Qué era la justicia
Qué era la justicia, cantaban a coro las ancianas, las desdentadas ancianas de Croacia, Georgia, Uzbekistán, las viudas de larga túnica, balanceándose en lento unísono con Olga Volga, la portera, desnuda, que iba delante, haciendo girar las caderas, dando vueltas a su cuerpo blanco y lleno de bultos como una patata gigante pelada, no había justicia, se lamentaban las mujeres, tus maridos han muerto, tus hijos te han abandonado, asesinaron a tus padres. No había justicia sino venganza.
Al cabo de algún tiempo, India Ophuls no tenía siquiera que estar dormida para ver aquel sueño, que llegaba siempre que cerraba los ojos, siempre que se sentaba rígida en su silla Shaker en el pequeño vestíbulo, esperando lo que estuviera esperando. Ahora, cuando veía a las ancianas chismosas en los pasillos, se las imaginaba inmediatamente vestidas con túnica y cuando iba a ver a Olga Simeonovna se la figuraba sin ropa, lo que hacía surgir cierta intimidad entre ellas. La antigua hechicera de Astraján se había hecho cargo de aquella joven trastornada por el pesar, convirtiéndose en su última madre suplente, ordenando su apartamento mientras ella contemplaba silenciosamente el vacío y cocinándole estofados de carne de salsa espesa, con albóndigas y patatas, o sopa de patata o, cuando no tenía tiempo, sacando hamburguesas vegetarianas y patatas fritas Ore-Ida del congelador. Y estaba haciendo que las patatas trabajaran también de un modo más oculto. La caza de Shalimar el asesino estaba resultando vana, lo que enfurecía a Olga.
—El Departamento de Policía de Los Ángeles, perdona, sería incapaz de coger ni un constipado —dijo desdeñosamente—, pero el poder de la magia de la patata agarrará por el culo a ese cabrón.
En una parte remota de su conciencia, India sabía que estaba colmando el agujero que habían dejado en el corazón de Olga Simeonovna las dos hijas perdidas cuyos nombres no pronunciaba, aquellas dos hermanas gemelas que habían violado el código moral de su madre posando para cuadros impúdicos que acompañaban con un número de hermanas rubias explosivas, lleno de insinuaciones, y que ahora se consumían probablemente en algún teatrucho, o algo peor, de Las Vegas, en algún infierno «Howard Johnson» con sus múltiples ruinas: las narices arruinadas por la droga, las bocas y los pechos arruinados por una cirugía plástica barata fracasada, sus finanzas arruinadas por maridos encargados de barra que huyeron con los patéticos caudales que habían conseguido reunir. Ellas habían desaparecido del mapa, probablemente demasiado avergonzadas para volver a casa y enfrentarse con una madre que maldecía a diario sus nombres pero en cuyo amplio seno hubieran podido encontrar redención o, al menos, haberse encontrado a sí mismas.
La gente se estaba yendo del edificio a toda prisa, y algunos de los inquilinos que quedaban habían sugerido poco amablemente que debería ser India la que se fuera, porque al quedarse ella los ponía en peligro a todos. Olga reaccionó a esas sugerencias con una furia materna no disimulada.
—Me lo pueden decir una vez, quizá, si se atreven —dijo a India torciendo el gesto—, pero, te lo juro, no me lo dirán dos.
Había un gran cartel fuera del edificio de apartamentos en el que se anunciaban pisos vacíos, pero la sangre tarda en quitarse. La detención o, para usar su palabra favorita, la que utilizaba su abogado, la «autoentrega» del señor Khadaffy Andang había asustado a muchos residentes, ya temerosos por el asesinato o, para usar una palabra aparecida en el periódico, la «ejecución» cometida en su umbral. La expresión «agente durmiente» resultaba aterradora.
—Todo este tiempo he creído que lo único que él esperaba era a su mujer —se maravillaba Olga Simeonovna en su oscuro apartamento de iconos de Andrei Rubliov y carteles de agencias de viajes con fotos del mar Caspio sujetos a las paredes con chinchetas, mientras servía a India taza tras taza de un té oscuro (las tazas eran realmente vasos, receptáculos de cristal sostenidos por unos marcos de metal abollados), y lanzaba un suspiro profundo, caspiano—. Y ha resultado ser uno de los malos, a pesar de sus batas de seda. Estaba dormido, como Rip Van Winkle, pero se había pasado al Lado Oscuro.
El señor Khadaffy Andang había gritado a India mientras ella estaba en el balcón, contemplando su última salida de pies arrastrados, con las manos esposadas a la espalda, los fornidos agentes del DPLA muy poco amables a su alrededor, la calle resplandeciente por las luces centelleantes de los coches de policía y las cámaras de los periodistas, el aire lleno de órdenes por megáfono e informes por micrófono, «Todo el mundo adentro», pero ella se quedó en el balcón con los brazos cruzados sobre el pecho, las manos abrazando sus propios hombros, sin cuidarse de los hocicos levantados de las cámaras de la calle, mirando la operación policial, las furgonetas blancas de los medios de difusión con los discos de satélite, los francotiradores de la policía en el edificio del otro lado de la calle, los reporteros de sucesos transmitiendo su reportaje, los fotógrafos asociados haciendo sus fotos; y como ella estaba fuera, flotando sobre el evento, sintiéndose un poco loca, oyó lo que gritó el señor Khadaffy Andang, retorciéndose y mirándola de frente, antes de que un agente de policía le pusiera una capucha sobre la cabeza:
—No lo voy a nunciar, señorita India —gritó—. Señorita India, él quiere que lo nuncie pero no lo nunciaré.
Ella pensó que el señor Khadaffy Andang podía haberse entregado en parte por ella, en parte porque había charlado con ella en el cuarto de las lavadoras y ella había escuchado sus relatos de la patria y él no quería mancharse las manos con la sangre de ella, pero probablemente también porque no era más que un anciano caballero cornudo de cabello plateado, un perdedor con afición a la seda que podía haber accedido a ser un agente durmiente hacía años pero nunca pensó que tendría que «despertar», y que quería salir de todo aquel asunto de dormiciones, porque lo asustaba también.
Después de lo cual ella aceptó la posibilidad de estar igualmente en peligro, como los agentes de policía le habían dicho que estaba, sabía que dejaría la casa a pesar de su obstinado deseo de quedarse allí solo para fastidiar a sus cobardes vecinos, «quizá unas semanas con algún miembro de la familia o amigo —sugirieron los agentes de policía—, podría serle útil su apoyo emocional», ella era la única heredera de su padre, le dijeron los abogados, le correspondía todo, comenzando por la gran casa de Mulholland Drive, con todo su personal, con el equipo de alta seguridad más moderno y un sistema Jerome de veinticuatro horas, habían cambiado ya todas las claves y revisado los procedimientos, y aumentarían el personal si ella se iba a vivir allí, de forma que el conocimiento por Shalimar de la residencia, de las configuraciones de la seguridad y de los niveles de personal no le servirían de nada. Sin embargo, no estaba dispuesta a volver, a vivir de nuevo en la elevada autopista, a ponerse los enormes zapatos de su padre muerto y dormir en su cama y revisar los papeles en su estudio forrado de caoba, no estaba dispuesta a oler la colonia de él ni los secretos de su caja fuerte, y se descubrió pensando que si el asesino aparecía para terminar su trabajo no le importaría realmente, que viniera, incluso era posible que lo recibiera con agrado.
El mundo no se para sino que sigue cruelmente, cantaban las viudas a coro en los pasillos. En tiempos de tragedia te sorprendes de ello, de la capacidad del mundo para seguir. Cuando nuestros maridos nos abandonan, esperamos que el planeta deje de girar para poder flotar hacia el espacio, esperamos silencio, respeto, pero el tráfico no tiene en cuenta lo que el corazón precisa, a las vallas publicitarias no les importa, las cosas siguen moviéndose. Hay una nueva señora gigante sosteniendo una botella de cerveza dorada cerca del Château. Hay un nuevo lugar una milla al oeste, las mujeres bailan en el bar y los chicos listos aúllan de deseo. El deseo continúa, claro que sí, cariño, el poder continúa, se hacen tratos, se estrechan manos y se tuercen brazos, siguen los ganadores y perdedores, cariño, sigue el paseo de perros, aquí mismo en nuestra manzana los perros pasan por delante de la escena del crimen cada mañana, a los perros no les importa, siguen. Cada viernes se estrenan nuevas películas de horror, el negocio es el negocio, y el horror de la vida real sigue también, aquí está en la tele, el sacrificio inexplicado de cabras en el Hollywood Bowl en plena noche, el descubrimiento a la mañana de unas cuarenta reses apestosas y la sangre, toda esa sangre coagulada, la locura sigue, la magia negra sigue, la oscuridad no acaba nunca. Se liquida ropa por todas partes. La ropa sigue, también siguen el hambre de los ciudadanos y el alivio del hambre. Se puede comprar buena pizza. Te siguen aparcando el coche. Las estrellas salen para actuar. Muere el padre de una mujer, ella lo llora sola. Esa muerte es ya noticia antigua.
