5. UN REGISTRO EN LA CÁMARA
(Sábado 14 de abril, 4,30 de la tarde)
A continuación del inesperado anuncio de Vance se hizo un repentino silencio. Todos se dirigieron de mala gana hacia la puerta que daba al pasillo. Sólo Garden se quedó detrás.
—Oiga, Vance —le dijo en tono confidencial—, esto es verdaderamente espantoso. ¿Está usted seguro de que no ha dejado volar su imaginación? ¿Quién iba a querer mal al pobre Woody? Tiene que haberse suicidado. Siempre fue muy débil, y más de una vez nos habló del suicidio.
Vance le miró un momento con marcada frialdad.
—Muy agradecido por la información, Garden —su voz eran tan fría como su mirada—, pero en esta ocasión no nos servirá de nada. Swift fue asesinado; y lo que yo necesito es su ayuda, no su escepticismo.
—Cuente con todo lo que yo pueda hacer —balbució Garden, aparentemente humillado por las maneras de Vance.
—¿Hay aquí arriba algún teléfono? —preguntó Vance.
—¡Ya lo creo! Hay uno en el estudio.
Garden pasó ante nosotros con nerviosa energía, como si se alegrase de la oportunidad de entrar en acción. Abrió de par en par la puerta situada al final del pasillo, y se echó a un lado para permitirnos entrar en el estudio.
—Está allí —dijo, señalando una mesa colocada al otro extremo del cuarto, sobre la cual se veía un teléfono de mano—. No tiene relación alguna con el teléfono que hemos utilizado para las carreras, pero sí con el que hay en el gabinete —se colocó detrás de la mesa y movió la llave del conmutador unido a un costado del mueble—. Colocando la llave en esta posición —explicó— queda desconectado con el aparato de abajo, y puede comunicarse con completa independencia.
—Comprendido —dijo Vance con ligera sonrisa—. Yo empleo el mismo sistema en mi departamento. Muchas gracias por su amabilidad… Y ahora tenga la bondad de reunirse con los otros allá abajo, y trate de tranquilizarlos.
Garden aceptó su despedida sin defenderse, y se encaminó hacia la puerta.
—Escuche, Garden —volvió a llamarle Vance—. Necesitaré hablar con usted reservadamente dentro de un rato.
Garden se volvió, un poco turbado.
—Supongo que me necesitará para que haga desfilar ante usted todos los esqueletos de la familia. Perfectamente. Puede usted creer que no ansío otra cosa que serle útil. Volveré en el instante en que usted me necesite. Entre tanto, estaré abajo vertiendo aceite sobre las agitadas aguas. Para llamarme no tiene usted más que apretar ese zumbador que está en la estantería, detrás de la mesa —al decir esto indicó un pulsador blanco montado en el centro de una pequeña caja japonesa—. Forma parte —añadió— del sistema de intercomunicación entre este cuarto y el gabinete. Cuidaré de que la puerta de abajo quede abierta, para poder oír el zumbador en donde me encuentre.
Vance se inclinó cortésmente, y Garden, tras un momento de indecisión, se volvió y salió del estudio.
Tan pronto como oyó que Garden descendía por las escaleras, Vance cerró la puerta y se aproximó al teléfono. Un momento después estaba hablando con Markham.
—Los caballos galopadores, querido —le dijo—. Los troyanos corren que pierden los cascos. Equanimity era necesario, pero se quedó demasiado detrás. Consecuencia: un asesinato. El joven Swift ha muerto. Y tan hábilmente ejecutado, que no he visto cosa semejante. No, Markham —su voz se volvió repentinamente grave—, no estoy bromeando. Creo que lo mejor será que vengas inmediatamente. Y avisa a Heath, si puedes encontrarle, y al forense. Yo seguiré investigando mientras llegas.
Colgó el receptor lentamente y, sacando su caja de cigarrillos, encendió un Régie con aquella estudiada parsimonia que yo sabía por experiencia era indicio de un turbulento estado de espíritu.
—Es un crimen muy sutil, Van —murmuró—. Demasiado sutil para la paz de mi alma. No me gusta, no me gusta nada. Y tampoco me agrada esta intromisión de las carreras de caballos. ¡Extraño recurso!
