ecos y reverberaciones en ese lugar estrecho de aspecto extraterrenal.

–Parece una gárgola monstruosa que vierte agua por la boca -susurró Royan mientras contemplaba la brecha y las extrañas formaciones rocosas -. Me imagino cuánto habría afectado este lugar a los egipcios antiguos encabezados por Taita y el príncipe Memnon. ¡Qué connotaciones místicas habrían atribuido a este fenómeno natural!

Nicholas escrutaba su rostro en silencio. La mirada de sus ojos oscuros era reverente, su expresión solemne. En ese marco se parecía muchísimo a un retrato que conservaba en su colección en Quenton Park. Era el fragmento de un fresco del Valle de los Reyes que mostraba una princesa ramésida.

"¿Qué te sorprende?", se preguntó. "Si por sus venas corre la misma sangre."

Se volvió hacia él:

–Déme una esperanza, Nicky. Dígame que no lo he soñado. Dígame que encontraremos lo que vinimos a buscar y vengaremos la muerte de Duraid.

Su rostro vuelto hacia él parecía resplandecer con la pátina de la transpiración y la fuerza de su voluntad. Lo embargó un deseo casi irrefrenable de abrazarla, de besar esos labios húmedos, apenas separados, pero le dio la espalda y reanudó el camino.

No se atrevió a mirarla hasta que sintió que había recuperado el dominio de sí. Después de unos minutos oyó su paso ligero y ágil en las rocas detrás de él. Siguieron en silencio y él estaba tan preocupado que el paisaje sobrecogedor que apareció bruscamente ante su vista lo tomó por sorpresa.

Se encontraban en una cornisa alta sobre la quebrada inferior del Nilo. A sus pies se abría una gran caldera de roca roja, de unos ciento treinta metros de profundidad. El cauce principal del río legendario caía en un torrente verde a las sombras del abismo. Era tan profundo que no lo alcanzaba la luz del sol. A su lado caían las aguas menos caudalosas del Dandera, blancas como la pluma de la garceta, desviadas y agitadas por el viento falso de la quebrada. Las aguas se mezclaban en lo profundo del abismo, revueltas y agitadas en un torbellino de espuma, girando como una gran rueda, pesadas y viscosas como el aceite, hasta que encontraban la brecha de salida y la atravesaban con fuerza y poder irresistibles.

–¿Ustedes navegaron por ahí en un bote? – preguntó Royan con voz asombrada.

–Éramos jóvenes e irresponsables -dijo Nicholas con una sonrisita triste en la que campeaban viejos recuerdos. Contemplaron la escena en silencio durante un largo rato.

–Es fácil ver cómo esto hubiera detenido a Taita y su príncipe al remontar el río dijo Royan. Miró alrededor y señaló la quebrada hacia el oeste. – Es evidente que no podían avanzar por la quebrada inferior. Habrán seguido el borde de los acantilados, justamente donde nos encontramos ahora. – Su voz se estremeció de emoción.

–Salvo que vinieran por la otra margen del río -dijo Nicholas para tomarle el pelo, y al instante vio la decepción en su rostro.

–No se me había ocurrido. Claro que pudo ser. ¿Cómo haremos para cruzar el río si no encontramos indicios de este lado?

–Pensaremos en eso cuando las circunstancias nos obliguen a hacerlo. Tal como están las cosas, tenemos bastantes problemas sin buscarnos dificultades adicionales.

Callaron nuevamente; ambos pensaban en la magnitud e incertidumbre de la tarea que habían emprendido. Royan se estremeció como si despertara de un sueño.

–¿Dónde está el monasterio? No veo señales de él. – En el precipicio bajo nuestros pies.

–¿Acamparemos allá?

–Lo dudo. Alcancemos a Boris, a ver cuáles son sus intenciones.

–Siguieron la senda junto al borde de la caldera y alcanzaron la caravana en una bifurcación. Una rama se apartaba del río hacia una depresión llena de vegetación mientras la otra seguía por el borde del precipicio.

Boris los esperaba y señaló la primera:

–Hay un buen lugar donde acampar entre los árboles. Estuve ahí la última vez que vine de caza.

