12
El Maestro Eremis en acción
—¿Estás bien? —preguntó Geraden. Su tono no reflejaba una buena disposición de ánimo.
Sentada sobre la alfombra con las piernas cruzadas, Terisa se llevó las manos a los lados de su cabeza para impedir que su mente volara. No comprendía: nada de aquello tenía sentido. El Maestro Eremis. Gart. ¿Qué le estaban naciendo?
—¿Terisa?
¿Y por qué estaba Geraden tan furioso con ella? Era su amigo. ¿Por qué se mostraba de pronto ciego a su dolor?
—¿Te hizo daño?
Era su amigo. Debía tener una buena razón para mirarla con aquella mueca en el rostro, como si ella le hubiera roto el corazón. Luchó por concentrarse. La habitación estaba llena de desastre. Tenía que pensar.
Unas pesadas botas martillearon la piedra. Tres guardias penetraron en la habitación, con las espadas desnudas. El Maestro Eremis había llamado ciertamente su atención. Una vez en ella, sin embargo, vacilaron, agitando inciertos sus hojas, hasta que Geraden restalló:
—Hay un armario en el dormitorio con un pasadizo en su fondo. —Entonces partieron a la carga hacia allá. Las tablas del armario resonaron cuando lo cruzaron.
¿Cuántas clases distintas de dolor había allí? Estaba el dolor sordo en su nuca, allá donde el Maestro Eremis había apretado fuertemente. Estaba el dolor que parecía pulsar en los lugares secretos de su corazón. Estaba la aguda tensión en torno a su pecho, que se hacía más fuerte cada vez que Geraden le hablaba con aquel tono crispado y amargo. Estaba aquella elaborada sensación dentro de su cráneo, como si su mente hubiera sido golpeada con mazas.
Y, en algún otro lugar —en algún lugar indefinible—, estaba una nueva certidumbre tan pura como un cuchillo. Necesitaba un nombre para ella. Quizá era aquello lo que le dolía tanto: porque no tenía un nombre que darle.
Dijo, con voz sorda:
—Al menos ahora sabemos que él y Gart no están trabajando juntos.
—Tensa. —Aquella palabra hubiera sonado como un grito si Geraden no la hubiera susurrado en voz tan baja.
Antes de que ella pudiera responder, otra voz intervino.
—No te tortures, Geraden —dijo el Castellano Lebbick desde el umbral. Otros cuatro guardias pasaron haciendo resonar sus botas a su lado, en dirección al armario—. No lo merece.
Terisa se puso trabajosamente en pie a fin de no parecer tan derrotada delante del Castellano.
Geraden permanecía de pie de espaldas a la pared, los brazos cruzados como grilletes sobre su pecho. Su rostro parecía una máscara de piedra de la que un cincel hubiera borrado toda alegría. La luz del fuego se reflejaba en sus ojos, tan secos como febriles.
—Ahórrate tus insultos, Castellano —gruñó suavemente—. No los necesitamos.
El Castellano Lebbick enarcó una ceja.
—De acuerdo. Seré educado. Tú sé cooperativo. Para variar. ¿Qué ocurrió?
Geraden pareció encogerse ligeramente, como si estuviera siendo compactado por la presión de sus propios brazos…, como si se estuviera exprimiendo hasta su propia esencia.
—Fuimos atacados. El Monomach del Gran Rey intentó matarla de nuevo.
Una sonrisa tiró de los labios del Castellano, separándolos de sus dientes.
—¿Y aún estáis con vida? ¿Cómo lo conseguisteis?
—El Maestro Eremis nos salvó. Luchó contra Gart hasta que entraron los guardias.
—¿El Maestro Eremis? ¿Qué estaba haciendo él aquí?
Amargamente, Geraden no miró a Terisa.
Con un esfuerzo, ella se enfrentó a los ojos de Lebbick.
—Vino a verme.
—¿Y tú siempre lo recibes vestida así?
Avergonzada, ella se mordió los labios. La vergüenza era otro tipo de dolor. De algún modo, consiguió murmurar:
—Vino mientras yo dormía.
El Castellano se volvió de nuevo a Geraden.
—Al parecer, el Maestro Eremis fue bien recibido. En ese caso, ¿qué estabas haciendo tú aquí? Dudo que ninguno de ellos te invitara.
—Cuando llegué —dijo Geraden como si fuera la pared contra la que se apoyaba—, sus guardias me dijeron que estaba sola. ¿No deseas saber cómo entró él? ¿No deseas saber cómo entró Gart?
—Adelante. Dímelo.
—Ambos utilizaron el pasadizo secreto detrás de su armario.
Ante aquello, el Castellano Lebbick dejó escapar el aliento, casi silbando, a través de sus dientes.
—¡Por los testículos de un toro! ¿Cómo lo conocían?
—Saddith y el Maestro Eremis son amantes. De hecho, ella se presentó voluntaria para ser la doncella de Terisa a fin de complacerle a él. Observó la silla en el armario y le habló de ella. Supongo que él se lo dijo a Gart.
—Espera un momento. Has dicho que el Maestro Eremis os salvó. ¿Y ahora dices que está aliado con Gart?
—¿De qué otra forma pudo saber Gart la existencia del pasadizo? —respondió el Apr—. ¿Quién otro sabía lo suficiente al respecto como para decírselo? Sólo yo y Terisa. Saddith y el Maestro Eremis. Y tú, Castellano. Ni siquiera Artagel lo sabe.
Involuntariamente, Terisa recordó que Myste también lo sabía.
Apretando los puños contra sus caderas, el Castellano gruñó:
—De acuerdo. Si Gart lo sabía, ¿por qué no lo usó para matarla antes?
—Al principio —dijo Geraden— no lo sabía. Saddith le dijo al Maestro Eremis dónde estaba Terisa, pero no sabía más que eso. Desconozco cuándo descubrió ella el pasadizo. Y no sé tampoco cuándo le habló al Maestro Eremis de él. Y, por supuesto, ignoro lo atareado que está Gart. Pero creo que el Maestro Eremis decidió que deseaba dejarla vivir porque la quería para él. No le habló a Gart del pasadizo hasta que llegó el ejército de Alend y ambos vieron que se les acababa el tiempo.
Bruscamente, el Castellano Lebbick se volvió hacia Terisa.
—¿Es esto cierto? ¿Te has hecho valer ante el Maestro Eremis para seguir con vida cuando él realmente desea tu muerte?
Su tono la hizo retroceder. Estaba empezando a comprender el dolor de Geraden, y sus razones la desanimaron. Sin embargo, se enfrentó al Castellano.
—Él nos salvó. —Y su seguridad era firme, aunque no pudiera aplicarle un nombre—. Dijo que va a hacer que Geraden responda de esto delante de la Cofradía.
No estaba preparada para la virulencia con la que Lebbick gruñó, como para sí mismo:
—¡Puta! —Afortunadamente, se volvió demasiado pronto hacia Geraden para verla estremecerse.
»Yo también tengo unas cuantas preguntas. Deseo saber cómo te convertiste tan repentinamente en un experto en lo que Saddith dice o no dice a sus amantes. Y deseo saber algunas de las cosas que todavía no me has dicho.
»Pero resulta que tú no eres mi único problema en estos momentos. Tengo todo el resto de Orison del que ocuparme. Aguardaré hasta que se reúna la Cofradía.
»Cuando mis hombres regresen de no encontrar a Gart, diles que me informen.
Bruscamente, el Castellano Lebbick dio media vuelta, se dirigió hacia la puerta y salió.
Sin pensar en lo que estaba haciendo, Terisa se volvió hacia el fuego para no tener que mirar a Geraden. Temía mirarle. Estaba tan dolido…, y casi todo lo que creía de ella era cierto. La había salvado de su propia debilidad. El Maestro Eremis la había reclamado para sí…, y ella se le había resistido tan poco. Incluso aunque se había decidido en contra de él, había sido incapaz de luchar. La vergüenza pareció desmoralizarla; no podía enfrentarse a la acusación de su dolor.
Sin embargo, su cobardía la disgustó. Él nunca había permitido que el miedo le impidiera hacer nada por ella. Finalmente, se obligó a sí misma a volverse de nuevo y enfrentarse a su aflicción.
—Geraden, yo…
Él no había cambiado en absoluto su actitud. La débil y grisácea luz de las ventanas y el apagado rojo de la chimenea se reflejaban en las líneas pétreas de sus mejillas y mandíbula, su recta nariz, su recia frente. No se movía ni un músculo de su rostro. Su pelo se rizaba en la oscuridad.
Pero sus ojos estaban cerrados.
Todo era culpa suya: el dolor que él sufría era causado por ella. Porque la había encontrado casi desnuda con el Maestro Eremis. Porque había visto al Maestro acariciarla tan íntimamente. Impotente, preguntó:
—¿Qué vamos a hacer?
Él no abrió los ojos. Quizá el verla a ella le resultaba intolerable. Cuando habló, no pudo reprimir su voz. Se estremeció como si se estuviera helando.
—Necesito saber de qué lado estás. No tienes que decirme ninguna otra cosa. Eres libre de hacer tus propias elecciones. No puedo decirte a quién debes amar. Pero voy a presentarme ante los Maestros, y les diré todo lo que creo que sé. No van a desear creerme. He pasado demasiados años cometiendo demasiados errores.
»Tú eres mi único testigo. Tú eres la única que puede decirles que estoy diciendo la verdad. Si planeas llamarme mentiroso… —No pudo seguir.
Ella deseó responder de inmediato, pero la aflicción de Geraden puso un nudo en su garganta. ¿Qué podía decir? Nada era adecuado. Él había puesto el dedo en la llaga de su certidumbre, pero aún seguía sin saber cómo llamarla.
