13. TRES MUJERES

(Domingo 12 de agosto, a las 15:30)

El doctor Doremus nos miró a todos satíricamente y luego fijó los ojos en el sargento Heath.

—Bien, bien —dijo, ladeando la cabeza con conmiseración—. Conque ha vuelto el cadáver. Vamos a echarle una ojeada antes que se vuelva a escapar…

—Está un poco más bajo, por el Camino del Este —Vance se levantó de la silla y se acercó a la puerta—. Mejor es que vayamos en el coche.

Salimos de la casa, recogimos al detective Burke y montamos en el coche de Vance. Doremus nos siguió en el suyo. Dimos la vuelta a la casa y nos metimos en el Camino del Este. Al llegar frente a los agujeros subglaciales, donde Snitkin estaba de guardia, Vance detuvo el auto y nos apeamos.

Vance marchó delante hacia el terraplén y mostró la parte de roca del agujero donde estaba Montague.

—El cadáver está ahí —le dijo a Doremus—. No le hemos tocado.

El médico hizo una mueca de enojado aburrimiento.

—Mejor hubiera sido que trajéramos una escalera —murmuró, mientras trepaba por el bajo parapeto y se sentaba sobre su cima redondeada. Después de inclinarse sobre él e inspeccionar el cuerpo, se volvió hacia nosotros con una cara larga y se enjugó la frente.

—Ciertamente parece que está muerto. ¿Cómo se ha matado?

—Eso es lo que esperamos que usted nos diga —le contestó el sargento.

Doremus se bajó de la roca.

—Está bien. Sáquenlo y déjenlo en el suelo.

No era tarea fácil sacar a Montague del agujero, pues la rigidez de la muerte se había extendido ya sobre el cadáver y fueron necesarios varios minutos para que Heath y Snitkin la llevasen a cabo. Doremus se arrodilló y, después de extender los miembros retorcidos del muerto, comenzó a examinar las heridas de la cabeza y del pecho. Después de un rato, levantó la cabeza, y empujó el sombrero sobre la nuca con evidente incertidumbre.

—Es un caso raro —anunció—. Ha sido golpeado en la cabeza con un instrumento romo, que le ha abierto el cuero cabelludo y causado una fractura lineal del cráneo; quizá fue esa la que le causó la muerte. Pero, por otra parte, ha sido estrangulado; miren las equimosis a cada lado del tiroides. Y, además, juraría que esas señales no han sido hechas por manos humanas, ni siquiera por una cuerda. Miren esos ojos saltones y los labios y la lengua hinchados.

—¿Podría haberse ahogado en el agua? —preguntó Heath.

—¿Ahogado? —Doremus fijó una mirada compasiva en el sargento—. Acabo de decirle que le han dado un golpe en la cabeza y le han estrangulado. Si no podía hacer que penetrase aire en sus pulmones, ¿cómo podría haber entrado en ellos el agua?

—Lo que el sargento quiere decir, doctor —aclaró Markham—, es si pudo haberse ahogado antes de ser herido.

—No —repuso Doremus—. En ese caso, las heridas no serían del mismo tipo. No hubiera habido hemorragia en los tejidos adyacentes; las contusiones del cuello serían superficiales y circunscritas, y de un color menos pronunciado.

—¿Y qué dice usted de esas heridas del pecho? —preguntó Vance.

El doctor arrugó los labios con un gesto de desorientación. Antes de responder estudió de nuevo las tres heridas y luego se levantó.

—Que son unas heridas de muy mal aspecto, pero no graves. Han abierto el pectoral mayor y los músculos torácicos. Y han sido hechas antes de morir, eso se ve por el estado de la sangre…

—La verdad es que le trataron bastante mal.

Heath hablaba como un hombre lleno de asombro.

—Y no es eso todo —continuó Doremus—. Tiene algunos huesos rotos. La pierna derecha se dobla por debajo de la rodilla, lo cual demuestra que hay fractura de la tibia y de la fíbula. También tiene roto el húmero derecho, y por la depresión del lado izquierdo del pecho aseguraría que existe una fractura de varias costillas.

—Eso puede ser consecuencia de haber sido arrojado al agujero —sugirió Vance.

—Posiblemente —convino el doctor—. Pero tenemos también una rozaduras abiertas y oscuras, producidas después de la muerte, en la parte posterior de los dos talones, como si le hubieran arrastrado sobre una superficie áspera.

Vance hizo una profunda y deliberada aspiración de su cigarrillo.

—Eso es muy interesante —murmuró, con gesto meditabundo y la mirada fija en el espacio.