Después de morir su padre, ella se sentó en la silla Shaker del vestíbulo de su apartamento, cuánto tiempo, una hora, un año, mirando hacia delante sin ver nada, mientras que en los pasillos y junto a la piscina del patio las ancianas cotilleaban y en la acera la «comunidad guay» de la que se quejaba Olga Volga ociosamente y sin mala intención vino a contemplar el escenario del crimen, los habituales guays de gimnasio, las chicas guays del mundo de la peluquería, los albañiles hispanos guays cuyo trabajo a una manzana de distancia no acababa nunca, el Emperador del Helado guay que despertaba a la calle todas las mañanas cuando salía con su furgoneta marcha atrás de la plaza de estacionamiento, con sus tintineantes melodías a un volumen muy alto, como un coro de alborada mecánico o el himno nacional de su imperio. El joven (hetero) que quería casarse con India pasó a su balcón desde el apartamento de al lado y golpeó en las puertas de cristal correderas, pero eso no tenía ahora importancia porque ella había acabado con él, ni siquiera tenía un nombre claro, y qué se imaginaba que estaba haciendo al dar aquellos golpes allí fuera, qué se suponía que debía hacer ella, ¿abrir y dejarse hacer?, aquello era repugnante, no era el momento para dedicarse al sexo.
¿Dónde estaba la justicia? ¿No debía hacerse justicia? ¿Dónde estaban las fuerzas de la justicia, dónde estaba la Liga de la Justicia, por qué no se descolgaban superhéroes del cielo para llevar al asesino de su padre ante la justicia? Sin embargo, realmente, ella no quería la Liga de la Justicia, todos aquellos seres buenísimos con sus extraños trajes, ella quería la Liga de la Venganza, quería superhéroes oscuros, hombres duros que no entregaran mansamente al asesino a las autoridades sino que estuvieran encantados de matar a aquel hijo de puta, que lo mataran a tiros como a un perro o, como perros rabiosos ellos mismos, lo dejaran reducido a trozos sanguinolentos, que le arrancaran la vida despacio y con dolor. Quería que vinieran a ayudarla ángeles vengadores, ángeles de muerte y condenación. La sangre pedía sangre, y ella quería que las antiguas Furias bajaran aullando del cielo y dieran paz al inquieto espíritu de su padre. No sabía lo que quería. Estaba llena de pensamientos de muerte.
No comprendemos plenamente sus motivos, señora Ophuls, en estos momentos parece algo político, su padre sirvió a su país en algunas zonas peligrosas, nadó para América en aguas bastante turbias, sí, señora, y el asesino es un profesional, de eso no hay duda. Solía ocurrir que no hicieran la guerra contra mujeres ni niños, era una especie de código de honor, el objetivo era el objetivo y en el cielo no te daban puntos por matar a hijos o esposas. Pero las cosas son ahora más duras, algunos de esos tipos no son ya tan escrupulosos, y en este asunto hay cosas que no entendemos aún, tenemos que llenar algunas lagunas, de modo que estamos un tanto preocupados, señora, respetamos sus sentimientos, pero queremos llevarla a un lugar más seguro. Hombres adustos le ofrecían consuelo y consejos de rígidos agentes de policía, algunos de ellos —todos— deseaban en secreto poder ofrecerle consuelo de carácter más personal y oficioso: agentes de policía uniformados y hombres de paisano procedentes de equipos antiterroristas hasta entonces desconocidos para ella, en busca de respuestas y haciendo advertencias vergonzosamente provisionales. «Se lo debe a sus vecinos». Se ponían del lado de los nerviosos residentes. Aquello no era justo. Ella era una mujer inocente. No debía nada a nadie, y sugerir otra cosa era poco amable. Era, caballeros, poco atractivo. Se imaginó a los agentes que la rodeaban en aceitoso desnudo Full Monty, con gorra de policía y taparrabos de cuero con tachones y las insignias delante, se los imaginó apiñados en torno a su cuerpo sentado, acariciándola sin tocarla y apoyando contra su mejilla nada sorprendida sus pistolas frías y de largo cañón. Se los imaginó de frac y corbata blanca, arrastrando sus zapatos blandos —zapatos de detective— o bailando claqué con bastón y chistera, se imaginó como una Ginger entre sus Freds, delicadamente lanzada de mano en mano. Se los imaginó como un segundo coro con las chismosas de túnica. Sus pensamientos desbarraban, no podía evitarlo. Ahora estaba un poco loca.
Al cabo de más tiempo —una semana o un decenio— cogió su arco dorado, fue en coche al Elysian Park y dejó caer lluvias de flechas sobre el blanco, hora tras hora. Abrió la pequeña caja de caudales de la pared donde guardaba sus armas de fuego y fue al desierto con el DeLorean, el último y absurdo regalo de su padre, para pasar un fin de semana en el campo de tiro de Saltzman. Se vendó las manos y reservó hora para boxear en el club de Jimmy Fish, donde los demás boxeadores la miraron con el respeto deferencial que se muestra a los que llevan el manto numinoso de la tragedia, con la religiosa adoración que se muestra a los que han salido en la tele y además en la revista People. Parecían ciudadanos de Micenas escudriñando a su reina enloquecida por el dolor después de haber sido sacrificada su hija Ifigenia, ofrecida a los dioses por Agamenón para conseguir un viento que llevara a su flota a Troya. Se sentía como Clitemnestra, fría, paciente, capaz de todo. Volvió a su maestro Wing Chun para practicar sus conocimientos de lucha cuerpo a cuerpo, y él habló con aprecio del nuevo veneno que tenían sus golpes directos. (Sus debilidades defensivas, sin embargo, seguían preocupándole). No podía dormir hasta estar físicamente exhausta y cuando por fin lo conseguía soñaba con coros que daban vueltas. Su yo más joven renacía. Salía de noche sola buscando jaleo y una vez, dos veces, tuvo violentas relaciones sexuales con extraños en habitaciones anónimas y volvió a casa con sangre seca bajo las uñas. Se duchaba y volvía al Elysian Park, a Santa Monica and Vine, a 29 Palms. Sus flechas silbaban hacia el corazón del blanco. Su habilidad con el revólver, nunca muy alta, siempre un poco alocada, se hizo algo más exacta. En el cuadrilátero de Fish pidió a su instructor que se pusiera los guantes y dejara las almohadillas de las manos, aquellas almohadillas planas que ella tenía que golpear sin correr el riesgo de ser golpeada a su vez. Eran una sandez, dijo. No venía ya a hacer ejercicio. Venía a pelear.
Había estado proyectando hacer un documental llamado Camino Real, el Discovery Channel había estado a punto de darle luz verde. La idea era examinar la vida contemporánea de California siguiendo la pista de la primera expedición europea por tierra, la de San Diego a San Francisco, una expedición mandada por el capitán Gaspar de Portolá y el capitán Fernando Rivera y Moncada, cuyo diario llevó fray Juan Crespi, el mismo sacerdote franciscano que dio su nombre a Santa Mónica por las lágrimas de la madre de san Agustín y que, por añadidura, dio también su nombre a Los Ángeles. Solo había pensado en aquel punto de vista como un enganche, no le interesaban realmente las veintiuna misiones franciscanas establecidas a lo largo del Camino, porque era información de actualidad lo que buscaba, la cambiante cultura de las pandillas de los barrios, las familias de caravanas a la sombra de las autopistas, los pululantes ejércitos de inmigrantes que alimentaban el boom de la vivienda, las nuevas pleasantvilles construidas en cañones sin salida en caso de incendio, para albergar a los arribistas de clase media, las menos agradables pleasantvilles en el centro de las extensiones urbanas, llenas de coreanos, indios, ilegales, ella quería el sucio vientre del Paraíso, las cuerdas de arpa rotas, las aureolas agrietadas, la felicidad de los estupefacientes, la hinchazón humana, la verdad. Luego murió su padre y dejó de trabajar en la película y se sentó en su silla Shaker y se levantó y fue a disparar flechas y balas, y fatigó el saco de arena y se enredó con su maestro de artes marciales y folló con extraños de uno en uno e hizo sangre, y volvió a casa para ducharse y lo que no podía dejar de pensar era dónde estaban los ángeles, dónde estaban cuando ella los necesitó, la realidad era que no los había, no había prodigios alados que vigilaran la Ciudad de los Ángeles. No había espíritus guardianes para salvar a su padre. Dónde estaban los malditos ángeles cuando murió él.
