El aumento de la utilización

El aumento de la utilización de fedayin, terroristas suicidas, por el grupo encabezado por el maulana Bulbul Faj y también por otros insurgentes, Hizb-ul-esto, Lashkar-e-aquello, Jaish-e-lo que tú quieras, era un nuevo incordio, pensó el general Hammirdev Kachhwaha acurrucado en la oscuridad, pero también una indicación de que las actividades puramente militares, incluso las del llamado «comando de hierro», se consideraban insuficientemente eficaces y había comenzado una segunda fase decisiva. Los pichaflojas del nacionalismo secular habían tenido su momento, y a medida que pasaban los meses parecían cada vez más irrelevancias marginales. «Cachemira para los cachemiros» no era ya una opción. Solo quedaban los chicos grandotes, y por eso sería Cachemira para los indios o Cachemira para los paquistaníes, cuyos representantes eran las organizaciones terroristas. Las cosas se habían aclarado, y crear claridad era, después de todo, el objetivo universal de las actividades militares. Al general Kachhwaha le gustaba aquel mundo más sencillo y claro. Ahora, se dijo, somos nosotros o ellos, y nosotros somos los más fuertes e inevitablemente prevaleceremos.

Tenía que admitir que las misiones suicidas habían tenido éxito. Las recordaba todas. El 13 de julio del año pasado, ataque al campamento de la Fuerza de Seguridad Fronteriza en Bandipora, IGA (inspector general adjunto) y cuatro efectivos muertos. El 6 de agosto, un comandante y dos OS (oficiales subalternos) muertos en el campamento militar de Natnoos. El 7 de agosto, un coronel y tres efectivos hallan la muerte en el campamento militar de Tregham. El 3 de septiembre, en una audaz incursión en la zona del perímetro del CG del Cuerpo del Ejército en Badami Bagh mismo, diez efectivos asesinados, entre ellos un oficial de relaciones públicas (no una gran pérdida, en opinión particular y no expresada del general Kachhwaha). Y así continuaba, pinchazo a pinchazo. 2 de diciembre, CG del Ejército, Baramulla, un OS perdido. 13 de diciembre, Líneas Civiles, Srinagar, cinco efectivos. 15 de diciembre, campamento militar, Rafiabad, muchos heridos, sin bajas. 7 de enero, centro meteorológico, ataque a Srinagar. Cuatro efectivos perdidos. 10 de enero, coche-bomba en Srinagar. 14 de febrero, un poni sin jinete utilizado para transportar un AEI (artefacto explosivo improvisado) al campamento de la fuerza de seguridad en Lapri, distrito de Udhampur. El general Kachhwaha era capaz de admirar la iniciativa cuando la había. Sin embargo, también las pérdidas del enemigo en esos encontronazos habían sido importantes. Habían resultado duramente afectados. El «comando de hierro» había quedado totalmente agujereado por los disparos. De ahí la nueva táctica. Aceptaban pequeñas pérdidas de vidas para causar grandes heridas. El 19 de febrero se produjo el primer ataque fedayin a Badami Bagh. Dos efectivos muertos. Tres semanas más tarde, otro ataque terrorista suicida al CG: cuatro efectivos militares muertos.

