La desgracia de tener
«La desgracia de tener un sentido moral destruye al hombre —reflexionó el pandit Pyarelal Kaul en las riberas del locuaz Muskadoon—. Piensa en la suerte que tienen los animales. Entre las bestias salvajes de Cachemira se encuentran, por enumerar algunas, Ponz el Mono, Potsolov el Zorro, Shal el Chacal, Sur el Jabalí, Drin la Marmota, Nyan y Sharpu la Oveja, Kail el Íbex, Hiran el Antílope, Kostura el Ciervo Almizclero, Suh el Leopardo, Haput el Oso Negro, Bota-jar el Asno, Hangul el Ciervo barasingha de Doce Puntas y Zomba el Yak. Algunas de ellas son peligrosas, es cierto, y muchas son aterradoras. Potsolov es astuto y un peligro para las gallinas. El aullido de Shal es terrible. Sur es un peligro para las cosechas. Suh es feroz y un peligro para los ciervos. Haput es un peligro para los pastores. El Asno, en cambio, es un cobarde y huye del peligro; sin embargo, hay que recordar como atenuante que es un asno, como un chacal es un chacal y un leopardo es un leopardo y un jabalí no tiene otra opción que ser jabalino al cien por cien. Ni conocen ni conforman su propia naturaleza; por el contrario, su naturaleza conoce y les da forma. No hay sorpresas en el mundo animal. Solo el carácter del Hombre es sospechoso y cambiante. Solo el Hombre, conociendo el bien, puede hacer el mal. Solo el Hombre lleva máscaras. Solo el hombre se decepciona a sí mismo. Solo dejando de necesitar las cosas del mundo y liberándose de las necesidades del cuerpo…»
Y así sucesivamente. Boonyi Kaul sabía que cuando su padre, un hombre con muchos amigos por su amor a la gente, y una barbilla de más por su amor cada vez más voraz y perfeccionista hacia la comida, comenzaba a lamentar los defectos de la raza humana y a hacer recomendaciones ascéticas para su mejora estaba echando de menos secretamente a su mujer, que nunca lo había decepcionado, cuyas sorpresas habían colmado su corazón y por la que, después de catorce años, el cuerpo le dolía aún. En esas ocasiones, Boonyi se volvía especialmente expresiva, tratando de enterrar en su amor la pena de su padre. Aquel día, sin embargo, estaba trastornada y no podía interpretar el papel de hija debidamente amante. Aquel día, Boonyi y su Noman, su amado payaso Shalimar, estaban escuchando al padre de ella en sus rocas habituales, luchando por dominar las reveladoras sonrisas que continuamente aparecían en sus labios.
Era la mañana que siguió al gran acontecimiento en el prado de alta montaña de Khelmarg. Boonyi, embriagada de amor por su amante, estaba repantigada en su roca, con franca sensualidad, y su cuerpo enarcado era una provocación para cualquiera que se molestara en mirar. Su padre, perdido en la melancolía, notó que se parecía todavía más a su madre de lo habitual, pero, con la estupidez de los padres, no comprendió que eso era porque el deseo y la satisfacción del deseo recorrían con sus manos el cuerpo de ella, dándole la bienvenida a la femineidad. Shalimar el payaso, sin embargo, se sintió doblemente inquieto por su exhibición; excitado y alarmado a la vez. Comenzó a hacer breves movimientos espasmódicos hacia abajo con los dedos, como para decirle cálmate, que no sea tan evidente. Sin embargo, los hilos invisibles que conectaban las puntas de sus dedos con el cuerpo de ella no funcionaban como era debido. Cuanto más insistentemente empujaba él con los dedos hacia abajo, tanto más arqueaba ella la espalda. Cuanto más urgentemente pedían sus manos la pasividad, con tanta mayor languidez se daba ella la vuelta. Más adelante ese mismo día, cuando estuvieron solos en el claro de prácticas, los dos columpiándose muy alto sobre el suelo sobre la precaria ilusión de una sola maroma, él le dijo:
—¿Por qué no me detuviste cuando te lo pedí?
Y ella sonrió y dijo:
—No me pediste que me detuviera. Te podía sentir acariciándome aquí, apretándome y exprimiéndome y demás, y empujando aquí, fuerte fuerte, lo que me volvía loca, como sabías perfectamente que me volvería.
Shalimar el payaso empezó a comprender que la pérdida de su virginidad había desencadenado en Boonyi algo insensato, una indiferencia salvaje y desafiante, un exhibicionismo súbito que derivaba hacia la locura… porque su ostentación del amor consumado podía hacer que sus vidas se estrellaran y hacerlos pedazos. Había ironía en ello, porque el atrevimiento de Boonyi era la cualidad que más admiraba. Se había enamorado de Boonyi en gran parte porque ella rara vez tenía miedo, porque alargaba la mano hacia lo que quería y lo agarraba, y no comprendía por qué habría de esquivar su mano. Ahora aquella misma cualidad, intensificada por su encuentro, los estaba poniendo a los dos en peligro. El truco más característico de Shalimar el payaso en la maroma era inclinarse hacia un lado, aumentando el ángulo hasta que parecía que iba a caer, y luego, con muchos gestos de terror y torpeza, enderezarse con una fuerza y una habilidad que desafiaban la gravedad. Boonyi había intentado aprender el truco pero renunció, con risitas, después de muchos fracasados molinos de viento.
—Es imposible —confesó.
—Lo imposible es lo que la gente paga para ver. —Shalimar el payaso de la maroma se inclinó como para recibir un aplauso, y citó a su padre—: Haz siempre algo imposible al principio mismo del espectáculo.
A Abdullah Noman le gustaba decir a su troupe: «Trágate una espada, hazte un nudo, desafía la gravedad. Haz lo que el público sabe que nunca podría hacer por mucho que lo intentase. Después de eso, comerán en tu mano».
Había ocasiones, comprendió Shalimar el payaso con preocupación creciente, en que las leyes del teatro podían no aplicarse exactamente a la vida real. Ahora mismo, en la vida real, era Boonyi la que se inclinaba fuera de la maroma, haciendo ostentación descarada de su nuevo estatus como amante y como amada, desafiando todas las convenciones y la ortodoxia, y en la vida real esas fuerzas tiraban hacia abajo tan poderosamente al menos como la gravedad.
—Vuela —le dijo a él, riéndose ante su cara preocupada—. ¿No era eso tu sueño, Míster Imposible? ¿Prescindir de la maroma y andar por el aire?
Se lo llevó a lo más profundo del bosque y volvió a hacer el amor con él, y entonces, por cierto tiempo, a él no le importó lo que seguiría.
—Tienes que afrontarlo —le susurró ella—. Casado o no casado, has atravesado la puerta de piedra.
Los poetas escribían que una buena mujer era como un umbrío árbol boonyi, un precioso chinar —kenchen renye chai shihiji boonyi—, pero en el lenguaje común las imágenes eran diferentes. La palabra para la entrada de una casa era braand; piedra era kany. Con fines cómicos, a veces se utilizaban las dos palabras juntas para referirse a la novia amada: braand-kany, la puerta de piedra. «Esperemos —pensó Shalimar el payaso, pero no lo dijo— que las piedras no nos aplasten la cabeza».
Shalimar el payaso no era el único macho local que tenía a Boonyi Kaul en la cabeza. El coronel Hammirdev Suryavans Kachhwaha, del ejército indio, le había echado el ojo desde hacía algún tiempo. El coronel Kachhwaha solo tenía treinta y un años, pero le gustaba llamarse rayput de la vieja escuela, descendiente espiritual —y, estaba seguro, pariente de sangre lejano— de los príncipes guerreros, los rajás y ranas Suryavans y Kachhwaba de los viejos tiempos, que habían dado mucho que pensar tanto a los mogules como a los británicos en los gloriosos días de los reinos de Mewar y Marwar, cuando Rayputana estaba dominada por las dos poderosas fortalezas de Chittorgarh y Mehrangarh, y aterradores personajes legendarios mancos entraban a caballo en la batalla cortando en dos a sus enemigos con alfanjes, aplastando cráneos con mazas o atravesando armaduras con el chaunch, un eje de nariz larga con un cruel pico de cigüeña. En cualquier caso, el coronel H. S. Kachhwaha tenía un espléndido bigote rayput, un arrogante porte rayput y una enérgica voz militar de estilo británico, y ahora era también el oficial al mando del campamento militar situado unas millas al nordeste de Pachigam, el campamento que todo el mundo llamaba localmente Elasticnagar, por su decidida tendencia a estirarse. El coronel desaprobaba por completo ese título irreverente, que en su rígida opinión distaba mucho de estar acorde con la dignidad de las fuerzas armadas y, cuando entró en funciones un año antes había insistido en que todo el mundo utilizara siempre el nombre oficial del campamento, pero renunció cuando se dio cuenta de que la mayoría de los soldados bajo su mando lo habían olvidado hacía tiempo.
El coronel tenía también un apodo favorito para él mismo. Hammer, martillo en inglés, una deformación de su nombre Hammir. Un buen nombre, marcial. Lo ensayaba a veces cuando estaba solo. «Hammer Kachhwaha.» «Hammer de nombre, hammer por naturaleza». «Coronel Hammer Kachhwaha, a sus órdenes». «Por favor, amigo mío, llámeme Hammer». Sin embargo, ese intento de autodesignación fracasó lo mismo que había fracasado su batalla contra Elasticnagar, porque, una vez que la gente conocía su nombre de pila, quería abreviarlo inevitablemente y llamarlo Kachhwa Karnail, lo que quiere decir «Coronel Tortuga». De forma que se convirtió en coronel Tortuga, y se vio obligado a buscar metáforas autodescriptivas más pedestres. Ensayó: «Despacio y seguido se gana la carrera, ¿eh?»; o «Tortuga de nombre, duro por naturaleza». Sin embargo, por alguna razón nunca podía decir: «Mi querido amigo, llámeme Tortuga» o bien, «Normalmente me llaman Tortuga, ¿sabes?, pero puedes llamarme Tortu». Su destino de quelonio agrió aún más un talante que había sido ya echado a perder por su padre en su trigésimo cumpleaños, cuando el recién ascendido coronel estaba de permiso en Jodhpur antes de ocupar su puesto en Cachemira. Su padre era en realidad el rayput de la vieja escuela que su hijo aspiraba a ser, y su regalo de cumpleaños a Hammirdev fue un juego de dos docenas de pulseras de oro. ¿Pulseras de mujer? Hammir Kachhwaha se sintió confuso.
—¿Por qué, señor? —preguntó, y el anciano resopló, haciendo tintinear las pulseras, colgadas de un dedo.
—Si un guerrero rayput sigue vivo aún a los treinta años —gruñó Nagabhat Suryavans Kachhwaha con disgusto—, le regalamos pulseras de mujer para manifestar nuestra decepción y nuestra sorpresa. Llévalas hasta que demuestres que no las mereces.
—Quieres decir muriendo —pidió aclaración su hijo—. Para merecer favor a tus ojos tengo que hacer que me maten.
Su padre se encogió de hombros.
—Evidentemente —dijo, olvidando hablar de por qué no llevaba él pulseras en los brazos y escupiendo un jugo de betel copioso en una práctica escupidera.
De forma que se sabía muy bien que el coronel Kachhwaha de Elasticnagar no era un hombre feliz. Los hombres a su mando temían la severidad de su lengua, y también la población local había aprendido que no se lo contradecía impunemente. A medida que Elasticnagar creció, a medida que los soldados afluyeron al norte hacia el valle, llevando con ellos el pesado material de guerra, armas y municiones, artillería ligera y pesada, y camiones tan innumerables que se les dio el nombre local de «langostas», aumentó su necesidad de tierras, y el coronel Kachhwaha requisó las que necesitaba sin explicaciones ni disculpas. Cuando los propietarios de los campos incautados protestaron por las escasas indemnizaciones que recibieron, respondió furioso, con el rostro de un rojo espantoso:
—Hemos venido a protegeros, ingratos. Estamos aquí para salvar vuestra tierra… de manera que, por el amor de Dios, no me contéis historias lacrimógenas cuando tengo que hacerme cargo de ella de todas formas.
La lógica de su razonamiento era poderosa, pero no siempre resultaba. Eso no era importante en definitiva. Indignado por su continuo fracaso en morir en el combate, el coronel era de espíritu inquieto, y tan lívido como un sarpullido. Luego vio a Boonyi Kaul, y las cosas cambiaron… o hubieran podido cambiar si ella no lo hubiera rechazado, de plano y con desdén.
Elasticnagar no era popular, el coronel lo sabía, pero la impopularidad era ilegal. La posición legal era que la presencia militar india en Cachemira tenía el pleno apoyo de la población, y decir otra cosa era quebrantar la ley. Quebrantar la ley era ser un delincuente, y los delincuentes no debían ser tolerados y era correcto tratarlos duramente con toda la panoplia de la ley y también de botas de tachuelas y lathis. La clave para comprender esa actitud era la palabra «integrante» y sus conceptos asociados. Elasticnagar era parte integrante del esfuerzo indio, y el esfuerzo indio era conservar la integridad de la nación. La integridad era una cualidad que debía respetarse, y un ataque a la integridad de la nación era un ataque a su honor que no se podía tolerar. Por eso, debía honrarse a Elasticnagar y todas las demás actitudes eran deshonrosas y en consecuencia ilegales. Cachemira era parte integrante de la India. Un número entero era un conjunto, y la India era un número entero y las fracciones eran ilegales. Las fracciones causaban fracturas en el número entero y, por consiguiente, no eran integrantes. No aceptarlo era carecer de integridad e, implícita o explícitamente, poner en duda la integridad incontestable de quienes lo aceptaban. No aceptarlo era favorecer, latente o patentemente, la desintegración. No debía tolerarse una subversión que llevara a la desintegración y había que tratarla con mano dura, tanto si era abierta como encubierta. La popularidad legalmente obligatoria y coactiva de Elasticnagar era pues una cuestión de integridad pura y simple, aunque la verdad fuera que Elasticnagar era impopular. En el conflicto entre verdad e integridad, había que dar precedencia a la integridad. Ni siquiera a la verdad se le podía permitir que deshonrara a la nación. Por consiguiente, Elasticnagar era popular aunque no fuera popular. Era muy fácil de entender.
