13
Fratricida
En el abrumado silencio de su mente, Terisa empezó a gritar. Afortunadamente, no lo hizo en voz alta.
Por un momento, nadie dijo nada. Nadie hizo absolutamente nada. Todo el mundo se limitó a mirar boquiabierto a Geraden y Nyle.
Entonces Geraden emitió un sonido estrangulado como un sollozo, y la Cofradía entró en erupción.
Los Maestros saltaron de sus asientos y corrieron en todas direcciones. El Castellano Lebbick se puso en movimiento en un estallido, lanzándose como un proyectil destructor hacia Geraden. Geraden se apretó contra la pared, como si estuviera rodeado.
Por encima del caos, Terisa gritó:
—¡Geraden! ¡Corre!
Como si ella hubiera encendido una mecha, Geraden se lanzó hacia la puerta.
Demasiado tarde, demasiado lento: se hallaba en estado de shock, y no podía equipararse al instinto del Castellano para la acción. Pero algunos de los Maestros corrían también hacia él, quizá con el deseo de capturarlo, quizá con la esperanza de ayudar a Nyle. Uno de ellos era el Maestro Quillón.
Tan rápido como un conejo, fue tras Geraden…, y tropezó.
Cayó directamente delante del Castellano Lebbick, enredándose accidentalmente entre sus piernas. Lebbick cayó de bruces sobre las losas de piedra.
Geraden alcanzó la puerta y la abrió de golpe.
—¡Detenedlo! —rugió el Castellano Lebbick a los guardias de fuera—. ¡Detened a Geraden!
La puerta se cerró de golpe a tiempo para cortar su grito.
El Maestro Barsonage permanecía de pie, solo, en medio de la confusión. Mientras los Imageros se gritaban unos a otros e intentaban decidir hacia dónde correr, unió apretadamente sus manos y miró boquiabierto hacia ningún lugar en particular. Incluso su tic involuntario se había paralizado.
Aún rugiendo, el Castellano saltó en pie, apartó violentamente a los Maestros que le rodeaban y cargó hacia la puerta.
El Maestro Eremis no fue el primero en llegar junto a Nyle. Sin embargo, apartó a un lado a todos los demás, cogió la sangrante forma en brazos y echó a andar hacia la salida del fondo.
—¡Un médico! —ladró, aunque nadie le escuchaba—. ¡Necesita un médico!
Automáticamente, Terisa siguió al Maestro Eremis y Nyle.
Sin advertencia previa, alguien la sujetó del brazo. Obligada a volverse, se halló frente al Maestro Quillón.
Sus ojos brillaban intensamente; su nariz se fruncía de una forma extravagante.
—¡Ven! —exigió, con una voz que pareció atravesar toda la confusión hasta alcanzar directamente lo más profundo de ella—. ¡Tenemos que ayudarle!
Inmediatamente echó a andar, tirando de ella, hacia la puerta por la que el Maestro Eremis acababa de salir.
Los dos guardias asignados a aquella puerta estaban en la habitación, gritando en petición de órdenes y respuestas. El Maestro Quillón pasó junto a ellos. Hicieron un esfuerzo por detener a Terisa, luego la dejaron pasar: la barahúnda de la Cofradía exigía su atención.
Con su ropa gris aleteando contra sus rodillas, el Maestro Quillón echó a correr.
Terisa no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo el hombre: simplemente, le siguió porque había utilizado la palabra ayudar. Pero de pronto empezó a reconocer aquella parte del laborium. Hasta el fondo del corredor, luego a lo largo de un corredor lateral, el Maestro Quillón la llevó hasta una puerta tan pequeña y recia como para ser la puerta de una celda.
Aquella puerta también estaba custodiada.
—¡Rápido! —gritó el Maestro a los guardias—. ¡Alguien ha sido asesinado! —Señaló en la dirección de la que habían venido él y Terisa—. ¡El Castellano os necesita!
Su urgencia era tan convincente que los dos hombres abandonaron su puesto a toda velocidad, extrayendo sus espadas de la vaina mientras corrían.
Inmediatamente, el Maestro Quillón abrió la puerta, empujó a Terisa a través de ella, y la cerró de nuevo a sus espaldas.
Habían entrado en la antecámara de la red de celdas que había sido reconstruida para el almacenaje y exhibición de los espejos de la Cofradía.
—¿Va a venir él aquí? —preguntó ella. Jadeaba afanosamente.
Con no deliberada brutalidad, el Maestro Quillón respondió:
—No tiene ningún otro lugar donde ir. —Cogió de nuevo su brazo, la empujó a través de la más cercana entrada hacia la madriguera de estancias llenas de espejos.
Pero él no la acompañó.
Cuando se detuvo, ella se volvió para interrogarle.
—¡Ve! —restalló él—. ¡Ayúdale! Ganaré tanto tiempo como pueda. Me creerán cuando diga que no vino aquí…, al menos por uno o dos minutos.