Los ángeles de la ciudad estaban muy lejos, en otra zona sísmica. Eran italianos y nunca habían visto la ciudad. Junto con la virgen María, estaban pintados en la pared del altar de la primera iglesia de San Francisco de Asís, la pequeña iglesia de la Porciúncula, que significa «parcelita». El miércoles 2 de agosto de 1769, la expedición de Portolá había llegado a las inmediaciones de lo que es hoy el Elysian Park y acampado en Buena Vista Hill, y fray Juan Crespi, impresionado por la belleza del valle, dio al río el nombre de la iglesia de San Francisco, cuyo recuerdo portaba consigo como una cruz. Tenía cuarenta y ocho años y llevaba ya dentro de sí el gusano de una muerte que se aproximaba despacio, pero, siempre que ese gusano se agitaba en él, la imagen de los ángeles de la Porciúncula actuaba como antídoto, apartando la morbidez y recordándole la vida alegre y eterna que vendría. Bautizó el río Los Ángeles con el nombre de los ángeles de Asís y su santa señora, y doce años más tarde, cuando se hizo allí un nuevo asentamiento, se le dio el nombre completo del río, convirtiéndose en el Pueblo de Nuestra Señora la Reina de los Ángeles de Porciúncula. Sin embargo, la Ciudad de los Ángeles estaba ahora en una parcela realmente muy grande, aunque India Ophuls y los que vivían allí necesitaran protectores más poderosos que los que habían recibido, de la lista A, ángeles del equipo A, ángeles acostumbrados al desorden y la violencia de las ciudades gigantes, ángeles angeleños que propinaran patadas en el culo, no los de poca monta, poca potencia, afeminados, del tipo hola pájaros, hola cielo, amor y paz, sí, sí, Asís.
En todo el mundo se guardaba duelo por el asesinato del embajador Maximilian Ophuls. El gobierno francés lamentó oficialmente la pérdida de uno de los últimos héroes supervivientes de la Resistencia, y la prensa francesa volvió a contar la historia del vuelo del Bugatti Racer. Los dirigentes divididos e interiormente en pugna de la India se unieron para alabar a Max como auténtico amigo del país, dedicado a lograr «una honorable distensión indo-paquistaní», y apenas mencionaron el escándalo que puso fin a su carrera de embajador. Hubo también homenajes de la Casa Blanca y de los servicios de inteligencia de Estados Unidos. Como al hombre invisible de la película, la muerte devolvió a Max algo parecido a la plena visibilidad, desclasificando muchos detalles de su vida; los largos obituarios y efusivos encomios desvelaron largos servicios a su país, en el corazón del mundo invisible, durante su última y oculta carrera como agente secreto superior, en el Oriente Medio, el Golfo, Centroamérica, África y el Afganistán. Tres años después de su ignominioso cese en Nueva Delhi, se consideró que había expiado sus pecados, que había sido limpiado por su retirada temporal del poder, y se le ofreció la posibilidad de servir en otro tipo de trabajo. El puesto de jefe de contraterrorismo de Estados Unidos, que Max ocupó intemporalmente por más tiempo que cualquier otro, bajo distintos gobiernos, tenía categoría de embajador, pero nunca se hablaba de él públicamente. No se podía nombrar a la persona que lo ocupaba, y sus movimientos no aparecían nunca en los periódicos; se deslizaba por el mundo como una sombra, y su presencia solo era detectable por su influencia en actos de otros. India Ophuls había creído acercarse a su padre en los últimos años, pero ahora supo de otro Max, del que nunca había hablado el Max que ella conocía, Max el servidor oculto de los intereses geopolíticos americanos, «Su padre sirvió a su país en algunas zonas peligrosas, nadó para América en aguas bastante turbias», el Invisible Max, en cuyas manos invisibles podía haber muy bien, había casi con toda seguridad, tenía que haber, ¿no?, cierta cantidad de la sangre visible e invisible del mundo.
Entonces, ¿qué era la justicia? Ella, al guardar luto por su padre asesinado, ¿estaba clamando (no había llorado) por un hombre culpable? ¿Era Shalimar el asesino en realidad la mano de la justicia, el verdugo designado por algún alto tribunal oculto, era su espada justiciera, se había «hecho justicia» a Max, se había ejecutado alguna especie de sentencia en respuesta a sus crímenes de poder desconocidos no registrados ocultos?, porque la sangre pide sangre, un ojo pide otro ojo, y ¿cuántos ojos había sacado encubiertamente su padre, directa o indirectamente, uno, o cien, o diez mil, o cien mil, cuántos cadáveres, como cabezas de ciervo, adornaban en calidad de trofeo sus paredes secretas?
Las palabras «justo» e «injusto» comenzaban a desmoronarse, a perder sentido, y era como si Max estuviera siendo asesinado de nuevo, asesinado por las voces que lo elogiaban, como si se estuviera deshaciendo al Max que ella conocía y sustituyéndolo por aquel otro Max, aquel extraño, aquel Max clónico que se movía por los lugares desiertos y ardientes del mundo, en parte traficante de armas, en parte hacedor de reyes, en parte terrorista él mismo, que comerciaba con el futuro, la única divisa más importante que el dólar. Había sido un poderoso especulador en esa divisa, la más poderosa y menos controlable de todas, había sido tanto un manipulador como un benefactor, tanto un filántropo como un dictador, tanto creador como destructor, comprando el futuro o robándoselo a quienes no merecían ya poseerlo, vendiendo el futuro a quienes serían más útiles en él, sonriendo con la falsa sonrisa letal del poder a todas las ansiosas hordas futuras del planeta, a sus médicos asesinos, sus paranoides guerreros santos, sus sumos sacerdotes hostigados, sus financieros multimillonarios, sus dictadores dementes, sus generales, sus políticos venales, sus matones. Había traficado con el estupefaciente peligroso y alucinógeno del futuro, ofreciéndolo por un precio a sus toxicómanos elegidos, a las cohortes reptiles del futuro que su país había elegido para sí y para otros; Max, su padre desconocido, el invisible servidor robot del desmesurado poder amoral de su país.
Sus teléfonos sonaban pero ella no respondía. Su timbre zumbaba pero ella no contestaba. Sus amigos estaban preocupados, expresaban su urgente preocupación en su contestador automático, gritaban su preocupación desde la calle, bajo su balcón, «Vamos, India, déjanos entrar, nos asustas», pero ella mantenía sus defensas, defensas que eran Olga Volga y las parejas de agentes de policía que guardaban su piso en turnos de dos horas, «Nada de visitas», les dijo, desterrando de su presencia a unos amigos cada vez más irritados. Su querida amiga la cazatalentos de ejecutivos de altos vuelos, una italiana gesticulante con glosopeda aguda, le envió un mensaje electrónico que expresaba su exasperación general: «Muy bien, cariño, tu papi ha muerto, muy bien, es triste, estoy de acuerdo, es horrible, no hay duda, pero ¿vas a matarnos a nosotros también?, nos morimos de preocupación, ¿cuántas muertes quieres tener sobre tu conciencia?». Sin embargo, ni siquiera sus amigos más íntimos le parecían ya reales, ni siquiera su amigo el productor de cine que acababa de sobrevivir a un infarto a los treinta y ocho años y ahora, recuperada la salud, se dedicaba a recomendar con entusiasmo a todos sus colegas el cuádruple bypass, ni siquiera su amiga y entrenadora personal, actualmente sin compromiso, cuyos óvulos habían hecho niños para otras cuatro mujeres pero que no tenía hijos propios, ni siquiera su amigo (y examante) que dirigía un grupo de rock que no hacía más que firmar contratos con empresas indies que inmediatamente se hundían, con lo que el grupo estaba labrándose una desgraciada reputación de gafe, ni siquiera la amiga que rompió con su marido porque él se enfadó al quejarse ella de que roncaba, ni siquiera el amigo que dejó a su mujer por un hombre que se llamaba igual, ni siquiera su amigo geek que estaba perdiendo su fortuna puntocom, ni siquiera sus amigos arruinados que estaban siempre arruinados, ni siquiera su cámara, su chico de sonido, su contable, su abogado, su terapeuta, eran historias que ella no podía contar ahora, ella era la única persona que le parecía real, dejando aparte a su padre muerto y al asesino, ellos eran reales, y cuando estaba en el cuadrilátero con su instructor Jimmy Fish, también él le parecía por un momento real.
Fish era un hombre achaparrado de edad madura con un espeso pelo italiano negro de bote, de abdomen pesado, con el rostro todavía hermoso al estilo Rocky Marciano de nariz aplastada, y contenía sus golpes, lo que no quería decir que no dolieran. La primera vez que la golpeó, en el estómago, evitando los pechos, ella se sintió escandalizada y un poco asustada, pero se mantuvo tranquila y el hielo no abandonó sus venas, y unos segundos más tarde conectó un par de rápidos jabs de zurda a la barbilla, y tuvo la satisfacción de ver cómo la cólera se encendía en los ojos de él y cómo se esforzaba por calmarla. Fish pidió un descanso. Los dos jadeaban.
—Escucha —le dijo él—. Eres una hermosa mujer, no querrás que te estropee nada que no se pueda arreglar luego.
Ella se encogió de hombros.
—Me parece —dijo— que has sido tú quien acaba de recibir de una mujer una serie de cates en el morro.
Él movió la cabeza tristemente y habló más despacio, como un padre.