Había quien afirmaba que los terroristas, inspirados por las actividades fedayin, estaban cobrando impulso, que se estaba perdiendo la guerra. Hubo peticiones de que se sustituyera al general Kachhwaha. Los fedayin bombardearon el centro de control de la policía en Srinagar (ocho efectivos muertos). Los fedayin atacaron la base de Wazir Bagh en Srinagar (cuatro muertos). Los fedayin atacaron la base militar de Lassipora, en el distrito de Kupwara (seis). Y, al mismo tiempo, hubo una emboscada no fedayin en Morha Chatru, distrito de Rajouri (que se cobró quince vidas), un grupo de patrulla sufrió una emboscada en Gorikund, Udhampur (cinco vidas), un ataque a la base de Shahlal, Kupwara (cinco), a la estación de policía de Poonch (siete). Colocaron AEI bajo autobuses militares en Hangalpua (ocho) y Khooni Nallah (cinco). Muy bien, admitía a regañadientes el general Kachhwaha, la lista era larga. Ataques fedayin a Handwara, dos veces. Ataque al peregrinaje anual de Amarnath, nueve peregrinos muertos. Más hindúes muertos en el templo de Raghunath en Jammu, cortesía de dos terroristas fedayin. Los fedayin atacaron una parada de autobús en Poonch, y el superintendente adjunto de policía resultó muerto. Una cuadrilla fedayin de tres hombres asaltó el campamento militar del pueblo de Bangti en Tanda Road, Akhnoor, Jammu: ocho muertos, incluido un general de brigada, y cuatro generales superiores heridos. Luego, por fin, se pudo informar de algunos éxitos. Baby Che, el tristemente célebre militante Anees Noman, resultó muerto. Se frustró un ataque fedayin a un campamento de la fuerza de seguridad en Poonch; fueron muertos dos mercenarios extranjeros. Se desbarató un ataque fedayin temerario y sumamente peligroso a la residencia del primer ministro en Maulana Azad Road, Srinagar; ambos terroristas resultaron muertos. La marea estaba cambiando. El mando político debía apreciarlo. Se estaba estabilizando la situación. Todos los días se mataba a cien presuntos insurgentes y presuntos asociados. Lo que hacía falta es querer triunfar. Si hacían falta cincuenta mil muertes, habría cincuenta mil muertes. La batalla no se perdería mientras existiera la voluntad de no perderla y él, el general Kachhwaha, era la encarnación de esa voluntad. Por consiguiente, no se estaba perdiendo la batalla. Se estaba ganando.

Las noticias del arrasamiento de Pachigam se difundieron rápidamente. El Martillo de Cachemira había dado un castigo ejemplar a aquel pueblo y, a su modo, la táctica de mano dura había sido eficaz. La gente tenía más miedo aún de albergar militantes. Los escasos supervivientes de la campaña, algunos vejetes, algunos niños, unos cuantos peones agrícolas y pastores que habían conseguido esconderse en las colinas boscosas de detrás del pueblo, se dirigieron al pueblo vecino de Shirmal, donde se les prestó toda la ayuda que los shirmalis podían permitirse en aquellos tiempos de bolsillos vacíos y bocas abiertas. Las viejas rencillas entre Pachigam y Shirmal habían quedado olvidadas como si no hubieran existido nunca. Bombur Yambarzal y su mujer Hasina, alias Harud, se ocuparon personalmente de que se alimentara y alojara de momento a los refugiados. Las ruinas de Pachigam humeaban aún.

—Vamos a dejar que las cosas se enfríen —dijo Harud Yambarzal a los aterrorizados y desconsolados pachigamis—, y luego veremos cómo reconstruir vuestras casas.

Trataba de parecer tan tranquilizadora como podía, pero interiormente era presa del pánico. En la intimidad del hogar de los Yambarzal, abofeteó a sus dos hijos con la mano abierta y les dijo que si no rompían inmediatamente toda conexión con grupos militantes les cortaría la nariz mientras dormían.

—Si creéis que voy a permitir que caiga sobre este pueblo lo que ocurrió en Pachigam —dijo entre dientes—, no conocéis a vuestra madre, chicos. Os he educado para que seáis sensatos y prácticos. Ahora es cuando tenéis que pagar la deuda de vuestra infancia y hacer lo que se os dice.

Era una mujer imponente y sus hijos, los misteriosos electricistas, musitaron muy bien, muy bien, y se fueron a la parte trasera a fumar bidis y esperar a que cesara su zumbido de oídos. Para entonces, había escasez de jóvenes en los pueblos de Cachemira. Habían pasado a la clandestinidad en Srinagar, que seguía siendo más segura que los pueblos, o a la clandestinidad con los militantes, o a la clandestinidad con las quintas columnas contrainsurgentes del ejército, o a la clandestinidad a través de la Línea de Control para unirse a los grupos yihadi de los ISI paquistaníes, o simplemente a la clandestinidad de su tumba. Hasina Yambarzal se había agarrado a sus chicos por pura fuerza de personalidad. Quería que estuvieran donde ella los pudiera ver: nada de clandestinidad, en casa.