Paseó la mirada por su alrededor abarcándolo todo. Era una habitación de unos veinticinco pies cuadrados, llena de libros, folletos y carpetas. Sobre las anaquelerías, y encima de todo mueble disponible, se veían ejemplares que formaban una colección única de viejos cachivaches farmacéuticos: morteros y manos de almirez de lozas raras, o de latón, o bronce, esculpidos y ornamentados con mascarones, leones, follaje, cabezas de querubines, volutas, figuras aladas y fleurs de lis, góticos, españoles, franceses, flamencos, muchos de ellos pertenecientes al siglo XVI; antiguas balanzas de boticario, de latón y marfil, con redondas columnas sobre plintos, y urnas como remate, algunas de fines del siglo XVIII; copioso botamen de farmacia de diversas formas; cilíndricas, ovoglobulares, cónicas, ovoides, piriformes, en loza, en mayólica, en valiosas porcelanas exquisitamente decoradas y rotuladas; y otros muchos chirimbolos farmacéuticos raros y artísticos. La colección representaba muchos años de viajes y laboriosas rebuscas [16].
Vance recorrió la habitación, deteniéndose acá y allá ante algún vaso o jarro raros.
—¡Estupenda colección! —murmuró—; y bastante significativa, Van. Es como una revelación del espíritu del que la reunió (un artista como un hombre de ciencia), un amante de la belleza y un buscador de la verdad. Realmente los dos deberían ser sinónimos. Sin embargo…
Se aproximó pensativo a la ventana norte y contempló desde ella el jardín. La silla de bejuco, con su silencioso ocupante, no era visible desde el estudio, pues estaba muy a la izquierda de la ventana, cerca de la balaustrada de Poniente.
—Los azafranes se mueren para dar paso a los jacintos y a los narcisos; y los tulipanes se dan este año muy bien —prosiguió—. El color reemplaza al color. Un bello jardín. Pero en los jardines la muerte triunfa a cada momento… o, de otro modo, no existiría el jardín.
Se apartó bruscamente de la ventana y volvió a la mesa.
—Unas cuantas palabras con el hermético Garden están indicadas, antes que lleguen los esbirros de la Ley.
Colocó el dedo sobre el botón blanco del zumbador y lo oprimió durante un segundo. Después se dirigió a la puerta y la abrió. Transcurrieron algunos instantes, pero Garden no apareció, y Vance volvió a oprimir el zumbador. Pasó otro minuto y, al no recibir contestación a sus llamadas, se dirigió por el pasillo a las escaleras, haciéndome señas de que le siguiese.
Al llegar a la puerta de la cámara se detuvo bruscamente. Examinó unos instantes la pesada puerta de calamina. A primera vista, parecía estar perfectamente cerrada, pero cuando la observé más detenidamente me di cuenta de que entre el marco y la puerta había una rendija de una fracción de pulgada, como si el muelle que la cerraba automáticamente no hubiese actuado por completo la última vez que se abandonó a su acción. Vance empujó la puerta suavemente con las yemas de los dedos, y aquella giró hacia adentro con solemne lentitud.
—Cosa extraña —comentó—. Una cámara para guardar documentos valiosos… y la puerta está entornada.
La luz del vestíbulo brilló en el oscuro recinto, y cuando la puerta estuvo suficientemente abierta, se hizo visible un cordón blanco que colgaba de una lámpara en el techo. Al extremo de este cordón iba unida una mano de almirez en miniatura que actuaba como peso. Vance se detuvo bajo ella, tiró de la cuerda y la estancia se inundó de luz.
La palabra «cámara» no resultaba muy apropiada para describir aquel pequeño almacén, de no ser porque las paredes eran extraordinariamente gruesas, porque evidentemente había sido construido para servir como depósito a prueba de ladrones. Tenía unos cinco pies por siete, y el techo era tan alto como el del pasillo. Las paredes estaban cubiertas de profundos estantes, en los cuales se apilaban toda clase de papeles, documentos, folletos, carpetas, gradillas con tubos de ensayo y redomas rotuladas con símbolos misteriosos. Tres de los estantes estaban dedicados a una serie de robustas cajas de acero. El suelo estaba pavimentado con pequeños baldosines blancos y negros.
Aunque allí dentro había espacio bastante para dar cabida a ambos, yo me quedé en el umbral, observando a Vance, mientras este lo examinaba todo a su alrededor.
