3. LAS CARRERAS DE RIVERMONT
(Sábado 14 de abril, 1:10 de la tarde)
«Montar la escena» fue cosa relativamente sencilla, pero operación más o menos misteriosa para los no familiarizados con los fines a que estaba destinada. De una pequeña alacena del vestíbulo, Sneed sacó primero un fuerte soporte de madera, de unos dos pies cuadrados y colocó sobre él un teléfono conectado a un altavoz, que semejaba un pequeño equipo de radio. Según supe después, era un amplificador especialmente construido, que permitía oír distintamente lo que llegaba por el teléfono a todos los que estaban en la habitación.
A uno de los lados del amplificador iba unido un conmutador de dos direcciones, de metal negro. En una posición, la palanca eliminaba la voz del otro extremo de la línea, sin necesidad de tocar las conexiones, y en la otra reproducía la voz otra vez.
—Antes acostumbraba tener auriculares para la pandilla —nos explicó Garden, mientras Sneed arrimaba el soporte al arco de entrada, y sujetaba los hilos a los bornes colocados en la base del aparato.
El mayordomo trajo acto seguido una mesita de juego plegable, y la abrió junto al soporte. Sobre ella colocó otro teléfono de mano, del convencional tipo francés. Este teléfono, que era gris, estaba conectado con un borne adicional situado también en la base del primer aparato. El teléfono gris no tenía relación con el dotado de amplificador, sino con una línea independiente.
Cuando los dos aparatos y el amplificador quedaron montados y probados, Sneed trajo otras cuatro mesitas de juego y las distribuyó por la habitación.
Ante cada mesa abrió dos sillas plegables. De un pequeño cajón del soporte sacó un gran sobre de papel manila, que evidentemente había venido por correo, y desgarrando el borde, extrajo cierto número de hojas impresas, de nueve por dieciséis pulgadas aproximadamente. Había quince de estas hojas, llamadas cards en el argot típico, y el mayordomo colocó tres sobre cada mesita de juego. Dos lápices muy bien afilados, una cigarrera bien provista, fósforos y ceniceros completaron el equipo. Sobre la que sostenía el teléfono gris había un adminículo adicional: un pequeño libro rayado, del que, al parecer, se había hecho ya gran uso.
El último, pero no menos importante, toque de Sneed para acabar de «montar la escena» fue abrir las puertas de un pequeño armario, colocado en un ángulo de la habitación, dejando ver un bar en miniatura en su interior.
Una palabra acerca de los cards, o tarjetones: estas hojas eran prácticamente copias de los programas que se distribuyen en las pistas de carreras, con la diferencia de que, en lugar de figurar cada carrera en una página separada, todas las que tenían lugar en la misma pista iban impresas, una a continuación de otra, sobre una sola hoja. Había solamente tres pistas abiertas aquel verano, y los tarjetones que el mayordomo colocó sobre las mesitas equivalían a los tres correspondientes programas. Cada una de las columnas impresas comprendía una carrera, dando la posición de partida de los caballos, el nombre de cada animal participante y el peso a cargar. A la cabeza de cada columna figuraba el número y distancia de cada carrera, y en la parte inferior había un encasillado para las apuestas mutuas. A la izquierda de cada columna existía un espacio para la cotización; y entre los nombres de los caballos quedaba suficiente lugar para escribir el de los jockeys, cuando tal dato fuese conocido.
(Con objeto de hacer más comprensible la técnica de este servicio particular, reproduzco aquí una copia exacta del tarjetón para las carreras de Rivermont Park de aquel día. La carrera número cuatro fue aquel memorable Rivermont, que iba a tener tan vital importancia en la terrible tragedia desarrollada en el hogar del profesor Garden aquella tarde).
Cuando Sneed lo hubo arreglado todo, se dispuso a abandonar la habitación, pero antes titubeó significativamente en el arco de entrada. Garden le sonrió comprensivo y, sentándose a la mesa del teléfono gris, abrió la libreta y cogió un lápiz.
—Muy bien, Sneed —le dijo—. ¿A qué caballo quieres perder hoy tus fácilmente ganados ahorros?
—Si no tiene usted inconveniente, señor, me gustaría arriesgar cinco dólares a Roving Flirt.
Garden hizo una anotación en la libreta.
—Muy bien, Sneed; van los cinco dólares.
