12. GAS VENENOSO
(Sábado 14 de abril, 6:40 de la tarde)
Vance se aproximó a la ventana, y miró por ella algún tiempo en silencio. Era evidente que se sentía profundamente angustiado. Markham respetó su mutismo y no le dirigió la palabra.
Fue el mismo Vance quien al fin rompió el silencio.
—Markham —dijo, sin apartar la mirada de la brillante puesta de sol al otro lado del río—, cuanto más examino este caso menos me gusta. Cada uno parece tratar de echar el polvo de la culpa sobre las ropas del prójimo. Dondequiera que fijo la vista veo temores. Las conciencias culpables trabajan sin descanso.
—Pero todos parecen estar de acuerdo en que esta Zalia Graem tuvo intervención en el asunto —replicó Markham.
Vance inclinó la cabeza.
—¡Oh, sí! —murmuró—. Ya lo he observado. Sin embargo…
Markham contempló a Vance unos momentos.
—¿Crees que el doctor Siefert nos servirá de algo? —preguntó.
—Es muy probable —contestó Vance—. Evidentemente quiere hablarme. Pero me imagino que en ello interviene la curiosidad más que otra cosa. Poco puede decirnos una persona que no estuvo presente cuando se desarrollaron los hechos. Lo difícil de este caso, Markham, es extirpar esa multiplicidad de detalles engañosos.
Se oyó llamar suavemente a la puerta, y Vance se apartó de la ventana para encontrarse frente a Garden, que había abierto la puerta del estudio sin esperar a que le invitasen.
—Perdone, Vance —se disculpó—, pero el doctor Siefert está abajo, y dice que le gustaría verle a usted, si no hay inconveniente, antes de marcharse.
Vance miró a Garden, sorprendido.
—Miss Beeton me comunicó eso mismo hace pocos minutos. Y le encargué dijese al doctor que tendría sumo placer en recibirle en seguida. No comprendo por qué le envía también a usted. ¿No le dio el recado la nurse?
—Me temo que no. Sé que Siefert envió a miss Beeton aquí, y creí, al igual que él, que la habría usted retenido —Garden paseó la mirada por la habitación con evidente desasosiego—. Hubiera jurado que estaría todavía aquí arriba.
—¿Quiere usted decir que no ha vuelto abajo? —preguntó Vance.
—No ha bajado todavía, en efecto.
Vance avanzó un paso.
—¿Está seguro de eso, Garden?
—Sí, segurísimo —afirmó Garden enérgicamente—. He estado en el vestíbulo, al pie de la escalera, desde que llegó el doctor Siefert.
Vance paseó pensativo hasta una mesita, y sacudió la ceniza de su cigarrillo.
—¿Vio usted bajar a alguno de los otros? —preguntó.
—Sí —contestó Garden—, bajó Kroon y salió por la puerta principal. Madge Weatherby hizo lo mismo poco después. Y al momento de subir la nurse con el recado de Siefert bajó también Zalia, y se marchó igualmente. Pero esto es todo. Y, como ya he dicho, he estado en el vestíbulo todo este tiempo.
—¿Qué hay de Hammle?
—¿Hammle? No lo he visto. Creí que estaría con ustedes aquí.
—Esto es muy extraño —Vance se aproximó lentamente a un sillón y sentóse con gesto de perplejidad—. Es posible que estuviera usted distraído cuando bajó él. Pero no importa —levantó ligeramente la cabeza y miró a Garden, pensativo—. ¿Quiere usted decir al doctor que suba?
Cuando Garden desapareció, Vance permaneció un rato fumando, con la mirada fija en el techo. Por el movimiento de sus párpados comprendí que estaba preocupado. Se agitó intranquilo en su silla, y finalmente se inclinó hacia adelante, descansando los codos en las rodillas.
—Muy extraño…, muy extraño —murmuró otra vez con incredulidad.
—Es posible que Garden no estuviese vigilando las escaleras tan atentamente como él se figura —comentó Markham, impaciente.
—Sí. ¡Oh, sí! Todos se observan. Nadie deja de estar alerta. Los mecanismos normales funcionan Las escaleras son visibles desde la mitad del pasillo del vestíbulo, y el vestíbulo mismo no es muy espacioso.
