8. LOS ALAMBRES DESCONECTADOS

(Sábado 14 de abril, 5:30 de la tarde)

Miss Beeton indicó nuestra presencia en la azotea con un gesto, mientras se hacía a un lado, y el forense avanzó hacia nosotros con un «Gracias, querida», arrojado a la nurse por encima del hombro.

—Si les puedo ayudar en algo… —se ofreció la nurse.

—Nada por el momento, gracias —contestó Vance, con amistosa sonrisa—; quizá la llamemos más tarde.

La joven hizo una inclinación de cabeza, indicando que había comprendido, y se dispuso a descender al piso inferior.

Doremus acogió nuestro saludo con un gran revoloteo de su mano, y después se plantó atrevidamente ante Heath.

—Congratulaciones, sargento —dijo en burlón falsete—. ¡Muchas congratulaciones!

El sargento se puso inmediatamente en guardia, pues conocía de antiguo al mordaz medicucho.

—¿Y por qué, doctor? —preguntó Heath tímidamente.

—Porque por una vez en la vida —contestó Doremus jocosamente— ha elegido usted una hora oportuna para llamarme. Es positivamente asombroso, como diría mister Vance, aquí presente. No estaba comiendo, ni durmiendo, cuando llegó su llamada. Por primera vez en la Historia no me ha arrancado usted de la cama, ni me ha hecho venir con el bocado en la boca. ¿A qué se debe esta repentina explosión de sentimientos caritativos?… Hoy no traigo ni una gota de vinagre en mi humor. Puede usted mostrarme sus cadáveres y yo los examinaré sin rencor alguno, se lo prometo.

Heath se sintió regocijado, a pesar de su preocupación.

—Yo no organizo los asesinatos a conveniencia suya —replicó—. Si esta vez he acertado en llamarle a hora conveniente, eso más me tendrá usted que agradecer. En aquel sillón está el individuo. Es un hallazgo de mister Vance, y mister Vance tiene opiniones especiales sobre el asunto.

Doremus se echó hacia atrás el sombrero, hundió las manos en las profundidades de sus bolsillos, y se acercó perezosamente al sillón con su inmóvil ocupante. Hizo un somero examen del cadáver, escudriñó el orificio de la bala, probó los brazos y las piernas en busca del rigor mortis, y después giró sobre sus talones para encararse con nosotros.

—Bien; ¿qué hay? —preguntó, con su cínico gesto—. Está muerto; tiene en la cabeza una bala de pequeño calibre, y el plomo está probablemente alojado en el cerebro. No hay orificio de salida. Parece como si el individuo hubiera querido suicidarse. No hay nada que contradiga tal presunción. La bala penetró por la sien, y el ángulo es correcto. Además, presenta señales de pólvora, lo que indica que el arma fue disparada a corta distancia, casi en contacto con la herida, como si dijéramos. Hay indicios de chamuscaduras alrededor del orificio.

Doremus se balanceó sobre sus pies y miró de soslayo al sargento.

—No necesitan ustedes preguntarme cuánto tiempo lleva muerto, porque no puedo decírselo. Lo más que puedo asegurar es que oscila entre treinta minutos y un par de horas. No está frío todavía, y el rigor mortis no ha aparecido. La sangre de la herida está sólo ligeramente coagulada, pero las variaciones de este proceso (especialmente al aire libre) no permiten un cálculo seguro del tiempo invertido… ¿Qué más quieren ustedes que les diga?

Vance se quitó el cigarrillo de la boca y se dirigió a Doremus:

—Dígame, doctor: hablando de la sangre que aparece en la sien de este muchacho, ¿qué diría usted respecto a la cantidad?

—Pues diría que es demasiado poca —contestó Doremus con prontitud—; pero las heridas de balas se comportan a veces de un modo muy extraño. De todas maneras, tendría que haber bastantes más coágulos.

—Estamos de acuerdo —afirmó Vance—. Mi teoría es que este individuo fue muerto en alguna otra parte y traído después hasta esta silla.

Doremus torció el gesto e inclinó la cabeza a un lado.

—¿Que fue muerto? Entonces, ¿usted no cree en el suicidio? —Doremus reflexionó un momento—. Bien pudiera ser —decidió al fin—. No hay razón para que un cadáver no pueda ser llevado de un sitio a otro. Encuentre el resto de la sangre, y sabrá usted dónde ocurrió la muerte.

—Muchísimas gracias, doctor —sonrió Vance, alborozado—. Sus palabras iluminan mi cerebro; pero creo que la sangre fue borrada. Mi única esperanza era que sus observaciones confirmasen mi teoría de que él no se mató sentado en esa silla, sin tener a nadie más alrededor.

