A los veinticuatro años

A los veinticuatro años, la hija del embajador dormía mal en aquellas noches cálidas y sin sorpresas. Se despertaba con frecuencia, e incluso cuando el sueño llegaba a su cuerpo, rara vez descansaba, debatiéndose y agitándose como si tratara de librarse de terribles grilletes invisibles. A veces gritaba horriblemente en un idioma que no conocía. Los hombres se lo habían dicho, nerviosos. No eran muchos los que habían podido estar presentes mientras dormía. Por ello los datos eran escasos y no había consenso; sin embargo, sí cierta coherencia. Según un informe, su voz sonaba gutural, glóticamente oclusiva, como si hablara árabe. El árabe de la noche, pensaba ella, la lengua de los sueños de Scheherazada. Otra versión describía sus palabras como de ciencia ficción, como klingon, como un carraspeo en una galaxia lejana, muy lejana. Como Sigourney Weaver dando voz a un demonio en Cazafantasmas. Una noche, con ánimo investigador, la hija del embajador dejó una grabadora funcionando junto a su cabecera pero, cuando oyó la voz de la cinta, de fealdad de calavera, que era a la vez familiar y extraña, se asustó mucho y apretó la tecla de borrado, que no borró nada importante. La verdad seguía siendo la verdad.

Esos agitados períodos de hablar en sueños eran afortunadamente breves y, cuando terminaban, caía por cierto tiempo, sudando y jadeando, en un estado de agotamiento insomne. Luego, abruptamente, se despertaba de nuevo, convencida, en su estado de desorientación, de que había un intruso en su alcoba. No había tal intruso. El intruso era una ausencia, un espacio negativo en la oscuridad. Ella no tenía madre. Su madre había muerto al dar a luz: la mujer del embajador le había contado eso, y el embajador, su padre, se lo había confirmado. La madre había sido cachemira, y ella la había perdido, como el paraíso, como Cachemira, en un tiempo inmemorial. (Que los dos términos, «Cachemira» y «paraíso», eran sinónimos era uno de sus axiomas, que todo el que la conocía tenía que aceptar). Temblaba por la ausencia de su madre, una forma vacía centinela en la oscuridad, y aguardaba la segunda calamidad, la esperaba sin saber que la esperaba. Después de haber muerto su padre —su padre brillante y cosmopolita, francoamericano, «como la Libertad», decía él, su querido, resentido, difícil, promiscuo, con frecuencia ausente, irresistible padre— comenzó a dormir profundamente, como si se hubiera confesado. Se hubieran perdonado sus pecados o, quizá, los de él. Se había desplazado la carga del pecado. Ella no creía en el pecado.

De modo que hasta la muerte de su padre fue una mujer con la que no era fácil dormir, aunque era una mujer con la que los hombres querían dormir. La presión de los deseos de los hombres le resultaba tediosa. La presión de sus propios deseos quedaba en su mayor parte insatisfecha. Los escasos amantes que tuvo fueron de distintas formas insatisfactorios y por ello (como para declarar cerrado el tema), muy pronto se conformó con un tipo bastante mediano, e incluso consideró seriamente su propuesta de matrimonio. Luego habían asesinado al embajador a su puerta como si fuera pollo halal, dejando que se desangrara hasta morir por una profunda herida en el cuello causada por un solo tajo del cuchillo del asesino. ¡A plena luz! Cómo debió de centellear al sol dorado del mediodía, que era la bendición cotidiana de la ciudad, o su maldición. La hija del asesinado era una mujer que odiaba el buen tiempo, pero a menudo la ciudad no ofrecía mucho más. En consecuencia, tenía que conformarse con los largos meses monótonos de sol inmisericorde y calor seco, que abría la piel. En las raras mañanas en que se despertaba con un cielo cubierto y una traza de humedad en el aire, se estiraba soñolienta en la cama, curvando la espalda, y era breve pero incluso esperanzadamente feliz; sin embargo, las nubes se consumían siempre para el mediodía, y entonces allí estaban otra vez: el deshonesto azul guardería del cielo, que hacía que el mundo pareciera infantil y puro, y el estruendoso orbe maleducado, atronándola como un hombre que se riera con demasiada fuerza en un restaurante.

En una ciudad así no podía haber áreas grises, o eso parecía. Las cosas eran lo que eran y nada más, sin ambigüedades, carentes de las sutilezas de la llovizna, la sombra y el escalofrío. Bajo el escrutinio de un sol así, no había lugar donde esconderse. La gente se exhibía por todas partes, con el cuerpo brillando al sol, escasamente vestida, recordándole los anuncios. No había misterios ni profundidades; solo superficies y revelaciones. Sin embargo, aprender la ciudad era descubrir que esa claridad trivial era una ilusión. La ciudad era toda traición, toda engaño, una metrópolis transformista, de arenas movedizas, que escondía su carácter, oculto y secreto a pesar de toda su aparente desnudez. En un lugar así, ni siquiera las fuerzas de la destrucción necesitaban ya la protección de la noche. Ardían saliendo del resplandor de la mañana, deslumbrantes, y apuñalaban con una luz fatal y afilada.

Se llamaba India. No le gustaba su nombre. La gente nunca se llamaba Australia, ¿no? Ni Uganda ni Ingushetia ni Perú. A mediados de los sesenta, su padre, Max Ophuls (Maximilian Ophuls, criado en Estrasburgo, Francia, en una época anterior del mundo) había sido el embajador más querido y luego más escandaloso de Estados Unidos en la India, pero qué tenía que ver, a los niños no se les endilgaban nombres como Herzegovina o Turquía o Burundi solo porque sus padres hubieran visitado esos países y, posiblemente, se hubieran portado mal en ellos. Había sido concebida en el Oriente —concebida fuera del matrimonio y nacida en medio de la tormenta de fuego del escándalo que torció y arruinó el matrimonio de su padre y puso fin a su carrera diplomática—, pero si eso fuera excusa suficiente, si estuviera bien colgar del cuello a la gente su lugar de nacimiento como si fueran albatros, el mundo estaría lleno de hombres y mujeres que se llamarían Éufrates o Pisgah o Iztaccihuatl o Wooloomooloo. En Estados Unidos, maldita sea, esa forma de dar nombres no era desconocida, lo que estropeaba un tanto su argumento y la molestaba no poco. Nevada Smith, Indiana Jones, Tennessee Williams, Tennessee Ernie Ford: lanzó maldiciones mentales e hizo a todos ellos un gesto con el dedo.

«India» seguía pareciéndole mal, sonaba exótico, colonial, sugiriendo una apropiación de una realidad que no era la suya, y se insistía a sí misma en que no la convenía de todas formas, no se sentía India, aunque su color fuera intenso y subido y su largo cabello lustroso y negro. No quería ser vasta ni subcontinental ni excesiva ni vulgar ni explosiva ni llena de gente ni antigua ni ruidosa ni mística ni, en modo alguno, Tercer Mundo. Muy al contrario. Se presentaba como disciplinada, arreglada, matizada, introvertida, irreligiosa, subestimada, tranquila. Hablaba con acento inglés. En su comportamiento no era acalorada sino fría. Esa era la persona que quería, que se había construido con gran determinación. Era la única versión de ella que nadie en Estados Unidos, aparte de su padre y de los amantes ahuyentados por sus proclividades nocturnas, había visto nunca. En cuanto a su vida anterior, su violenta historia inglesa, el enterrado historial de conducta perturbada, los años de delincuencia, los escondidos acontecimientos de su pasado breve pero ajetreado, no eran (o no eran ya) de interés para el público en general. Esos días los tenía firmemente en la mano. La niña difícil que había dentro de ella se sublimaba en sus actividades de tiempo libre, las sesiones de boxeo semanales en el club de boxeo de Jimmy Fish en la esquina de Santa Mónica y Vine, donde se sabía que se entrenaban Tyson y Christy Martin, y donde la furia fría de sus golpes hacia que los boxeadores masculinos se parasen para mirar, las sesiones de entrenamiento dos veces por semana con un doble de Burt Kwouk que atacaba al inspector Clouseau y era un maestro del arte marcial cuerpo a cuerpo del Wing Chun, la soledad de paredes negras y blanqueadas por el sol del campo de tiro al blanco en movimiento de Saltzman en el desierto, en 29 Palms y, lo mejor de todo, las sesiones de arquería en el centro de Los Ángeles, cerca del lugar de nacimiento de la ciudad en el Elysian Park, donde podía utilizar sus nuevas dotes de rígido autocontrol, que había aprendido para sobrevivir, para defenderse, para pasar al ataque. Cuando tensaba su arco dorado de categoría olímpica, sintiendo la presión de la cuerda contra sus labios y tocando a veces con la lengua la parte inferior del astil de la flecha, sentía la excitación dentro de sí misma y se permitía sentir el calor que ascendía dentro de ella, mientras los segundos que se le concedían para su disparo disminuían hasta cero, hasta que por fin la dejaba escapar, liberando el silencioso veneno de las flechas, deleitándose con el distante ruido sordo de su arma al herir su blanco. El arco era el arma que había elegido.

Mantenía también bajo control la extrañeza de su forma de ver, la súbita otredad de la visión que iba y venía. Cuando sus pálidos ojos cambiaban las cosas que veía, su mente firme las volvía a cambiar. No le importaba demorarse en su propia turbulencia, nunca hablaba de su niñez y decía a la gente que no recordaba sus sueños.

El día en que ella cumplió veinticuatro años, el embajador vino a su puerta. Ella lo miró desde su balcón del cuarto piso cuando llamó y lo vio esperando en el calor del día vestido con un absurdo traje de seda, como un «protector» francés. Además, con flores.

—La gente va a pensar que eres mi amante —gritó India a Max—, mi Valentín infanticida.

Le encantaba el embajador cuando estaba incómodo, el surco dolorido de su frente, el hombro derecho contra la oreja, la mano levantada como para protegerse de un golpe. Lo veía fracturarse en los colores del arco iris a través del prisma de su amor. Lo miraba mientras se alejaba hacia el pasado, de pie en la acera, pasando ante sus ojos cada momento y perdiéndose para siempre, sobreviviendo solo en el espacio exterior en forma de rayos de luz en fuga. Eso es lo que era la pérdida, lo que era la muerte: una huida hacia luminosas formas onduladas, hacia la velocidad inefable de los años-luz y los parsecs, las distancias eternamente en retroceso del cosmos. En el borde del universo conocido, una criatura inimaginable miraría un día por su telescopio y vería a Max Ophuls acercándose, con un traje de seda y rosas de cumpleaños, empujado siempre hacia delante por las oleadas de luz. Minuto a minuto la iba dejando, convirtiéndose en embajador en aquel otro lugar tan inconcebiblemente distante. Ella cerró los ojos y los abrió. No, él no estaba a miles de millones de millas en medio de galaxias giratorias. Estaba allí, correcto y presente, en la calle en que ella vivía.

Él había recobrado su aplomo. Una mujer con ropa de jogging dobló la esquina de Oakwood y trotó hacia él, evaluándolo, haciendo los fáciles juicios de la época, juicios sobre sexo y dinero. Él era uno de los arquitectos del mundo de la posguerra, de sus estructuras internacionales, sus aceptadas convenciones económicas y diplomáticas. Su tenis era bueno incluso ahora, a su avanzada edad. Su derecha de dentro afuera, su arma inesperada. Aquel armazón enjuto, con no mucho más de un cinco por ciento de grasa, podía cubrir aún la cancha. A la gente le recordaba el viejo campeón Jean Borotra: a los escasos veteranos que recordaban a Borotra. Él, con manifiesto placer europeo, miró los pechos americanos de la chica que hacía jogging, dentro de su sostén deportivo. Mientras pasaba por su lado, le ofreció una sola rosa de un enorme ramo de cumpleaños. Ella cogió la flor; y entonces, consternada por el encanto de él, por la proximidad erótica de su vivo chisporroteo y por ella misma, aceleró para alejarse ansiosamente. Quince-cero.