Varias higueras salvajes echaban sombra sobre el claro y en un extremo había una vertiente de agua potable. Boris había dejado atrás las carpas para alivianar la carga de las mulas. Por eso ordenó a sus hombres que construyeran tres chozas de barro con techo de paja y cavaran una letrina lejos de la vertiente.

Mientras tanto, Nicholas fue con Royan y Tessay a conocer el monasterio. Volvieron a la bifurcación y Tessay los condujo por la senda superior hasta una amplia escalinata de piedra que descendía por el precipicio.

Un grupo de monjes de sotana blanca subía por la escalera. Tessay se detuvo a conversar con ellos.

–Hoy es Katera, la víspera de la festividad del Timkat, que comienza mañana -dijo luego a Royan y Nicholas -. Están muy excitados. Es una de las festividades más importantes del calendario religioso.

–¿Qué festejan? – preguntó Royan -. Esta festividad no está en el calendario de la Iglesia egipcia.

–Es la epifanía etíope, que celebra el bautismo de Cristo -informó Tessay -. Durante la ceremonia llevan el tabot al río para consagrarlo y vivificarlo, y se bautiza a los acólitos tal como Juan bautizó a Cristo.

Bajaron la escalinata tallada en la cara vertical del precipicio. Los escalones estaban gastados por el paso de pies descalzos a lo largo de los siglos. Cientos de metros más abajo la gran caldera del Nilo hervía y lanzaba nubes de espuma.

Entonces llegaron a una amplia terraza tallada por el hombre en la roca viva. La piedra roja formaba el techo del claustro, apoyado sobre los arcos de piedra tallados por los antiguos constructores. El muro interior de la terraza cubierta estaba acribillado de entradas a las catacumbas. A lo largo de los siglos, los hombres habían tallado y cavado en el precipicio para formar los salones y las celdas, los vestíbulos, las capillas y los santuarios de la comunidad monástica que los habitaba desde hacía bastante más de mil años.

Los monjes estaban sentados en grupos en la terraza. Algunos escuchaban mientras el diácono leía en voz alta un ejemplar ilustrado de las Escrituras.

–Hay tanto analfabetismo -suspiró Tessay -. Tienen que leer y explicar la Biblia a los mismos monjes, muchos de los cuales no pueden leerla.

–Así era la Iglesia de Constantino, la Iglesia bizantina -dijo Nicholas en voz baja -. Aún hoy es la Iglesia de la cruz y el libro, de ritos complejos y suntuosos en un mundo en el que predomina el analfabetismo.

En otro lugar del claustro, un grupo distinto de monjes cantaba y salmodiaba himnos y salmos en amhárico bajo la dirección de un chantre. Desde las celdas llegaban susurros de voces que oraban o suplicaban, y el aire estaba impregnado de los olores de la secular presencia humana.

Era una mezcla de olores de humos de leña e incienso, de comida rancia y excrementos, de sudor y devoción, sufrimiento y enfermedad. Entre los monjes había peregrinos que habían bajado a la quebrada a pie o en los hombros de sus parientes para orar al santo o suplicarle una cura para sus males y sufrimientos.

Había niños ciegos que lloraban en los brazos de sus madres, leprosos que dejaban rastros de sus carnes podridas, gente sumida en el coma del mal del sueño o atacada por otras horribles enfermedades tropicales. Sus llantos y gemidos se mezclaban con el canto de los monjes y con el rugido remoto del Nilo en su salto al fondo de la caldera.

Finalmente llegaron a la catedral cavernaria de San Frumencio. Era una abertura redonda como la boca de un pez, pero en torno de los portales había una guarda gruesa de estrellas y cruces y cabezas de santos. Eran retratos primitivos en tonos ocres y terrosos, atractivos por su sencillez infantil. Los santos tenían ojos enormes delineados con carbonilla y sus expresiones eran serenas, benignas.

El diácono de raída túnica de terciopelo sonrió al oír a Tessay y los invitó a pasar. El dintel bajo obligó a Nicholas a agachar la cabeza, pero al entrar la alzó y miró atónito a su alrededor.