—Es probable que Hammle bajase por la escalera principal desde la terraza, deseando, quizá, evitarse un encuentro con los otros.
—No tenía su sombrero aquí arriba —replicó Vance, sin levantar la cabeza—. Para cogerlo tendría que haber entrado por la puerta principal y pasar por delante de Garden. No son de creer tan estúpidas maniobras. Pero no es en Hammle en quien estoy pensando. Es en miss Beeton. Estaría bueno que… —se puso en pie lentamente y sacó otro cigarrillo—. No es de las que descuidarían llevar mi mensaje a Siefert inmediatamente, a menos que tuviese buenas razones…
—Pueden haber ocurrido muchas cosas… —empezó a decir Markham, pero Vance le atajó impaciente.
—Sí, por supuesto. Es muy natural. Demasiadas cosas han ocurrido ya hoy aquí —se aproximó a la ventana de nuevo y contempló el jardín. Después volvió al centro del cuarto y permaneció un momento en intensa meditación—. Dices bien, Markham…, puede haber sucedido algo —su voz apenas era audible. De pronto arrojó el cigarrillo a un cenicero y giró sobre sus talones—. ¡Oh mi tía!… Venga, sargento. Tenemos que hacer un registro inmediatamente.
Abrió la puerta con presteza y salió al pasillo. Nosotros le seguimos con vaga aprensión, sin saber lo que se proponía, y sin presentir lo que iba a suceder.
Vance se asomó a la puerta del jardín, y luego retrocedió, moviendo la cabeza.
—No, no puede haber sido aquí. Lo tendríamos que haber visto nosotros —su mirada paseó por el vestíbulo, interrogadora, y de pronto brilló de un modo extraño—. ¡Bien puede ser! —exclamó—. ¡Oh mi tía! Hoy suceden aquí cosas del demonio. Esperen un segundo.
Volvió rápidamente sobre sus pasos hasta la puerta de la cámara. Cogiendo el tirador, lo sacudió violentamente; pero la puerta estaba cerrada. Entonces descolgó la llave de su clavo y la introdujo con gesto nervioso en la cerradura. La pesada puerta giró con un chirrido, y un olor ácido y penetrante asaltó nuestro olfato. Vance se echó rápidamente hacia atrás.
—¡Salgan al aire! —gritó por encima del hombro, dirigiéndose a nosotros—. ¡Sálganse todos!
Instintivamente fuimos retrocediendo hasta la puerta del jardín. Vance se tapó la boca y la nariz con una mano, y empujó la puerta, acabándola de abrir. Una densa humareda color de ámbar invadió el vestíbulo, y sentí una sensación sofocante y aplanadora.
Vance retrocedió un paso, pero continuó con la mano apoyada en el tirador de la puerta.
—¡Miss Beeton! ¡Miss Beeton! —gritó.
No hubo respuesta, y vi que Vance bajaba la cabeza y avanzaba por entre los densos gases que emanaban de la puerta abierta. En el umbral se hincó de rodillas, y penetró casi arrastrándose en el archivo. A los pocos momentos se enderezó, y empezó a retroceder, sacando a rastras el cuerpo inmóvil de la nurse.
Todo el episodio ocupó mucho menos tiempo del que se requiere para contarlo. No habrían, en efecto, transcurrido más de diez segundos desde que introdujo la llave en la cerradura. Comprendí el esfuerzo que estaba realizando, pues, aun cuando yo me encontraba en la puerta del jardín, donde la humareda era relativamente débil, me sentía medio asfixiado, y Markham y Heath tosían y carraspeaban sin cesar.
Tan pronto como la joven estuvo fuera del desván, Vance la levantó en sus brazos y la llevó al jardín, donde la colocó suavemente sobre el sofá de mimbre. Tenía el rostro mortalmente pálido; le lloraban los ojos, y se veía que respiraba con dificultad. Cuando Vance hubo depositado a la joven, se recostó pesadamente contra uno de los postes de hierro que sostenían el toldo, y respiró con avidez el aire fresco del crepúsculo.