Ella le miró.
—¿Ayudarle?
—¡Ve, te digo! —La empujó de nuevo.
Ella trastabilló, recuperó el equilibrio, y huyó de la antecámara.
¿Ayudarle? ¿A Geraden?
Nyle estaba muerto. Su vientre había sido abierto de parte a parte.
¿Por qué?
Para que no pudiera hablar a la Cofradía. Para que no pudiera apoyar las acusaciones del Maestro Eremis.
¡Geraden!
Tan pronto como encontró la estancia donde se exhibía el espejo que la había traído a Orison, le vio. Estaba intentando ocultarse más allá de una entrada, pero no fue lo suficientemente rápido para eludirla.
El espejo original del Maestro Gilbur había sido destruido por el campeón, por supuesto: este espejo era la copia de Geraden. Estaba cubierto, de modo no podía ver la escena que reflejaba.
—¡Geraden! —susurró. Tenía miedo de gritar—. Soy yo, Terisa.
Al cabo de un momento, él salió de su escondite y se acercó a ella.
Se había convertido en una persona distinta. Su rostro era de hierro; sus ojos puro acero. Habló como si pudiera reclamar autoridad sobre ella en cualquier momento.
—¿Has venido a persuadirme de que me rinda?
—No. —Apenas pudo forzar sus palabras fuera de su boca. Algo dentro de ella se estaba rompiendo—. Él me dijo que te ayudara.
—¿Él?
—El Maestro Quillón.
—Hubiera debido venir él personalmente.
El sonido de una puerta creó débiles ecos en las estancias. Terisa oyó un distante murmullo de voces.
—Si eres una Imagera, mi dama —dijo Geraden—, tal vez puedas ayudarme. De otro modo, no tengo escapatoria.
—Sabes que no soy una Imagera. —¡Oh, amor mío!—. ¿Qué fue lo que te dijo Nyle?
Parecía inalcanzable…, demasiado duro e inhumano para ser tocado. Sin embargo, algo en la voz de ella, o en su rostro, o en la forma en que estaba allí de pie, debió penetrar en él. Sus defensas se cuartearon.
—Nada —dijo, como si hubiera llegado sin transición al borde de las lágrimas—. Nada en absoluto. Es un truco. Algo que el Maestro Eremis preparó contra mí.
»Terisa, yo no maté a mi hermano.
Ella pudo oír claramente la voz del Castellano Lebbick:
—¡Dispersaos! Ha entrado aquí dentro. Lo quiero vivo.
—¡No soy una Imagera! —exclamó—. ¡No puedo ayudarte!
Sintiéndose miserable, rodeó el cuello de Geraden con sus brazos.
Él se aferró a ella hasta que ambos oyeron el sonido de duras botas acercándose desde una de las otras habitaciones. Inmediatamente, se separaron.
Geraden volvía a ser de nuevo todo hierro.
Sin vacilar, se volvió hacia el espejo y arrancó su cubierta.
El cristal mostró el deprimente paisaje alienígena donde el campeón y sus hombres habían fracasado.
—¡No, Geraden! —jadeó ella—. ¡Estarás perdido! Nunca podrás volver.
Él no la escuchó.
—Tan pronto como haya sido trasladado, mi dama —dijo, como si ella fuera una desconocida—, por favor, cambia el enfoque del espejo. Si soy visible en la Imagen, seré perseguido.
Dijo algo más, que ella no pudo comprender. Sus dedos acariciaron el marco de madera al partir; sus manos hicieron un gesto de adiós.
Luego, penetró en el espejo y la dejó sola.
Pero no apareció en la Imagen.
Ella escrutó febrilmente la escena: no había el menor signo de él. Una vez más, su cristal había efectuado una traslación imposible. Lo había llevado a un lugar que no mostraba.
Esta vez, sin embargo, nadie sujetaba su pie. No tenía forma alguna de volver. Estaba completamente perdido.
El Castellano Lebbick apareció junto a ella tan bruscamente que hubiera gritado de no sentirse tan abrumada.
Miró a su alrededor, registrando toda la habitación; miró al cristal. Luego, apoyó sus manos en los brazos de ella, y clavó sus dedos en la débil carne. Un feroz triunfo ardió en su rostro.
—Ahora lo has hecho, mujer —dijo, casi alegremente—. Has hecho algo tan vil que nadie va a protegerte. Has ayudado a un asesino a escapar.
Ella hubiera debido decir algo para defenderse. Una negativa no hubiera perjudicado en nada a Geraden. Estaba más allá de todo posible daño. Pero se limitó a alzar la cabeza y enfrentarse a la llameante mirada del Castellano tan firmemente como pudo, dentro de su aflicción, y no dijo nada.
—Ahora —murmuró el Castellano entre dientes apretados— eres mía.
FIN DEL SEGUNDO LIBRO DE
LA NECESIDAD DE MORDANT