Desde los balcones del edificio de apartamentos, las ancianas señoras de la Europa central y oriental miraban también a Max, admirativamente, con la franca concupiscencia de la edad desdentada. Su llegada era el gran acontecimiento del mes para ellas. Hoy habían salido en masa. Normalmente se reunían en grupitos en las esquinas de pequeñas calles o se sentaban por parejas o tríos junto a la piscina del pequeño patio, parloteando, luciendo sin vergüenza atuendos de playa poco aconsejables. Normalmente dormían mucho y, cuando no dormían, se quejaban. Habían enterrado a los maridos con los que habían pasado cuarenta o incluso cincuenta años de vida inadvertida. Encorvadas, inclinadas, sin expresión, las ancianas lamentaban los misteriosos destinos que las habían dejado allí varadas, a la mitad de la vuelta al mundo desde su punto de origen. Hablaban extrañas lenguas que podrían haber sido georgiano, croata, uzbeko. Sus maridos les habían fallado al morirse. Eran columnas que habían caído, habían pedido que se confiara en ellos y habían llevado a sus esposas lejos de todo lo que les era conocido hasta aquel país de cucaña sin sombras, lleno de personas obscenamente jóvenes, aquella California cuyo cuerpo era su templo y cuya ignorancia su bendición, y luego resultaron ser poco fiables al desplomarse en un campo de golf o caer de boca en un cuenco de sopa de fideos, revelando así a sus esposas, en esa etapa tardía de sus vidas, la escasa fiabilidad de la existencia en general y de sus maridos en particular. Por las noches, las viudas cantaban canciones infantiles del Báltico, los Balcanes, las vastas llanuras de Mongolia.

Los ancianos de la vecindad estaban solos también, y algunos de ellos habitaban combados cuerpos como sacos sobre los que la gravedad había ejercido demasiada fuerza, otros, con el pelo cortado a hachazos, se abandonaban en camisetas sucias y pantalones de bragueta abierta, mientras que un tercer contingente, más aventurero, se vestía llamativamente, exhibiendo boinas y corbatas de lazo. Aquella gente peripuesta trataba periódicamente de entablar conversación con las viudas. Sus esfuerzos, con dorados destellos de dientes falsos y melancólicos vislumbres de vestigios de cabello alisados bajo la boina quitada, eran invariable y desdeñosamente ignorados. Para aquellos galanes, Max Ophuls era una afrenta, el interés de las señoras por él una humillación. Lo habrían matado si hubieran podido, si no hubieran estado demasiado ocupados conjurando su propia muerte.

India lo veía todo, aquellas ancianas exhibicionistas y deseosas que pirueteaban y flirteaban en las verandas, y aquellos ancianos acechantes y rencorosos. La antigua portera rusa, Olga Simeonovna, un bulboso samovar de mujer vestida de vaqueros, saludaba al embajador como si fuera un jefe de Estado de visita. Si hubiera habido una alfombra roja en el edificio, la habría desenrollado para él.

—Le hace esperar, señor Embajador, qué se le va a hacer, los jóvenes. No tengo nada en contra. Solo que una hija en estos tiempos resulta más difícil, yo también fui una hija y para mí mi padre era como un dios, hacerlo esperar era inimaginable. Ay, las hijas son hoy difíciles de educar y luego te dejan de golpe. Yo fui madre, señor, pero ahora mis hijas han muerto para mí. Escupo sobre sus nombres olvidados. Así son las cosas.

Todo ello lo decía mientras daba vueltas en la mano a una patata con raíces. Era conocida por todos y cada uno de aquel vecindario suyo, el último, como Olga Volga y, según su propio relato, era la última superviviente de las legendarias brujas de la patata de Astraján, una hechicera hecha y derecha, como es debido, que, mediante el uso sutil de la brujería de la patata, podía provocar amor, prosperidad o forúnculos. En aquellos lugares distantes y tiempos remotos había sido objeto de la admiración y el temor de los hombres; ahora, gracias al amor de un marinero, ya fallecido, estaba abandonada en la isla desierta del Hollywood occidental, con un pantalón de peto gigantesco y un pañuelo de cabeza escarlata con lunares blancos para cubrir su canoso pelo, que clareaba. En el bolsillo de su cintura, una llave inglesa y un destornillador Phillips. Antes podía maldecir a tu gato, ayudarte a quedar embarazada o cortar tu leche. Ahora cambiaba bombillas, echaba una ojeada a los hornos que fallaban y cobraba el alquiler mensual.

—En cuanto a mí, señor —insistió en informar al embajador—, ahora no vivo en este mundo ni en el último, ni en América ni en Astraján. Añadiría que ni en este mundo ni en el próximo. Una mujer como yo vive en algún lugar intermedio. Entre los recuerdos y las cosas diarias. Entre el ayer y el mañana, en el país de la felicidad y la paz perdidas, el lugar de la calma desaparecida. Ese es nuestro destino. En otro tiempo creía que todo estaba bien. Ahora no lo creo. En consecuencia, no me da miedo la muerte.

—Yo también soy de ese país, madame —la interrumpió él gravemente—. Yo también he vivido lo suficiente para adquirir la ciudadanía.

Ella había nacido unas millas al este del delta del Volga, con vistas al mar Caspio. Luego, al contarlo, surgía la historia del siglo XX, conformada por la magia de la patata.

—Naturalmente malos tiempos —decía a las ancianas señoras en sus balcones, a los ancianos caballeros de la piscina, a India siempre que podía arrinconarla, y ahora mismo al embajador Max Ophuls en el vigésimo cuarto cumpleaños de su hija—. Naturalmente pobreza; también opresión, desplazamiento, ejércitos, servidumbre, los chicos de hoy lo tienen fácil, no saben nada, veo que es usted un hombre refinado que se ha movido un poco. Naturalmente desplazamiento, supervivencia, la necesidad de ser astuto como una rata. ¿Tengo o no razón? Naturalmente en algún lugar un hombre, un sueño de algo distinto, un matrimonio, niños, no se quedan, su vida es suya, la reciben de ti y se van. Naturalmente la guerra, un marido perdido, no me pregunte por mi dolor. Naturalmente desplazamientos, hambre, engaños, suerte, otro hombre, un buen hombre, un hombre del mar. Luego un viaje a través del agua, el señuelo de Occidente, un viaje a través de la tierra, una segunda viudedad, los hombres no duran, no está incluida la compañía actual, los hombres no están hechos para aguantar. En mi vida los hombres han sido como zapatos. Tuve dos y los dos se gastaron. Después de aquello aprendí a andar descalza, por decirlo así. Pero no pedía a los hombres que hicieran posibles las cosas. Nunca se lo he pedido. Siempre fue lo que sabía lo que me trajo lo que quería. Mi arte de la patata, sí. Fuera alimento, fuera hijos, fuera documentos de viaje o trabajo. Mis enemigos fracasaron siempre y yo triunfé gloriosamente. La patata es poderosa y por su mediación puede hacerse todo. Pero ahora viene el sigiloso arrastrarse de los años y ni siquiera la patata puede hacer que vaya hacia atrás el tiempo. Conocemos el mundo, ¿no es verdad? Sabemos cómo terminará.

Hizo subir al conductor con las flores y esperó abajo a India. El nuevo conductor. Ella, a su estilo cuidadosamente objetivo, se dio cuenta de que era un hombre apuesto, incluso muy guapo, cuarenta y tantos, alto, tan elegante en sus movimientos como el incomparable Max. Andaba como si lo hiciera por una maroma. Había dolor en su rostro y no sonreía, aunque las comisuras de los ojos estaban surcadas por líneas de expresión risueña y la miraba con una intensidad no pretendida que provocaba en ella sacudidas eléctricas. El embajador no insistía en los uniformes. Su conductor llevaba una camisa blanca abierta y unos chinos, el antiuniforme de la América bendecida por el sol. La gente guapa llegaba a aquella ciudad en enormes rebaños patéticos para sufrir, para ser humillada, para ver la fuerte divisa de su belleza devaluada como el rublo ruso o el peso argentino; para trabajar como botones, como chicas de alterne, como barrenderos, como camareras. La ciudad era un acantilado y ellos seguían la estampida. Al pie del acantilado estaba el valle de las muñecas rotas.

El conductor apartó la mirada de ella despacio y miró al suelo. Él, dijo en respuesta vacilante a la pregunta de ella, era de Cachemira. A India le dio un salto el corazón. Un conductor del paraíso. El cabello de él era un río de montaña. Le crecían en el pecho narcisos de las orillas de ríos turbulentos y peonías de los prados, asomándole por el cuello abierto. A su alrededor, los swarnai resonaban estruendosamente. No, eso era ridículo. Ella no era ridícula, no se permitiría hundirse en la fantasía. El mundo era real. El mundo era como era. Cerró los ojos y los abrió y allí estaba la prueba. La normalidad triunfaba. El conductor desflorado aguardaba pacientemente junto al ascensor, sosteniendo la puerta. Ella se lo agradeció con una inclinación de cabeza. Se dio cuenta de que él tenía las manos apretadas y de que le temblaban. Se cerraron las puertas y comenzaron a descender.

El nombre por el que atendía, el nombre que le dio a ella cuando se lo preguntó, era Shalimar. Su inglés no era bueno, apenas funcional. Probablemente no habría entendido esa expresión: apenas funcional. Tenía los ojos azules, la piel más clara que ella, el pelo gris con una reminiscencia de rubio. Ella no tenía necesidad de conocer su historia. No aquel día. En otro momento le preguntaría si llevaba lentes de contacto azules, si aquel era su color de pelo natural, si estaba haciendo una declaración de estilo personal o si se trataba de un estilo impuesto por el padre de ella, que había sabido cómo imponerse toda su vida, con tanto encanto que aceptabas la imposición como si fuera idea tuya, igual de auténtica. Su fallecida madre había sido también de Cachemira. Sabía eso de una mujer de la que sabía poco más (aunque supusiera mucho). Su padre americano nunca se había examinado para obtener el permiso de conducir, pero le encantaba comprar coches. Por ello, conductores. Venían y se iban. Naturalmente querían ser famosos. Una vez, por una semana o cosa así, el embajador había tenido como chófer a una chica preciosa, que lo dejó para trabajar en los melodramas diurnos. Otros conductores habían titilado con vida brevemente, como bailarines en vídeos musicales. Dos al menos, una mujer, un hombre, habían tenido éxito en el cine pornográfico, y ella se había encontrado con sus imágenes desnudas a altas horas de la noche en habitaciones de hotel, aquí y allá. Veía pornografía en las habitaciones de hotel. La ayudaba a dormir cuando estaba fuera de casa. También veía pornografía en casa.

Shalimar de Cachemira la acompañó escaleras abajo. ¿Estaba legalizado? ¿Tenía papeles? ¿Tenía siquiera permiso de conducir? ¿Por qué lo habían contratado? ¿Tenía un pene considerable, un pene digno de ser visto a altas horas de la noche en un hotel? Su padre le preguntó qué quería por su cumpleaños. Ella miró al conductor y quiso ser por un momento la clase de mujer que le hubiera podido hacer a él preguntas pornográficas, allí en el ascensor, pocos segundos después de haberlo visto por primera vez; que hubiera podido hablar obscenamente a aquel hombre guapo, sabiendo que él no habría comprendido palabra, que habría sonreído con sonrisa complaciente de empleado sin saber a qué estaba consintiendo. ¿Le gustaría que le dieran por el culo? Ella quería verlo sonreír. No sabía lo que quería. Quería hacer documentales. El embajador debería haberlo sabido, no debería haber tenido necesidad de preguntar. Debería haberle traído un elefante para bajar subida en él por Wilshire Boulevard, o haberla llevado a hacer paracaidismo, o a Angkor Wat, o al Machu Picchu o a Cachemira.

Ella tenía veinticuatro años. Quería habitar en los hechos, no en los sueños. Fieles creyentes, aquellos soñadores de pesadilla echaban mano al cadáver del ayatolá Jomeini, lo mismo que en otro tiempo los fieles creyentes en otro lugar, en la India cuyo nombre ella llevaba, habían arrancado a mordiscos trozos del cadáver de san Francisco Javier. Un pedazo terminó en Macao, otro en Roma. Ella quería sombras, claroscuros, matices. Quería ver bajo la superficie, el menisco de la luminosidad cegadora, atravesar el himen de la luminosidad hacia la sangrienta verdad oculta. Lo que no estaba oculto, lo que estaba abierto, no era verdadero. Quería a su madre. Quería que su padre le hablara de su madre, le mostrara sus cartas, fotografías, que trajera mensajes de los muertos. Quería que se encontrara su historia perdida. No sabía lo que quería. Quería almorzar.

El coche fue una sorpresa. Normalmente Max se decidía por grandes vehículos ingleses clásicos, pero esta vez fue algo totalmente diferente, un bólido plateado de lujo, de puertas como alas de murciélago, la misma máquina futurista con la que la gente viajaba en el tiempo en las películas de aquellos años. Dejarse conducir por un conductor en un coche deportivo era una afectación indigna de un gran hombre, pensó ella decepcionada.