Siete noches después de la campaña contra Pachigam, con gran horror de Hasina Yambarzal, el maulana Bulbul Faj entró en Shirmal con tres jeeps, acompañado de Shalimar el payaso y veinte hombres más del aterrador «comando de hierro». Hombres armados sitiaron pronto el hogar de los Yambarzal. El mulá de hierro entró con algunos de sus ayudantes, uno de los cuales era el único hijo superviviente del difunto sarpanch de Pachigam. Incluso Bombur Yambarzal, un hombre cuyo sentido de su propia importancia lo hacía mal observador de otras personas, notó el cambio en Shalimar el payaso y más tarde aquella noche, en la cama con su mujer, le preguntó al respecto.

—La tragedia ha golpeado a ese hombre tan duramente que no es de extrañar que parezca a punto de cortarte el cuello si chasqueas los dedos en el momento inoportuno, eh, Harud —dijo suavemente, temeroso de alzar la voz por si alguien escuchaba fuera.

Hasina Yambarzal movió la cabeza despacio.

—La tragedia es una nueva herida, y puedes ver su dolor, eso es seguro —respondió en voz tan baja como la de su esposo—. Pero he visto también en sus ojos eso de lo que estás hablando, y te aseguro que esa mirada de asesino lleva ahí mucho tiempo. No es la mirada de un hombre traumatizado por la muerte de su familia, sino la expresión de un hombre acostumbrado a matar. Solo Dios sabe dónde ha estado o en qué se ha convertido para volver con un rostro así.

—Nuestro desconsolado hermano tiene que visitar las tumbas de sus padres —había dicho Bulbul Faj sin preámbulo—. Por consiguiente, os pido para esta noche vuestra asistencia en materia de alojamiento y comida para animales y hombres.

Bombur Yambarzal se estremeció en sus zapatos y perdió temporalmente la capacidad de hablar, porque estaba seguro de que el mulá de hierro no había olvidado el día en que lo desafió muchos años antes, de forma que fue Hasina la que dijo:

—Haremos cuanto podamos, pero no será sencillo porque ya tenemos que alimentar a los sin hogar de Pachigam y encontrarles un techo.

Propuso, sin embargo, que se abriera la casa abandonada de los Gegroo a los combatientes, y el mulá de hierro se mostró de acuerdo. Bulbul Faj se instaló en aquella vieja ruina polvorienta, con la mitad de sus luchadores montando guardia, y Bombur les sirvió personalmente una sencilla comida de verduras, lentejas y pan. Los otros combatientes comieron rápidamente y se dispersaron en las sombras en torno a Shirmal, para vigilar. Shalimar el payaso pidió un poni prestado y cabalgó solo en dirección a Pachigam, sin decir palabra a nadie.

—Pobre tipo —dijo Bombur mientras miraba cómo se iba.

Nadie replicó. Hasina Yambarzal había notado algún tiempo antes que no se podía ver por ninguna parte a sus dos hijos, lo que significaba que las instrucciones que había dado cuando vio a los luchadores del «comando de hierro» entrar en la ciudad se estaban cumpliendo. Lo que había que hacer ahora era conseguir que todo el mundo entrara en casa.

—Ven a la cama —dijo a Bombur, y él sabía que era mejor no discutir con ella cuando usaba esa voz especial.

De madrugada, las fuerzas del general Hammirdev Kachhwaha, informadas de la situación por los emisarios de Hasina Yambarzal, Hashim y Hatim Karim (que fueron grandemente elogiados por su patriotismo e inmediatamente promovidos a puestos de honor en la milicia antiinsurgente) lanzaron un importante asalto contra Shirmal.

—Primero, el Hizb-ul-Muyaheddin comenzó por traicionar al JKLF —reflexionó el general Kachhwaha—, y ahora la gente ha empezando a traicionar al Hizb. La situación presenta muchos aspectos satisfactorios.

