4. UNA INTERRUPCIÓN
(Domingo 12 de agosto, a la 1:35)
Markham exhaló un profundo y enojado suspiro y fijó en Vance una mirada de exasperación.
—¿No estás satisfecho aún? —le preguntó con impaciencia—. Creo que debemos irnos a casa.
—Mi querido Markham —protestó Vance, encendiendo otro Regie—, nunca me perdonaría el marcharme sin conocer, por lo menos, a mistress McAdam. ¡Palabra! ¿No tienes interés en conocerla?
Markham rezongó algo con resignada impaciencia, y se volvió a sentar.
Vance se volvió a Heath.
—Traiga usted al criado, sargento.
Heath salió, lleno de alegría, volvió a poco con el criado a remolque. Este era un hombre bajo y grueso, de más de cincuenta y cinco años y de cara redonda. Sus ojos eran pequeños y astutos; la nariz curvada y los ángulos de la boca caídos y formando un arco. Llevaba un tupé rubio que ni le sentaba bien ni disimulaba su calvicie. Su librea necesitaba urgentemente la plancha, y su camisa distaba mucho de ser inmaculada; pero se daba aire inconfundible de pomposa superioridad.
—Tengo entendido que se llama usted Trainor —dijo Vance.
—Sí, señor.
—Bien, Trainor; parece que existen considerables dudas acerca de lo ocurrido aquí esta noche. Por eso ha venido el fiscal del distrito.
Los ojos de Vance estaban fijos con interés en aquel hombre.
—Si me permite el señor expresar mi opinión —dijo Trainor con una desagradable voz de falsete—, creo que su presencia obedece a una idea excelente. Nunca se sabe lo que hay detrás de esos episodios misteriosos.
Vance levantó las cejas.
—¿De modo que opina usted que el episodio es misterioso? ¿Puede decirnos algo interesante?
—No, señor —el hombre levantó la barbilla con altivez—. No tengo la menor sugestión que hacer. Gracias por el honor que me hacen al preguntarme.
Vance cambió de conversación y dijo:
—El doctor Holliday nos ha contado que mister Stamm ha estado muy malo esta noche, y según mister Leland, pidió otra botella de whisky cuando los demás huéspedes fueron a bañarse al estanque.
—Sí, señor. Le llevé otra botella de su whisky favorito…, aunque puedo decir que me tomé la libertad de protestar ante mister Stamm, pues ya había bebido mucho. Pero se enfadó y casi me insultó, y yo me dije que cada uno a lo suyo, ya que, como usted comprende, no era posible negarme a obedecer las órdenes del dueño.
—Desde luego, desde luego, Trainor. No le hacemos a usted responsable del estado de mister Stamm —le aseguró Vance.
—Gracias, señor. Debo decir, sin embargo, que mister Stamm ha estado muy preocupado por algo durante las últimas semanas. El jueves pasado se le llegó a olvidar dar de comer a los peces.
—¡Eh! Algo muy importante debía de tener ocupada su mente. ¿Y procuró usted que los peces no pasasen hambre el jueves?
—Sí, señor. Soy muy aficionado a ellos, y si me es permitido decirlo, soy una autoridad en la materia. Muchas veces no estoy de acuerdo con el amo sobre los cuidados que necesitan algunas de sus especies más raras. Sin que él lo sepa, he mandado hacer algunos análisis del agua para conocer su acidez y su alcalinidad, y me he encargado de aumentar la alcalinidad del agua en los tanques donde tiene los Scatophagus argus, y desde entonces se crían mucho mejor.
—Yo prefiero el agua ligeramente alcalina para los Scatophagus —comentó Vance con una sonrisa—. Pero dejemos esta materia, por el momento. Haga el favor de decir a mistress McAdam que deseamos verla aquí, en el salón.
El criado saludó, salió y regresó pocos minutos después acompañando a una mujer baja y gruesa.
Teeny McAdam tendría unos cuarenta años, pero por sus vestidos y sus modales era evidente que trataba, con verdadera desesperación, de parecer joven. Había, sin embargo, en su aspecto una dureza que no podía disimular. Parecía estar perfectamente tranquila cuando se sentó en la silla que Vance le ofreció.