El coronel Kachhwaha se veía a sí mismo como un hombre que reflexionaba. Tenía fama de poseer una memoria excepcional y le gustaba demostrarlo. Podía recordar doscientas diecisiete palabras sucesivas al azar, y decir si se le preguntaba cuál era la palabra ochenta y cuatro o ciento cincuenta y nueve, y había otras pruebas que impresionaban al casino de oficiales y le daban un aire de ser superior. Su conocimiento de la historia militar y de los detalles de batallas famosas era enciclopédico. Se enorgullecía de su almacén de información y le agradaba el empuje consecuente e irrefutable de sus análisis. El problema de los detritos acumulados de sus recuerdos cotidianos no había empezado a afligirlo, aunque era cansado recordar cada día de la vida, cada conversación, cada pesadilla, cada cigarrillo. Había ocasiones en que añoraba el olvido como confía un condenado en el indulto. Había momentos en que se preguntaba cuáles serían los efectos a largo plazo de tanto recordar, en que se preguntaba si habría consecuencias morales. Pero era un soldado. Deshaciéndose de esos pensamientos, continuó su jornada.
Se consideraba también un hombre de hondos sentimientos y, en consecuencia, la ingratitud del valle lo afectaba profundamente. Hacía catorce años, a instancias del marajá y León de Cachemira en fuga, el ejército había rechazado a los merodeadores kabaili pero no llegó a expulsarlos del territorio cachemiro, dejándoles el control de las zonas montañosas del norte: Gilgit, Hunza, Baltistán. La partición de hecho que fue resultado de esa decisión podría llamarse fácilmente un error, si no fuera ilegal hacerlo. ¿Por qué se había detenido el ejército? Se había detenido porque había decidido detenerse, era una decisión tomada en respuesta a la situación real sobre el terreno y la consecuencia era que era la decisión apropiada, la única decisión, la decisión con integridad. Estaba muy bien que los expertos de salón la pusieran ahora en duda, pero ellos no habían estado allí, sobre el terreno, en aquel momento. La decisión fue la decisión correcta porque era la decisión que había que tomar. Otras decisiones que podrían haberse tomado no se habían tomado y eran por consiguiente decisiones equivocadas, decisiones que no debían haberse tomado, decisiones que había sido acertado no tomar. La línea de hecho de la partición existía y por eso había que respetarla, y la cuestión de si debía existir o no no era una cuestión. Había cachemiros a ambos lados que desdeñaban la línea y atravesaban las montañas cuando querían. Ese desprecio era un aspecto de la ingratitud cachemira, porque no reconocía las dificultades con que se enfrentaban los soldados en la línea de partición, las penalidades que habían soportado para defender y mantener aquella línea. Había hombres allí a los que se les helaban los cojones y que morían a veces, morían de frío, morían por que interceptaban una bala de francotirador paki, morían antes de que sus padres les dieran pulseras de oro, morían para defender una idea de libertad. Si había gente que sufría por ti, que moría por ti, debías respetar su sufrimiento, y hacer caso omiso de la línea que estaban defendiendo era irrespetuoso. Esa conducta no era acorde con el honor del ejército, por no hablar de la seguridad nacional, y por consiguiente era ilegal.
Era posible que muchos cachemiros fueran naturalmente subversivos, que lo fueran todos, no solo los musulmanes sino también los carnívoros pandits, que aquel fuera un valle de subversivos. En cuyo caso no debían ser tolerados y era acertado tratarlos con dureza. Se resistió a esa conclusión aunque fuera suya, aunque hubiera algo ineluctable en el razonamiento que había llevado a ella, algo casi hermoso. Era un hombre de sentimientos profundos, un hombre que apreciaba la belleza y la delicadeza, que amaba la belleza y que, en consecuencia, sentía un gran amor por la bella Cachemira, o que deseaba enamorarse, o que sentiría amor si no se lo impidieran a cada paso, que sería un amante fiel y sincero si por lo menos lo amasen también.
Estaba solo. En medio de la belleza, estaba envuelto en fealdad. Si no fuera subversivo decir que Elasticnagar era un vertedero, habría dicho que era un vertedero. Pero no podía ser un vertedero porque era Elasticnagar, y por definición y por ley, etcétera, etcétera. Fue a un rincón de su mente, un pequeño rincón subversivo que no existía porque no debía, y susurró en sus manos ahuecadas. Elasticnagar era un vertedero. Era vallas y alambre de espino y sacos de arena y letrinas. Era limpiametales Brasso y escupitajo y lona y metal y el olor a semen de los barracones. Era una mancha en un manuscrito iluminado. Era un resto flotando en un lago como un cristal. No había mujeres. No había mujeres. Los hombres se volvían locos. Los hombres se masturbaban como locos y había relatos de locas agresiones a chicas locales locas y, cuando podían visitar los locos burdeles de Srinagar, las locas casas de madera temblaban con su loca lujuria que explotaba. Había ahora muchos Elasticnagar y se estaban haciendo cada vez mayores, y algunos de ellos estaban en la alta montaña, donde ni siquiera había cabras que follarse, de manera que no podía quejarse, ni siquiera en aquel pequeño rincón subversivo de su cabeza que no existía por definición y etcétera, debía estar orgulloso. Estaba orgulloso. Era un hombre de integridad, honor y orgullo y dónde estaban las malditas chicas, por qué no se le acercaban, era un macho soltero de tez de trigo y buena familia que, personalmente, no tenía problemas de tipo comunalista hindú-musulmán, era un secularista hasta la médula y, de todas formas, no era como si estuviera hablando de casarse, la cuestión no se planteaba, pero ¿por qué no un arrumaco para vuestro oficial a cargo, un beso, una maldita caricia?
Era como esa secuencia de Los siete magníficos en que Horst Buchholz descubre que los habitantes del pueblo han estado escondiendo a sus mujeres de los pistoleros que han contratado para defenderlos. Solo miraban a través de ti con sus ojos azul helado sus ojos dorados sus ojos esmeraldas sus ojos de criaturas de otro mundo. Flotaban a tu lado en los lagos con sus pañuelos de cabeza escarlatas sus burdeos sus pañuelos de cabeza cobalto ocultando la llamarada oscura o rubia de su cabello. Se acurrucaban en las proas de sus pequeñas embarcaciones como pequeñas aves de presa y te ignoraban como si fueras plancton. No te veían. No existías. ¿Cómo podían pensar siquiera en besarte abrazarte besarte si no existías? Tú vivías, o eso parecía, en un planeta fantasma. Eras la criatura de otro mundo. Existías sin existir realmente. Tu existencia solo podía percibirse por tus efectos. Las mujeres podían ver Elasticnagar, que era un efecto, y como pensaban que era feo aunque fuera ilegal pensarlo, suponían que los hombres invisibles que vivían allí debían ser también feos.
Él no era feo. Su voz ladraba como la de un bulldog inglés pero su corazón era indostánico. A los treinta y un años no estaba casado, pero no debía deducirse nada de ello. Muchos hombres no estaban dispuestos a aguardar, pero él estaba decidido a hacerlo. Los hombres que tenía a su mando se venían abajo e iban a burdeles. Eran de menor calibre. Él retenía su semilla, que era sagrada. Eso exigía autodisciplina, ese permanecer dentro de las fronteras de uno mismo. Aquel construir muros de contención internos, diques, como el Bund de Srinagar. Cuando caminaba sobre el Bund, al borde del río Jhelum, sentía que caminaba sobre las defensas de su corazón.
Se sentía lleno a reventar de aquella necesidad, de aquella impura necesidad no satisfecha, pero no estallaba. Se contenía y no decía a nadie su secreto. Este era su secreto, que atribuía a todo lo que estaba reprimido en él, a todo lo que estaba condenado: sus sentidos estaban cambiando. Había un bicho en el sistema. Sus sentidos eran arenas movedizas. Si dedicabas demasiados recursos a fortificar una primera línea, quedabas expuesto a un ataque por otro frente. Sus deseos habían sido refrenados y por eso sus sentidos estaban gastándole bromas. Apenas tenía palabras para describir aquellos engaños, aquellos desdibujados. Ahora veía sonidos. Oía colores. Tocaba sentimientos. Tenía que controlarse en las conversaciones para no preguntar: «¿Qué es ese ruido rojo?», o criticar el canto de un camión camuflado. Estaba en un torbellino. Todo el mundo lo odiaba. Era ilegal, pero eso no los detenía. La gente decía cosas terribles sobre lo que hacía el ejército, su violencia, su rapacidad. Nadie recordaba a los kabailis. Veían lo que tenían ante los ojos, y aquello parecía un ejército de ocupación que se comía su comida, se apoderaba de sus caballos, requisaba sus tierras, golpeaba a sus hijos, y a veces causaba muertes. El odio tenía un sabor amargo, como el cianuro de las almendras. Si te comías once almendras amargas morías, decían. Él tenía que tragar odio cada día y, sin embargo, seguía vivo. Pero la cabeza le daba vueltas. Sus sentidos se estaban intercambiando. Sus nombres no tenían ya sentido. ¿Qué era oír? ¿Qué era sabor? Apenas lo sabía. Estaba al mando de veinte mil hombres y pensaba que el color oro sonaba como un trombón. Necesitaba poesía. Un poeta podía explicarse a sí mismo, pero él era un soldado y no sabía dónde encontrar ghazals ni odas. Si hablaba de su necesidad de poesía, sus hombres pensarían que era un débil. No era débil. Se refrenaba.
La presión aumentaba. ¿Dónde estaba el enemigo? Dale un enemigo y déjalo luchar. Él necesitaba un enemigo.
Entonces vio a Boonyi. Fue como el encuentro de Radha y Krishna, salvo porque él cabalgaba en un jeep del ejército y no tenía la piel azul ni se sentía divino, y ella apenas se dio cuenta de que existía. Dejando aparte esos detalles, fue exactamente lo mismo: cambió su vida, alteró el mundo, algo mítico, religioso. Ella parecía un poema. El jeep de él se vio envuelto en una nube de ruido caqui. Ella estaba con sus amigas Himal, Gonwati y Zoon, lo mismo que Radha con sus gopis lecheras. Kachhwaha había hechos sus deberes. Zoon Misri era la chica de piel de aceituna a la que gustaba proclamarse descendiente de las reinas de Egipto, aunque solo fuera la hija del enorme carpintero de la aldea Big Man Misri y Himal y Gonwati eran las hijas sin oído de Shivshankar Sharga, que tenía la mejor voz de la ciudad. Las cuatro estaban ensayando un baile de una de las obras bhand. Parecían estar interpretando el papel de lecheras, lo que hubiera sido perfecto. Kachhwaha no sabía mucho de baile, pero aquel era todo perfume y el aspecto de ella era esmeralda. Él se dirigía a reunirse con el panchayat de Pachigam para discutir cuestiones importantes y difíciles de recursos y subversiones, pero la necesidad le habló y dijo al conductor que se detuviera y bajó.
Las bailarinas se detuvieron también y se enfrentaron con él. No supo qué hacer. Saludó. Aquello fue un error. No cayó bien. Pidió hablar con ella sola. Sonó como una orden ladrada y las amigas se dispersaron como añicos de un cristal. Ella se enfrentó con él. Toda música y truenos. La voz de él olía a caca de perro. Apenas había empezado a hablar cuando ella adivinó lo que quería, lo vio desnudo. Las manos de él se movieron involuntariamente para cubrir sus genitales. Tú eres el afsar, dijo ella, Kachhwa Karnail. Él se ruborizó. No sabía cómo decir lo que quería. El oficial, sí, bibi. El oficial que… después de esperar una vida… de construir embalses… de reservarse… desea profundamente. Que espera… que ansía fervientemente… No dijo nada, y ella torció el gesto. ¿Ha venido a detenerme?, preguntó. Entonces soy una subversiva. ¿Van a darme palos en las plantas de los pies, o a electrocutarme o a violarme? ¿Hay que proteger de mí a la gente? ¿Es eso lo que ha venido a ofrecer? ¿Protección? Su desprecio olía a lluvia de primavera. Su voz llovía como plata sobre él. No, bibi, no es así, dijo él. Pero ella sabía ya la verdad, su creciente deseo avergonzado. Vete a la mierda, le dijo, y huyó, a los bosques, por el río, a cualquier parte donde él no estuviera, en las afueras de Pachigam y con los muros de contención derrumbándose en torno a su alma.
De vuelta a Elasticnagar, él dejó que su cólera lo reclamara, y comenzó a trazar planes para caer sobre Pachigam por la fuerza. Pachigam sufriría por el comportamiento insultante de Boonyi Kaul, por abofetear metafóricamente el rostro de su superior. El movimiento de liberación estaba comenzando aquellos días, y la idea era cortarlo de raíz mediante firmes medidas preventivas. Cachemira para los cachemiros, una idea imbécil. Aquel diminuto valle sin salida al mar, con cinco millones de personas escasos a su nombre, quería controlar su propio destino. ¿Adónde te podía llevar esa forma de pensar? Si Cachemira, ¿por qué no Assam para los assameses, Nagaland para los nagas? ¿Y por qué parar ahí? ¿Por qué no podían declarar su independencia ciudades o aldeas, o calles de ciudad, o incluso casas? ¿Por qué no pedir libertad para la alcoba de uno, o llamar a su retrete república? ¿Por qué no quedarse quieto, trazar un círculo alrededor de los pies y llamarlo Yomismistán? Pachigam era como cualquier otro lugar de aquel valle artero y disimulado. Había tendencias en él con las que había sido demasiado blando durante demasiado tiempo. Tenía pistas: sospechosos, objetivos. Oh, sí. Podía tratarlo con mano dura. Y tenía un informante de confianza en la aldea, un espía sutil, despiadado y hábil, que desayunaba la mayoría de los días en la casa misma de Boonyi Kaul.