Sin embargo, era incapaz de soportar su rígido silencio. De alguna manera, consiguió esbozar una respuesta.
—Yo no invité al Maestro Eremis aquí. Se presentó mientras yo dormía. Por eso voy vestida así.
ȃl deseaba que escogiera entre vosotros dos.
Un músculo se crispó en la mejilla de Geraden, un nudo de dolor.
—Creo que probablemente él es el único hombre en Orison que tiene una posibilidad de salvar Mordant. Posee la habilidad de hacer que las cosas ocurran. —Esto era el límite de su honestidad—. Pero te elegí a ti.
Los ojos de Geraden se abrieron de repente. Una sutil alteración en los planos y líneas de su expresión le hicieron aparecer a la vez sorprendido y suspicaz. Su voz siguió temblando.
—Tu bata estaba abierta.
—Él lo hizo. No yo.
Por un largo momento, él permaneció inmóvil…, y sin embargo, pese al hecho de que no se movía, ella creyó ver cómo la entera estructura de su rostro se transfiguraba, todo el paisaje detrás de sus ojos y emociones se reformaba. No sonrió: no estaba preparado para esto. Pero el potencial para una sonrisa se vio restablecido.
Lentamente, descruzó los brazos de su pecho. Lentamente, tendió su mano y acarició la mejilla de ella, como si deseara secar las lágrimas que ella no tenía.
Incapaz de contenerse, ella lo abrazó y se apretó desesperadamente contra él, como si él pudiera sanar su vergüenza.
El abrazo con que él respondió era tan fuerte y lleno de necesidad como el de ella, tan hambriento de alivio. Y, de algún modo, porque él deseaba tanto de ella, le dio lo que ella necesitaba.
Un poco más tarde, nueve guardias salieron en tropel del pasadizo detrás de su armario. No tenían nada que informar.
La tarde gris derivó hacia el ocaso. Alrededor de Orison los fuegos de campaña brillaban contra el viento. Por todas partes las tiendas formaban una ondulación de pequeñas colinas sobre el desnudo terreno. Incluso las máquinas de asedio parecían pequeñas bajo aquella luz, a aquella distancia. El viento golpeaba implacable los cristales de las ventanas de los aposentos de Terisa, hasta que la atmósfera pareció atestada y amarga, llena de amenazas.
El anochecer trajo hasta ella un visitante incongruente: el modisto, Mindlin, para entregarle los nuevos vestidos. Deseaba efectuar una segunda prueba, para asegurarse de que ella estaba satisfecha —quizá pensaba que su aprobación tendría algún valor una vez terminara el sitio—, pero ella los aceptó sin más y lo despidió.
Por cuarta o quinta vez, dijo:
—Tenemos que hacer algo.
Geraden suspiró.
—Yo tengo la misma sensación. Pero no estoy precisamente lleno de ideas.
Ella necesitaba expresar su certidumbre en palabras, a fin de que sirviera para algo. Lograría hacerlo, se dijo a sí misma, si dejaba de pensar en ello. O si pensaba en ello en la dirección correcta. Bruscamente, echó a un lado sus vacilaciones.
—Deseabas hablar con Artagel, pero no tuviste oportunidad. ¿Por qué no lo haces ahora?
La sugerencia sorprendió al Apr.
—¿Qué voy a conseguir con ello?
—Puede hacer que te sientas mejor.
—¿Y piensas que no voy a tener otra oportunidad? ¿Crees que puedo tener problemas en conseguir que mi hermano me perdone después de que me metan en las mazmorras por traición?
Ella no pudo reprimir una ligera sonrisa.
—Yo no dije eso.
—No era necesario que lo dijeras. —Pese a sí mismo, captó el talante de ella—. Yo lo dije por ti.
—Sí, lo hiciste. Si crees que es una idea tan terrible —ahora sonrió ampliamente—, me temo que voy a tener que disculparme por suscitar el tema.
De inmediato, él agitó defensivamente las manos.
—No, no. Cualquier cosa menos eso. Lo haré. —Su animación, sin embargo, se desvaneció casi al momento—. ¿Quieres venir conmigo?
Ella negó con la cabeza.
—¿Qué vas a hacer tú?
Firmemente, como si estuviera segura de sí misma, dijo:
—Voy a extraerle algún sentido a todo esto. De algún modo.
Él permaneció unos instantes estudiándola. Luego, con un tono deliberadamente sentencioso, dijo:
—Mi dama, tengo la más firme sensación de que lo conseguirás.
—Oh, márchate —respondió ella.
Sin embargo, esperaba que él tuviera razón. Tan pronto como se hubo ido, se vistió, poniéndose uno de sus nuevos y cálidos trajes de montar y sus botas de invierno, porque no deseaba verse obstaculizada por sus trajes más elegantes. Luego fue a ver al Rey.
No tenía ningún plan concreto en mente. Simplemente, deseaba que interviniera en favor de Geraden.
Mientras subía las escaleras hacia la suite real, sin embargo, recordó más y más vívidamente que le había mentido al Rey la última vez que había hablado con él. Y aún no tenía la menor idea de cómo él había supuesto que había ayudado a su hija Myste a deslizarse subrepticiamente fuera de Orison. Antes de alcanzar su puerta, estuvo tentada de dar media vuelta.
La prueba a la que se enfrentaba Geraden la decidió a seguir adelante. Necesitaba respuestas. Necesitaba respuestas para poder ayudarle. Si el Rey Joyse no hacía nada más por ella, o por el hijo del Domne, o por Mordant, al menos podría proporcionarle unas cuantas respuestas. La oportunidad valía lo que pudiera costarle.
Y si el Rey se negaba a verla, siempre podía hablar con el Tor.
Los guardias fuera de la suite la saludaron. Manteniéndose firme, les preguntó si era admitida. Uno de ellos permaneció en la puerta mientras el otro penetraba en la suite. Un momento más tarde, recibió permiso para entrar.
Su pulso latía tan fuerte como para hacer que lamentara su temeridad. Ciega a la lujosa decoración de la estancia, sólo tuvo ojos para los tres viejos sentados como compañeros del alma ante la adornada chimenea.
El Rey Joyse estaba más tendido que sentado en el sillón de brazos, con las piernas apoyadas en un almohadón ante el fuego. Su atuendo de terciopelo púrpura mostraba los beneficios de una reciente limpieza, y sus mejillas estaban recién afeitadas: su apariencia, si no su postura, sugería que estaba preparado.
Como contraste, el Tor estaba desmoronado como si su esqueleto ya no pudiera soportar su grasa. Como su carne, sus ropas se derramaban sobre los brazos de su silla; la tela verde estaba manchada de vino. Demasiado gordo para parecer ojeroso, su rostro colgaba como ropa empapada tendida a secar. Daba la impresión de que se había ocupado tanto de los preparativos de defensa de Orison que había dejado de preocuparse de sí mismo.
Entre los dos viejos amigos se sentaba el Esbirro del Rey, el Adepto Havelock, con un aspecto más hosco y loco que nunca en su viejo sobretodo, con sus despeinados mechones de pelo y sus ojos desenfocados.
Los tres sostenían grandes y elegantes vasos.
Los tres volvieron sus cabezas hacia Terisa cuando fue anunciada. El Tor la miró a través de una neblina de agotamiento y vino. El Adepto Havelock se lamió salazmente los labios. El Rey Joyse hizo una inclinación de cabeza pero no sonrió.
Había esperado que sonriera. Le hubiera hecho bien ver de nuevo su luminosa sonrisa.
La saludó casualmente; su tono implicaba que era el más afectado por la bebida de los tres.
—Mi dama, únete a nosotros. —Sus mejillas estaban enrojecidas, algo irritadas por el afeitado, pero detrás del color su piel parecía pálida—. Sírvete un poco de vino. —Hizo un gesto con la cabeza hacia una jarra y un surtido extra de vasos sobre una mesa apoyada contra la panelada pared—. Es bueno…, un excelente vino de… —Una expresión de perplejidad cruzó su rostro—. ¿De dónde dijiste que era este vino? —preguntó al Tor.
El Tor se agitó como si estuviera en peligro de quedarse dormido.
—De Rostrum. Un pequeño pueblo cerca de la frontera de Termigan y Domne, donde los bebés toman vino en vez de leche de los pechos de sus madres, e incluso los niños pueden hacer cosas exquisitas con las vides. Vino de Rostrum.
El Rey Joyse asintió de nuevo.
—Vino de Rostrum —le dijo a Terisa—. Toma un poco. Estamos celebrándolo.
Ella se detuvo en el centro de la gruesa alfombra azul y roja e intentó observar simultáneamente a los tres hombres.
—¿Celebrando qué?
El Adepto Havelock dejó escapar una risita.
—¿Estamos celebrando algo? —La voz del Tor sonaba espesa—. Creí que estábamos lamentándonos.
—¿Lamentándonos? —El Rey Joyse miró afectuosamente al Tor—. Mi viejo amigo, ¿por qué? Esto es una celebración, te lo dije.
—Oh, por supuesto, mi señor Rey. —El Tor agitó una mano—. Una celebración. Me equivoqué. —Su fatiga era evidente—. Orison ha sido sitiado por el Monarca de Alend. Tu hija ha envenenado nuestra agua. Mientras permanecemos sentados aquí, los hombres del Perdon mueren, luchando sin esperanzas contra Cadwal. Y el Imagero real, el Adepto Havelock —inclinó cortésmente la cabeza en dirección a Havelock— ha reducido a cenizas nuestro único indicio de quién, o qué, es exactamente nuestro principal enemigo. Hacemos bien en celebrarlo, puesto que no conseguiremos nada lamentándonos.