Markham le dirigió una mirada.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó, enfadado.

—Nada de particular —repuso Vance—. Pero el dictamen del doctor nos abre una nueva posibilidad.

Heath miraba como extático el cuerpo de Montague, y me pareció advertir miedo y asombro en su actitud.

—¿Cómo cree usted que se le han hecho esas heridas en el pecho, doctor? —preguntó.

—¿Y qué sé yo? Como ya le he dicho, yo soy médico y no detective. Pueden habérselas hecho con un instrumento agudo de cualquier clase.

Vance se volvió con una sonrisa.

—Es muy desagradable, doctor. Yo puedo explicar la intranquilidad del sargento. Se sustenta por aquí la teoría de que este hombre ha sido muerto por un dragón que vive en el estanque.

—¡Un dragón! —Doremus se quedó un momento atónito. Luego miró a Heath y se echó a reír—. Y el sargento se figura que el malvado dragón le ha causado esas heridas con sus garras —ladeó la cabeza sin dejar de reír—. Bien, bien. Ese es un buen medio de resolver el asunto. Cherchez le dragon. ¡Dios mío! ¿Adónde irá a parar el mundo?

Heath se molestó.

—Si usted hubiera pasado por todo lo que he pasado yo en los dos últimos días —gruñó—, creería usted cualquier cosa.

Doremus levantó irónicamente las cejas.

—¿Y no ha pensado usted en los duendes? Quizá ellos han matado a este individuo. O algún sátiro o gnomo. O tal vez las hadas le han matado de alegría. ¡Buen diagnóstico médico haría yo si atribuyese la muerte a las garras de un dragón!

—Y, sin embargo, doctor —intervino Vance, con desacostumbrada seriedad—, una especie de dragón le ha matado.

Doremus levantó las manos y luego las dejó caer con un gesto de desaliento.

—Como ustedes quieran. Pero yo soy un pobre médico y opino que al interfecto le dieron primero en la cabeza con un instrumento contundente, le abrieron luego el pecho, y por fin lo estrangularon, lo arrastraron a este agujero y lo arrojaron a él. Si la autopsia muestra alguna cosa diferente, ya se lo diré a ustedes.

Sacó un lápiz y un talonario de impresos y escribió alguna cosa. Cuando acabó, arrancó la hoja y se la entregó a Heath.

—Aquí tiene usted la orden para retirar el cadáver, sargento. Pero no habrá autopsia hasta mañana. Hace hoy demasiado calor. Hasta entonces puede usted estar haciendo de San Jorge y cazar dragones.

—Eso es precisamente lo que vamos a hacer —repuso Vance, sonriendo.

—Sólo como formalidad… —comenzó a decir Heath, pero el doctor le interrumpió con un gesto impaciente de la mano.

—¡Ya sé, ya sé! «¿Cuánto tiempo hace que está muerto?». Cuando muera y me encuentre en el infierno con el resto de la cofradía médica, esa será la pregunta que me zumbará eternamente en los oídos… Muy bien, sargento. Hace más de doce horas y menos de veinticuatro que está muerto. ¿Le gusta?

—Tenemos razones para creer, doctor —dijo Markham—, que este hombre fue muerto anoche alrededor de las diez.

Doremus miró el reloj.

—Entonces hace dieciocho horas. Sí, eso debe de ser —se volvió y se dirigió a su coche—. Y ahora me vuelvo a mi partida de naipes y a mi sillón. ¡Dios mío, qué día! Cogeré una insolación o me volveré loco, como lo están todos ustedes, si no me vuelvo pronto a casa —se metió en el coche—. Pero me vuelvo por la Avenida de Payson. No me atrevo a pasar cerca del estanque —dirigió una mirada de burla a Heath—. No vaya a encontrarme con un dragón.

Y saludando alegremente con la mano, enfiló el camino del Este.

Heath ordenó a Snitkin y a Burke que se quedasen con el cuerpo de Montague hasta que fuese retirado, y todos los demás volvimos a la residencia de Stamm, desde donde el sargento telefoneó al Departamento de Sanidad para que enviasen una camilla.

—¿Y dónde nos hallamos ahora? —preguntó Markham con desaliento, cuando estuvimos otra vez sentados en el salón—. Cada nuevo descubrimiento parece sumir más y más el asunto en un misterio impenetrable. No hay, al parecer, ninguna pista que nos lleve a nada práctico.

