1

Fuera de los escombros

El Castellano Lebbick sospechaba lo que estaba ocurriendo ahí dentro. Por supuesto, la vida en Orison estaba yendo de mal en peor desde hacía cierto tiempo; pero, de pronto, la finalidad de su vida había empezado a mostrar vías de agua en todas direcciones.

Debido a las arriesgadas apuestas de la Cofradía, se veía enfrentado ahora a varias crisis a la vez. Pero sólo eran síntomas; no eran cosas fundamentales. Mientras se dirigía a enfrentarse a ellas sonreía como un halcón; y sólo su esposa —y quizás el Rey Joyse— llegaron a conocerle alguna vez lo bastante bien como para darse cuenta de que aquella sonrisa era una mala señal. Para otras personas, probablemente parecía como si se hallara en su elemento, ansioso por enfrentarse a los conflictos o desastres que podían proporcionar una salida y una justificación a su ira. Sólo su esposa y su más viejo amigo podrían haber comprendido la particular ferocidad de su sonrisa.

Desgraciadamente, su esposa estaba muerta…, miserablemente muerta, vencida por una larga y devoradora enfermedad que había cortado su vida tan lenta y efectivamente como un afilado cuchillo clavado en sus pulmones. Había transcurrido casi un año de ello, y aún la echaba tan agudamente de menos que cada vez que pensaba en ella le temblaban las entrañas.

Y el Rey Joyse lo había echado a un lado.

Se ha negado a escuchar al Fayle. De una u otra forma, había bloqueado cada acto vital, había interferido con cada esperanza.

El Castellano crispó apretadamente los dientes, su sonrisa se volvió más apretada, y se negó a pensar en ello. El Rey Joyse era su razón para vivir. Las pasiones que lo habían conducido a fundar Mordant, los ideales que habían inspirado la creación de la Cofradía…, todas esas cosas eran la sangre en sus venas, el aire en sus pulmones. Él era las manos del Rey. El Rey lo había rescatado…

Pero ahora el Rey se había negado a escuchar al Fayle. Lo había abandonado todo para que muriera, Mordant y pasión y propósito, lo había abandonado para que muriera miserablemente, acuchillando su vida mientras el Castellano Lebbick la aferraba entre sus brazos y no la dejaba marchar.

No, definitivamente, no iba a pensar en ello. Tenía demasiados otros problemas frente a él.

Esa mujer.

Masticó para sí mismo una larga y acerba maldición. Ella, de algún modo, estaba en todas partes. Las conexiones estaban allí, si podía encontrarlas; ella era la que le estaba haciendo todo aquello a Orison y a Mordant. De algún modo.

Y ella era la que hacía que algo le doliera en lo más profundo de su garganta, con un deseo que no había experimentado desde los días del máximo esplendor de la belleza de su esposa.

No iba a pensar en eso tampoco. Iba a hacer su trabajo, aferrarse a él hasta que recuperara lo que significaba.

Para empezar, iba a averiguar las consecuencias de la última catástrofe perpetrada por aquellos Imageros con cerebro de cerdo.

Su tarea tenía la ventaja de ser a la vez espectacular y sutil. Todas las crisis estaban ligadas de algún modo entre sí.

Lo primero en el tiempo, si no en urgencia, era el asunto de los guardaespaldas muertos del Príncipe Kragen.

Evidentemente, habían sido muertos por alguna razón. Y no podían haber derramado, ellos solos, toda aquella sangre. Además, parecía improbable que fueran responsables de arrastrar su propia sangre tan lejos de los lugares donde yacían muertos.

Y aquella mujer había vuelto a sus aposentos empapada en sangre.

Había una pandilla de soldados renegados —o algo peor— suelta por Orison. Eran hábiles y lo bastante numerosos —o algo peor— como para matar a entrenados guardaespaldas y llevarse a sus propios muertos o heridos. Tenían amigos que les ocultaban. Tenían algo que ver con aquella mujer. Y su propósito era instigar la guerra entre Mordant y Alend. O algo peor.

Eso trajo a su mente otros asuntos. ¿Qué le había ocurrido al hombre de negro que había intentado matarla la noche después de su llegada? Había escapado con bastante facilidad. ¿Por qué no había hecho otro intento?

¿Qué vendría a continuación? ¿Un ataque contra el propio Rey?

Y el Rey Joyse se había negado a escuchar al Fayle. El viejo señor había intentado advertir al Rey de las intenciones de la Cofradía, y el Rey se había negado a escucharle. El Fayle había hablado directamente con el Castellano porque no tenía otro recurso.

Lo cual planteaba la cuestión de cómo el Fayle había llegado a saber lo que pretendían hacer los Imageros. Se había negado llanamente a contestar cuando Lebbick le exigió una respuesta.