El techo de la caverna era tan alto que se perdía en la penumbra. Las paredes de la roca estaban cubiertas de murales con huestes celestiales de ángeles y arcángeles que parecían moverse a la luz vacilante de las velas y las lámparas de aceite. Los tapaban parcialmente unos tapices largos, sucios de hollín del incienso, de bordes raídos y deshilachados. Estaba san Miguel montado en un brioso corcel blanco; estaba la Virgen arrodillada al pie de la cruz donde el cuerpo pálido de Cristo sangraba por la herida abierta en su flanco por una lanza romana.

Ésa era la nave exterior de la iglesia. En la pared del fondo la entrada a la cámara central mostraba una puerta gruesa de madera cuyas dos hojas estaban abiertas. Los tres cruzaron el piso de piedra, abriéndose paso entre los suplicantes y peregrinos arrodillados envueltos en sus harapos, su tormento y su éxtasis religioso. A la débil luz de las lámparas, en medio de la bruma azul del incienso, parecían almas perdidas condenadas a consumirse eternamente en la oscuridad exterior del purgatorio.

Los visitantes llegaron al pie de los tres escalones de piedra que conducían a la puerta interior. Allí les salieron al paso dos diáconos de sotana y sombrero alto de copa plana. Uno de ellos dirigió unas palabras severas a Tessay.

–No podemos pasar al qiddist, la cámara central -dijo ésta con resignación -. Más allá está la entrada del maqdas, el Sanctasanctórum.

Detrás de los guardias, en la penumbra del qiddist, se distinguía apenas la puerta al santuario interior.

–Solamente los sacerdotes consagrados pueden entrar en el maqdas, porque allí está el tabot y la entrada a la tumba del santo.

Decepcionados y frustrados, salieron de la caverna y cruzaron la terraza.

Cenaron bajo el cielo estrellado. El calor era bochornoso y las nubes de mosquitos revoloteaban apenas fuera del alcance de los repelentes con que se habían untado las partes expuestas del cuerpo.

–Y bien, inglés, lo he traído donde quería llegar. ¿Cómo encontrará el animal que ha venido a buscar en un viaje tan largo?

Una vez más el vodka lo volvía agresivo.

–A primera luz, quiero que sus rastreadores cubran el terreno río abajo de aquí -manifestó Nicholas -. Los dik-dik suelen salir al amanecer y nuevamente al anochecer.

–No quiera enseñarle a papá mono a comer bananas -gruñó Boris, y se sirvió más vodka.

–Dígales que busquen el rastro -prosiguió Nicholas deliberadamente – Me parece que las huellas del dik-dik rayado serán muy parecidas a las del dik-dik común. Si encuentran algún indicio, que se sienten junto a los matorrales más espesos y observen los movimientos. Los dik-dik son sedentarios, rara vez salen de su territorio.

–Da, da! Se lo diré. ¿Qué hará usted, inglés? ¿Pasará el día en el campamento con las damas? – Sonrió con picardía.

–Si tiene suerte tal vez no necesite las dos chozas. – Rió estruendosamente de su propio chiste. Tessay, avergonzada, dijo que iba a la cocina a vigilar la preparación de la comida.

Nicholas pasó por alto la broma obscena.

–Royan y yo recorreremos el monte en las orillas del Dandera. Parecía un buen lugar para encontrar dik-diks. Dígale a su gente que se mantenga alejada del río, que no espante la caza.

Partieron del campamento a la primera luz del amanecer. Nicholas encabezaba la marcha por la orilla del Dandera con el fusil Rigby y una mochila liviana. Caminaban lentamente unas decenas de pasos y se detenían a mirar y escuchar. En los matorrales abundaban los mamíferos pequeños y las aves.

–Los etíopes no tienen tradición de caza, y estoy seguro de que los monjes jamás perturban la vida silvestre en la quebrada. – Señaló las huellas de un antílope pequeño impresas en la tierra húmeda de la orilla. – Antílope de Menelik -dijo -. No se encuentra en otro lugar del mundo. Un trofeo codiciado.

–¿De veras espera encontrar el dik-dik de su bisabuelo? Lo vi muy convencido cuando hablaba con Boris.

–Claro que no -dijo con una sonrisa -. Creo que es un invento del viejo. Deberían llamarlo la quimera de Harper. Parece que es cierto que usó la piel de una mangosta. Los Harper no nos hemos destacado por respetar estrictamente la verdad.