Este le explicó brevemente por qué nos hallábamos allí, y me sorprendió el hecho de que ella no demostrase ninguna extrañeza.
—Siempre es conveniente —concluyó Vance— investigar las tragedias como esta, cuando queda alguna duda en el ánimo de uno de los testigos, y parece ser que las hay, y muy considerables, entre varias de las personas que han presenciado la desaparición de Montague.
La mujer, por toda respuesta, sonrió de una manera glacial y esperó.
—¿Tiene usted alguna duda, mistress McAdam? —preguntó Vance.
—¿Dudas? ¿Qué clase de dudas? Realmente no entiendo lo que quiere usted decir —hablaba con voz fría y estudiada—. Montague está, indudablemente, muerto. Si fuera algún otro el desaparecido, podríamos sospechar que nos habían gastado una broma; pero Montague no sabía bromear. En realidad, le faltaba el sentido del humor de una manera lamentable. Era demasiado vanidoso para bromear.
—Deduzco que le conocía usted desde hace mucho tiempo.
—Demasiado —replicó la mujer con un tono que me pareció de odio.
—Me han dicho que dio usted un grito al ver que no salía del agua.
—Un impulso juvenil —repuso ella con frivolidad—. A mi edad debería ser más reservada.
Vance contempló un momento la punta de su cigarrillo.
—¿No esperaba usted, por casualidad, la muerte de Montague en aquel momento?
La mujer se encogió ligeramente de hombros, y una luz rencorosa apareció en sus ojos.
—No, no la esperaba —repuso con amargura—, aunque la deseaba, como muchos otros.
—Muy interesante —murmuró Vance—. Pero ¿qué estaba usted mirando por encima del estanque, después de la desaparición de Montague?
Sus ojos se entornaron y adquirieron una expresión que contradecía su gesto de indiferencia.
—En realidad, no recuerdo que mirase nada en aquel momento —repuso—. Probablemente registraba la superficie del agua. Eso era natural, ¿verdad?
—Claro, claro. Uno registra instintivamente la superficie del agua, cuando un nadador deja de aparecer. Pero tengo entendido que la actitud de usted no parecía indicar este impulso natural. La verdad es que me han indicado que miraba por encima del agua, hacia los peñascos de enfrente.
La mujer levantó los ojos hacia Leland, y una lenta sonrisa de desprecio se dibujó en su rostro.
—Comprendo —dijo—. Este mestizo ha tratado de alejar las sospechas de su persona —luego volvió a mirar a Vance y habló con los dientes apretados—. Mi sugestión es que mister Leland puede informarles mejor que nadie sobre la catástrofe.
Vance asintió con la cabeza.
—Ya me ha contado cosas fascinadoras —se inclinó hacia adelante con una sonrisa que no se extendió a sus ojos—. Quizá le interese saber —añadió— que hace pocos minutos sonó un golpe tremendo en el agua del estanque, cerca del lugar hacia donde usted miraba.
Un súbito cambio se operó en Teeny McAdam. Su cuerpo pareció ponerse rígido y sus manos se crisparon sobre los brazos del sillón en que estaba sentada. Palideció perceptiblemente y tomó aliento como para serenarse.
—¿Está usted seguro? —murmuró con voz ahogada y los ojos fijos en Vance—. ¿Está usted seguro?
—Completamente seguro. Pero ¿por qué se sobresalta usted?
—Se cuentan historias extrañas de este estanque —comenzó a decir, pero Vance la interrumpió.
—Sí, muy extrañas. Pero supongo que no es usted supersticiosa.
En los labios de ella se dibujó una media sonrisa y su cuerpo volvió a quedarse fláccido.
—No; soy demasiado vieja para eso —hablaba otra vez con su antiguo tono frío y reservado—. Pero me he asustado un momento. Esta casa y sus alrededores no son lo más a propósito para calmar los nervios. ¿Sonó un golpe en el agua del estanque? No puedo suponer lo que habrá sido. Quizá uno de los peces voladores de Stamm —sugirió con un intento de frivolidad. Luego su expresión se endureció y dirigió a Vance una mirada retadora—. ¿Quiere usted preguntarme algo más?