Con un apologético «Gracias, señor», el mayordomo desapareció hacia el comedor. Garden consultó el reloj y cogió el teléfono negro conectado con el amplificador.
—La primera carrera de hoy —dijo— es a las dos treinta, y no estará de más probar la línea. Lex [11] saldrá dentro de unos minutos, y los muchachos querrán saberlo todo cuando lleguen cargados de esperanzas y temores.
Descolgó el receptor del gancho y marcó un número. Tras una pausa, habló en el transmisor.
«¡Hola, Lex! B-2-9-8. Estamos esperando tus informes». Y colocando el receptor sobre la mesa, abrió el conmutador. Una voz clara y vibrante surgió por el amplificador. «¡Hola!, B-2-9-8». Se oyó después un click, y siguieron varios minutos de silencio. Finalmente, la misma voz continuó: «Todo el mundo preparado. La hora exacta en este momento es la una y cuarenta y cinco… Tres carreras para hoy. El orden será: Rivermont, Texas y Cold Springs. Tal como las tienen ustedes en los tarjetones. Vamos con ellas. Rivermont: tiempo claro y pista firme. Claro y firme. Primera carrera, a las dos treinta. Siguen los detalles. Primera carrera: 20, Barbour; 4, Gate; 5 Lyon; 3, Shea; borrad dos veces; 3, Denham; 20, Z. Smythe, es decir, S-m-y-t-h-e; 10, Gilly; 10, Deel; 15, Carr. Segunda carrera: 4, Elkind; 20, Barbour; 4, Carr, 20, Hunter; 10, Shea; borrad el número 6; 20, Gedney, y ponedle el peso 116; borrad el número 8; 3 a 5, Lyon; 4, Martinson… Tercera carrera: figura en cabeza el 10, con Hurón; borrad dos veces; 20, Denham; 20, J. Briggs, o sea Johnny Briggs; 20, Hunter; 4, Gedney; dinero a la par, Deel; 20, Landseer. Y ahora, carrera número cuatro: el Rivermont Handicap. Figura en cabeza el 8, con Shelton; 15, Denham; 10, Redman; 6, Baroco, 20, Gates; 20, Hunter; 6, Cressy; 5, Barbour; 12, J. Briggs, o sea Johnny Briggs; 5, Elkind; 4, Martinson; borrad el número 12; 20, Gilly; 2 1/2, Birken. Y va la quinta: 6, Littman; 12, Hurón…».
La voz vibrante continuó dando cotizaciones, jockeys y eliminados de las dos restantes carreras en Rivermont Park. A medida que iban llegando los datos, Garden los anotaba rápidamente en las columnas de su tarjeta. Cuando llegó su turno al último participante, hubo una corta pausa; después el anunciante continuó:
«Ahora, todo el mundo a Texas. En Texas, tiempo nuboso y pista blanda. Nuboso y blando. En la primera carrera: 4, Burden; 10, Lansing…».
Garden se inclinó sobre la mesa, cerró el conmutador y se hizo el silencio.
—¿Qué nos importa Texas? —dijo negligentemente, levantándose de su asiento para estirar las piernas—. Ninguno de los presentes juega a aquellas cabras. Más tarde cogeré los datos de Cold Springs. Si no lo hago, alguno me los pediría, sólo por llevarme la contraria —se encaró con su primo—. ¿Por qué no llevas a Vance y a mister Van Dine arriba y les enseñas el jardín? Quizá les interese el solitario retiro donde acostumbras esperar tu suerte. Sneed te lo tendrá todo arreglado probablemente.
Swift se levantó, irritado.
—¡Basta ya de bromas! —protestó, agresivo—. Tu humor de hoy me fastidia, Floyd.
Y se encaminó al vestíbulo para subir al roof-garden. Vance y yo le seguimos. Hammle, que se había instalado en un sillón, acompañado de un Scotch-and-soda, quedó abajo con su huésped.
La escalera era estrecha y semicircular, y arrancaba del vestíbulo, cerca de la entrada principal. Al mirar desde arriba, hacia el salón, me percaté de que no se podía ver parte alguna de él desde la escalera. En aquel momento hice tal observación sin darle importancia, pero la menciono aquí porque el hecho tuvo una influencia decisiva en los acontecimientos que voy a relatar.