El pandit Gopinath Razdan, un hombre sumamente delgado con un profundo surco entre las cejas, las encías enrojecidas del adicto al paan, y el aire de alguien que esperaba encontrar siempre mucho para sentirse insatisfecho dondequiera que fuera, llegó a la puerta de Boonyi con unas gafas de montura de oro y una expresión de amargura, con un maletín lleno de textos en sánscrito y una carta de las autoridades de educación. Llevaba un atuendo occidental urbano: chaqueta de tweed barata con el cuello subido contra la fría brisa, y pantalones de franela grises con una mancha de café en la rodilla derecha. Era un hombre joven, probablemente no mayor que el coronel H. S. Kachhwaha, pero se esforzaba por parecer más viejo. Tenía los labios fruncidos, los ojos entornados, y se apoyaba en un paraguas con una varilla al menos visiblemente rota. A Boonyi le desagradó a primera vista y, antes de que él pudiera descubrir su rostro huesudo, le dijo:
—Debe de estar buscando a alguien en otra parte. Aquí no hay nada para usted.
Pero naturalmente lo había.
—Todo está bien, por favor, no se preocupe —dijo el pandit Gopinath Razdan, echando la cabeza a un lado y despidiendo un largo chorro rojo de jugo de betel y saliva; y había altivez en su voz, aunque hablaba con el extraño acento de Srinagar, omitiendo no solo los finales de algunas palabras sino también, a veces, su parte central. Tod’tá bien, por favó, no se préoc’pe—. Me presento —Me prés’nto— a instancia de su abuelo.
De la cocina salió, atareado, el pandit Pyarelal Kaul, oliendo a cebollas y ajo.
—Querido primo, querido primo —se inquietó Pyarelal, echando miradas furtivas a Boonyi—, no te esperaba hasta la semana próxima, como muy pronto. Me temo que para mi hija ha sido una sorpresa.
Gopinath olfateó el aire con desaprobación.
—Si no te conociera —dijo con su voz esquelética—, pensaría que haces cocina musulmana.
Te con’ciera. C’cina mus’mana. Boonyi sintió que un gran resoplido de risa le salía por las narices. Luego un gran acceso de irritación creció en su interior y sus ganas de reír pasaron.
Pyarelal dio a Gopinath palmadas efusivas en la espalda; entonces él, el urbanita, hizo una mueca, se podría decir incluso que retrocedió.
—¡Ja! ¡Ja! Querido amigo —explicó el padre de Boonyi—. Aquí en Pachigam todos estamos hechos un lío. Desde que me entró el gusanillo de la cocina, he ido introduciendo lentamente cocina pandit en el wazwaan (un cambio radical, pero de gran importancia simbólica, ¡estoy seguro de que estarás de acuerdo!), de forma que ahora, por ejemplo, ofrecemos a nuestros clientes costillar de cordero kabargah sin ajo, ¡e incluso tenemos platos hechos con asa fétida y cuajada!; y a cambio de la buena voluntad de todos para aceptar mis innovaciones, pensé que era justo empezar a usar montones de cebollas y ajo en algunos de mis propios platos, como les gusta a nuestros hermanos musulmanes.
Un estremecimiento súbito recorrió el lánguido cuerpo de Gopinath.
—Ya veo —dijo débilmente— que muchas barreras —mucha barr’ras— han caído por aquí. Muchas, señor, para que un hombre como yo —com’yo— las considere.
Boonyi había escuchado aquel diálogo con creciente impaciencia y desconcierto. Entonces estalló:
—¿Consi’ere? Papá, ¿quién es él para venir de la ciudad y empezar enseguida a consi’erarnos?
Resultó que Gopinath era el nuevo maestro de escuela. Pyarelal, temiendo la reacción de Boonyi, le había escondido su decisión de renunciar al papel tradicional de educador del pandit y concentrarse en cambio en la cocina. A medida que los años pasaban, la cocina se había ido desplazando hacia el centro de su vida. En la cocina en que en otro tiempo había reinado Pamposh se sentía en comunicación con su difunta beldad, sentía que sus almas se mezclaban en salsas burbujeantes, y su alegría desaparecida se expresaba en verduras y carne. Una cosa sabía Boonyi: cocinar era la forma de Pyarelal de mantener viva a Pamposh. Cuando comía su propia comida ingería también el espíritu de ella. Lo que Boonyi no había notado, sin embargo, porque los niños solo necesitan a sus padres para que sean sus padres, y en consecuencia prestan menos atención de la que debieran a los sueños de sus padres, era que, gradualmente, cocinar se estaba convirtiendo para Pyarelal en algo más que una terapia. La cocina liberaba en él un insospechado talento artístico, y en aquella aldea de actores que se habían dedicado a la cocina como actividad secundaria, su creciente maestría le daba un papel nuevo y central que interpretar. Cada vez más, cuando la gente de Pachigam iba a una boda para preparar el Banquete de Treinta y Seis Platos Mínimo, el pandit asumía un papel directivo. Su pulao con sabor a azafrán era un milagro, la masa de sus albóndigas gushtaba era trabajada hasta que adquiría la suavidad de la mejilla de un bebé. Los invitados a las bodas reclamaban su dum aloo, su pollo con almendras, su requesón y tomates con perfume de alholva, sus tallos de loto en salsa, su korma con chile rojo, y la dulzura deliciosa y final del firni y el té de cardamomo. Las mujeres venían a él y le pedían astutamente sus recetas wazwaan, y aquel tipo inocente, siempre dispuesto a ayudar, comenzó a explicárselas hasta que sus compañeros cocineros le hicieron callar y se calló. Luego encontró una respuesta estándar para todas las solicitudes de secretos de su magia culinaria.
—El ghee, señoras —decía con una sonrisa—. No es otra cosa. Utilicen mucho, mucho del auténtico, asli, ghee.
Boonyi, naturalmente, tenía conciencia de la creciente importancia de su padre en la preparación del Banquete de Treinta y Seis Platos Mínimo, pero nunca había pensado que eso lo llevaría a dar un paso tan espectacular en su carrera. Totalmente desprevenida, perdió la cabeza por completo.
—Si enseñar no te importa tanto —le soltó al pobre—, aprender tampoco es tan importante para mí. Si mi padre, el gran filósofo, quiere convertirse en un cocinero tandoori, quizá encuentre algo también para mí. ¿Quién quiere ser tu hija? Preferiría ser la mujer de alguien.
Era aquella forma de hablar salvaje, aquello impulsivo y descontrolado lo que Shalimar el payaso había empezado a temer. Cuando vio como el rostro de Pyarelal se hundía y las orejas de Gopinath se levantaban, ella lamentó inmediatamente haber herido al hombre que más la quería desde el día de su nacimiento, y haber hablado además demasiado en presencia de un extraño. Lo que no sabía era que el pandit Gopinath Razdan, primo lejano de Pyarelal, era también un agente secreto, y había sido enviado a Pachigam para olfatear a algunos elementos subversivos de aquella aldea de artistas… porque, después de todo, los artistas eran naturalmente subversivos. Tenía órdenes de informar de sus conclusiones de forma encubierta y, en primer lugar, al coronel H. S. Kachhwaha de Elasticnagar, que evaluaría la calidad y utilidad de la información, y recomendaría cualesquiera medidas que pudieran ser necesarias. Nadie sospechaba en Pachigam que Gopinath tuviera una identidad secreta, porque la identidad que dejaba ver era tan difícil de aceptar que era imposible creer que tuviera una personalidad oculta todavía más problemática. Los niños a los que daba clase con una aspereza y severidad que eran exactamente lo contrario de la alegre cháchara de Pyarelal le dieron el apodo de «Batta Rasashud». Batta era otra palabra para pandit y rasashud, una hierba sumamente amarga que se daba a los niños infestados de aam, es decir, lombrices. Cuando lo descubrió, porque los maestros descubren siempre los nombres groseros que les ponen, su mal genio empeoró más aún. Vivía en una alcoba encima del aula y, por las noches, los habitantes del pueblo oían estrépitos y juramentos que procedían de allí, de forma que muchos sospechaban que el colérico pandit estaba poseído por un demonio, que salía de su cuerpo por las noches y revoloteaba como un pájaro enjaulado.
Pyarelal se sentía responsable de su primo lejano y, siendo de natural bondadoso, creía que un poco de compañía humana y sentimientos familiares mejoraría el carácter de aquel hombre. Boonyi disentía enérgicamente.
—Una vez que la leche se ha cortado —aducía—, nunca vuelve a saber bien.
A pesar de sus objeciones, Pyarelal Kaul aseguró a Gopinath que era siempre bienvenido a su mesa. De manera que Boonyi tenía que desayunar y a veces cenar con el espía, lo que le venía muy bien a Gopinath, porque el interés del coronel Kachhwaha por ella la convertía en tema importante para sus informes periódicos. E inevitablemente, dado el grado inusual de acceso a ella de que disfrutaba, era solo cuestión de tiempo que el colérico pandit se enamorara también perdidamente de Boonyi Kaul. Su hábito del paan aumentó espectacularmente, pero la adicción al betel no podía ocultar su nueva y más profunda dependencia de la presencia en su vida de una chica de catorce años. En la pequeña escuela en la que enseñaba a los niños de todas las edades en una sola habitación, vio rápidamente que Boonyi era una estudiante perezosa, lista pero perezosa, cuya indiferencia por su educación era, en parte, una reacción antiintelectual deliberada contra el hecho de ser la hija de su docto padre, en parte una protesta por haber dejado Pyarelal la escuela y, más que nada, una consecuencia de su inmadura creencia, arraigada en su propia imagen sumamente erotizada, de que sabía ya todo lo que necesitaba para lograr que los hombres hicieran cualquier cosa que ella deseara. Era fácil comprender por qué una niña de tanta confianza sexual en sí misma había encendido las pasiones del pobre y confuso coronel Tortuga, pero Gopinath se había considerado a sí mismo de temple más duro. La velocidad de su propia rendición a los encantos de ella engendró en su pecho los mismos sentimientos de repugnancia que reservaba normalmente para los enfermos y los mutilados. Y los obvios sentimientos de ella por Noman Sher Noman, que se llamaba a sí mismo Shalimar el payaso, asqueaban al maestro de escuela más aún que su propio encaprichamiento, y lo distraían de su propósito original en Pachigam, la secreta persecución del hermano de Shalimar el payaso, el tercer hijo de Abdullah y Firdaus. Gopinath rebajó temporalmente la prioridad de ese proyecto y se centró en cambio en el cuarto y más joven hijo del sarpanch, al que, privadamente, resolvió destruir.
A la edad de diecinueve años, los dos hijos mayores gemelos de Abdullah y Firdaus Noman, Hameed y Mahmood, eran bufones amables y gregarios, cuyo único interés en la vida era hacerse reír mutuamente. En consecuencia, se habían perdido satisfechos en las ficciones cómicas del bhand pather, y estaban tan sumergidos en su mundo imaginario, en crear versiones burlescas de príncipes que se daban batacazos y dioses torpes, gigantes cobardes y diablos enamorados, que el mundo real perdió para ellos todo encanto, y eran quizá los únicos en Cachemira inmunes a su natural belleza. El tercer chico, Anees, era introspectivo y taciturno, como si esperase poco bueno de la vida. Realizaba las payasadas que se le pedían con un rostro impasiblemente melancólico que dividía a los públicos. La mayoría reaccionaba con hilaridad ante su aire acongojado, pero una minoría, conmovida inesperadamente por su tristeza en un lugar al que no esperaban que llegara una simple historia de payaso, en un lugar retirado en el que guardaban su propia tristeza por sus vidas atribuladas, se sentían perturbados por él, y se alegraban cuando salía de escena. Cuando se acercaba su decimoséptimo cumpleaños, Anees comenzó a demostrar una habilidad creciente con las manos, creando despreocupadamente maravillas en miniatura de figuras recortadas en cadena y criaturas fantásticas hechas de papel de plata sacado del interior de las cajetillas de tabaco. Talló en madera pequeños prodigios, como lechuzas de cuerpo entramado, unas dentro de otras, en las que se podían ver las lechuzas más diminutas. Fue ese talento el que llamó la atención del comandante del frente de liberación local, y una noche llena de estrellas Anees fue llevado por dos luchadores con bufanda que les tapaba la cara a la colina boscosa donde se alzaba la antigua casita de Nazarébaddoor, pudriéndose y vacía. Un hombre al que no podía ver le preguntó si le gustaría aprender a hacer bombas. Muy bien, se encogió de hombros Anees. Al menos eso significaba que su vida melancólica sería probablemente corta. Dijo eso con su rostro más largo y más lúgubre, y el comandante del frente de liberación, de pie en la sombra, se vio misteriosamente acometido por unas inapropiadas ganas de reír, que solo en parte consiguió resistir.
El día de la denuncia, Boonyi estaba con sus amigas en sus ejercicios de baile de la tarde a orillas del Muskadoon.
—Mira —dijo Zoon, la hija del carpintero, señalando un saliente rocoso donde estaba Gopinath, de pie, mirándolas—. El señor Hierbamarga en persona.