—Tonterías —respondió inmediatamente el Rey. Aunque su expresión era grave, parecía estar de buen humor—. Las cosas no son tan malas como piensas. Lebbick conoce uno o dos trucos respecto a sitios. Todavía nos queda mucho vino de Rostrum, así que no necesitamos demasiada agua. Tan pronto como se dé cuenta de que no podemos reforzarlo, el Perdon va a retroceder y dejará pasar a Festten. Eso detendrá las muertes.
Parecía no darse cuenta de que lo que estaba diciendo no aportaba mucha tranquilidad.
—¿Y la muerte del prisionero? —inquirió lúgubremente el Tor.
El Rey Joyse desechó la pregunta.
—También tenemos otra razón que celebrar. Dama Terisa está aquí. ¿No estás aquí, mi dama? —preguntó a Terisa, luego siguió hablándole al Tor—. A menos que me haya equivocado completamente, ella está aquí para decirnos que ha hallado una nueva cura para las tablas.
El Adepto Havelock rió de nuevo.
Por un segundo, Terisa casi perdió la cabeza. ¿Una cura? ¿Una cura para las tablas? Sintió deseos de reír febrilmente. ¿Creía realmente el Rey Joyse que todo aquello no era más que un enorme juego de brinco? Entonces, todos estaban condenados.
Afortunadamente, se aferró a la razón de su venida aquí antes de que sus pensamientos derivaran hacia el pánico. Geraden. Eso era lo importante. Geraden.
—No sé nada acerca de tablas. Ni de curas. —Su tono fue demasiado seco. Hizo un esfuerzo por moderarlo—. Mi señor Rey. Vine porque estoy preocupada por Geraden. El Maestro Eremis va a intentar arruinarle frente a la Cofradía.
El Rey le dedicó su educada atención.
—¿Arruinarle, mi dama?
—Él y el Maestro Eremis van a acusarse mutuamente de traicionar Mordant.
—Entiendo. ¿Y tú no llamas a eso unas tablas?
—No. —No estaba consiguiendo nada. Tenía que hacerlo mejor—. No, mi señor Rey. La Cofradía creerá al Maestro Eremis. —Y, sin embargo, estaba segura…—. Pero el Maestro Eremis miente.
El Tor se retorció en su asiento para estudiarla más atentamente. Con un visible esfuerzo, el Adepto Havelock cogió su silla, le dio la vuelta, y se dejó caer de nuevo en ella a fin de sentarse mirándola.
El Rey Joyse, sin embargo, siguió contemplando el fuego.
—¿El Maestro Eremis? —preguntó, como si estuviera perdiendo interés—. ¿Mintiendo? Eso puede ser arriesgado. Puede verse atrapado. Sólo los hombres inocentes pueden permitirse decir mentiras.
—Mi dama —dijo suavemente el Tor—, estas acusaciones son serias. El Maestro Eremis es un hombre de probada estatura. Puede que la Cofradía tenga alguna justificación para aceptar la palabra de uno de los suyos contra las acusaciones de un mero Apr fracasado. ¿Cómo sabes que el Maestro Eremis está mintiendo?
Ella abrió la boca, luego volvió a cerrarla. ¿Qué podía decir? La información alojada en su cerebro se negaba a mostrarse claramente. Algo que el Maestro Eremis había dicho, o revelado… ¿O era Geraden? Al cabo de un momento, admitió:
—Todavía no lo tengo claro.
—Entiendo, mi dama. —El viejo señor volvió su atención al fuego—. Tú simplemente confías en Geraden. Eso es comprensible. Yo mismo confío en él. Sin embargo, no puedo prestarte ninguna ayuda. Ya no soy el canciller de mi señor Rey.
¿Qué?
El Adepto Havelock la miró y sonrió.
El Rey Joyse suspiró y apoyó la cabeza contra el respaldo de su sillón.
—Mi viejo amigo estaba andando a grandes pasos hacia la tumba con todo este asunto de Orison. No quiere admitir que ya no es joven. Cosa que, desgraciadamente, es cierta.
—Mi señor Rey —explicó el Tor— ha dado instrucciones explícitas de que ya no debo ser obedecido, excepto en asuntos de mi confort personal. Con la llegada del ejército de Alend, mi poder ha terminado. —Bufó para sí mismo—. Ya puedes imaginar la alegría del Castellano Lebbick. Recuerda: él cree que es posible que yo mismo sea un traidor. No le gustó mi interés en nuestras defensas. Aunque mi señor Rey no lo dice, creo que me ha retirado de mi posición para protegerse en caso de que las sospechas del buen Castellano demuestren ser correctas.
Ante aquello, el Rey Joyse alzó la cabeza. Sus acuosos ojos se volvieron bruscamente agudos, y su boca se crispó. Sin embargo, no respondió al Tor. Mirando a Terisa, preguntó:
—¿Qué es exactamente lo que deseas, mi dama?
Terisa se sobresaltó: por un momento se había perdido en su simpatía hacia el viejo señor. Casi tartamudeando, dijo:
—Geraden no tiene ninguna posibilidad delante de los Maestros. El Maestro Eremis lo hará pedazos. Debes detenerlos. No debes permitir que le hagan esto.
—Pero si el Maestro Eremis dice la verdad —respondió el Rey con voz raspante—, Geraden merece ser detenido y castigado.
—No. —No podía pensar. Estaba enloqueciendo—. No debes creer eso.
El Rey Joyse apuntó su mirada hacia ella como si fuera un clavo, y habló como si lo estuviera remachando a martillazos.
—No es ése el asunto, mi dama. Por el momento, no es de él de quien dudo. Es de ti.
Ella parpadeó. Su corazón empezó a latir de nuevo alocadamente, lanzando alarma en todas direcciones.
—¿Por qué?
—¿Te sorprende? Me subestimas. Te advertí que este juego es peligroso.
»Después de que habláramos, hice registrar las habitaciones de Myste. No se llevó nada personal con ella…, ninguno de sus pequeños recuerdos de la infancia, ninguno de sus regalos favoritos. ¿Te parece lógico eso? Si volvió junto a su madre, se hubiera llevado todo lo que hubiera podido.
»Me mentiste, mi dama. Me mentiste respecto a mi hija.
Dentro de su pecho, una fría mano se cerró en un puño. Tanto el Tor como el Adepto Havelock la miraron de reojo, como si se estuviera transformando en algo horrible ante ellos.
—¿Adónde fue realmente?
Esto era lo que Terisa había temido: el Rey Joyse la había descubierto. Había aprendido el peligro de las mentiras cuando aún era una niña. La falsedad había sido algo exquisitamente tentador para ella; su temor a ser castigada la había hecho desear el desviar toda manifestación de irritación, descontento o desaprobación paternas. Sin embargo, había aprendido que el castigo era peor cuando era descubierta.
Por pura defensa, intentó contraatacar como si tuviera causa de queja.
—¿Cómo supiste que ella vino a verme? ¿Hacías espiar a tu propia hija?
El Adepto Havelock volvió a girar su silla para situarse frente al fuego, se sentó de nuevo y empezó a trenzar sus dedos.
El Rey siguió observándola durante unos instantes. Ella sostuvo su mirada, porque temía hacer alguna otra cosa. Luego, bruscamente, él también se volvió hacia el fuego.
—Fuiste advertida —murmuró—. Recuérdalo. Fuiste advertida.
»Mi señor Tor, ten la bondad de avisar a los guardias. Deseo que esta mujer sea encerrada en las mazmorras hasta que condescienda a decirme la verdad acerca de mi hija.
—¡No! —El grito brotó de ella antes de que pudiera detenerlo—. Te lo diré. Te diré todo lo que quieras. Geraden me necesita. Si no estoy aquí, tendrá que enfrentarse a la Cofradía solo.
Ninguno de los tres hombres la miraba. El Tor vació su vaso, pero no se molestó en volver a llenarlo.
Terisa inspiró profundamente, cerró con fuerza los ojos por un segundo.
—Fue tras el campeón. Creía que necesitaba ayuda. —Tragó saliva dificultosamente—. Lo siento.
Ante la sorpresa de Terisa, el perfil del Rey Joyse se agitó hacia una sonrisa. Pero, casi inmediatamente, su expresión se volvió apenada, e inclinó morosamente la cabeza hacia atrás hasta descansarla de nuevo contra su sillón.
—Un poco más de vino iría bien, ¿no creéis? —comentó en dirección al techo.
El Tor pareció hundirse más en su asiento.
Con una risita estrangulada, el Adepto Havelock arrojó su vino al fuego. Mientras el vino siseaba y ardía, arrojó su vaso hacia atrás, no alcanzando a Terisa por poco.
—La fornicación —pronunció— es algo difícil de hacer bien a solas.
—Mi dama —murmuró el rey, como si se preparara para dormir—, no sabía que Myste había acudido a verte. Lo razoné. Si fueras más honesta, tendría menos problemas en creerte. Deberías intentar usar tú también un poco de razonamiento.
Terisa había esperado que se mostrara abrumado y furioso. Evidentemente, no lo estaba. Las preconcepciones habían sido retiradas de un tirón de debajo de sus pies. Esta nueva sorpresa pareció derribar el último ápice de sentido de la situación. Myste estaba haciendo algo que había sido previsto en el augurio de Havelock del Rey Joyse. ¿Era por eso por lo que una mentira había puesto furioso al Rey, y la verdad había estado a punto de hacerle sonreír?
—No lo entiendo —murmuró débilmente—. ¿No te importa?
El Rey Joyse tendió una hinchada e insegura mano y sacudió al Adepto Havelock, el cual a su vez sacudió al Tor.
—Mi señor, he dicho: «Un poco más de vino iría bien».
Con un suspiro, el Tor extrajo su masa de su silla y se dirigió en busca de la jarra.