En cuanto al loco desafío de la Cofradía a la prohibición del Rey Joyse de efectuar traslaciones forzadas, el Castellano Lebbick sabía quién era el responsable…, o, más exactamente, sabía a quién podía culpar. Había forzado al Fayle a mencionar uno o dos nombres. Pero eso tendría que aguardar. Los resultados de esa traslación planteaban problemas más inmediatos.

Al parecer para defenderles contra Alend o Cadwal, los Imageros habían elegido a algún guerrero alienígena al que habían descubierto en sus espejos…, un soldado de imperioso poder, armamento y ferocidad. ¿Qué esperaban conseguir después de arrancar a un luchador así de su propia vida? ¿Un arco dócil? ¿Una humilde oferta de servicios? Tenían suerte de que simplemente hubiera hecho desmoronarse el techo de su sala de reuniones, en vez de asesinarlos individualmente como se merecían.

A juzgar por la forma como había escapado fuera del laborium y a través del grueso muro noroeste de Orison al aire libre, era evidentemente lo bastante poderoso como para haber matado a cualquier número de personas. De hecho, al principio, Lebbick había temido que lanzara su intento a arrasar el propio castillo. Si hubiera ocurrido eso, el Castellano no hubiera tenido más elección que llamar a todos los Imageros que hubiera podido encontrar para organizar la defensa. Completamente desprevenidas, sus propias fuerzas y las máquinas de asedio no estaban en posición para emprender una guerra.

Afortunadamente, el campeón se había marchado…, lejos de Orison, abriéndose camino en la nieve como un animal vagabundo. Algo en sus movimientos sugería a la experimentada observación del Castellano Lebbick que estaba herido.

Eso planteaba dos exigentes dilemas, ninguno de los cuales era el enorme boquete abierto en el muro. Por supuesto, el boquete era un enorme problema, y pronto iba a convertirse en algo urgente…, pero todavía no. Primero había que perseguir al campeón. Eso era evidente. Tenía que ser localizado, a fin de efectuar todos los esfuerzos posibles por controlarlo, por detenerlo. Su actual comportamiento violento podía llevarlo a través de la región más densamente poblada del Demesne, directamente hacia Batten y el corazón del Care de Armigite.

Por otra parte, el Maestro Quillón no dejaba de pisarle los talones al Castellano como un hurón, asomando su rostro lleno de polvo cada vez que Lebbick se detenía y gritándole que la mujer y Geraden estaban enterrados bajo el derrumbe del techo.

El Castellano Lebbick exhibió sus dientes.

—¿Quieres decir que crees que aún están con vida?

—¡No lo sé! —exclamó Quillón—. ¡Pero no lo estarán si no los sacas de allí pronto!

Lebbick debatió consigo mismo la cuestión. No disponía de los hombres suficientes para perseguir al campeón y rebuscar adecuadamente en los escombros a la vez. Se necesitaría algún tiempo para llamar a los refuerzos de los campamentos instalados a lo largo de las colinas que rodeaban Orison.

Uno de esos campamentos, sin embargo, se hallaba razonablemente cerca del camino que al parecer había tomado el campeón.

Sin vacilar, el Castellano hizo su trabajo. Envió a un ayudante a convocar a todos los guardias del castillo a la cámara de reuniones en ruinas de la Cofradía. Otro corrió hacia el patio para conseguir un caballo, al tiempo que daba instrucciones explícitas a varios destacamentos de las fuerzas del Rey. Luego Lebbick se volvió de nuevo al Maestro Quillón.

—Esto será lento. No podemos mover todas esas piedras en unas pocas horas. —Calculando las posiciones relativas de la cámara y la abertura en el muro, comentó—: Tendrán que ser retiradas hacia arriba. Si esa mujer y Geraden ya no están muertos, se asfixiarán pronto. —Casi sin malicia, añadió—: A menos que, para variar, tú y el resto de la Cofradía podáis pensar en alguna forma de ayudar.

Sin darse cuenta de que estaba sonriendo, se alejó.

Quillón fue en busca del Maestro Barsonage.

Localizó al mediador fuera de una de las puertas de acceso a la cámara. Aquellas puertas habían salvado a la Cofradía. No sabiendo lo que podían esperar del campeón, los Maestros habían retrocedido hacia las paredes, y así habían podido alcanzar las puertas casi al instante. Como resultado de ello, sólo dos Maestros habían muerto: uno alcanzado por el primer disparo del campeón, el otro bajo un bloque de piedra. El resto estaban a salvo…, incluidos el Maestro Gilbur y el Maestro Eremis, aunque nadie sabía cómo habían conseguido alejarse a tiempo.

Pero el Maestro Barsonage no parecía haber escapado particularmente intacto. Estaba cubierto de polvo, fragmentos de piedra y trozos de antiguo mortero —como el propio Quillón—, lo cual le daba el aspecto de que acababa de salir de entre las piedras. Sus ojos estaban orlados de rojo entre el pegado polvo; tenía la boca abierta; permanecía sentado con las manos colgando entre sus rodillas. Tal vez estuviera en estado de shock a causa de alguna herida que no podía verse porque quedaba oculta por el polvo.

