5. EL MONSTRUO ACUÁTICO

(Domingo 12 de agosto, a las 2)

Hubo un momento de silencio tenso y asustado. Luego Heath corrió hacia la puerta, llevándose la mano al bolsillo donde guardaba el arma. Al llegar al umbral, Leland se le acercó rápidamente y le puso una mano en el hombro.

—No se atormente. No ha sucedido nada.

—¡Cómo que no! —le gritó Heath, rechazándole y saliendo a la escalera.

En el corredor se abrieron varias puertas y sonaron varias exclamaciones.

—¡Vuélvanse a sus habitaciones! —gritó Heath—. Y quédense en ellas.

Se plantó, agresivamente, en medio del corredor.

Algunos de los huéspedes, asustados por el grito, habían salido a sus puertas a ver qué ocurría. Pero al encontrarse con la amenazadora actitud del sargento y asustados por su colérica orden, se volvieron a sus habitaciones y oímos cómo se cerraban sus puertas. El sargento, confuso e indeciso, se volvió con un gesto ominoso a Leland, que estaba en pie en la puerta, con una expresión tranquila, pero preocupada.

—¿De dónde ha venido ese grito? —preguntó—. ¿Y qué significa?

Antes que Leland pudiera contestar, Stamm se levantó, hasta sentarse en la cama, y miró a Vance con enfado.

—Por el amor de Dios, señores —dijo con voz irritada y quejumbrosa—. ¿Quieren hacer el favor de salir de aquí? Ya han hecho ustedes bastante daño. ¡Salgan, les digo! ¡Fuera! —luego se volvió al doctor Holliday—. Haga el favor de ir a darle algo a mi madre. Con todo este alboroto en la casa le ha dado otro ataque.

El doctor Holliday salió de la habitación y le oímos subir las escaleras.

Vance no se dejó impresionar por el episodio. Permaneció en el corredor, mirando con malos ojos hacia el piso de arriba.

—Vamos, sargento —le dijo Vance—. También usted está nervioso.

Por fin Heath se sacó la mano del bolsillo y nos siguió de mala gana.

Otra vez en el salón, Vance fijó en Leland una mirada interrogadora y esperó una explicación.

Leland sacó de nuevo su pipa y se puso a cargarla lentamente.

—Ha sido la madre de Stamm —dijo cuando tuvo la pipa en condiciones—. Ocupa el tercer piso de esta casa y está un poco trastornada —señaló la cabeza con un gesto ligero, pero significativo—. No es peligrosa, sino maniática…, propensa a alucinaciones temporales. Tiene extraños ataques de cuando en cuando, y dice incoherencias.

—Tal vez una paranoica leve —murmuró Vance—. Algún miedo oculto, quizá.

—Eso me parece —repuso Leland—. Una psiquiatra que la ha visitado varios años, aconsejó a Stamm un sanatorio particular, pero Stamm no quiso escucharle. En lugar de eso le dejó todo el piso de arriba de la casa y siempre la acompaña alguien. Goza de una salud perfecta y casi siempre se muestra muy razonable. Pero no la dejan salir. La cuidan bien, sin embargo, y el tercer piso tiene un balcón grande y un mirador para su diversión. Pasa la mayor parte de su tiempo cultivando plantas raras.

—¿Con qué frecuencia le dan los ataques?

—Dos o tres veces al año, creo.

—¿Y la naturaleza de esos ataques?

—Varía. Algunas veces habla y discute con gente imaginaria. Otras se refiere a cosas que sucedieron cuando ella era niña, o toma violentas y súbitas antipatías a la gente sin ninguna razón, y regaña y amenaza.

—Típico —musitó; luego, después de varias profundas inhalaciones de su Regie, preguntó, como al descuido—: ¿A qué lado de la casa caen el balcón y el mirador de mistress Stamm?

Los ojos de Leland se volvieron rápidamente hacia Vance y levantó la cabeza.

—En la esquina del Noroeste —dijo, con una inflexión de la voz algo elevada, como si dejase adrede su respuesta incompleta.