Un ave tacazze revoloteaba sobre las flores amarillas de una enredadera alta en las copas del bosque ribereño. El plumaje de la avecilla brillaba como una corona de esmeraldas.

–Es una excusa estupenda para hurgar entre los arbustos. – Miró atrás para asegurarse de que no los veían desde el campamento y le indicó con un gesto que se sentara a su lado sobre un tronco caído. – Lo primero es tener en claro qué estamos buscando. Dígalo usted.

–Buscamos los restos de un templo mortuorio o las ruinas de la necrópolis donde vivían los trabajadores que excavaban la tumba del faraón Mamose.

–Cualquier trabajo de albañilería o con piedras, sobre todo una columna o monumento.

–El testamento de piedra de Taita -asintió ella -. Debería estar grabado o tallado con jeroglíficos. Gastada por el clima, caída, cubierta de vegetación… qué sé yo. Lo que sea. Estamos pescando a ciegas en aguas oscuras.

–En ese caso, no nos quedemos aquí sentados. Vamos a pescar de una vez.

Hacia la media mañana Nicholas descubrió huellas de un dik-dik junto a la orilla. Se sentaron junto al tronco de uno de los árboles más grandes, en las sombras del bosque, y después de un rato pudieron ver una de las diminutas criaturas. Pasó muy cerca de ellos, frunciendo la probóscide alargada, pisando suavemente con cascos de duende, mordisqueando hojas de las ramas más bajas y masticándolas rápidamente. Pero su piel era uniformemente gris, sin marca alguna.

Desapareció en la maleza y Nicholas se paró.

–Mala suerte, es de la variedad común -susurró -. Sigamos.

Poco después del mediodía llegaron al lugar donde el río surgía entre los precipicios color piel que bordeaban el abismo. Se acercaron lo más posible hasta que la roca les cerró el paso. Esta se hundía en el torrente y no había manera de hacer pie al borde del agua para avanzar más.

Retrocedieron río abajo y cruzaron a la otra orilla por un tosco puente colgante de lianas y soga gruesa de lino. Nicholas dijo que seguramente lo habían tendido los monjes del monasterio. Nuevamente trataron de penetrar en la caverna. Nicholas entró en el agua para tratar de vadear el primer contrafuerte de roca rosada, pero la corriente estuvo a punto de derribarlo y lo obligó a abandonar el intento.

–Si nosotros no podemos pasar por aquí, me parece sumamente improbable que Taita y sus trabajadores pudieran hacerlo.

Volvieron al puente colgante y buscaron un lugar con sombra junto al río donde comer el almuerzo que les había preparado Tessay. El calor del mediodía los atontaba. Royan mojó su pañuelo de algodón en el río y se mojó la cara al tenderse a su lado.

Tendido de espaldas, Nicholas estudiaba los precipicios centímetro a centímetro con sus largavistas. Buscaba una brecha o apertura en sus paredes lisas y pulidas. Habló sin bajar los largavistas:

–Al leer Río sagrado tuve la impresión de que Taita pidió ayuda para intercambiar los cuerpos de Tanus, el Gran León de Egipto, y el Faraón. – Bajó los largavistas y miró a Royan: -Me parece muy extraño, porque significaba un verdadero ultraje en el contexto de la época y las creencias. ¿Están bien traducidos los rollos? ¿Es verdad que Taita intercambió los rollos?

Royan rió al rodar para mirarlo:

–Su viejo compinche Wilbur se deja llevar por su imaginación febril. Todo ese relato se basa en una sola frase de los rollos: "Para mí, Tanus era más rey de lo que jamás lo fue el Faraón». – Volvió a tenderse de espaldas. – Es una buena prueba de mis objeciones al libro. Hace una mezcolanza inseparable de los hechos y las fantasías. A mi leal saber y entender, Tanus ocupa su tumba y el faraón la suya.

–¡Qué lástima! – Nicholas suspiró y guardó el libro en la mochila. – Me gustó ese toquecito romántico. – Miró su reloj y se paró. – Vamos, quiero hacer un reconocimiento en la otra estribación del valle. Ayer, cuando nos acercábamos, vi un terreno que me pareció interesante.

