4
Terisa entra en acción
Tuvo la impresión de que estaba corriendo interiormente, a toda velocidad, para mantenerse por delante de sus emociones, por delante de las consecuencias e implicaciones de lo que estaba haciendo. Necesitaba dejar atrás la mentira que le había contado al Rey Joyse. Le había causado demasiado dolor. Las mentiras la envolvían. Ni siquiera el Maestro Eremis confiaba en ella hasta el punto de decirle la verdad. Era posible que el propio Rey le hubiera estado mintiendo. La falsedad era su única arma, la única forma que tenía de defenderse. Deseaba huir de ella.
Había descendido dos tramos de escaleras y estaba a punto de entrar en uno de los salones principales antes de darse cuenta de que no tenía la menor idea de cómo llegar hasta donde deseaba ir.
Intentó maldecirse a sí misma, pero las poco habituales palabras sonaron sin convicción. La visita con Geraden no había incluido la información que necesitaba. Estaba muy lejos de empezar a lo grande.
Escrutó el salón en ambas direcciones. Estaba lleno de gente; concebiblemente podía preguntar a alguien para orientarse. Pero no tenía la menor idea de cómo abordarlos. ¿Qué estaban haciendo allí? Barrenderos y deshollinadores, albañiles, recaderos, doncellas, criadas, modistas, incluso herreros: comprendió que eran los sirvientes del castillo. Pero ¿dónde estaban el resto de aquellos hombres y mujeres, aquellos señores y damas? Myste había sido muy clara explicando hasta qué punto Mordant y Orison dependían del comercio. ¿Dónde estaba toda aquella gente implicada en el comercio y las finanzas, los almacenistas, los inspectores de abastos, los recaudadores de impuestos, los transportistas, los contables, los distribuidores, los representantes del mercado negro? De estar todos ellos allí, su padre se hubiera sentido como en su casa.
Su padre, creía firmemente, no hubiera vacilado en lo más mínimo en decirle al Rey Joyse cualquier número de mentiras. Creía firmemente en ello, pese al hecho de que nunca le había oído decir algo que no fuera cierto.
Aún corriendo interiormente, divisó a Artagel.
Estaba a una cierta distancia, cruzando el salón. A juzgar por su actitud, probablemente no la había visto. Pero, un momento más tarde de que ella lo divisara —antes de que tuviera tiempo de alzar la mano para llamar su atención—, cambió de rumbo y se dirigió hacia ella.
—Mi dama —dijo, con una amistosa inclinación de cabeza—. ¿Te has recuperado ya de tus aventuras? Si yo hubiera sufrido una experiencia similar, estaría en la cama y no me movería de ella en varios días.
—Llámame Terisa —dijo ella, para apartar a un lado el tema de su recuperación. Tenía prisa. Lo que tenía en mente era menos característico de ella aún que su conversación con el Rey Joyse. Si se detenía o dudaba, se desmoronaría; tal vez ni siquiera fuera capaz de recoger luego los pedazos—. ¿Dónde están las mazmorras?
Él arqueó una ceja.
—No puedo llamarte Terisa, mi dama. Si lo hiciera, correría el peligro de olvidar que Geraden es mi hermano. No soy como Stead…, ¿te ha mencionado alguna vez Geraden que tenemos un hermano que es absolutamente insaciable con las mujeres? Pero tampoco soy inmune a la belleza. ¿Para qué quieres saber dónde están las mazmorras?
Recordando la conversación que había oído entre él y el Maestro Eremis, Terisa dudó. Pero no podía permitirse el lujo de la vacilación.
—El Castellano Lebbick ha arrestado al Maestro Eremis —dijo, intentando sonar como si supiera lo que estaba haciendo—. Necesito hablar con él.
Aquel anuncio hizo que Artagel abriera mucho los ojos. Le vio considerar y luego rechazar una variedad de respuestas en rápida sucesión: sorpresa, desaprobación, curiosidad. Cuando habló de nuevo, su decisión fue un sereno regocijo.
—Si Eremis está a buen recaudo, no creo que Lebbick desee que reciba visitas sociales.
Era un buen punto a tener en cuenta. Examinando una serie de posibilidades que hasta entonces no habían cruzado por su mente, Terisa dijo:
—Pero tú puedes llevarme hasta allí. Si no le pedimos permiso al Castellano. Si vamos simplemente a su celda. Los guardias te dejarán entrar —concluyó torpemente—, siendo quien eres.
La expresión de Artagel se hizo cautelosa.
—Quizá. Pero correrás un riesgo. Aunque Lebbick no te descubra, le dirán que estuviste allí. Supongo que debe existir alguna razón por la cual fue arrestado Eremis. Todo esto hará que parezcas su cómplice. Y me hará parecer a mí como un cómplice también. ¿Qué bien va a causarnos todo esto?
Por un momento, Terisa se inmovilizó. El asunto era demasiado urgente para ser explicado. El Rey Joyse sabía lo que estaba haciendo. Lo estaba haciendo a propósito. Hija mía, ¿qué te he hecho? El Maestro Eremis necesitaba saberlo. No podía actuar o planear con exactitud a menos que supiera a lo que se enfrentaba. Y era la única esperanza de Mordant.
Desgraciadamente, tampoco podía explicar eso…, a Artagel menos aún que a Geraden. Los hijos del Domne eran demasiado leales.
Impulsada por su sensación de urgencia, intentó otra prevaricación.
—Quizá sea demasiado ingenua, pero creo que lo que realmente funciona mal aquí es que nadie de los que desean defender Mordant está dispuesto a hablar con nadie. La Cofradía no confía en Geraden. El Rey no confía en la Cofradía. Nadie confía en el Maestro Eremis. El Castellano Lebbick no confía en nadie. Y, mientras tanto, todo el reino se está yendo al infierno. —Se sintió complacida al darse cuenta de que sonaba como si supiera de lo que estaba hablando—. Quiero ver si puedo conseguir que la gente empiece a hablar entre sí.
»Acabo de tener una charla con el Rey Joyse. Ahora quiero hablar con el Maestro Eremis. Creo que él es la clave de todo el asunto.
Artagel la observó detenidamente mientras hablaba, con una sonrisa pensativa en sus labios. Cuando ella terminó, agitó la cabeza, no negativamente, sino con sorpresa.
—Me sorprendes, mi dama. Lo haces todo tan simple. Tiene que haber alguna razón por la que nunca se haya intentado. —Entonces su sonrisa se amplió a una franca risa—. Puede que resulte divertido. Incluso puede que funcione. —Hizo una extravagante inclinación de cabeza, le ofreció su brazo—. ¿Lo intentamos?
Agradecida de inmediato por su aceptación y alarmada por su propio comportamiento, Terisa aceptó su brazo y le dejó que la guiara hacia las mazmorras de Orison.
Las celdas estaban físicamente cerca del laborium. Tras la conversión de las mazmorras originales, el lugar donde el Castellano mantenía a sus prisioneros estaba separado de las salas de trabajo de los Maestros sólo por una pared de mampostería. Artagel condujo a Terisa hasta la no usada sala de baile que tan familiar era ya para ella…, con su vacía desolación como un símbolo de la pérdida del corazón de Orison. Más allá, un corredor que avanzaba paralelo a la entrada del laborium conducía a una escalera. Allá, sin embargo, terminaban las similitudes. La atmósfera de las mazmorras estaba a todo un mundo de distancia del laborium.
Mal iluminado por antorchas que goteaban a largos intervalos en las viejas paredes, el lugar era húmedo y opresivo; pudo sentir el enorme peso de las piedras de Orison gravitar sobre ella. Paja que olía a podredumbre —y quizá, débilmente, a sangre— cubría el suelo. Había sido echada originalmente para empapar todo lo que arrojaran los prisioneros del castillo, pero ahora servía principalmente para controlar la humedad. El corredor era estrecho pero directo: tras una segunda escalera descendente, condujo a Terisa y Artagel a la sala de guardia.