—¡Barsonage! —restalló el Maestro Quillón—. ¡Levántate! Tenemos que apresurarnos.

Por un momento el Maestro Barsonage no respondió. Miraba sin ver más allá de Quillón, como si la ruina de la cámara lo hubiera vuelto sordo. Pero cuando el Maestro Quillón empezó a humear de rabia, el mediador alzó la cabeza y parpadeó.

—Quillón —croó al reconocerle, con voz ronca por el polvo y el desánimo—. Sabía que sería un error. Desde un principio. Nunca hubiéramos debido mezclarnos con alguien tan poderoso. Pero no había alternativa. ¿La había? El augurio… Y todo el mundo estaba contra nosotros. Los señores, Cadwal y Alend, el Rey Joyse…

Bajó de nuevo la cabeza.

—Fue un error.

—Ahora ya no importa —cortó impaciente Quillón—. Todos cometemos errores. Ven.

El Maestro Barsonage dirigió al Maestro Quillón una mirada de vacía incomprensión.

—¡Geraden y dama Terisa! —Quillón saltaba prácticamente de uno a otro pie—. ¡Están enterrados bajo todas esas piedras!

La expresión del mediador no cambió.

—También lo está el espejo de Gilbur. Ya no es más que polvo. No tenemos forma alguna de deshacer lo que hemos hecho. Quedó demostrado que el espejo de Geraden no traslada adecuadamente. Y cualquier otro cristal será una sentencia de muerte, ya sea para nuestro «campeón» o para la Imagen que lo reciba.

—¡Los espejos nos protejan! ¡Despierta, Maestro Barsonage! Olvida al campeón. ¡Tenemos que rescatar a Geraden y a la dama! Los hombres del Castellano Lebbick van a intentarlo, pero tardarán demasiado. Todas esas piedras deben ser retiradas. Será demasiado lento.

Poco a poco, el Maestro Barsonage empezó a comprender.

—No pueden estar vivos —murmuró—. ¿Bajo todo eso? Es imposible.

—¡Tienen que estarlo! —gritó el Maestro Quillón, tan fuerte que su voz se convirtió en un chillido—. ¡No tenemos otra esperanza! ¡Vamos!

Tendió la mano con urgencia e intentó poner en pie al Imagero, mucho más voluminoso que él.

Por un momento, el mediador pareció incapaz de reunir la resolución suficiente para sostenerse sobre sus piernas. Pero luego murmuró:

—Supongo que debemos hacerlo. Aunque no sirva de nada. Después de este desastre, ¿de qué otro modo podemos demostrar nuestra buena voluntad?

Dispersando polvo por todas partes, consiguió ponerse en pie.

Tan rápido como le fue posible, Quillón llevó al Maestro Barsonage hacia la madriguera de celdas reconvertidas donde se hallaban exhibidos y protegidos los espejos de la Cofradía. Tras una cierta vacilación, el mediador eligió el espejo que el Maestro Quillón había tenido en mente desde un principio…, el alto espejo que reflejaba un insondable paisaje marino, nada excepto agua en todas direcciones. Con la fuerza de sus dimensiones, el Maestro Barsonage cogió el espejo sin ninguna ayuda y lo llevó hasta la cámara de reuniones.

Estaba empezando a moverse más aprisa. Su paso se hacía más firme. Cuando él y el Maestro Quillón encontraron a los demás Imageros —retirándose del desastre, vagando por las estancias—, se puso a dar órdenes con creciente autoridad, llamando al resto de la Cofradía en su ayuda.

Los dos Maestros alcanzaron pronto la cámara.

La puerta más cercana estaba abierta, dejando que el invierno soplara polvo y frío y nieve dentro del corredor.

El montón de cascotes era enorme: llegaba hasta la mitad de donde había estado antes el techo. A las piedras de ese techo se le había añadido una amplia porción del nivel de encima suyo, así como todo el daño que el campeón había dejado tras él en su camino hacia arriba y a través del muro exterior. Gran parte del montón estaba compuesto por granito cortado —enormes losas de los cimientos, masivos monolitos del interior de las paredes y columnas, piezas más pequeñas que los constructores de Orison habían utilizado como ladrillos—, pero el rifle del campeón había reducido enormes cantidades de roca a polvo y guijarros.

Ahora comprendió mejor el Maestro Quillón el punto de vista del Castellano. La única forma en que los guardias podían limpiar el espacio era transportando de algún modo los cascotes hacia arriba y sacarlos por el agujero. Incluso con la ayuda de cualquier espejo adecuado de Orison, el trabajo podía tomar el día entero.

Todo el lugar estaba medio a oscuras, bloqueado de la luz por la masa de Orison y la creciente nevada. Sin embargo, pudo ver el cielo matutino cubierto de nubes, la cortina de polvo en el aire, los guardias y otros servidores del castillo que habían llegado ya y estaban empezando a luchar con el montón con palas, picos y palancas.