Cuando volvieron al campamento, ya avanzada la tarde, Tessay corrió a su encuentro.

–Los esperaba. Hemos recibido una invitación interesante del abad Jali Hora. Nos invita al banquete en el monasterio para celebrar Katera, la víspera del Timkat. Han montado la ducha y hay agua caliente. Tienen tiempo para cambiarse antes de ir al monasterio.

El abad envió un grupo de jóvenes acólitos para acompañarlos a la sala del banquete. Los jóvenes llegaron durante el breve crepúsculo africano con antorchas para iluminar el camino.

Entre ellos estaba Tarare, el chico epiléptico. Al reconocerlo, Royan lo recibió con su mejor sonrisa. Él se adelantó tímidamente y le dio un ramo de flores silvestres que había recogido junto al río. Conmovida por su cortesía, le agradeció en árabe:

–Shukran.

–Taffadali -respondió él sin vacilar, utilizando el género correcto, y con un acento que demostraba que hablaba fluidamente el idioma.

–¿Cómo es que hablas tan bien el árabe?

El chico bajó la vista tímidamente:

–Mi madre es de Massawa, sobre el Mar Rojo. Es el idioma de mi infancia.

Cuando emprendieron la marcha hacia el monasterio, la seguía como un perrito.

Descendieron nuevamente la escalinata del precipicio y salieron a la terraza iluminada por antorchas. Los claustros estrechos estaban atestados de gente, y al atravesar el salón mientras la guardia de honor de los acólitos les abría paso, rostros negros sonreían al saludarlos en amhárico y manos negras se extendían para tocarlos.

Se inclinaron para ingresar en la nave exterior de la catedral. La cámara estaba iluminada por linternas de aceite y velas cuya luz vacilante hacía bailar los murales de santos y ángeles. El piso de piedra, cubierto por una alfombra de juncos aún verdes cuyo dulce perfume de hierbas disipaba el humo y refrescaba el ambiente. Todos los monjes de la cofradía parecían estar presentes, sentados con las piernas cruzadas sobre la alfombra mullida. Recibieron al pequeño grupo de ferengi con gritos de bienvenida y bendiciones. Junto a cada hombre había un frasco de tej, el hidromiel fermentado local. Los rostros felices y sudorosos indicaban que la bebida corría desde hacía un buen rato.

Condujeron a los huéspedes al lugar que les habían reservado, frente a las puertas del qiddist, la cámara central. Sus escoltas los instaron a sentarse y ponerse cómodos. Luego, otro grupo de acólitos llegó de la terraza con frascos de tej y cada invitado recibió el suyo.

–Déjenme probarlo antes de beber -susurró Tessay -. La fuerza y el color y el sabor varían de un lugar a otro y en algunos es atroz. – Alzó el frasco, bebió directamente del cuello alargado y sonrió: -Es un buen brebaje. Si beben con cuidado no tendrán problema.

Los monjes a su alrededor los instaban a beber, y el primero en alzar su frasco fue Nicholas, entre los aplausos y las risas. El sabor era suave y agradable, con un fuerte buqué de miel silvestre.

–¡No está mal! – exclamó.

–Más tarde seguramente le ofrecerán katikala -le advirtió Tessay -. ¡Cuidado con eso! Lo destilan de granos fermentados y le arrancará la cabeza al primer trago.

Impresionados porque Royan era una cristiana copta, una verdadera creyente, los monjes concentraron su hospitalidad en ella. También era evidente que esos hombres santos y célibes habían tomado debida nota de su belleza.

Nicholas se inclinó hacia ella:

–Tendrá que fingir delante de ellos. Llévesela a los labios como si fuera a beber; si no, no la dejarán en paz.

Cuando alzó su frasco, los monjes rieron encantados y alzaron los suyos en brindis. Ella se inclinó hacia Nicholas: -Es delicioso. Tiene sabor a miel.

–¡Violó su voto de abstinencia! – dijo entre risas -. Diga la verdad.

–Una gota, nada más. Y no hice ningún voto.

Los acólitos se arrodillaron frente a cada comensal con una escudilla de agua caliente para que se lavara la mano derecha antes del banquete.

Entonces se oyó música y ruido de tambores, y una banda entró desde el qiddist. Se sentaron junto a las paredes laterales, mientras la congregación se volvía para mirar hacia la penumbra interior.