Allá, los hombres que estaban de guardia, o acababan de salir de ella, o se tomaban una pausa, podían calentarse o refrescarse un poco o aliviar sus vejigas; pero la sala de guardia servía también como parte de las defensas de las mazmorras. Aunque la estancia estaba acondicionada como una especie de burda taberna, con mesas de caballete y toscos bancos para los guardias, unos cuantos camastros junto a las paredes, una enorme chimenea en la que el fuego luchaba contra el húmedo helor de la piedra, y una corta barra al otro lado de la cual un camarero proporcionaba cerveza y carne, también era la única entrada a la zona de las celdas: nadie podía entrar o salir de las mazmorras sin pasar por la sala de guardia. Armeros con espadas y picas a lo largo de las paredes, encima de los camastros, sugerían que se esperaba que los hombres de la sala de guardia estuvieran preparados para luchar al instante mismo de dar la alarma.
La disciplina, sin embargo, era descuidada…, quizá debido a que la mayor parte de los guardias de Orison estaban agotados por el trabajo extra del día anterior, quizá porque las mazmorras no eran la parte más vital o interesante del castillo. Un hombre permanecía sentado afilando su espada con la estudiosa atención de la poca inteligencia; el resto estaba menos dedicado a sus tareas. Tres guardias sentados a una mesa habían consumido evidentemente más cerveza de la que era buena para ellos; otros dos ocupaban sendos camastros, roncando en perfecta sincronía; el resto jugaba a los dados en un rincón de la estancia, con más vehemencia que placer.
Artagel frunció el ceño ante el espectáculo, luego cambió su expresión a una fácil sonrisa. Con ojos chispeantes, dijo a nadie en particular:
—Vaya colección de desharrapados con la cabeza llena de cerveza. Podría hacer cruzar esta habitación, cantando, a todos los prisioneros que tenéis al otro lado, y ni siquiera os daríais cuenta de ello hasta que el Castellano os pusiera los grilletes.
Mirándole con sorpresa, irritación y estupidez, todos los que estaban despiertos se volvieron hacia él.
Cuando los guardias le reconocieron, sin embargo, su hostilidad se desvaneció. Expresiones de hosco humor distendieron sus rostros. Varios rieron estrepitosamente, y uno respondió:
—Eso es cierto. ¿A quién le importan los prisioneros? Pero intenta hacer que esa mujer pase junto a nosotros.
—De todos modos —dijo otro—, el Castellano nunca viene por aquí. Excepto cuando desea interrogar al Maestro Eremis. Y siempre somos advertidos con la suficiente antelación.
—El hecho —explicó un tercero— es que el Maestro Eremis es el único prisionero que tenemos aquí por el momento. Eso ya es de por sí bastante malo…, pero no sabes lo malo que llega a ser hasta que te pasas toda una noche echando a las mujeres que no dejan de venir deseando verle. —Mirando fijamente a Terisa, se sujetó las ingles—. Daría mi mano izquierda para saber cómo lo consigue.
Terisa se dio cuenta de que todos los guardias la estaban mirando ahora a ella.
De pronto, deseó olvidar todo el asunto y regresar a sus habitaciones.
Entonces uno de los que jugaban a los dados se puso en pie. Una banda púrpura anudada en torno a su bíceps derecho lo señalaba como algún tipo de capitán.
—Tomáoslo con calma, patanes —ladró—. A menos que esté confundido en mi vejez, la compañera de Artagel es dama Terisa de Morgan. No es uno de los juguetes del Maestro Ere-mis…, ni vuestro tampoco.
»Mi dama —dirigió a Terisa una decente inclinación de cabeza—, no pongas esa expresión tan preocupada. No estás en tan gran peligro como crees. Artagel puede liquidar a la mitad de la escoria que hay aquí antes de que puedan echar mano a sus espadas. Y el Castellano Lebbick echaría a la otra mitad como comida a los cerdos sólo por el hecho de que pretendieran tocar a una mujer que no se lo consintiera.
La sonrisa de respuesta de Artagel hizo que el capitán cuadrara los hombros. De una forma más rígida, inquirió:
—¿Qué puedo hacer por ti?
Terisa no tuvo ni idea de cómo responder, pero su compañero respondió por ella con voz suave:
—Dama Terisa está efectuando una visita a Orison. Desea ver las mazmorras.
El guardia con la banda en el brazo dudó; sus ojos se entrecerraron.
—Al Castellano no le va a gustar eso.
La sonrisa de Artagel se hizo más amplia.
—El Castellano no tiene por qué saberlo.
Terisa contuvo la respiración. Sintió, más que vio, cómo los hombres a su alrededor se envaraban.
—Si se entera —observó lentamente el capitán—, no serás tú quien va a servir de alimento a los cerdos. Seré yo.
—Eso es probablemente cierto. —Artagel parecía estar disfrutando más y más a cada momento que pasaba—. Pero hay un consuelo. Estarás a salvo de mí. Quien le diga a Lebbick que estuvimos aquí no tendrá tanta suerte.
Por un momento, Artagel y el capitán de la guardia se midieron mutuamente. A grados, la expresión del guardia cambió, hasta que su sonrisa se equiparó a la amenazadora sonrisa de Artagel. Soltó un manojo de llaves de su cinturón y lo arrojó al compañero de Terisa.
—No tengo la menor idea de lo que queréis hablar con el Maestro Eremis. No quiero saberlo. Simplemente, no le dejéis salir.
—¿Hablar con el Maestro Eremis? —La expresión de Artagel era radiante—. No lo dirás en serio. Antes me echaría a dormir en un nido de serpientes.
—Eso sería un error —cloqueó alguien—. No hay mujeres en un nido de serpientes.
Todos los hombres rieron…, con excepción del guardia que afilaba su hoja, que frunció el ceño como si la gente a su alrededor estuviera hablando en algún idioma desconocido.
Artagel hizo resonar las llaves.
—Volveremos pronto. —Luego le dijo a Terisa—: Ven, mi dama —como si ella no estuviera aferrando apretadamente su brazo. Juntos, cruzaron la estancia en dirección a la puerta que conducía a los corredores y celdas de las mazmorras.
Más allá de la sala de guardia, ella preguntó en voz baja:
—¿Matarías realmente a alguien que nos traicionara?
—Por supuesto que no —respondió él negligentemente—. Por eso estamos seguros. Si realmente me temieran, alguno podría hablar.
Por alguna razón, su tono no sonaba convencido.
Respirando profundamente para aliviar la presión en su pecho, Terisa inhaló el corrompido aire e intentó recordar por qué estaba allí.
Para hablar con el Maestro Eremis. Para contarle lo que había averiguado del Rey. A fin de que el hombre supiera mejor dónde estaba realmente, el auténtico peligro en el que se hallaba Mordant. Para que pudiera decidir qué debía hacer, ahora que sus intentos de unir la Cofradía con los señores de los Cares y el Príncipe Kragen habían fracasado.
Para verle de nuevo, a fin de intentar comprender lo que el hombre significaba para ella, por qué el pensar simplemente en él era suficiente para conseguir que le hormiguearan todos los nervios.
Con el corazón latiendo fuertemente, fue con Artagel más allá de la primera revuelta del corredor, más allá de la segunda, y a la zona de las celdas.
Quizá debido a que la zona de las mazmorras era tan obviamente cerrada, las celdas eran relativamente abiertas. No poseían sólidas puertas que encerraran a sus ocupantes. En vez de ello, cada una era en esencia un profundo nicho cortado en la piedra de los cimientos del castillo, de dos metros y medio a tres de profundidad, y lo bastante ancha como para albergar un catre bajo y un lavamanos contra la pared del fondo. Una pesada reja de hierro asegurada a la piedra servía como pared delantera de cada celda; una puerta asegurada a la reja con un cerrojo proporcionaba entrada y salida.