—No te das cuenta —dijo—. Yo fui peso semipesado clasificado. Lo sabes. Clasificado. Subí al ring con gente con quien no puedes imaginarte siquiera estar en un ring, ni siquiera para levantar el cartelito del asalto. ¿Crees que puedes zurrarme? Señorita, soy un boxeador profesional. ¿Me entiendes? Tú eres una dominguera. No me hagas pegarte. Deja que me ponga otra vez las almohadillas y podrás hacer un ejercicio estupendo y tonificar ese cuerpazo que tienes, que es un tesoro nacional. Trabaja con lo que Dios te dio y deja de soñar. ¿Crees que estoy peleando contigo? Chica, conmigo no puedes pelear. Si peleas conmigo eres mujer muerta. Ahora pon atención. Esto va en serio. Tú eres una aficionada. No estás en el negocio familiar. Eres Kay Corleone. No puedes pelear conmigo.
Ella tocó con sus guantes los de él y retrocedió, agachándose, moviendo los pies, bailando.
—No tengo nada que decir —dijo—. No he venido aquí para hablar.
El asesino de su padre era el marido de su madre. La investigación había descubierto aquel dato inmenso, devastador, que lo explicaba todo. El crimen, que al principio había parecido político, resultaba ser una cuestión personal, en la medida en que algo era personal todavía. El asesino era un profesional, pero las consecuencias de las decisiones políticas de Estados Unidos en el sur de Asia, y sus ecos en los laberínticos aposentos de una mente yihadi paranoica, esas y otras variables geopolíticas conexas desaparecían del análisis, podían eliminarse de la ecuación, con un alto porcentaje de probabilidad. El cuadro se había simplificado, convirtiéndose en una imagen familiar: el marido cornudo y ahora vengado, el mujeriego deshonrado y ahora casi decapitado, unidos en un abrazo final. También el motivo resultaba clásico. Cherchez la femme. India había sabido el verdadero nombre del asesino, que sonaba más como un apodo que su propio apodo, y los informes habían confirmado también el nombre de su mujer, el nombre de la madre de India, que ella conocía ya porque lo había encontrado en un viejo ejemplar del Indian Express conservado en microficha en la hemeroteca del Museo Británico en Colindale. Ni el padre de India ni la mujer que vivía con él cuando ella era una niña habían pronunciado nunca ese nombre: ni una vez en un cuarto de siglo. Su padre se había referido una vez accidentalmente a su amante utilizando el nombre de su más importante papel, Anarkali, e India, observándolo como solo los hijos observan a sus padres, vio que cruzaba por su rostro una expresión que solo lo cruzaba cuando él pensaba en la madre de India, una expresión en la que su deseo no atenuado por la joven bailarina se mezclaba con vergüenza, nostalgia y algo más oscuro, tal vez una premonición de muerte, una intuición de cómo acabaría aquella historia particular de Anarkali. En cuanto a la mujer que no era su madre, la mujer con la que había vivido cuando era una niña, en las raras ocasiones en que se veía obligada por las preguntas de India a mencionar a la madre natural, utilizaba el término de «amada», «la amada de tu padre», y cuando se irritaba por la insistencia de India decía terminantemente: «No vamos a hablar de ella». Pero ahora la rueda había girado y era el nombre de esa mujer el que nunca se pronunciaba, no por India en cualquier caso, mientras que el nombre de Bhoomi alias Boonyi Kaul Noman, viajaba por el mundo en las ondas, por ejemplo, de la CNN.
Los agentes de élite de las fuerzas especiales, un poco disgustados al parecer porque el caso se orientaba a lo ordinario, traspasaron la responsabilidad de la investigación a la brigada central de homicidios, los tipos habituales, no antiterroristas, encargados de la represión del delito, y dos nuevos agentes, el teniente Tony Geneva y el sargento Elvis Hilliker, hombres de ojos tristes con alto kilometraje en sus relojes, vinieron a inspeccionar el escenario del asesinato, pero no mostraron interés por informar a India de la situación de la búsqueda del hombre en el que ahora trataba de pensar como «Noman», quizá hubiera información clasificada que se guardaban, pero lo único que soltaron fueron insulsas fórmulas confeccionadas, como «Estamos intensificando la persecución, señora», o fragmentos de datos inútiles: «Planificó cuidadosamente ese día, llevaba una muda en el maletero, encontramos allí las prendas sucias», dijo el teniente Geneva, y el sargento Hilliker añadió: «Abandonó el coche a solo unas manzanas al este de aquí, en Oakwood, cerca de Crescent Heights, y si va a pie por esta ciudad va a ser difícil que se nos pase, y además si trata de hacer un viajecito lo tendremos en nuestro punto de mira, de manera que lo cogeremos, señora, no lo dude, este no es territorio indio, es el nuestro».
Ella interpretó sus observaciones en el sentido de que sus superiores los estaban presionando y tenían que parecer eficaces. (Cuando, inocentemente, utilizó el término «superiores» para designar a sus jefes del municipio, ellos se volvieron por un momento casi locuaces: «No son nuestros superiores, señora, tan solo son agentes de mayor antigüedad», la corrigió el teniente Geneva, y el sargento Hilliker añadió con vehemencia: «Lo que no quiere decir que sean mejores». Todo el mundo era quisquilloso actualmente. Todo el mundo tenía un vocabulario que vender. Las palabras se habían vuelto tan dolorosas como palos y piedras, o tal vez fuera que las pieles se habían vuelto más delgadas. India echó la culpa a la capa de ozono, se disculpó y cambió de tema). La muerte de Max era una historia importante, y no solo tenían encima al comisario, también la audiencia televisiva estaba impaciente, quería las imágenes ya, preferiblemente de un tiroteo, o una persecución de automóviles con las cámaras en helicóptero, o como mínimo un buen primer plano del asesino capturado, esposado, con el pelo enmarañado y uniforme de faena azul o verde de la prisión, rogando que se le diera muerte mediante inyección letal o cianuro, porque no merecía seguir viviendo.
Ella no tenía medio de saber si la detención era inminente, porque no estaba por completo en el circuito informativo. Sin embargo, la verdad —la imposible verdad, la verdad que le demostraba que estaba algo más que un poco loca en aquel mismo instante, la verdad que no podía compartir con nadie y que, en consecuencia, la aislaba de la gente que la quería—, la verdad demente y segregadora era que sabía cosas del fugitivo que la policía no sabía, porque había empezado a oír la voz de él dentro de su cabeza. O no exactamente una voz sino una transmisión incorpórea y no verbal, un salvaje alarido lleno de disensión estática e interna, odio y vergüenza, arrepentimiento y amenaza, maldiciones y lágrimas; como un hombre lobo aullando a la luna. No había experimentado antes nada parecido, y a pesar de su ocasional poder de clarividencia la asustó enormemente aquella manifestación auditiva, el haberse transformado en médium para los vivos. Echó el cerrojo de su apartamento y se sentó en la oscuridad, dudando de su cordura, hasta que aceptó lo que le estaba ocurriendo. Aquella confusión de voces discutidora y descontrolada de su cabeza era el grito de un alma desquiciada, de un hombre en estado de eufórico horror, podía ser un profesional, pensó, pero no estaba reaccionando profesionalmente, había algo en aquel asesinato que lo había trastornado, no era algo cometido a sangre fría. Era caliente.
«Vengo a ver al embajador Max y me llamo Shalimar el payaso». La frase con que se había presentado al asesinado y designado a su presa, citada a la policía por uno de los guardas de seguridad de Mulholland Drive, había llegado de algún modo a los periódicos, y ella había estado dándole vueltas, tratando de desentrañar sus secretos. «Shalimar el payaso». ¿Qué quería decir eso? Era el marido de su madre. ¿Qué podía hacer ella con una información tan poderosa? Ahora comprendía lo que él había estado mirando en el ascensor aquel primer día, el de su cumpleaños, había estado viendo en ella lo que ella misma no podía ver, lo que su instinto de supervivencia, sus mecanismos de defensa privados, le habían hecho apartar de su visión. Él había descubierto a su madre en ella y ahora esa madre de dentro estaba escuchando el grito silencioso y enloquecido de él.
Fue a su alcoba, se despojó de la ropa y examinó su cuerpo en las puertas con espejo del armario, arrodillándose en la cama, estirándose, inclinándose, tratando de ver en su forma desvestida lo que él había visto en ella cuando estaba completamente vestida, esforzándose por mirar más allá de los ecos de su padre y encontrar a la mujer que nunca había podido ver. Despacio, el rostro de su madre comenzó a formarse en su mente, borroso, desenfocado, vago. Era algo. Un regalo de un asesino. Le había quitado a su padre pero le estaba dando a su madre. De pronto se sintió furiosa. Lo llamó con rabia, desnuda, con los ojos cerrados, como una bruja en una sesión de espiritismo. Háblame de ella, gritó. Háblame de mi madre, que quiso volver a ti, que estuvo dispuesta a renunciar a mí, que me hubiera dejado por ti si no hubiera muerto antes. (Ese fragmento cruel de conocimiento se lo comunicó mucho tiempo atrás la mujer que no era su madre, la mujer que no le dio la vida pero le dio su nombre, el nombre que no le gustaba). Háblame, gritó a la noche, de mi madre que te quiso más que a mí. Luego tuvo un pensamiento espontáneo: Todavía está viva. Quizá no sea cierto que muriera y esté todavía viva. Dónde está, preguntó a la voz que había en su cabeza. ¿Era eso lo que ella quería, matar a su amante, hacer que su marido recuperara su honor asesinando al hombre por el que ella lo había dejado? ¿Te envió para que hicieras eso? Cuánto debe de odiarme: abandonarme y hacer luego que mataran a mi padre. ¿Cómo es ella? ¿Pregunta por mí? ¿Le has enviado fotos de mí? ¿Quiere verme? ¿Conoce mi nombre? ¿Está viva aún?