Por fin apareció Jali Hora, el anciano abad. Vestía una túnica de satén escarlata que llegaba hasta el suelo y, sobre los hombros, una estola bordada con hilos de oro. En la cabeza llevaba una gran corona. Aunque brillaba como el oro, Nicholas sabía que era de bronce dorado, y que las piedras multicolores eran cuentas de vidrio.

Jali Hora alzó su báculo, en cuyo extremo estaba montada una gran cruz de plata labrada, y toda la compañía hizo un silencio respetuoso.

–Va a dar la bendición -dijo Tessay, e inclinó la cabeza.

La bendición de Jali Hora fue larga y fervorosa; su falsete suscitó varias respuestas devotas de los monjes. Cuando terminó, dos debteras con espléndidas vestiduras lo ayudaron a bajar los escalones y sentarse en el jimmera, el taburete tallado, a la cabecera del grupo de diáconos y sacerdotes más ancianos.

El estado de ánimo de los monjes pasó de la contemplación religiosa a la alegre camaradería cuando de la terraza entró una procesión de acólitos; cada uno llevaba sobre la cabeza un canasto chato de mimbre del tamaño de una rueda de carro. Colocaron una bandeja en el centro de cada círculo.

Ante una señal de Jali Hora, levantaron las tapas al unísono y se alzó un coro de vítores, porque cada canasto contenía una escudilla de bronce llena de trozos redondos de injera, el pan ácimo gris chato.

Dos acólitos vinieron de la terraza, doblegados por el peso de una gran olla de bronce llena de wat, un guiso muy condimentado de carne gorda de cordero. Volcaron la olla sobre cada escudilla de pan injera para llenarla con el wat pardo rojizo en cuya superficie nadaban enormes manchas de grasa caliente.

La congregación se puso a comer vorazmente. Cada uno arrancaba un trozo de injera, con éste recogía una buena cantidad de wat y se llevaba la porción a la boca, que conservaba abierta al masticar. Luego tomaba un buen trago de tej antes de prepararse otro bocado de wat grasiento. En poco tiempo cada uno estaba engrasado desde la mano hasta el codo y alrededor del mentón, y aullaba de risa entre bocado y trago.

Los acólitos que servían la mesa pusieron gruesas hogazas de otra clase de injera junto a cada comensal. Eran más duras y menos harinosas, y se desmenuzaban fácilmente, a diferencia de las gomosas planchas grises del primer tipo.

Nicholas y Royan trataron de hacer justicia a la comida sin echársela encima como los demás. A pesar de su aspecto, el wat era sabroso, y el injera amarillo y seco le quitaba grasitud.

Las escudillas de bronce se vaciaron en un lapso asombrosamente breve. Sólo quedaba un revoltijo de pan y grasa cuando los acólitos trajeron nuevas ollas de wat, pero esta vez de pollo al curry. Lo volcaron directamente sobre los restos del cordero y nuevamente los monjes se abalanzaron a comer.

Mientras devoraban el pollo les llenaban nuevamente los frascos de tej, y algunos ya estaban verdaderamente alegres.

–Creo que no podré aguantar mucho más -dijo Royan con voz temblorosa.

–Hágalo por la patria -respondió Nicholas -. Usted es la invitada de honor. No podrá escapar.

Terminado el pollo, volvieron los servidores con ollas llenas hasta el borde de picante wat de carne vacuna, que echaron sobre los restos de los dos guisos anteriores.

El monje sentado frente a Royan vació su frasco. Cuando un acólito quiso volver a llenarlo, lo apartó al grito de, Katikala!"

Otros monjes empezaron a repetir a coro: "Katikala! Katikala!"

Los acólitos salieron y volvieron rápidamente con botellas del licor transparente como la ginebra y escudillas de bronce del tamaño de tazas de té.

–Cuidado con esto -dijo Tessay. Nicholas y Royan volcaron sus escudillas en las alfombras de juncos, pero los monjes vaciaron las suyas con avidez.

–Por cierto que Boris bebe lo suyo -observó Nicholas. El ruso tenía la cara congestionada y sudorosa, y reía como un idiota al beber.