—No hay sitio para tres en esta nave espacial —dijo en voz alta.

El embajador dejó caer las llaves en la mano de ella. El coche se cerró en torno a los dos, ostentoso, potente, equivocado. Shalimar de Cachemira, el apuesto conductor, se quedó en la acera, disminuido hasta convertirse en un insecto en el espejo lateral, con los ojos como espadas relucientes. Era una lepisma, una langosta. Olga Volga, la bruja de la patata, estaba de pie a su lado, y sus cuerpos menguantes parecían números. Juntos hacían un 10.

Ella había sentido que el conductor quería tocarla en el ascensor, había sentido su lloroso anhelo. Aquello era desconcertante. No, no era desconcertante. Lo que era desconcertante era que esa necesidad no parecía tener carga sexual. Ella se sentía transformada en una abstracción. Como si al querer poner su mano en ella él hubiera esperado llegar a alguien distinto, a través de dimensiones desconocidas de tristes recuerdos y acontecimientos perdidos. Como si ella fuera solo una representante, un signo. Quería ser la clase de mujer que pudiera preguntar a un conductor: ¿a quién quiere tocar cuando quiere tocarme? ¿Quién, cuando usted se abstiene de tocarme, deja de ser tocado por usted? Tóqueme, quería decirle a su sonrisa de incomprensión, seré su conducto, su bola de cristal. Podemos tener relaciones sexuales en los ascensores y no mencionarlo nunca. Relaciones sexuales en zonas de tránsito, en lugares como los ascensores, que están entre un sitio y otro. Relaciones en los coches. Las zonas de tránsito que generalmente se asocian con el sexo. Cuando esté follándoseme estará follando con ella, quienquiera que sea o fuera, no quiero saberlo. Ni siquiera estaré allí, seré el canal, el medio. Y el resto del tiempo, olvídese, es usted un empleado de mi padre. Seré una especie de Último tango, evidentemente sin mantequilla. No le dijo nada a aquel hombre dolorido, que de todas formas no la habría entendido, a menos, naturalmente, que sí la hubiera entendido, ella no tenía realmente ni idea del nivel de sus conocimientos lingüísticos, por qué hacía suposiciones, por qué se estaba inventando todo aquello, sonaba ridícula. Bajó del ascensor y se soltó el pelo y salió afuera.

Fue el último día que ella y su padre pasarían juntos. La próxima vez que lo viera sería diferente. Aquella fue la última.

—Este coche es para ti —dijo él—, no puedes ser tan puritana como para no quererlo.

El espacio-tiempo era como mantequilla, pensó ella conduciendo deprisa, y este coche es el cuchillo caliente que la corta. No lo quería. Quería sentir más de lo que sentía. Quería que alguien la sacudiera, le gritara a la cara, la golpeara. Estaba ya aturdida, como si Troya hubiera caído. Sin embargo, las cosas iban bien. Tenía veinticuatro años. Había un hombre que quería casarse con ella y otros que no, que querían menos. Tenía su primer tema para una película documental y había dinero, suficiente para empezar a trabajar. Y su padre estaba allí a su lado, en el asiento del pasajero, mientras el DeLorean volaba cañón arriba. Era el primer día de algo. El último de algo distinto.

Comieron con hambre en un hotel vigilado por filas de cabezas con cornamenta. Padre e hija, semejantes en sus gustos, su excelente metabolismo, su afición a la carne, sus cuerpos esbeltos y en excelente forma. Ella pidió venado para desafiar a las vigilantes cabezas de los ciervos muertos.

—¡Oh, bestia, te devoraré el culo!

Hizo esta invocación en voz alta, para hacerlo sonreír. Él pidió venado también, pero por respeto, dijo, a fin de dar sentido a los cuerpos ausentes.

—Esta carne que comeremos no es su verdadera carne sino la carne de otros como ellos, a través de los cuales pueden conjurarse y honrarse sus propias formas perdidas.

Más sustitutos, pensó ella. Mi cuerpo en el ascensor y ahora esta carne en mi plato.

—Estoy un poco flipada con tu conductor —dijo—. Me mira como si fuera otra. ¿Estás segura de él? ¿Pasó los controles? Shalimar, ¿qué nombre es ese? Suena a club de La Brea con bailarines exóticos. Como un lugar playero barato o un artista del trapecio en un circo. Oh, por favor —levantó una mano impaciente antes de que él, con condescendencia, tratara de decirle lo evidente—, ahórrame la explicación hortícola.

Se imaginó el otro Shalimar, el gran jardín mogul de Cachemira, que descendía en verdeantes terrazas líquidas hasta un lago resplandeciente que nunca había visto. El nombre significaba «morada de la alegría». Apretó los dientes.

—Me sigue sonando a golosina. Por cierto, hablando de nombres, quería decírtelo de una vez: el mío me resulta una carga. Ese país extranjero que me haces llevar sobre las espaldas. Quiero ser otro nombre y oler a gloria. Quizá use el tuyo —decidió antes de que él pudiera replicar—. Max, Maxine, Maxie. Perfecto. Llámame Maxie desde ahora.

Él sacudió la cabeza con desdén y se comió su carne, sin comprender que aquello era su forma de rogarle que dejara de llorar al hijo que nunca tuvo, que renunciara a aquella tristeza anticuada que pasaba por todas partes y que la hería y ofendía a la vez, porque ¿cómo podía él dejar que su espalda se curvara bajo el peso de un hijo nonato que estaba allí arriba burlándose de su fracaso? ¿Cómo podía dejarse atormentar por aquel íncubo malicioso cuando ella estaba ante él, llena de amor? ¿Y no era ella la viva imagen de él? ¿No era una criatura absolutamente más digna y hermosa que aquel niño inexistente? Su tez y sus ojos verdes podían ser de su madre y sus pechos lo eran sin duda, pero casi todo lo demás, se dijo, era legado del embajador. Cuando ella hablaba, no podía oír su otra herencia, las otras cadencias, desconocidas, y oía solo la voz de su padre, sus altibajos, sus peculiaridades y tono. Cuando se miraba en el espejo se cegaba a la sombra de lo desconocido y veía solo el rostro de Max, su tipo somático, su lánguida elegancia de modos y maneras. A lo largo de toda una pared de su alcoba había puertas de armarios de corredera con espejo y, cuando ella estaba echada en la cama admirando su cuerpo desnudo, dándole vueltas y más vueltas, adoptando poses para su propio placer, frecuentemente se excitaba, se excitaba sexualmente por la idea de que aquel era el cuerpo que habría tenido su padre si hubiera sido mujer. Aquella mandíbula firme, aquel cuello fuerte. Era una mujer joven y alta, y su talla era también regalo de él, con sus propias proporciones; el tronco relativamente corto, las piernas largas. La escoliosis de columna, la ligera curvatura que inclinaba su cabeza hacia delante, dándole un aire de halcón, depredador: también aquello venía de él.

Después de morir él, ella siguió viéndolo en su espejo. Ella era el fantasma de su padre.

No volvió a mencionar la cuestión del nombre. El embajador, con su comportamiento, le dio a entender que le estaba haciendo el favor de olvidar un momento de conducta embarazosa, perdonándola al olvidarlo como se perdona a un chico pequeño que se ha hecho pis o a un muchacho que llega a casa dando bandazos, borracho y vomitando, después de aprobar un examen. Aquel perdón era irritante; pero ella, a su vez, lo dejó estar, haciendo que su conducta reflejara la de él. No mencionó nada que fuera importante o humillante, ni sus años de infancia en Inglaterra durante los cuales, gracias a él, no había sabido su propia historia, ni de la mujer que no había sido su madre, la retraída mujer que la había criado a raíz del escándalo, ni de la mujer que había sido su madre y de la que estaba prohibido hablar.

Terminaron el almuerzo e hicieron una excursión a pie por la montaña, caminando como dioses por el cielo. No hacía falta decir nada. El mundo hablaba. Ella era la hija de su vejez. Él tenía casi ochenta años, diez menos que el perverso siglo. Ella lo admiraba por su forma de andar, sin rastro de fragilidad en el paso. Podía ser un hijo de puta, de hecho lo había sido casi siempre, pero poseía, estaba poseído por la voluntad de trascendencia, esa fuerza interior que permitía a los alpinistas subir sin oxígeno a picos de ocho mil metros, o a los monjes suspender sus funciones vitales por un número inverosímil de meses. Caminaba como un hombre en su mejor momento; por ejemplo, en los cincuenta. Si el avispón de la muerte zumbaba ya cerca, aquella demostración de poderío físico paralizador del tiempo atraería sin duda su aguijón. Él tenía cincuenta y siete cuando ella nació. Ahora andaba como si tuviera menos. Ella lo quería por aquella voluntad, la sentía como una espada dentro de ella, envainada en su cuerpo, esperando. Hasta donde podía recordar, él había sido un hijo de puta. No estaba hecho para ser padre. Era el sumo sacerdote de la rama dorada. Habitaba en su bosquecillo encantado y era adorado, hasta que lo asesinaba su sucesor. Sin embargo, para ser sacerdote, había tenido que asesinar también a su predecesor. Quizá también ella era una hija de puta. Quizá también ella podía matar.

Sus cuentos para dormir, contados en las imprevisibles ocasiones en que él había estado junto a su cama de niña, no eran realmente cuentos. Eran homilías como las que hubiera podido infligir a su prole Sun Tzu, el filósofo de la guerra. «El palacio del poder es un laberinto de estancias comunicantes», dijo una vez Max a su soñolienta hija. Ella se lo imaginó realmente, entró en él, medio soñando, medio despierta. «No tiene ventanas —dijo Max— y no hay puerta visible. Lo primero que tienes que hacer es descubrir cómo entrar. Cuando hayas resuelto ese acertijo, cuando hayas llegado como suplicante a la primera antesala del poder, encontrarás en ella a un hombre de cabeza de chacal, que intentará expulsarte. Si te quedas, intentará devorarte. Si puedes engañarlo y pasar, entrarás en una segunda estancia, esta vez guardada por un hombre con cabeza de perro rabioso, y en la siguiente te enfrentarás con un hombre de cabeza de oso hambriento, y así sucesivamente. En la penúltima habitación habrá un hombre con cabeza de zorro. Ese hombre no intentará mantenerte alejada de la última estancia, en la que se sienta el hombre del verdadero poder. En cambio, intentará convencerte de que estás ya en ella, y de que ese hombre es él mismo.

»Si consigues no dejarte engañar por los trucos del hombre-zorro y lo dejas atrás, te encontrarás en la estancia del poder. La estancia del poder no es impresionante y en ella el hombre de poder se enfrenta contigo por encima de un escritorio vacío. Parece pequeño, insignificante, temeroso; porque ahora que has atravesado sus defensas tiene que darte lo que tu corazón desea. Esa es la ley. Sin embargo, al salir, el hombre-zorro, el hombre-oso, el hombre-perro y el hombre-chacal no están allí. En cambio, las estancias están llenas de monstruos voladores semihumanos, hombres alados de cabeza de pájaro, hombres-águila y hombres-buitre, hombres-alcatraz y hombres-halcón. Descienden en picado y tratan de arrancarte el tesoro. Cada uno de ellos se lleva entre las garras un pedacito. ¿Cuánto conseguirás sacar de la casa del poder? Los golpeas, proteges con el cuerpo tu tesoro. Ellos te arañan la espalda con sus garras relucientes, azules y blancas. Y cuando lo consigues y estás otra vez fuera, bizqueando dolorosamente a la luz brillante y agarrando el resto de tu tesoro, pobre y desgarrado, tienes que persuadir a la escéptica multitud, ¡la envidiosa e impotente multitud!, de que has vuelto con todo lo que querías. Si no lo haces, quedarás marcada para siempre como fracasada.

»Esa es la naturaleza del poder —le decía mientras ella se deslizaba hacia el sueño—, y esas son las preguntas que hace. El hombre que penetra en sus estancias puede darse por contento si sale con vida. Por cierto, la respuesta a la cuestión del poder —añadió como si se le ocurriera entonces— es esta: no entres en ese laberinto como suplicante. Ve allí con carne y una espada. Da al primer guardián la carne que ansía, porque siempre está hambriento, y córtale la cabeza mientras come: ¡pof! Luego ofrécele la cabeza cortada al guardián de la sala siguiente, y cuando empiece a devorarla, decapítalo también. ¡Baf! Et ainsi de suite. Sin embargo, cuando el hombre de poder acceda a concederte lo que pidas, no deberás cortarle la cabeza. ¡No lo hagas! La decapitación de gobernantes es una medida extrema, que casi nunca es necesaria y jamás se recomienda. Sienta un mal precedente. En cambio, no pidas solo lo que quieres sino también un saco de carne. Con esa carne fresca llevarás a los hombres-pájaro a su perdición. ¡Fuera cabezas! ¡Snik, snak! Chop, chop, hasta que estés libre. La libertad no es un té de las cinco, India. La libertad es una guerra.