Todas las celdas más próximas estaban vacías: al parecer, el reciente gobierno del Rey Joyse no había proporcionado al Castellano un número significativo de prisioneros. Sin embargo, el resplandor de una lámpara a una cierta distancia al frente daba a entender que una celda, al menos, estaba ocupada. Terisa y Artagel se dirigieron a ella, con los pies susurrando sobre la paja que cubría el suelo. Mientras avanzaban, la única linterna que proporcionaba la débil iluminación al corredor hizo que fantasmales sombras se agitaran dentro y fuera de las celdas a ambos lados.
Antes de que alcanzaran su celda, el Maestro Eremis dijo con voz aguda y arrastrada:
—Sorprendente. Creí que iba a ser dejado más tiempo a solas. Todavía no es hora de comer. ¿Han sido arrestados otros inocentes? ¿Ha conseguido ya el Castellano permiso del Rey Joyse para torturarme? —Sonaba casi jovial—. ¿Es posible que se me haya concedido alguna visita?
—Estás de buen humor, Maestro Eremis —comentó secamente Artagel cuando ella y Terisa alcanzaron la celda—. Espero que tengas alguna buena razón para ello. Por lo que recuerdo, la última vez que Lebbick encerró a alguien aquí abajo, el reo fue ejecutado dos días más tarde. Un espía de Cadwal, creo que era. Antes de eso, fue un bandido que perdió sus dos manos por ello.
A la primera mirada, aquella celda parecía tan vacía como todas las demás. Una pequeña lámpara de aceite en equilibrio sobre el lavamanos revelaba que una arrugada manta cubría el sucio colchón del catre; pero la luz no mostraba al Maestro Eremis. En vez de ello, reflejaba delicadamente los finos hilillos de humedad que goteaban por el granito.
Al cabo de un momento, sin embargo, una zona más oscura —un lugar sin reflejos— cobró forma contra la pared.
El Maestro estaba sentado al extremo del catre, tan lejos de la lámpara como era posible, y su capa negra lo fundía con las sombras. Hasta que los ojos de Terisa se ajustaron, vio la pálida piel de su rostro y manos simplemente como otras manchas en la vieja piedra de la pared.
No llevaba su casulla. Se la había quitado…, o le había sido arrancada.
—Mi dama —murmuró. Ahora su voz no era arrastrada: era suave, casi íntima—. Deseaba que vinieras.
Aquella afirmación penetró directamente en el corazón de Terisa. Era aguda hasta un tono que hizo que resonara todo su ser. Nadie más excepto Geraden le había dicho nunca nada como aquello. Y nadie más en el mundo le había hablado con aquella específica vibración magnética, aquella pasión cierta y personal. En un instante, todas sus razones para estar allí cambiaron para encajar con el tono con que él había dicho: Deseaba que vinieras.
Sin pensar, le dijo a Artagel:
—Déjame entrar. Necesito hablar con él.
Artagel la miró de una forma extraña. Pero la expresión en el rostro de ella debió convencerle de que no debía discutir. Se encogió de hombros, avanzó hacia la puerta, probó unas cuantas llaves hasta encontrar la correcta, luego abrió la celda del Imagero.
Antes de que el sentido común o la timidez pudieran inspirarla a cuestionarse lo que estaba haciendo, Terisa penetró en la celda.
Inmediatamente, Artagel cerró la puerta. De una forma distante y evasiva, dijo:
—Estaré cerca. Sólo tienes que alzar la voz. Si él intenta hacer algo. Lo mataré tan rápido que no sabrá que está muerto hasta después.
Suavemente, se retiró unos pasos por el corredor.
Terisa no le prestó atención. Su mirada estaba enfocada en el Maestro Eremis.
No había abandonado su asiento al extremo del catre. No dijo nada. Todavía resultaba difícil verle a la escasa luz. Involuntariamente, Terisa retuvo su paso cuando avanzó hacia él.
El catre era muy bajo: pese a la altura del Imagero, su cabeza sólo llegaba hasta los hombros de Terisa. Cuando ella estuvo lo bastante cerca, sin embargo, se adelantó en su asiento, tiró de ella hasta situarla entre sus rodillas abiertas, le hizo bajar la cabeza para tomar su boca en un urgente beso. Terisa captó vino y deseo en su aliento.
La fuerza de su abrazo y la insistencia de su lengua parecieron completar el cambio en ella. Respondió con todo lo que él le había enseñado, intentando hacer que su beso fuera tan íntimo como el de él. Transcurrió un largo momento antes de que recordara que tenía razones para su presencia allí: que sin haberlo planeado se había unido a las filas de los oponentes del Rey Joyse; que el destino de Mordant podía pender de lo que pudiera decirle al Maestro Eremis. Y que no estaban realmente solos.
Deliberadamente, se apartó un poco. Intentó recobrar el aliento y murmuró:
—No es para eso para lo que vine.
—¿No? —Sujetándola aún con las rodillas y un brazo, Eremis alzó su mano libre hacia los botones de su blusa—. Para mí sería suficiente.
La besó de nuevo.
Cuando la dejó apartarse de nuevo, sus diestros dedos empezaron a abrir su blusa.
—Artagel nos verá. —Pese a su ansiedad, Terisa mantuvo su protesta en voz baja. Deseaba que el Maestro la acariciara.
—No lo hará si tú no alzas la voz. Artagel es escrupuloso.
Sus manos se deslizaron dentro de su blusa. Sus dedos eran fríos, e hicieron que sus pezones se pusieran rígidos al instante y sus pechos ansiaran un mayor contacto.
El comportamiento del Maestro y sus propias e inesperadas emociones confundieron a Terisa; apenas podía pensar. Sin embargo, hizo un nuevo intento de apartarse.
—Acabo de hablar con el Rey. Vine directamente a ti de esa entrevista.
Con un cierto alivio —y una cierta tristeza—, el Maestro Eremis soltó su presa.
—Una charla con el Rey —murmuró, echando la cabeza hacia atrás para mirarla directamente al rostro—. Ése es un honor que toda la Cofradía y la mitad de Mordant os envidiaría. ¿Qué es lo que deseaba el viejo senil? —Acarició uno de sus pechos—. ¿Todavía le queda vida suficiente para desear mi lugar?
—El Castellano Lebbick vino a arrestarme. —Deseaba explicárselo todo claramente, resaltar la importancia de lo que había averiguado; pero se dio cuenta de que estaba balbuceando—. El Tor y Geraden lo detuvieron. Pero el Rey Joyse deseaba hablar conmigo de todos modos. —Rápidamente furiosa ante su incoherencia, se detuvo, inspiró profundamente, luego dijo con voz clara—: No es un viejo senil. Sabe lo que está haciendo. Lo hace a propósito.
El afilado rostro del Maestro no traicionó ninguna reacción; sin embargo, su repentina inmovilidad sugirió que Terisa había pulsado una cuerda importante. Lentamente, bajó su mano.
—Mi dama, debes contármelo todo. Empieza por el principio. ¿Por qué decidió Lebbick arrestarte?
Su actitud fue como magia: la hizo sentirse más firme, más fuerte. Su confusión retrocedió de inmediato.
—Creo que por la misma razón por la que te arrestó a ti. Rompiste una de las reglas del Rey, eso lo sé…, pero no creo que sea ésa la auténtica razón. Creo que la verdadera razón es que imaginó que habíamos celebrado una reunión con los señores y el Príncipe Kragen. Cree que todos somos traidores.
Fue su abrazo lo que se lo confirmó, su rostro inexpresivo, la firme presión de sus rodillas. Estaba dispuesta a contárselo todo. Sin embargo, no mencionó ni a Myste ni los pasadizos secretos; no dijo nada acerca del Maestro Quillón. Instintivamente, se centró en el ataque después de la reunión clandestina de Eremis hacía dos noches; en la sangre que había conducido al Castellano Lebbick hasta ella; en las conclusiones del Castellano. Luego explicó cómo el Tor y Geraden la habían rescatado del arresto.
Después de eso, tuvo que ser más cautelosa. Agudamente consciente de que no era una buena mentirosa, dijo:
—Deseaba hablar conmigo acerca de su hija Myste. Ha desaparecido. Pensaba que yo podía saber dónde había ido. Fingí saberlo para hacer que hablara conmigo. —Apresurándose de nuevo para ir más allá de sus falsedades, describió las respuestas que le había dado el Rey Joyse a sus preguntas.