—Egoísmo, Van —iba diciendo, sin volverse hacia mí—. Probablemente no habrá una cosa aquí que un ladrón se dignase robar. Todo son fórmulas (resultado de investigaciones experimentales) y otras cosas abstrusas de ningún valor o interés para nadie, como no fuera el mismo profesor. Sin embargo, ha construido una bóveda especial para conservarlas bien aisladas del mundo.
Vance se inclinó y recogió del suelo unas cuantas cuartillas escritas a máquina, que probablemente se habían caído de uno de los estantes situados frente a la puerta. Las examinó un instante y después las colocó en el espacio vacío de la anaquelería.
—Muy interesante este desarreglo —observó—. El profesor no fue evidentemente la última persona que estuvo aquí, pues él no hubiera dejado estos papeles tirados…
—¿Tú crees?…
—¡Palabra! —exclamó en voz baja—. Estos papeles caídos y esa puerta abierta…, bien pudiera ser que… Oye, no entres aquí; y, sobre todo, no toques el agarrador de la puerta.
Se quitó el monóculo y se lo ajustó cuidadosamente. Luego se arrodilló sobre las baldosas e inspeccionó ladrillo por ladrillo, como si estuviera contándolos. Su acción me recordó lo que antes había hecho con los baldosines de la terraza, cerca de la silla donde fue encontrado el joven Swift. Y se me ocurrió que estaba buscando allí lo que no había podido encontrar en el jardín. Sus últimas palabras confirmaron mi suposición.
—Tiene que estar aquí —murmuraba como para sí—. Explicaría muchas cosas…, formaría el primer vago contorno de un diseño aprovechable…
Después de buscar por todas partes durante uno o dos minutos, se detuvo bruscamente y se inclinó con avidez. Luego sacó de su bolsillo un pedazo de papel e hizo pasar hábilmente a él algo que había en el suelo. Dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo del chaleco. Aunque yo estaba a corta distancia y nunca dejé de mirarle, no pude ver lo que había encontrado.
—Creo que esto es todo por el momento —dijo, levantándose y tirando del cordón para apagar la luz.
Al salir al pasillo cerró la puerta, cogiendo la espiga del agarrador. Después salió al jardín y se aproximó al cadáver. Aunque estaba de espaldas a mí cuando se inclinó sobre el cuerpo del joven, pude ver que se sacaba el papel del bolsillo del chalaco y lo desdoblaba. Su mirada se desplazó repetidamente desde el papel que tenía en la mano a la rígida figura que yacía en la silla. Al fin movió la cabeza enfáticamente, se unió a mí en el pasillo, y juntos bajamos por las escaleras al departamento inferior.
En el momento en que llegábamos al vestíbulo inferior, se abrió la puerta de entrada y apareció Cecil Kroon. Pareció sorprenderse al encontrarnos en el vestíbulo, y nos preguntó con cierta vaguedad, mientras arrojaba su sombrero sobre un banco de madera:
—¿Ocurre algo?
Vance le lanzó una penetrante mirada y no contestó. Kroon continuó:
—Supongo que la gran carrera habrá terminado. ¿Quién ganó? ¿Equanimity?
Vance movió la cabeza lentamente, con los ojos fijos en el otro:
—Azure Star ganó la carrera. Creo que Equanimity llegó en quinto o sexto lugar.
—¿Y Woody vació la bolsa sobre él…, como amenazaba?
—Me temo que sí.
—¡Dios mío! —exclamó Kroon, emocionado—. ¡Qué golpe para el muchacho! ¿Cómo lo recibió? —desvió la cabeza, como si no quisiera oír la respuesta de Vance.
—No lo recibió de ningún modo —contestó Vance—. Ha muerto.
—¿Es posible? —Kroon expelió su aliento con un silbido, y sus ojos se contrajeron. Cuando se repuso de la emoción, dijo con voz ronca—: ¿De manera que se pegó un tiro?
Vance arqueó las cejas ligeramente.
—Esa es la impresión general —replicó blandamente—. No es usted psicólogo, ¿verdad? No mencioné cómo había muerto Swift, pero el hecho es que murió de un disparo de revólver. Superficialmente, confieso que tiene todas las trazas de un suicidio —Vance sonrió fríamente—. Su reacción es de las más interesantes —continuó—. ¿Por qué, por ejemplo, supone usted que se disparó un tiro, en lugar de… arrojarse desde el tejado?