Su deseo de comprender al asesino había estado luchando con otros deseos más vengadores. Una parte de ella creía que acabar con una vida humana no era nunca trivial, sino siempre profundo, quería creerlo incluso en una época de interminables matanzas, una época en la que ideas ganadas con esfuerzo, la soberanía del individuo, la santidad de la vida, estaban muriendo bajo las pilas de cadáveres, enterradas bajo las mentiras de señores de la guerra y sacerdotes, y esa parte quería conocer plenamente el porqué, no excusar el hecho sino, por lo menos, comprenderlo, conocer al otro que, con tanta decisión, había alterado el estado de su persona. Para otra parte de ella, posiblemente mayor, el recuerdo de su padre bañado en sangre era el único conocimiento necesario. ¿Qué era la justicia? ¿Era necesario comprender antes de juzgar y dictar sentencia y condenar? ¿Había comprendido Shalimar el payaso al hombre al que había matado? Y, si creía haberlo comprendido, ¿hacía eso defendibles sus actos? ¿Llevaba la comprensión como estela la justicia? No, se dijo ella, comprensión y justicia eran cosas no relacionadas, como el arrepentimiento y el perdón. Un hombre comprensivo podía ser también injusto. Una mujer podía ver al asesino de su padre arrepentirse, arrepentirse de veras, y ser sin embargo incapaz de perdonarlo.
Él no tenía respuestas para ella. Era incipiente, contradictorio, tempestuoso. Un animal perseguido que vivía en un barranco, como un coyote, como un perro. Se moría de hambre y de sed. Era veneno y sangre. ¿Está aquí mi madre también?, le preguntaba ella una y otra vez. ¿La has traído contigo, te espera en algún lado, escondida en algún motel barato de autopista, para celebrar la muerte de mi padre? ¿Qué haces para celebrar tus asesinatos? ¿Te emborrachas hasta perder el sentido? No, no bebes. ¿Es con sexo, es así como liberas tu placer brutal? ¿O rezáis, tú y mi madre, os ponéis de rodillas y golpeáis la alegre frente contra el pavimento? ¿Dónde está ella?, llévame a ella, déjame mirarla a la cara. Ella tiene que mirarme a la cara. Se libró de mí, sin volver nunca la cabeza, y tiene que mirarme a la cara. Está aquí, ¿no? No quería perdérselo. Está aquí, en un motel de neón, aguardando. ¿Te pidió que le cortaras la cabeza? Quería que lo decapitaras pero él era demasiado fuerte para ti, no te dio esa satisfacción. Su cabeza permaneció sobre sus hombros y frustró tus espantosos objetivos, tu ataque contra la humanidad. ¿Dónde está ella? Si es quien te ha enviado tendrá que enfrentarse conmigo.
Esto no ha acabado. Todavía estoy aquí. Hay que contar conmigo. Te pediré cuentas. La sangre será lavada con sangre. Antes o después habrá que enfrentarse conmigo.
Él no tenía respuestas para ella. Se desvaneció, como un sueño. El súbito silencio en la cabeza de ella fue como un robo. Por un momento, no pudo respirar y jadeó asmáticamente buscando aire. Luego lloró. Enterró el rostro en la almohada y lloró las primeras lágrimas que había derramado desde la muerte de su padre, lloró tres horas y diecisiete minutos sin parar y luego cayó en un sueño profundo, del que solo fue despertada quince horas y cuarto más tarde por Olga Simeonovna, que había entrado en el apartamento con su llave maestra, acompañada por un espectro del pasado. Coros concentrados la rodeaban en sus sueños, pero los sueños no eran aterradores, eran divertidos, los miraba como si fueran películas y los olvidaba al despertar. India Ophuls no necesitaba ya pesadillas. El mundo despierto era ya suficiente pesadilla.
El coro ensotanado de ancianas chismosas se movía a su alrededor como las agujas del reloj, lamentándose suavemente, ah, la princesa huérfana, qué hará ahora, está un poco loca, creemos, puede tener todo el dinero del mundo pero no podrá volver a comprar lo que ha perdido, solo es humana como el resto de nosotras, tendrá que hacer frente a eso, tendrá que poner los pies en el suelo; nos tememos que esté planeando una venganza terrible, pero ¡cuidado!, ¡cuidado, princesa!, ¡ese tipo es un mal tipo!, ¡de lo peor!, y tú ni siquiera perteneces a la familia, no puedes luchar con él, eres Kay Corleone. En torno al primer círculo, el coro de las viudas, podía ver un segundo círculo, moviéndose en sentido contrario a las agujas del reloj, los torsos infelices y flácidos de agentes de policía barrigones, la élite Chippendale de cuerpo recio había desaparecido, dejando aquellos Tony Benetts y Elvis Presleys de edad madura detrás, nos estamos acercando, señora, cantaban, salmodiaban, ha sido claramente avistado en Ventura Boulevard, sus días están contados, ah-hah, ah-hah, una identificación al cien por cien en una tienda de ordenadores en Pico, puede correr, señora, pero no podrá esconderse, informes sobre un vagabundo en Nichols Canyon, informes sobre un vagabundo cerca de Woodrow Wilson, informes sobre un vagabundo en Cielo Drive, ah-hah, ah-hah, es solo cuestión de tiempo. Y otra vez alzaron sus voces las mujeres de túnica, la justicia carecería de sentido sin la injusticia, salmodiaron primero, y luego, en segundo lugar, la justicia es conflictos. La guerra nos hace lo que somos. Aunque estuviera dormida reconocía a Heráclito hablando por boca de las viudas —Heráclito el Buda griego, el poeta perdido de irregular sabiduría, en parte filósofo y en parte galletita china del porvenir, que surgía hirviendo de los días en que ella leía esas cosas, los días en que leía, para hacer su pequeña contribución—. Ahora, entre las brujas del Este y los fofos policías, distinguió un tercer círculo, un círculo exterior compuesto por sus amigos, que se movían en el sentido de las agujas del reloj como las ancianas, y cantaban, con voz de mensaje electrónico, una añorante canción de súplica. Vuelve, cantaban sus amigos en metálica armonía, vuelve, nena. Sus amigos cantando el viejo éxito de los Equals: ¡Oh, por favor! Vuelve. ¡Te lo pido de rodillas! Vuelve. Vuelve, nena.
Olga Simeonovna la estaba sacudiendo.
—Despierta —dijo Olga Volga—. Y no me digas que no querías visitantes, porque esto es distinto, ¿de acuerdo? Son buenas noticias. Aquí está tu madre que ha atravesado un océano y un continente para estar con su hija en dificultades. Despierta, India, por favor. Tu madre te espera.
¿Era parte del sueño?, se preguntó ella. No, estaba despierta, los latidos del corazón no podían soñarse. Excitadamente, se volvió hacia Olga y vio a la septuagenaria de pantalones que estaba detrás de ella y un poco al lado, con su cabello como un almiar gris y desarreglado, bajo el que podía guarecerse tranquilamente una rata. El golpe a traición del desencanto fue fuerte para India. Apartó la cara y se tapó con el edredón la cabeza, haciendo caso omiso del ceño de Olga, madre abandonada, de Olga para la que, a pesar de todos sus improperios contra sus hijas desaparecidas, un abrazo entre una madre y una hija largo tiempo separadas era una fantasía querida.
—¡Ah! Bonito recibimiento, tengo que decir —refunfuñó Margaret Rhodes—. Quizá no te guste, cariño, pero —¡ahah!, ¡hah!— es cierto: tu querida madre ha vuelto.
Ratetta, dulce Ratetta. Peggy Rhodes había vuelto a Inglaterra con una niña en brazos y una expresión en el rostro que impedía que nadie preguntara por su marido o pronunciara siquiera su desechado apellido. La niña adoptada recibió el nombre de India Rhodes y, como el trabajo de su madre con orfanatos era conocido, no hubo necesidad de explicar su procedencia. La verdad de Rumpelestíjeles, que se había deshecho de su marido y adoptado a aquella hija del amor en su lugar, era tan extraña que nadie la sospechaba. Había obligado a Max a jurar que guardaría el secreto, a renunciar a todos sus derechos y responsabilidades parentales y a mantenerse alejado tanto de la madre como de la hija. Estaba arreglando el desorden que él había causado, le dijo, y no quería que volviera a desordenar las cosas. Con la cabeza baja, avergonzado, él no discutió. Trató de expresar sus sentimientos.