Al final de la estrecha escalera, torciendo a la izquierda, encontramos un pasillo de unos cuatro pies de ancho, a cuyo fondo se abría la puerta de una gran habitación, la única que había sobre la terraza. Estaba destinada a estudio. Tenía altas ventanas en los cuatro costados y, según nos informó Swift, el profesor Garden la utilizaba como biblioteca y laboratorio particular. Cerca de la puerta de esta habitación, en la pared izquierda del pasillo, se abría otra puerta, de calamina, que, según supe más tarde, daba a una pequeña cámara construida para almacenar los datos y documentos valiosos del profesor.
En la mitad del corredor, a la derecha, había otra gran puerta de calamina, que daba paso a la terraza. Esta puerta estaba sujeta de modo que se mantuviese abierta, pues hacía un día sereno y soleado. Swift nos precedió para mostrarnos uno de los más bellos jardines que jamás he visto sobre un rascacielos. Cubría un espacio de unos cuarenta pies cuadrados, y estaba directamente situado sobre la sala, el tocador y el vestíbulo de recepción. En el centro había un pequeño surtidor, hecho con rocas. A lo largo de la balaustrada de ladrillos, hileras de alheñas y siemprevivas. Enfrente, grandes macetas con azafraneros, tulipanes y jacintos, florecientes ya en una orgía de color. La parte del jardín más próxima al estudio estaba cubierta por un toldo de alegres tintes, y distribuidos bajo su sombra, varios cómodos muebles campestres.
Paseamos lentamente por el jardín, fumando. Vance pareció interesarse vivamente por dos o tres especies raras de siemprevivas, y disertó copiosamente acerca de ellas. Al fin se detuvo, penetró bajo el toldo, y se acomodó en un sillón, frente al río. Swift y yo le imitamos. La conversación fue languideciendo; Swift era hombre de pocas palabras y, a medida que pasaba el tiempo, se le notaba más distraído. Al poco rato se puso en pie muy nervioso y se dirigió al otro extremo del jardín. Con los codos apoyados en la balaustrada contempló durante varios minutos Riverside Park. Después, con repentino movimiento, casi como si hubiese sido golpeado, se enderezó y volvió hacia nosotros.
—Mejor será que bajemos —dijo, consultando sobresaltado su reloj—. No tardarán mucho en dar la salida para la primera carrera.
Vance aprobó con un gesto, y se puso en pie.
—¿Qué hay de ese sanctasanctórum suyo, que mencionó su primo? —le preguntó distraídamente.
Swift inició una forzada sonrisa.
—Es ese sillón rojo apoyado contra la pared, junto a la mesita… Pero no sé por qué Floyd tuvo que comentarlo. Los de abajo siempre bromean cuando pierdo, y eso me irrita. Me gusta estar solo cuando llegan los resultados.
—Es muy comprensible —afirmó Vance, con simpatía.
—Ya ve usted —prosiguió el joven en tono algo patético—, yo juego a los caballos por el dinero…, mientras los demás pueden permitirse el lujo de sufrir grandes pérdidas. En este momento estoy más necesitado de metálico que nunca. Sé, naturalmente, que esta es una endiablada manera de conseguirlo, pero se gana o se pierde en un momento, y eso es lo que me importa.
Vance se había aproximado a la mesita en la que se veía un teléfono portátil que, en lugar del receptor ordinario, tenía lo que se llama un casco, es decir, un disco plano unido a una banda de metal curvado que se ajusta sobre la cabeza.
—Su retiro está bien equipado —comentó Vance.
—¡Oh, sí! Esta es una prolongación del servicio de noticias de allá abajo, y hay también un enchufe para la radio, y otro para una cafetera eléctrica. Todas las comodidades de un hotel —añadió, riendo.
Descolgó el casco del gancho y, ajustándose la banda a la cabeza, escuchó un momento.
—Nada nuevo todavía en Rivermont —murmuró, y se quitó el auricular con nerviosa impaciencia, arrojándolo sobre la mesa—. De todos modos, mejor será que bajemos.
Cuando llegamos a la sala, encontramos dos nuevos visitantes, un hombre y una mujer, sentados a una de las mesas, inclinados sobre las tarjetas y haciendo anotaciones. Vance y yo fuimos presentados a ellos por Garden.