El cordón sanitario en torno a la zona de Shirmal se estableció tan sigilosa y rápidamente que ninguno de los luchadores del «comando de hierro» logró escapar. Cuando el dogal se estrechó, los centinelas de los bosques volvieron hacia la casa de los Gegroo y ocuparon allí su última posición. Al entrar los tanques del ejército retumbando en Shirmal no se produjo una destrucción indiscriminada del tipo recientemente padecido por Pachigam. La cooperación tenía sus recompensas, y en cualquier caso, gracias a Hasina Yambarzal, las ratas habían caído ya limpiamente en la trampa. Tras un período breve pero abrumador de explosiones de granada y fuego de artillería, la casa de los Gegroo había dejado de existir y no había nadie vivo en su interior. Sacaron los cadáveres de los luchadores del «comando de hierro». Dentro de la ropa del maulana Bulbul Faj no se descubrió ningún cuerpo humano. Sin embargo, se encontró una cantidad sustancial de piezas de máquina desarmadas, pulverizadas y sin esperanza de reparación.

El general Hammirdev Suryavans Kachhwaha, echado en la cama en sus oscurecidas habitaciones del CG del ejército, se deslizó satisfecho hacia el sueño. Lo había despertado una llamada por teléfono para informarle del éxito de la erradicación de al menos veinte luchadores del «comando de hierro» y la presunta muerte de su jefe, el fanático yihadi conocido por maulana Bulbul Faj. El general Kachhwaha colgó el teléfono, suspiró suavemente y cerró los ojos. Las mujeres de Jodhpur aparecieron ante él, abriendo sus brazos para acogerlo. Pronto terminaría su largo matrimonio con el norte. Pronto volvería triunfalmente a aquel país de colores vivos y mujeres ardientes, y a la edad de sesenta años recuperaría su vigorosa juventud por aquella beldad cuyos favores había ganado, cuya dulce atención merecía tan plenamente. La belleza se acercó a él, haciéndole señas. Le pasó el brazo por los hombros, flexible como una serpiente, y como una serpiente su pierna se enroscó a la suya. Luego, como una tercera serpiente, el otro brazo de ella y, como una cuarta, su otra pierna, hasta que ella estuvo deslizándose por él, dando vueltas en torno a su cuerpo, lamiéndole la oreja con sus lenguas bífidas, sus muchas lenguas bífidas, las lenguas de los extremos de sus brazos y piernas. Tenía tantos brazos y piernas como una diosa y, plurimembre e irresistible, se enroscó y apretó a su alrededor y, finalmente, con todas sus fuerzas, lo mordió.

La muerte accidental del general H. S. Kachhwaha por el mordisco de una cobra real fue anunciada en Badami Bagh a la mañana siguiente y lo enterraron con todos los honores en el cementerio militar de la base. Los detalles del accidente no se hicieron públicos pero, a pesar de los esfuerzos de las autoridades, no pasó mucho tiempo antes de que todo el mundo supiera de la retorcida multitud de serpientes que habían penetrado de algún modo en el sanctasanctórum del poder militar de Cachemira, serpientes cuyo número se multiplicaba con cada nuevo relato, hasta que hubo docenas de ellas, cincuenta, ciento una. Se decía, y pronto lo creyeron todos, que las serpientes se habían abierto camino por debajo de todas las defensas del ejército —y que se trataba de serpientes gigantes, recordadlo, las serpientes más venenosas imaginables, ¡serpientes que llegaban después de un largo viaje subterráneo desde sus secretas guaridas en las raíces de los Himalayas!— para vengar las fechorías cometidas contra Cachemira y, cuando se descubrió el cadáver del general Kachhwaha, la gente decía que parecía haber sido atacado por un enjambre de avispones, tantas y tan feroces eran las mordeduras. Sin embargo, no era del conocimiento público que, cuando murió, Firdaus Noman de Pachigam había invocado la maldición de las serpientes sobre el ejército; en consecuencia, aquel detalle macabro no formaba parte de la historia que circulaba.

Ella sabía que él venía, podía sentir su proximidad, y se preparó para su llegada. Mató el último cabrito, lo desolló, lo aderezó con las hierbas más escogidas y preparó una comida. Se bañó en el arroyo de montaña que corría por la pradera de Khelmarg y trenzó de flores su pelo. Tenía casi cuarenta y cuatro años, las manos ásperas por el trabajo y dos dientes rotos, pero su cuerpo era suave. Su cuerpo contaba la historia de su vida. La obesidad de su época de locura había desaparecido pero dejando sus heridas, las venas rotas, cierta flacidez de la piel. Ella quería que él viera su historia, que leyera el libro de su desnudez antes de hacer lo que había venido a hacer.