Doremus se encogió de hombros en un gesto de indiferencia.

—Es una presunción bastante razonable —dijo—. Realmente tenía que haber más sangre. Y puedo asegurar que no pudo moverse después de pegarse el tiro. Murió instantáneamente.

—¿Puede usted hacerme alguna otra sugestión? —preguntó Vance.

—Quizá cuando haya examinado el cadáver más detenidamente, después que estos nenes —señaló con la mano al fotógrafo y a los de la Dactiloscopia— acaben con sus juegos de manos.

El capitán Dubois y el detective Bellamy habían empezado ya su tarea a partir de la mesa del teléfono, y Quackenbush estaba montando su pequeño trípode de metal.

—Oiga, capitán —dijo Vance, dirigiéndose a Dubois—, dedique especial atención al casco telefónico, al revólver y a los lentes. Y también el agarrador de la puerta del desván que sirve de archivo.

Dubois expresó conformidad con un gesto, y prosiguió su delicada labor.

Quackenbush, montada ya la cámara, hizo sus tomas, y después esperó, junto a la puerta del pasillo, nuevas instrucciones de los oficiales de la Dactiloscopia.

Cuando los tres hombres hubieron desaparecido en el interior, Doremus lanzó un exagerado suspiro, y se dirigió a Heath en tono impaciente:

—¿Qué le parece si lleváramos su corpus delicti a aquel banco? Me sería más fácil examinarle allí.

—Bien, doctor.

El sargento llamó a Snitkin con un movimiento de cabeza, y los dos detectives levantaron el cuerpo de Swift y lo colocaron sobre el mismo diván en que Zalia Graem fue tendida cuando se desmayó a la vista del cadáver.

Doremus puso manos a la obra con sus acostumbradas maneras rápidas y eficientes. Cuando terminó, arrojó una cortina sobre el cadáver, y expuso su breve informe ante Vance y Markham.

—No hay nada que indique una lucha violenta, si es eso lo que ustedes esperan. Pero existe una ligera rozadura en el puente de la nariz, como si le hubiesen sido arrancados los lentes de un golpe; y hay una pequeña contusión en el lado izquierdo de la cabeza, sobre la oreja, que puede haber sido causada por un accidente de la misma clase, aunque la piel no aparece rota.

—¿Cómo, doctor —preguntó Vance—, se avendría con sus observaciones la siguiente hipótesis? El individuo fue muerto de un tiro, en otra parte; cayó sobre el suelo de baldosas; se golpeó la cabeza contra él; se le saltaron los lentes con el choque, y después fue traído hasta aquí y volvieron a colocárselos sobre la nariz.

Doremus frunció los labios e inclinó la cabeza, pensativo.

—Esa sería una explicación muy razonable de la contusión en la cabeza y de la rozadura en la nariz —murmuró. De pronto levantó la mirada, arqueó las cejas y sonrió, con exagerados visajes—. ¿De manera que este es otro de sus asesinatos de ojos de lince? Muy bien; por mí no hay inconveniente. Pero desde ahora le digo que no conseguirá el informe de autopsia esta noche. Me encuentro agotado, y necesito algún excitante. Ahora me voy a Madison Square Garden a ver descuartizarse a Lewis el Estrangulador con Londos el Chacal —dicho esto, Doremus apuntó la barbilla hacia Heath en franco desafío—. No espere usted que deje el número de mi asiento en la taquilla. Se lo advierto, por si acaso, sargento. Puede usted o aplazar sus futuros asesinatos hasta mañana o molestar a alguno de mis ayudantes.

Extendió una orden para el traslado del cadáver, se arregló el sombrero, lanzó un amistoso ¡goodbye!, que nos incluyó a todos, y desapareció rápidamente por la puerta del pasillo.

Vance se dirigió al estudio y todos los demás le seguimos. Acabábamos apenas de sentarnos cuando entró el capitán Dubois a informar de que no había huellas digitales en ninguno de los objetos que Vance había enumerado.

—Se valieron de guantes —acabó lacónicamente— o las limpiaron.

Vance le dio las gracias.

—No me sorprende —añadió.

Dubois se juntó con Bellamy y Quackenbush en el vestíbulo, y los tres se alejaron escaleras abajo.

—Bien, Vance, ¿estás satisfecho? —preguntó Markham.