—No te disculpes, por el amor del cielo —dijo ella—. ¿Crees que una disculpa puede compensar lo que hiciste?
Él tuvo que guardar silencio. Durante siete años desapareció de la vida de ella.
Las únicas personas que conocían también los hechos eran el padre Joseph Ambrose, cuyo orfanato evangaláctico dependía para su bienestar financiero de la generosidad de Peggy Rhodes, y Edgar Wood, el proxeneta, que fue trágicamente atropellado por un coche en una carretera rural de Long Island quince meses después de volver de Nueva Delhi y murió en el acto. Peggy no volvió a Estados Unidos. Compró una casa en Londres, en Lower Belgrave Street, SW1, a una mojigata señora inglesa que huyó de la indulgente sociedad londinense de finales de los sesenta y emigró a la España falangista en busca de un país con algo más de disciplina. En los años que siguieron la Rata Gris se convirtió en un personaje temible en la calle, que reñía a los niños ruidosos que jugaban en el pavimento, se quejaba a los verduleros de que sus productos no eran frescos, llamaba a la policía cuando el ruido de Los Brazos del Fontanero, el pub del otro lado de la calle, era demasiado fuerte, golpeaba en la puerta de sus vecinos para acusarlos de taponar las cañerías echando tampones al retrete y se negaba a aceptar su argumento de que sus casas no compartían desagüe con la de ella.
Comenzó a vestir ropa de hombre: amplios pantalones de pana y camisas de lino blanco. Daba cuatro tajos a su pelo hirsuto y lo dejaba crecer como quisiera. Cuando era temporada, iba a los brezales de urogallos y cazaba un gran número de aves. Fumaba mucho, bebía whisky escocés con soda, se convirtió en golfista de hándicap de un solo guarismo y desarrolló una afición por el juego, pasando muchas veladas en el Clermont Club de Berkeley Square jugando al bacará y al chemin de fer. Sabía que su divorcio había dañado lo que había de femenino en ella pero no hizo nada para repararlo. A pesar de lo que había hecho, de todo lo que se había esforzado por conseguir a la niña, a pesar de lo extraño de sus actos, se convirtió en una madre descuidada y negligente, cuya relación con su hija adoptada era, en el mejor de los casos, imprecisa y que empezó a pensar que había cometido una horrible equivocación, porque siempre que miraba a su adoptada hija veía su propia humillación hecha carne, se imaginaba a Max y Boonyi haciendo el amor y a la simiente de su marido retorciéndose hacia un óvulo despiadado y desesperado. De forma que India fue confiada a una serie de niñeras (ninguna de las cuales duró mucho, porque Peggy Rhodes se había convertido en un ama intolerante y colérica), y comenzó a rebelarse.
Cuando estaba a punto de cumplir siete años, la chica era una niña difícil, una pendenciera que daba patadas en los columpios y que, en ocasiones, parecía poseída por los demonios y mordía despiadadamente, lo que causó, por lo menos, una herida grave a una compañera de la selecta escuela primaria para chicas de Chelsea. En dos ocasiones estuvo a punto de ser expulsada por «conducta inaceptable». Sin embargo, la primera vez que fue amenazada con la expulsión, cambió de comportamiento de forma inmediata y un tanto alarmante, adoptando por primera vez el personaje sereno, comedido y disciplinado que se convertiría en su disfraz preferido toda la vida. Se volvió solemne, no violenta, tranquila, y su transformación asustó a sus compañeras, que empezaron a profesarle una especie de reverencia, concediéndole el carisma eléctrico de una líder. La máscara solo se deslizó una vez, inmediatamente después de cumplir ella los siete años, cuando atacó a la bravucona de la escuela, una matona sádica de once años llamada Helena Wardle, golpeándola en la nuca con una gran piedra gris. Helena era conocida por el personal de la escuela como chica de comportamiento con frecuencia brutal y que tenía la costumbre de acusar a sus víctimas de malos tratos antes de que ellas pudieran acusarla, de forma que cuando fue a ver a la enfermera de la escuela con la cabeza abierta, se concedió a India, que afirmó que Helena se había caído y herido accidentalmente, el beneficio de la duda, especialmente porque su mentira fue confirmada por varias compañeras, que detestaban a Helena Wardle tan cordialmente como ella.
No se podía negar su cabello oscuro, su tez poco inglesa, la ausencia en su rostro de toda huella de los genes de Peggy Rhodes. Tres días antes de su séptimo aniversario, la atribulada chica descubrió que había sido adoptada, lo descubrió haciendo acopio de valor y preguntando, después de haber comenzado su lastimada víctima una campaña de susurros en el patio de recreo. Peggy Rhodes se sonrojó coléricamente cuando le preguntó, pero dio a India una especie de respuesta. «Lo siento mucho —dijo la Rata Gris—, pero, hummm, hummm, no conozco el nombre de la mujer que te dio a luz. ¡Maldita sea! Creo que murió poco después de haber nacido tú. Y la identidad del padre tampoco está confirmada. ¿Qué tienes que… eh? ¡Hah…! Déjate de preguntas. Soy tu madre. He sido tu madre desde los primeros días de tu vida. No tienes otra madre ni padre, solo yo, me temo, y no estoy dispuesta a aceptar tus malditas preguntas». De forma que estaba atrapada en una mentira, lejos de la verdad, cautiva de una ficción; y dentro de India la turbulencia crecía, un espíritu inquieto se movía, como una serpiente gigante enroscada que se agitara en el fondo del mar.
El acontecimiento que haría pedazos el capullo de la mentira en que vivía se produjo unos meses más tarde, en noviembre de 1974, cuando se produjo un asesinato siniestro y sangriento en Lower Belgrave Street, en la casa del número 46. Un aristócrata inglés llamado lord Lucan, separado y que no vivía con su mujer Veronica, penetró en el hogar familiar el 7 de noviembre, llevando una capucha, y en la cocina del sótano asesinó a la niñera de sus hijos, la señora Sandra Rivett, probablemente por haberla tomado en la oscuridad por su esposa. Subió las escaleras y, a pesar de la presencia en la casa de sus tres hijos menores, atacó a lady Lucan violentamente, metiéndole tres dedos enguantados por la garganta e intentando estrangularla luego, sacarle los ojos y aporrearle la cabeza. Ella era una mujer diminuta, pero le agarró los testículos y apretó, y cuando él se dobló de dolor escapó. Bajó corriendo por la calle e irrumpió en Los Brazos del Fontanero gritando que la mataban. Lord Lucan escapó, abandonando su coche en la ciudad portuaria de Newhaven, y no se lo volvió a ver. Dejó varias notas para amigos, muchas de ellas de contenido financiero, y varias deudas de juego importantes.
John Bingham, «Lucky» Lucan, era el séptimo conde. El tercer conde de Lucan consiguió su mala fama ciento veinte años antes. Durante la guerra de Crimea fue el responsable de ordenar la catastrófica carga de la Brigada Ligera, en la batalla de Balaclava. Curiosamente, la capucha de lana que llevaba su tataranieto asesino era un pasamontañas de los llamados «balaclava».
A la mañana siguiente de esos acontecimientos, un agente de policía llamó al timbre de los Rhodes y preguntó si habían oído algo insólito la noche anterior. India había estado dormida, y Peggy Rhodes dijo que no había oído nada. Cuando la noticia apareció en los periódicos de la tarde y todo el mundo se enteró de la huida de lady Lucan para salvarse, India se preguntó cómo era posible que Peggy no hubiera percibido nada, habida cuenta de que era una velada anormalmente cálida y las ventanas del salón habían estado abiertas de par en par; y, después de todo, Los Brazos del Fontanero estaba al otro lado de la calle. Más tarde, la policía volvió para preguntar a Peggy si, como miembro del Clermont Club de juego, había conocido a lord Lucan.
—No —dijo ella—. Lo conocía de vista, pero no era amigo mío.
India había oído a su madre hablar más de una vez de sus «amigotes» Aspinall, Elwes y Lucky, pero ahora estaba mintiendo a la policía, ¿por qué? Luego supo que su madre no era la única mentirosa en aquella historia. Una opinión ampliamente difundida era que la clase alta había cerrado filas para proteger a uno de los suyos, en una versión aristocrática de la omertà, el código de silencio siciliano. Sin embargo, India oyó a Peggy sollozar fuertemente aquella noche. «John, oh, John». No sacó conclusiones. Solo tenía siete años. Unos días más tarde la policía hizo una declaración en la que criticaba al grupo de Lucan por no haber colaborado en la investigación y señalaba que ocultar información en un caso de asesinato era delito, aunque los que la ocultaran fueran millonarios y aristócratas. Sin embargo, en ese momento India ya se había olvidado por completo de Lucky Lucan, porque dos días después del asesinato Peggy Rhodes fue de noche a su alcoba, con los ojos ribeteados de rojo de tanto llorar, y le dijo:
—Hay cosas que tengo que decirte, sí, sí. ¡Ham! ¡Ha! Cosas que debes saber.