Quería que él supiera que lo amaba. Quería recordarle las horas a orillas del Muskadoon, lo que había ocurrido en Khelmarg, la audaz defensa por el pueblo de su amor. Si le mostraba su cuerpo, él lo vería todo allí, lo mismo que vería las marcas de las manos de otro hombre, las marcas que lo obligarían a cometer un asesinato. Quería que él lo viera todo, su caída y su supervivencia después de la caída. Sus años de exilio estaban escritos en su cuerpo y él debía conocer su relato. Quería que él supiera que, al final de la historia de su cuerpo, seguía amándolo todavía, o de nuevo, o todavía. No llevaba ropa, revolvía el puchero de comida a fuego lento y esperaba.

Él llegó a pie, con un cuchillo en la mano. Hubo un relincho de caballo en alguna parte, pero no llegó a caballo. No había luna. Ella salió de su choza para recibirlo.

¿Quieres comer antes?, preguntó ella, apartándose del rostro un mechón de pelo. Si quieres comer, hay comida.

Él no dijo nada. Estaba leyendo la historia de la piel de ella.

Todo el mundo ha muerto, dijo ella, mi padre ha muerto, y el tuyo, y creo que quizá tú estás muerto también, de manera que ¿por qué querría vivir?

Él no dijo nada.

Hazlo, dijo ella. Oh, Dios, acaba de una vez, por favor.

Él avanzó hacia ella. Leía su cuerpo. Lo tenía en sus manos.

Ahora, le ordenó ella. Ahora.

Él bajaba por la colina de pinos con lágrimas en los ojos cuando oyó las explosiones en Shirmal y adivinó el resto. Aquello, en cierto modo, simplificaba las cosas. Había sido la mano derecha y el jefe de comunicaciones del mulá de hierro pero los dos hombres no estaban ya de acuerdo. A Shalimar el payaso nunca le había gustado la utilización de suicidas fedayin, pues le parecía una forma poco viril de hacer la guerra, pero Bulbul Faj estaba cada vez más convencido de la utilidad de esa táctica y se estaba alejando rápidamente de incursiones militares del tipo «comando de hierro» a favor de las actividades de reclutamiento y formación de fedayin. A Shalimar el payaso le parecía degradante buscar chicos o incluso chicas dispuestos a saltar por los aires, y por ello había decidido romper con el mulá de hierro en cuanto pudiera imaginar una forma de hacerlo que no implicara su ejecución por deserción. Las explosiones de Shirmal resolvieron el problema. En Cachemira no quedaba ya nada para él y ahora que el último obstáculo había desaparecido había llegado el momento de largarse.

Se bajó del pequeño poni de montaña que había tomado prestado de Bombur Yambarzal, se limpió la cara y buscó en su mochila el teléfono por satélite. Siempre era arriesgado utilizar las comunicaciones por satélite porque las conversaciones eran escuchadas con frecuencia por el enemigo, pero no tenía elección. Estaba demasiado lejos de los pasos del norte por las montañas y el extremo sur de la Línea de Control estaba muy militarizado y era difícil de atravesar. Había lugares para pasar si sabías dónde buscarlos, pero aunque tenía una idea bastante clara de adónde dirigirse era algo difícil de hacer solo. Necesitaba lo que una vez, en otra guerra, en otro tiempo, se habría llamado un passeur.

La primera llamada telefónica arregló ese aspecto. La segunda era arriesgada. Pero el número del intermediario malasio existía, y respondió una voz que hablaba y entendía árabe, y las claves que le habían dado parecían significar algo, se aceptó transmitir el mensaje que tenía que enviar, y como respuesta recibió instrucciones. Pero no podía hacerse nada hasta que cruzara la Línea de Control. No obstante, tal como resultaron las cosas, aquello no fue su mayor problema. El passeur apareció e hizo su trabajo en el lado indio de la Línea, y el luchador al que consideraba su puerta de entrada, el militante llamado Dar al que él llamaba Montaña Desnuda, lo esperaba al otro lado de la línea con un grupo de matones que no parecieron complacidos al verlo.

—Lo siento —dijo Montaña Desnuda en cachemiro—, pero ya sabes cómo son las cosas.