Ahora el Maestro Eremis reaccionó. A la débil luz de la lámpara, Terisa creyó ver sorpresa, furia, excitación, emerger en atisbos de la oscuridad que rodeaban al hombre. En un momento determinado, jadeó, casi involuntariamente:
—Ese viejo carnicero. —En otro momento, susurró—: Astuto. Astuto. Me lo advirtieron, pero no creí… —Cálculos tan rápidos como sus emociones corrieron tras sus ojos.
Cuando Terisa terminó, el Maestro meditó en silencio durante varios momentos. Aun sin soltarla, daba la impresión de que se habían distanciado el uno del otro. Como si aún no la tuviera aferrada en sus brazos, dijo:
—Esto será una confrontación mucho mejor de lo que había anticipado.
Casi inmediatamente, sin embargo, su atención volvió a ella. Apretó su abrazo, estudió su rostro, y dijo, en un tono desprendido:
—Has sido considerablemente amable conmigo, mi dama. Me pregunto por qué. Te he reclamado —la apretó con sus rodillas—, y eres mía. Ninguna mujer me rechaza. Pero no puedo dejar de observar que estás enamorada de ese cachorrillo, Geraden. Y arriesgas más que la ira de Lebbick viniendo aquí. ¿Por qué lo has hecho?
Así que había hecho lo correcto. Le había ayudado. El conocimiento la hizo sentirse tan débil, tan dispuesta hacia él, que apenas pudo responder a su pregunta. Si hubiera sido más valiente, se hubiera inclinado para besarle de nuevo. Un beso hubiera podido ser una explicación mejor que cualquier racionalización. Pero él necesitaba aquella respuesta tanto como todo lo demás que ella le había dicho.
Desgarrada por conflictivas prioridades, Terisa dijo:
—El Rey Joyse lo está haciendo todo a propósito. No sé por qué…, es una locura. Pero se niega a propósito a defender Mordant. Alguien tiene que resistírsele. Tú eres el único que parece tener la suficiente iniciativa, o inteligencia, o determinación…, para hacer algo. Todos los demás están simplemente aguardando a que el Rey Joyse despierte finalmente y se explique.
El Maestro guardó silencio, no impresionado por aquellas palabras.
Por un instante, Terisa vaciló. Luego estalló:
—Tienes enemigos. Hay un traidor en la Cofradía. Fuiste traicionado.
Como respuesta, las arrugas del rostro del Imagero se volvieron piedra. Sus ojos escrutaron el rostro de ella; todo su cuerpo estaba rígido.
—Mi dama… —suavemente, sardónicamente—, no llegaste tú sola a esta conclusión. ¿Quién te lo dijo?
Por favor. Tú puedes hacer que me sienta segura de mí misma. Puedes hacer cualquier cosa conmigo. Apenas se oyó a sí misma decir:
—Geraden.
Aquélla fue una respuesta equivocada. Pudo sentir la inmediata furia del Maestro a través de su piel.
—Ahora te comprendo —restalló—. Estás más enamorada de lo que me di cuenta. Por supuesto, Geraden cree que hay un traidor en la Cofradía. Hay un traidor en la Cofradía. —La miró con ojos llameantes—. Pero ¿por qué te reveló este hecho?
Antes de que ella pudiera responder —antes de que pudiera imaginar qué había hecho para enfurecerle de aquel modo—, su furia cambió a sorpresa.
—Ese astuto hijo de un mestizo —murmuró—. Naturalmente que te habló. Sólo por esa razón, si no por otra, nunca darás crédito a que él sirve a ese traidor.
Ahora, Terisa se sintió demasiado impresionada para responder. ¿Él sirve…? Hacía frío en la celda, demasiado frío. Tenía que volver a abrocharse su blusa. No parecía llegarle ningún calor del Maestro. ¿Podía estar oyendo Artagel lo que decían? Probablemente no: de otro modo, ya hubiera hundido su hoja en la garganta de Eremis.
¿Geraden?
—Mi dama, debes aprender a pensar con más claridad. —El Imagero sonaba casi compasivo—. Sé que el joven hijo del Domne te atrae. Eso es comprensible, considerando que fue él quien te creó. Si no hubieras acudido a mí por tu propia voluntad, no te diría estas cosas. Simplemente le daría a tu espléndido cuerpo el amor que anhela, el amor para el que está hecho…, y mantendría mis pensamientos para mí mismo. Pero, si deseas ayudarme, debes utilizar tu mente para algo mejor.
»Ten en cuenta las razones que Geraden puede haber dado para su creencia de que la Cofradía esconde a un traidor, y añade a ello lo que has averiguado desde entonces. Junto con sus preguntas iniciales, Lebbick no puede haber dejado de mencionar que el Maestro Gilbur ha desaparecido. ¿No parece probable, mi dama, que él mismo sea el traidor?
Sí, pensó ella, retenida por los brazos y rodillas del hombre y su intensa mirada. No. ¿Cómo podía él prever que yo iba a asistir a aquella reunión? ¿Cómo podía saber dónde estaría yo tras el encuentro, a fin de poder trasladar aquellos hombres para que me atacaran? (Las traslaciones con espejos planos, ¿no vuelven loca a la gente?) Pero aquellas argumentaciones ya no parecían tener sentido. Gilbur era el que había desaparecido.
—Confieso —siguió suavemente el Maestro Eremis— que no previne esta traición. Estúpidamente, confié en él sólo porque tiene motivos para sentir gratitud hacia mí. Pero cuando Geraden penetró en su cristal, buscando supuestamente a nuestro campeón, y nos trajo a ti en su lugar, mis ojos se abrieron.
»Mi dama, ¿nunca has intentado comprender por qué hago lo que hago? ¿Nunca te has preguntado a ti misma por qué incluí al Maestro Gilbur en mi encuentro con los señores de los Cares, cuando era evidente para toda la Cofradía que él y yo nos hallábamos en lados opuestos? Estaba intentando ponerle al descubierto, dándole los medios y la oportunidad de traicionarse a sí mismo. Y lo conseguí…
»Con un coste mayor del que había anticipado —comentó—. El muro de Orison abierto por una enorme brecha. El campeón desaparecido. Yo mismo arrestado. Y despojado de mi casulla por ese patán legalista de Barsonage para demostrarle al Castellano la buena fe de la Cofradía.
Bufó con disgusto, luego reanudó su razonamiento:
—¿Nunca te has preguntado por qué he dado tanto valor a la vida de Geraden? Lo deseaba vivo a fin de poder ganarme su amistad, insinuarme en sus consejos, estudiar sus extrañas habilidades.
»¿Nunca te has preguntado por qué intenté hacer que fuera admitido en la Cofradía como Maestro? Seguro que eso debió parecer gratuito, incluso a alguien que conocía tan poco de Orison y sus conflictos. En eso no tuve éxito. Oh, conseguí parte de lo que deseaba…, averigüé cómo había reaccionado nuestro buen Rey a su primer encuentro contigo. Esa información hubiera podido ayudarme, si hubiera poseído la llave para comprenderla. —Su voz se hizo más aguda mientras hablaba, más urgente y exigente—. Pero no conseguí mi propósito principal, que era estrechar un lazo en torno a Geraden…, situarlo en una posición en la que pudiera ser vigilado, incluso por los estúpidos que no le temen, en la que sus secretos pudieran ser puestos al descubierto, y en la que los logros del sueño de toda su vida pudieran ayudar a cegarlo a sus auténticos talentos.
—No. —La protesta de Terisa era demasiado fuerte para ser retenida—. Eso no tiene sentido. —La afirmación del Maestro hacía que le doliera todo en su pecho—. ¿Qué talentos? —Como si estuviera alzándose dentro de sí misma, preguntó—: ¿Qué te hace pensar que él y el Maestro Gilbur tienen algo que ver el uno con el otro?