El espía descendió de las rocas, mascando su paan y con su paraguas golpeando en la piedra, y Boonyi lo caló de pronto a través de aquella pose pasada de moda. «No es en absoluto un zoquete refunfuñón, sino un hombre muy peligroso», se dijo a sí misma, pero ya era demasiado tarde. Gopinath había visto ya todo lo que necesitaba ver. Había seguido a Shalimar el payaso y Boonyi a las arboledas y prados de montaña iluminados por la luna. Había filmado con película de dieciocho milímetros y había tomado fotografías. Ellos no habían sospechado su presencia, no habían oído sus pasos. Él, en cambio, había visto más que de sobra. Ahora estaba delante de Boonyi, escupió jugo de betel y se quitó la máscara. Su cuerpo se enderezó, su voz se hizo más fuerte y su rostro cambió: su frente surcada se suavizó, su expresión no era ya amarga sino tranquila y autoritaria, y evidentemente no necesitaba (y por eso se quitó) las gafas; parecía más joven y más duro, un hombre con el que había que contar, un hombre en cuyo camino podía ser aconsejable no cruzarse.
—Ese chico es una basura… no es digno de ti —dijo alto y claro—. Y las porquerías que estabas haciendo con él son indignas de una chica decente. —Di’no. Indi’na. Por lo menos su acento había sido auténtico. Zoon, Gonwati y Himal se paralizaron de curiosidad y horror—. Ahora te indignarás conmigo —prosiguió el espía—, pero, más adelante, cuando estemos casados, te gustará tener al lado a un hombre de verdadero temple y no a un chiquillo libidinoso.
La chica movió la cabeza con incredulidad.
—¿Qué has hecho? —le preguntó.
—He puesto fin al pecado —respondió el espía.
Los pensamientos de Boonyi galoparon. Sus amigas se habían acercado y la habían rodeado, apretando el cuerpo lealmente contra ella y formando un muro contra el ataque exterior. La catástrofe se acercaba.
—El panchayat está reunido en estos momentos en sesión de emergencia, para examinar las pruebas que le he presentado —dijo Gopinath—. El sarpanch, tu padre y los otros decidirán pronto tu suerte. Estás deshonrada, naturalmente: tu rostro está mancillado y tu buen nombre es una inmundicia, y eso es obra tuya; pero les he informado de que estoy dispuesto a restablecer tu honor tomándote como esposa. ¿Qué opción tiene tu padre? ¿Qué otro hombre sería tan generoso hacia una mujer caída? Arrepiéntete ahora y dame las gracias luego, cuando recuperes los sentidos. Tu amante está acabado, naturalmente, ha quedado marcado para siempre como un bellaco y un infame, pero me limitaré a chasquear los dedos y desaparecerá… como deberás hacer tú, cuando aceptes tu único destino posible, el de tu inevitable vida conmigo.
Arrepiént’t y dame la gracia lue’o cua’do recuperes los sen’idos. Era una sorprendente propuesta de matrimonio y, después de hacerla, el transformado Gopinath no esperó a que su amada respondiera, sino que anduvo cierta distancia por la orilla del Muskadoon y se sentó a unas cien yardas quizá, fingiendo no tener ninguna preocupación en el mundo. En realidad, sabía que estaría en una situación muy difícil con sus superiores, al haber revelado sus habilidades de espía a todo el mundo en Pachigam y haberse convertido simultáneamente en el hombre más odiado del pueblo. Sus serios propósitos habían quedado deshechos, y tendría que dejar inmediatamente su puesto en la escuela y el pueblo mismo, y sería mucho más difícil para las autoridades infiltrar otro agente en una comunidad que, en lo sucesivo, estaría en guardia contra traidores y espías. En pocas palabras, Gopinath se lo había jugado todo por Boonyi, había estado dispuesto a sacrificar su carrera secreta a cambio de conseguir a una mujer que nunca correspondería a su amor, y que, de hecho, lo detestaría por pintarla de escarlata y pinchar sus sueños. Miró fijamente a las rápidas aguas y contempló la tragedia del deseo.
Un aire de calamidad iba envolviendo rápidamente el pueblo. Los huertos frutales, los campos de azafrán y los arrozales estaban vacíos y abandonados mientras que los que habitualmente los trabajaban dejaban los aperos y se reunían fuera de la residencia de Noman, donde estaba reunido el panchayat. No se cocinó en las cocinas de los habitantes del pueblo aquella tarde. Los chicos corrían descalzos de un lado a otro, gritando alegremente rumores poco fundados de destierro y exilio. Boonyi y sus tres amigas se apiñaron, rodeándose con los brazos, un círculo vuelto hacia dentro de sufrimiento, del que se escapaban continuamente fuertes gemidos y sollozos de angustia. Hasta el ganado había adivinado que algo no iba bien; cabras y reses, perros y gansos mostraban esa especie de agitación instintiva o premonitoria que se ve a veces en las horas que preceden a un terremoto. Las abejas picaban a sus cuidadores con inusitada ferocidad. El aire mismo parecía rielar de preocupación y había un ruido sordo en el cielo vacío. Firdaus Noman vino a buscar a Boonyi, corriendo con paso desgarbado y torpe, jadeando fuertemente, y gritando insultos al judas Gopinath que se sentaba tranquilamente a orillas del río.
—¡Carbunclo! —lo maldijo—. ¡Pezuña hendida! ¡Culo apestoso! ¡Pene pequeño! ¡Brinjal reseco!
El objeto de su ira, el zaharbad, el pedar, el poseedor del mandala hediondo, el wee kuchur, el wangan hachi, ni se volvió ni se estremeció.
—¡Wattal-nath Gopinath! —gritó Firdaus, es decir, espíritu miserable, delincuente, degradado Gopinath… y las amigas de Boonyi se separaron de su círculo para continuar el canto.
—¡Wattal-nath Gopinath! ¡Gopinath Wattal-nath!
El grito fue por todo el pueblo, recogido por los ansiosos niños, hasta que todo el pueblo, cuyos residentes se hallaban ahora casi todos fuera de la casa del sarpanch, gritaron.
—¡Wattal-nath Gopinath! ¡Pene pequeño, culo maloliente, brinjal reseco, pezuña hendida! ¡Gopinath Wattal-nath, vete!
—Maldita seas tú también —dijo Firdaus a Boonyi en un tono de conversación más normal—. Vamos, estúpida niña sexualmente obsesa. Te voy a llevar a casa de tu padre, y te vas a estar allí hasta que se haga lo que se deba hacer y se conozca tu suerte.
—Nosotras vamos también —gritaron Zoon, Himal y Gonwati.
Firdaus se encogió de hombros.
—Eso es cosa vuestra. Pero os encerraré a las cuatro, desdichadas.
Boonyi no discutió y se encaminó a casa, acompañada por la airada madre de su amado.
—¿Dónde está Noman? —le preguntó a Firdaus con voz humilde.
—Cállate —respondió Firdaus en voz alta—. Eso no tiene nada que ver contigo. —Luego, en un murmullo bajo y rápido, continuó—: Los hermanos de él se lo han llevado, hasta Khelmarg, para que no le corte al pandit Gopinath Razdan esa cabeza gorda.
Boonyi replicó más acaloradamente, y sin duda más lascivamente, de lo que su situación justificaba.
—En cualquier caso, no deberían obligarme a casarme con esa serpiente. En cuanto esté dormido, le cortaré el kuchur y se lo meteré en esa boquita perversa.
Firdaus la abofeteó con fuerza.
—Harás lo que te digan —dijo—. Y esto es por ese lenguaje sucio, que no estoy dispuesta a tolerar.
Ante la furia incandescente de Firdaus Noman, ni Boonyi ni sus amigas se atrevieron a recordarle quién había empezado aquel día con las palabrotas.
Una vez que estuvieron dentro de la casa de Boonyi, Firdaus dejó de pretender que estaba furiosa y les hizo a las chicas un puchero de té rosa salado.
—Ese chico te quiere —le dijo a Boonyi—, y aunque te has comportado como una fulana asquerosa ese amor es importante para mí.
Una hora más tarde un chico llamó a la puerta para decirles que el panchayat había tomado su decisión, y reclamaba su presencia.
—Nosotras vamos también —dijeron Himal, Gonwati y Zoon otra vez, y otra vez Firdaus no se opuso.
Se abrieron camino hasta la escalinata de la residencia del sarpanch, donde los miembros del panchayat estaban de pie con el rostro solemne. Shalimar el payaso estaba allí con sus hermanos rodeándolo, y el corazón de Boonyi palpitó cuando le vio la cara. Había una oscuridad asesina en su frente que no había visto antes. La asustó y, lo que era peor, le pareció poco atractivo por primera vez en su vida. Todos los habitantes del pueblo estaban reunidos en torno a aquel pequeño cuadro y, cuando vieron a Firdaus acercarse con Boonyi y sus amigas, se hizo el silencio. El pandit Pyarelal Kaul estaba de pie junto a Abdullah Noman y los rostros de los dos padres eran los más adustos que se veían. «Estoy lista —pensó Boonyi—. Me van a enviar a ese bastardo que se sienta como un pez frío a la orilla del río, esperando que me presenten a él en bandeja… A mí, Boonyi Kaul, a quien nunca podría haber ganado de otro modo».
Se equivocaba. Abdullah Noman el sarpanch habló el primero, seguido por Pyarelal, y los otros tres miembros del panchayat, Big Man Misri el carpintero, Sharga el cantante y el frágil y anciano maestro de baile Habib Joo hicieron también breves comentarios y el veredicto fue unánime. Los amantes eran hijos suyos y había que apoyarlos. Su conducta merecía la censura más severa; había sido licenciosa e imprudente y llena de impropiedades que eran una decepción para sus padres… pero eran buenos chicos, como todo el mundo sabía. Abdullah mencionó entonces la Kashmiriyat, la Cachemiridad, la creencia de que en el corazón de la cultura cachemira había un lazo común que trascendía todas las demás diferencias. La mayoría de las aldeas bhand eran musulmanas, pero Pachigam era una mezcla, con familias de origen pandit, los Kaul, los Misri y el cantante barítono de parentela nariguda —«sharga» era un apodo local para los nasalmente alargados— e incluso una familia de judíos danzantes.
—De manera que no solo la cachemiridad nos protege sino también la pachigamidad. Aquí todos somos hermanos y hermanas —dijo Abdullah—. No hay problema hindú-musulmán. Dos chicos cachemiros (dos pachigami) quieren casarse, eso es todo. Un matrimonio por amor es aceptable para ambas familias, de manera que habrá matrimonio; se respetará tanto la costumbre hindú como la musulmana.
Pyarelal, cuando le llegó el turno, añadió:
—Defender el amor es defender lo mejor de nosotros mismos.
La multitud vitoreó y a Shalimar el payaso se le puso una ancha sonrisa de incrédula alegría. Firdaus fue a Abdullah y le dijo:
—Si hubieras tomado otra decisión te hubiera echado de mi cama.
(Más tarde en la noche, cuando estaban echados en la oscuridad, estaba de un talante más reflexivo. «Los tiempos cambian —dijo suavemente—. Nuestros hijos no son como nosotros. En nuestra generación somos gente franca, con las manos sobre la mesa y todo el tiempo a la vista. Pero esos chicos son más peliagudos, con sombras en la superficie y secretos debajo, y no siempre son lo que parecen, quizá no siempre ni siquiera lo que creen que son. Supongo que es como debe ser, porque vivirán tiempos más engañosos que nada que hayamos conocido»).
Se envió a la ribera a dos miembros del panchayat, Misri el carpintero y Sharga el barítono, los dos más grandes y, con el sarpanch, más fuertes de Pachigam, para echar a Gopinath Razdan de la ciudad —Abdullah el sarpanch, temiendo una violencia excesiva, prohibió a sus enfurecidos hijos tener nada que ver con la expulsión— pero, cuando la partida de dos llegó al Muskadoon, el espía ya se había escabullido, y nunca se lo volvió a ver en Pachigam. Seis meses más tarde, tras un período de postergación profesional, se le asignaron nuevos cometidos en el pueblo de Pahalgam, y lo encontraron muerto una mañana en el cercano prado de montaña de Baisaran. Sus piernas habían sido arrancadas por algún tipo de bomba de fabricación casera y su cabeza separada del cuerpo de un solo tajo. El asesinato no se aclaró nunca, y ninguna pista señaló a nadie del pueblo de actores. Finalmente, la investigación perdió impulso y el caso fue oficialmente cerrado. El coronel H. S. Kachhwaha tenía sus firmes sospechas, sin embargo, y su frustración aumentó. No solo había sido insultado por Boonyi Kaul, sino que el fracaso de la misión de su espía no le había dado ni una sombra de pretexto para «caer por la fuerza» sobre Pachigam, como había planeado. Los colores de su mundo continuaban oscureciéndose, y tomó nota de que el pueblo de actores seguía estando designado como merecedor de especial atención, decisión cuyas consecuencias a plazo medio y largo serían graves.
Sin embargo, durante cierto tiempo después de la partida del espía, el ambiente en Pachigam fue festivo. El pandit Pyarelal Kaul accedió a reanudar sus obligaciones docentes, asumiendo la doble carga de la educación y la gastronomía mientras tuviera fuerzas; y comenzaron los preparativos para las nupcias de Boonyi y Shalimar el payaso. No obstante, los inconvenientes comenzaron a surgir pronto. Los preparativos detallados de la boda resultaron más problemáticos de lo que Abdullah, con su plan de una ceremonia idealista y multiconfesional, había previsto. Ello se debió a la llegada de las familias. De Poonch, de Baramulla, de Sonamarg, de Tangmarg, de Chhamb, de Aru, de Uri, de Udhampur, de Kishtwar, de Riasi, de Jammu, los dos clanes se reunieron; tías, primos, tíos, más primos, tías abuelas, tíos abuelos, sobrinos, sobrinas, más primos aún y parientes políticos cayeron sobre Pachigam, hasta que todas las casas del pueblo estuvieron atestadas de mala manera y muchos parientes de poca importancia tuvieron que dormir bajo los árboles frutales y confiar en su suerte con respecto a la lluvia y las serpientes. Casi todos los que llegaron tenían ideas y expectativas firmes con respecto a la ceremonia, y muchos de ellos se mostraron abiertamente desdeñosos del plan ecuménico del sarpanch.