Kroon contrajo la boca, y una mirada de ira apareció en sus ojos. Encendió un cigarrillo, como haciendo tiempo para tranquilizarse.
—No lo sé… exactamente —balbució—; pero en nuestros días la mayor parte de la gente se pega un tiro para suicidarse.
—No es, en efecto, una manera desacostumbrada de ayudarse uno a sí mismo a salir de este revuelto mundo —dijo Vance con áspera sonrisa—; pero realmente yo no mencioné el suicidio en absoluto. ¿Por qué dio usted por averiguado que se infligió la muerte por sí mismo?
Kroon se revolvió, agresivo.
—Estaba en perfecto estado de salud cuando yo le dejé aquí. Nadie va a saltarle a un hombre los sesos así como así.
—¿Saltarle los sesos? —repitió Vance—. ¿Cómo sabe usted que no le pegaron el tiro en el corazón?
Kroon parecía ya desconcertado.
—Es que… me limitaba a suponer…
Vance interrumpió la confusión del individuo.
—No obstante —dijo, sin desviar su mirada escudriñadora—, sus académicas conclusiones respecto a un asesinato más o menos público no carecen de lógica. Pero el hecho es que alguien atravesó la cabeza de Woody de un balazo…, y que sucedió prácticamente en público. Cosas como esa han sucedido más de una vez, como usted sabe. La lógica tiene muy poco que ver con la vida y la muerte… y con las carreras de caballos. La lógica es el medio más perfectamente artificial de llegar a una falsa conclusión —Vance aproximó la llama de su encendedor al cigarrillo de Kroon—. Sin embargo, me gustaría saber dónde ha estado usted y cuándo ha vuelto a este departamento.
La mirada de Kroon vagó por el vestíbulo, y el individuo dio dos profundas chupadas a su cigarrillo antes de contestar.
—Creo —dijo, esforzándose por aparentar serenidad— que ya hice notar antes de marcharme que me dirigía a casa de una parienta para firmar algunos estúpidos documentos legales.
—¿Puede decirme el nombre y la dirección de esa parienta…, una tía, según creo que dijo? —preguntó Vance cortésmente—. Estoy encargado del asunto hasta que lleguen las autoridades.
Kroon se quitó el cigarrillo de la boca con forzado aire de despreocupación, y contestó, estirándose:
—No veo que esa información pueda interesar a nadie más que a mí.
—Soy de su mismo parecer —admitió Vance, jovial—. Yo esperaba un rasgo de franqueza. Pero puedo asegurarle, en vista de lo sucedido aquí esta tarde, que la Policía querrá saber cuándo regresó usted de su misteriosa firma de documentos.
—No creerá usted —rezongó Kroon— que estaba paseándome por el vestíbulo. Llegué hace unos minutos y he subido aquí en seguida.
—Muchísimas gracias —murmuró Vance—; y ahora debo suplicarle que se reúna con los otros en la sala, y que espere hasta que llegue la Policía. Confío en que no tendrá inconveniente…
—Ninguno, se lo aseguro —contestó Kroon haciendo alarde de cínica calma—. La llegada de la Policía regular será un alivio después de este pinito amateur.
Y se alejó balanceándose hacia el arco del vestíbulo con las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.
Cuando Kroon hubo desaparecido en el salón, Vance se dirigió a la puerta de entrada y, abriéndola sin hacer ruido, salió al estrecho pasillo público para oprimir el botón del ascensor. A los pocos instantes se abrió la puerta corrediza, y un muchacho de unos veintidós años, delgado, moreno y de inteligente aspecto, asomó la cabeza, interrogador, inquieto.
—¿Va a bajar? —preguntó respetuosamente.
—Por ahora no —contestó Vance—. Necesitaba solamente hacerle a usted algunas preguntas. Yo estoy más o menos relacionado con el fiscal, ¿sabe?
—Le conozco a usted, mister Vance —dijo el muchacho, solícito.
—Esta tarde ha ocurrido aquí algo, y creo que puede usted ayudarme.
