9. UN NUEVO DESCUBRIMIENTO
(Domingo 12 de agosto, a las 12:30)
Tan aterrador y asombroso era el hallazgo de aquellas huellas, que pasaron varios segundos antes que nos diéramos cuenta de su verdadera significación, y Heath y Snitkin quedaron como petrificados, con los ojos fijos en ellas. Markham, a pesar de su acostumbrada capacidad para absorber lo extraordinario, miraba mudo de asombro, abriendo y cerrando nerviosamente las manos, como si hubiera recibido un golpe y no pudiera contener los movimientos reflejos. A mí me dominaban el horror y la incredulidad.
Pero el más afectado de todos era Stamm. Nunca había visto a un hombre tan próximo a ser presa del terror. Su cara, ya pálida por los excesos de la noche anterior, se puso de un color amarillo ceniciento, y todo su cuerpo temblaba. Luego levantó la cara, como si le hubiera golpeado una mano invisible, y respiró profunda y ruidosamente. La sangre invadió de súbito sus mejillas, que se volvieron casi purpúreas, y los músculos de su cuello y de alrededor de su boca se movieron de un modo espasmódico. Sus ojos se abultaron como los de un ahorcado.
Fue la voz fría y tranquila de Vance lo que nos sacó de nuestro horror y nos ayudó a serenarnos.
—Estas huellas son fascinadoras —murmuró—. Encierran muchas posibilidades… Pero volvamos a sitio seco; tengo los zapatos hechos una lástima.
Volvimos lentamente por la tabla y esperamos a que Heath y Snitkin la colocaran en su posición original, para poder volver a la orilla sin necesidad de seguir el ejemplo de Vance de meterse en el barro.
Cuando estuvimos otra vez en la orilla, Stamm tiró nerviosamente de la manga de Vance.
—¿Qué deduce usted? —tartamudeó con una voz extraña, monótona y lejana, como la de un sordo.
—Nada aún —replicó Vance con indiferencia. Luego se dirigió a Heath—: Sargento, quisiera algunas copias de esas huellas, sólo para el archivo. Pronto habrá que abrir las compuertas, pero creo que tendrá usted tiempo.
El sargento había en parte recobrado el dominio sobre sí mismo.
—No tenga usted cuidado —se dirigió a Snitkin—. Copie esas huellas en un papel y mídalas; pronto. Cuando haya usted acabado, quite las tablas del estanque y déjelas en su sitio. Luego tome usted dos hombres, abran las compuertas del filtro y cierren las de la presa. Avíseme cuando hayan acabado.
La actividad del sargento hizo sonreír a Vance.
—Arreglado este asunto —dijo—, creo que podremos regresar a la casa. Nada más podemos hacer aquí… Volvamos ahora por el camino más corto.
Por encima de la albardilla del filtro nos encaminamos hacia las casetas. El agua del arroyo, por más arriba del estanque, había subido considerablemente, y estaba a menos de un pie de lo alto de las compuertas. Volví la cabeza y vi a Snitkin, arrodillado en dos de las tablas, copiando diligentemente aquellas asombrosas señales que Vance había hallado en el fondo del estanque. Entre la Policía de Nueva York no había otro individuo más apto para aquel trabajo, y recordé que Snitkin fue especialmente elegido por el sargento para medir las misteriosas huellas que se hallaron sobre la nieve frente a la mansión de los Greene.
Cuando pasábamos frente a las casetas, en nuestro camino hacia las escaleras que conducían a la casa, Vance se detuvo bruscamente.
—Sargento —dijo—, ¿ha recogido usted las ropas del desaparecido Montague de su caseta? Si no, podríamos llevárnoslas ahora. Pueden contener algún secreto. La carta de un suicida, o una nota amenazadora de mujer, o algún otro dato de los que encantan a los periódicos.
A pesar de su tono jocoso, yo sabía que estaba preocupado y que buscaba en todas direcciones alguna luz sobre la increíble situación.
Heath comenzó a registrar las casetas; pronto apareció con los vestidos de Montague, y continuamos nuestra marcha.
Cuando llegamos a lo alto de la escalera, el doctor Emmanuel Doremus, médico forense, detuvo su automóvil frente a la casa. Al vernos se apresuró a reunirse con nosotros. Era un hombre bajo y elegante, de maneras vivas y airosas, que parecía más bien un banquero que un médico hábil y cultivado. Vestía un traje de deporte gris claro, y llevaba un sombrero de paja caído sobre la nuca. Nos saludó familiarmente con la mano, y se plantó con los pies muy separados, las manos en los bolsillos y fijando muy maliciosa mirada en el sargento.