La nurse emitía sonidos estertorosos, clavándose las uñas en la garganta. Aunque su pecho se agitaba convulsivamente, su cuerpo estaba rígido y como sin vida.
En aquel momento el doctor Siefert apareció en la puerta del jardín, con la sorpresa pintada en el rostro. Tenía todo el aspecto externo del tipo de hombre de ciencia que Vance nos había descrito la noche anterior. Representaba unos sesenta años; iba vestido con sencillez, pero con distinción; y todo en él respiraba suficiencia y dignidad profesional.
Vance consiguió enderezarse con gran esfuerzo.
—¡Dése prisa, doctor! —gritó—. Es gas bromhídrico —y señaló con mano temblorosa la postrada figura de la nurse.
Siefert se acercó rápidamente, colocó el cuerpo de la joven en más cómoda postura, y le desabrochó el cuello del uniforme.
—Sólo el aire puede aliviarla —dijo, haciendo girar el diván de manera que le diese de lleno la fría brisa del río—. ¿Cómo se siente usted, Vance?
Vance, que se estaba enjugando los ojos con un pañuelo, parpadeó varias veces, y sonrió, animoso.
—Me encuentro perfectamente —contestó. Se aproximó al diván y contempló a la joven—. Parece que llegué a tiempo —murmuró.
Siefert asintió con un lento movimiento de cabeza.
En aquel momento, Hammle surgió inesperadamente del otro extremo del jardín.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué sucede?
Vance se volvió hacia el hombre en airada sorpresa.
—¡Ya le diré más tarde lo que sucede! —le increpó—. ¡O quizá sea usted el que tenga que decírmelo a mí! Espere ahí un momento —y señaló con la mano una silla próxima.
Hammle pareció ofenderse, y empezó a rezongar; pero Heath, que se había puesto rápidamente a su lado, le cogió firmemente por un brazo, y le condujo con mucha diplomacia a la silla que Vance había indicado. Hammle se sentó dócilmente y sacó un cigarrillo.
—¡Ojalá hubiese tomado el primer tren para Long Island! —murmuró.
—Hubiera sido lo mejor para usted —amenazó Vance, alejándose.
La tos violenta de la nurse empezó a ceder algo. Su respiración era más profunda y más regular, y el estertor había desaparecido en parte. Al poco rato intentó incorporarse.
Siefert la ayudó.
—Respire tan profunda y rápidamente como pueda —le dijo—. Es aire lo que necesita.
La joven hizo un esfuerzo para seguir sus instrucciones, con una mano apoyada en el respaldo del diván y la otra descansando en el brazo de Vance.
Unos minutos después ya podía hablar, pero con considerable dificultad.
—Me siento… mejor ahora. Pero me arden… la nariz y la garganta.
Siefert envió a Heath a buscar un poco de agua, y cuando el sargento la trajo, miss Beeton bebió todo un vaso a sorbos pequeños. Pasados otros dos o tres minutos, pareció recobrarse casi por completo y miró a Vance con ojos de espanto.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó.
—No lo sabemos todavía —contestó Vance, mirándola, complacido—. Sólo podemos decir que la encontramos envenenada con gas bromo en el desván donde fue muerto Swift. Esperamos que usted pueda aclararnos algo.
La joven movió la cabeza, con una expresión de desaliento en sus ojos.
—Poco es lo que puedo decir —murmuró—. ¡Sucedió tan inesperadamente…, tan repentinamente! Todo lo que sé es que cuando iba a comunicar al doctor Siefert que podía subir, recibí un golpe por detrás, en la cabeza, al pasar ante la puerta del jardín. El golpe no me hizo perder el conocimiento por completo, pero me aturdió de tal modo, que no me percaté de lo que sucedía a mi alrededor. Después sentí que me asían por detrás y me arrastraban por el pasillo hacia el desván. Tengo un débil recuerdo de que la puerta se cerró tras de mí, pero no tenía conocimiento suficiente para protestar ni para darme cuenta de lo que me pasaba. Recuerdo también que allá dentro había un olor sofocante, y que empecé a respirar con dificultad. Estaba apoyada contra la pared, y fui dejándome caer…, caer… Esto es todo lo que recuerdo —terminó la joven, con un sollozo.