«Tienes un papi». Un mes después de que la Rata Gris, presa de una emoción inexplicada, diera un nombre a su padre, Maximilian Ophuls estaba ante la puerta de la casa de Lower Belgrave Street, con flores y una estúpida muñeca.
—No juego con muñecas —le dijo India con solemnidad, revelando mucho de la actitud de Peggy hacia la educación de los hijos y su gusto en cuestión de juguetes—. Me gustan los arcos y flechas, y las hondas y excalibures y pistolas.
Max la miró muy serio y le puso en las manos la muñeca.
—Toma —le dijo—. Utilízala como blanco para practicar. Si no tienes un blanco no es divertido.
Luego la levantó y la abrazó fuertemente y ella se enamoró de él, como todo el mundo. La sentó a su lado en el asiento trasero de un gran coche plateado y le dijo al conductor que los llevara tan aprisa como pudiera a un restaurante pijo a orillas del río. Tenía sesenta y cuatro años y conocía la letra de la canción de los Beatles: mándame una postal, escríbeme algo. Seguirás necesitándome, seguirás alimentándome.
—Eres un papi muy viejo, ¿no? —le preguntó ella ante el helado—. ¿Te morirás pronto?
Él negó con la cabeza muy serio.
—No, tengo intención de no morirme nunca —dijo.
—Te morirás un día —adujo ella.
—Quizá —dijo él—, quizá cuando tenga doscientos sesenta y cuatro años y esté demasiado ciego para verlo venir. Pero hasta entonces, ¡bah! Chasqueo los dedos ante la Muerte, la dejo con un palmo de narices y me chupo el pulgar.
Ella se rió.
—Yo también —dijo, pero no sabía chasquear los dedos—. En cualquier caso —añadió— tampoco quiero morirme hasta que tenga doscientos sesenta y cuatro años.
Al terminar el día, él le estaba acariciando el cuello y buscando pájaros allí escondidos y ella estaba aprendiendo la letra de «Alouette» y trepando a sus hombros y dando la voltereta hacia atrás. Cuando él la devolvió a su madre, miró a los ojos a la Rata Gris y le dio las gracias, y ella supo que le había robado a la chica, que a partir de entonces su hija no sería ya suya. Si soy su hija, debería llevar su nombre, dijo la niña aquella noche, y Peggy Rhodes no supo negarse, y así nació India Ophuls. Y qué pasa con mi mami, dijo la niña, arropada en la cama mientras una luz nocturna hacía que en su techo girasen las estrellas. Quiero saber cosas también de mi mami. ¿Está muerta de veras o se esconde como hacía papi? Peggy Rhodes perdió los estribos. «Esa mujer está ahora muerta para todo el mundo… ¿De acuerdo? ¿Mmm?, pero para mí ya estaba, ah, ah, muerta en vida. Dejó a su marido y trató de robarme a tu papi y —¡bah!— tuvo a su hija y estaba dispuesta a abandonarla y dónde estarías tú si yo no te hubiera acogido. Ella te iba a dejar, ¿humm?, ¿humm?, y a volver al lugar de donde había venido y no quería tener la vergüenza de la niña, no quería tener la vergüenza —¿comprendes?— de ti. Entonces hubo, ah, complicaciones y, humf, murió». ¿De qué murió? ¿Adónde quería volver? «No voy a responder a esas preguntas». ¿Pero es verdad que no me quería? «Eso no importa. No te eligió. Te elegí yo». Pero mami, ¿cómo se llamaba mi mami? «Yo soy tu mami». No, mami, quiero decir mi verdadera mami. «Yo soy tu verdadera mami. Buenas noches».
Entonces Max desapareció otra vez de su vida.
—Me temo que él es así, querida —le dijo rotundamente la Rata Gris—. Sé que es tu padre, pero tienes que comprender, hamm, que es uno de esos tipos que de pronto se largan.
Y cuando por fin aparecía, dos veces al año, en su cumpleaños y la mañana de Navidad, había cosas que él no decía, cosas de las que no hablaba, y ella tardó casi diez años en comprender la guerra oculta entre la mujer con la que vivía y a la que iba aprendiendo a odiar y el padre al que apenas conocía pero al que quería de todo corazón, nunca le comprendió hasta que él le salvó la vida. Max nunca hablaba mal de Peggy, y ni siquiera cuando India le suplicaba traicionaba los secretos que la Rata Gris no quería revelar, sabiendo que su posibilidad de ver siquiera a su hija dependía de aceptar las feroces condiciones de la Rata Gris, pero durante mucho tiempo India le echó la culpa de las ausencias y los silencios de él, y su indignación hacia él la jodía más aún que su antipatía por la mujer con que vivía, porque él era adorable, era a él a quien quería ver a diario y reírse y dar la voltereta e ir con él en coches veloces y disparar balines de carabina de aire comprimido contra muñecas y abrazarlo y quererlo. No comprendía que la mujer con la que vivía había vuelto a desterrar a Max, le había negado todo, salvo el acceso más somero a aquella hija adoptada ahora cada vez más agresiva, hacia la que ella, Peggy, tenía unos sentimientos muy encontrados pero que constituía la manzana de la discordia en su eterna disputa con Max, y a la que en consecuencia tenía que aferrarse aunque su presencia fuera un recordatorio diario de la vergüenza pasada.
—Sí, tu madre está muerta —le dijo él a India cuando ella le preguntó. Tenía sus propias razones para confirmar la mentira de su exesposa—. Sí, exactamente como ha dicho Margaret. —Y luego no dijo más.
Esas eran las confusiones en medio de las cuales creció India Ophuls en los setenta. Aguantó unos años, pasó hambre trescientos sesenta y tres días al año y se conformó con los dos días de festín, pero cuando se acercaba a los trece años tenía el aspecto dañado de un barco zarandeado por la tempestad que se dirigiera hacia unos escollos recortados e ineludibles. Cuando la pubertad la golpeó, India descarriló espectacularmente. Entonces vino un delincuente descenso al infierno. El infierno le parecía preferible a aquel mundo superior de madres mentirosas y padres ausentes en que estaba atrapada, y del que, durante su arruinada adolescencia, trató en consecuencia de escapar por todas las autodestructivas vías de escape de que disponía. La espiral descendente había sido rápida, y había tenido suerte al sobrevivir al golpe al final. Cuando cumplió quince años, había faltado a clase, mentido, engañado, interrumpido sus estudios, robado, se había convertido en fugitiva adolescente, en yonqui e incluso, brevemente, en fulana, ejerciendo su oficio a la sombra de los cilindros de gas gigantes que había detrás de la estación de King’s Cross. Al despertar en su habitación de Los Ángeles y encontrarse con la mujer a la que detestaba, mirándola con una ansiosa Olga al lado, sintió cómo sus quince años reprimidos volvían a hervirle en la cabeza, igual que la marea alta batiendo contra una brecha de un muro de contención. Se esforzó por reprimir los recuerdos, pero los recuerdos siguieron insistiendo en alzarse. Recordó una habitación sudorosa y febril con manchas en las paredes y un extraño bajándose la cremallera del pantalón. Recordó las drogas, los alucinógenos que hacían dormir a la razón y salir a los monstruos, el violento resplandor del polvo blanco, la letal felicidad de la aguja, el sombrero blando del chulo jamaicano. Recordó la violencia recibida y causada, recordó las arcadas y los escalofríos en medio del calor, y un rostro en el espejo tan pálido y tan azul que la hacía gritar. Recordó haberse cortado las muñecas y haber tragado píldoras. Recordó los lavados de estómago. Recordó las duras palabras dirigidas por un juez a la mujer cuyo nombre no volvería a usar: «Señora, como madre ha sido un fracaso lamentable», y recordó que había sido Max quien la salvó, Max que descendió del cielo como un águila y la sacó de la cloaca, que dijo a la mujer a la que ella detestaba que no se limitaría ya a quedarse silencioso, que pidió al juez que tuviera juicio y arrancó los brazos heridos de su hija de los dedos engarfiados de aquella mujer, para que la curaran, primero en una clínica suiza muy alta en lo que ella consideraría siempre su Montaña Mágica, y luego con sol, palmeras y el azul cobalto del Pacífico. Se imaginó la última conversación de él con la mujer que ella odiaba, «Tuviste tu oportunidad con ella, pero nunca tendrás otra», se lo imaginó diciendo, y vio con los ojos de la fantasía cómo se crispaban los rasgos amargos de la Rata Gris, igual que los de Rumpelestíjeles, en una máscara de derrota.
«Entonces llévatela», dijo ella.