—Yo nunca esperé encontrar huellas digitales —contestó Vance—. Es un crimen de una habilidad extraordinaria. Lo averiguado por Doremus llena algunos lugares vacíos de mi hipótesis. Famoso individuo Doremus. A pesar de su idiosincrasia, entiende muy bien su oficio. Sabe lo que se necesita y lo busca. No cabe duda de que Swift estaba en el desván cuando le dispararon; de que cayó al suelo, derribando algunos papeles; de que su cabeza chocó contra las baldosas; de que se rompió el cristal izquierdo de sus lentes (habrá usted notado, por supuesto, que la contusión de la cabeza estaba también en el lado izquierdo), y de que fue arrastrado al jardín y colocado en el sillón. Swift era un hombre bajo y delgado; probablemente no pesaba más arriba de ciento veinte libras; y para nadie habría sido una gran hazaña de fuerza cambiarle de sitio después de muerto.

Se oyeron pasos en el pasillo y, al volver involuntariamente nuestros ojos hacia la puerta, vimos la respetable figura del profesor Ephraim Garden. Yo le reconocí inmediatamente por los retratos que de él había visto.

Era hombre alto, a pesar de sus espaldas encorvadas; y, aunque muy delgado, su aspecto era tan recio, que daba la sensación de retener aún gran parte de la energía física que evidentemente tuvo durante su juventud. Había bondad en su rostro macilento, pero también sagacidad en su mirada; y el contorno de su boca indicaba una crueldad latente. Sus cabellos, peinados en copete, eran casi blancos y hacían resaltar la palidez de su tez. Sus ojos oscuros y la expresión de su rostro eran como los de su hijo; pero era un tipo mucho más sensible y espiritual que el joven Garden.

Se inclinó ante nosotros con gracia añeja, y avanzó unos pasos dentro de la habitación.

—Mi hijo acaba de informarme —dijo con voz ligeramente temblorosa— de la tragedia ocurrida aquí esta tarde. Lamento no haber regresado a casa más temprano, como es mi costumbre los sábados, pues quizá hubiese podido evitar la desgracia. Me habría encontrado en este estudio y probablemente no habría perdido de vista a mi sobrino. Por lo menos, nadie se habría apoderado de mi revólver.

—No estoy completamente seguro, doctor Garden —replicó Vance—, de que su presencia aquí esta tarde hubiera evitado la tragedia. No es asunto tan sencillo como parece a primera vista.

El profesor Garden se sentó junto a la puerta, en un sillón que formaba parte de sus antigüedades.

—Sí, sí. Eso tengo entendido, y quisiera saber algo más acerca de este asunto —la emoción de su voz era evidente—. Floyd me ha dicho que la muerte de Woody tiene todas las apariencias de un suicidio, pero que ustedes no aceptan tal conclusión. ¿Sería demasiado pedir más detalles sobre su actitud a este respecto?

—No puede haber duda, señor —respondió Vance tranquilamente—, de que su sobrino fue asesinado. Hay demasiadas indicaciones que contradicen la teoría del suicidio. Pero no sería prudente, ni tampoco necesario, entrar en detalles por el momento. Nuestra investigación acaba de empezar.

—Pero ¿es que va a haber una investigación? —preguntó el profesor Garden en trémula protesta.

—¿Es que no desea usted ver al asesino ante la Justicia? —replicó Vance con severidad.

—Sí, sí, naturalmente —la respuesta del profesor fue casi involuntaria. Mientras hablaba, sus ojos se posaron ensoñadores sobre la ventana que daba al río, y se dejó hundir abatidamente un poco más en su sillón—. Es una gran desgracia, sin embargo —murmuró. Después miró a Vance, suplicante—. Pero ¿está usted seguro de que tiene razón y no está creando un escándalo innecesario?

—¡Completamente seguro! —afirmó Vance—. El que cometió el asesinato tuvo algunos graves descuidos. La sutileza del crimen no se extendió a todas sus fases. Creo, en efecto, que algún fortuito incidente o circunstancia hicieron necesarias ciertas correcciones en el último momento. Y a propósito, doctor: ¿puedo preguntarle qué le ha retenido a usted esta tarde? Su hijo me indicó que usted tenía por costumbre regresar a casa los sábados mucho antes de esta hora.

—Puede usted preguntar lo que quiera —contestó el profesor con aparente franqueza; pero tenían sus ojos una expresión de desconfianza al mirar a Vance—. Tuve que buscar algunos datos oscuros antes de continuar con un experimento que estoy haciendo, y pensé que hoy sería una excelente ocasión, ya que cierro el laboratorio y dejo libres a mis ayudantes los sábados por la tarde.