Los sueños seguían viniéndole como cuando era niña: visiones de batalla y de victoria. En el sueño, ella se agitaba y revolvía y libraba la guerra que él había metido en ella. Esa era la herencia de la que estaba segura, su futuro de guerrero, su cuerpo como el de él, su mente como la de él, su espíritu de Excalibur como el suyo, una espada arrancada a la piedra. Él era muy capaz de no dejarle nada en forma de dinero o bienes, muy capaz de decir que desheredarla era la última cosa de valor que podía dejarle, la última cosa que él tenía que enseñarle y ella que aprender. Ella se apartó de sus pensamientos de muerte y miró más allá de las colinas azules el cielo naranja de la tarde avanzada fundiéndose perezosamente en el mar cálido y aletargado. Una brisa fresca la agarró del pelo. En 1769, allí abajo, el franciscano fray Juan Crespi encontró un manantial de agua dulce y lo llamó Santa Mónica porque le recordó las lágrimas que derramó la madre de san Agustín cuando su hijo renegó de la Iglesia cristiana. Agustín, naturalmente, volvió a la Iglesia, pero en California seguían fluyendo las lágrimas de santa Mónica. India despreciaba la religión, y su desprecio era una de las muchas pruebas de que ella no era una india. La religión era una locura y sin embargo sus historias la conmovían y eso era desconcertante. ¿Habría llorado por ella su madre muerta, como una santa, al conocer su impiedad?

En Madagascar sacaban a los muertos de sus tumbas periódicamente y bailaban con ellos toda la noche. Había gente en Australia y el Japón para la que los muertos eran dignos de veneración, para la que los antepasados eran seres sagrados. Por dondequiera que fueras había muertos a los que se estudiaba y recordaba, y esos eran los mejores muertos, los menos muertos, porque vivían en la memoria del mundo. Los menos celebrados, menos privilegiados, se contentaban con seguir vivos en algunos pechos que los amaban (o que incluso los odiaban), hasta en un solo corazón humano, dentro de cuyas fronteras podían reír y charlar y hacer el amor y portarse bien o mal e ir a ver películas de Hitchcock y pasar sus vacaciones en España y llevar ropa lamentable y disfrutar de la jardinería y sostener opiniones controvertidas y cometer delitos imperdonables y decir a sus hijos que los querían más que a nada en la vida. Sin embargo, la mortalidad de la madre de India era del tipo peor y más mortal. El embajador había sepultado su recuerdo bajo una pirámide de silencio. India quería preguntarle por ella, lo quería desesperadamente cada vez que se veían y en todos los momentos que pasaban juntos. Aquel deseo era como una lanza en su vientre. Pero nunca lo conseguía. Lo que había sido de aquella mujer mortalmente muerta se había perdido en el silencio del embajador y había sido borrado por él. Era una muerte de piedra, una muerte emparedada en la cámara funeraria egipcia de su silencio, con artefactos y debilidades y todo lo que hubiera podido permitirle cierto grado reducido de inmortalidad. India hubiera podido odiar a su padre por esa negativa. Pero entonces no habría tenido a nadie a quien querer.

Estaban contemplando el sol ponerse en el Pacífico, a través del aire bellamente sucio, y el embajador farfullaba versos casi inaudiblemente. Había pasado en Estados Unidos la mayor parte de su vida, pero seguía yendo a buscar su sustento a la poesía francesa.

—Homme libre, toujours tu chériras la mer! La mer est ton miroir…

Después de haberle salvado la vida, había guiado sus lecturas; a estas alturas ella sabía lo que él había querido que supiera. Hombre libre, ¡siempre amarás el mar! / El mar es tu espejo; es tu alma lo que ves / en ese rodar eterno de su envés. De manera que también él pensaba en la muerte. Ella le devolvió Baudelaire por Baudelaire.

Le ciel est triste et beau comme un grand reposoir; Le soleil s’est noyé dans son sang qui se fige. —Y otra vez—: Le soleil s’est noyé dans son sang qui se fige… Ton souvenir en moi luit comme un ostensoir!

El cielo es triste y bello como una gran, una gran qué, una especie de altar. El sol se ha ahogado en su propia sangre coagulada. El sol se ha ahogado en su propia sangre coagulada. Tu recuerdo brilla en mí como, maldita sea, un ostensoir. Ah, sí: una custodia. Otra vez las imágenes religiosas. Hay que crear urgentemente imágenes nuevas. Imágenes para un mundo impío. Hasta que el lenguaje de la irreligión se pusiera al nivel de todo lo sagrado, hasta que hubiera suficiente poesía e iconografía de la impiedad, esos ecos santificados no se apagarían, conservarían su problemático poder, incluso sobre ella.

Lo dijo otra vez:

—Tu recuerdo brilla en mí.

—Vamos a casa —susurró él, besándola en la mejilla—. Empieza a hacer frío. No exageremos. Ya soy mayor.

Era la primera vez que le había oído reconocer su dolencia, la primera vez, que ella supiera, que había admitido el poder del tiempo. Y por qué la había besado entonces, espontáneamente, cuando no había necesidad de hacerlo. También aquello era un indicio de debilidad, un error de juicio, como el regalo del coche vulgar. Un signo de estar perdiendo el control. Habían perdido la costumbre de demostrarse mutuamente sus sentimientos, salvo de forma somera. Mediante esa abstinencia de samurái se daban mutuamente prueba de su amor.

—Mi época está siendo arrasada —dijo el embajador—. No quedará nada.

Previó el fin acelerado de la guerra fría, el derrumbamiento del castillo de naipes de la Unión Soviética. Supo que el Muro caería y que no podría frenarse la reunificación de Alemania, que vendría más o menos de la noche a la mañana. Previó la invasión de la Europa occidental por los eufóricos ossis hambrientos de trabajo en sus Trabants. También previó el fin mussolinesco de Ceausescu y las elegíacas presidencias de los escritores: Václav Havel y Arpad Goncz. Sin embargo, no quería pensar en otras posibilidades menos agradables. Intentaba creer que las estructuras mundiales que había ayudado a construir, los senderos de influencia, dinero y poder, las asociaciones multinacionales, las organizaciones nacidas de tratados, los marcos de cooperación y derecho cuya finalidad había sido hacer frente a una guerra caliente enfriada seguirían funcionando en un futuro que estaba más allá de lo que podía prever. Ella se daba cuenta de su necesidad desesperada de creer que el fin de su época sería feliz y que el nuevo mundo que vendría luego sería mejor que el que moriría con él. Europa, libre de la amenaza soviética, y América, libre de la necesidad de mantener permanentemente posiciones de combate, podrían edificar ese nuevo mundo amigablemente, un mundo sin muros, una tierra nueva y sin fronteras, de posibilidades infinitas. El reloj del Día del Juicio dejaría de marcar las doce menos siete segundos de la noche. Las economías emergentes de la India, el Brasil y una China recientemente abierta serían las nuevas centrales energéticas, los contrapesos de aquella hegemonía de Estados Unidos que, como internacionalista, había desaprobado siempre. Cuando lo veía entregarse a la falacia utópica, al mito de la perfectibilidad del hombre, India sabía que no viviría mucho. Parecía un funámbulo tratando de mantener el equilibrio cuando ya no tenía una maroma bajo los pies.

El peso de lo inexorable se le vino encima, como si la fuerza de gravedad de la tierra hubiera aumentado de pronto. Cuando ella era más joven se tocaban a menudo. Él podía posar sus labios en cualquier parte del cuerpo de ella: la mano, la mejilla, la espalda, y encontrar allí un pájaro al que podía hacer hablar. Bajo la mágica presión de su boca, a ella le brotaban de la piel cantos de pájaro que se alzaban festivos. Hasta los ocho años, trepaba a él como si fuera un Everest. Había aprendido en sus rodillas la historia de los Himalayas, la de los protocontinentes gigantes, la del momento en que la India se desprendió de Gondwana y se desplazó, a través de los protoocéanos, hacia Laurasia. Cerraba los ojos y veía la enorme colisión, las poderosas montañas arrugándose hacia el cielo. Él le dio una lección sobre el tiempo, sobre la lentitud de la Tierra: «La colisión se está produciendo aún». De forma que si él era un Himalaya, si también él había sido causado por el encuentro violento de grandes fuerzas, por un choque de mundos, también él, entonces, se estaba deteniendo. La colisión tenía lugar igualmente en su interior. Él era su padre-montaña y ella su montañero. Él le cogía las manos con las suyas y ella subía hasta quedar a horcajadas sobre sus hombros, con la entrepierna contra su cuello. Él la besaba en el estómago y ella daba una voltereta hacia atrás, de sus hombros al suelo. Un día él dijo: eso se acabó. Ella quiso llorar pero se contuvo. ¿Había terminado la infancia? Muy bien, pues se había acabado. Prescindiría de aquellas chiquilladas.

La autopista hacia casa estaba desierta, sorprendentemente desierta, como si el mundo se estuviera acabando, y mientras flotaban por aquel asfalto vacío, el embajador empezó a hablar de nuevo locuazmente, y las palabras le salían atropelladas, tratando de compensar la falta de automóviles. La locuacidad le resultaba fácil a Max Ophuls, pero era solo una de sus muchas técnicas de ocultación, y nunca se escondía más que cuando parecía más abierto. Durante la mayor parte de su vida había sido un hombre de escondites, un hombre de secretos cuya tarea era descubrir los misterios de los otros protegiendo los propios y, cuando por elección o necesidad hablaba, la utilización de la paradoja había sido mucho tiempo su disfraz preferido. Descendían por la autopista desierta tan rápidamente que parecía como si estuvieran inmóviles, con el océano a su derecha y la ciudad, que empezaba a titilar, a su izquierda, y fue de la ciudad de lo que decidió hablar Max, porque sabía que había dicho ya demasiado sobre sí mismo, mostrado demasiado, como un aficionado. Por eso ahora elogiaba a la ciudad, la alababa precisamente por las cualidades que se consideraban por lo común sus mayores defectos. Manifestó admirar enormemente que la ciudad no tuviera un punto de convergencia. La idea del centro era en su opinión anticuada, oligárquica, un arrogante anacronismo. Creer en ella era relegar la mayor parte de la vida a la periferia, marginar y, al hacerlo, devaluar. La expansión promiscua y descentrada de aquel ser amorfo invertebrado y gigante, de aquella medusa de cemento y luz, la hacía la verdadera ciudad democrática del futuro. Mientras India navegaba por la hueca autopista, su padre ensalzaba la estrambótica anatomía de la ciudad, que era alimentada y nutrida por muchas arterias coaguladas o fluidas pero no necesitaba un corazón que empujara su flujo poderoso. Que fuera un desierto disfrazado hacía que celebrara el genio del ser humano, su capacidad para poblar la tierra con sus fantasías, para llevar agua al páramo y agitación al vacío; y que el desierto se vengara en la piel de sus conquistadores, secándolas, incrustando en ella líneas y surcos, enseñaba a esos mortales triunfadores la saludable lección de que ninguna victoria era absoluta, de que la lucha entre los terrestres y la tierra no se decidiría nunca a favor de uno de los combatientes sino que oscilaría de un lado a otro por toda la eternidad. Que aquella fuera una ciudad escondida, una ciudad de extranjeros, era lo que más lo atraía. En la Ciudad Prohibida de los emperadores chinos, solo la realeza tenía el privilegio de permanecer oculta. En aquel burgo radiante, sin embargo, el secreto estaba gratuitamente a disposición de todo el que llegara. La moderna obsesión por la intimidad, por la revelación de sí mismo a otros, no era del gusto de Max. Una ciudad abierta era una puta desnuda, incitantemente echada de espaldas y haciendo de todo; mientras que aquel lugar velado y difícil, aquella capital erótica de oscuras estratagemas, sabía exactamente cómo despertar y aumentar nuestros deseos metropolitanos.