Ese fue el último contacto de Shalimar el payaso con su antigua vida. Le vendaron los ojos y lo llevaron para que informara a una habitación sin ventanas, donde lo ataron a una silla y lo invitaron a explicar cómo era posible que hubiera sobrevivido a la matanza de Shirmal, y a dar a sus interlocutores del servicio de inteligencia alguna buena razón para que no pensaran que era un gilipollas traidor y le pegaran un tiro antes de una hora. Con los ojos vendados, sin saber el nombre de su interrogador, pronunció la frase en clave que le habían dado por el teléfono por satélite y se produjo un largo silencio en la habitación. Luego el interrogador se fue y, al cabo de varias horas, entró otro hombre.

—Muy bien, está comprobado —dijo el segundo hombre—. Eres un cabrón con suerte, ¿sabes? Nuestro plan era cortarte las pelotas y metértelas entre los dientes, pero al parecer tienes amigos en sitios altos, y si el ustadz te quiere con él, entonces, amigo mío, es ahí adonde irás.

Después de aquello, el mundo real dejó de existir para Shalimar el payaso. Entró en el mundo fantasma de la huida. En ese mundo fantasma había trajes de negocios y aeronaves comerciales, y a él lo pasaban de mano en mano como si fuera un paquete. En un momento dado estuvo en Kuala Lumpur, pero fue solo un aeropuerto y una habitación de hotel, y luego otro aeropuerto más. Al final de ese viaje fantasma había nombres de lugares que no significaban prácticamente nada: Zamboanga, Lamitan, Maluso, Isabela. Hubo varios barcos. Alrededor de la isla principal de Basilan había sesenta y una islas menores, y en una de ellas, parte del grupo de Pilas, emergió del mundo fantasma en una casa sobre pilotes de techo de hojas de palma de un pueblo que olía a atún y a sardinas, y fue saludado por un rostro familiar.

—Vaya, hombre impío —dijo el ustadz en su mal hindi jocoso—, como puedes ver, otra vez soy pescador, pero también, —¿no?, ¿no?— un buen pescador de hombres.

Abdurajak Janjalani tenía ricos patrocinadores, pero su grupo de Abu Sayyaf estaba en pañales. Tenía menos de seiscientos luchadores en total.

—De manera que, amigo, necesitamos un buen asesino luchador como tú. —El plan era sencillo—. En todas partes, en Basilan y en Mindanao occidental, tendemos emboscadas a los cristianos, ponemos bombas a los cristianos, quemamos los negocios cristianos, raptamos a los turistas cristianos para obtener un rescate, ejecutamos a los soldados cristianos, les tendemos más emboscadas. Entretanto hacemos que se lo pasen bien. ¡La tierra de la abundancia! Abundantes peces, abundante caucho, abundante maíz, abundante aceite de palma, abundante pimienta, abundantes cocos, abundantes mujeres, abundante música, abundantes cristianos para llevárselo todo y no dejar nada para los abundantes musulmanes. Abundantes idiomas. ¿Quieres aprender? Chabacano, una especie de español. También yakan, tausug, samal, cebuano, tagalo. Olvídate, no importa. Ahora tenemos nuestro nuevo idioma. En nuestro idioma hacen falta pocas palabras. Emboscada, bomba, secuestro, recompensa, ejecución. ¡Nada de míster buen chico! Somos los Portadores de la Espada.

Estaban comiendo caballa y arroz en la cabaña del pescador. El ustadz se inclinó hacia él.

—Te conozco, amigo. Recuerdo tu búsqueda. Pero ¿cómo encontrarás a tu presa? Él conoce el mundo secreto, y el mundo es también muy grande.

Shalimar el payaso se encogió de hombros.

—Quizá me encuentre él a mí —dijo—. Tal vez Dios me lo traiga para que haga justicia.

Janjalani se rió alegremente.

—Impío asesino luchador, eres un hombre divertido. —Su voz bajó—. Lucha conmigo un año. ¿Qué otra cosa puedes hacer? Trataremos de encontrarlo. ¿Quién sabe? El mundo está lleno de oídos. Tal vez tengamos suerte.