Animados por el katikala, los monjes iniciaron un juego. Uno de ellos preparaba un bocado de wat de carne vacuna envuelto en injera y mientras la grasa caía sobre su mano derecha se volvía hacia su vecino. La víctima abría la boca de par en par, y su amable vecino le introducía todo en la boca. Desde luego que el bocado era el más grande que un par de mandíbulas humanas podían recibir, y para tragarlo la víctima debía correr el riesgo de morir por asfixia.

Aparentemente, las reglas del juego prohibían a la víctima el uso de sus manos. Tampoco podía permitir que la salsa chorreara sobre su túnica ni escupirla sobre sus vecinos. Sus contorsiones, sus gestos desesperados para tragar y respirar causaban una hilaridad incontenible. Cuando por fin lograba tragar, para premiarlo le alzaban a la boca una escudilla de katikala que debía tragar inmediatamente.

Alegre después de beber tanto tej y katikala, Jali Hora se paró torpemente. En su diestra tenía una porción humeante de injera. Cuando empezó a cruzar el salón, con la corona torcida sobre su cabeza, no comprendieron sus intenciones. Todos lo miraban con interés.

Bruscamente, Royan se puso tiesa.

–¡No! – exclamó horrorizada -. No, por favor. No lo permita, Nicky.

–Es el precio a pagar por ser la reina de la velada -le contestó. Jali Hora zigzagueaba hacia ella, y el jugo del bocado que llevaba en la mano ya le chorreaba por el antebrazo hasta el codo.

La banda empezó a tocar una melodía alegre. Cuando el abad se detuvo frente a Royan, hamacándose sobre sus pies como un viejo carruaje sobre sus elásticos, los tambores se sumaron frenéticamente a los pífanos y violines.

El abad ofreció su obsequio, y tras una mirada de desesperación a Nicholas, Royan decidió afrontar lo inevitable. Cerró los ojos y abrió la boca.

En medio de los gritos de aliento y la música de pífanos y tambores, se puso a masticar y tragar. Su cara se enrojeció y sus ojos se llenaron de lágrimas. En determinado momento Nicholas pensó que capitularía y escupiría todo sobre la alfombra de juncos. Pero lentamente y con coraje, poco a poco, terminó de tragarlo y se echó atrás, exhausta.

El auditorio demostró su aprobación con aplausos y gritos. El abad dobló sus rodillas rígidas, la abrazó y casi perdió la corona. Sin soltarla, se sentó a su lado.

–Parece que acaba de hacer una conquista -comentó Nicholas secamente -. Si no lo esquiva y sale corriendo, dentro de poco lo tendrá acostado sobre el regazo.

Royan reaccionó con rapidez. Tomó una botella de katikala y una escudilla que llenó hasta el borde.

–¡Bébelo, papito! – dijo en inglés, y le alzó la escudilla a los labios. Jali Hora aceptó el desafío, pero tuvo que soltarla para beber.

De repente se sobresaltó tan violentamente que derramó el resto de la bebida en el pecho del viejo. Su rostro palideció y empezó a temblar como si tuviera fiebre mientras miraba la corona de Jali Hora, que se le había caído sobre los ojos.

–¿Qué pasa? – preguntó Nicholas rápidamente, y la tomó de un brazo para sostenerla. Ningún otro de los presentes se había dado cuenta, pero a esa altura él conocía sus estados de ánimo.

Sin dejar de mirar la corona, con el rostro ceniciento, soltó la escudilla y le aferró la muñeca con fuerza sorprendente. Sintió dolor y notó que le había hundido las uñas en la piel.

–¡Mire la corona! – jadeó ella -. ¡La joya! ¡La joya azul!

La vio entre las cuentas de vidrio de colores chillones, los granates semipreciosos y los trozos de cristal de roca. Era un sello de cerámica azul, perfectamente redondo y del tamaño de una moneda grande, cocido hasta alcanzar una terminación dura e invulnerable al paso del tiempo. En el centro del disco estaba grabado un carro de guerra egipcio y sobre éste el perfil inconfundible del halcón con el ala rota. En torno de la circunferencia había una leyenda en jeroglíficos. La descifró en segundos:

SOY COMANDANTE DE DIEZ MIL

CARROS