El hombre era Cecil Kroon, de unos treinta y cinco años, inmaculadamente vestido y planchado, de facciones regulares, y un bigote engomado muy fino. Era completamente rubio, con ojos azules, aceradamente fríos. La mujer, que se llamaba Madge Weatherby, tendría la misma edad que Kroon. Era alta y esbelta, y con una marcada tendencia a la teatralidad, tanto en su atavío como en sus ademanes. Tenía las mejillas recargadas de coloretes, los labios rabiosamente rojos, los párpados ensombrecidos con verde, y las cejas arrancadas y reemplazadas por una finísima línea de lápiz. Desde el punto de vista espectacular era bastante atractiva.
Hammle se había trasladado desde su cómodo sillón a una de las mesitas del extremo del cuarto próxima a la entrada, y se ocupaba en comprobar las anotaciones de la tarde.
Swift se dirigió a la misma mesa y, haciendo un gesto a Hammle, se sentó frente a él. Luego se quitó los lentes, los limpió cuidadosamente, cogió uno de los tarjetones y repasó las carreras.
Garden levantó la mirada y comenzó a hablarnos, mientras mantenía aplicado al oído el receptor del teléfono negro.
—Elija usted una mesa, Vance, y veremos lo seguro que es su método de probabilidades. Dentro de diez minutos darán la salida para la primera carrera, y hay que tener preparadas las apuestas.
Vance se aproximó a la mesa más cercana a Garden, se sentó, y sacó del bolsillo una hoja de papel en la cual se veían inscritos hileras de nombres, cifras y cómputos, resultado de su trabajo de la noche anterior con las pasadas actuaciones de los caballos que tomaban parte en las carreras de aquel día. Luego se ajustó el monóculo, encendió un nuevo cigarrillo y pareció enfrascarse en el estudio de la tarjeta de Rivermont. Pero yo pude notar que observaba disimuladamente a los ocupantes de la habitación más atentamente que los datos de la carrera.
—Ya no tardarán mucho —anunció Garden, con el receptor aplicado todavía al oído—. Lex está repitiendo los detalles de Gold Springs y Texas para algunos suscriptores que se han retrasado.
Kroon se aproximó al pequeño bar y mezcló dos bebidas, que llevó a su mesa, colocando una ante miss Weatherby.
—Oye, Floyd —llamó a Garden—, ¿viene Zalia hoy?
—Así lo creo —contestó Garden—. Esta mañana, cuando me telefoneó, estaba muy ocupada con entrenadores, jockeys, mozos de cuadra y demás fuentes fidedignas de información.
—Bien, y ¿qué hay con eso? —interrumpió, de pronto, una voz femenina desde el vestíbulo. Un momento después aparecía en la entrada una linda joven, con las manos apoyadas en sus musculosas caderas de muchacho—. Estoy convencida de que no puedo acertar ningún ganador por mí misma, y acudo a los demás para que me lo acierten… ¡Buenas tardes a todo el mundo!… Has de saber, Floyd, que hoy no tiene secretos para mí la primera de Rivermont. Y esta vez el soplo no me viene de un mozo de cuadra, sino de uno de los mayorales…, un amigo de papá. ¡Y voy a explotar la mina!
La joven dio unos pasos, y titubeó momentáneamente al vernos a Vance y a mí.
—¡Oh!, entre paréntesis, Zalia —dijo Garden, dejando el receptor y levantándose—, permite que te presente a mister Vance y a mister Van Dine… Miss Graem.
La joven retrocedió dramáticamente y se llevó las manos a la cabeza en cómico pavor.
—¡Oh cielos, protegedme! —exclamó—. ¡Philo Vance, el detective!
Vance se inclinó graciosamente.
—No tenga miedo, miss Graem —sonrió—. Soy meramente un criminal, y como usted ve, arrastro a mister Van Dine a las locuras de mi vida depravada.
La joven me lanzó una mirada de curiosidad.
—No creo que tenga otro remedio mister Van Dine. ¿Qué haría usted sin él, mister Vance?
—Confieso que sería un desconocido y que nadie cantaría mis glorias —replicó Vance—. Pero me sentiría más feliz siendo un espíritu oscuro y libre. Y tampoco habría servido inconscientemente de inspiración para la poesía cumbre de Odgen Nash [12].
Zalia Graem rio ampliamente, y luego hizo un pucherito.
—Siempre me ha conmovido mucho esa poesía —murmuró—; pero personalmente creo que es usted adorable.
En aquel momento, Garden, que estaba otra vez escuchando, anunció:
—Van a dar nuevos detalles. Cópienlos, si quieren.