—¡Ah! —Vance se quitó despacio el cigarrillo de los labios—. ¿Sobre el estanque, verdad?

Leland asintió, y después de una breve vacilación añadió:

—El estanque tiene una curiosa influencia sobre su imaginación. Es la causa de la mayor parte de sus alucinaciones. Permanece muchas horas sentada contemplándolo abstraída, y la alemana que la cuida, una enfermera muy inteligente, me ha dicho que nunca se acuesta sin haberlo mirado durante algunos minutos desde el balcón.

—Muy interesante. ¿Y podría usted decirme, mister Leland, si sabe cuándo fue construido ese estanque?

Leland frunció las cejas pensativo.

—No puedo decirlo exactamente. Sé que fue construido por el abuelo de Stamm, es decir, él puso la presa para ensanchar el cauce del río, pero creo que lo único que pensaba era mejorar el panorama, Fue el padre de Stamm, José Stamm, quien puso la pared de cemento de ese lado del estanque, para impedir que el agua se extendiera demasiado; y fue el mismo Stamm quien puso el filtro y las compuertas cuando empezó a utilizar el estanque para nadar. El agua no estaba muy libre de escombros y quiso, filtrarla y poder cerrar el cauce para limpiar de cuando en cuando el estanque.

—¿De dónde procede el nombre del estanque?

Leland se encogió ligeramente de hombros.

—Dios lo sabe. De alguna vieja tradición india, probablemente. Los indios de estos alrededores le llamaron originariamente de varias maneras: Amangaming Amangemokdom Wikit, y algunas veces Amangemokdomipek; pero, por lo general, utilizaban la palabra más corta, Amangaming, que significa, en el dialecto lenape de los indios algonkinos, «el lugar del monstruo acuático». Cuando yo era niño mi madre citaba siempre el estanque por este nombre, aunque en aquella época era generalmente conocido por el Lago del Dragón, que es una traducción bastante exacta de su nombre original. De él se han derivado muchas leyendas y supersticiones. El dragón acuático, Amangemokdom o Amangegach, se usaba como el coco para asustar a los niños recalcitrantes.

Markham se levantó con impaciencia y miró su reloj.

—Esta es la hora más apropiada —dijo— para discutir mitología.

—Poco a poco, amigo mío —repuso Vance—. Estos datos etnológicos son de los más fascinadores. Por primera vez esta noche me parece que estamos adelantando algo. Estoy empezando a comprender por qué todo el mundo en esta casa parece lleno de dudas y presentimientos.

Sonrió y volvió su atención a Leland.

—¿Y son frecuentes esos gritos en mistress Stamm durante sus momentos de crisis?

Otra vez volvió a dudar Leland, mas por fin, halló una respuesta.

—Sí, algunas veces.

—¿Y suelen estar relacionados esos gritos con alucinaciones sobre el estanque?

Leland inclinó la cabeza.

—Sí, siempre —y luego añadió—: Pero nunca ha explicado de una manera coherente la causa exacta de sus perturbaciones. Yo he estado presente cuando Stamm trataba de obtener alguna aclaración por parte de ella, pero no la ha podido conseguir jamás. Es como si temiera para el porvenir alguna cosa que su mente excitada no puede apreciar del todo.

En aquel momento se entreabrieron las cortinas y apareció la cara turbada del doctor Holliday.

—Me alegro de que aún estén ustedes aquí, señores —dijo—. Mistress Stamm se halla en un estado de ánimo desacostumbrado e insiste en verlos a ustedes. Padece uno de sus ataques periódicos; nada serio, les aseguro, pero está muy excitada y se niega a tomar nada para tranquilizarse. Realmente, no sé si debiera mencionarles a ustedes estas cosas, pero dadas las circunstancias…

—Yo les he explicado a estos señores el estado de mistress Stamm —dijo Leland con calma.

El doctor pareció tranquilizarse.