—Quieres que utilice un poco de razonamiento. —Terisa tenía dificultades en mantener controlada su voz—. ¿Qué hay acerca de que me des un poco de información con la que razonar? Probablemente Myste esté muerta. Si el frío no la ha matado, y el campeón no la ha matado…, entonces lo habrá hecho ese felino de fuego. ¡Actúas como si la única cosa que te importe sea el que no ha ido a ver a su madre!
—No. —El Rey sonó triste, pero respondió sin rencor—. Lo que me importa es que hizo algo de lo que puedo sentirme orgulloso.
Como un eco, Terisa creyó oír al Castellano Lebbick citar al Rey Joyse delante del Príncipe Kragen: Lleva consigo mi orgullo allá donde vaya. Por su bien, al igual que por el mío, espero que esas mejores razones produzcan también los mejores resultados.
Sintió deseos de gritar: ¡Pero eso no tiene ningún sentido! ¡Elega te ha traicionado! ¡Myste está probablemente muerta! Sin embargo, las palabras murieron en su garganta: no servirían de nada. El pensamiento de que iba a tener que apoyar a Geraden sin nada excepto más confusión la hizo sentirse enferma.
El Tor volvió a llenar el vaso del Rey y el suyo, luego se acomodó de nuevo en su silla.
—Dama Terisa está inquieta —observó distantemente—. Creo que sería amable por tu parte, mi señor Rey, que le concedieras lo que pide.
El Rey Joyse alzó la cabeza una vez más y miró con el ceño hoscamente fruncido, como si tuviera intención de decirle algo ácido al Tor.
Pero no lo hizo. En vez de ello, gruñó:
—Oh, muy bien.
Por encima del hombro, se dirigió a Terisa:
—La razón por la que le dije a Geraden que no hablara contigo cuando fuiste traída aquí la primera vez es la misma razón por la que no intervine cuando los Maestros decidieron trasladar a su campeón. Es la misma razón por la que no voy a intervenir ahora. Estoy intentando protegeros. A ambos.
—¡Protegernos! —Estaba demasiado sorprendida para contenerse—. ¿Cómo me protege el mantenerme en la ignorancia? ¿Cómo nos protege permitir que el campeón sea trasladado? Resultamos enterrados vivos. —Casi me volví loca—. ¿Cómo le protege a él dejar que el Maestro Eremis lo destruya? Todo lo que consigues es hacernos parecer unos estúpidos.
El Rey desvió la cabeza hacia un lado e hizo un frágil gesto con ambas manos.
—¿Lo ves? —observó al Tor—. No razona.
Entonces su tono se hizo más amargo.
—Todavía sigues con vida, ¿no? ¿Tienes alguna idea de lo poco probable que era eso cuando llegaste? Mejores mentes que la tuya estaban seguras de que ninguno de los dos duraríais tres días. Un poco de estupidez es un precio muy pequeño que pagar a cambio de vuestras vidas.
Terisa contempló la nuca del Rey con la boca abierta, como si él se hubiera llevado todo el aire de la habitación.
—¡Mejores mentes! —croó el Adepto Havelock, como un hombre que se dirigiera a una multitud de admiradores—. Se refiere a mí. Se refiere a mí.
—Si te hubiera dado la bienvenida con los brazos abiertos —prosiguió el Rey Joyse—, mis enemigos se hubieran formado una impresión mayor de lo peligrosa que eres. Hubieran puesto mayores esfuerzos en matarte. —Sonaba irascible y viejo, quisquillosamente incapaz de las cosas que se atribuía a sí mismo—. Mientras creyeran que yo no tenía ningún interés en ti, que era demasiado estúpido o senil para sentir interés hacia ti…, podían permitirse tener paciencia. Esperar y ver. Gart te atacó aquella primera noche porque mis enemigos no habían tenido tiempo de descubrir que yo no te había recibido bien. Pero, tan pronto la gente supo que yo no te estaba tratando como una aliada, Gart se retiró por un tiempo.
»¿Estás satisfecha?
Su pregunta la tomó por sorpresa. Consiguió formular:
—¿Quieres decir que la razón de que no puedas ayudar a Geraden ahora es que si lo haces tus enemigos sabrán que eres su amigo y empezarán a intentar más intensamente matarle?
—Quiero decir mucho más que eso —restalló él—. Quiero decir que, si le hubiera dado permiso para decirte lo que deseabas saber, os hubiera condenado a ambos. Mis enemigos hubieran tomado cualquier cosa así como un signo de que tú estabas de mi lado.
»¿Estás satisfecha ahora?
—¿Pero qué…? —Aquello era demasiado: la explicación no hacía más que incrementar su confusión. Todo había sido una elaborada comedia—. ¿Quiénes son tus enemigos? ¿Por qué no puedes proteger a nadie que desees en tu propio castillo? —Imágenes de Geraden y Myste y Elega y la Reina Madin y el Maestro Barsonage e incluso el Castellano Lebbick brotaron en ella, todas perdidas y agraviadas—. ¿Por qué tienes que hacer que todo el mundo que te es leal piense que no te preocupa nada de lo que ocurre?
—Mi dama —su tono ya no era irritado. Ahora era tan afilado y cortante como el hielo—. Si tuviera algún deseo de responder a esas preguntas, ya lo habría hecho antes. Como cortesía a tu aflicción, te he dicho ya más de lo que considero juicioso. —Como la de Geraden, su habla se volvió más formal a medida que acumulaba autoridad. Pese a sus años, su voz tenía aún el potencial de restallar como un látigo—. Te aconsejo razón y silencio, mi dama. No prolongarás tu vida hablando de lo que has oído.
La despidió sin siquiera mirarla.
—Puedes irte.
—Pero… ¿Pero…? —Ella sabía que debería haberse mostrado más fuerte. Hubiera debido exigir una explicación mejor. Pero lo que deseaba preguntar no conseguía traspasar su tartamudeo mental y convertirse en palabras. No le quedaban ideas seguras sobre las que basarse. El Rey Joyse sabía lo que estaba haciendo…, lo sabía con certeza. Estaba siendo pasivo y obtuso a propósito…, estaba hiriendo a las personas que le amaban a propósito. Pero ¿qué propósito era ése? Era inconcebible. Él…
—Mi dama —dijo de nuevo el Rey—, puedes irte.
Con un tono de lejana tristeza, el Tor murmuró:
—Mi dama, generalmente no es juicioso hacer caso omiso de la voluntad de un rey. —Habló como con experiencia personal.
Con un feroz esfuerzo, Terisa acalló su insistente incomprensión. El esfuerzo la dejó furiosa y jadeante, pero al control de sí misma.
—Gracias, mi señor Tor —dijo rígidamente—. Mi señor Rey, lo siento. Te mentí acerca de Myste porque ella confiaba en mí. Temía que alguien pudiera intentar detenerla. Me pidió que la protegiera. Te mentí porque no sabía que tú la hubieras dejado marchar igualmente.
Ninguno de los tres hombres la miró. Siguieron contemplando con ojos vacuos el fuego, como si hubieran empleado todas las palabras que tenían disponibles para el día y ya no les quedara nada en qué pensar. El Rey Joyse la dejó alcanzar la puerta antes de decir, casi en un susurro:
—Gracias, mi dama.
Terisa se marchó como si estuviera huyendo.
Geraden se reunió con ella en sus aposentos para cenar.
Su expresión era una extraña mezcla de alivio y temor. Su conversación con Artagel había elevado su espíritu; la inminente reunión con la Cofradía gravitaba sobre él como plomo. La buena noticia, informó, era que Artagel estaba sanando bien tras su anterior recaída. Y que seguía siendo su amigo. La mala noticia era que el espadachín todavía no se hallaba en condiciones de enfrentarse a los Maestros y defender a su hermano.
—¿Cuándo será la reunión? —preguntó ella.
—No sé qué tipo de mediador es el Maestro Quillón. Siempre pensé que no era lo suficientemente asertivo como para convocar efectivamente una reunión. Pero ahora… —Se encogió de hombros.
Fervientemente, escuchó mientras ella le describía su sesión con el Rey Joyse, el Tor y el Adepto Havelock. Desgraciadamente, aquello no cambiaba nada.
—¿Sabes? —comentó al cabo de un tiempo—, todo esto nos serviría mucho más si tuviéramos alguna idea de por qué somos tan importantes.
—No lo creo. —Ella se sentía agriamente irritada e imperfectamente resignada—. No me alegra creer que el Rey Joyse es realmente nuestro amigo, sólo que no puede correr el riesgo de hacer nada al respecto. ¿De qué sirven los amigos que te amenazan exactamente igual a como lo hacen tus enemigos?
Él asintió lentamente, sin estar de acuerdo con ella.
—Lo importante es la esperanza. Ciertamente, suena como si tuviera razones para hacer lo que está haciendo. —El humor de Geraden parecía mejorar a medida que el de ella se deterioraba—. Y, si tiene sus razones, al menos podemos esperar que sean buenas.
—Por otra parte —indicó ella—, observa la forma en que está tratando al Tor.
Aquello hizo fruncir el ceño a Geraden.
—Oíste al Rey Joyse decir que «desafía toda predicción». Probablemente existe el peligro de que haga algo que interfiera con alguno de los planes del Rey. De modo que el Rey Joyse intenta mantenerlo bajo control.
Un momento más tarde, añadió con tono lúgubre:
—No me gustan los planes que hieren al Tor.
—A mí tampoco —respondió Terisa.
Al cabo de un momento, él observó con algo más de humor:
—Ya es demasiado malo que nadie se preocupe mucho de lo que pensamos de sus planes.
Maldita sea, Geraden, pensó ella, estás empezando a animarte de nuevo. No lo comprendo.