Ella estaba acostumbrada a esos soliloquios, a esas fugas sobre temas de esto o aquello; acostumbrada también a su hábito de una perversidad semihumorística. Ahora, sin embargo, su canto de alabanza parecía atravesar una frontera y alejarlo de ella hacia una sombra. Cuando pretendía admirar las pandillas poderosas de la ciudad por la emocionante posibilidad de su violencia y a los artistas del rotulador por sus efímeros graffiti codificados; cuando elogiaba los terremotos por su majestad y los corrimientos de tierras por su reprobación de la vanidad humana; cuando, sin ironía aparente, celebraba la comida basura de Estados Unidos y se deshacía en elogios de la nueva trivialidad de la Coca-Cola light; cuando admiraba los centros comerciales por sus neones y las cadenas de establecimientos por su ubicuidad; cuando rehusaba criticar los productos rebajados de los mercados de agricultores, las manzanas visualmente deliciosas que sabían a bolas de algodón, los plátanos hechos de papel reciclado, las flores sin olor, llamándolos símbolos del triunfo inevitable de la ilusión sobre la realidad que era la verdad más evidente de la historia de la raza humana; cuando él, que había sido un modelo de probidad en su vida pública (aunque no en la sexual), admitió que tenían en secreto sentimientos de admiración por un funcionario local corrupto ante la llamativa audacia de su corrupción y, contradiciéndose, alabó cínicamente a otro funcionario igualmente corrupto por la solapada sutileza de sus delitos durante decenios, India comenzó a comprender que, en las profundidades de una vejez cuyos efectos había escondido tan heroicamente, incluso de ella, él había perdido su sentido de la alegría, y eso lo había devorado por dentro, corroyendo su capacidad para discriminar y hacer juicios morales, y que, si las cosas seguían deteriorándose, llegaría a ser incapaz de hacer elecciones de ningún tipo, los menús de los restaurantes se convertirían para él en misterios e incluso le sería imposible decidir entre levantarse de la cama por la mañana y pasarse las horas del día entre las sábanas. Y cuando lo acorralara la elección final, entre respirar y no respirar, seguramente moriría.

—Me gustaba conocer tu buen criterio —le dijo ella para hacerlo callar—. Pero ahora que tengo que compartirlo con toda esa porquería no estoy segura de que siga gustándome.

Volvieron al edificio de su apartamento y el conductor estaba esperando, con los ojos encendidos, exactamente donde la había visto por última vez, como si no se hubiera movido en todo el día. A sus pies crecían flores de la acera de cemento y tenía las manos y la ropa rojas de sangre. ¿Qué? ¿Qué era aquello? Ella parpadeó y entornó los ojos, y naturalmente no era así, él estaba sin flores, sin manchas, esperando pacientemente como debe hacer un buen empleado. Además, había estado ocupado en su ausencia. Había ido hasta Woodrow Wilson Drive y traído el Bentley del embajador. Mira: allí estaba, de tamaño más grande que el natural. ¿Por qué no lo había visto ella enseguida? ¿Por qué tenía esos momentos; por qué aquella maldición alucinatoria? ¿Había hecho algo que irritara a Olga Simeonovna y le había echado un embrujo de la patata nacido en el delta del Volga hacía siglos, cuando había duendes en el mundo? Pero tampoco creía en la magia de la patata. Estaba demasiado cansada, pensó. Las cosas se arreglarían si pudiera dormir una noche de un tirón. Se propuso tomar una pastilla al irse a la cama. Se propuso llevar una vida limpia y despejada. Se propuso descansar y poner fin a la turbulencia. Se propuso contentarse con las monótonas seguridades de la vida diaria.

—¿De dónde has sacado, por cierto, a tu jardinero mogul? —le preguntó a su padre, que no pareció oírla—. Shalimar —insistió ella—. Ese chófer de nombre raro. De pésimo inglés. ¿Pasó el examen escrito?

El embajador hizo un gesto evasivo con la mano.

—No te preocupes más por él —dijo. Lo que la hizo preocuparse por él—. Feliz cumpleaños —añadió, despidiéndose—. Un bisou.

Después del asesinato, India, en la televisión, vio a Gorbachov bajando de un avión en Moscú, tras sobrevivir a un intento de golpe de Estado comunista. Parecía agitado, impreciso, borroso en los márgenes, como una acuarela emborronada por la lluvia. Alguien le preguntó si tenía la intención de abolir el Partido Comunista y, en su conmoción ante la pregunta, su confusión, su indecisión, ella vio su debilidad. El Partido había sido la cuna de Gorbachov, su vida. ¿Y ahora le pedían que lo aboliera? No, dijo con todo el cuerpo, temblando, confuso, ¿cómo podría? No lo haré; y en aquel momento se volvió y pareció perder toda importancia, la historia pasó por su lado, se convirtió en un autoestopista sin un céntimo al borde de la autopista que había construido en sus días de gloria, viendo cómo los coches potentes, los Yeltsin, pasaban estruendosos hacia el futuro. También para el hombre de poder la casa del poder puede ser un lugar traicionero. Al final, tiene que abrirse paso también para salir de ella, dejando atrás a los hombres-pájaro que descienden en picado. Sale con las manos vacías y la multitud, la cruel multitud, se ríe. Gorbachov parecía Moisés, pensó ella, el profeta que no pudo entrar en la Tierra Prometida. Y fue entonces cuando él empezó a parecerse a su padre contemplando la puesta de sol.

Otro día, uno de los días intemporales que siguieron al asesinato de Max, ella tuvo otra visión de él. En Sudáfrica, un hombre salía de una cárcel después de haberse pasado la vida secuestrado de la vista pública. Nadie sabía realmente qué aspecto iba a tener aquel Lázaro. La única fotografía publicada en los periódicos era de hacía decenas de años. El hombre de aquella foto parecía de recia complexión, un toro de lidia, un clon de Mike Tyson. Un revolucionario de ojos llameantes. Sin embargo, aquel hombre era esbelto y andaba con suave elegancia. Cuando ella vio su silueta, larga y flaca como la de un extraterrestre de Spielberg, caminando hacia la libertad con los focos detrás, supo que estaba viendo a su padre que se había alzado de entre los muertos. La emoción dio un salto dentro de ella; pero las resurrecciones no ocurren, no ocurren realmente, y no era su padre. Cuando la luz deslumbrante de los focos dejó de inundar la lente de la cámara, India comprendió que estaba viendo una alegoría del futuro, el futuro que su padre no había querido imaginar. Mandela, metamorfoseado de activista conciliador, con la perversa Winnie a su lado. Moralidad e inmoralidad, el beatificado y la corrupta, caminaron hacia las cámaras, de la mano y enamorados.

En la capital de las industrias multimillonarias del cine, la televisión y la música grabada, Max Ophuls nunca iba al cine, detestaba los dramas y comedias televisivos, no tenía equipo de sonido y pronosticaba alegremente el fin de aquellas perversiones efímeras que, había predicho, serían pronto abandonadas por sus devotos, que seguirían el atractivo infinitamente superior de la inmediatez, la espontaneidad y la continuidad de las actuaciones en vivo, la fuerza emocionante de la presencia física del intérprete. A pesar de esa postura melancólicamente purista, el embajador descendía con frecuencia de su torre de marfil a la carretera de la cima que llevaba el nombre del presidente que murió soñando con una sociedad de las naciones y, como el asirio del poema que bajaba como un lobo al redil, ocupaba, bajo el manto de la noche, la suite de lujo que mantenía en uno de los mejores hoteles de la ciudad. Era opinión difundida que muchas damas de importante carrera en aquellas formas de arte despreciadas habían sido agasajadas allí. Cuando le preguntaban por qué se negaba a ver sus películas, contestaba con fervor que a cambio experimentaba la fuerza emocionante de sus actuaciones en vivo, y nada que pudieran hacer en la pantalla podía igualar a lo que hacían con inmediatez, espontaneidad, continuidad y presencia precisamente en aquel famoso hotel.

El día anterior a la muerte de Max se manifestó el primer signo de mal agüero, en forma de un contratiempo con una estrella de cine india. Al principio, Max no había tenido idea siquiera de que fuera una actriz de cine aquella chica de piel del color de la tierra quemada, con el cuerpo bien oculto y la actitud recatada de una discípula que siguiera los pasos de un gran rishi. Comenzó a seguirlo por el vestíbulo del gran hotel, día tras día, hasta que él quiso saber qué hacía y ella le dijo con la voz baja de una profunda admiradora, la admiradora de corazón, que se había visto arrastrada al campo gravitatorio de él lo mismo que el planeta Venus había sido atraído a su órbita en torno al Sol, y que solo pedía que se le permitiera moverse a su alrededor a una distancia respetuosa, quizá por el resto de su vida. Su nombre, Zainab Azam, no le dijo nada, pero a su edad no tenía ganas de mirar la dentadura a aquel caballo regalado. En la suite de él, después de hacer el amor por primera vez, ella habló de pronto, con conocimiento detallado y una admiración sin límites, de su antigua embajada de él en la India, en la que acuñó la frase «La India es el caos con sentido», recogida ahora en todos los libros de citas y que utilizaba casi todas las semanas algún personaje público indio, siempre con orgullo. Le dijo que él era el Rudyard Kipling de los embajadores, el único de los enviados a todas las embajadas a lo largo de los años que había comprendido realmente a la India, y que ella era su recompensa por esa comprensión. No pedía nada, rechazaba todos sus regalos y desaparecía hacia una dimensión propia, inaccesible durante la mayor parte del día, pero volvía siempre, recatada y modesta como siempre hasta que se desnudaba, después de lo cual era una hoguera y él su combustible lento pero ansioso. ¿Qué haces tú con un viejo depravado como yo?, le preguntaba, inducido a la autorreprobación por su belleza. Su respuesta era una mentira tan evidente que era una suerte que su vanidad lo tranquilizara justo a tiempo, susurrándole al oído que debía aceptarla humildemente como la pura verdad.

—Adorarte —decía ella.

Le recordaba a una mujer que llevaba muerta para él más de veinte años. Y le recordaba a su hija. Ella solo podía ser dos o tres años mayor que India, cuatro o cinco años mayor que la madre de India cuando la vio por última vez. Max Ophuls se descubrió imaginando en un momento ocioso que las dos jóvenes, su hija y su pareja sexual, pudieran conocerse y hacerse amigas, pero era una posibilidad que desechó con un rápido estremecimiento de repulsión. Zainab Azam era la última amante de su larga vida y follaba con él como si tratara de borrar a las muchas mujeres que habían pasado antes. No le contaba nada de sí misma ni parecía importarle que él no le hiciera preguntas nunca. Aquel estado de cosas, que el embajador consideraba casi ideal, duró espléndidamente hasta la noche anterior al último día, en que Max hizo su breve y desventurado retorno a la vida pública.

La pregunta que nadie pudo responder en los días que siguieron al asesinato fue por qué, después de largos años de autodisciplina que lo habían apartado de los efectos trivializantes y vaciadores de la vida pública, Max Ophuls decidió aparecer en televisión para denunciar la destrucción del paraíso con el lenguaje florido de una era que se extinguía. Impulsivamente, había telefoneado a un conocido, el presentador del más famoso programa de entrevistas de medianoche de la Costa Oeste, para preguntarle si podía aparecer en su programa cuanto antes. Aquella gran celebridad de los medios de comunicación se había sentido a la vez asombrada y encantada de complacerlo. Hacía tiempo que el presentador deseaba que Max apareciera en su show por sus legendarias dotes de narrador. Una vez, en casa de Marlon Brando, aquel famoso personaje de televisión se había sentido embelesado por el genio de Max Ophuls para las anécdotas… por sus relatos de cómo Orson Welles entraba y salía de los restaurantes por la cocina, para asegurarse de que, mientras asombraba a sus compañeros de mesa encargando solo un sencillo plato de ensalada, el personal de la cocina llenara la limusina que le esperaba de cajas de profiteroles y tarta de chocolate; y de la cena de Navidad que dio Chaplin para los hispanos de Hollywood, en la que Luis Buñuel solemnemente, con espíritu surrealista, desmanteló por completo el árbol de Navidad; y de una visita a Thomas Mann, exiliado en Santa Mónica con el aire de un hombre que guardara la joya de la corona de sí mismo; y de una noche de juerga alcohólica con William Faulkner; y de la desesperante transformación de Fitzgerald en el pésimo guionista Pat Hobby; y del inverosímil affaire entre Warren Beatty y Susan Sontag, que tuvo lugar supuestamente, en fecha no especificada, en el estacionamiento de la hamburguesería In-N-Out de Sunset and Orange.