—En este caso —continuó— puedo decirles a ustedes, francamente, que estoy un poco preocupado. Mistress Stamm insiste en ver a la Policía, como los llama a ustedes —se detuvo, como si dudase—. Quizá fuera mejor, si no les parece mal. Puesto que tiene esa idea, tal vez una conversación con ustedes provocase la necesaria reacción. Pero les prevengo que está un poco alucinada y que han de tratarla teniéndolo en cuenta.

Vance se había levantado.

—Comprendido, doctor —dijo, y añadió, con tono significativo—: Quizá sea mejor para todos hablar con ella.

Volvimos a subir la mal alumbrada escalera hasta el segundo piso y luego continuamos hasta las habitaciones de mistress Stamm.

En el tercer piso, el doctor nos condujo por un ancho pasillo, hacia la espalda de la casa, hasta una habitación cuya luz iluminaba a través de la puerta abierta y la oscuridad del pasillo. La estancia era grande y estaba atestada de muebles antiguos. Un enorme lecho con dosel se alzaba a la derecha de la puerta, adornado de damasco color de rosa; y del mismo damasco, de cuyo color primitivo quedaba ya muy poco, eran las largas cortinas de las ventanas. Los visillos de encaje estaban arrugados y sucios. Frente al lecho se hallaba la chimenea, en cuyo hogar yacía una colección de conchas pulidas; al lado había una alta mesa llena de cosas antiguas y chucherías.

Cuando entramos, una mujer alta y de cabellos grises, con un delantal blanco, se apartó para dejarnos paso.

Al otro lado de la estancia, cerca de la ventana, estaba mistress Stamm. Al verla sentí un extraño estremecimiento. Tenía las dos manos apoyadas sobre el respaldo de una silla, y la cabeza tendida hacia adelante en una actitud de temerosa espera. A pesar de la brillante iluminación de la estancia, sus ojos relucían con fiereza. Era una mujer pequeña y delgada, pero que causaba la impresión irresistible de fuerza y vitalidad. Las manos que tenía apoyadas sobre el respaldo de la silla más bien parecían de hombre que de mujer. (Se me ocurrió la idea de que podría, fácilmente, levantar a pulso la silla.) Tenía una nariz romana y la boca ancha y contraída por una sonrisa sardónica. Los cabellos eran grises, veteados de negro y recogidos por encima de unas orejas prominentes. Vestía un quimono de descolorida seda roja, que arrastraba por el suelo, dejando ver sólo la punta de sus zapatillas bordadas.

El doctor Holliday hizo una breve y nerviosa presentación, de la que mistress Stamm no hizo ningún caso. Permaneció mirándonos con aquella sonrisa deformada, como recreándose en alguna cosa que ella sola conociera. Luego, al cabo de unos momentos de escrutinio, la sonrisa desapareció de sus labios, y una expresión de terrible dureza se extendió sobre su cara.

¡El dragón lo ha hecho! —fueron sus primeras palabras—. ¡Les aseguro que ha sido el dragón! ¡No pueden ustedes hacer nada!

—¿Qué dragón, mistress Stamm? —preguntó Vance con tranquilidad.

—¡Qué dragón! —repitió mistress Stamm con desdeñosa carcajada—. El dragón que vive en el estanque que hay debajo de mi ventana —señaló vagamente con la mano—. ¿Por qué creen ustedes que se llama el Estanque del Dragón? Yo se lo diré. Se llama así porque en él vive un dragón, el viejo dragón acuático que guarda las vidas y las fortunas de los Stamm. Cuando algún peligro amenaza a mi familia se despierta la cólera del dragón.

—¿Y qué le hace a usted suponer —preguntó Vance con voz suave— que el dragón ha ejercido sus funciones tutelares esta noche?

¡Oh! ¡Yo lo sé, lo sé! —en sus ojos apareció una luz astuta y fanática, y otra vez aquella desagradable sonrisa contrajo sus labios—. Yo paso sola sentada en este cuarto un año tras otro, pero sé todo lo que ocurre. Tratan de ocultarme las cosas, pero no pueden. Sé todo lo que ha ocurrido en los dos últimos días, y conozco las intrigas que se amontonan sobre mi casa. Cuando, hace un rato, oí voces extrañas, me acerqué a la escalera y escuché. Oí lo que decía mi pobre hijo. Sanford Montague se tiró al estanque y no ha salido. ¡No podía salir! ¡Nunca saldrá! ¡El dragón lo ha matado! Le cogió debajo del agua y lo mató.