—¡Usa tu mente! —respondió Eremis entre dientes—. Fue Gilbur quien modeló el espejo que primero mostró al campeón. Él fue quien enseñó a Geraden a copiar ese espejo, él quien vigiló y verificó cada paso del proceso, desde el refinado del más fino tinte hasta el cernido de la arena adecuada y hasta el pulido del molde exacto. Tuvo que ver lo que estaba mal, lo que había cambiado, para producir el espejo que te trasladó a ti hasta aquí.
»Piensa. Mientras modelaba su espejo, Geraden mostró habilidades que nunca habían sido vistas antes, habilidades que le permitieron retorcer todas las leyes de la Imagería para sus propios propósitos…, habilidades tan grandes a su manera como la habilidad del archi-Imagero de pasar a través de un espejo plano y seguir cuerdo.
»Gilbur debió darse cuenta de eso. Debió ser testigo de ello. Sin embargo, no dijo nada. Algo fundamental ocurrió delante de su nariz, y no lo mencionó.
»¿Qué conclusión extraes tú, mi dama? ¿Qué conclusión puedes extraer? ¿Eres capaz de insistir en que estoy equivocado?
No. Terisa agitó pesadamente la cabeza, con el corazón alterado. Esta vez no podía contradecirle. En su lógica, y en su magnetismo físico, el Maestro era demasiado para ella. Si aceptaba la proposición de la traición del Maestro Gilbur, entonces todo lo demás encajaba perfectamente. Él fue quien enseñó a Geraden… ¿Por qué no había pensado en aquello por sí misma?
Aún era posible, argumentó confusamente, como una mujer a punto de desvanecerse, aún era posible que Geraden fuera su amigo. Que la quisiera bien. Si era tan ignorante y tan propenso a los accidentes como creía todo el mundo…
Aferrándose a aquello, jadeó:
—Quizá. Quizá tengas razón. Viste lo que ocurrió cuando intentó detener al Maestro Gilbur e impedirle que trasladara al campeón. Quizá está siendo utilizado y no lo sabe. —Empezaban a dolerle las sienes—. Quizá fue confundido mientras hacía su espejo…, quizá pensó que era una copia exacta. ¿Cómo podría saber si el Maestro Gilbur le estaba mintiendo? Tal vez esas «habilidades» sean del Maestro Gilbur, no de Geraden.
El Maestro Eremis agitó la cabeza.
—Es concebible. —Su rostro parecía estarse ensombreciendo—. ¿Por qué imaginas que he confiado en el subterfugio antes que en la acción directa? No he querido poner en peligro a nadie que pudiera ser inocente. Pero recuerda dos cosas, mi dama.
»La primera es un hecho. Es Geraden quien aparece de forma prominente en el augurio, no Gilbur. Eso tiene que tener un significado.
»La segunda es una posibilidad. Del mismo modo que es concebible que Geraden esté siendo manipulado, también es concebible que él y Gilbur fingieran su conflicto a fin de disimular su relación, dejando así a Geraden libre para proseguir su trabajo cuando Gilbur se viera obligado a huir.
Inmediatamente, Terisa contraatacó:
—¡Eso es una locura! —con tanta fuerza que se sorprendió a sí misma. Ella y Geraden habían permanecido sepultados vivos juntos—. ¡El Maestro Gilbur casi consiguió que Geraden resultara muerto!
—¡Puaf! —Bruscamente, el Maestro se mostró furioso de nuevo—. Gilbur no pudo prever eso…, o causarlo. Estaba atareado con su traslación. —La presión de sus rodillas se incrementó—. No insultes mi inteligencia.
Tan rápidamente como había aparecido, su resistencia se evaporó.
—Lo siento —dijo, como si retrocediera. No me hagas daño. El rostro de Eremis estaba ahora completamente en las sombras: no podía ver nada excepto su silueta contra la pared—. No estoy acostumbrada a pensar así.
Desgraciadamente, no era eso lo que él deseaba oír. Su presa era como roca contra su piel. Sumida en un creciente pánico, preguntó:
—¿Qué quieres que haga?
Él no soltó la tenaza de sus rodillas ni la presa de su abrazo, pero la vehemencia de su postura se relajó.
—Bajo otras circunstancias —murmuró roncamente—, no pediría a una carne como la tuya que sirviera para ningún propósito más allá del que está destinado. Pero necesito tu ayuda.
—Eso es lo que quiero que hagas. —Soltó los últimos botones y abrió su blusa—. Quiero que finjas amistad hacia el joven Geraden. —Sus pechos quedaron expuestos al frío aire y a su húmedo aliento—. Quiero que lo vigiles por mí, lo estudies en busca de algún signo de traición o talento, lo escrutes intentando detectar alguna palabra o acción o implicación que puedan revelarme sus secretos.
»Y no le digas nada. No le digas que has hablado conmigo. Haz jurar a Artagel que guardará también silencio si es necesario. No le des a nadie ninguna insinuación de que somos aliados.
Moviendo su cabeza de lado a lado, acarició con su húmeda lengua sus pezones, haciendo que se endurecieran de nuevo, haciendo que exigieran más. Luego puso a trabajar su boca, chupando y besando sus pechos.
Ella no pudo resistirse. Sintió que perdía el equilibrio, se reclinó contra él, de modo que su mano y sus labios pudieran acariciarla más intensamente. Él hizo imaginable que ella le rodeara el cuello con sus brazos y se apretara fuertemente contra él.
Y, sin embargo, él le estaba pidiendo que fingiera…, que vigilara. El concepto en sí estrujó su estómago. Le estaba pidiendo que traicionara a Geraden, ¡a Geraden! Ya había dudado una vez de él hoy, y él le había demostrado casi inmediatamente su fidelidad. Él la había mantenido cuerda y real bajo los cascotes de la cámara de reuniones. Admitir simplemente la posibilidad intelectual de que él pudiera ser deshonesto parecía una injusticia esencial. Él era mucho más leal que eso. ¿Acaso no merecía también más lealtad?
¿Cómo podía traicionarle?
¿Cómo podía ignorar las razones del Maestro Eremis para lo que había hecho, su dedicación a la supervivencia de Mordant, su ardor?
Tanto él como Geraden estaba intentando decirle a ella quién era.
Sin alzar la cabeza —sin detener sus besos y caricias, que parecían empujar su corazón hacia la superficie de su piel e inspirarlo a cada contacto—, el Maestro dijo con voz firme:
—Tú eres mía. Te he reclamado. Cada vez que pienses en otro hombre, cada vez que te sientas tentada a dudar de mí, recordarás mis labios sobre tus pechos y te aferrarás a mí. Harás con Geraden lo que te pido.
—Sí. —Se sentía impotente de decir nada más. Cualquier recelo que hubiera sentido había desaparecido ahora; retiró sus brazos del cuello de él, se sometió pasiva a su abrazo. Hubiera sido mejor ceder su inexperimentada pasión, pensó, y dejar que hiciera con ella lo que quisiese. Pero se sentía demasiado profundamente alterada para esa sumisión.
—Harás lo que te pido —repitió él, como una letanía.
—Haré lo que me pides.
—Cuando sea liberado de esta celda…, porque seré liberado. Nunca dudes de que seré liberado. Si Lebbick no reconoce mi inocencia, me liberaré yo mismo pese a él. Y, cuando esté libre, acudiré a ti. Entonces consumaremos estos besos, y yo tomaré completa posesión de tu hermosa belleza. No habrá ninguna parte de tu femineidad que yo no haya reclamado…, y ninguna porción de mi masculinidad que tú no hayas aceptado.
—Sí —dijo ella de nuevo. Por un momento, deseó lo que él deseaba, pese a su náusea—. Sí. —Como si supiera lo que su admisión significaba.
—En ese caso —él se echó hacia atrás sin advertencia previa, dejó caer sus brazos, aflojó sus rodillas—, ahora debes marcharte. No me serás de ninguna ayuda si Lebbick te encuentra aquí. Si no ejerce su autoridad al punto de encerrarte, seguro que hará todo lo posible para asegurarse de que no podamos reunimos y hablar de nuevo. Abróchate la blusa y llama a Artagel.