—No lo pienso yo así —replicó alegremente Vance—. Yo creo que la cosa está empezando a tomar forma. El doctor Doremus nos ha dicho muchas cosas reveladoras. La técnica del asesino ha sido única. Su brutalidad y su locura tienen posibilidades asombrosas. Tengo la idea, Markham, de que no se esperaba que pudiéramos encontrar el cuerpo. De otra manera, ¿por qué lo habrían de haber escondido con tanto cuidado? El asesino pretendía que todo el mundo creyera que Montague había decidido desaparecer voluntariamente.

Heath asintió.

—Ya veo adónde va usted a parar, mister Vance. La nota que encontramos en los trajes de Montague, por ejemplo. Mi idea es que la dama que escribió aquella nota tenía un cómplice en el coche, que cometió el crimen y arrojó el cuerpo en aquel agujero.

—Eso no va a ninguna parte, sargento —le interrumpió Vance, con voz amable, pero firme—. Si fuera ese el caso, habríamos hallado huellas de Montague saliendo del estanque.

—¿Y por qué no las hemos encontrado entonces? —preguntó Markham con exasperación—. El cuerpo lo hemos hallado en el camino del Este. Tuvo que salir del estanque de alguna manera.

—Sí, sí; no cabe duda de que salió de alguna manera —Vance frunció las cejas. Algo le tenía profundamente preocupado—. Esa es la parte más endiablada… Yo creo, Markham, que Montague no dejó huellas porque no podía dejarlas. Quizá nunca quiso salir del estanque, sino que le sacaron de él.

—¡Dios mío! —Markham se levantó nerviosamente y respiró con fuerza—. ¿Vuelves otra vez a esa desagradable teoría del dragón con alas?

—Pero no en la clase de dragón que tú te imaginas. No hago más que indicar la posibilidad de que el desgraciado Montague fuese muerto en el estanque y sacado luego.

—Pero esa teoría —protestó Markham— no hace más que envolvernos en nuevas complicaciones.

—Ya me doy cuenta de ello —suspiró Vance—; pero, al fin y al cabo, de alguna manera ha hecho el viaje desde el estanque al agujero. Y es indudable que no fue por su propia voluntad.

—¿Y qué opina usted del coche que se oyó en el camino del Este?

El positivo sargento intervino de nuevo en la discusión.

—Ese coche es lo que más me desconcierta. Quizá ha sido el medio con que han transportado a Montague. Pero ¿cómo fue desde el estanque hasta el coche? ¿Y por qué le han mutilado de una manera m brutal?

Fumó un rato en silencio y luego se volvió a Markham.

—Hay varias personas que aún no se han enterado del hallazgo del cuerpo de Montague: Ruby Steele, mistress McAdam y Bernice Stamm. Creo que ha llegado la hora de informarlas. Sus reacciones pueden sernos útiles…

Enviamos por las tres mujeres, y cuando entraron Vance les informó de las circunstancias que rodeaban el descubrimiento del cadáver y el resultado de su examen. Hablaba con tono natural y noté que observaba estrechamente a sus oyentes mientras lo hacía. Por el momento no pude comprender la razón de sus procedimientos, pero no tardé mucho en darme cuenta de por qué había elegido este método para enterar a todo el mundo de nuestro fúnebre hallazgo.

Las tres mujeres escucharon con atención, y un breve silencio siguió a las palabras de Vance. Luego Ruby Steele dijo en voz baja y sentenciosa:

—Esto viene a confirmar, en realidad, lo que yo le dije anoche. El hecho de que no haya huellas que salgan del estanque no quiere decir nada. Un hombre como este mestizo Leland, con todos sus poderes ocultos, puede hacer cosas que parecen milagros. ¡Y él fue la última persona que volvió a la casa!

Yo esperé que Bernice Stamm se molestase por esta acusación; pero no hizo más que sonreír y decir con turbada dignidad:

—No me sorprende que el pobre Montague haya sido hallado; pero no creo que se necesiten milagros para explicar su muerte —luego sus pupilas se dilataron y su pecho se agitó con una respiración acelerada—. Pero —concluyó— no comprendo las heridas que tiene en el pecho.

—¿Entiende usted alguno de los demás aspectos del caso, miss Stamm? —preguntó Vance.

—¡No, no! —gritó—. No entiendo nada de lo ocurrido.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo continuar.

—No se apure usted —dijo Vance, consolándola—. Está usted terriblemente nerviosa.

—¿Puedo retirarme? —le suplicó ella.

—Desde luego.

Vance se levantó y la acompañó hasta la puerta.

Cuando volvió a ocupar su silla, habló Teeny McAdam. Había estado fumando, sumida en profunda meditación. Dudo de que oyera ninguna de las palabras de Bernice Stamm. De súbito se volvió hacia Vance con las facciones contraídas.