—Pero Montague no era un enemigo —dijo Vance—. ¿Por qué habría de matarle una deidad protectora de su familia?

—Montague era un enemigo —declaró la mujer, apartando la silla y avanzando—. Había fascinado a mi hija y pretendía casarse con ella. Pero era indigno de entrar en mi familia. Siempre la engañaba y al separarse de ella se iba con otra mujer. ¡Oh! ¡He visto muchas cosas en estos días!

—Comprendo lo que quiere decir —asintió Vance—. Pero ¿no será el dragón un mito, al fin y al cabo?

—¿Un mito? —la anciana hablaba con la calma de la convicción—. No, no es un mito. Lo vi cuando era niña y siendo aún joven hablé con mucha gente que le había visto. Los indios viejos también le conocían y me hablaban de él cuando yo iba a sus chozas. Durante los largos crepúsculos de verano me sentaba en lo alto de las peñas para verle salir del estanque, pues los dragones siempre salen del agua después de anochecido. Y algunas veces, cuando las sombras eran profundas en las montañas y la niebla subía del río, él salía del estanque y se marchaba volando, lejos, hacia el Norte. Y entonces esperaba sentada al lado de mi ventana, cuando todos me creían durmiendo, a que volviera; pues sabía que era un amigo que me protegería y tenía miedo de dormirme cuando él no estaba en el estanque. Otras veces, mientras esperaba a que saliera, sentada en lo alto de las peñas, agitaba el agua para que yo supiera que estaba allí, y estas eran las únicas noches que podía dormir, pues no tenía necesidad de esperar a que volviese.

—Todo es muy interesante —murmuró Vance con la mayor cortesía; tenía los ojos fijos con gran atención en la mujer, a pesar de sus párpados medio cerrados—. Sin embargo, ¿no podría atribuirse todo lo que usted nos ha contado a las románticas imaginaciones de la infancia? La existencia de los dragones apenas tiene lugar en la ciencia moderna.

—La ciencia moderna, ¡bah! —fijó sus ojos despectivos en Vance y habló casi con dureza—. ¡La ciencia! Una palabra bonita para encubrir la ignorancia del hombre. ¿Qué sabe el hombre de las leyes del nacimiento y del desarrollo, de la vida y de la muerte? ¿Qué sabe ningún hombre lo que ocurre debajo de las aguas? Y la mayor parte del mundo está cubierta de aguas insondables. Mi hijo recoge algunos ejemplares de peces en las bocas de los ríos, pero ¿se ha metido alguna vez en las honduras de los vastos océanos? ¿Puede asegurar que no hay monstruos que viven en esas profundidades? Y hasta los pocos peces que ha cogido son misterios para él. Ni él ni ningún investigador saben nada de ellos. No me hable usted de la ciencia, joven. Yo sé lo que estos ojos viejos han visto.

—Todo eso que dice usted es completamente cierto —asintió Vance en voz baja—. Pero aun admitiendo que algún pez volador y gigantesco habite algunas veces ese estanque, ¿no le atribuye usted demasiada inteligencia, demasiado conocimiento de los asuntos íntimos de su casa?

—¿Cómo —replicó ella con desdén— puede uno medir la inteligencia de criaturas de las que nada se sabe? El hombre tiene la soberbia de creer que ningún otro ser posee una inteligencia superior a la suya.

Vance sonrió débilmente.

—Observo que no le tiene usted un excesivo amor a la Humanidad.

—Odio a la Humanidad —declaró ella con amargura—. El mundo sería algo mejor y más limpio si hubieran omitido de su marco a la Humanidad.

—Sí, sí, desde luego —el tono de Vance cambió de pronto y se hizo más decisivo—. Pero debo preguntarle, pues ya se está haciendo tarde, ¿por qué ha insistido usted en vernos?