Su cambio de humor y actitud fue tan brusca que ella enrojeció de vergüenza.
—Sí. —¿Por qué seguía repitiendo aquello, ofreciendo su asentimiento una y otra vez, como una niña idiota?—. Sí. —Los humores de su padre habían sido aguda e inexplicablemente cambiantes, llameando de la tolerancia a la ira por razones que ella nunca había llegado a comprender. Debido al dolor en su estómago y el ardor en su rostro, no miró de nuevo al Maestro Eremis. Se volvió; sus manos temblaron mientras se apresuraba a abrocharse la blusa y se la metía de nuevo en los pantalones.
Por un momento, su garganta se negó a emitir ningún sonido. Luego susurró:
—Artagel.
—Habla más alto, mi dama —sugirió el Maestro Eremis con frío regocijo—. Dudo que pueda oírte.
Más fuerte:
—Artagel. Ya he terminado. —Un puro croar en la parte de atrás de su garganta.
Desea que traicione a Geraden.
Como una fluyente sombra, Artagel apareció desde más allá del borde de la celda y abrió la puerta.
—Mi dama —murmuró, ofreciéndole su mano, su brazo.
Con el silencio del Maestro tras ella como una pared, avanzó para aceptar el apoyo de Artagel.
La condujo fuera de la celda, se detuvo sólo un instante para volver a cerrar la puerta, luego la llevó por el corredor, fuera de la vista de la prisión del Maestro Eremis.
—Mi dama —gruñó tan pronto como estuvieron más allá del alcance del oído del Imagero—, ¿te encuentras bien? ¿Qué te dijo?
La preocupación en su voz era tan intensa y sincera —como la de su hermano— que sus rodillas cedieron y se derrumbó.
Mareo y vergüenza. Deseo y desánimo. El Maestro Eremis tenía razón: nunca podría olvidar el contacto de sus labios y su lengua; era suya; podría hacer lo que quisiera con ella. ¡Pero lo que quería…! Espiar a la persona en la que más necesitaba confiar, el hombre cuya sonrisa elevaba su corazón. Traicionar…
Artagel la sujetó.
—Terisa. —Sus ojos eran muy brillantes e intensos—. ¿Qué te dijo ese bastardo?
Aquellas palabras le dolieron. Hubiera debido gritar en simple protesta. Pero eso lo hubiera estropeado todo. Era el hermano de Geraden. Pese a su preocupación, la luz en sus ojos y la semisonrisa asesina en sus labios, no podía decirle lo que ocurría. Si lo hacía, él se lo diría a Geraden. Comprendía claramente eso. Él podía mantener en secreto una o dos cosas al Castellano Lebbick en bien de ella, pero nunca mantendría secretos con Geraden.
Contárselo todo ahora sería la forma más cobarde de traicionar al Maestro Eremis, de retirar su alianza y su ayuda, su nueva pasión, sin tener el valor de enfrentarse a Geraden y admitir que había elegido su bando por abandono, que prefería su amistad al amor de Eremis por la simple razón de que no era lo bastante valiente como para hacer otra cosa.
Recuperó su equilibrio con un esfuerzo y apoyó su peso sobre sus piernas, aflojando la urgencia de las manos de Artagel que la sujetaban.
—Lo siento —dijo. Cuando él soltó sus brazos, se pasó las manos por el pelo—. Creo que aún no me he recuperado del todo de ayer.
—¿Estás segura de que es eso? —La preocupación hizo que la voz de Artagel sonara ronca—. Estabas mejor antes de entrar ahí. Parece como si Eremis simplemente hubiera intentado violarte.
Aquello estaba tan lejos de la verdad que dejó escapar una risita.
Eso, sin embargo, no tranquilizó a Artagel. Su risita sonaba ominosamente histérica. Y tuvo problemas para detenerla.
Tendría que darle una explicación más plausible si quería desviar su alarma.
—Lo siento —repitió. Aún riendo…, y luchando contra ello—. No sé lo que me pasó. Simplemente he recibido una lección de humildad.
»Te dije que deseaba ver si podía conseguir que la gente empezara a hablar entre sí. —Bruscamente, la risa artificial se alejó de ella, y descubrió que estaba a punto de echarse a llorar—. Eso va a ser mucho más difícil de lo que había pensado.
Por un momento, Artagel la estudió con ojos inquisitivos. Luego tomó su mano, la apoyó en su brazo para confortarla, y echaron a andar de nuevo en dirección a la sala de guardia.
—No te preocupes por ello, mi dama. Valía la pena intentarlo. Todavía sigue valiendo la pena. Simplemente, el Maestro Eremis —su sonrisa era quizá un poco demasiado feroz para ofrecer mucho consuelo— no es un material muy prometedor con el que trabajar.
En un esfuerzo por distraerle, ella inquirió:
—¿Es cierto que tú y el erais amigos? ¿Antes de que Geraden te volviera contra él?
Artagel se encogió de hombros.
—Algo así. No realmente. En realidad nunca consiguió gustarme, pero no tenía ninguna razón que justificara como me sentía, así que lo guardaba para mí mismo. —La miró—. Geraden comprende esas cosas mejor que yo. Y también conoce a Eremis mucho mejor. Deberías hablar con él acerca de eso.
Ella no sostuvo su mirada.
—Confías plenamente en Geraden, ¿verdad?
—Es mi hermano —respondió él, sin vacilar.
—¿Es ésa la única razón?
Su pregunta le hizo reír.
—No, mi dama, ésa no es la única razón. Es al menos dos razones: experiencia y sangre. Tenemos otros cinco hermanos, ¿sabes? Lo he observado con todos los demás. —Entonces su rostro se ensombreció, y la hizo volverse de modo que le mirara directamente—. Mi dama, ¿cree Eremis que no deberías confiar en Geraden?
Pateándose interiormente a sí misma, Terisa contraatacó:
—No es eso lo que quiero decir. No sé si te das cuenta de la extraña posición en que te hallas. Por todo lo que puedo decir, tú eres la única persona en Orison en la que todo el mundo confía. Incluso el Maestro Eremis te desea a su lado. —Su inesperada facilidad para las mentiras, para usar partes de la verdad para ocultar otras partes, la sorprendió y la asustó—. Quiero saber por qué confías en Geraden simplemente porque estoy intentando comprenderte.
Al parecer, él creyó en su explicación; pero seguía sin saber cómo responder. Tras un incómodo momento dijo, con tono de deliberada estupidez, como si la pregunta de ella lo azarara:
—Es el vivir decentemente, mi dama. Nadie confía en nadie que se dedica a vivir decentemente. Yo soy más disoluto que prácticamente cualquiera, así que es más fácil confiar en mí.
Su respuesta pretendía ser claramente una broma, pero ella la aceptó simplemente porque se sintió aliviada de que él abandonara su seriedad.
—Nunca había pensado en ello de esa forma —murmuró, mientras dejaba que él la guiara por el corredor hacia la sala de guardia.
De la sala de guardia, regresaron al salón de baile y a los salones principales de Orison. Ahora Terisa deseaba que él la dejara; no podía seguir hablando con él y mantener ocultas sus emociones. Sin embargo, con una frustrante galantería, él insistió en escoltarla la mayor parte del camino hasta sus aposentos. Ella no consiguió desprenderse de su compañía hasta que alcanzaron la torre donde estaban sus habitaciones. Tras darle bruscamente las gracias, Terisa se apresuró escaleras arriba como si estuviera huyendo de él.
Pero, por supuesto, de lo que realmente huía era del peligro que él representaba…, el peligro de que ella pudiera traicionar la elección que tenía que hacer antes de estar segura de ella. Le había dicho sí al Maestro Eremis, y de nuevo sí, pero el dolor en su estómago era cada vez peor. Artagel se parecía demasiado a Geraden —y ella había sido lo suficientemente deshonesta con él— como para hacer que lo que el Imagero deseaba brillara vivido y abrumador.