—La aventura no fue muy agradable, pero pudo haber sido peor —dijo Vance, sonriendo gravemente a la muchacha—. Tiene usted una contusión en la parte posterior de la cabeza. El golpe pudo ser grave, pero el borde almohadillado de su gorro la salvó probablemente de un daño más serio.
La joven se había puesto en pie, balanceándose ligeramente, apoyada en el brazo de Vance.
—Me siento casi bien ahora. Tengo que darle las gracias.
—Unos cuantos minutos más en aquella atmósfera de gas brómico habrían sido fatales —intervino Siefert—. El que la encontró y la sacó de aquí lo hizo en el instante preciso.
La joven no apartaba sus ojos de Vance.
—¿Cómo es que dio usted conmigo tan pronto? —le preguntó.
—Por razonamiento tardío —contestó él—. Debí encontrarla unos minutos antes, tan pronto supe que no había usted vuelto abajo. Pero al principio era difícil comprobar que le había ocurrido algo grave.
—Ni aun así puedo comprenderlo —dijo la joven, con expresión de asombro.
—Ni yo tampoco…, por completo —replicó Vance—. Pero quizá pueda averiguar algo más muy pronto.
Dicho esto, se aproximó a la vasija con agua que Heath había traído, empapó en ella su pañuelo, se lo aplicó al rostro, y desapareció en el pasillo. Regresó unos minutos más tarde. Traía en la mano un pedazo de vidrio curvado, de unas tres pulgadas de largo.
Era parte de una redoma rota, y llevaba todavía pegada una pequeña etiqueta de papel, en la que estaba impreso el símbolo «Br».
—Encontré esto sobre las losas, en un rincón del desván. Estaba bajo uno de los bastidores que sostienen los aparatos químicos del profesor Garden. Hay un espacio vacío en el bastidor; pero esta redoma no ha caído accidentalmente. Tuvo que ser sacada a propósito y arrojada contra el suelo en el momento preciso —Vance entregó el fragmento de vidrio a Heath—. Tome esto, sargento, y guárdelo cuidadosamente para que saquen las huellas digitales. Aunque si, como sospecho, lo manejó la misma persona que mató a Swift, dudo que se encuentre ninguna. Sin embargo…
Heath aceptó el pedazo de vidrio, lo envolvió en su pañuelo y se lo guardó en un bolsillo.
—Si hay en él algunas huellas —murmuró—, serán las primeras que encontraremos aquí.
Vance se volvió a Markham, que había permanecido junto al surtidor durante toda la escena, contemplándolo con gesto avinagrado.
—El bromo —le explicó— es un reactivo muy corriente. Se encuentra en casi todos los laboratorios químicos. Es uno de los halógenos, y, aunque no se halla libre en la Naturaleza, forma parte de diversos compuestos. Viene su nombre del griego bromos, que significa fetidez. No ha figurado casi nunca como agente criminal, aunque son numerosos los casos accidentales de envenenamiento por él. Se utilizó extensamente durante la guerra en la fabricación de bombas de gas, pues se volatiliza al ponerse en contacto con el aire. El gas brómico es asfixiante y mortífero. El que planeó esta cámara letal para miss Beeton no lo hizo sin conocimiento de causa.
—¡Fue un atentado cobarde! —exclamó Siefert, llameándole los ojos.
—Tiene usted razón, doctor —convino Vance—. Tan cobarde como el asesinato de Swift… ¿Cómo se siente usted ahora, miss Beeton? —añadió, fijando la mirada en la nurse.
—Un poco débil —contestó ella, con ligera sonrisa—; pero nada más.
Floyd Garden surgió del pasillo en aquel momento. Tosía y parpadeaba furiosamente mirándonos con ojos interrogadores.
—¿Qué olor repugnante es este? —preguntó—. Llega hasta abajo, y Sneed está llorando como un niño perdido. ¿Sucede algo?
—Ya, nada —contestó Vance—. Hace unos instantes tuvimos un escape de gas brómico, pero el aire no tardará en purificarse por completo. No ha habido accidentes. Todos nos sentimos bien. ¿Deseaba usted verme?