Pudo ver a Artagel en la cúspide del montón, luchando como un loco para retirar bloques y trozos de piedra casi tan grandes como él mismo. Sus maldiciones sonaban como gritos.

Inmediatamente, el Maestro Quillón trepó por el lado de la pila hacia el hermano de Geraden. Cargado con el espejo, el mediador le siguió más lentamente.

Cuando llegó al lado de Artagel, Quillón sujetó el brazo del espadachín. Artagel apartó al Maestro a un lado sin siquiera mirarle. El concentrado salvajismo en sus ojos le hacía parecer peligroso.

—¡Haz sitio, Artagel! —ladró el Maestro Quillón—. Podemos hacer esto mejor. No serás de ninguna ayuda a Geraden si te deslomas. Podemos alcanzarle, pero necesitamos cooperación, no terquedad estúpida.

—Es mi hermano —jadeó Artagel, sin dejar de trabajar.

El Maestro escupió una obscenidad que sonó estúpida, procedente de él.

—No me importa si es tu madre, tu padre y la descendencia bastarda de cada acto de fornicación de toda la historia de Mordant. Ayúdanos o apártate.

Los puños de Artagel se crisparon asesinos; se forzó a relajarse.

—Muéstrame, Imagero —jadeó entre dientes—. Muéstrame cómo puedes hacerlo mejor.

Por aquel entonces el Maestro Barsonage había alcanzado ya la parte superior del montón de piedras.

—Entonces hazte a un lado —gruñó el Maestro Quillón, mientras el mediador situaba su espejo al lado del bloque que Artagel había estado intentando mover.

Quillón ayudó a sujetar el espejo. Mientras el mediador murmuraba las invocaciones implicadas en el modelado de aquel espejo, los dos Imageros inclinaron el cristal hacia el bloque…

… y el bloque fue trasladado al rodante mar.

Artagel se quedó unos instantes boquiabierto. Luego empezó a sonreír.

Estaban llegando más Imageros y muchos más guardias. Varios de los Maestros llevaban espejos, entre ellos Eremis. El Maestro Quillón observó la ausencia de Gilbur; pero no tenía tiempo de preocuparse acerca de eso. Mientras él y el Maestro Barsonage movían su cristal, gritó instrucciones a los guardias. Rápidamente, se organizaron en equipos en torno a cada espejo. Alguien arrojó una pala a Artagel. A un gesto de la cabeza de Maestro Quillón, éste empezó a palear cascotes al espejo, para dejar paso libre a la próxima gran losa de granito.

Polvo y cascotes y trozos de roca lo bastante grandes como para destrozar cualquier cristal pasaron a la Imagen y fueron tragados por el mar. Si el Maestro Quillón se hubiera preocupado por observarlo, hubiera podido ver el chapoteo que producía cada palada de cascotes al golpear el agua.

Observó a su alrededor, reconoció los otros espejos a medida que eran puestos a trabajar. Sólo dos de ellos eran tan grandes como el que sujetaban él y el Maestro Barsonage, pero todos habían sido escogidos inteligentemente: ninguno era plano; ninguno mostraba escenas donde la repentina aparición de enormes trozos de roca pudiera provocar algún daño. La única posible excepción era el cristal que el Maestro Eremis empleaba con la enrojecida ayuda de un joven Apr. Reflejaba una gigantesca y furiosa bestia parecida a una babosa, con colmillos de aspecto venenoso y malignos ojos. Los guardias en torno a Eremis paleaban los cascotes directamente al rostro de la criatura.

Ésta parecía estar rugiendo furiosa.

—¡Quillón! —gritó el Maestro Barsonage—. ¡Presta atención!

Apresuradamente, el Maestro Quillón ayudó al mediador a ajustar su espejo para trasladar otra enorme losa de piedra.

—¿Hay alguna posibilidad? —preguntó Artagel—. ¿Pueden estar realmente vivos ahí abajo?

—Tienen que estarlo —murmuró Quillón. Esa convicción, sin embargo, resultaba cada vez más y más difícil de sostener.

Terisa sabía que estaba viva.

El escaso aire que era capaz de introducir en sus pulmones era puro polvo: estaban llenos de él, y cada vez que el seco sofoco la forzaba a toser la presión contra los bordes y los filos de piedra que encajonaban su pecho amenazaba con quebrar sus costillas. Cada aliento alzaba polvo y suciedad contra su rostro, haciendo que le escocieran los ojos, cegándola a la oscuridad. Y podía sentir el peso de los cascotes gravitar sobre ella, comprimiéndola lentamente hasta que su débil piel y sus huesos estallarían y se romperían. Además, las rocas ardían, carbonizadas por el rifle del campeón. El aire era tan caliente que dolía.

Sabía que estaba viva. Pero no tenía la menor idea de por qué.