Para cuando el embajador, amante de la historia local, inició un relato de las vidas subterráneas del misterioso pueblo-lagarto que, al parecer, vivía en túneles debajo de Los Ángeles, la idea de conseguir que aquel extrovertido recluso se revelara en la televisión se había apoderado del presentador del talk-show, y lo persiguió luego durante años con una fidelidad que se parecía mucho a un amor no correspondido. Que un hombre que despreciaba las películas fuera también una enciclopedia de las leyendas de Hollywood era una rareza agradable; y que ese hombre hubiera vivido también una vida tan rica como la de Max Ophuls —¡Max, el héroe de la Resistencia, el príncipe filósofo, el multimillonario traficante de poder, el creador de mundos!— lo hacía irresistible.

Habían grabado el talk-show a última hora de la tarde, y las cosas no funcionaron como había previsto el famoso presentador. Haciendo caso omiso de todas las invitaciones para que repitiera sus anécdotas más divertidas, Max Ophuls lanzó en cambio una diatriba política sobre el llamado «problema de Cachemira», un monólogo cuya excesiva vehemencia y total falta de humor consternó a su interlocutor más de lo que podía expresar. Que precisamente Ophuls, aquel narrador genial de enorme encanto, surgiera por fin de las sombras para aparecer a la luz redentora y convalidadora de la televisión, pero se convirtiera de pronto en un pelmazo sobre temas de actualidad que hundiría los índices de audiencia resultaba inimaginable e insoportable, y sin embargo era lo que estaba ocurriendo ante los ojos repentinamente soporíferos del público del estudio. El presentador del programa tenía la sensación de estar viendo cómo se ahogaba una realidad, la realidad en que él vivía, por una súbita riada procedente del otro lado del mundo, un diluvio extraterrestre en respuesta al cual sus amados espectadores formarían también una riada, precipitándose a la medianoche, cuando el show se transmitiera, al canal donde su implacable rival, el otro presentador de un talk-show, aquel tipo alto y guapito de Nueva York, con sus dientes separados, bailaría en medio de una lluvia de oro.

—Los que vivimos en estos limbos de lujo, purgatorios privilegiados de la tierra, hemos prescindido de nuestra idea del paraíso —rugía Max hacia la cámara en una serie de locuciones pretenciosas—, y sin embargo os digo que lo he visto y he caminado a orillas de sus lagos ricos en peces. Si pensamos en el paraíso, pensamos en la caída de Adán, en la expulsión de los padres de la humanidad al este del Edén. Sin embargo, no he venido a hablar de la caída del hombre, sino del colapso del paraíso mismo. En Cachemira es el paraíso mismo el que está cayendo; ese cielo en la tierra se está transformando en un infierno vivo.

De esa forma, en el lenguaje, impropio de un embajador, de un tragafuegos de púlpito, que estaba a un mundo de distancia de la velada verborrea de la diplomacia y fue un choque para todo el que conocía y admiraba su habitual lenguaje sofisticado, Max despotricó contra el fanatismo y las bombas en unos momentos en que el mundo, por poco tiempo, estaba lleno de esperanza y no tenía mucho interés por noticias de aguafiestas. Él lamentó el ahogamiento de mujeres de ojos azules y el asesinato de sus niños dorados. Clamó contra la llegada de llamas crueles a una distante ciudad de madera. Habló de la tragedia de los pandits, los brahmanes de Cachemira, expulsados de su patria por los asesinos del islam. Las violaciones de niñas, los padres incendiados, ardiendo como faros que profetizaran la catástrofe. Max Ophuls no podía dejar de hablar. Una vez que había comenzado, era evidente que dentro de él se había alzado una gran oleada que no podía desconocerse. Por el rostro del famoso presentador del talk-show en cuyo programa se pronunciaba aquella diatriba y para quien el consentimiento del embajador Ophuls, legendariamente refractario a los medios de comunicación, había representado la culminación de una persecución de diez años, se extendía ahora un resplandor colérico en el que la furia de un amante desengañado se mezclaba con el pánico de un presentador que podía oír el futuro, el ruido del cambio de canal en todos los estados alrededor de la medianoche.

Cuando el presentador de Max consiguió por fin irrumpir en el soliloquio de su invitado y poner fin a la entrevista, consideró por un momento el suicidio y el asesinato. No cometió ninguna de esas dos incorrecciones, contentándose en cambio con la mejor venganza de la televisión. Agradeció a Max sus opiniones fascinantes, lo acompañó cortésmente hasta la salida, y supervisó personalmente la edición de la entrevista de Ophuls, que cortó, haciéndola trizas, hasta el hueso.

Aquella noche, en la suite del hotel de Max, el embajador y Zainab Azam vieron una versión muy abreviada del monólogo del paraíso, y probablemente es cierto que los numerosos cortes habían cambiado el sentido de lo que él había dicho, y que aquel resto truncado desequilibraba los argumentos y deformaba lo que quería decir el embajador, pero en cualquier caso, cuando la imagen de Max se desvaneció en la pantalla, su amante se levantó de su cama por última vez en su vida, temblando de cólera y curada de adoración y de deseo.

—No me importó que yo no te importara un carajo —le dijo—, pero es una lástima que tuvieras que demostrar que eres bobo cuando se trata de algo que realmente importa.

Luego soltó una descarga de palabrotas que mereció el respeto de Max Ophuls, tanto que se abstuvo de decir que era raro que alguien que pretendía hablar de pronto como musulmana ultrajada fuera tan malhablada; tampoco adujo que el comportamiento de ella en las últimas semanas no había indicado que las cuestiones piadosas figurasen con frecuencia en sus pensamientos de una forma destacada. Entendió que la causa de la cólera de ella era el «prejuicio» de él contra los hindúes, y que no le serviría de nada explicar que su horror igual y fervientemente expresado por la matanza de musulmanes inocentes había sido borrado del programa por las tijeras vengadoras de los apparatchiks de la red, porque la furia de la religión se había alzado en ella y la propia rareza de su ardor la hacía imposible de sofocar.

En cuanto a la verdad sobre ella misma, que creía haber escondido tan cuidadosamente de él, la sabía toda, había descubierto su identidad hacía semanas por el chófer que atendía por el nombre de Shalimar. Allá en la India, había decenas de millones de hombres que se hubieran cortado la oreja o el meñique derechos por el privilegio de estar cinco minutos con Zainab Azam. Era la estrella más taquillera de aquel firmamento distante, una diosa del sexo como el cine indio no había conocido, y en consecuencia no podía salir de su casa de revista de diseño en el distrito de Pali Hill de Bombay sin una falange de guardaespaldas y una comitiva de limusinas blindadas. En Estados Unidos, donde nadie sabía entonces que las películas indias existían, había encontrado la libertad, y durante su affaire con Max Ophuls había disfrutado de su lujoso anonimato, de la hermosa ignorancia de él, que era por lo que él nunca le había revelado que sabía todo lo que había que saber, por ejemplo sobre el corazón roto que ella estaba cuidándose y para el que él era solo un paliativo temporal, y sobre su novio, actor de cine gangsteril, que le había roto el corazón tan despreocupadamente como estrellaba y dejaba para chatarra coches antiguos americanos: Stutz Bearcats, Duesenbergs, Cords. Incluso ahora, al terminar el affaire, el viejo Max Ophuls, generoso, le dejó seguir creyendo en el manto de secreto bajo el cual ella se había permitido hacer en su cama tantas cosas que habían resultado tan placenteras.

Llamó al chófer y le dijo que llevara a la señora a casa. Es probable que esa llamada telefónica decidiera su destino o, mejor, que lo que había estado en espera se viera precipitado finalmente por la cólera que vertió Zainab Azam en los oídos del conductor. Después del asesinato, cuando ella estuvo brevemente bajo sospecha como posible autora de un delito pasional, la gran estrella de cine recordó las últimas palabras que el tipo le había dicho.

—Para cada O’Dwyer —le dijo en excelente urdu cuando ella salió del coche—, hay un Shaheed Udham Singh, y un Ramón Mercader espera a cada Trotski.

Como estaba revolcándose en las fosas de alquitrán de su propia cólera, Zainab no había tomado en serio aquella declaración jactanciosa. De todas formas, el nombre de Ramón Mercader no le decía nada. La historia de la muerte de Trotski no figuraba en su personal tesoro dorado de cuentos, pero la historia del hombre que asesinó al imperialista vicegobernador que sancionó la matanza de Amritsar, la historia de Udham Singh, que fue a Inglaterra y aguardó veinte años para matar a O’Dwyer en un acto público, era muy conocida. Zainab no había pensado que el conductor hablaba en serio. Después de todo, los hombres trataban siempre de congraciarse con ella y, sí, tal vez ella hubiera dicho algo en el sentido de que Max Ophuls era un hijo de puta y le gustaría verlo muerto, pero era solo su forma de hablar, ella era una artista apasionada, una mujer de sangre caliente, y ¿de qué otra forma podía hablar una mujer de un hombre que había demostrado ser indigno de su amor? Era incapaz de asesinar, era una mujer de paz y además, permítanme, una estrella, había que tener en cuenta su responsabilidad hacia el público, una persona en su posición tenía que dar ejemplo. Tan conmovedora fue su declaración, tan inmensos e inocentes sus ojos, tan profundo su horror culpable al pensar que el asesino le había confesado su crimen antes de cometerlo, y que si ella hubiera prestado atención a esa confesión podría haber salvado una vida humana, aunque fuera la vida de un gusano como Max Ophuls, tan manifiestamente auténtica su autocrítica, que los agentes de policía que investigaban el crimen, hombres duros y cínicos habituados a las artimañas de las reinas del cine americano, se convirtieron para siempre en sus fieles admiradores y dedicaron partes considerables de su tiempo libre a aprender hindi y buscar vídeos de sus películas, incluidas las primeras y espantosas en que, para ser francos, ella estaba un tanto rellenita.

El segundo presagio se produjo en la mañana del asesinato, cuando Shalimar el conductor se acercó a Max Ophuls a la hora del desayuno, le entregó la tarjeta con el programa del día, y presentó su renuncia. Los conductores del embajador solían durar poco y solían emprender nuevas aventuras en la pornografía o la peluquería, y Max estaba habituado a ese ciclo de pérdidas y adquisiciones. Aquella vez, sin embargo, lo impresionó, aunque no quiso que se notara. Se concentró en sus citas del día, tratando de que la tarjeta no temblara. Conocía el verdadero nombre de Shalimar. Conocía la aldea de donde procedía y la historia de su vida. Conocía la íntima conexión entre su propio pasado escandaloso y aquel hombre serio y nada escandaloso que nunca se reía, a pesar de las arrugas de sus ojos que apuntaban a un pasado más feliz, de aquel hombre de cuerpo de gimnasta y rostro de actor trágico que se había convertido paulatinamente más en un mayordomo que en un simple chófer, un criado personal silencioso pero sumamente solícito que sabía lo que Max necesitaba antes de que él mismo lo supiera, el cigarro encendido que se materializaba cuando estaba alargando la mano hacia la caja, los gemelos de puño correctos cada mañana sobre su cama, con la camisa perfecta, la temperatura ideal para el agua de su baño, el momento apropiado para ausentarse y el momento exacto para aparecer. El embajador se sentía llevado a los años de su infancia en Estrasburgo, en una mansión de la Belle Époque próxima a la hoy destruida vieja sinagoga, y se maravillaba de que renacieran en aquel hombre de un distante valle de montaña las perdidas tradiciones de servicio de la mimada cultura anterior a la guerra en Alsacia.

No parecía haber límites para la buena disposición de Shalimar. Cuando el embajador, para probarlo, le dijo que había oído que el príncipe de Gales hacía que su mayordomo le sostuviera el pene al orinar, a fin de controlar la dirección del chorro, aquel hombre cuyo verdadero nombre no era Shalimar bajó la cabeza algo así como una pulgada y musitó:

—También puedo hacerlo yo, si lo desea.

Más tarde, cuando lo que tenía que pasar pasó, resultó claro que el asesino se había acercado deliberadamente a su víctima casi tanto como un amante, había borrado su propia personalidad con la disciplina estratégica de un gran guerrero para estudiar el verdadero rostro de su enemigo y conocer sus puntos fuertes y débiles, como si aquel asesino despiadado hubiera sentido la necesidad de conocer tan íntimamente como pudiera la vida a la que tenía intención de poner fin de una forma tan brutal. Ante el tribunal se dijo que aquel comportamiento despreciable demostraba que el asesino era una persona de sangre tan inhumanamente fría, de corazón tan calculadoramente helado y de alma tan diabólicamente enferma, que nunca resultaría seguro devolverlo a la sociedad de las personas civilizadas.