—¡Qué horas de hacerme salir al campo! —dijo en son de queja—. ¿Se cree usted que yo no necesito descansar ni siquiera los domingos? Bueno; ¿dónde está el cadáver? Acabemos de una vez, a ver si puedo llegar a casa a comer.
Se enderezó un momento sobre la punta de los dedos, mientras Heath tosía con un aire muy embarazado.
—El hecho es, doctor —dijo, excusándose—, que no hay ningún cadáver.
Doremus se dejó caer sobre los talones y estudió al sargento con mirada malévola.
—¡Qué! ¿Que no hay cadáver? —se echó el sombrero más atrás aún—. ¿De quién son, pues, esas ropas que lleva usted en la mano?
—Son de un individuo a quien yo quería que usted viera —repuso, humildemente, el sargento—; pero al individuo no hemos podido hallarlo.
—¿Dónde estaba cuando me ha telefoneado usted? —demandó Doremus con irritación—. Supongo que el difunto le habrá dicho adiós antes de marcharse. ¿Es esto una broma?
Markham acudió diplomáticamente a la brecha.
—Sentimos mucho la molestia que le hemos causado, doctor, pero la explicación es muy sencilla: el sargento tenía toda clase de razones para creer que un hombre se había ahogado, en circunstancias sospechosas, en aquel estanque. Pero cuando hemos dejado salir toda el agua, no hemos hallado ningún cuerpo, y estamos todos un poco desconcertados.
El doctor Doremus hizo comprender a Markham con un gesto que había oído su explicación, y se volvió otra vez contra el desdichado sargento.
—Yo no estoy en la oficina de desaparecidos —refunfuñó—. Sólo soy médico forense.
—Yo pensé… —comenzó el sargento.
Pero el doctor le interrumpió.
—¡Gran Dios! —miró al sargento con fingido asombro—. ¡Pensó usted! ¿Y de dónde han sacado los miembros de la Brigada de Investigación la idea de que pueden pensar? ¡Domingo, el día de descanso! Y me saca usted de mi casa para meterme en estos andurriales, porque ha creído usted que pensaba… Yo no necesito pensamientos, sino cadáveres, y cuando no los haya, que me dejen en paz.
El sargento se enfadó, pero sus muchas experiencias con el quisquilloso médico le habían enseñado a no tomarle muy en serio, y por fin sonrió de buen humor.
—Cuando le tengo un cadáver preparado —respondió—, se queja usted, y ahora que no tengo ninguno y que no le doy a usted ningún trabajo, también se queja. La verdad, doctor, siento mucho haberle hecho venir hasta aquí; pero si usted se hallara en mi lugar…
—¡Dios no lo quiera! —Doremus fijó una mirada de conmiseración en el sargento y movió la cabeza con lástima—. ¡Un miembro de la Brigada de Investigación Criminal, sin un cadáver!
Markham estaba, al parecer, un poco enojado por los modales frívolos del médico.
—Estamos en una situación muy seria, doctor —dijo—. El cuerpo de ese hombre debía haber estado, lógicamente, en el estanque, y el caso es capaz de alterarle los nervios a cualquiera.
Doremus lanzó un exagerado suspiro y extendió las manos con las palmas hacia arriba.
—Pero, de todas maneras, mister Markham, no puedo hacerle la autopsia a una teoría. Yo soy médico, no filósofo.
Vance exhaló una larga columna de humo.
—Aún podrá usted comer a su hora, doctor. Debía usted estar muy agradecido al sargento por no detenerle.
—Sí; tiene usted razón —respondió el doctor, enjugándose la frente con un pañuelo azul—. Me voy.
—Si encontrásemos el cadáver… —comenzó el sargento.
—No se preocupe de lo que yo diga. No me importa si lo encuentran ustedes o no; pero si lo encuentran, procuren que no sea a la hora de comer.
Se despidió con un gesto de la mano que nos comprendió a todos y se dirigió corriendo a su coche.
—Habiendo sido el sargento debidamente castigado por su precipitación —dijo Vance—, podemos continuar con nuestro trabajo.
Stamm nos abrió una puerta lateral con su llave, y entramos en el oscuro corredor que conducía desde la escalera principal hasta la espalda de la casa.
Al aproximarnos a la biblioteca oímos dentro el bajo murmullo de varias voces; era indudable que la mayor parte de los huéspedes se habían reunido en aquella habitación. La conversación se detuvo de súbito, y Leland salió al corredor a saludarnos.