—No, señora —respondió él—. Ya he agotado mi repertorio de preguntas; pero tengo que rogarle que permanezca usted, por el momento, en su habitación.
Teeny McAdam se levantó también, dando un exagerado suspiro de alivio.
—Ya me lo esperaba. Es un inconveniente morirse. Pero ¿no será contrario a sus disposiciones que Trainor me lleve algo de beber?
—De ninguna manera —asintió Vance galantemente—. Con mucho gusto le enviaré todo lo que desee, sí la bodega lo permite.
—Es usted muy amable —respondió con sarcasmo—. Creo que Trainor podrá encontrar algo.
Dio jocosamente las gracias a Vance y salió de la habitación. Vance llamó otra vez al criado.
—Trainor —le dijo cuando entró—, mistress McAdam quiere beber alguna cosa. Sírvale usted un cóctel de coñac y menta.
—Comprendido, señor.
Al salir Trainor de la estancia, apareció el doctor Holliday en la puerta.
—Ya está mister Stamm en la cama y la enfermera en camino —dijo—. Si quiere usted hablar con él ahora, no hay inconveniente.
El dormitorio del dueño de la casa estaba en el segundo piso, frente a la escalera principal, y cuando entramos, conducidos por el doctor Holliday, Stamm nos miró con asombro y resentimiento.
Aun estando en la cama pude observar que era un hombre de estatura extraordinaria. Estaba pálido como un cadáver, con los penetrantes ojos rodeados de sombras y las mejillas hundidas. Era ligeramente calvo, pero tenía las cejas espesas y casi negras. A pesar de su palidez y evidente estado de debilidad, era sin duda un hombre de gran resistencia y vitalidad. Un tipo que encajaba bien en las románticas historias de sus aventuras por los mares del Sur.
—Estos son los señores que desean verle a usted —dijo el doctor a guisa de presentación.
Stamm nos miró a todos, uno por uno, volviendo la cabeza con debilidad.
—¿Y quiénes son y qué quieren? —preguntó en voz baja e irritada.
Vance le explicó quiénes éramos, y agregó:
—Ha ocurrido una tragedia en su casa esta noche y hemos venido a investigar.
—¿Una tragedia? ¿Qué quiere usted decir?
Los ojos penetrantes de Stamm no se apartaban de la cara de Vance.
—Tememos que uno de sus huéspedes haya perecido ahogado.
Stamm se animó de súbito; sus manos se movieron nerviosamente sobre la colcha de seda y levantó la cabeza de la almohada con los ojos inflamados.
¡Un ahogado! —exclamó—. ¿Dónde? ¿Quién? Espero que habrá sido Greef, que me está desesperando hace varias semanas.
Vance ladeó la cabeza.
—No, no ha sido Greef; ha sido el joven Montague. Se arrojó al estanque y no ha vuelto a salir.
—¡Montague! —Stamm se dejó caer sobre la almohada—. ¡Ese vanidoso! ¿Cómo está Bernice?
—Durmiendo —le informó el doctor, tranquilizándole—. Ha pasado, naturalmente, un mal rato, pero mañana estará bien.
Stamm pareció tranquilizarse, y al cabo de un momento movió con pesadez la cabeza hacia Vance.
—Supongo que desean ustedes interrogarme.
Vance miró con atención, y creo que con desconfianza, al enfermo. Admito, por mi parte, que experimenté la impresión distinta de que estaba representando un papel y que las observaciones que hacía eran fundamentalmente insinceras. No puedo decir de una manera precisa por qué me causó esta impresión. Vance le preguntó a continuación:
—Tenemos entendido que uno de los huéspedes a quien usted invitó a su fiesta no asistió a ella.
—Bueno, ¿y qué? —demandó Stamm—. ¿Tiene eso algo de extraordinario?
—No, nada —admitió Vance, pero es algo interesante. ¿Cómo se llama esa señora?
Stamm vaciló y desvió los ojos.
—Ellen Bruett —dijo por fin.