—¡Escuche! —comenzó, con tono perentorio—. ¡Estoy harta de este miserable asunto! Montague ha muerto; han hallado ustedes su cuerpo y yo tengo algo de que informarles. Alex Greef odiaba a Montague, y se lo dijo a él mismo el viernes por la noche; yo lo oí: «No se casará usted con Bernice, si yo puedo evitarlo». Montague se echó a reír y respondió: «¿Y qué va usted a hacer para evitarlo?». Y Greef le dijo: «Muchas cosas, si el dragón no acaba con usted primero». Luego le insultó y se marchó a la cama…

—¿Qué cree usted que quería decir Greef al referirse al dragón?

—No lo sé, pero luego se me ocurrió que quizá aludiese a Leland.

—¿Fue esta la causa de que gritara usted cuando Montague no salió del estanque?

—¡Sí! Estuve muy inquieta todo el día de ayer cuando Greef se arrojó al estanque a fingir que buscaba a Montague, no apartaba la vista de él, pero se fue nadando hacia la parte oscura, al otro lado del estanque.

—¿Y mantuvo usted los ojos fijos en aquella dirección?

Mistress McAdam asintió.

—Yo no sabía lo que se proponía y no me fiaba le él… Después, cuando salió a la orilla, me dijo al oído: «Montague ya no existe; mejor». Yo no pude comprender entonces cómo lo pudo hacer, pero ahora que han hallado el cuerpo de Montague en el agujero, tenía que decirles lo que sé.

Vance asintió, comprensivo.

—Pero ¿por qué se asustó usted cuando le dije anoche que había caído algo extraño en el estanque?

—No lo sé exactamente —la mujer hablaba con apresuramiento y excitación—. Pero pensé que podía ser parte del complot para matar a Montague… o que quizá era su cuerpo que habían arrojado desde lo alto del terraplén…, o que alguien estaba en el agua maltratando su cuerpo…

Su voz se extinguió y contuvo el aliento.

Vance se levantó y la miró con frialdad.

—Gracias por sus informaciones —dijo, saludando—, y siento que todos estos acontecimientos la hayan afectado. Usted y miss Steele pueden volver ahora a la biblioteca, pues tenemos que atender a otros asuntos; y supongo que si más tarde necesitamos su asistencia, tendrán ustedes la bondad de prestárnosla.

Cuando se fueron las mujeres, hubo una breve discusión sobre el mejor procedimiento que cabía seguir en el caso. La dificultad mayor estaba en que no había ningún hecho tangible que sirviera como punto de partida. Desde luego, el cadáver de Montague era una realidad y había varios sospechosos; es decir, personas con motivos para matar al hombre. Pero no había conexiones, ni una línea de investigación, ni una pista en dirección determinada. El modus operandi del asesinato era en sí un misterio incalculable, y sobre toda la situación se cernía el mito siniestro del dragón.

Los trámites policíacos, sin embargo, seguían su orden, y el sargento insistió en llevarlos a término sin más dilaciones. Markham convino con él, y Vance, que para la solución de los problemas criminales confiaba, principalmente, en un proceso intuitivo y en los razonamientos psicológicos, se conformó por fin. El caso le había impresionado profundamente; contenía elementos que le atraían, y no quería perder una hora con las rutinarias actividades del sargento. Además, tenía sobre el caso varias ideas definidas, aunque vagamente formuladas.

—Una llave muy sencilla —dijo— es lo que necesitamos para abrir la puerta de este misterio. Pero sin ella no podemos hacer nada… ¡Qué situación tan asombrosa! Hay una porción de gente que confiesa alegrarse de que Montague haya muerto, y cada uno acusa al otro de haber intervenido en su muerte. Pero por otra parte, las circunstancias que lo rodean parecen excluir la posibilidad del homicidio… Fue él quien ideó el baño, y el primero que se arrojó al agua en presencia de todos… Y, sin embargo, Markham, estoy convencido de que todo fue planeado con mucho tiento y deliberado y reducido a cifras vulgares, para que tuviera las apariencias de un accidente.

Markham estaba a punto de estallar.

—Y, admitiendo todo eso, ¿cómo te propones descifrar el rompecabezas, si no es por los métodos ordinarios que propone el sargento?

—No puedo decir nada, por el momento —Vance miraba pensativo al espacio—. Tenía, sin embargo, la esperanza de visitar hoy la colección de peces tropicales de Stamm.

La exasperación de Markham estalló.

—Los peces esperarán hasta mañana. Mientras tanto, el sargento practicará los trámites ordinarios.