—¿Qué, que no se convertirá al islam? —preguntaban los escépticos del lado del novio.
Y la gente de la novia replicaba:
—¿Qué, que se servirá carne en el banquete?
Por todo el pueblo y los campos y pastos circundantes las discusiones se desencadenaban. La única cosa en que todo el mundo estaba de acuerdo era en que la ceremonia musulmana tradicional del zap, en que la joven pareja decide en un lugar público si quiere seguir adelante con el matrimonio, era innecesaria.
—Se han zapeado mutuamente hace mucho —dijo la lengua de una tía perversa, y perversos tíos, primos, tías abuelas, tíos abuelos, primos lejanos, etcétera, soltaron la carcajada.
Luego vino la discusión sobre las ceremonias livun de los hindúes, en las que, insistieron los Kaul, las dos familias debían purificarse ritualmente.
—Que los Kaul limpien su idolatrado hogar si lo necesitan —dijo una abuela musulmana de línea dura—, pero la casa de nuestra gente está ya perfectamente limpia.
Nadie objetó a los frecuentes banquetes wazwaan, naturalmente, y las disputas entre vegetarianos y no vegetarianos se resolvieron de forma relativamente fácil cuando el pandit Pyarelal Kaul, a pesar de su pertinaz afición a la carne, accedió a desterrar toda huella de ella de su cocina, mientras que Noman, que habían construido un horno wuri nuevo de ladrillo y barro en su patio trasero, ofrecía menús diarios que eran un placer para los carnívoros. En la boda misma, se convino después de mucho discutir, distintos grupos de chefs se ocuparían de ambas cocinas, los pollos a la izquierda, los lotos a la derecha, la carne de cabra a un lado, el queso de cabra al otro. También hubo acuerdo en la música, sin mucha discusión. Después de todo, el santoor, el sarangi, el rabab y el armonio no eran instrumentos sectarios. Se contrató a cantantes y músicos profesionales bachkot y se les encargó que alternaran bhajans hindúes con himnos sufíes.
La cuestión del vestido de la novia era mucho más espinosa.
—Evidentemente —dijo el bando del novio—, cuando el yenvool, el cortejo de boda, llega a casa de la novia, esperamos que lo reciba una chica con un lehenga rojo, y luego, después de haberla bañado las mujeres de su familia, se le pondrá un shalwar-kameez.
—Absurdo —replicaron los Kaul—. Llevará un phiran como todas nuestras novias, de cuello y puños bordados. En la cabeza, el tocado tarang almidonado y de pergamino, y el ancho cinturón haligandun en el talle.
El empate duró tres días, hasta que Abdullah y Pyarelal decidieron que la novia llevaría efectivamente su atuendo tradicional, pero también lo haría Shalimar el payaso. ¡Nada de phiran de tweed para él! ¡Ni de turbante de pluma de pavo real! Llevaría un elegante sherwani y un topi de karakul en la cabeza y eso sería todo. Una vez resuelta la cuestión de la ropa, la ceremonia mehndi, costumbre común, se acordó rápidamente. Luego vino el asunto de la boda misma, y en ese momento toda la entente cordial estuvo a punto de derrumbarse. Para muchos oídos musulmanes, las sugerencias del otro lado eran espantosas. Tocad la caracola si queréis, gritaron las tías y tías abuelas y primas y demás islámicos, intercambiad todos los regalos de nuez moscada que queráis, pero ¿que un purohit, un sacerdote, haga una puja ante los ídolos? ¿Fuego sagrado, hilo sagrado? ¿Los recién casados tratados como Shiva y Parvati y adorados como tales? Jai-jai. Esa superstición era inadmisible. Los Kaul se retiraron llenos de indignación. Todo diálogo entre las dos familias cesó.
—Las familias —suspiró Firdaus Noman desesperada— son la causa intolerante y lamentable de todo el descontento de la tierra.
Aquella noche hubo luna llena. Pachigam se había dividido en dos campos, y corrían peligro largos años de armonía comunal. Entonces, obedeciendo un impulso, el barítono Shivshankar Sharga salió a la calle y comenzó a cantar canciones de amor, canciones del amor de los dioses por los hombres y de los hombres por Dios, canciones del amor entre padres e hijas, madres e hijos, canciones de amor correspondido y no correspondido, cortés y apasionado, sagrado y profano. Sus hijas Himal y Gonwati, el dúo sin oído, se sentaban a sus pies, con instrucciones estrictas de no abrir la boca por mucho que las conmoviera la música. Cuando empezó a cantar, el pueblo estaba todavía azotado por la plaga de malhumor, y hubo gritos de «Cállate, estamos intentando dormir» y «Nadie está de humor para esas malditas canciones sentimentales». Pero poco a poco su voz obró el milagro. Las puertas se abrieron, las luces se encendieron, los que dormían vinieron de los campos. Abdullah y Pyarelal se reunieron con el cantante y lo abrazaron.
—Tendremos dos días de boda —dijo Abdullah—. Primero lo haremos todo a nuestro modo y luego lo haréis todo otra vez al vuestro.
Una sola tía carnal de mal carácter gritó:
—¿Por qué primero a su modo?
Pero su voz protestona fue rápidamente seguida por un grito ahogado, cuando su marido le tapó la bocaza con la mano y la arrastró a la cama.
Todo estaba arreglado. El pandit Pyarelal Kaul sacó la caja de aluminio que contenía las joyas de boda de su esposa del lugar del patio trasero donde las había enterrado poco después de la muerte de ella y se las llevó a Boonyi, que estaba despierta en la cama.
—Es todo lo que queda de ella —dijo a su hija—. Esas joyas de la caja y la joya mayor que resplandece en esa cama.
Dejó la caja sobre el colchón, la besó en la mejilla y salió. Boonyi se quedó muy despierta, mirando con furia el techo nocturno, deseando que las paredes de la casa se disolvieran de forma que ella pudiera elevarse en el cielo de la noche y escapar. Porque en el momento mismo en que el pueblo había decidido protegerlos a ella y a Shalimar el payaso, apoyarlos obligándolos a casarse y condenándolos así a una pena de cárcel perpetua, Boonyi se había sentido abrumada por la claustrofobia y había visto claramente lo que no había comprendido antes por estar demasiado profundamente enamorada de Shalimar el payaso: que aquella vida, la vida de casada, la vida de de la aldea, la vida con su padre parloteando junto al Muskadoon y con sus amigas bailando sus bailes gopi, la vida con toda aquella gente con la que había pasado cada uno de sus días, no era ni remotamente suficiente para ella, no comenzaba siquiera a satisfacer su hambre, su deseo voraz de algo que no podía nombrar todavía, y que, a medida que ella se hiciera mayor, la insuficiencia de su vida no haría más que volverse más dura y más dolorosa de soportar.
Supo entonces que haría cualquier cosa para salir de Pachigam, que pasaría cada momento de cada día esperando su oportunidad, y cuando se presentara no dejaría de abalanzarse sobre ella, se movería más aprisa que la fortuna, esa escurridiza quimera, porque si descubrías una fuerza mágica —un hada, un yinni, un trozo de suerte única— y la sujetabas al suelo, te concedería el deseo de tu corazón; y ella formularía su deseo: «Llévame lejos de aquí, lejos de mi padre, lejos de esta muerte lenta y esta vida más lenta aún, lejos de Shalimar el payaso».
Dos años más tarde, un hombre descarnado de larga barba desordenada, hermosos ojos pálidos que parecían mirar a través de este mundo al otro, y piel de color de metal oxidado apareció súbitamente en el pueblo de Shirmal con un abrigo de lana largo y raído y un turbante negro flojamente anudado, con todas sus pertenencias terrenales atadas en un fardo como si fuera un simple vagabundo, y comenzó a predicar el fuego del infierno y la condenación. Hablaba el idioma con aspereza, como un extranjero, como alguien poco acostumbrado a hablar en absoluto. Las palabras parecían arrancadas de su garganta como trozos de piel rugosa y causarle un gran dolor físico. Los shirmalis, como toda la gente del valle, no estaban acostumbrados a predicadores tremebundos de aquel tipo, pero lo escucharon, por las leyendas de los mulás de hierro que circulaban aquellos días.
Los cachemiros eran aficionados a los santos de todo tipo. Algunos de estos tenían incluso asociaciones militares, como la de Bibi Lalla o Lalla Maj, la hija del comandante de los ejércitos de Cachemira en el siglo XIV. Muchos eran milagreros. La historia que circulaba por entonces era a la vez militar y milagrosa. El ejército indio había enviado equipo militar de toda clase al valle, y por todas partes surgían depósitos de chatarra, desfigurando su prístina belleza, como pequeñas cordilleras de tubos de escape de camión estropeados, armas que no funcionaban y cadenas de tanque rotas. Luego, un día, por la gracia de Dios, la chatarra comenzó a agitarse. Cobró vida y tomó forma humana. Los hombres que nacieron milagrosamente de aquellos metales de guerra oxidados, que fueron al valle a predicar resistencia y venganza, eran santos de una clase totalmente nueva. Eran los mulás de hierro. Se decía que si te atrevías a golpear su cuerpo se oía un hueco sonido metálico. Como estaban hechos de hierro blindado, los disparos no podían atravesarlos, pero eran demasiado pesados para flotar y, si caían al agua, se ahogaban. Su aliento era cálido y humeante, como neumáticos que ardieran o exhalaciones de dragones. Había que honrarlos, temerlos y obedecerlos.
Aquel día en Shirmal, Bombur Yambarzal, el vasta waza, fue el único que se atrevió a interrumpir la diatriba del predicador mendicante. Se enfrentó en la calle con el extraño faquir y quiso saber su nombre y ocupación.
—Mi ocupación es la ocupación de Dios —replicó el tipo. En aquel primer intercambio de palabras, se mostró renuente a dar nombre alguno. Finalmente, presionado por Bombur, dijo—: Llámame Bulbul Shah.
Bulbul Shah, como sabía incluso Bombur, era un santo legendario que había llegado a Cachemira en el siglo XIV (la época de Bibi Lalla). Era un sufí de la orden Suhrawardy llamado Syed Sharafuddin Abdul Rehman, conocido por Bilal, como almuédano del Profeta… título honorífico que se corrompió transformándose en Bulbul, «ruiseñor». Sus orígenes eran discutidos. Pudo venir del Tamkastán, en el antiguo Irán, o de Bagdad o, más probablemente, del Turquestán, y puede que fuera un refugiado de los mogules, puede que no. Sin embargo, consiguió convertir al islam al usurpador ladakhi Rinchin o Renchan o Rencana, que se había apoderado del trono de Cachemira en 1320, y comenzó el proceso de conversiones por el que Cachemira se convirtió en un Estado musulmán. En cualquier caso, llevaba muerto seiscientos años, y desde luego no estaba ahora delante de Yambarzal, oliendo a aliento de dragón.
—Eso es una tontería —dijo Bombur al trotamundos en su tono habitualmente altanero—. Lárgate. No queremos jaleos, y tú, en medio de nuestro pequeño pueblo y desgañitándote sobre los tormentos del infierno… me parece que puedes armar jaleo.
—Hay grandes infieles —replicó el extraño con calma—, que niegan a Dios y a su Profeta; y luego hay pequeños infieles como tú, en cuya barriga se ha helado hace tiempo el calor de la fe, que confunden la tolerancia con la virtud y la armonía con la paz. Tienes que permitir que me quede o matarme, y te dejo la elección. Pero entiende una cosa: soy el fuelle que reavivará tu fuego.
—Naturalmente que no te mataré —dijo Yambarzal, desconcertado—. ¿Qué clase de gente crees que somos?
—Peleles —respondió el extraño con su voz alarmante y rasposa.
Bombur enrojeció y gritó alto a la creciente multitud:
—Dad a este mendigo algo de comer y pronto se habrá ido.
Fue un error. La supuesta reencarnación de Bulbul Shah había venido para quedarse, y muchos oídos querían escuchar lo que tenía que decirles, especialmente porque su respuesta a la observación desdeñosa de Yambarzal fue quitarse el turbante, apretar la mano derecha y golpear hábilmente con los nudillos en la cúpula calva de su cabeza. Todo el mundo oyó el fuerte sonido metálico, y muchas mujeres y varios hombres cayeron de rodillas.
Después de aquello hubo en Shirmal un nuevo poder. Un hogar shirmali tras otro acogió al mulá de hierro, y al cabo de un año había cambiado el carácter del pueblo, y los cocineros en cuyos corazones ardían nuevas pasiones se agruparon a fin de construir una mezquita para el inspirador Bulbul. El mulá de hierro nunca habló de sus orígenes, nunca dijo en qué seminario o a los pies de qué maestro había recibido instrucción religiosa; de hecho nunca dijo una palabra sobre su vida anterior al día en que llegó a Shirmal para cambiarlo todo para siempre. La afición de los cachemiros a los apodos y su tendencia a una franqueza bien intencionada hicieron que los niños lo apodaran pronto Bulbul Faj, «Bulbul maloliente», a causa de su olor sulfuroso. De forma que se convirtió en el maulana Bulbul Faj, aceptando el nombre sin objeción, como si acabara de venir al mundo, simultáneamente inocente y feroz, creado especialmente para aquel pueblo, y sus habitantes tuvieran derecho a llamarlo lo que quisieran, como padres que dieran nombre a un recién nacido.