Fingir amistad.
Observarle.
No decirle nada.
Temió que iba a vomitar antes de alcanzar la seguridad de sus aposentos.
Cuando se acercó a su puerta, sin embargo, uno de los guardias avanzó un paso, hizo una rígida inclinación de cabeza y dijo con tosca cortesía:
—Mi dama, tienes un visitante.
Por un segundo, Terisa creyó que las rodillas iban a fallarle de nuevo. Un visitante. ¿Ahora? Oh, por favor. Pero estaba cansada de sentirse tan débil. Su náusea emocional actuó como una especie de fuerza y le permitió mantener sus piernas firmes bajo su cuerpo, la cabeza alta, la voz tranquila.
—¿De quién se trata?
El guardia pareció desconcertado.
—No pudimos negarle la entrada, mi dama. Tú nunca nos dijiste que mantuviéramos a tus visitantes fuera de tus habitaciones.
Su autodefensa no tenía sentido, pero Terisa no intentó comprenderla.
—¿De quién se trata? —repitió.
—De dama Elega. —Inmediatamente, el guardia añadió—: No podíamos negarle la entrada. Es la hija del Rey.
Desde una distancia inconmensurable, Terisa se oyó a sí misma responder:
—Por supuesto que no. Hicisteis lo correcto. —Pero no le prestaba demasiada atención. Dama Elega…, la impaciente y descontenta hermana de Myste. Terisa no había hablado con ella desde su extraño y decepcionante almuerzo. En aquella ocasión. Elega había protestado: Somos mujeres como tú, no hombres egoístas hambrientos de poder. Puede confiarse en nosotras. No es necesario fingir con nosotras. Cuando Terisa se había negado a ceder en su pretensión de ser una mujer normal, dama Elega había mostrado el mismo aspecto que ahora sentía Terisa que debía tener ella.
¿Qué es lo que desea esta vez?, se preguntó confusamente Terisa.
Luego se le ocurrió, y un flujo de adrenalina corrió por sus venas.
Myste.
Con una punzada de embarazo, se dio cuenta de que estaba de pie con el rostro fláccido en medio del pasillo, mientras uno de los guardias mantenía la puerta abierta y los dos hombres hacían evidentes esfuerzos por parecer que no se daban cuenta de su distracción. Se obligó a ponerse en movimiento y entró en su salita de estar como si aún tuviera prisa.
Elega estaba de pie delante de una de las ventanas, casi igual a como había estado la otra vez. Y, como Myste, era hermosa. Pero su belleza parecía ser un reflejo de la luz de las lámparas y el fuego en la habitación, un contraste al oscureciente gris del invierno al otro lado del cristal. A su propia manera, su piel era tan pálida como su corto pelo rubio; y ambas realzaban el sorprendente destello violeta de sus ojos. Aunque iba vestida y enjoyada como una reina, su actitud era demasiado directa, demasiado asertiva para los adornos. Sin embargo, poseía el espíritu de una reina, los instintos de una reina.
Abandonó de inmediato la ventana. Mientras la puerta se cerraba, avanzó unos pasos hacia Terisa; luego se detuvo. Su mirada recordó a Terisa otro contraste entre las hijas del Rey. Al contrario que Myste, las miradas de Elega eran tan inmediatas e intensas que ponían de relieve al instante lo que veían. Ambas, sin embargo, eran capaces de arrastrar consigo una impresión de excitación, una sensación de posibilidades.
—Mi dama —dijo en voz baja—. Terisa. Espero que disculpes esta intrusión. No sabía cuándo volverías…, y no deseaba aguardar en el pasillo.
Terisa no se sentía capaz de enfrentarse a la situación. Todo lo que deseaba hacer era acurrucarse cerca del fuego para expulsar el frío de sus huesos y beber vino hasta que su estómago se calmara o se librara de lo que le molestaba. Pero tenía que enfrentarse a Elega en bien de Myste. Respondiendo casi automáticamente, agitó una mano hacia los vasos y la jarra de vino, que Saddith, afortunadamente, había vuelto a llenar.
—¿Quieres? Voy a tomar un poco de vino.
—Gracias. —Evidentemente, Elega no sentía ningún interés hacia el vino. Sin embargo, aceptó el vaso que Terisa le tendió como si apreciara el gesto.
Terisa tomó un sorbo tan largo como sugerían los buenos modales o el buen juicio, y volvió a llenar su vaso. Sin pensar en ofrecer asiento a Elega, se sentó en la silla más cercana al fuego. Las llamas la atraían de una forma extraña. No se había dado cuenta del frío que sentía en su cuerpo. ¿Cuánto tiempo había permanecido de pie en la celda del Maestro Eremis, con su blusa abierta…?
—¿Terisa? —Oyó a Elega tan claramente como una voz en medio de la fiebre—. ¿Estás bien?
Con un esfuerzo, consiguió extraer su atención del fuego.
—Están ocurriendo demasiadas cosas. —Al contrario que la de Elega, su voz sonó ahogada—. No lo comprendo en absoluto. —En un esfuerzo por ser educada, añadió—: ¿Por qué no te sientas y me cuentas lo que pasa por tu mente?
Por un momento, Elega dudó. Sus dudas se reflejaron claramente en su rostro. Debo tener un aspecto horrible, pensó vagamente Terisa. De pronto, sin embargo, la dama pareció reunir toda su resolución. Primero aceptó una silla. Luego preguntó suavemente, firmemente:
—Terisa, ¿dónde está Myste?
Era sintomático de la condición de Terisa que saltara de la pregunta a la conclusión de que el Rey Joyse había visto de algún modo a través de su mentira. Con un encogimiento interior, respondió suspicazmente:
—¿Te envió tu padre a hablar conmigo?
Elega alzó sorprendida las cejas.
—No. ¿Por qué debería hacerlo? —Gradualmente, su tono adquirió un matiz despectivo—. Dudo que sepa siquiera que se ha ido. Y si lo sabe, y si cree que debe pedirme que haga por él las preguntas que debería hacer un padre…, no obtendrá más que una negativa por mi parte. Soy su hija, pero él ha roto este deber por mi parte rompiendo él con todos sus demás deberes.
»No —repitió, echando a un lado el tema de su padre—, pregunto porque tengo miedo. Mi hermana no es la mujer más lista ni más práctica de Orison. A menudo sus sueños no contienen el suficiente lastre de sentido común. Me temo que haya hecho algo muy, muy estúpido.
»Terisa, ¿dónde está?
Terisa se volvió de nuevo hacia el fuego para evitar la vivida mirada de Elega. Así que su mentira al Rey no había sido captada. Eso era un alivio. Desgraciadamente, la pregunta de Elega aún debía ser respondida.
Contemplando las llamas como si pudieran hipnotizarla, y en consecuencia hacerla más fuerte, Terisa murmuró:
—¿Qué es lo que temes que haya hecho?
—No lo sé exactamente. —La incertidumbre de la dama sonaba sincera—. Admito que no la comprendo, Terisa. Prefiere los sueños a las realidades. Sé que se siente dolida, como lo estoy yo, por lo que ha hecho nuestro padre, y especialmente por su forma de humillar al Príncipe Kragen. Que el Rey de Mordant —olvidó su preocupación en un momento de ira— busque activamente la guerra con Alend es abominable. —Se controló—. Pero lo que pudo hacer Myste movida por su dolor no puedo imaginarlo. Quizá haya abandonado Orison por algún loco motivo, —su tono se tensó—. Quizá haya ido tras el Príncipe Kragen, con la esperanza de persuadirle de que ignore la extensión de sus insultos.
Elega había llegado lo bastante cerca de la verdad como para aterrar a Terisa. Débilmente, preguntó:
—¿Qué te hace pensar que sé dónde está?
Elega dudó de nuevo. Cuando habló, su tono era cuidadosamente neutro, claro pero no acusador.