Abrió el conmutador, e inmediatamente surgió del aparato la voz escuchada anteriormente:
«Aquí, Rivermont. Las nuevas cotizaciones son: 20, 4, 8 a 5, borrad dos veces, 3, 20, 15, 10, 15… ¿Quién quería los datos de Texas…?
Garden eliminó el amplificador.
—Bien, caballeros y damas —gritó, abriendo su libreta—, ¿han echado sus cuentas? Dense prisa. Faltan sólo dos minutos para la salida. ¿Hay clientes? ¿Qué hay de tu favorito, Zalia?
—Voy a jugar cuanto poseo —contestó miss Graem, muy seriamente—. Está diez a uno. Le pondré cincuenta a Topspede como ganador, y… setenta y cinco como colocado.
Garden lo anotó rápidamente en su libreta.
—¡Parece ser que no tienes gran confianza en él! —rio por lo bajo—. Te cubres por si acaso… ¿Quién más?
—Yo juego Sara Bellum —gritó Hammle—. Apúntame veinticinco.
—Y yo elijo a Moondash… Veinte a Moondash como colocado.
Esta apuesta provenía de miss Weatherby.
—¿Alguno más? —preguntó Garden—. Ahora o nunca.
—Anótame cincuenta a Miss Construe, como ganador —dijo Kroon.
—¿Y usted, Vance? —preguntó Garden.
—Según mis cálculos, Fisticuffs y Black Revel tienen iguales probabilidades. Me decidiré por el favorito…, pero no como ganador. Ponga ciento a Black Revel como colocado.
Garden se dirigió a su primo:
—¿Y tú, Woode?
—No juego a esta carrera —contestó Swift.
—Ahorrándolo todo para Equanimity, ¿eh? Muy bien. Yo tampoco juego nada.
Garden cogió el teléfono y marcó un número…
—Hola, Hannix [13]. Aquí, Garden… Estoy muy bien, gracias… He aquí las apuestas para la primera de Rivermont: Topspede, cincuenta y setenta y cinco. Sara Bellum, veinticinco. Moondash, veinte a colocado. Miss Construe, cincuenta a ganador. Black Revel, ciento a colocado… Y nada más.
Colgó el receptor e intercaló el amplificador. Hubo un momentáneo silencio, y volvió a oírse la voz:
«Aquí, el puesto de Rivermont. Puesto de Rivermont. Topspede está armando barullo… Han tenido que sacarle afuera… ¡Allá van! Se da la salida en Rivermont a las dos treinta y dos… Se destaca Topspede por un cuerpo… Black Revel le adelanta… Fisticuffs va ahora en cabeza, y ganando… Le sigue Topspede y Sara Bellum… El ganador va a ser Fisticuffs. ¡El ganador es Fisticuffs! Black Revel es segundo. Sara Bellum, tercero. Los números son: cuatro, siete y tres. El ganador se paga ocho a cinco. Dentro de un minuto daremos la clasificación oficial y los muís[14]».
—Ha sido una gran carrera para Hannix, en lo que a clientela se refiere —comentó Garden—. Los caballos han entrado en piara. Nuestros dos ganadores no se han diferenciado mucho. Pop Hammle se lleva un buen puñado de dinero, pero tendrá que reducir cincuenta dólares. Y Vance, probablemente verá duplicado lo que puso a Black Revel… ¿Qué hay de tu revelación, Zafia? ¿No escarmentarás nunca, chiquilla confiada?
—Pues Fisticuffs sólo ha ganado por un cuerpo a mi favorito —protestó la joven—. Esto prueba que yo no iba descaminada.
—Claro que no —replicó Garden—. Topspede hizo un noble esfuerzo, pero sospecho que es hermano de sangre de Morestone y amigo íntimo de Nevada Queen…, los más notables pencos del mundo. No te desconsueles, que otra vez ganará.
—¿Qué importa? —contestó Zalia Graem—. Puedo esperar. Soy todavía joven y tengo salud…
La voz del amplificador surgió de nuevo:
«Aquí, en Rivermont. Oficial. Se dio la salida a las dos treinta y dos. Ganador: número 4, Fisticuffs; segundo, número 7, Black Revel; tercero, número 3, Sara Bellum. Tiempo empleado por el ganador, un minuto veinticuatro segundos… He aquí los muís: Fisticuffs, pagado 5,60, 3,10, 2,90 dólares. Black Revel, pagado 3,90 y 3,20 dólares. Sara Bellum, pagado 5,89 dólares… Salida para la segunda carrera: tres cinco… Ahora van a dar la salida en Cold Springs. Y he aquí la nueva alineación…».