Las relaciones entre Shirmal y Pachigam habían sido buenas desde que Bombur Yambarzal y Abdullah Noman se abrazaron la noche del desastre de Shalimar Bagh. Sus periódicas expediciones de pesca habían comenzado otra vez, y en las ocasiones en que un cliente de suficientes recursos pedía la versión gigante del wazwaan, el super-wazwaan o Banquete de Sesenta Platos Máximo, los dos pueblos mancomunaban sus recursos y colaboraban. Abdullah ofreció incluso enviar a gente suya para que diera a los shirmalis lecciones de interpretación si querían seguir buscando empleo como proveedores de teatro ambulante, pero Yambarzal declinó la oferta, llegando a hacer una observación autodenigrante.
—No podemos pretender ser quienes no somos —dijo—, de forma que seguiremos siendo como somos.
Había algo de retranca en ese cumplido, pero Abdullah decidió no darse por enterado, en parte porque era un día agradable y los peces saltaban, y en parte porque había llegado a comprender que Yambarzal no era mucho más excitable o egotista que muchos artistas —incluidos algunos de su propia troupe de actores—, pero sí, indudablemente, más hábil para meter la pata. Sin embargo, Bombur se estaba suavizando. Últimamente había llegado incluso a elogiar a «ese nuevo pandit waza vuestro» por «dominar el sabor», lo que era un cumplido tan grande que cuando Abdullah se lo repitió a Pyarelal el pandit no pudo evitar ruborizarse de orgullo.
Los dos pueblos continuaban siendo rivales en el asunto de los festines, de forma que seguía habiendo cierta tensión, y a veces se decían palabras mordaces. Bombur Yambarzal, en sus peores momentos, seguía culpando a Abdullah Noman por llevarse parte de los ingresos de los wazwaan de los que dependía el bienestar económico de Shirmal y su posición personal, la de Bombur. «Si no fuera por Pachigam y esa cocina hindú —le susurró la voz del maligno al oído— serías otra vez el vasta waza indiscutido y eso te haría a ti, no a Bulbul Faj, el cabecilla incontestado en Shirmal». La disminución general de ocasiones festivas había afectado duramente tanto a Pachigam como a Shirmal. Los cachemiros tenían muchas menos ganas de festejar en aquellos tiempos. Hubo semanas, meses incluso, en que Abdullah Noman pensaba que los días del bhand pather estaban contados, que nadie quería ya las tradicionales historias de payasos, y que sería imposible competir con las furgonetas que llegaban hasta las ciudades y pueblos más remotos con proyectores, pantallas y bobinas de las últimas películas detrás. A Bombur Yambarzal le preocupaba igualmente que la afición cachemira por la buena cocina dejara de transmitirse a la siguiente generación. Sin embargo, aunque los intervalos entre las actuaciones se alargaban, seguían llegando contratos para las obras bhand de Pachigam y, en cuanto a la cocina para atender a multitudes, se seguía solicitando también. Ni siquiera el ejército indio podía impedir que las familias concertaran bodas, y estaba también el ocasional matrimonio por amor, porque después de todo eran los años sesenta, y por eso, gracias a la optimista insistencia de la raza humana en general en matrimoniarse, incluso en malos tiempos, y también a la continua expectativa de los cachemiros de que las bodas se celebrasen con despliegues de glotonería durante semanas en la mayor escala posible, no era probable que nadie que estuviera en el negocio de preparar el Banquete de Treinta y Seis Platos Mínimo pasara hambre aún. Sin embargo, dieciocho meses después de la aparición de Bulbul Faj, el mulá de hierro, más de diecisiete años de más o menos agradable cooperación entre Shirmal y Pachigam tuvieron un final abrupto y desagradable.
El verano de 1965 fue una mala estación. La India y el Pakistán habían entablado ya combate, brevemente, en el Rann de Kutch, muy lejos al sur, pero ahora de lo que se hablaba era de la guerra por Cachemira. Se oyó el ruido sordo de los convoyes, y el rugido en el aire de los reactores. Se hicieron amenazas —«¡La fuerza será aplastada por otra fuerza abrumadora!»— y también, a su vez, contraamenazas —«¡No se tolerará ni permitirá la agresión!»—. Había un martilleo, un aullar, una nube oscura en el aire. Los niños en los terrenos de juego tomaban postura, amenazaban, agredían, se defendían, huían. El miedo era la cosecha más importante del año. Colgaba de los frutales en lugar de manzanas y melocotones, y las abejas hacían miedo en lugar de miel. En los campos de arroz, el miedo crecía espeso bajo la superficie del agua poco profunda, y en los campos de azafrán, el miedo, como la correhuela, estrangulaba a las plantas delicadas. El miedo obstruía los ríos como los jacintos de agua, y las ovejas y cabras de los altos pastos morían sin ninguna razón evidente. El trabajo escaseaba tanto para actores como para chefs. El terror, como una plaga, estaba matando el ganado.
La nueva mezquita construida para Bulbul Faj en Shirmal era una estructura muy sencilla. El tejado era de madera y las paredes de tierra encalada. En la parte de atrás, donde ahora vivía, había dos sencillas habitaciones sin ventana. No estaba previsto que las señoras asistieran a las oraciones. El único detalle sorprendente estaba en la sala principal de la mezquita, donde, en honor de Bulbul Faj, se había erigido un púlpito de metal de aspecto aterrador, completo con su banco de faros de camión (que no funcionaban), guardabarros torcidos proyectados hacia arriba como cuernos, y una enmarañada rejilla de radiador. Los suelos, más tradicionales, estaban cubiertos de alfombras numdah. Un viernes de finales de agosto, el mulá de hierro subió a su púlpito de mal agüero e hizo su propia declaración de guerra.
—Hay un enemigo exterior —declaró con su voz fría y cubierta de óxido—, y hay un enemigo que se esconde entre nosotros.
El enemigo de dentro era Pachigam, un pueblo degenerado donde, a pesar de una mayoría musulmana sustancial entre los residentes, solo un miembro del panchayat profesaba la verdadera fe, mientras que tres ancianos designados —¡tres!— eran idólatras, y el quinto era judío. Además, se había nombrado a un hindú waza principal del wazwaan, que había empezado a utilizar cuajada en la comida. Y sobre todo —¡oh, prueba final e irrefutable de la perfidia moral de Pachigam!— estaba su apoyo incondicional a la relación desvergonzada, lasciva, emputecida, viciosa, impía e idólatra, de cuatro años, entre Bhoomi Kaul, más conocida por Boonyi, y Noman Sher Noman alias Shalimar el payaso.
El coronel Kachhwaha, en Elasticnagar, se enteró muy pronto del sermón. Aquel sermón era algo peor que inadecuado. Era sedicioso. Aquel sermón exigía la respuesta más severa: una privación de libertad, una pena de prisión de siete años como mínimo. El coronel Kachhwaha había oído las absurdas historias de los llamados mulás de hierro y había que dar en la cabeza a esas historias y al diablo, produciendo huecos sonidos metálicos. Aquel Faj no era un milagro sino un hombre, y había que darle una lección y bajarle los humos. Aquel Faj era un cabrón comunalista pro paki y se atrevía a predicar sobre enemigos dentro del Estado cuando él mismo era la encarnación de ese enemigo. Sí, hacían falta medidas enérgicas. Un puño de hierro contra el predicador de hierro. Exactamente. Y sin embargo, sin embargo…
El Hammirdev Kachhwaha de agosto de 1965 era muy diferente del asno cohibido que había permitido a Boonyi Kaul hablarle tan insolentemente cuatro años antes: por una parte, era un comandante experimentado, que se preparaba con impaciencia para el combate, y por otra estaban sus crecientes trastornos sensoriales y mnemónicos. Su padre había fallecido, de forma que no le correspondía ya al hijo morir para ganar la aprobación paterna. El día de otoño de 1963 en que supo la noticia del fallecimiento de Nagabhat Kachhwaha, el coronel Tortuga se quitó las pulseras de oro de la humillación, hizo que su conductor lo llevara hasta el Bund de Srinagar, se situó con la espalda hacia los grandes almacenes de la ciudad, Juan el Barato, Moisés sufriente y Subhana la Peor, y lanzó las relucientes ajorcas muy lejos, a las aguas pardas y mansas del Jhelum. Se sintió como sir Bedivere devolviendo a Excalibur al lago, salvo porque las pulseras habían sido un símbolo de debilidad, no de fuerza. En cualquier caso, esta vez no hubo ningún brazo cubierto de blanco brocado, místico y maravilloso, que emergiera para recibir lo que se arrojaba. Las pulseras se dispersaron sin ruido en la lenta superficie del río y se hundieron deprisa. Los altos álamos se balancearon débilmente, y las hojas de chinar enrojecidas por el otoño revolotearon un adiós. El coronel Kachhwaha saludó breve y resueltamente, dio una elegante media vuelta, y marchó hacia un futuro nuevo y más confiado.
El número de hombres a su mando había aumentado. Elasticnagar se había estirado tanto que la gente empezó a llamarlo el Elasticnagar Roto. Los tambores de guerra redoblaban y las aeronaves de transporte de tropas realizaban un servicio continuo de relevos, y los ansiosos jawans de ojos centelleantes llegaban en masa. Kachhwaha era uno de los principales supervisores de la importante operación a nivel estatal que estaba enviando cientos de miles de soldados a primera línea. Ahora había recibido su propia orden de marcha. El jefe de Elasticnagar iba a la guerra. Aplastaría al enemigo con la máxima fuerza, y la supervivencia era permisible. Volver como héroe de guerra era permisible. Volver como héroe de guerra condecorado y disfrutar en la patria de la admiración de jóvenes excitadas no solo era permisible sino algo activamente fomentado. El coronel Kachhwaha, en jodhpurs, se golpeó con la fusta el muslo ante la idea. Desde la muerte de su padre, había empezado a soñar con volver a casa triunfalmente y poder elegir entre las mujeres, las bellas mujeres rayput de ojos relampagueantes ribeteados de kohl, las preciosas mujeres jodhpuri aguardando en sus salones de espejos, abriendo de par en par sus brazos al héroe local conquistador, vestidas con nubes de organza y encaje. Aquellas mujeres eran mujeres de su propia clase, rosas del desierto, mujeres que sabían apreciar a un guerrero, mujeres muy distintas de las tontas chicas de Cachemira. Distintas, por ejemplo, de Boonyi. En aquellos días no se permitía pensar en Boonyi Kaul, aunque a sus oídos llegaban noticias de su extraordinaria y floreciente belleza. A los dieciocho años estaría en plena flor, habría tenido su primer arrebol de mujer, pero él no se permitía pensar en ello. Su compostura era laudable. Se felicitaba por ella. A pesar de las muchas provocaciones, no había perseguido a su pueblo de bohemios y tipos sospechosos, a pesar de que ella había insultado su honor. No quería que se dijera que H. S. Kachhwaha realizaba vendettas estando de servicio, que su conducta había sido en lo más mínimo indecorosa. Se había demostrado a sí mismo que estaba por encima de todo eso. La disciplina lo era todo. La dignidad lo era todo. Boonyi no era nada para él, nada comparada a las chicas rayput que aguardaban, aunque no supiera sus nombres, no hubiera visto sus rostros y las hubiera encontrado solo en sus sueños. Esas mujeres soñadas eran las que quería. Cualquiera de ellas valía por mil Boonyis.
Era un soldado y por eso trató de compartimentar las cosas, de poner sus trastornos en una caja, en un rincón del cuarto, y seguir funcionando normalmente. Cuando se escapaban resultaba lamentable, pero sus soldados se habían acostumbrado a la confusión de sus sentidos, a la extrañeza de sus descripciones. Sus oficiales reaccionaban ahora normalmente cuando les decía que tenían voces rígidas de color bermellón y los soldados en formación guardaban silencio cuando los felicitaba por oler como jazmines y los cocineros de Elasticnagar sabían que solo debían asentir con prudencia cuando les decía que el cordero korma no era suficientemente puntiagudo. Podía decirse que su enfermedad estaba bajo control. El problema de la memoria, de recordar demasiado, no. La acumulación se hacía cada día más opresiva y dormir se volvía cada vez más difícil. Era imposible olvidar a la cucaracha que había salido del desaguadero de la ducha seis meses antes, o una pesadilla, o cualquiera de las miles de partidas de cartas que había jugado en su vida militar. La descomposición del pasado se amontonaba dentro de él, los nombres y rostros se disputaban el espacio, y la sobrecarga de palabras y hechos no olvidados lo dejaba boquiabierto de horror. Se suponía que el tiempo calmaba todas las penas, ¿no?, pero el cuchillo de la desaprobación de su difunto padre se negaba a embotarse con el paso de los meses. Ahora creía que los dos problemas, los dos virus del sistema, estaban relacionados de algún modo. No buscó ayuda médica para sus problemas porque cualquier diagnóstico de problemas mentales, por ligeros que fueran, hubiera sido con certeza una razón para apartarlo del mando. No podía volver a casa como un chiflado. Entonces no habría chicas soñadas. Y la memoria no era una locura, ¿no?, aunque el pasado recordado se apilara tan alto dentro de ti que temías que los archivos de tu pasado se vieran en el blanco de tus ojos. La memoria era un don. Era algo positivo. Un recurso profesional.