Pese a la mejoría de su humor, sin embargo, él no sonrió cuando uno de los Aprs más jóvenes llamó a la puerta y anunció que la Cofradía lo esperaba. Cuando el Apr utilizó la palabra «inmediatamente», los ojos de Geraden se abrieron un poco más de lo habitual.
—Eso ha sido rápido —murmuró a Terisa—. El Maestro Eremis sabe cómo entrar en acción.
El joven Apr evitó mirar a Geraden.
—Dama Terisa no es invitada.
—Dama Terisa —restalló él— vendrá de todos modos.
El Apr no la miró tampoco.
Geraden intentó ofrecerle una de las sonrisas combativas de Artagel; pero su fracaso lo único que consiguió fue que pareciera a punto de ponerse enfermo.
—Vayamos a por ello.
Juntos, siguieron al joven Apr a través de Orison hacia el laborium.
Hasta que los nudillos empezaron a dolerle, Terisa no se dio cuenta de que mantenía los puños apretadamente cerrados.
Aunque iba cálidamente vestida, sintió el frío tan pronto como cruzó la sala de baile en desuso y descendió al dominio de los Maestros. El nuevo muro cortina del Castellano Lebbick protegía la brecha que había causado el campeón, pero no la sellaba. Debido al fuerte viento exterior, había una apreciable brisa en los corredores. Como resultado de ello, la atmósfera era lo suficientemente fría como para desear haberse traído un chaquetón.
Si Geraden notó el frío, no lo mostró. Su actitud era distraída. Cuando entró en el laborium, se puso tenso. Había pasado toda su vida adulta —y una buena parte de su adolescencia— intentando ganarse un lugar para sí mismo en aquellos salones y corredores, y ahora su fracaso amenazaba con convertirse en tan espectacular que podía ser considerado como traición.
Por su bien, tanto como por el de ella misma, Terisa empezó a ponerse furiosa.
El joven Apr les condujo a ella y a Geraden a una parte del laborium donde Terisa nunca había estado antes…, a la estancia que los Maestros habían utilizado para sus reuniones desde que el campeón había destruido la otra.
Esta estancia era pequeña en comparación, pero suficientemente amplia pese a todo. Era un largo rectángulo; y algo en el color o el corte de sus frías piedras grises, en el desgastado e irregular suelo, en el número de negras abrazaderas de hierro clavadas en las paredes, daba la impresión de que originalmente había servido para almacenar los instrumentos de tortura. Era el tipo de lugar donde las formas de infligir dolor podían aguardar mientras no eran necesitadas: los potros y las vírgenes de hierro llevadas y devueltas de la cámara de interrogatorios debían haber marcado aquellos surcos en el suelo; las empulgueras y los mayales debían colgar de aquellas abrazaderas. Algunas de ellas habían sido adaptadas para sujetar lámparas, pero el resto estaban vacías. Las vacías parecían especialmente tétricas.
Los Maestros estaban ya reunidos.
Se sentaban en pesadas sillas claveteadas con hierros que se alineaban en hileras a lo largo de las dos paredes más largas, más o menos la mitad de ellas a cada lado, mirándose de frente, como si hubieran sido instaladas deliberadamente como para formar un guantelete. Debido a la longitud de la estancia, sin embargo, una parte apreciable de cada lado no era utilizado. Las puertas estaban allí, a varios largos pasos de los asientos más próximos.
Dos guardias en posición de firmes custodiaban la puerta por la que Terisa y Geraden entraron en la cámara. Nadie respondió al lúgubre saludo con la cabeza del Apr.
Cuando la puerta se cerró tras ellos, Terisa estudió la habitación. Al principio, el único rostro que reconoció fue el del Maestro Barsonage. Desde que lo había visto por última vez, el antiguo mediador parecía haber desarrollado un tic nervioso: una de sus gruesas y rígidas cejas se crispaba involuntariamente. Bajo la presión de los errores de la Cofradía y la indecisión, su rostro había adquirido una tonalidad amarillenta. No vio ninguna esperanza allí.
Buscando al Maestro Quillón, su mirada fue atraída por el Castellano Lebbick.
Cuando lo vio, se le secó repentinamente la garganta.
Tenía a Nyle con él.
El hermano de Geraden estaba sentado al lado del Castellano, al extremo de una hilera de asientos. Llevaba una capa de estambre marrón sobre sus ropas. Tenía los brazos apretadamente cerrados sobre su pecho bajo ella, manteniéndola fuertemente cerrada. Su cabeza colgaba en un ángulo abatido. No alzó la vista hacia Terisa y Geraden.
Geraden se quedó helado por la impresión. Toda expresión se borró de su rostro. El destello que animaba sus rasgos casi todo el tiempo había desaparecido —oculto o extinguido—, y parecía más pequeño, como si estuviera encogido sobre sí mismo. Miró inexpresivamente a Nyle, mientras dos brillantes puntos de color se extendían lentamente por sus mejillas. Terisa nunca lo había visto tan desamparado. La mirada de sus ojos le hizo temer irracionalmente que acababa de sufrir un ataque cardíaco.
—Dama Terisa no fue invitada —dijo con voz fuerte uno de los Maestros.
—Pero es bienvenida —gruñó el Castellano Lebbick—. ¿No es así, Maestro Quillón?
El mediador de rostro de conejo se puso en pie, mirando intensamente a todo el mundo y a nadie. Frunció la nariz y respondió:
—Tan bienvenida como tú, Castellano.
El Castellano Lebbick sonrió hoscamente.
El Maestro Eremis estaba sentado al lado opuesto del Castellano.
—Oh, insisto —dijo inmediatamente—. Si el Castellano Lebbick y Nyle son admitidos, es justo que sea admitida también dama Terisa. —Su expresión era difícil de leer. Parecía complacido sin ninguna razón evidente.
—¿Por qué está él aquí? —preguntó Geraden. Sonaba como un sonámbulo.
Todo el mundo comprendió a quién se refería. El Maestro Quillón empezó a responder, pero el Castellano Lebbick habló primero. Aún sonriendo, dijo:
—El Maestro Eremis afirma que va a apoyar la acusación contra ti.
—¡Nyle! —exclamó Terisa con un hilo de voz.
Todos los Maestros la miraban, pero ninguno de ellos parecía tener rostro. Ella no sabía quiénes eran.
Geraden se dirigió al asiento más cercano y se dejó caer en él como si se derrumbara.
Nyle tensó más la presión sobre su capa. No alzó la cabeza.
—Castellano Lebbick —dijo el Maestro Quillón, como si estuviera pensando en alguna otra cosa—, esto es una reunión de la Cofradía, no una congregación de tus guardias. No tienes autoridad aquí. Se ha permitido tu presencia sólo porque te niegas a dejar a Nyle entre nosotros sin ti. Por favor, guarda silencio.
El Castellano aceptó aquella advertencia sin responder, pero también sin someterse a ella.
—Mi dama —prosiguió el mediador en el mismo tono—, ¿tienes la bondad de sentarte para que podamos empezar?
Terisa luchó contra un impulso de ponerse a gritar. Bruscamente, se volvió y ocupó el asiento contiguo al de Geraden.
Éste parecía tan abrumado que ella susurró:
—¿Qué es lo que Nyle va a decir contra ti?
Él no respondió.
El Maestro Eremis observaba con curiosidad a Geraden, como si estuviera genuinamente interesado en lo que el Apr estaba pensando.
—Muy bien —dijo el Maestro Quillón. Dio uno o dos pasos rápidos hacia el centro de la estancia, entre las hileras de asientos—. Empecemos.
Los asientos eran viejos, quizá procedentes de los días en que los señores y damas de Orison disfrutaban contemplando la forma en que eran interrogados los prisioneros. La madera era lo suficientemente seca y porosa como para retener las manchas de sangre.
—Celebramos esta reunión para considerar una cuestión que no se nos presenta muy a menudo. —Su actitud sugería que hubiera preferido hallar un lugar donde ocultarse, pero su voz era firme—. Como todos sabéis, el Maestro Eremis afirma que el Apr Geraden es un traidor…, un traidor a la Cofradía y a Orison, al Rey Joyse y a Mordant. También dice que el Apr Geraden hará el mismo tipo de afirmación contra él. Oiremos ambas alegaciones. Ellos nos darán sus razones. Nos proporcionarán toda la corroboración que puedan. Y nosotros intentaremos determinar la verdad.
—Y, cuando la verdad sea determinada —apuntó casualmente el Castellano Lebbick—, yo actuaré respecto a ella.
El Maestro Quillón ignoró la interrupción.
—Este asunto debe ser tratado con rapidez. Hay una mancha en el honor de la Cofradía, y debe ser extirpada de inmediato. Orison se halla bajo sitio por culpa nuestra…, porque somos deseables a los enemigos del Rey. Y, en el mejor de los casos, no se confía excesivamente en nosotros. En consecuencia, es urgente que determinemos la verdad…, y que, cualquiera que sea el traidor, sea entregado al Castellano.
»Apr Geraden —los ojos del mediador chispearon—, ¿hablarás tú primero?
Todo el mundo se volvió para mirar a Geraden…, todo el mundo excepto Nyle, que permanecía derrumbado en su silla, como si estuviera considerando el suicidio.
Terisa deseó decir, exigir: No. Que empiece el Maestro Eremis. Pero las palabras no brotaron en su boca. Observó, como un Imagero más, cómo Geraden se ponía lentamente en pie.
Las manchas de color en sus mejillas se habían oscurecido hasta parecer el enrojecimiento de un ejercicio excesivo. Sus movimientos eran tensos, contenidos. Su pecho se alzaba y descendía como si intentara respirar profundamente y no pudiera. No miró a Nyle: de hecho, no miró a nadie. Había recibido un golpe que no sabía cómo afrontar.