—Y ¿dónde estuvo usted, doctor? —preguntó Vance—. ¿Dónde estuvo desde la hora en que abandonó el laboratorio hasta que se presentó aquí?

—Para precisar más —contestó el profesor Garden—, diré que salí de la Universidad a eso de las dos, y me dirigí a la biblioteca pública, donde permanecí hasta hace media hora. Después tomé un coche y vine directamente a casa.

—¿Fue usted a la biblioteca solo? —preguntó Vance.

—¡Naturalmente que fui solo! —contestó el profesor con cierta brusquedad—. Yo no llevo a los ayudantes conmigo cuando tengo que hacer trabajos de investigación —el profesor se puso en pie de pronto—. Pero ¿qué significa todo este interrogatorio? ¿Es que se me exige, por ventura, que pruebe mi coartada?

—¡Mi querido doctor! —exclamó Vance, aplacándole—. Se ha cometido un serio crimen en su casa, y es esencial que sepamos, como cuestión de rutina, los movimientos de las diversas personas relacionadas de algún modo con esta desgraciada situación.

—Comprendo lo que quiere usted decir.

El profesor Garden inclinó la cabeza cortésmente y se acercó a la ventana, donde quedó contemplando las colinas púrpuras que se destacaban más allá del río, sobre las cuales trepaban las primeras sombras del crepúsculo.

—Celebro que se dé usted cuenta de nuestras dificultades —dijo Vance—; y confío en que se mostrará igualmente razonable cuando le pregunte qué relaciones existían entre usted y su sobrino.

El anciano se volvió lentamente y se apoyó contra el antepecho de la ventana.

—Simpatizábamos mucho —contestó sin titubeos—. Tanto mi esposa como yo considerábamos a Woode casi como un hijo desde que murieron sus padres. No era moralmente un ser fuerte, y necesitaba nuestra ayuda espiritual y material. Quizá, a causa de esta debilidad fundamental de su naturaleza, éramos más benévolos con él que con nuestro propio hijo. En comparación con Woode, Floyd es un hombre fuerte y de carácter enérgico, capaz de cuidar de sí mismo.

—Si eso es así —dijo Vance—, supongo que usted y mistress Garden no habrán olvidado al joven Swift en sus testamentos.

—Así es —contestó el profesor Garden tras una ligera pausa—. Hemos hecho a Woode y a nuestro hijo igualmente beneficiarios.

—¿Tiene su hijo alguna renta propia? —preguntó Vance.

—Ninguna —contestó el profesor—. Ha ganado algún dinero de cuando en cuando en varios negocios (casi todos relacionados con el deporte), pero depende enteramente de la pensión que mi esposa y yo le pasamos. Es muy liberal, demasiado liberal quizá, juzgado por los patrones convencionales. Pero no veo razón para vituperar al muchacho. No tiene él la culpa de carecer de temperamento para una carrera profesional, y de no tener tino para los negocios. Ni tampoco veo la precisión de que se dedique a alguna rutina comercial reñida con sus gustos, ya que no lo necesita. Tanto mistress Garden como yo heredamos nuestro dinero; y aunque siempre he lamentado que Floyd no sienta interés por las fases más serias de la vida, nunca me he sentido inclinado a privarle de las cosas que aparentemente constituyen su dicha.

—Una actitud muy liberal, doctor —murmuró Vance—; especialmente para quien, como usted, se dedica tan por completo a la ciencia. Pero volvamos a Swift: ¿tenía algún ingreso independiente?

—Su padre le dejó una suma respetable —explicó el profesor—; pero la mayor parte la jugó o la derrochó.

—Me gustaría hacerle otra pregunta —continuó Vance— en relación con su testamento y el de mistress Garden: ¿estaban su hijo y su sobrino enterados de sus intenciones?

—No lo puedo decir. Es muy posible que sí. Ni mistress Garden ni yo hemos considerado el asunto como un secreto. Pero ¿qué tiene esto que ver con lo ocurrido? —preguntó a su vez el profesor.

—Le aseguro que no tengo la más remota idea —confesó Vance—. Estoy meramente palpando en la oscuridad, con la esperanza de encontrar algún pequeño rayo de luz.

Hennessey, el detective a quien Heath había ordenado permanecer de guardia abajo, apareció en el umbral del estudio.

—Sargento: hay un individuo que dice que es de la Compañía Telefónica, y que viene a arreglar un timbre o algo por el estilo. Ha mirado por allá abajo y no encuentra nada mal, y el mayordomo le ha dicho que la avería pudiera estar por aquí. Pero me pareció conveniente consultarle a usted antes de permitirle subir. ¿Qué hago?