La tarjeta del programa comenzó a temblar en la mano de Max a pesar de todos sus esfuerzos para evitarlo. Una vez, en el interregno entre el escándalo que lo privó de su embajada en la India y su nombramiento para un puesto encubierto de nivel de embajador, que siguió siendo un secreto incluso para su hija después de su muerte, Max Ophuls había perdido los papeles. La súbita falta de forma de sus días, tras muchos años en los que habían sido planeados y programados en segmentos de quince minutos, lo inquietaba y desconcertaba, hasta que su secretario tuvo la brillante idea de volver a establecer las tarjetitas de citas diarias a las que Max Ophuls se había acostumbrado tanto, y de llenarlas de cosas por hacer. Habían desaparecido, inevitablemente, sus citas con ministros y magnates de la industria, sus invitaciones a conferencias de alto nivel y sus recepciones en la embajada para invitados notables. Era un programa más humilde: 8.00 levantarse, baño, 8.20 pasear al perro, 8.30 leer el periódico… pero restablecía una apariencia de forma, y Max Ophuls se atuvo a aquel troceamiento y lentamente salió por sí mismo de la depresión que había amenazado costarle la vida. Desde su recuperación de aquel amenazador acceso de enfermedad mental, Max Ophuls se aseguró de que cada mañana lo aguardara una tarjetita blanca, una tarjetita blanca que quería decir que el universo no había caído en el caos, que las leyes naturales seguían vigentes, que la vida tenía una orientación y una finalidad, y que aquel incipiente vacío de fuera de la ley no se lo tragaría.

Ahora el vacío se abría de nuevo. Había sido la llegada de Shalimar la que había hecho renacer Cachemira dentro de él, había vuelto a traer aquel paraíso del que había sido expulsado muchos años antes. En cierto modo fue por Shalimar, o más bien por el amor que habían compartido en otro tiempo, por lo que Max había ido a los estudios de televisión para pronunciar su última alocución. Era por Shalimar, pues, por quien había perdido a Zainab Azam. Y ahora Shalimar se le iba también. Max tuvo una visión de su tumba abierta, de un agujero negro y rectilíneo en el suelo, tan vacío como su vida, y sintió que la oscuridad estaba midiendo su mortaja.

—Lo discutiremos luego —dijo fingiendo despreocupación, aunque un terror súbito le subía como bilis por la garganta. Hizo pedazos el programa del día—. Voy a ver a India. Saque el maldito coche.

Cuando estuvieron en Laurel Canyon, los Himalayas comenzaron a alzarse a su alrededor, a gran velocidad, como si fueran efectos especiales. Ese fue el tercer presagio. A diferencia de su hija y de su madre, Max Ophuls no tenía el don de la clarividencia ocasional y por eso, cuando vio a los gigantes de ocho mil metros en colisión con el cielo, llevándose las casas de dos niveles de la vecindad, las mascotas de diseño y la exótica vida vegetal, tembló de miedo. Si estaba viendo visiones, ello quería decir que se acercaban dificultades. Serían de naturaleza extrema y no podrían retrasarse mucho. La ilusión asesina de los Himalayas duró unos diez segundos, de forma que el Bentley pareció derrapar por un espectral valle de hielo hacia su segura destrucción, pero entonces fue como si, en un sueño, un semáforo surgiera de la nieve y, guiada por aquel faro rojo, la ciudad entera volvió ilesa. Max tenía la garganta dolorida y en carne viva, como si hubiera cogido frío en el delgado aire del Karakórum. Sacó su petaca de plata, echó un trago ardiente de whisky y llamó a su hija por teléfono.

Habían pasado meses desde que India lo había visto, pero no le hizo reproches. Esos paréntesis no eran raros. Max Ophuls le había salvado la vida una vez, pero en aquellos días su sentido familiar era débil y su necesidad de contacto con su propia sangre intermitente y fácilmente satisfecha. Se había sumergido en mundos por él fabricados o descubiertos, ocupándose en aquellos años de su jubilación de la versión revisada de su libro clásico sobre la naturaleza del poder, que India había recibido en forma de cuentos para dormir, y últimamente de una investigación estrafalaria —que su hija desechó al principio como la obsesión de una persona anciana con demasiado tiempo disponible— de los supuestos complejos túneles de aquella población-lagarto apócrifa de Los Ángeles, cuya vida subterránea había evocado una vez en una cena con el famoso presentador del talk-show, y que lo llevó en sus caros automóviles con chófer a algunos barrios desagradables, de cuyas pandillas armadas él y Shalimar tuvieron que escapar una vez al menos a toda velocidad. El embajador había sido siempre insaciablemente curioso, y había tenido también una creencia peligrosa y persistente en su propia indestructibilidad, por lo que, en el curso de su odisea en busca de lagartos en torno a South Central Los Ángeles y la Ciudad de la Industria, había hecho que Shalimar detuviera el coche a la puerta de un combativo instituto de enseñanza secundaria ante el cual hasta los coches de policía aceleraban con miedo a ciertas horas del día y, utilizando gemelos de campaña a través de una ventanilla bajada, había comenzado a predecir con voz penetrante cuáles de los chicos que salían terminarían en la cárcel y cuáles irían a la universidad, hasta que el conductor, al ver cómo las armas surgían de sus escondites, aquellos cuchillos desnudos como tiburones y las bocas desenfundadas de las pistolas, decidió sin esperar a que se lo dijera pisar el acelerador y salir de allí antes de que los malos de la película pudieran poner en marcha sus motocicletas y darles caza.

Sin embargo, cuando India oyó la voz de su padre en el telefonillo, comprendió que no era el Max Ophuls habitual y confiado, sumergido al nacer como Aquiles en las aguas mágicas de la invulnerabilidad, quien venía a visitarla. La voz de su padre sonaba ronca y débil, como si finalmente estuviera doblándose bajo el peso de los ocho decenios, y había en ella una nueva nota, una nota tan inesperada que India tardó un momento en comprender que era miedo. Su estado de ánimo era también de preocupación aquella mañana. El amor, precisamente, la estaba persiguiendo, y tenía aversión a ser acosada en general y por el amor en particular. El amor la perseguía en forma de un joven del apartamento contiguo, literalmente el chico de al lado, una idea tan cómica que habría sido atractiva de no haber levantado ella muros acorazados contra la idea misma de dejarse atraer. Había empezado a pensar que tendría que mudarse para escapar a aquella inevitable agresión claustrofóbica. No podía recordar el nombre de él, aunque él dijera repetidas veces que era fácil recordarlo porque rimaba.

—Jack Flack —dijo—. ¿Lo ves? Nunca lo olvidarás. Nunca me podrás borrar de tu pensamiento. Pensarás en mi nombre en la cama, en el baño, conduciendo por la autopista, en la tienda de comestibles. Hasta puede que te cases conmigo. Es inevitable. Te quiero. Tienes que afrontar los hechos.

Probablemente había sido un error irse a la cama con él, pero, a su estilo chico blanco medio alimentado de maíz, era innegablemente atractivo y la había cogido en un momento vulnerable. Era el promedio perfeccionado, lo ordinario hecho superordinario, el chico de al lado convertido en ideal platónico de la lateralidad, y como consecuencia lo veías por todas partes en vallas gigantes de aquella ciudad dedicada a la idealización, con el pelo rubísimo y los ojos inocentes, el rostro libre de historia o de dolor, con camisas de caimán aquí y sombreros de vaquero allá y calzoncillos en otro lugar, y en todas las carteleras mostraba su sonrisa de atractivo superior a la media, de memez superior a la media, con el cuerpo reluciente como el de un joven dios, le dieu moyen sensible, el dios medio de la gente media, que no había nacido, ni crecido ni padecido la vida de ningún modo, sino que había brotado como Athena, plenamente formado, de la dolorida cabeza de algún Zeus para todos los públicos.

Ser superpromedio en Estados Unidos era un don con el que se podía hacer una fortuna, y el chico de al lado estaba dando los primeros pasos por esa pasarela enjoyada, preparándose para despegar y volar. No, comprendió ella, no tendría que mudarse después de todo. Él se mudaría pronto, primero al lujoso apartamento de Fountain Avenue de su gloriosa medianía, luego a la mansión Los Feliz, el palazzo Bel Air, el rancho de mil acres en Colorado que merecían todos los superchicos de al lado.

—¿Cómo decías que te llamabas? —le preguntó ella después de haber hecho con él el amor, y a él le divirtió la pregunta de una forma superior a la media.

—¡Ja! ¡Ja! ¡Qué bueno, oye! —Si Clark Kent no hubiera sido en secreto Superman, él lo hubiera sido—. Jock Flock —le recordó cuando paró de reír—. Ese nombre está grabado a fuego en tu memoria. Ese nombre se repite ahí dentro, una y otra vez, en círculo, como una canción que no pudieras olvidar. Te está volviendo loca. Lo pronunciarás en la ducha. Una y otra vez. Jake Flake, Jake Flake. Más fuerte que tu voluntad. No puedes hacer nada. Ríndete.

Quería que ella se casara con él enseguida.

—La única forma sensata de querer es querer condicionalmente —le advirtió ella, echándose atrás—. Lo que me pides me suena un poco demasiado incondicional.

Cuando no la entendía, tenía una forma de sonreírle vacua, condescendiente. Eso despertaba en ella los instintos más violentos.

—Piénsatelo, ¿eh? —le pidió él—. Imagínatelo, la señora de Jay Flay. Piensa en lo mucho que te gusta cómo suena. Te gusta tanto… No podrás oponerte si lo piensas. Hazme solo un favor. No hagas nada sin pensar.

Y eso lo decía un destacado profesional de la vida no examinada. Ella tuvo que esforzarse mucho para no cruzar de un bofetón aquel rostro hermoso y sin atractivo.

Desde la propuesta de Joe Flow, ella había estado vagando por los pasillos del apartamento en una nube de irritación y confusión. Corrió al gran ovoide envuelto en tela vaquera que era la hechicera Olga Simeonovna.

—¿Qué te pasa, preciosidad? —le preguntó Olga Volga bruscamente, manoseando su patata de siempre—. Parece que se te hubiera muerto el gato, solo que no tienes gato.

India forzó una sonrisa y, en su perplejidad, le espetó su problema a la portera rusa.

—Es el chico de al lado —confesó.

Olga pareció desdeñosa.

—¿Ese mariquita bonita, cómo se llama? ¿Rick Flick?

India asintió. Olga Volga se puso en pie de guerra.

—¿Te ha estado molestando, cariño? Di una palabra y se encontrará en la calle sentado sobre ese culito que tenemos que ver superampliado en la pared del Beverly Center. Lo siento, quiero decir que te lo guardes para ti, chaval, que a nadie le interesa.

India negó con la cabeza y lo soltó.

—Me ha propuesto que me case con él.

Todo el cuerpo de Olga se estremeció: un terremoto de baja intensidad le recorrió las carnes.

—¿En serio? ¿Tú y Nick? ¿Nick y tú? Muy bien, bravo.

India tuvo que torcer el gesto ante la incredulidad de la voz de la portera.

—Bueno, no te sorprendas tanto. ¿Por qué no habría de querer casarse alguien conmigo?

Olga le puso un gran pedazo de brazo de venas azules en el hombro.

—Naturalmente que no es por ti, querida, encanto. ¿Ese Mick? Siempre, hasta ahora, he creído totalmente que era guay.

—¿Guay?

—Claro, guay. Como todo el mundo por aquí. Es un gran barrio guay, qué suerte tengo, ¿eh? Ese míster Blandito de la furgoneta del otro lado de la calle se llama a sí mismo «El Emperador del Helado», ahí lo pone, en el costado de su furgoneta, ¿a quién quiere engañar, lo sabes tú? Totalmente guay. Guays que pasean al perro, camareros guays en las cafeterías, gimnasios guays a los que va una chica como tú y nadie le silba, cuadrillas de albañiles hispanos guays, electricistas y fontaneros guays, carteros guays, chicas guays de la mano por la acera, chicos guays tomando el sol todo el día en tumbonas junto a la piscina y que luego suben a hacer porquerías al estilo perrito y se supone que tengo que hacer la vista gorda. Pervertidos por todas partes, pero a los que tenemos que llamar chicos y chicas felices. ¿Qué tiene de guay la perversión, me quieres decir? ¿Qué de alegre ese crimen contra el plan divino, por favor?