Y por eso, para volver al tema de que se trata, aquel mulá, aquel Bulbul Faj, resultaba totalmente inaceptable al denunciar a un pueblo cercano por su tolerancia, estaba agitando las cosas, incitando a la violencia y preconizando un islam revoltoso que, sin lugar a dudas, no era cachemiro ni tampoco indio. Sin embargo, tenía razón al condenar a aquella fresca y a su amiguito, a la pareja que había decidido desafiar toda convención social y religiosa decente y a la que había defendido gente que hubiera debido tener más sentido común, gente entre la que probablemente acechaba cierto número de sospechosos subversivos. Esos tipos del frente de liberación eran subversivos nacionalistas y no fanáticos religiosos, y ellos y los mulás de hierro no se querían demasiado. De modo que ¿por qué no quedarse tranquilito, eh? Los recursos no eran infinitos y el tiempo acuciaba y no se podía estar en todas partes y había una guerra que hacer. No se trataba tanto de hacer la vista gorda como de priorizar debidamente los objetivos. ¿Por qué no permitir que dos tipos de subversivos se liquiden mutuamente y dejar que la putilla recoja las tempestades de los vientos que sembró? Si más tarde hiciera falta una especie de operación de limpieza, las fuerzas dejadas atrás para vigilar el distrito serían plenamente capaces de manejar la situación. Le llegaría el turno a maulana Bulbul Faj. Sí, sí. Lo que había que hacer era no hacer nada. Esa era la decisión propia de un estadista.
El coronel Hammirdev Kachhwaha, en su oficina, puso los pies encima del escritorio, cerró los ojos y se dejó llevar por un rato al torbellino interno del sistema, sumergiendo su conciencia en el océano de los sentidos, escuchando como un chico con una caracola en el oído el incesante parloteo del pasado.
Habían transcurrido casi dieciocho años desde la muerte de la profetisa Nazarébaddoor de Gujar, pero eso no le impedía intervenir en los asuntos locales cuando la necesidad se presentaba. Muchos residentes de la región hablaban de sus visitas, que normalmente tenían lugar en sueños, y cuya finalidad era normalmente advertir («No cases a tu hija con ese chico: sus primos del norte son enanos», aconsejó a un somnoliento criador de cabras de una ladera próxima a Anantnag) o recomendar («Agarra a esa chica para tu hijo antes de que lo haga otro, porque su primogénito está destinado a ser un gran santo», ordenó a un barquero que dormía en su shikara en el lago Gandarbal, haciendo que se despertara sobresaltado y se cayera del bote). Muerta, Nazarébaddoor parecía más jovial de lo que había sido en los últimos días de su vida, y reconoció a muchos de los que la habían visto en visiones que la muerte le sentaba bien.
—El horario es mejor —decía— y no tienes que preocuparte por los animales.
Sin embargo, cuando se le apareció a Bombur Yambarzal, había recuperado todo su pesimismo. El bulboso waza se despertó en la oscuridad y vio su rostro de un solo diente muy cerca del suyo, y sintió en la mejilla el frío aliento de la muerte.
—Si no haces algo volando —dijo—, la guerra civil de Bulbul Faj dejará vuestros dos pueblos reducidos a cenizas.
Luego ella se retiró, fundiéndose con la oscuridad, y él se despertó por completo, solo en la cama y sudando. Unos segundos más tarde oyó la voz del maulana que se alzaba en el azaan. La llamada a la oración del alba fue también, en aquella ocasión, una llamada a las armas.
Siempre que la información está estrechamente controlada, los rumores se convierten en una útil fuente alternativa y, según los rumores, toda la tribu de mulás de hierro estaba llamando a los cachemiros a las armas aquel día, pidiéndoles que se levantaran y limpiaran el país de los soldados indios extranjeros y también de los pandits. Sin embargo, Bombur Yambarzal no había oído ninguno de esos rumores. Para él, aquello no era una cuestión nacional sino personal. Se levantó de la cama y corrió, tambaleándose, resoplando, jadeando y sudando, hasta las cocinas principales del pueblo, donde se preparaba el wazwaan. Allí se aprestó a la batalla. Una vez listo, y después de recuperar el aliento, recorrió de forma mucho más deliberada la calle principal de Shirmal hacia la mezquita que estaba al extremo del pueblo, de una forma que casi podría haberse llamado regia, pero era un rey con cuchillos y cuchillas de cocina metidos en el cinturón, calderos y cacharros atados en torno al cuerpo a guisa de armadura y una gran cacerola en la cabeza. De él chorreaba sangre fresca de pollos sacrificados, se la había untado por manos y rostro y sobre los utensilios de cocina, y llevaba además una pequeña bota de cuero llena de sangre, para asegurarse de que el efecto no desapareciera antes de tiempo. Parecía a la vez horripilante y ridículo, y las mujeres y los niños del pueblo, que habían aguardado ansiosamente que los hombres salieran de la mezquita y anunciaran su decisión sobre el ataque a Pachigam, comenzaron a reír y llorar al mismo tiempo, sin saber cuál era la reacción adecuada. Bombur Yambarzal enderezó la espalda y levantó la cabeza con orgullo, y encabezó un desfile de mujeres y niños asombrados hasta la puerta de la mezquita.
Cuando llegó a ella, sacó de su cinturón, como si fueran espadas, dos cucharones de metal y comenzó a golpear su armadura, haciendo un ruido que hubiera hecho levantarse a los muertos si estos no hubieran preferido quedarse tranquilamente bajo tierra y hacer caso omiso del horroroso estruendo. Los hombres de Shirmal salieron en tropel de la mezquita con el fanatismo en los ojos y, detrás de ellos, salió un maulana Bulbul Faj considerablemente irritado.
—¡Miradme! —gritó el waza Bombur Yambarzal—. Este es el tarado cabezón, cómico y sediento de sangre, en que habéis decidido convertiros.
Durante años, los hombres de Shirmal hablaron de la gran hazaña, insólitamente desinteresada, de Bombur Yambarzal. Al convertir su mundo habitual de cacharros y cacerolas en una efigie del horror, al sacrificar su dignidad y orgullo que tanto apreciaba, al insultarlos con el arma de sí mismo, los despertó de su extraño soñar despiertos, del poderoso hechizo hipnótico tejido por la lengua dura y seductora de Bulbul Faj. No, no se alzarían contra sus vecinos, le dijeron, seguirían siendo ellos mismos, y las únicas criaturas que degollarían serían los animales destinados a las mesas en que la gente celebrara momentos de alegría privada. Cuando Bulbul Faj comprendió que había perdido el tiempo, que su claridad de cuchillo había sido embotada por la ofuscante creación por Yambarzal de una comicidad grotesca, se fue sin decir palabra a sus habitaciones y volvió a salir con el andrajoso fardo que llevaba el día en que llegó a Shirmal.
—Burros, todavía no estáis preparados para mí —dijo—. Pero la guerra que comienza será larga, y necesaria también, porque su enemigo es la impiedad, la inmoralidad y el mal, y, por el corrompido corazón del hombre en general y de los incrédulos kafirs en particular, es una guerra que no podrá terminarse fácilmente. Cuando vuestros corazones se abran a mí, entonces podré volver.
Bombur Yambarzal no se había casado nunca y ahora que tenía más de cincuenta años no esperaba ya encontrar novia. Sin embargo, en los ojos y rostros de algunas de las matronas que lo miraban mientras volvía marcialmente a las cocinas, tintineando y chorreando, para quitarse aquella tonta armadura de rectitud y paz, vio algo que no había visto antes en los ojos y los rostros de las mujeres: es decir, cariño. La viuda de un subwaza recientemente fallecido, Hasina Karim, conocida por Harud, «otoño», por su pelo teñido de rojo, una hermosa mujer con dos hijos mayores para atender sus necesidades materiales pero que no tenía a nadie para ocupar su cama, lo acompañó sin que se lo pidiera y lo ayudó a quitarse sus cacharros y cacerolas y a lavarse de la piel la sangre de pollo. Cuando acabaron, Bombur Yambarzal intentó por primera vez en su vida halagar a una persona del sexo opuesto.
—Harud no es un buen nombre para ti —le dijo, con intención de seguir—. Deberían llamarte Sonth, porque pareces tan joven como la primavera.
Sin embargo, el nerviosismo hizo que se trabucara, y sonth, con gran turbación por su parte, sonó como sonf. «Porque pareces tan joven como el anís» era, a todas luces, una observación idiota. Avergonzado, se ruborizó intensamente.
—Me gusta que seas torpe con los cumplidos —lo consoló ella, seria, tocándole la mano—. Nunca he confiado en los hombres de palabra demasiado fácil.
A pesar de la audacia del waza, aquel día hubo una tragedia. Sin que nadie lo supiera salvo Bulbul Faj, tres jóvenes, los hermanos Gegroo, de barba rala, Aurangzeb, Alauddin y Abulkalam, un trío de jóvenes roedores holgazanes y descontentos en los que Bombur no confiaba mucho en los banquetes, salvo para lavar los platos, había salido discretamente de la mezquita por la puerta trasera y se había dirigido a Pachigam, buscando camorra, y dándose valor a sí mismos con una botella de ron oscuro que, muy probablemente, Bulbul Faj habría desaprobado. Mucho más tarde aquella noche, al amparo de la oscuridad, habían vuelto a deslizarse hasta Shirmal y se habían encerrado en la mezquita vacía. Justo a tiempo. Antes de romper el día, la enorme figura de Big Man Misri el carpintero llegó a caballo a Shirmal, con hachas en el cinturón y rifles colgados al hombro.
—¡Gegroos! —gritó mientras entraba galopando en el pueblo, despertando a todos los habitantes que aún estaban dormidos—. Habéis conocido a mi hija, y ahora tendréis que conocer a vuestro Dios.
Zoon Misri había sido violada. Iba a Khelmarg a coger flores cuando sucedió. La habían arrastrado fuera del camino de la colina hacia el bosque, y la habían arrojado contra el áspero suelo y tratado brutalmente, y aunque le habían echado un saco por la cabeza había identificado con facilidad a los tres agresores por sus voces Gegroo, gimientes y nasales, que eran inconfundibles aunque los hermanos estuvieran horriblemente borrachos.
—Si no podemos conseguir a la puta blasfema —oyó decir a Aurangzeb—, la más guapa de sus amigas servirá bien.
—Más que bien —había asentido Alauddin—, siempre estaba demasiado estirada para mirar a gente como nosotros.
Y el más joven, concluyó:
—Bueno, Zoon, nos veremos.
Después de la violación, los agresores se fueron, riéndose tontamente. Ella tuvo fuerzas para, magullada y con la ropa desgarrada, descender por la colina hasta Pachigam, donde, con tono de voz aterrado, confió todos los detalles de la agresión a Boonyi, Gonwati y Himal, sin atreverse a decírselo a su padre (su madre había muerto hacía algunos años), y aunque la consolaron y bañaron, y le dijeron que no había razón para que se sintiera avergonzada, ella dijo que no podía imaginarse seguir viva con ellos dentro, con el recuerdo de su intrusión, con su simiente. Boonyi, terriblemente deprimida por la sensación de que Zoon había padecido en lugar de ella, de que las heridas causadas a su amiga habían estado destinadas a ella misma, fue la que llevó al carpintero la noticia. Big Man Misri no hizo mucho para aliviarla de su carga. Mientras ensillaba su caballo le dijo:
—Vosotras tres la mantendréis viva. Depende de vosotras. ¿Entendéis? Si muere, os pediré cuentas.
Luego se desvaneció en la noche tan rápidamente como su caballo podía llevarlo.
Cuando los hermanos Gegroo se serenaron, comprendieron que, como consecuencia de su estupidez, sus vidas carecían de pronto de valor, y su esperanza era permanecer dentro del santuario de la mezquita hasta que el ejército o la policía apareciera e impidiera al padre de Zoon crucificarlos, cortarlos en pedazos o cualquier otra cosa que pudiera estar planeando como venganza. Big Man Misri pensaba efectivamente en una serie de destinos horribles para cada uno de los tres Gegroo, y cuando informó a los shirmalis que se congregaban de la naturaleza del crimen de los ratoniles hermanos, nadie tuvo valor para disuadirlo. Sin embargo, el consenso era que el carpintero no debía violar la santidad de la mezquita. Big Man Misri ató a su caballo y gritó a los hermanos Gegroo:
—Estaré esperando a que decidáis salir, aunque me cueste veinte años.
Aurangzeb, el mayor de los Gegroo, intentó bravuconear.
—Somos tres contra uno y estamos bien armados —gritó a su vez—. Harías mejor en cuidar de ti mismo.
—Si salís de uno en uno —dijo reflexivamente Big Man Misri—, os haré rodajas como a kababs. Si salís todos a la vez, me llevaré a dos por delante antes de que me llevéis a mí, y no sabéis quiénes serán esos dos.
—Además —añadió coléricamente Bombur Yambarzal—, no sois tres contra uno. Soy tres mierdecillas contra todo hombre sano por estos pagos.
Los hombres de Shirmal habían rodeado el edificio para hacer imposible la huida. Al cabo de unas horas, un jeep de la policía militar llegó y advirtió a todos los presentes que no se toleraría la violencia, advertencia de la que no hizo caso nadie.
—Por cierto —gritó Bombur a los aterrorizados Gegroo—, nadie os traerá comida ni bebida. De modo que ya veremos cuánto aguantáis.
El cielo aulló cuando aviones de guerra invisibles lo marcaron con salvajes líneas blancas. Había combates más allá de la frontera, cerca de Uri y de Chhamb, donde el coronel Kachhwaha, desconocedor del asedio de Shirmal, estaba demostrando su valía en la batalla. Había comenzado la guerra entre la India y el Pakistán. Duró veinticinco días. Durante cada minuto de ese tiempo, salvo por los breves intervalos que necesitó para realizar sus funciones naturales detrás de un arbusto cercano, Big Man Misri, como una roca, estuvo agachado a la puerta de la mezquita de Bulbul Faj, con su silla de montar al lado. Le llevaban comida de las cocinas de Shirmal, y un amable mozo del pueblo cuidó, alimentó y paseó a su caballo. Un flujo incesante de visitantes de Pachigam le traía noticias de Zoon, que vivía con los Noman, y se comportaba tranquila y dócilmente, e incluso sonrió un par de veces. Los hombres de Shirmal se turnaban para sentarse con Big Man, y también la policía se turnaba. Y, gradualmente, las voces que salían del interior de la mezquita se acallaron. Los Gegroo habían amenazado, protestado, engatusado, llorado, despotricado, peleado, pedido perdón y suplicado, pero no habían aparecido.