La anciana se enderezó. La mirada dura y brillante volvió a sus ojos y empezó a abrir y cerrar las manos.

—Son ustedes policías, ¿verdad?, y están ustedes aquí tratando de descubrir cosas… Quiero decirles a ustedes cómo ha perdido la vida Montague. ¡Escuchen! El dragón le ha matado. ¿Lo entienden? Ha sido muerto por el dragón. Nadie en esta casa ha tenido nada que ver con su muerte… Esto es lo que deseaba decirles —su voz se elevaba al hablar y ponía una terrible pasión en sus palabras.

La mirada firme de Vance no se apartaba de ella.

—Pero ¿por qué, mistress Stamm, presume usted que nosotros suponemos que alguien de esta casa ha tenido algo que ver con esa muerte?

—No estarían ustedes aquí si no lo pensasen —repuso ella con enfado y con un resplandor de astucia en sus ojos.

—¿Han sido las palabras que ha oído usted pronunciar a su hijo antes de gritar —preguntó Vance— las primeras noticias que ha tenido usted de la tragedia?

—¡Sí! —la palabra pareció una interjección—. Pero —añadió con calma— hace muchos días que sé que la tragedia se cierne sobre esta casa.

—Entonces ¿por qué gritó usted, mistress Stamm?

—Me asusté; quizá me aterró el saber lo que el dragón había hecho.

—Pero ¿cómo podía usted saber —arguyó Vance— que el dragón era el autor de la desaparición de Montague?

—Por lo que he visto y oído antes de esta noche.

—¡Ah!

—Sí; hace una hora, poco más o menos, estaba aquí, al lado de la ventana, mirando al estanque; por alguna razón no me era posible dormir y me había levantado de la cama. De súbito vi una gran silueta dibujarse sobre el cielo y oí el ruido familiar de las alas que se aproximaba cada vez más cerca. Y luego vi al dragón aparecer por encima de las copas de los árboles, descender por el terraplén de enfrente y meterse en el estanque con gran chapoteo; y vi levantarse la espuma del agua cuando hubo desaparecido… Y luego otra vez el silencio. El dragón había regresado a su albergue.

Vance se asomó a la ventana.

—Está bastante oscuro —comentó—. Yo no veo desde aquí el terraplén, ni siquiera el agua.

—Pero yo veo, yo veo —protestó mistress Stamm, con voz aguda y amenazando a Vance con un dedo tembloroso—. Yo veo muchas cosas que los demás no ven, y le digo a usted que he visto al dragón que regresaba…

—¿Regresaba? —repitió Vance, estudiando con calma a la mujer—. ¿De dónde regresaba?

Ella dejó escapar una astuta sonrisa.

—No se lo diré a usted; no venderé a nadie el secreto del dragón… Pero le diré una cosa: se había llevado el cuerpo para esconderlo.

—¿El cuerpo de Montague?

—Naturalmente; nunca deja sus víctimas en el estanque.

—Entonces ¿ha habido otras víctimas? —inquirió Vance.

—Muchas víctimas —la mujer hablaba con voz engolada y sepulcral—; y siempre oculta sus cuerpos.

—Podría descomponerse un poco su teoría, mistress Stamm —indicó Vance—, si hallásemos el cuerpo de Montague en el estanque.

Ella se rio de una manera que hizo correr un escalofrío por todo mi cuerpo.

—¿Hallar su cuerpo? ¿Hallar su cuerpo en el estanque? No lo podrán hallar ustedes; no está allí.

Vance la contempló un momento y saludó.

—Gracias, mistress Stamm —dijo—, por sus informes y por su auxilio. Confío en que el episodio no la haya molestado demasiado y que dormirá usted esta noche con sosiego.

Se volvió y se dirigió hacia la puerta, y todos los demás le seguimos. En el vestíbulo, el doctor Holliday se detuvo.

—Me quedaré aquí un poco más —le dijo a Vance—. Confío en que ahora podré hacerla dormir… Pero no temen en serio nada de lo que ha dicho esta noche. Padece con frecuencia estos períodos de alucinación; no hay que preocuparse de ellos.