—Le diré a usted cuanto sepa —convino el muchacho.
—¡Excelente! ¿Conoce usted a un tal mister Kroon, que visita el departamento de Garden? Es un caballero rubio, con el bigote engomado.
—¡Ya lo creo que le conozco! —contestó el joven—. Viene aquí casi todas las tardes. Hoy mismo le subí yo.
—¿Hacia qué hora fue eso?
—Me parece que eran las dos o las tres —el muchacho frunció el ceño—. ¿Es que no ha entrado en el piso?
Vance contestó a la pregunta haciéndole otra.
—¿Ha estado a su cargo el ascensor toda la tarde?
—Desde el mediodía. No me relevan hasta las siete de la tarde.
—¿Y no ha visto usted a mister Kroon desde que le subió a primera hora?
—No, señor; no le he vuelto a ver.
—Yo tenía idea —dijo Vance— de que mister Kroon salió hará una hora y que acaba de regresar.
El muchacho movió la cabeza, y miró a Vance, inquietado.
—No. Yo solamente le he subido hoy una vez; y hará ya unas dos horas por lo menos. Desde entonces, no le he visto ni subir ni bajar.
Zumbó el avisador, y Vance entregó rápidamente al muchacho un billete doblado.
—Muchas gracias —le dijo—. Eso es todo lo que quería saber.
El muchacho se guardó el dinero, cerró la puerta, y nosotros volvimos al departamento.
Cuando penetramos en el vestíbulo, la nurse estaba a la puerta del dormitorio, a la derecha de la entrada. Brillaba en sus ojos una mirada interrogadora y asustada.
Vance cerró la puerta suavemente, y ya iba a cruzar el vestíbulo cuando titubeó y se aproximó a la joven.
—Parece usted angustiada, miss Beeton —le dijo bondadosamente—; pero después de todo, ya debería estar usted acostumbrada a la muerte.
—Estoy acostumbrada a ella —contestó la nurse en voz baja—. ¡Pero esto es tan diferente! ¡Sucedió tan de improviso, sin que nada lo hiciera sospechar! Aunque mister Swift siempre me impresionó como el tipo del suicida.
Vance miró a la nurse con simpatía.
—Su impresión puede haber sido correcta —le dijo—; pero sucede que Swift no se suicidó.
La joven abrió desmesuradamente los ojos, contuvo el aliento, y se apoyó contra el marco de la puerta. Su rostro palideció.
—¿Quiere usted decir que alguien le disparó? —sus palabras eran apenas audibles—; pero ¿quién?
—No lo sabemos —contestó Vance resueltamente—; pero tenemos que descubrirlo. ¿Querría usted ayudarme, miss Beeton?
La joven se irguió, se serenaron sus facciones, y fue una vez más la nurse imperturbable y solícita.
—Tendré en ello un gran placer —había algo más que un anhelo de serle útil en sus palabras.
—Entonces le agradecería que montase usted la guardia, por decirlo así —contestó Vance con amistosa sonrisa—. Necesito hablar a mister Garden, y no quiero que nadie suba a la terraza. ¿Tendría usted inconveniente en ocupar esta silla y avisarme si alguien intenta subir?
—No es gran cosa lo que me pide —contestó la joven, acomodándose en la silla, al pie de la escalera.
Vance le dio las gracias y siguió hasta el gabinete. Garden y Zalia Graem estaban sentados en un sofá, hablando en tono bajo y confidencial. Del otro lado del arco llegaba un confuso rumor de voces, que indicaba que los demás miembros del grupo se encontraban en el salón.
Garden y miss Graem se separaron rápidamente cuando nos sintieron entrar. Vance fingió no percibir su aparente confusión, y se dirigió a Garden como si no se hubiera dado cuenta de que había interrumpido un animado coloquio.
—He llamado al fiscal, y él se ha encargado de avisar a la Policía. Se presentarán dentro de unos instantes. Entre tanto, me interesaría hablarle a solas —volvió la cabeza hacia miss Graem y añadió—: Espero que usted me perdonará.
La joven se puso en pie y arqueó las cejas.
—No se inquiete por mí —contestó—. Puede usted mostrarse tan misterioso como desee.
Garden le reprendió, malhumorado.