Al cabo de veinticinco días, el cielo dejó de dar alaridos en lo alto.
—La paz —dijo Bombur Yambarzal a Hasina Karim, pero era una paz manchada de sangre; el silencioso cielo sobre Shirmal parecía la muerte.
—¿Seguirán vivos? ¿Qué crees? —preguntó Bombur a Big Man Misri, y el carpintero se puso lentamente en pie, bamboleándose de agotamiento, como un soldado que volviera de la guerra.
—Siempre fueron chuletas sin enjundia —dijo, sabiendo que estaba pronunciando el epitafio de los Gegroo—. Murieron como ratas en la trampa.
Big Man se aseguró de que todas las salidas del edificio sin ventanas estuvieran bien cerradas con candado antes de renunciar a su vigilancia, y se llevó las llaves. La policía militar —es decir, el cansado oficial de turno en su jeep polvoriento— protestó sin mucho entusiasmo.
—Vete a casa ahora —le dijo Big Man—. Nadie ha cometido ningún delito.
—¿Y si están vivos? —preguntó el oficial.
—Entonces —respondió Big Man— lo único que tienen que hacer es llamar a la puerta.
Sin embargo, nunca se oyó golpear. La pequeña mezquita del extremo del pueblo permaneció acerrojada e inutilizada. Los grandes acontecimientos de un solo día impactante, la derrota de Bulbul Faj por Bombur Yambarzal y sus ollas, y el delito de los hermanos Gegroo y su decisión de emparedarse en aquel edificio hasta morir, habían sacado de algún modo la mezquita de la conciencia de los habitantes del pueblo, como si, literalmente, se hubiera alejado de sus hogares. La jungla la reclamaba. Los árboles habían salido del bosque y la habían capturado; las plantas trepadoras y los espinos la envolvían y guardaban. Como un castillo bajo una maldición de cuento de hadas, desapareció de la vista y, finalmente, el tejado de madera se pudrió y hundió, y los pernos de las puertas se oxidaron, los baratos cerrojos se cayeron y el recuerdo de los hermanos Gegroo fue también devorado, dejando atrás una superstición comunal tan poderosa que nadie volvió a poner el pie en el lugar en que los hermanos murieron de cobardía e inanición; y así quedaron las cosas hasta el día del retorno de los hermanos muertos. Ese día, sin embargo, no llegaría en más de veinte años, y entretanto Zoon Misri vivió tranquila, y lentamente la cuidaron hasta que recuperó algo parecido a su forma de ser anterior, aunque perdió para siempre cierta ligereza de espíritu. Ningún hombre vino nunca a pedir su mano. Así eran las cosas. Nadie podía defenderlas, pero nadie podía cambiarlas tampoco. Y nadie comprendía que la única cosa que mantenía viva a Zoon era la desaparición de los hermanos Gegroo en su desvanecida tumba, lo que le permitía estar de acuerdo consigo misma en que nunca habían existido y lo que habían hecho no se había hecho nunca. El día de su retorno de entre los muertos sería el último de la vida de ella.
Cuando volvió a Elasticnagar de la guerra de 1965, el coronel Hammirdev Kachhwaha era otra vez un hombre cambiado. La muerte de su padre lo había liberado brevemente de su cárcel de expectativas incumplidas, pero la experiencia de la guerra había vuelto a aprisionarlo, y aquel era un calabozo del que no escaparía nunca. La acción militar había sido una decepción para el coronel Tortuga. La guerra, cuyo propósito más alto era crear claridad donde no la había, la noble claridad de la victoria y la derrota, no había resuelto nada. Había habido poca gloria y mucha muerte inútil. Ninguno de los dos bandos había conseguido hacer efectiva su reclamación de aquella tierra, ni había ganado más que los más diminutos trozos de territorio. La llegada de la paz dejó las cosas peor de lo que estaban antes de los veinticinco días de combates. Aquella era una paz con más odio, una paz con mayor encono, una paz con mayor desprecio mutuo. Para el coronel Kachhwaha, sin embargo, no había paz, porque la guerra seguía haciendo estragos interminablemente en su memoria, cada uno de sus momentos volvía a repetirse en cada momento de cada día, la humedad verde lívido de las trincheras, la asfixiante bola de miedo en la garganta, los estallidos de granada como letales hojas de palmera en el cielo, las torvas muecas de las balas que pasaban, la iridiscencia de las heridas y mutilaciones, la incandescencia de la muerte. De vuelta a Elasticnagar, se encerró en sus habitaciones y bajó las persianas, pero la guerra no cesaba, la intensa cámara lenta del combate cuerpo a cuerpo en el que la fragilidad de cristal de su propia vida patética y olorosa podía verse hecha añicos en cualquier momento por esa bayoneta ese cuchillo esa granada ese rostro engrasado de negro que gritaba, donde ese tobillo torcido ese giro de cadera ese agachar la cabeza podían convocar la oscuridad que manaba de las grietas de la tierra desgarrada, la oscuridad que lamía los cuerpos haciendo desaparecer su fuerza sus piernas su esperanza sus piernas sus piernas sin color que se disolvían. Tenía que sentarse en esa oscuridad, su propia oscuridad suave, para que esa otra oscuridad, la oscuridad dura, no viniera. Sentarse en la suave oscuridad y estar eternamente en guerra.
Sus soldados estaban en vilo. Contaban sus muertos y cuidaban sus heridas, y el alto voltaje de la guerra seguía fluyendo por sus venas. Habían hecho una guerra por gente desagradecida, que no merecía que se luchara por ella. Una fantasía del enemigo se extendía por la comunidad mayoritaria del valle, un sueño de una vida idílica al otro lado, en el Estado religioso. A esa gente no se le podía explicar nada. No se le podía explicar las medidas tomadas para protegerlos en la paz y en la guerra. Por ejemplo, a los cachemiros no se les permitía tener tierras aquí. Esa inteligente ley no existía en el otro lado, donde se estaba asentando mucha gente cuya cultura no era la cultura cachemira. Estaban llegando salvajes hombres de la montaña, fanáticos, extraños. Las leyes protegían aquí a los ciudadanos contra esos elementos, pero los ciudadanos seguían siendo ingratos y pedían la libre determinación. El jeque Abdullah lo decía otra vez. Cachemira para los cachemiros. Aquel eslogan idiota se repetía por todas partes, pintado en las paredes, pegado en los postes de telégrafo, flotando como humo en el aire. Había que encontrar una nueva población. Había que vaciar el valle de toda aquella gente y llenarlo de otra, que estaría agradecida por estar allí, agradecida por que la defendieran. El coronel Kachhwaha cerró los ojos. La guerra explotó en la pantalla de sus párpados, sus formas se fundieron y desdibujaron, sus colores se oscurecieron hasta que el mundo fue negro sobre negro.
Siguiendo sus instrucciones, el ejército comenzó a hacer registros rutinarios por los pueblos. Incluso en esos registros rutinarios, había que subrayarlo, podían ocurrir accidentes. Y, de hecho, el grado de violencia aumentó accidentalmente. Se habló de disparos accidentales, palizas accidentales, el uso accidental de aguijadas, una o dos muertes accidentales. En Shirmal, donde Bulbul Faj había tenido su sede, todo el mundo era sospechoso. Hubo largos interrogatorios y las sesiones no se caracterizaron por la amabilidad de los interrogadores. Hubo también problemas en Pachigam, aunque la presencia de tres pandits en el panchayat sirvió de algo. Abdullah Noman, que durante años había tenido el pueblo en la palma de la mano, se encontró en la insólita posición de tener que depender de Pyarelal Kaul, Big Man Misri y Shivshankar Sharga para que hablaran a favor de su familia y de él. Los Noman estaban en una lista. El desvergonzado matrimonio mixto del hijo menor de Abdullah con Boonyi Kaul no estaba bien visto en los círculos más altos. Además, Anees Noman había desaparecido. Firdaus dijo a los soldados que había ido a visitar parientes en el norte, pero no creyeron su explicación. El nombre de Anees Noman estaba en otra lista.
Boonyi Kaul Noman y Shalimar el payaso vivían con Abdullah y Firdaus. La noche en que Anees se fue de casa los hermanos se pelearon de mala manera. Al final de la discusión, Anees dijo:
—Tu problema es que ese matrimonio tuyo te impide ver con claridad.
Boonyi y Shalimar el payaso no tenían hijos porque Boonyi pretendía ser demasiado joven para iniciar una familia. Anees, con flecha de parto, no dejó de señalar que era una conducta sospechosa. Luego, sabiendo que había dicho demasiado, abrió la puerta de atrás y desapareció en la oscuridad.
—Debería quedarse donde está —dijo Shalimar el payaso a nadie especialmente—. Aquí ya no está seguro.
Más tarde aquella noche, cuando todo el mundo estaba en la cama, Abdullah y Firdaus Noman se comunicaron mutuamente su desilusión. Hasta entonces habían intentado creer que lo mejor para su amada cachemiridad era una especie de asociación con la India, porque la India era donde pasaban las cosas, se combinaba esto y aquello, lo hindú y lo musulmán, muchos dioses y uno. Pero ahora había cambiado el ambiente. La unión de Boonyi, la hija de su amigo, con Shalimar el payaso, su propio chico encantador, que habían levantado hacia el mundo como un símbolo, parecía un símbolo equivocadamente optimista, y su fiera defensa de esa unión empezaba a parecer una especie de última postura fútil.
—Las cosas se están desintegrando —dijo Firdaus—. Ahora sé por qué Nazarébaddoor temía el futuro y no quería verlo venir.
Desvelados, miraron al techo y temieron por sus hijos.
Aquella misma noche, al otro extremo del pueblo, en su vacía casa a orillas del Muskadoon, el Pandit Pyarelal Kaul estaba también despierto, también apenado, también temeroso. Sin embargo, cuando el rayo cayó sobre Pachigam, no fue el conflicto hindú-musulmán el causante de la tormenta. El problema no se debió a la rampante locura del coronel Tortuga ni al peligro latente del mulá de hierro ni a la ceguedad de la India ni a los rastreos accidentales ni a la media luna del Pakistán. Se acercaba el invierno cuando ocurrió. Los árboles estaban casi desnudos y anochecía más temprano y soplaba un viento frío. Muchas de las mujeres del pueblo estaban comenzando su trabajo de invierno, el minucioso bordado de chales. Entonces, precisamente cuando los bhands de Pachigam estaban empaquetando sus accesorios y trajes hasta la primavera, vino un enviado del gobierno de Srinagar para decirles que habría otra representación especial por encargo ese año.
El embajador de Estados Unidos, el señor Maximilian Ophuls, venía a Cachemira. Era un caballero cultivado que, al parecer, se interesaba mucho por todos los aspectos de la cultura cachemira. Él y su séquito se alojarían en el parador del gobierno en Pachigam, un espacioso pabellón situado bajo una escarpada colina donde los ciervos barasingha deambulaban como reyes. (Sin embargo, en esa época del año los ciervos habrían perdido su poderosa cornamenta y se estarían preparando como todo el mundo para el invierno). El señor Edgar Wood, asesor personal del embajador Ophuls, había solicitado expresamente una velada de festejos en la que habría naturalmente un Banquete de Sesenta Platos Máximo, un tocador de santoor de Srinagar tocaría música cachemira tradicional, destacados autores locales recitarían pasajes de la poesía mística de Lal Ded y de sus propios versos contemporáneos, un narrador contaría cuentos seleccionados del gigantesco compendio cachemiro Katha-sarit-sagar, que hacía que Las mil y una noches parecieran una novelita; y, a petición especial, actuarían los famosos bhands de Pachigam. La guerra había afectado duramente a los ingresos de la aldea y aquel encargo tardío era un filón. Abdullah decidió ofrecer una selección de escenas de todo el repertorio de la compañía, incluido, fatídicamente, el número de baile de Anarkali, una nueva comedia ideada por el grupo después del inmenso éxito de la película Mughal-e-Azam, que contaba la historia del amor del príncipe de la corona Salim y de la humilde pero irresistible chica nautch Anarkali. El príncipe Salim era un personaje popular en Cachemira, no porque fuera hijo del Gran Mogul, Akbar el Grande, sino porque cuando subió al trono como emperador Jehangir dejó bien claro que Cachemira era su segunda Anarkali, su otro gran amor. El papel de la bella Anarkali sería interpretado como siempre por la mejor bailarina de Pachigam, Boonyi Kaul Noman. Una vez que Abdullah Noman anunció esa decisión, la suerte quedó echada. Los invisibles planetas dirigieron toda su atención hacia Pachigam. El escándalo que se aproximaba comenzó a silbar y susurrar en los chinares como un monzón. Pero las hojas de los árboles siguieron inmóviles.
Cuando Boonyi encontró la mirada de Maximilian Ophuls por primera vez, él estaba aplaudiendo con entusiasmo y mirándola penetrantemente, mientras ella hacía su reverencia, como si quisiera ver su alma. En aquel momento, ella supo que había encontrado lo que había estado esperando.
«Juré que aprovecharía la oportunidad cuando se me presentara —se dijo—, y ahí está, mirándome a los ojos y aplaudiendo como un loco».