Exactamente un año más tarde —¡un año día a día!— estaban en Latuan, al este de Isabela, y acababan de quemar una plantación de caucho llamada Timothy da Cruz Filipinas. Contra un fondo de llamas apocalíptico, Abdurajak Janjalani se volvió hacia él llevando un keffiyeh palestino rojo y blanco y la gloria súbita de su gran sonrisa.

—¡Estupendas noticias! ¡Amigo! He mantenido mi palabra. —Shalimar el payaso cogió el sobre que el ustadz le alargaba—. El embajador, ¿no? —Janjalani sonreía—. Su foto, su nombre, su dirección. Te enviaremos a tu misión. ¡Mira adentro, mira adentro! ¡Los Ángeles, amigo! ¡Hollywood and Vine! ¡La colonia de Malibú! ¡Beverly Hills nueve cero dos uno cero! ¡Te enviaremos para que te conviertas en una gran gran estrella de cine y pronto estarás besando a chicas americanas en la tele y conduciendo coches de lujo y pronunciando estúpidos discursos de agradecimiento en los Oscar! Soy un hombre de palabra, ¿no crees?

Shalimar el payaso miró el sobre.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó.

Janjalani se encogió de hombros.

—Como te digo. Tal vez hemos tenido suerte. Los filipinos están por todas partes, y tienen ojos para ver y oídos para oír.

A Shalimar el payaso se le ocurrió algo.

—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? Lo has sabido siempre, ¿no?

El ustadz Abdurajak Janjalani fingió tener remordimientos.

—¡Amigo! ¡Asesino luchador! Por favor, perdona. Te necesitaba un año. ¡Gracias! Ese fue el trato. Y ahora te envío a donde necesitas ir. ¡Gracias! Nuestras historias se tocaban. Muy bien. Ya basta. Este es mi regalo de despedida.

Y tras otra inmersión en el mundo fantasma, después de barcos, coches, y aviones, después de atravesar una frontera canadiense por un puente aéreo en helicóptero de Vancouver a Seattle y un viaje en autobús al sur, después de una extraña cita en la International House of Pancakes en Sunset y Highland con su contacto local, un caballero filipino de mediana edad, de pelo alisado y batín de seda, después de dormir una noche en un albergue para vagabundos del centro, al otro lado de la calle del Million Dollar Hotel, se encontró con su traje de chaqueta frente a unas altas puertas de Mulholland Drive diciendo palabras de admisión en un telefonillo. Vengo a ver al embajador Max y me llamo Shalimar el payaso. No, señor, no vendo nada. Señor, no entiendo. Informe, por favor, al embajador Max, señor, espere, señor, señor, por favor, señor. Y al segundo día, otra vez, hablar con aquella voz sin nombre, la voz hostil, distante, desdeñosa, la voz de la seguridad, sin correr riesgos, imaginándose lo peor, adoptando medidas. Al tercer día había perros al otro lado de la verja. Señor, dijo, nada de perros, por favor. El embajador Max me conoce. No hay problema, señor, por favor. Solo informe, por favor, a su excelencia y aguardaré lo que guste.

Durmió en las ásperas hierbas de debajo del borde de la carretera, manteniéndose lejos de la vista de los coches patrulla que pasaban. Había sido adiestrado en muchas cosas. Hubiera podido coger a los perros por las mandíbulas y partirles la cabeza por la mitad. Hubiera podido enfrentarse con la voz de la seguridad y enseñarle algunos trucos, obligarla a revolcarse como un perro y a hacerse el muerto como un perro. Era una voz de perro y se podía matar a su dueño como a un perro. Pero se controló, fue humilde, suplicante, suave. Cuando el Bentley del embajador atravesó las puertas el cuarto día, Shalimar el payaso se levantó para que lo vieran. Los guardias de seguridad levantaron sus armas, pero él tenía un forro de lana cachemiro en la mano, la cabeza baja, y su actitud era respetuosa y triste. La ventanilla del coche se bajó y allí estaba el objetivo, el embajador Max, viejo ahora pero todavía el hombre que quería, su presa. Se puede cazar a una presa de muchas formas. Algunas de ellas son furtivas. Quién eres, dijo el embajador, por qué vienes una y otra vez. Señor, dijo él, me llamo Shalimar el payaso, y una vez, en Cachemira, conoció usted a mi esposa. Bailó para usted. Anarkali. Sí, señor, Shalimar. Sí, señor, Boonyi, mi esposa. No, señor, no quiero problemas. Lo que pasó, pasó. No, señor, desgraciadamente ella ha muerto. Sí, señor. Hace algún tiempo. Triste, señor, muy triste. La vida es corta y llena de penas. Sí, señor, gracias por preguntar. Me siento feliz de estar en esta tierra de hombres libres y hogar de los valientes. Pero necesito un empleo. Esto es lo que, por ella, le pido, señor. Señor, si puede, por amor. Dios lo bendiga, señor. No lo decepcionaré.