A pesar de su calma habitual, parecía cansado e inquieto. Después de un breve saludo, nos preguntó con una voz que a mí se me antojó agitada:
—¿Han descubierto ustedes algo nuevo?
—Muchas cosas —repuso, alegremente, Vance—. Pero Montague se nos ha escapado de la manera más asombrosa.
Leland dirigió a Vance una mirada rápida.
—¿No estaba en el estanque?
—No —repuso Vance—. Estaba totalmente vacío. Desconcertante, ¿verdad?
Leland frunció las cejas, estudió a Vance un momento, y luego nos miró a los demás; empezó a decir algo, pero se contuvo.
—Y a propósito —continuó Vance—, vamos a subir a la habitación de Montague para hacer una pequeña investigación. ¿Quiere usted venir?
Leland se quedó un momento confuso, al parecer; luego vio la ropa que el sargento llevaba en la mano.
—Se me había olvidado completamente la ropa del pobre muchacho. Debíamos haberla traído anoche mismo… ¿Cree usted que puede contener algún indicio que explique la desaparición?
Vance se encogió de hombros y continuó hacia la puerta de entrada.
—No se puede saber aún.
Stamm llamó a Trainor, que estaba en pie cerca de la puerta principal, y le ordenó que trajera unas zapatillas para Vance, mientras le limpiaban los zapatos. Tan pronto como el criado ejecutó la orden, subieron la escalera.
El dormitorio asignado a Montague estaba en el extremo norte del corredor del segundo piso, precisamente debajo, según me pareció, del dormitorio de mistress Stamm. No era una habitación tan grande como la de ella, pero tenía una ventana similar sobre el Estanque del Dragón.
En una mesita baja, al lado de una cómoda, había un maletín de piel negra, abierto. Contenía los artículos de tocador, de plata, corrientes en el necessaire de un hombre. A los pies de la cama colgaba un pijama de seda malva, y sobre una silla próxima había una bata encarnada.
Heath colocó la ropa que había hallado en la caseta sobre la mesa y procedió a un sistemático registro de los bolsillos.
Vance se acercó a la ventana abierta y miró al estanque. Cuatro hombres estaban ocupados en la tarea de abrir las compuertas del arroyo, y Snitkin, habiendo evidentemente concluido sus dibujos, arrastraba la última tabla hacia el panteón. Vance permaneció algunos momentos mirando por la ventana, fumando pensativo y fijando alternativamente los ojos en el filtro, la presa y el terraplén de enfrente.
—Me parece —le dijo a Stamm— que convendría retirar esa piedra antes que entrase el agua.
A Stamm le pareció desconcertante la observación.
—Ya no habría tiempo —contestó—. De todas maneras, el agua por ahí es poco profunda. Sacaré la piedra dentro de un par de días.
Vance, sin escucharle, al parecer, se retiró de la ventana, y andando lentamente, se acercó a la mesa, sobre la que el sargento había hecho un montón con las cosas que contenían los bolsillos del traje de etiqueta de Montague.
Heath volvió del revés un bolsillo, y luego extendió las manos en dirección a Vance.
—Nada más —dijo con evidente decepción—. Y aquí no hay nada que nos pueda indicar cosa alguna.
Miró a su alrededor; examinó el tablero del tocador; abrió los dos cajones; miró debajo de las almohadas de la cama, y por fin registró los bolsillos del pijama y de la bata.
Stamm encendió una luz dentro del ropero, y Leland, mirando por encima de su hombro, hizo un gesto desaprobación.
—Su traje de día —murmuró sin mucho entusiasmo.
Vance se levantó rápidamente.
—Se me había olvidado, mister Leland. Sargento, saque usted el otro traje del desaparecido, haga el favor.
Heath sacó del ropero el traje de deporte de Montague y lo dejó sobre la mesa. Un examen del contenido de sus bolsillos no reveló nada de importancia, hasta que llegaron a la cartera. En ella había tres cartas, dos en sus sobres y otra sencillamente doblada. Las dos primeras eran una circular del sastre y una petición de un préstamo.
La carta sin sobre resultó ser una de las pistas más valiosas en el caso del asesinato del dragón. Vance la leyó con una expresión de asombro, y luego, sin decir una palabra, nos la enseñó a todos los demás. Era una nota breve y en una caligrafía característicamente femenina, escrita en un papel azul pálido y perfumado. No llevaba dirección, pero estaba fechada el 9 de agosto, es decir, el jueves, el día antes de comenzar la fiesta, y decía así:
«Queridísimo Montague:
Te estaré esperando en el coche, a la puerta del Camino del Este, a las diez.