El campeón la había apretado boca abajo encima de Geraden: no había estado en posición de observar la manera en que su forma revestida de metal y su fuego destructivo la escudaban de lo peor de la caída de piedras. Bloques de piedra caían sobre él y rebotaban a un lado, formando una bolsa en torno a ella; losas de roca eran cortadas en pedazos y reducidas a polvo, que formaba una especie de cojín sobre su cuerpo y el de Geraden. En consecuencia, cuando se alejó para quemar un camino para sí mismo y salir de Orison, los cascotes que cayeron inmediatamente sobre ella y Geraden lo hicieron no del techo y el nivel superior, sino de los lados de la bolsa protectora. Y trozos más pequeños hicieron de cuña, reteniendo en su lugar los otros cascotes que la ascensión del campeón iba añadiendo a la pila.

Todavía respiraba. Contra toda posibilidad, aún había aire atrapado en el montón de piedras.

No iba a durar mucho.

Con un palpable movimiento, un duro filo de piedra situado en mitad de su espalda apretó hacia abajo otra fracción de centímetro. Se agitó frenéticamente, pero sólo podía mover los dedos. El calor y el polvo le hacían sentir arcadas a cada leve inspiración que efectuaba entre las rocas. El dolor, como la caricia de una llama, se incrementaba en sus pulmones, sus ojos, sus extendidos miembros. Morir así, lentamente, notando momento a momento cómo ocurría, sintiendo el dolor hacerse peor con cada minúsculo cambio en la posición de los cascotes…

Algo como aquello le había ocurrido antes. A veces, cuando su madre y su padre se habían enfadado con ella, la habían encerrado en el interior de un armario. Nadie había respondido a sus gritos, sus tímidas o histéricas llamadas, hasta que había permanecido callada el tiempo suficiente para apaciguar a sus padres. Y en una ocasión —por algo que había hecho que podía ser odioso o trivial—, había sido arrojada al fondo del armario y habían echado sobre ella puñados de ropa antes de cerrar la puerta, a fin de que la casa quedara aislada de cualquier protesta que ella pudiera efectuar.

Allá en la oscuridad, había sufrido su primera experiencia de desvanecimiento.

Las ropas la asfixiaban, y la oscuridad era absoluta por todos lados; y de pronto había comprendido que su aflicción y su pánico no significaban nada, que las sensaciones como el miedo y la asfixia no significaban nada…, que la puerta cerrada y las ropas amontonadas y la oscuridad la hacían a ella irreal. Por primera había sentido que perdía realidad, había sentido que su existencia se deslizaba fuera de ella en la oscuridad que la envolvía.

No se había dado cuenta de ello en aquellos momentos —quizá nunca se había dado cuenta—, pero esta respuesta a la crisis la había protegido. Había impedido que la oscuridad y el desamor de sus padres se arrastrara dentro de ella.

Esta vez, desgraciadamente, eso no representaba ninguna protección. Su mente iba a saltar. Podía sentir que un loco deseo de gritar trepaba insidiosamente desde el fondo de su estómago. Entonces debería inhalar tanto polvo que el esfuerzo por respirar desgarraría su corazón.

—Geraden. —Su voz era un susurro, tan desesperado como el polvo que ardía en sus pulmones—. Geraden. ¿Puedes oírme?

Pero, por supuesto, él no podía oírla. Ella había estado tendida encima de él, pero no en una posición que le proporcionara protección alguna. Y él estaba boca arriba, cara a la caída de piedras. Su cabeza debía haber sido aplastada inmediatamente. Todavía debía estar debajo de ella, en alguna parte, pero nada allí parecía lo bastante blando como para ser un cuerpo.

—Geraden. —Su mente, definitivamente, iba a saltar—. Geraden.

Había una salida, sin embargo. Le vino a la cabeza sin ninguna espectacularidad, casi sin ninguna sorpresa. Podía, simplemente, desvanecerse. Podía soltar todos sus hilos, olvidar su intensa lucha contra la irrealidad, y dejar que la oscuridad la arrastrara lejos. Entonces estaría a salvo. Viviera o muriera, estaría a salvo porque se habría ido.

Tan pronto como se le ocurrió la idea supo que iba a ser fácil. Ese tipo de fracaso siempre era fácil. La había estado llamando durante toda su vida, ofreciéndose para protegerla…, ofreciéndole la paz.

—¿Terisa?

La palabra fue un agitar de seco dolor, tan lejana que no pudo creer en ella.

—¿Terisa? —Imposiblemente débil, dolida, aplastada…, y terca, decidida a alcanzarla—. ¿Estás bien?

Un repentino sollozo cerró su garganta. Ahora no podía escapar. La seguridad era imposible. Él estaba allí con ella. Se sintió demasiado aliviada al oír su voz. Tenía que quedarse.

—¿Terisa? —Luchó por controlar su alarma—. ¿Estás bien? —Tosió—. ¿Puedes oírme?