—No hay motivo para tanta altivez, Zalia —después se volvió a Vance—. ¿Por qué no hizo funcionar el zumbador para llamarme? Yo habría subido. Me quedé precisamente en el gabinete por si me necesitaba usted.
—Llamé, en efecto, dos veces por el zumbador, y como usted no subía, bajé yo.
—No se notó nada —le aseguró Garden—. Y he estado aquí desde que bajé de la azotea.
—Puedo responder de eso —intervino miss Graem.
La mirada de Vance descansó sobre ella un momento, y hubo un esbozo de sonrisa sardónica en las comisuras de su boca.
—Le quedo muy agradecido por la corroboración —murmuró.
—¿Está usted seguro de que oprimió el botón? —preguntó Garden—. Es bastante chocante. La instalación no ha fallado en seis años. Espere un minuto.
Se aproximó a la puerta y llamó a Sneed. El mayordomo penetró en la habitación.
—Suba al estudio, Sneed —le ordenó Garden—, y oprima el botón del zumbador.
—El zumbador está descompuesto, señor —contestó el mayordomo, imperturbable—. Ya se lo he notificado a la Compañía Telefónica, y le he dicho que envíe un hombre para arreglarlo.
—¿Cuándo te enteraste de eso? —preguntó Garden, irritado.
La nurse, que había oído la conversación, abandonó su silla y se asomó a la puerta.
—Yo fui la que descubrí esta tarde que el zumbador no funcionaba —explicó—, y se lo comuniqué a Sneed para que avisase a la Compañía Telefónica.
—Comprendo. Gracias, miss Beeton —dijo Garden, y añadió, dirigiéndose a Vance—: ¿Quiere que subamos ahora?
Miss Graem, que había estado observando la escena con expresión cínica y regocijada, se dispuso a salir de la habitación.
—¿Para qué subir? —preguntó—. Me esfumaré en el salón y ustedes podrán departir aquí a su gusto.
Vance estudió a la joven unos segundos, y después se inclinó.
—Gracias —dijo—. Eso será mucho mejor.
Vance se apartó, mientras ella se dirigía al vestíbulo y cerraba la puerta tras ella.
Vance depositó su cigarrillo en un pequeño cenicero, sobre un taburete colocado ante el sofá y, aproximándose a la puerta, la volvió a abrir. Desde el sitio del gabinete en que yo me encontraba pude ver que miss Graem, en lugar de dirigirse al salón, se alejaba en dirección opuesta.
—¡Un momento, miss Graem! —le gritó Vance, perentorio—. Tenga la bondad de esperar en el salón. Nadie puede subir a la azotea por ahora.
La joven giró en redondo, y se encaró resuelta con Vance.
—¿Y por qué no? —tenía el rostro enrojecido de ira, y avanzaba la mandíbula desafiadora—. Tengo derecho a subir —proclamó briosamente.
Vance no dijo nada, pero movió la cabeza en gesto negativo, sosteniéndole la mirada. Ella no pudo resistir y empezó a retroceder hacia él. Parecía haber sufrido un repentino cambio. Se empañaron sus ojos y acudieron a ellos las lágrimas.
—Usted no comprende —protestó con voz rota—. Yo tengo algo que censurarme por esta tragedia… No fue la carrera. Si no hubiera sido por mí, Woody estaría vivo ahora… No puedo dejar de acordarme… ¡Quiero subir para verle!
Vance puso su mano sobre un hombro de la muchacha.
—Realmente no hay nada que pueda usted censurarse —le dijo dulcemente.
Zalia Graem le miró, interrogadora.
—Entonces, ¿es cierto lo que Floyd me estaba diciendo, que Woody no se ha suicidado?
—Absolutamente cierto —contestó Vance.
La joven lanzó un profundo suspiro, y sus labios temblaron. Después se acercó impulsivamente a Vance, y rompió a llorar.
Vance la cogió de los hombros y la apartó suavemente.
—No haga tonterías —la amonestó con severidad—. Y no trate de ser tan cauta. Corra al salón y tómese un combinado. Le levantará los ánimos.
El rostro de la joven volvió a adoptar su expresión de cinismo. Se encogió de hombros en gesto exagerado.
—¡Bien, monsieur Lecocq! —le replicó, echando atrás la cabeza. Y rozándole al pasar, se alejó altiva hacía el salón.