Terisa se descubrió pensando: Nyle hace esto porque Geraden lo detuvo.
—Maestros… —El Apr tuvo que tragar fuertemente saliva para aclarar su garganta. Su voz parecía estarle ahogando. La ambición de su vida había sido pertenecer a la Cofradía. Había pasado años obedeciendo y honrando a aquellos hombres—. Todos nosotros hemos sido traicionados. No puedo probar nada de ello.
Oh, Geraden.
El Maestro Eremis pareció reprimir un deseo de echarse a reír.
—Debes hacer un esfuerzo, Geraden. —Las palabras del mediador eran más firmes que su tono—. El Maestro Eremis probará todo lo que pueda. ¿Estás hablando del Maestro Gilbur, o de alguien distinto?
Geraden asintió sin precisar. Su mirada se clavó en el suelo. Sin embargo, no dijo nada.
A la vista de su dolor, algo dio un vuelco en Terisa. Había sufrido demasiado, resistido demasiado. Y, ahora, su hermano le dañaba de aquel modo…, personalmente, deliberadamente. Al fin estaba desmoronándose bajo la tensión.
—En realidad, es simple —dijo Terisa con una voz que apenas pudo reconocer—. Tiene que haber un traidor. Alguien más…, no simplemente el Maestro Gilbur.
El Maestro Quillón se volvió hacia ella. Su nariz pareció estremecerse ansiosamente, pero el resto de su rostro permaneció inmóvil.
—En realidad, es simple —hizo eco Geraden como un fantasma—. Tiene que haber un traidor. Alguien más…
Entonces alzó la cabeza.
—Tiene que ser alguien de aquí.
Terisa contuvo el aliento, rezando por lo que podía venir a continuación.
—Ella ha sido atacada cuatro veces por Gart. —El tono de Geraden era un poco incierto, pero el velo en sus ojos parecía estarse desvaneciendo—. La tercera vez fue fuera, en el bazar. Eso no prueba nada. Pero la cuarta vez Gart entró por un pasadizo secreto que hay en sus aposentos. Alguien tuvo que hablarle de ese pasadizo.
Se detuvo.
—Eso es cierto —observó el Maestro Eremis, como si estuviera de acuerdo con Geraden—. Alguien tuvo que habérselo dicho. Yo estaba allí y presencié su ataque. Es posible, supongo, que yo fuera su proyectada víctima.
—Maestro Eremis —dijo el mediador con inesperada fuerza—, tendrás todo el tiempo que necesites para hablar. Defiéndete entonces. Ahora debemos dejar que el Apr diga lo que desee.
Un Maestro con una enorme barriga y casi apenas cejas interpuso:
—¿Estabas tú allí, Maestro Eremis? ¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo sobrevivisteis todos vosotros?
Sonriendo, Eremis hizo un gesto deferente, reclamando silencio.
Sin vacilar, el Maestro Quillón animó a Geraden:
—Prosigue, Apr. ¿Quién sabía del pasadizo secreto?
Inmediatamente, Geraden dijo:
—El Castellano, por supuesto. El Rey Joyse. Sus hijas. Terisa. Su doncella. Y el Maestro Eremis.
Terisa dejó escapar un leve suspiro de alivio porque no había mencionado al Maestro Quillón ni al Adepto Havelock. Tenía aún el bastante sentido común como para mantener aquello en secreto.
El mediador, sin embargo, no dio ninguna señal de haber observado la contención de Geraden.
—¿Y qué prueba esto?
—Todo el mundo sabía la existencia del pasadizo desde un principio. Excepto el Maestro Eremis. Éste lo averiguó recientemente. Poco después de que lo averiguara, Gart lo utilizó.
—¡Eso no significa nada! —protestó de inmediato el Maestro Eremis—. ¿Qué oportunidad he tenido de conferenciar con el Monomach del Gran Rey? He estado fuera de Orison, como todos sabéis. He estado visitando Esmerel.
Geraden envaró la espalda.
—Pero no es eso lo crucial. —Finalmente empezaba a sonar más seguro de sí mismo. Respiraba con más facilidad, y su mirada se había enfocado—. Es el segundo ataque el crucial. Ocurrió inmediatamente después de que el Maestro Eremis y el Maestro Gilbur se reunieran con el Príncipe Kragen y los señores de los Cares.
Una expresión de ultraje cruzó el rostro del Castellano Lebbick cuando sus antiguas sospechas se vieron confirmadas.
—¿Se reunieron…?
Geraden ignoró al Castellano.
—Eso deja fuera a todos los demás. A todo el mundo que no sabía nada de la reunión. Pero el Maestro Eremis llevó a Terisa a ella. Cuando la reunión terminó, la dejó con el Príncipe Kragen. Gart surgió de un espejo con cuatro de sus hombres para atacarles. El Perdon y Artagel los salvaron. Sólo el Maestro Eremis podía haber arreglado eso. Él es el único que sabía que ella estaría allí. Él es el único que tenía algún control sobre dónde estaría ella después de la reunión.
Una expresión de burlón horror dilató los ojos del Maestro Eremis y curvó su boca.
—Y él —insistió Geraden— puede que sea el único Maestro que sabía dónde estaba ella la primera noche, cuando Gart penetró en sus aposentos para matarla. Él es el amante de Saddith. Ella se presentó voluntaria a ser la doncella de Terisa porque él se lo pidió.
»El Maestro Eremis es el único hombre en Orison que pudo haberle dicho a Gart dónde y cuándo atacar a Terisa.
Como si tuviera dificultades en mantener el equilibrio, Geraden se sentó y se sujetó las rodillas con las manos.
El Castellano Lebbick se puso en pie, peligrosamente tranquilo.
—Sospechaba algo como esto. Háblame de esa reunión.
—¿Es eso todo, Apr? —quiso saber un Imagero de rojiza complexión y mala dentadura—. ¿Esperas que lo creamos?
—Siéntate, Castellano —aconsejó el Maestro Quillón—. Esto no te concierne.
—¿Qué dice Artagel? —preguntó alguien.
—Sigo sin comprender por qué el Monomach del Gran Rey desea matar a dama Terisa. ¿Qué amenaza constituye ella para Cadwal?
—¿Por qué no se nos informó del segundo ataque?
—No ha hecho nada a derechas desde que lo conozco. Creo que debemos dar por sentado que, si dice algo, tiene que estar equivocado.
—¡Cojones de toro y mierda de cerdo! —rugió el Castellano Lebbick por encima del parloteo—. ¡Háblame de esa reunión!
El silencio creó ecos tras su grito.
—Has llegado a una conclusión apresurada, Castellano —indicó el Maestro Eremis, sin levantarse de su asiento—. El Perdon sugirió una reunión entre los señores de los Cares y la Cofradía, a fin de discutir nuestros problemas mutuos…, la inacción de nuestro buen Rey. Él arregló la venida de los señores a Orison. El Maestro Gilbur y yo fuimos escogidos para representar a la Cofradía…, yo porque alenté la reunión, él porque se opuso a ella. Yo tomé por mi cuenta la decisión de invitar al Príncipe Kragen, creyendo que su misión de paz era sincera.
Se encogió elocuentemente de hombros.
—Nada salió de ella. El Fayle y el Termigan se mostraron demasiado obstinados, el Tor estaba demasiado borracho, el Armigite era demasiado cobarde. Sólo el Perdon y el Príncipe Kragen mostraron alguna comprensión mutua.
»Incidentalmente, si estoy aliado con Alend, es poco probable que sea un servidor de Cadwal. ¿No estáis de acuerdo en eso?
»Creo —concluyó— que la sangre que hallaste pertenecía a los hombres de Gart. Sus cuerpos desaparecieron del mismo modo que aparecieron…, por medio de la Imagería. Sólo podemos suponer que el Maestro Gilbur escapó del mismo modo, como aliado del archi-Imagero Vagel.
Su explicación estaba tan cerca de la verdad que hizo estremecer a Terisa. El aire de la habitación parecía estarse enfriando. Se preguntó si alguna vez volvería a sentir calor.
—Eso fue traición —jadeó el Castellano Lebbick entre dientes—. Complotasteis traición.
—En absoluto —suspiró el Maestro Barsonage, hablando por primera vez. Su debilidad era profunda—. La verdad es que esperábamos que los señores nos proporcionaran razones sólidas que nos permitieran no correr el riesgo de trasladar a nuestro campeón. Solamente corrimos el riesgo de esa traslación porque los señores nos convencieron de que no tenían ninguna respuesta a las dificultades de Mordant.
—En cualquier caso —dijo el Maestro Eremis más secamente—, la reunión terminó en nada. No hay causa para tu ultraje, Castellano, porque no se produjo ningún daño. En retrospectiva, resulta claro que el peligro más evidente surgió simplemente de la presencia de tantos señores, y del Príncipe Kragen, en un mismo lugar y momento. Si el campeón hubiera elegido abrirse camino en alguna otra dirección —el Maestro Eremis hizo girar humorísticamente sus ojos, pero su voz no perdió su afilado tono—, hubiera podido derrumbar Orison sobre la cabeza de todos los hombres importantes del reino.
El Castellano Lebbick murmuró unas cuantas y tenebrosas maldiciones.
—¿Podemos seguir con el asunto? —preguntó Terisa, hablando aún con una voz que apenas reconocía—. Quiero oír por qué Nyle piensa que Geraden es un traidor.
El Maestro de la enorme barriga restalló:
—Mi dama, lo que deseas no es de gran importancia para nosotros en estos momentos.
Con un gesto, el Maestro Quillón exigió silencio. Miró fijamente a Lebbick e inquirió con tono acerbo:
—Castellano, ¿podemos continuar? ¿O deseas seguir importunándonos porque vemos nuestras circunstancias y la necesidad de Mordant de una forma distinta a la tuya?