—Geraden. —Un áspero nudo apretaba su garganta—. No puedo respirar. No puedo soportarlo.

—No lo intentes tan intensamente. —Su susurro llegó hasta ella desde algún lugar fuera de su alcance—. Respira pausada y superficialmente. Relájate. Estoy recibiendo aire de alguna parte.

Pese a la horrible distancia entre ellos, Terisa pudo captar su aflicción. Él también estaba de alguna forma aplastado.

—Seremos rescatados. Nos sacarán de aquí. Todo lo que tenemos que hacer es aguardar.

—No puedo. No puedo. —La presión de rechazar su única posibilidad de escapar la conducía hacia la histeria—. No puedo moverme. Me está rompiendo la espalda. ¡Geraden!

—No pienses en ello. —Su voz se deslizaba como polvo entre las piedras—. Arrójalo fuera de tu mente.

—No puedo. —Apretó los dientes para no gritar.

—Sí puedes. —De alguna forma, consiguió hablar con más fuerza—. No pienses en ello. Piensa en alguna otra cosa. Cuéntame lo que ocurrió. No recuerdo nada…, después de que el Maestro Gilbur me golpeara. ¿Trasladó al campeón? ¿Lo detuvo el Castellano?

Sólo por un momento, aquellas palabras consiguieron alejarla del pánico. ¿Geraden no recordaba…? ¿Había vuelto a la consciencia sin saber nada de dónde estaba o por qué…?

—Terisa.

Hasta que no oyó el filo de necesidad en su llamada no comprendió cuánto dependía él de ella. Si la perdía ahora, él también podía empezar a gritar.

Muy dentro de sí misma, gimió: No puedo estoy siendo aplastada ¡no puedo resistirlo! ¡Déjame ir! Pero luchó por hacer lo que él estaba haciendo, luchó por pensar en él en vez de en ella misma. Él ni siquiera sabía cómo había resultado enterrado vivo.

—Lo intentaré.

Con rápidas y entrecortadas frases, fragmentos de explicación tan agitados como su respiración, le describió el resultado de la traslación del Maestro Gilbur.

Cuando hubo terminado él gruñó, luego guardó silencio. Antes de que el pánico volviera a apoderarse de ella, sin embargo, dijo:

—Eso prueba una cosa. Tú eres definitivamente la que necesitamos. La que salvará Mordant. Nuestro campeón.

—¿Qué? —jadeó Terisa—. ¿Qué estás diciendo?

—Siempre fue posible —las palabras brotaron como si las estuviera vomitando— que no fueras más que un accidente. Que de algún modo yo me hubiera equivocado. Pero eso significaría que el Maestro Gilbur tenía razón. Ahora sabemos que no es así. Su campeón no va a rescatarnos.

»Tú tienes que ser el auténtico campeón.

—Esto es una locura. —Podía sentir los huesos de su espina dorsal a punto de astillarse. El aire era cada vez peor. Puedes hacerlo. Piensa en alguna otra cosa—. Nada ha cambiado. No soy una Imagera. No comprendo nada. El Maestro Eremis es el único que puede salvar Mordant.

Las palabras murieron en su boca. Si aún estaba con vida… Se hallaba inmediatamente detrás de ella cuando emergió el campeón, ¿no era así? ¿Y si el derrumbe del techo lo había atrapado? ¿Y si estaba muerto? Una punzada de dolor la hizo agitarse bajo la presión de la piedra. El filo que cruzaba su espalda se asentó más cerca de ella.

—El Maestro Eremis. —De alguna forma, Geraden consiguió lanzar un bufido—. ¿Crees que él puede salvar Mordant? Si puedes hacerme creer eso, no necesitas la Imagería. Ya serás lo bastante poderosa sin ella.

Terisa se mordió los labios para no gritar. ¡No puedo resistirlo!

Cuando ella no respondió, él cambió su enfoque.

—Quizá debieras contarme todo eso acerca de que se suponía que podían matarme. Quiero comprender —pareció rechinar los dientes— por qué crees al Maestro Eremis.

—De acuerdo. —¡No puedo! Sí puedes. Su voz era lo único que impedía que la roca la partiera en dos.

Con un esfuerzo de voluntad, luchó por apartar de su mente el dolor y el polvo, el calor infernal, el peso de piedra que la emparedaba. Para ocupar su lugar, enfocó su atención en imágenes de Geraden: la línea de su mentón, la forma en que se rizaba su pelo encima de su frente (la sangre que goteaba de su sien, la forma como el Maestro Gilbur le golpeó, aquel atractivo rostro aplastado bajo los cascotes… ¡No! No eso, no debía pensar en cosas así), el rápido potencial para la felicidad y la desdicha en sus ojos. Él era la razón por la que ella no podía fallar, no podía desvanecerse. Imaginarlo la ayudó a recordar las cosas que él deseaba saber.