Heath se encogió de hombros y miró a Vance, interrogador.

—Está muy bien, Hennessey —dijo Vance al detective—. Déjele usted que suba.

Hennessey saludó y desapareció.

—No tendrá nada de particular, Markham —dijo Vance, encendiendo otro cigarrillo—; pero desearía que no se hubiese desarreglado ese infernal zumbador en una ocasión como esta. Abomino de las coincidencias.

—¿Se refiere usted —interrumpió el profesor Garden— al zumbador que comunica esto con el gabinete de abajo? Funcionaba muy bien esta mañana. Sneed, como de costumbre, me avisó por él que bajase a desayunarme.

—Sí, sí, eso he oído —convino Vance—. Evidentemente cesó de funcionar después de marchar usted. La nurse descubrió la avería y lo comunicó a Sneed, quien avisó a la Compañía Telefónica.

—No tiene ninguna importancia —dijo el profesor con un lánguido movimiento de su mano—. Es una comodidad, sin embargo, y ahorra muchos paseos arriba y abajo.

—Pues valía la pena de que el hombre lo arregle, ya que está aquí. No nos molestará —dijo Vance, poniéndose en pie—. ¿Tendría usted inconveniente, doctor, en reunirse con los demás en el salón? No tardaremos en bajar también nosotros.

El profesor inclinó la cabeza en silenciosa aquiescencia, y sin decir palabra salió de la habitación.

Al poco rato un joven alto y pálido aparecía en la puerta del estudio. Llevaba en la mano una pequeña caja de herramientas.

—Me envían aquí para que arregle un zumbador —anunció con ruda indiferencia—. No encontré la avería allá abajo.

—Quizá esté en este extremo —sugirió Vance—. El aparato está detrás de la mesa —añadió, señalando con un ademán.

El hombre se dirigió a donde le indicaban, abrió su casa de herramientas y, sacando una linterna y un pequeño destornillador, separó la cubierta del aparato. Manipuló un momento en los alambres de conexión, y después miró a Vance con expresión de desprecio.

—No esperaría usted que funcionase el zumbador teniendo los hilos sueltos —comentó.

Vance mostró un interés repentino, y, ajustándose el monóculo, se arrodilló para examinar la caja.

—Están los dos desconectados, ¿verdad? —preguntó.

—¡Claro que lo están! —gruñó el hombre—. Y no me parece que se hayan soltado ellos solos.

—¿Cree usted que los desconectaron deliberadamente? —insistió Vance.

—Eso parece —el hombre procedió a conectar los alambres—. Ambos tornillos están flojos…, y los hilos no están doblados… Parece como si los hubiesen arrancado de un tirón.

—Es muy interesante —murmuró Vance, poniéndose en pie y volviendo el monóculo a su bolsillo. Después añadió, pensativo—: Bien pudiera ser… Pero no comprendo por qué lo han hecho… Lamento haberle molestado.

—¡Oh!, todo entra en el trabajo del día —contestó el obrero, volviendo a colocar la cubierta de la caja—. ¡Ojalá todas las averías fuesen tan fáciles como esta! ¿Hay alguien abajo que pueda contestar si yo llamo?

—Yo me cuidaré de eso —intervino Heath—. Baja al gabinete —ordenó a Snitkin—, y si se oye el zumbador, pega un timbrazo.

Snitkin salió apresuradamente, y unos momentos más tarde, cuando oprimieron el botón, recibieron dos cortas señales como respuesta.

—Está bien ahora —dijo el operario, empaquetando sus herramientas y encaminándose a la puerta—. Hasta otra.

Markham había estado observando atentamente a Vance durante la anterior escena.

—Algo te bulle en la imaginación —le dijo seriamente—. ¿Qué opinas de este zumbador desconectado?

Vance fumó un momento en silencio, con la mirada fija en el suelo. Después se acercó a la ventana norte y contempló el jardín, meditabundo.

—No lo sé, Markham. Es enormemente desconcertante. Pero tengo idea de que la misma persona que hizo el disparo que oímos desconectó esos alambres.

De pronto se echó a un lado, ocultándose tras los cortinajes, y levantó una mano para advertirnos que nos conservásemos fuera de la vista.

—¡Cosa más extraña! —murmuró nervioso, sin apartar la mirada del jardín—. El portillo de la verja se está abriendo lentamente. ¡Oh, mi tía!

Y Vance se precipitó al pasillo que conducía al jardín, haciéndonos señas de que le siguiéramos.