El Castellano Lebbick escupió otra maldición, luego cerró apretadamente la boca. Como un muelle siendo tensado, se sentó de nuevo.
El mediador se frotó la nariz, intentando detener sus fruncimientos.
—Apr Geraden, ¿has terminado ya con lo que deseabas decir?
Geraden asintió bruscamente.
—¿Dispones de alguna corroboración? ¿Hay algo que puedas mostrarnos o decirnos que apoye tus afirmaciones?
Geraden negó con la cabeza.
Un extraño pensamiento cruzó la mente de Terisa. Se dio cuenta de que Geraden había hecho lo que el Rey Joyse deseaba que hiciera: había usado la razón. Su acusación contra el Maestro Eremis estaba basada en razones antes que en pruebas.
Desgraciadamente, lo que los Maestros querían eran pruebas.
—El Maestro Eremis era el único que sabía que yo iba a asistir a aquella reunión —dijo Terisa—. Yo estaba allí. Todos los demás se mostraron sorprendidos de verme.
—No, mi dama —intervino inmediatamente el Maestro Eremis—. Eso es incorrecto. No puedes estar segura de que yo no le mencionara mi intención al Maestro Gilbur…, o incluso al Príncipe Kragen. No puedes estar segura de que la sorpresa que viste no pudiera tener otra causa.
»Pero, aunque tu afirmación fuera cierta, ¿qué significa? El Maestro Gilbur y yo abandonamos la habitación juntos para ir, como muy bien sabes, a informar de lo ocurrido a nuestros colegas Maestros. Pero él se separó de mí casi al momento, diciendo que tenía una urgente necesidad de visitar sus aposentos. Sabiendo ahora que él, al menos, es un traidor, ¿cómo puedes creer que no aprovechó esa oportunidad, por imprevista que pueda parecer, para trasladar a Gart contra ti?
—Porque —observó incisivamente alguien a quien Terisa no conocía— un ataque así no pudo ser llevado a cabo sin preparación. El espejo necesario no podía construirse a voluntad en unos momentos. De hecho, la localización del encuentro pudo ser elegida para que encajara con la proximidad al espejo. ¿No fuiste tú quien elegiste la localización del encuentro, Maestro Eremis?
Casi instantáneamente, todo el mundo en la estancia se inmovilizó. La atención concentró la atmósfera. Geraden inspiró profundamente, y algo de su innatural color abandonó su rostro.
El Maestro Eremis, sin embargo, no pareció preocupado.
—Por supuesto que lo fue —restalló—. Esa responsabilidad recayó sobre mis hombros porque ni el Perdon ni el Príncipe Kragen conocían lo suficiente Orison como para elegir por sí mismos. Pero supones que el espejo fue creado con el único fin de lanzar el ataque de Gart contra la dama. Sólo transcurrieron seis días desde la planificación del encuentro y el encuentro en sí. ¿Crees que un espejo así puede ser concebido y probado y modelado en sólo seis días? ¿No es más probable que el espejo fuera creado con una finalidad completamente distinta, quizá para proporcionarle a Gart el acceso a Orison siempre que lo deseara, y que la oportunidad de atacar a la dama fue meramente fortuita, un accidente circunstancial que el Maestro Gilbur se apresuró a aprovechar?
Varios de los Imageros agitaron los pies; pocos de ellos cruzaron su mirada con la de Eremis. La facilidad con la que había rechazado la acusación hizo que los pensamientos de Terisa giraran.
—Muy bien, Maestro Eremis —murmuró el mediador, tras una larga pausa—. Presumo que Geraden no tiene nada más que decir. Puesto que ya has empezado a defenderte, por favor, prosigue.
—Gracias, Maestro Quillón —dijo Eremis, como si estuviera reprimiendo deliberadamente su desdén. No se molestó en levantarse—. Os daré mis razones. Sólo si no os persuaden llamaré a Nyle para que pruebe lo que digo. Comprensiblemente, se muestra reluctante a condenar a su propio hermano.
Aquella afirmación podía ser cierta. Nyle se mostraba realmente reluctante: se mostraba reluctante incluso a seguir viviendo.
—Me sentí curioso acerca del Apr Geraden desde el momento en que trajo a dama Terisa hasta nosotros desde un espejo que no podía haber realizado una traslación así. —El Maestro permanecía sentado tranquilamente, con las piernas extendidas. Mientras hablaba, sus dedos jugueteaban con los bordes de su casulla. Su actitud era tan negligente que Terisa tuvo que estudiarlo con atención para darse cuenta de que no dejaba de escrutar toda la estancia—. La relación entre él y el Maestro Gilbur convirtió mi curiosidad en sospecha. Cuando el Maestro Gilbur demostró finalmente su falsedad, mis peores dudas se vieron confirmadas.
Nadie le interrumpió mientras recitaba los argumentos que había presentado ya a Terisa. Ésta tuvo que admitir que sonaban plausibles, casi inevitables. Era el Maestro Gilbur quien había modelado el espejo que mostró por primera vez al campeón, el Maestro Gilbur quien guió cada paso del intento de Geraden de duplicar aquel espejo. En consecuencia, si las habilidades de Geraden habían hecho un espejo que podía hacer cosas que ningún otro espejo había hecho nunca antes, el Maestro Gilbur hubiera debido apreciarlo. O, de otro modo, el Maestro Gilbur era el responsable de los misterios de ese espejo, guiando a Geraden a realizar cosas que el Apr jamás hubiera podido conseguir por sí mismo. En cualquiera de los dos casos, los dos hombres estaban aliados. Las dificultades de Geraden siempre habían sido de talento antes que de conocimiento: el Maestro Gilbur no podía haberle empleado para hacer algo sin precedentes sin que el Apr fuera consciente de ello.
—No —murmuró Geraden—. No tenía la menor idea. —Pero nadie le prestó la menor atención.
El Maestro Eremis explicó también su teoría acerca de por qué Cadwal avanzaba hacia Mordant. Sobre esta base, afirmó, el resto era evidente. ¿Quién era el único hombre que siempre había sabido exactamente dónde estaba dama Terisa? El Apr Geraden, por supuesto, que primero dispuso que sus aposentos fueran custodiados, luego persuadió a su hermano Artagel que la siguiera. ¿Quién era el hombre que tenía más probabilidades de ayudar al Maestro Gilbur a trasladar a Gart después de la reunión de los señores? El Apr Geraden, por supuesto, el aliado del Maestro Gilbur. ¿Por qué era que la aparente lealtad de Geraden al Rey Joyse se había visto reducida siempre a nada? Porque era sólo un hábil disfraz para ayudarle a golpear a aquéllos que más confiaban en él. Estaba confabulado con Gart y el Gran Rey Festten.
Escucharle hizo que Terisa se sintiera enferma.
El dolor en los ojos de Geraden era agudo, pero no dijo nada.
Cuando el Maestro Eremis hubo terminado, el resto de los Imageros fueron lentos en hablar. Algunos de ellos parecían impresionados. La mayoría, sin embargo, parecían más bien aliviados, como si hubieran sido rescatados de creer que un miembro de la Cofradía les había traicionado. Y algunos se mostraban claramente alegres ante la perspectiva de librarse finalmente de Geraden.
Al cabo de un momento, sin embargo, un joven Maestro ligeramente estrábico exclamó:
—Pero todo esto carece de consistencia, Maestro Eremis. Si he comprendido bien, es Geraden quien ha mantenido con vida a la dama proporcionándole defensores.
—Tonterías —respondió secamente el Maestro Eremis—. Los guardias que primero dispuso para ello eran incapaces de enfrentarse con éxito al Monomach del Gran Rey. Y, desde entonces, su duplicidad ha sido más profunda de lo que te das cuenta. Puso a Artagel al lado de la dama para que el mejor espadachín de Mordant fuera eliminado también, librando así a Cadwal de dos importantes enemigos con una sola traición.
—¡No puedes creer esto! —La protesta de Geraden fue como un gemido. De inmediato, sin embargo, volvió a cerrar la boca.
—No, Geraden. —El Maestro Barsonage se levantó. Su mirada se detuvo unos instantes, tristemente, en Terisa—. No creo eso. —Su rostro tenía el color y la textura de una prolongada tensión—. La verdad es que no creo nada de lo que he oído aquí. Tú y el Maestro Eremis os denunciáis mutuamente como si no pudiera dudarse de lo que decís, pero ninguno respondéis a la cuestión más importante, la cuestión sobre la que reposa o se hunde todo lo demás. No explicáis por qué.
»¿Por qué el Monomach del Gran Rey se toma tantas molestias en atacar a dama Terisa? ¿Por qué desea el Maestro Eremis verla muerta? —Por encima del hombro, preguntó—: Maestro Eremis, ¿por qué desea matarla Geraden? —Luego se dirigió a la Cofradía—. Nada de lo que han dicho estos dos hombres tiene significado alguno a menos que puedan explicarnos por qué.
Antes de que ninguno de los dos acusadores pudiera contestar, Terisa se puso en pie.
—Yo os diré por qué. —Un estremecimiento recorrió su voz…, un estremecimiento de furia antes que de frío. No tenía frío: estaba segura de ello. La frustrante certeza que había sido incapaz de nombrar se hizo repentinamente clara—. Yo os diré exactamente por qué. —Si él no hubiera sido rescatado… No estaba respondiendo a la pregunta del Maestro Barsonage; no tenía respuesta a eso. Pero le permitía decir lo que deseaba.