Su relato fue errático, filtrado y alterado por la presión de las rocas. Sin embargo, se lo contó todo, de la mejor manera que pudo. Le relató lo que él ya había adivinado acerca de la decisión de la Cofradía de trasladar su campeón, así como de enviar al Maestro Eremis y al Maestro Gilbur a un encuentro con los señores de los Cares. El Maestro Eremis había arreglado aquel encuentro, pero se había opuesto a la traslación del campeón. Era el Maestro Quillón quien la había advertido de que no hablara con Geraden. Sí puedes. El encuentro y su resultado. Lo que podía recordar del Príncipe Kragen. El ataque del hombre de negro.

Cuando hubo terminado, contuvo por unos instantes el aliento, con la esperanza de que aquello aliviara la presión en su pecho. Pero no lo hizo.

La reacción de Geraden la sorprendió. Con una voz que sonó aún más distante y solitaria, murmuró:

—Así pues, Quillón es un traidor.

—¿Qué quieres decir?

—El te advirtió que no hablaras conmigo porque sabía que yo le contaría al Rey Joyse lo de ese encuentro. Y lo del campeón.

—No. —El polvo se estaba volviendo piedra en sus pulmones. No podía mantener su equilibrio, no podía—. Si lo planteas de esta forma, entonces todos los Maestros son unos traidores. Ellos votaron a favor del campeón y el encuentro. El Maestro Quillón es simplemente más leal a ellos que al Rey Joyse. Y ha intentado mantenerte con vida.

Geraden, ayúdame.

Él meditó aquello por unos instantes.

—Tiene que haber un traidor en la Cofradía. —El dolor en su voz se estaba haciendo más fuerte—. El hombre que te atacó tenía que saber dónde estarías tú. Eso deja fuera a los señores y al Príncipe Kragen.

»¡Ay! —gruñó secamente.

Un momento más tarde, sin embargo, prosiguió, con un tono más agudo:

—Aunque Eremis les hubiera dicho que iba a traerte, ninguno de ellos sabía que tú existías cuando fuiste atacada la primera vez. Sólo la Cofradía. Y, para que ese hombre simplemente desapareciera…, se necesita Imagería. Algún Maestro te quiere muerta. Sabe que eres la única que puede salvar Mordant.

»Si no es Quillón, tiene que ser Eremis.

—No —dijo ella de nuevo. No es eso lo que quiero decir. No lo comprendes. Lo necesito. Los escombros se movieron de nuevo. Creyó sentir que sus costillas empezaban a ceder. Lo necesito para que me enseñe quién soy.

Por otra parte, el aire parecía estarse enfriando. Eso, en cualquier caso, era una bendición.

—Él está intentando salvar Mordant. ¿Acaso no puedes verlo? Está intentando conseguir alianzas. Hallar formas de luchar. Porque el Rey Joyse no va a hacerlo.

—No, no veo eso —replicó Geraden, distante—. ¿No crees que resulta extraño por su parte el que te llevara a ese encuentro? Tú no sabías que fuera a hacerlo. ¿Cómo pudo saberlo el hombre que te atacó? ¿Y por qué huyó y te dejó? Quizá fue a usar los espejos para que ese hombre pudiera aparecer y desaparecer.

—No. No. —No puedes comprender. Presión. Polvo. Me puse las ropas más incitadoras que pude encontrar y fui a sus aposentos por voluntad propia. Vamos…, piensa en ello—. No estás siendo justo. Tú estuviste con él esta mañana. Cuando vino a buscarme. Viste la forma como se comportó. No sabía que fui atacada.

»Hubiera debido prepararlo todo por anticipado. ¿Cómo podía saber cómo iba a terminar el encuentro? Él deseaba que tuviera éxito. Seguro que no lo saboteó.

—El Fayle estaba allí —murmuró Geraden—. Él nunca querrá tener nada que ver con la ilícita Imagería. Todo el mundo sabe eso.

Ella no escuchaba. Su concentración estaba enfocada en lo que ella misma intentaba decir. Era importante…, sabía que era importante. Sí puedes. Si sobrevivía a aquello —y el Maestro Eremis había sobrevivido también—, tenía que hablar inmediatamente con él. El Maestro Eremis necesitaba saber que había un traidor en la Cofradía.

—¿Y cómo podía él saber a qué aposentos me llevaría el Rey Joyse? El primer ataque tuvo que ser planeado también por anticipado. Pero ninguno de los Maestros sabía que tú ibas a encontrarme a mí en vez de al campeón.

Geraden tosió quedamente. Luego le oyó jadear, como presa de irresistibles arcadas.

Al instante, todo lo demás se borró de su mente. ¡Geraden estaba siendo aplastado!

—¡Geraden! ¿Estás bien? ¿Qué ocurre?

Durante un tiempo no respondió. Ella lo vio mentalmente, colgando de la presa del Maestro Gilbur, cayendo, siempre cayendo, la cabeza una informe masa de sangre y astillas de hueso. Se agitó de nuevo locamente, incapaz de moverse en lo más mínimo.