Garden paseó una mirada curiosa por los que formábamos el grupo.
—Siento muchísimo interrumpirle, Vance; pero vengo en busca del doctor —fijó la mirada en Siefert, y sonrió tristemente—. Es lo de costumbre… Mi madre parece casi en estado de colapso…; me ha asegurado seriamente que no le queda una onza de fuerza en el cuerpo. La invité a acostarse y, contra su costumbre, no puso reparo en hacerlo; pero insiste en verle a usted inmediatamente. Este es el mensaje que traigo.
Los ojos de Siefert reflejaron honda inquietud y dejó pasar unos momentos antes de contestar.
—En seguida iré —repuso. Miró a la nurse y después a Vance—. ¿Me excusarán ustedes?
Vance se inclinó.
—Desde luego, doctor; pero creo que miss Beeton haría mejor en quedarse aquí un rato respirando aire puro.
—Sí, sí, desde luego. Si la necesito, mandaré recado. Pero confío en que no será necesario.
Y Siefert abandonó la azotea de mala gana, seguido de Garden.
Vance los siguió con la mirada hasta que desaparecieron por la puerta del pasillo. Después se dirigió a la nurse:
—Tenga la bondad de sentarse aquí un momento. Necesito hablarle. Pero primero permítame que emplee unos minutos con mister Hammle.
La nurse hizo un gesto de asentimiento, y se sentó con cierta languidez sobre el diván.
—¿Tiene usted inconveniente en que entremos ahí un instante? —le preguntó, señalando hacia el estudio.
Hammle se puso en pie con ligereza.
—Ya me estaba preguntando cuánto tiempo iban ustedes a retenerme aquí.
Vance se dirigió al estudio, acompañado de mister Hammle. Markham y yo los seguimos.
—¿Qué hacía usted en la azotea, mister Hammle? —le preguntó Vance, cerrando la puerta—. Hace un rato, tras nuestra breve entrevista, le dije a usted que podía marcharse.
Hammle se agitó, molesto. Evidentemente, se sentía atemorizado.
—No es ningún crimen salir un rato al jardín —protestó débilmente.
—No lo es, en efecto —contestó Vance—; pero me gustaría saber por qué prefirió el jardín a marcharse a casa. Esta tarde suceden aquí cosas muy extrañas.
—Ya le dije que ojalá me hubiera marchado.
—No es esta la cuestión, mister Hammle —le interrumpió Vance secamente—. Eso no es contestar a mi pregunta.
—Me explicaré mejor —dijo Hammle, conciliador—: acababa de perder un tren para Long Island, y faltaba más de una hora para el siguiente. Cuando salí de aquí y bajaba ya por las escaleras, me dije: «Será más agradable esperar en el jardín que en la estación de Pensilvania». Dicho y hecho: salí a la azotea, me entretuve por entre los macizos, y aquí estoy.
—Sí; ya está usted aquí —rezongó Vance, lanzándole una penetrante mirada—; pero con un pretexto bastante chabacano. Y dígame, mister Hammle: ¿qué es lo que vio mientras esperaba en el jardín el próximo tren?
—¡Nada… absolutamente! —el tono de Hammle era agresivo—. Paseé fumando por entre los macizos, y estaba reclinado sobre el parapeto, junto a la verja, contemplando la ciudad, cuando les oí a ustedes entrar llevando a la nurse.
Vance frunció el ceño; era evidente que no le satisfacía la explicación de Hammle.
—¿Y no vio usted a nadie más ni en el jardín ni en la terraza?
—Ni a un alma —insistió el hombre.
—¿Y tampoco oyó nada?
—Nada hasta que se presentaron ustedes.
Vance permaneció unos instantes mirando a Hammle. Después le volvió la espalda y se aproximó a la ventana del jardín.
—No deseo nada más por el momento —dijo bruscamente—; pero probablemente necesitaremos verle mañana.
—Estaré en casa todo el día. Celebraré poderle ser útil.
Hammle miró a Vance de través, se despidió apresuradamente, y desapareció pasillo adelante.