»Geraden no tenía ninguna razón para desear mi muerte. Ha pasado conmigo el tiempo suficiente desde que llegué aquí como para saber que no soy ninguna amenaza para nadie. Si estuviera confabulado con Gart, yo nunca hubiera sido atacada. Él no hubiera corrido el riesgo de lanzar al Monomach del Gran Rey contra alguien como yo.
»Pero el Maestro Eremis tiene una razón.
El Maestro se envaró en su asiento. Parecía tomado por sorpresa.
—Mi dama —dijo interrogadoramente—, he salvado tu vida. He hecho todo lo que un hombre puede hacer para ganar tu amor. ¿Cómo puedes pensar que te deseo algún daño?
Ella sentía deseos de vomitar.
—Porque yo sé que estás mintiendo.
Ante aquello, la expresión del Maestro se ensombreció. Oyó el suave silbar del aliento contenido de los Imageros a sus espaldas cuando Eremis se puso ominosamente en pie.
—Asegúrate de lo que dices, mi dama —murmuró, como una advertencia.
—Estoy segura —le respondió firmemente. La presión ascendió en su voz. No deseaba gritar, pero necesitaba pasión para controlar su miedo, para mantenerse en su lugar pese al hecho de que nunca antes había desafiado a nadie de aquella manera y no creía que pudiera hacerlo ahora, ciertamente no con el Maestro Eremis, era demasiado para ella, era como su padre, había hecho demasiado por ella desde un principio—. Tú lo sabes todo acerca del ataque después de la reunión de los señores. Yo te lo conté. He cometido un montón de errores. Pero tú te marchaste sin venir a verme de nuevo. —Si él no hubiera sido rescatado…—. Nunca tuve oportunidad de contarte los ataques contra Geraden. ¿Quién te habló de ellos?
»Podías saber lo del ataque de aquellos jinetes en el bosque. Ahora es del dominio público. Todo el mundo pudo habértelo contado. —Rescatado como lo fue, te aseguro—. Pero tú lo sabías todo del anterior también.
El Maestro Eremis la miró como si hubiera sido tomado completamente por sorpresa.
—Nadie sabía nada acerca de él, excepto Artagel, Geraden y yo. Y el Adepto Havelock. Él no te lo dijo. —El Maestro Eremis había cometido un error. Bajo la presión de las acusaciones de Geraden, había cometido un error—. Ninguno de nosotros te lo dijo. Tú no estabas aquí. Pero pese a ello dijiste que ese ataque fue simplemente un plan. Lo sabías todo acerca de él. Dijiste: «Si no hubiera sido rescatado como lo fue, te aseguro que hubieran hecho retirarse a sus insectos antes de que acabaran con él».
»Dijiste: “sus insectos”. ¿Cómo sabías que fue atacado por insectos?
Una luz de sorpresa y vindicación cruzó el rostro de Geraden.
Luchando por mantener el autocontrol, Terisa concluyó:
—Estás intentando acusar a Geraden por la misma razón que quieres mi muerte. Porque somos peligrosos para ti. Sabemos que eres el traidor.
Sólo por un momento, el Maestro Eremis siguió boquiabierto. Luego empezó a reír suavemente.
Su risa no parecía particularmente alegre.
—Mi dama —dijo—, eres ultrajante. Tú misma me hablaste de ese ataque.
—Eso es otra mentira —respondió ella, furiosa.
—No, mi dama. La mentira es tuya. Obtuve la historia de tus propios labios, entre beso y beso.
—No lo creo así, Maestro Eremis. —Geraden se puso en pie al lado de Terisa. La audacia de ella lo había galvanizado: estaba preparado para la batalla, y sus ojos ardían—. Ella no tiene ninguna razón para mentir. No tiene nada que ganar aquí.
—¿De veras? —La boca del Maestro Eremis se curvó burlonamente—. Eres un ingenuo, muchacho…, o un estúpido. Tú eres su razón. Te tiene a ti que ganar.
Aquel argumento detuvo a Terisa: la hizo anclarse sobre sus talones, como si acabara de recibir un jarro de agua fría contra su rostro. Era cierto…
Era lo bastante cierto como para hacerla parecer como una estúpida.
Sin embargo, fue un error de cálculo. Antes de que Eremis pudiera seguir, varios de los Maestros estallaron en carcajadas.
—¿Con tu reputación con las mujeres? —dijo el Imagero de la mala dentadura—. ¿Tú nos pides que creamos que ella prefiere a Geraden pies torpes?
—No hubiera creído ninguna otra prueba —añadió otro Maestro—, pero ésta sí la creo. Si el Maestro Eremis se ve reducido a proclamar que no puede ganarse a una mujer ante el Apr, entonces no hay verdad en su boca.
—Al contrario —respondió otro, riendo a carcajadas—. Si el Maestro Eremis se ve reducido a admitir que no ha podido ganarse a una mujer ante el Apr, entonces tiene que estar diciendo la verdad.
—¡Ya basta! —ladró el Maestro Eremis. Flageló el aire con sus manos, reclamando silencio—. ¡Ya he soportado demasiado!
Su grito hizo que las paredes resonaran fuertemente. La furia en su voz y el brillo de sus ojos inmovilizó la estancia, exigiendo la atención de todo el mundo.
—Es intolerable que todo mi servicio a Mordant y a la Cofradía sea recibido con desconfianza. Es intolerable que alguno de vosotros crea a este débil muchacho cuando soy acusado. Ahora probaré lo que digo. Pediré a Nyle que hable.
Los Maestros miraron. Geraden abrió la boca, volvió a cerrarla; el color desapareció de su piel. En lo más profundo de su ser, Terisa se estremeció más violentamente que nunca.
El Maestro Quillón inclinó reflexivamente la cabeza hacia un lado. Al cabo de un momento, comentó, en un tono que casi sonaba amenazador:
—En bien de todos los que estamos aquí, Maestro Eremis, espero que estés seguro de lo que él va a decir.
—Estoy seguro. —La certeza de Eremis era absoluta, tan inconmovible como su sonrisa.
Todo el mundo miró a Nyle.
El hermano de Geraden no parecía darse cuenta de lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Su hundida postura no varió: su cabeza no se alzó. La mueca que distorsionaba sus rasgos era tan profunda como su desesperación.
Bruscamente, se volvió y susurró algo al oído del Castellano Lebbick.
El Castellano escuchó, frunció el ceño… y dijo:
—Maestros, Nyle desea hablar en privado con Geraden.
Nyle volvió a mirar al suelo.
Nadie se movió. El corazón de Terisa golpeaba fuertemente contra la base de su garganta. Geraden agarrotó sus puños y mantuvo alta la cabeza; su mandíbula se proyectó hacia delante. El Maestro Eremis volvió una mirada evaluadora hacia Nyle, pero no dijo lo que estaba pensando. Los Imageros se miraron inseguros entre sí, y el Castellano al Maestro Quillón.
Finalmente, el mediador preguntó con curiosidad:
—¿Por qué?
El Castellano Lebbick se encogió de hombros.
—Quizá piense que puede persuadir a Geraden de que confiese.
—¿Tienes tú alguna objeción?
Lebbick negó con la cabeza.
—La estancia está custodiada. —Luego añadió sarcástica-mente—: Cualquier cosa que Geraden tenga que confesar, será fascinante.
Una vez más, pareció como si el Maestro Quillón deseara echar a correr y ocultarse. Sin embargo, dijo:
—Entonces sentémonos. Nyle y Geraden pueden ir al extremo de la sala.
El Maestro Eremis se encogió de hombros y aceptó la decisión. Los demás Maestros ocuparon sus asientos.
Terisa se volvió hacia Geraden. ¿Qué quería decirle Nyle? Oh, Geraden, ¿qué es lo que ocurre?
Pero Geraden no aceptó su mirada. Todo en él estaba enfocado en su hermano…, el hermano al que había intentado salvar de cometer traición; el hermano al que había humillado hasta los huesos.
—Ve con cuidado —jadeó Terisa. Podía captar el desastre acumularse a su alrededor. No había ninguna forma de preverlo—. Por favor.
Con la sorpresa doliéndole hasta lo más profundo de su cuerpo, se sentó.
Rígidamente, Geraden avanzó hasta detenerse frente a Nyle.
Cuando vio las botas de Geraden cerca de las suyas, Nyle se puso trabajosamente en pie. Sin dejar de apretar su capa en torno a su cuerpo, avanzó hacia el fondo de la estancia…, tan lejos como le fue posible de los Maestros; el punto más alejado de Terisa.
Allá aguardó a que Geraden se reuniera con él.
Los Maestros observaban sin moverse. Las mandíbulas del Castellano Lebbick masticaban pensamientos indigeribles; su mirada no se desviaba ni un milímetro de los dos hermanos.
Permanecieron de pie, con Geraden de espaldas a la estancia. Terisa podía ver el rostro de Nyle: era crispado y salvaje, más implacable —y más desesperado— de lo que había sido cuando se alejó cabalgando de ellos para traicionar a Orison. Parecía a la vez homicida y abrumado, como si estuviera implicado en un crimen que hacía que cada milímetro de su cuerpo se estremeciera.
Con voz susurrante, le dijo algo a Geraden.
Debió ser algo doloroso: Geraden reaccionó como si hubiera sido golpeado. Retrocedió unos pasos; luego se lanzó hacia delante. De espaldas, pareció como si sujetara la capa de Nyle.
Entre los dos hermanos, una daga de hierro cayó al suelo, resonando metálicamente sobre las piedras.
Estaba cubierta de sangre.
Nyle se apoyó contra la pared. Sus ojos giraron, luego se cerraron. Sus rodillas se doblaron. Geraden intentó sujetarle, pero cayó de espaldas. Su capa se abrió, dejando al descubierto la horrible herida que el cuchillo había causado en su abdomen.
Como la daga, las manos de Geraden estaban cubiertas de sangre.