Geraden.

—Lo siento. —Ante su sorprendido alivio, sonaba mejor—. No pretendía asustarte. Las rocas siguen moviéndose. Por un momento sentí una opresión más fuerte en mi garganta. ¿Puedes respirar mejor?

Al principio ella no tuvo idea de lo que él quería decir. Si acaso, el polvo era más denso que nunca. Pero entonces se dio cuenta de que el aire era mucho más frío…, notablemente más frío que los cascotes acumulados a su alrededor. Era casi helado.

—Están acercándose —dijo él—. Van a rescatarnos. Van a sacarnos de aquí.

Incapaz de controlarse, Terisa estalló en sollozos.

Pareció tomar una eternidad. Luego, todo ocurrió simultáneamente. El aire se hizo más y más frío, enfriando las rocas, enfriando la desesperada presión sobre sus pulmones; pero no hubo ningún cambio excepto un incremento en el movimiento de las rocas. Eso casi la sumió en el pánico: cada sutil movimiento amenazaba con romper los huesos de su espalda. No podía retener los sollozos. Afortunadamente, la proximidad de Geraden la ayudaba. Y sabía cómo aferrarse a la realidad cuando cada parte de ella parecía estar desvaneciéndose.

Y, de pronto, el peso sobre ella simplemente desapareció, como si ya no fuera real. Oyó voces; más piedras se desvanecieron. Unas manos hurgaron entre los escombros para sujetar sus brazos con alarmada brusquedad y alzarla.

Todavía estaba llorando, pero las lágrimas eliminaron la suciedad de sus ojos. Recuperó la visión a tiempo para ver a Artagel extraer a Geraden de debajo del lugar donde ella había permanecido tendida.

El Maestro Quillón la sujetó.

—¿Te encuentras bien, mi dama? —Él también parecía estar llorando—. ¿Te encuentras bien? —Su preocupación sonaba tan maravillosa como la presa de sus brazos, y el frío aire lleno de nieve, y la libertad de movimientos.

Geraden se aferró a su hermano y tosió como si sus pulmones estuvieran desgarrados. Pero respiraba. Nada en él parecía aplastado. El polvo ocultaba las huellas de la sangre en su sien.

La nieve que caía hacía que el aire pareciera tan oscuro como en el crepúsculo, pero pudo ver lo que quedaba de la cámara de reuniones de la Cofradía. Más allá de los destrozados muñones de las columnas, las puertas estaban abiertas. Enormes cantidades de piedras rotas cubrían aún el suelo. Al menos una docena de Maestros —y muchos guardias con palas, picos y palancas— sujetaban espejos entre los escombros.

Captó un atisbo del Maestro Eremis; luego, el hombre se alejó como si tuviera prisa.

Bruscamente, Artagel exclamó:

—¡Lo conseguimos! —y los guardias dejaron caer sus herramientas y lanzaron vítores.

—Fue un terrible error —murmuró el Maestro Barsonage. Tras el polvo que formaba como una máscara sobre su rostro, sus ojos estaban rojos de debilidad. Aferró un alto espejo que Terisa reconoció inmediatamente…, el cristal que reflejaba el paisaje marino. Los hombros del mediador se agitaron, agotados—. Nunca hubiéramos debido correr el riesgo de llamar a ese campeón. Fuimos todos unos locos. El Castellano Lebbick tiene a cincuenta hombres persiguiéndolo, pero dudo que sean suficientes. De todos modos, hemos tenido más suerte de la que merecíamos. Sólo hemos perdido dos Maestros. —Dijo dos nombres que ella no conocía—. Y vosotros estáis vivos.

—Te ruego que me disculpes, mi dama —terminó, con voz incierta—. Fuimos estúpidos…, pero no pretendíamos haceros ningún daño.

Geraden se pasó una mano por el pelo, alzando una nube de polvo.

—Cuéntale eso al Maestro Gilbur. —Estaba sonriendo—. Si me llega a golpear un poco más fuerte, me rompe el cuello. —Pero parecía incapaz de mantener sus ojos enfocados—. Con tu permiso, mi dama —le dijo a Terisa—, creo que voy a echarme por unos momentos.

Suavemente, como si fuera la cosa más graciosamente elegante que hubiera hecho en su vida, se desvaneció en brazos de Artagel.

Había una enorme brecha en el techo de la cámara, y una sección del nivel de arriba se había hundido también; pero los peores daños estaban a un lado, donde el campeón había quemado su camino hacia arriba y a través del muro. La nieve entraba en torbellinos, empujada por un constante viento. Caía lo bastante intensa como para acumularse en el pelo del Maestro Gilbur y formar dos montones sobre los amplios hombros del mediador.

Geraden creía que ella iba a salvar Mordant.

Cuando alzó la vista hacia la nieve, Terisa creyó oír el distante vibrar de cuernos.