Siempre tuya,
Ellen.»
Stamm fue el último en leer la nota. Se puso pálido, y las manos le temblaban al devolvérsela a Vance.
Este apenas le miraba a él; con las cejas ligeramente fruncidas, tenía los ojos en la firma.
—Ellen… Ellen… —musitó—. ¿No se llama así esa señora que no pudo asistir a su fiesta, porque se marchaba a América del Sur, mister Stamm?
—Sí, eso es… —la voz de Stamm era ronca—. Ellen Bruett, y admitió que conocía a Montague.
—No lo entiendo. ¿Por qué habría de estar esperándole en el automóvil? Aunque Montague estuviera enamorado de ella, ¿por qué habrían de reunirse de una manera tan furtiva?
—Se me antoja —interrumpió Leland— que Montague deseaba desaparecer para reunirse con esa mujer. Es un cobarde moral, y no ha tenido valor para venir a decirle a Bernice que deseaba romper su compromiso con ella, porque estaba enamorado de otra mujer. Además, es un actor, y es propio de él organizar un episodio dramático para eludir sus obligaciones. Siempre ha observado una conducta espectacular. A mí, personalmente, no me sorprende el resultado.
Vance le miró con ligera sonrisa.
—Pero el caso es, mister Leland, que todavía no hay resultado alguno…
—Seguramente —protestó Leland con cierto énfasis—, esa nota explica la situación.
—Explica muchas cosas —concedió Vance—. Pero no cómo Montague pudo salir del estanque para asistir a su cita, sin dejar la más ligera señal de sus huellas.
Leland estuvo mirando a Vance, mientras buscaba la pipa en el bolsillo.
—¿Está usted seguro —preguntó— de que no hay huellas de ninguna clase?
¡Oh, huellas hay! —respondió, tranquilamente, Vance—. Pero no pueden haber sido hechas por los pies de Montague. Además, no están en la parte baja de la orilla que lleva al Camino del Este. Las huellas, mister Leland, están en el cieno del fondo del estanque.
—¿En el fondo del estanque? —Leland respiró con fuerza, y observé que dejaba caer un poco de tabaco al llenar su pipa—. ¿Qué clase de huellas son?
Vance levantó los ojos al techo.
—Es difícil de explicar. Parecen las huellas de alguna bestia, algún monstruo gigantesco y prehistórico.
¡El dragón! —las palabras sonaron casi como una explosión en los labios de Leland. Luego lanzó una carcajada breve y seca, y encendió la pipa con dedos temblorosos—. No puedo admitir, sin embargo —añadió—, que la desaparición de Montague tenga nada que ver con la mitología.
—Yo estoy seguro de que no —repuso Vance con indiferencia—. Pero, al fin y al cabo, hay que explicar de alguna manera las asombrosas huellas que hemos encontrado en el fondo del estanque.
—Me hubiera gustado ver esas huellas —dijo, obstinadamente, Leland—. Pero supongo que es demasiado tarde ya —se acercó a la ventana—. El agua ya está entrando por las compuertas.
En aquel momento sonaron unos pasos pesados en el vestíbulo, y apareció Snitkin en la puerta, con varias hojas de papel en la mano.
—Aquí están las copias, sargento —el detective hablaba con voz alterada. Era evidente que nuestra aventura había causado en él un efecto inquietante—. Ya tengo a los hombres trabajando en el filtro, y las compuertas de la presa están cerradas. ¿Qué manda usted ahora?
—Vuelva a dirigir el trabajo —le ordenó Heath, tomando los dibujos—. Y cuando hayan acabado, mande a la gente a su casa y vuelva a su puesto en la puerta del Camino del Este.
Snitkin saludó y salió sin añadir una palabra.
Vance se acercó a Heath, sacó el monóculo y estudió los dibujos.
—Muy bien hechos —comentó con admiración—. Ese hombre es un dibujante natural. Aquí hay copias de las huellas del estanque, mister Leland.
Leland se acercó con alguna vacilación al lado del sargento y miró los dibujos. Yo le observé atentamente mientras los examinaba, pero no me fue posible advertir el menor cambio de expresión en su cara.
Por fin levantó la cabeza, y sus ojos tranquilos se volvieron lentamente hacia Vance.
—Muy notable —dijo, y añadió con una voz incolora—: No puedo imaginar qué puede haber hecho esas señales tan raras en el fondo del estanque.