Fuera del reino de la imaginación de India, sin embargo, Max Ophuls siguió negándose a criticar a su exesposa, tal vez a causa de su sentimiento de culpabilidad por su antigua traición. Una o dos veces, en tono pesaroso, habló del poder de los golpes violentos y de las lentas agonías de la vida para apartar a una persona de su sendero natural, lo mismo que la dinamita o la erosión —espectacular o paulatinamente— podían cambiar el curso de un río, y en esos parlamentos quizá estaba hablando de Margaret, pero quizá se estaba refiriendo a sí mismo. Y su secretismo era un rasgo que compartía con su exesposa, ambos eran ciudadanos del submundo, los dos tenían cosas que ocultar. Sin embargo, él al menos comprendía los submundos y siguió a India a su propio infierno privado y permaneció a su lado meses enteros, hasta que el dios oscuro la soltó y la dejó seguirlo a él a la luz, y los médicos suizos dictaminaron que estaba suficientemente bien para volver a entrar en el mundo superior de la vida ordinaria y él se la llevó de la montaña a lomos de un nuevo Bentley conducido por un chófer de librea también nuevo, acunándola en sus brazos como si ella fuera los Diez Mandamientos, y la devolvió, si no a la vida ordinaria, sí, al menos, a Los Ángeles.
La casa de Mulholland Drive era extensa, con habitaciones para el personal, establos, una pista de tenis, una casita para invitados y una piscina, y estaba construida al estilo de las misiones españolas, con paredes blancas, tejados de tejas y un campanario que le recordaba Vértigo de Hitchcock y daba al lugar un aire eclesiástico inadecuado. Pensó en Kim Novak cayendo de la torre de la misión de San Juan Bautista al final de la película y se estremeció, y rechazó el ofrecimiento de su padre de llevarla a lo alto de la torre para enseñarle el carillón. Durante algún tiempo, cuando llegó a Los Ángeles, se quedaba en casa, repantigada en sillas y rincones, agradecida de estar viva, pero tomándose su tiempo para estar segura de encontrarse a salvo. Prefería tener los pies en el suelo y un techo sobre su cabeza. Los suelos de piedra eran frescos bajo sus pies descalzos, y los cristales coloreados de las ventanas del salón derramaban colores sobre ella cada día. Kim Novak había interpretado a una impostora, una mujer llamada Judy, contratada para hacerse pasar por otra mujer llamada Madeleine Elster, asesinada por su marido. Había días en que India se sentía también impostora, como si hubiera sido contratada por Max para hacerse pasar por una hija que había muerto.
El estudio de Max era una oscura anomalía en aquella casa de color y de luz: con paneles de madera, pesados divanes europeos y mesas de caoba, sus estanterías llenas de libros impresos hacía tiempo por Art & Aventure, era una habitación de plató de película de la Belle Époque, diseñada para recordar la biblioteca de su padre en Estrasburgo: más un recuerdo que un lugar. Él no se permitía el sentimentalismo abierto de colgar de la pared las fotografías de sus padres. La habitación misma era su retrato. Se pasaba una gran parte del día en aquella habitación, leyendo y recordando, y dejaba que su hija recorriera el resto de aquel viejo lugar enorme y vacío. Un día, hurgando en los armarios de la casa de invitados, ella encontró una sombrerera que contenía una peluca rubia corta, desechada por alguna de las amantes hacía tiempo olvidadas de su padre, y retrocedió ante ella, aterrorizada, como si fuera una sentencia de muerte. En Max había algo de la lenta elegancia de James Stewart y, cuando las sombras caían sobre su rostro de cierto modo, la asustaba. Él tuvo que recordarle que Jimmy Stewart no era el asesino en Vértigo, sino el bueno. Ella había estado también un poco loca en aquellos días, «limpia» pero nerviosa, pero él había esperado a que se le pasara. Lo que no quiere decir que fuera bondadoso. Amable sí, a su modo, bueno para una crisis, sin esperar agradecimiento por hacer lo que consideraba su deber, pero no bondadoso. Cuando ella sacó a relucir a Kim Novak y la peluca rubia del armario, él no refrenó la lengua.
—Haz el favor —le dijo al terminar su elocuente diatriba—, deja de asignarte papeles de novela. Pellízcate o date una bofetada si hace falta, pero entiende, por favor, que no eres un personaje de ficción y que esto es la vida real.
Entonces, durante cierto tiempo, ella fue sensata y feliz en la casa de Mulholland Drive y se sorprendió a sí misma al convertirse en atleta competente, estudiante brillante muy interesada en historia y biografía y, más especialmente, en películas basadas en hechos reales. Después de la enseñanza secundaria, se fue sola a Londres para estudiar el movimiento documental británico de los treinta y los cuarenta, y —aunque no se lo dijo a nadie— para hacer un poco de investigación documental por su cuenta. Durante esos meses vivió en una habitación mal iluminada pero espaciosa y de alto techo, en unos alojamientos amueblados para estudiantes próximos a Coram’s Fields, y no hizo ningún intento de contactar con la Rata Gris. Nunca fue al sur, a Lower Belgrave Street, pero subió por la Northern Line hasta Colindale, donde desenterró los frustrantemente incompletos datos de los periódicos sobre los acontecimientos que rodearon su nacimiento. Volvió a Los Ángeles y se guardó para sí aquella visita a la hemeroteca, pero informó locuazmente a su padre de su nueva veneración por los documentalistas británicos John Grierson y Jill Craigie, y de su decisión de apartarse de los peligros de la imaginación y hacer una carrera en el mundo de lo no ficticio, hacer películas que insistieran, como había insistido él, en la absoluta primacía de la verdad. «Esto es la vida real». A finales de los ochenta estudió cine documental en el AFI Conservatory, graduándose con las mejores calificaciones, y se trasladó a su propio apartamento de Kings Road y se disponía a hacer que su padre se sintiera orgulloso de ella cuando su asesino le birló la oportunidad.
La mujer había venido a confesar. Había llevado durante un cuarto de siglo una carga que la había abrumado: después de toda una vida de porte erguido, había entrado en una vejez cargada de espaldas. La carga, los años, la soledad habían hecho de su cuerpo un signo de interrogación. Ella no importaba ya, pensó India, no tenía poder. Había salido de la casa del poder con las manos vacías, los hombres-pájaro volantes le habían arrancado el tesoro de las manos, y la gente se burlaba de ella en la calle. Para qué había venido, no era necesario que diera el pésame en persona. Había venido para ayudar a la policía en sus investigaciones, dijo ella, sonando como un personaje de los tiempos de la televisión en blanco y negro. No hay policías aquí, dijo India, de manera que no puedes ayudar a nadie.
La mujer abrió el bolso y sacó una fotografía que arrojó sobre la cama.
—El trabajo que me costó que los periódicos no se enteraran, ¡ah!, no tienes ni idea. —Luego, hablando rápidamente, para decirlo de una vez, confesó su mentira—. No murió, te entregó a mí y volvió a Cachemira y yo puse a su disposición un avión y un coche y la envié a donde ella quería ir y no he vuelto a saber de ella, de forma que podría haber muerto, pero la verdad es que no murió. —El nombre del pueblo, el pueblo de su madre. El pueblo de los faranduleros. El pueblo de Shalimar el payaso—. ¿Me escuchas? —No, India no escuchaba, oía las palabras pero la fotografía reclamaba toda su atención. Su padre estaba muerto pero su madre estaba resucitando, aunque aquella no era su madre, eso era otra mentira, su madre era una gran bailarina, había seducido a Max bailando para él, de forma que aquella mujer hinchada no podía ser ella. Vio caer las lágrimas sobre la foto y se dio cuenta de que eran suyas—. Lo siento —decía la mujer—. Fue algo horrible lo que hizo, supongo. ¡Ah! Estoy segura de que lo pensarás también. Pero decidió renunciar a ti y yo decidí adoptarte. Soy tu madre. Perdóname. Hice mentir también a tu padre. Soy tu madre. Perdóname. Ella no murió.
El arrepentimiento corresponde al pecador. El perdón corresponde a la víctima: que miraba aquella fotografía húmeda y no perdonaba, no podía perdonar. Que era toda intransigencia, sin saber que iba a recibir otro golpe más fuerte aún.
—Kashmira —dijo la mujer, girando sobre sus talones y eliminando su presencia odiosa indeseada y perturbadora del mundo—. Kashmira Noman. Ese fue el nombre que te dio.
Ella sintió como si el peso de su cuerpo se hubiera duplicado de pronto, como si de pronto se hubiera convertido en la mujer de la fotografía. La gravedad tiró de ella y cayó hacia atrás sobre la cama, jadeando. Oyó crujir el armazón y vio en el espejo cómo el colchón cedía y se hundía. Kashmira. El peso de la palabra era excesivo para poder soportarlo. Kashmira. Su madre la llamaba desde el otro extremo del mundo. Su madre no murió. Kashmira, llamaba su madre, vuelve a casa. Voy, gritó ella a su vez. Estaré ahí en cuanto pueda.
—Hoy perdono a mis hijas —anunció Olga Volga, acariciando el cabello de India mientras las dos lloraban—. Ya no importa lo que hicieron.