—¿Nos puede usted decir algo de ella?
—Muy poco —repuso Stamm de mala gana—. Hacía muchos años que no la veía. La conocí a bordo de un barco, en un viaje a Europa, y la volví a ver en París. Personalmente, sólo sé de ella que es muy agradable y atractiva. Me dijo que acababa de regresar de un viaje a Oriente, y me indicó que le gustaría reanudar nuestra amistad. Necesitábamos otra mujer en la reunión y la invité. El viernes por la mañana me telefoneó diciendo que salía inesperadamente para América del Sur… Eso es todo lo que sé de ella.
—¿Le dijo usted, por casualidad —preguntó Vance—, los nombres de los otros invitados?
—Le dije que vendrían Ruby Steele y Montague. Ambos se han dedicado al teatro, y creí que conocería sus nombres.
—¿Y los conocía?
Vance se llevó el cigarrillo a los labios.
—Recuerdo que dijo haber conocido a Montague en Berlín.
Vance dio un paso hasta la ventana y volvió.
—Curiosa coincidencia —murmuró.
Los ojos de Stamm le siguieron.
—¿Qué tiene de curioso? —preguntó con acritud.
Vance se encogió de hombros y se detuvo al pie de la cama.
—No lo sé, ¿y usted?
Stamm se levantó sobre la almohada y le miró con enojo.
—¿Qué quiere usted decir con esa pregunta?
—Sencillamente esto, mister Stamm —el tono de Vance era muy grave—: Todo el que ha hablado con nosotros hasta ahora parece tener una particular arriére pensé con relación a la muerte de Montague, y ha habido indicios de crimen…
—¿Y el cuerpo de Montague?… —interrumpió Stamm—. ¿Lo han hallado ustedes? Esto es lo que contará la Historia. Probablemente se fracturó el cráneo dando un salto de fantasía, para impresionar a las señoras.
—No, no hemos encontrado todavía su cuerpo. Era demasiado tarde para traer esta noche un bote y ganchos al estanque.
—No es necesario que los traigan —le informó Stamm con violencia—. Hay dos grandes puertas por encima del filtro que pueden cerrarse, y una compuerta en la presa por la que se puede vaciar el estanque. Lo dejo seco una vez al año para limpiarlo.
—¡Ah! Bueno es saberlo, ¿eh, sargento? —y luego a Stamm—: ¿Son difíciles de manejar las puertas y la compuerta?
—Ya nos ocuparemos en eso por la mañana —Vance miró a Stamm, pensativo—. Y a propósito, uno de los hombres del sargento nos ha informado de que algo grande ha caído ruidosamente al estanque hace un rato.
—Una parte de aquella maldita roca… —dijo Stamm—. Hace mucho tiempo que estaba suelta —luego se movió con inquietud y preguntó—: ¿Importa algo?
—A mistress McAdam pareció causarle mucha impresión.
—Histeria —rezongó Stamm—. Probablemente Leland le habrá estado contando historias del estanque. Pero ¿adónde quiere usted ir a parar?
Vance sonrió ligeramente.
—No lo sé; pero el hecho de que un hombre haya desaparecido esta noche en el Estanque del Dragón parece que ha impresionado a mucha gente de una manera particular. Nadie está muy convencido de que se trate de una muerte accidental.
—¡Tonterías!
Stamm se incorporó hasta quedar apoyado en un codo y adelantó la cabeza. Una luz extraña iluminó sus ojos y su cara se agitaba de una manera espasmódica.
—¿No puede ahogarse un hombre sin que se le llene a uno la casa de policías? —su voz era alta y aguda—. ¡Montague! ¡Bah! El mundo está mejor sin él.
Stamm se excitaba cada vez más y su voz se hacía más chillona.
—Montague se metió de un salto en el estanque y no ha vuelto a salir, ¿no es verdad? ¿Y es eso causa bastante para que se me moleste estando enfermo?
En este momento se produjo una sorprendente y aterradora interrupción. La puerta del vestíbulo había quedado abierta y hasta nosotros llegó, de súbito, desde el piso de arriba, el grito inarticulado y escalofriante de una mujer.