Garden desconectó de nuevo el amplificador.
—Bien, Vance —dijo—; es usted el único ganador de la primera carrera. Ha hecho usted noventa y cinco dólares…, que quedan anotados en la libreta. Y tú, Pop, pierdes dos dólares y medio.
Como ninguno de los presentes estaba interesado en las reuniones de Texas y Cold Springs, dispusimos de una media hora de descanso. Durante este intervalo, los miembros de la partida fueron de mesa en mesa, charlando, discutiendo de caballos y cambiando bromas más o menos agradables. Se prodigaron también las idas y venidas al bar. De cuando en cuando, Garden intercalaba el amplificador para recoger algunas frases sueltas y observar así la marcha de las carreras que se estaban celebrando.
Vance, aunque aparentemente interesado en las conversaciones de los diferentes grupos, no dejaba de observar todo lo que sucedía. Me di perfecta cuenta de que le interesaban mucho menos las carreras que las relaciones humanas y psicológicas de los individuos presentes.
A pesar de la superficial alegría de la reunión, pude descubrir como una corriente subterránea de expectación y nerviosidad; y tomé nota mental de varios pequeños incidentes ocurridos a primera hora. Advertí, por ejemplo, que, de cuando en cuando, Zalia Graem se reunía con Cecil Kroon y Magde Weatherby y se enzarzaban en una conversación de tono bajo. En cierta ocasión salieron los tres al estrecho balcón colocado a lo largo de la fachada norte.
Swift se mostraba tan pronto histéricamente alegre como profundamente abatido, y hacía frecuentes excursiones al bar. La variabilidad de su carácter me impresionó desagradablemente, y me percaté varias veces de que Garden le observaba con vivo interés.
Un incidente relacionado con Swift me interesó de modo extraordinario. Me había dado cuenta de que él y Zalia Graem no se habían dirigido la palabra en todo el tiempo que llevaban en el salón. Una vez coincidieron junto a la mesa de Garden, y casi instintivamente se apartaron uno de otro como con repugnancia. Garden los miró irritado, y dijo, sin poderse contener:
—¿Todavía enfadados? ¿Es que esto va a durar toda la vida? ¿Por qué no os besáis y hacéis las paces para no estropear con vuestras excentricidades la alegría de la reunión?
Miss Graem procedió como si nada hubiese oído, y Swift se limitó a lanzar a su primo una rápida mirada de indignación. Garden sonrió con cierta amargura, se encogió de hombros, y volvió a su cuaderno.
Hammle conservó su humor complaciente y jovial toda la tarde; pero a veces parecía sentirse a disgusto, y su mirada se posó repetidamente sobre Kroon y miss Weatherby. Una vez, en que Zalia fue a su mesa, se acercó por detrás y palmoteo ruidosamente la espalda de Kroon. La conversación cesó bruscamente, y Hammle rompió el repentino silencio con una insulsa anécdota acerca de la carrera Salvator contra el reloj, en Monmouth Park, en 1890.
Garden no abandonó su asiento cerca de los teléfonos, y con la sola excepción de alguna furtiva mirada a su primo, dedicó poca atención a sus huéspedes.
La segunda carrera en Rivermont Park, que tuvo efecto a las tres dieciocho, trajo a los reunidos mejores resultados que la primera. Sólo Kroon perdió. Había jugado fuerte al favorito, Invulnerable; pero este, aunque entró en cabeza en la recta, abandonó a poco miserablemente. Sin embargo, la carrera siguiente, que tuvo lugar pocos minutos después de las tres y media, fue una decepción para todos. El favorito fue batido en la recta, y apenas consiguió finalizar tercero, mientras un desconocido, Ogoman, ganó la carrera y se pagó a 86,50 dólares. Afortunadamente, nadie había jugado cantidades importantes. Swift continuó sin apostar, como en las carreras anteriores.
La siguiente, la cuarta, cuya hora de salida fue anunciada para las cuatro y diez, era el Rivermont Handicap; y Garden no había hecho más que desconectar el amplificador en cuanto terminó la tercera carrera, cuando me di cuenta de que en la habitación reinaba una atmósfera cargada de emoción y nerviosidad.