Vuelve mañana, dijo el embajador. Entonces hablaremos. Él bajó la cabeza y retrocedió. Al quinto día volvió a llamar. Vengo a ver al embajador Max y me llamo Shalimar el payaso. Las puertas se abrieron.

Era más que un chófer. Era un ayuda de cámara, un sirviente personal, el otro yo del embajador. Su deseo de servir no tenía límite. Quería estar cerca del embajador, tan cerca como un amante. Quería conocer su verdadero rostro, sus puntos fuertes y débiles, sus sueños secretos. Conocer tan íntimamente como pudiera la vida a la que tenía intención de poner fin con la máxima brutalidad. No había prisa. Había tiempo.

Sabía que el embajador tenía una esposa de la que estaba distanciado. Sabía que había una hija que había sido criada por su mujer, pero que ahora vivía también en Los Ángeles. El señor Khadaffy Andang, el caballero filipino de extraño aspecto, era una conexión de las conexiones del ustadz, un agente durmiente a largo plazo colocado en California por los agentes operativos de la Base, y había sido activado por el jeque, a instancias del ustadz, para que ayudara a Shalimar el payaso. Por suerte, o por intervención divina, el agente durmiente vivía en el mismo edificio de apartamentos que la hija de Ophuls. Hablaba con ella cuando iban al cuarto de las lavadoras, y sus modales amables y corteses a la antigua usanza hacían que ella se sintiera a gusto. Así fue como la información sobre el embajador salió a la luz. Así era el mundo. A veces lo que deseaba tu corazón colgaba de la rama más alta del árbol más alto y nunca podías trepar lo suficiente para alcanzarlo. O bien, aguardabas pacientemente y te caía en el regazo.

El embajador no tenía fotos enmarcadas de su familia en el escritorio. Eso era lo que prefería, ser discreto en los asuntos familiares. Luego fue el cumpleaños de su hija, y el embajador lo envió con flores al apartamento de ella. Cuando la vio, cuando aquellos ojos verdes lo atravesaron, Shalimar el payaso comenzó a temblar. Las flores se estremecieron en sus manos y ella se las quitó rápidamente, pareciendo divertida. En el ascensor no podía quitar los ojos de ella, hasta que ella lo vio mirándola y entonces él apartó con esfuerzo la mirada y se obligó a mirar al suelo. Ella le habló. El corazón de él palpitó con fuerza. La voz era increíble. Era la voz del embajador en la superficie, pero debajo podía oír otra voz que conocía. Él dijo que era de Cachemira, respondiendo a su pregunta. Hizo que su inglés sonara peor de lo que era, para impedir que comenzara una conversación. No podía hablar con ella. Apenas podía hablar. Quería alargar la mano hacia ella. No sabía lo que quería. Ella se soltó el pelo y en los ojos de él aparecieron lágrimas. La vio irse en el coche con su padre y lo único que pudo pensar fue: está viva. No sabía lo que quería. Ella vivía ahora en Estados Unidos y, por algún milagro, volvía a tener veinticuatro años, se burlaba de él con sus ojos esmeralda, era la misma y no era la misma, pero todavía estaba viva.

Él había advertido a Boonyi que no lo dejara. En Khelmarg, hacía mucho tiempo, le había jurado: «Nunca te perdonaré. Tendré mi venganza. Te mataré y si tienes hijos de otro hombre mataré a tus hijos también». Y allí estaba aquella hija, la hija que ella le había escondido hasta el final, la hija en la que la madre había vuelto a nacer. Qué hermosa era. La querría si supiera todavía cómo querer. Pero había olvidado la forma. Lo único que sabía era matar. «Mataré a tus hijos también».