A India le dolía la cabeza. El insomnio seguía siendo su amante más solícito y cruel, que le exigía y la poseía siempre que decidía hacerlo. Aquel día el humor podía más que ella. Un hombre de calidad media trataba de casarse con ella y la voz de su padre sonaba rara en el telefonillo. No tenía tiempo para la fingida intolerancia de Olga Simeonovna. La mentalidad de la portera rusa era tan ancha como su trasero, y sus diatribas rituales estaban empapadas de ironía europea. Pretendía que, en la intimidad de su pequeño cuarto, trataba de cambiar las orientaciones sexuales de sus vecinos lanzándoles embrujos de la patata, pero en realidad le interesaba majestuosamente poco lo que ocurría tras las puertas cerradas. El sexo al estilo perrito o zorrita, misionero o converso, no le preocupaba ya. Por el amor, sin embargo, seguía fingiendo interés.

—Dile que sí, encanto. Claro, ¿por qué no? Seréis muy felices, una probabilidad del diez por ciento como mínimo, y si no, bah. Recuerdo el matrimonio de cuando era el gran sacramento de Dios, la promesa inquebrantable, pero soy un dinosaurio ruso extinguido. El matrimonio es hoy, bueno, un alquiler de coche. Muchas gracias por utilizar nuestros servicios, lo recogeremos y cuando haya terminado con el vehículo lo llevaremos otra vez a su casa. Contrate todos los seguros que pueda conseguir en efectivo, exención de responsabilidad por daño o pérdida, lo que sea, y el riesgo será nulo. Si estrella el auto, no tendrá que pagar nada. Cógelo, niña, ¿para quién lo vas a reservar? Ya no hacen zapatillas de cristal. Han cerrado la fábrica. Tampoco hacen príncipes. Mataron a los Romanov en un sótano y también Anastasia ha muerto.

Todo era parte de todo ahora. Rusia, Estados Unidos, Londres, Cachemira. Nuestras vidas, nuestras historias desembocaban unas en otras, no eran ya nuestras, individuales, diferenciadas. Toda aquella gente inestable. Había colisiones y explosiones. Pensó en Housman en Shropshire. «Esta es la tierra del contento perdido». Para el poeta, la felicidad era el pasado. Era ese otro país donde hacían las cosas de un modo distinto. Inglaterra, Inglaterra. «Un aire que mata». También ella había tenido una infancia inglesa, pero no la recordaba como un lugar dorado, no tenía la sensación de un antes mejor. Para ella, aquel desilusionado país de después era donde había vivido toda la vida. Era todo lo que había. Contentamiento, contentada, contenta, esas variantes eran nombres de sueños. Si él, su pretendiente, podía ofrecerle un sueño así, quizá fuera un regalo más grande que el amor. Volvió a su apartamento para considerar la proposición de, maldita sea, ¿cómo se llamaba, joder? Judd Flood.

Otro hermoso día. La carretera donde ella vivía, arbolada, bohemia, se movía por la luz indolente, entreteniéndose, tomándoselo con calma. La mayor ilusión de la ciudad era de suficiencia, de espacio, de tiempo, de posibilidad. Al otro lado del vestíbulo desde su apartamento, la puerta del apartamento del señor Khadaffy Andang estaba abierta como siempre, dejando una abertura de unos dos pies que permitía echar una ojeada al vestíbulo en penumbra. El caballero filipino de pelo plateado había vivido en el edificio más que cualquier otro inquilino. India lo había sorprendido una vez en el cuarto de las lavadoras cuando ella volvía de una de sus raras salidas nocturnas, y se había sorprendido ella misma al ver lo atildadamente vestido que estaba a aquella hora tempranísima: la bata de seda, la boquilla, el perfume, el pelo alisado hacia atrás. Desde entonces, alguna que otra vez, hablaban mientras la ropa se lavaba. Él le habló de Filipinas, de su provincia natal de Basilan, palabra que significaba «senda de hierro». En otro tiempo había habido allí un soberano legendario, dijo, el sultán Kudarat, pero llegaron los españoles y lo derrocaron, y llegaron también los jesuitas, como cuando el descubrimiento de California. Le habló de las bodas yakan y de las viviendas sobre pilotes de los pescadores samal y de los patos silvestres de Malamawi. Dijo que había sido un lugar pacífico pero había en él problemas entre musulmanes y cristianos, y él se había ido de allí, él y su esposa solo querían llevar una vida tranquila pero, desgraciadamente, no había sido ese su destino. Sin embargo, en América la vida era la dolce vita, ¿no?, hasta para la gente para la que no lo era. Él aceptaba su destino, dijo, y entonces la ropa estuvo lista. A ella la conmovió aquel caballero encantador que arrastraba los pies, y esperaba con impaciencia sus charlas, y le contó incluso cosas de su propia vida, venciendo su natural reserva.

A veces había en el vestíbulo aguardándolo catálogos de moda, de venta por correo. Sin embargo, como confirmaba Olga Simeonovna, rara vez salía del edificio salvo para comprar provisiones y suministros esenciales. Su mujer, la mujer que había traído a Estados Unidos en busca de una vida tranquila, lo había dejado hacía unos años por un agente de embargos de una compañía de préstamos. India imaginaba la música del idioma filipino, de sus insultos. Creía que era como un japonés más suave, más fluido. Un idioma de improperios redondos y curvilíneos como instrumentos de madera.

—Está siempre dispuesto —le confió Olga— por si la señora Andang regresa. De ahí la puerta siempre abierta. Pero ella no volverá. —El agente de embargos tenía amigos en el negocio de los seguros—. Se lo organizaron bien. Está asegurada desde el primer dólar hasta el mismo culo. Salud, dientes, accidentes. Ahora tiene una vida cómoda. Lo que el señor Andang no pudo darle. A su edad esas cosas cuentan.

A pesar de lo cual, el señor Andang dejaba la puerta abierta. La ciudad cantaba sus canciones de amor, engañándolo, dándole esperanzas.

El Bentley del embajador estaba entrando en la calle. Había restricciones de aparcamiento en el lado de la calle de India porque era el día en que los camiones recogían la basura. La acera era ancha. El edificio de India tenía un portero automático. Todo eso hacía más lentas las cosas, aumentaba el nivel de vulnerabilidad. Había procedimientos que Max Ophuls conocía a fondo de sus tiempos del trabajo secreto, el trabajo cuyo nombre no podía pronunciarse, el trabajo que no existía, salvo que existía, pero el embajador no estaba pensando en esos procedimientos. Estaba pensando en su hija y en lo mucho que ella desaprobaba la relación que acababa de terminar con la mujer que se parecía a ella, que se parecía a su madre y a ella. Los procedimientos requerían que unos agentes lo precedieran, bloquearan un espacio de aparcamiento delante mismo de la casa, entraran previamente en el lugar y lo protegieran, mantuvieran la puerta abierta. Todo profesional en la materia sabía que el llamado «mandante» resultaba más fácil de atacar en el espacio comprendido entre la puerta de su vehículo y la puerta del lugar donde quería entrar. Sin embargo, la evaluación de la amenaza contra Max Ophuls no era alta ahora y la evaluación del riesgo era más baja. Amenaza y riesgo no eran lo mismo. La amenaza era un nivel general de peligro supuesto, mientras que el nivel de riesgo era concretamente el de una actividad determinada. Era posible que el nivel de amenaza fuera alto, pero el riesgo de una decisión determinada, por ejemplo un capricho de última hora de ir a ver a tu hija, podía ser insignificantemente bajo. Esas cosas habían sido importantes en otro tiempo. Ahora él era simplemente un anciano que investigaba una historia disparatada sobre la gente lagarto, un individuo sexualmente inactivo, recientemente rechazado por su amante, un padre que hacía una visita no premeditada a su hija. Aquello estaba dentro de los parámetros de seguridad establecidos.

Como cualquier otro profesional en la materia, Max sabía que no había una seguridad completa. El vídeo del atentado contra el presidente Reagan era el mejor medio para ilustrarlo. Allí estaba el presidente yendo del edificio al coche. Esas eran las posiciones de los miembros del grupo de seguridad. Todas las posiciones eran perfectas. Ahí venía el agresor. Aquellos eran los tiempos de reacción de los agentes del grupo. Los tiempos eran extraordinarios, las reacciones de los agentes superaban lo que se esperaba de ellos. No hirieron al presidente porque hubiera habido un error. No había habido error. Sin embargo lo hirieron. POTUS, el presidente de Estados Unidos, cayó. El hombre más poderoso del mundo, rodeado por la élite de seguridad del planeta, no estuvo seguro entre la puerta del edificio protegido y la puerta del coche blindado. La seguridad era porcentajes. Nada estaba seguro nunca al cien por cien.

Y nada en el mundo podía protegerte contra el infiltrado, el traidor leal, el protector convertido en asesino. El embajador Max Ophuls dejó que Shalimar el conductor le abriera la puerta del coche, atravesó la acera y marcó en el portero automático la clave de su hija. Arriba, en el apartamento de ella, sonó el telefonillo. India lo cogió y oyó una voz que solo había oído antes una vez en su vida, en la grabadora que dejaba en marcha junto a su cama para que recogiera sus palabras nocturnas en sueños. Cuando oyó aquel ruido gorgoteante, incoherente y ahogado, reconoció la voz de la muerte y corrió. Todo lo que la rodeaba se hizo muy lento mientras corría, el movimiento de los árboles al otro lado de las ventanas, los ruidos de la gente y los pájaros, y hasta sus propios movimientos parecían a cámara lenta mientras ella precipitaba su cuerpo por las letárgicas escaleras. Cuando llegó a la puerta de cristal de doble batiente vio lo que sabía que vería, la enorme salpicadura de sangre en el cristal, la espesa sangre que descendía lentamente hacia el suelo, y el cuerpo de su padre el embajador Maximilian Ophuls, héroe de guerra y caballero de la Légion d’Honneur, empapado e inmóvil en un lago carmesí que se iba oscureciendo. Le habían cortado el cuello tan violentamente que el arma, uno de sus propios cuchillos de cocina Sabatier, que habían dejado caer junto a su cadáver, casi lo había decapitado.

No abrió la puerta. Su padre no estaba allí, solo algo sucio que había que limpiar. ¿Dónde estaba Olga? Alguien tenía que informar a la portera. Había un trabajo para la portera. Sin dejar de moverse, con la espalda derecha y la cabeza muy alta, India llamó y entró en el ascensor. Allí dentro se quedó de pie con las manos juntas, como una niña que recitara un poema. Cuando volvió a su apartamento, cerró la puerta y echó el cerrojo. En el pequeño vestíbulo, bajo el espejo redondo, había una silla Shaker de madera, y ella se sentó allí, con las manos todavía juntas descansando en su regazo.

Quería que el ruido cesara, los gritos, aquellas sirenas que rebuznaban. Era un barrio tranquilo. Cerró los ojos. El teléfono sonaba, pero no era importante. Llamaron a la puerta, y luego más fuerte, lo que tampoco importaba. Un cuchillo de cocina debía estar en la cocina y no tenía nada que hacer en una acera. Hacía falta una investigación. No era cosa suya. Ella era solo su hija. Era solo la hija ilegítima pero única. Ni siquiera sabía si había un testamento. Era importante seguir sentada. Si pudiera seguir sentada un año o dos, todo se arreglaría. A veces la alegría tarda mucho en volver.

Era un gran día. Un hombre le había pedido que se casara con él. El chico de los carteles se lo había pedido. Pronto habría un anillo y todo lo acostumbrado, etcétera. Ahora mismo él había pasado de su balcón al de ella y estaba fuera de la puerta corredera de cristal gritando cariño, cariño. Cariño ábreme soy Jim. Era cosa de la policía. Ella tenía trabajo. Cuando tu trabajo iba bien te daba una perspectiva, podías ver las cosas como eran, las distorsiones eran mínimas, la extrañeza desaparecía. El chófer con sangre en las manos y grandes manchas escarlatas que se extendían por su ropa. Recordó haber visto aquello, se había forzado a no verlo. Hubiera podido salvar a su padre y no lo había hecho. Había habido presagios. Había visto flores a los pies de Shalimar, flores que crecían de la acera donde estaba de pie, también sobre su pecho, reventando a través de su camisa. No era asunto de ella creer en esas cosas, las cosas que veía cuando sus ojos la traicionaban. No era su función salvar a su padre. Su función era sentarse totalmente inmóvil hasta que volviera la alegría.

Alouette, gentille alouette,

alouette, je te plumerai.

Se sentaba a horcajadas en los hombros de su padre, dándole la cara, y cantaban. Et le cou! Et le cou! Et la tête! Et la tête! Alouette! Alouette! Ohhh… y daba una voltereta hacia atrás apartándose, una voltereta apartándose, con sus manos en las manos de él, sus manos en las manos de él, sus manos siempre y nunca más en las manos de él.