—En primer lugar, porque dudo de que nadie más en Orison pueda ayudarle en algo tan enormemente estúpido. Es la hija del Rey. La gente de Orison la valora demasiado alto para ayudarla a meterse en problemas.
»Pero sobre todo —añadió—, porque he visto cómo responde a tu insistencia de que tú eres solamente una mujer normal.
Terisa miró con ojos vacíos al suelo y aguardó.
—Fue una sorpresa para mí —admitió francamente Elega—. Considero que la gente es tan normal o excepcional como ella misma decide ser. Oh, sé muy bien que nadie puede concebir un talento para la Imagería o las labores de estado por el simple esfuerzo de su voluntad —no sonó enteramente convencida—, y ciertamente está más allá de toda discusión que cualquiera que tiene la desgracia de nacer mujer debe enfrentarse a los prejuicios de todo el mundo a fin de demostrar su valía. Sin embargo, creo que en definitiva estoy limitada tan sólo por las fronteras de mi determinación, no por las accidentales del talento o las preconcepciones del sexo.
»Myste —suspiró— piensa de otro modo. No desea abrir puertas. Sueña que las puertas se abrirán para ella. Y te ve a ti, Terisa, como una prueba de que en cualquier vida, por insulsa y gris que sea, puede abrirse una puerta de magia y misterio, ofreciendo al menos una oportunidad hacia la grandeza. —Su tono sugería antes frustración que desdén—. Mientras tanto, nos corresponde a nosotras sentirnos satisfechas con lo que tenemos mientras esperamos.
»No tengo ninguna razón para creer que tú sepas dónde está. Sin embargo, creo que, si alguien lo sabe, eres tú. Eres una llama ante la que ella es demasiado polilla para resistirse.
Su visión de Myste golpeó a Terisa como tan impactante —y tan errónea— que no supo cómo responder. Si acaso, las ideas de Elega parecían menos realistas que las de Myste, antes que más. Y Terisa tenía preguntas propias acerca de la hija mayor del Rey. Pero ése no era el punto focal del asunto, por supuesto. Lo que ella pensara no importaba. En esta situación, sólo su promesa a Myste importaba.
Como si estuviera leyendo su respuesta en las llamas y los carbones al rojo, murmuró:
—Vino aquí ayer porque deseaba utilizar el pasadizo que hay al fondo de mi armario. —Sintió, antes que vio, a Elega ponerse rígida—. Lo utilizó para salir subrepticiamente de Orison sin ser detenida. —Detrás del suave restallar del fuego y el distante suspirar del viento más allá de la torre, el silencio en la habitación era intenso—. Volvió junto a su madre.
Por un momento, Elega permaneció inmóvil…, tan inmóvil que Terisa no pudo imaginar qué estaba haciendo. Luego, en un tono suave por la sorpresa, como si acabara de recibir una revelación, la dama jadeó:
—Eso no puede ser cierto.
La ansiedad retorció las entrañas de Terisa. Medio involuntariamente, se volvió para mirar a Elega.
La dama se había puesto en pie. Sus ojos llameaban como si sus profundidades violetas estuvieran iluminadas por rayos. Sin embargo, su actitud siguió siendo tranquila, casi perfectamente serena.
—Creo que Myste ha abandonado Orison. Gracias por decirme cómo lo hizo. Pero su intención no era ir al Care de Fayle, a Romish…, a la Reina Madin, nuestra madre.
Puesto que estaba mintiendo, Terisa deseó protestar y asegurar que no lo estaba haciendo: deseaba utilizar toda su inquietud y su miedo para fingir tanta furia como le fuera posible. Pero se veía restringida por el ansia de Elega. Se parecía tan poco a la reacción que había esperado.
Con lenta cautela, dijo:
—Estaba disgustada por lo que el rey le hizo al Príncipe Kragen. No podía soportar seguir viéndole destruirse, así que decidió volver con el resto de su familia.
—Terisa… —Los brazos de la dama hicieron un gesto de llamada, que controló bruscamente—. No sigas. Eso no es importante ahora. Una mentira es un ejercicio de poder, y me regocijo viéndolo. No eres una mujer pasiva…, ya no te contentas ocultándote tras la máscara de la mujer normal. Has decidido tomar parte en la necesidad de Mordant. Eso es un gran paso, un paso que sólo espero que Myste haya tomado también…, y te honro por ello.
Abrumada hasta el punto del pesar, Terisa observó a su visitante. Simplemente porque debía decir algo, murmuró:
—No estoy mintiendo.
Elega agitó con decisión la cabeza.
—Intentaré persuadirte de que esta comedia no es necesaria conmigo. —Pero entonces hizo una pausa. Sus ojos escrutaron la habitación como si buscara la mejor línea de argumentación. De una forma abstracta, como una mujer en momentánea disgresión mientras preparaba sus pensamientos, preguntó:
—Terisa, ¿cuál consideras que es la mayor debilidad interna de Orison?
Cogida completamente por sorpresa, Terisa dijo sin pensar:
—El abastecimiento de agua.
La dama no parecía estar prestando atención.
—¿En qué forma?
—Si alguien envenenara el depósito, todo el castillo estaría impotente. —No de forma permanente, por supuesto. El pequeño arroyo bajo los muros proporcionaba algo de agua. El techo abierto y las tuberías recolectoras podían proporcionarla en grandes cantidades durante cualquier nevada o lluvia intensa. Pero, durante unos cuantos días, al menos…
¿Por qué estaban teniendo ella y Elega aquella conversación?
Sonriendo, dama Elega regresó a su silla, se sentó, se alisó la falda. La electricidad de su mirada hizo estremecer a Terisa. Sin transición, dijo, en un tono relajado, conversacional:
—Llevas ya algún tiempo en Orison. Me temo que has visto aún poco de nosotros, pero sí has podido formarte ya alguna impresión, quizá incluso sacar conclusiones.
»¿Qué es lo que piensas de nosotros? ¿Hay alguna esperanza para Orison y Mordant? ¿Cuál es tu opinión del Rey Joyse?
Desconcertada e irritada, Terisa estuvo a punto de responder: No, no creo que haya ninguna esperanza. No mientras sigáis insistiendo en comportaros de este modo. Pero podía sentir peligro a su alrededor. Cualquier cosa que dijera podía traer consecuencias. Cuidadosamente, respondió:
—Creo que él sabe lo que está haciendo.
La sonrisa de Elega pareció hacerse un poco más brillante.
—¿Y la Cofradía? ¿Qué piensas de los Imageros? Nos han puesto en un grave peligro. ¿Son honestos? O quizá debería preguntar: ¿Son honorables?
Terisa se encogió de hombros. No sentía ningún deseo de empezar a discutir las ideas ni del Maestro Eremis ni de Geraden con la extraña hija del Rey.
—Algunos parecen serlo. Otros no. —Luego añadió—: No creo que muchos de ellos esperaran que el campeón se volviera loco como lo hizo.
La respuesta dejó a Elega poco satisfecha, pero no insistió en ello.
—¿Y los señores de los Cares? ¿Cuál es tu opinión sobre ellos?
Como reacción, la alarma enrojeció las mejillas de Terisa. ¿Cómo…? Intentando cubrir su temor, se puso bruscamente en pie, fue hacia el frasco de vino y volvió a llenarse el vaso. ¿Cómo sabía Elega que se había reunido con los señores de los Cares? De pronto, toda la estancia adquirió un aspecto amenazador, como si las paredes fueran transparentes y el suelo abriera una bostezante boca. Elega lo sabía porque alguien se lo había dicho. Eso era lo bastante simple. O porque había tenido algo que ver con el ataque contra Terisa. Eso no era tan simple. Pero, de todos modos, alguien tenía que haberle hablado de la reunión. ¿Quién hubiera podido tener alguna razón para hacer eso?
Inesperadamente, Terisa se dio cuenta de que había alcanzado su límite. Ya estaba profundamente perturbada…, y lo que decía Elega no tenía ningún sentido. Al parecer, estaba intentando sondear a Terisa, probarla de alguna manera. Pero ¿para qué?
Vació su vaso, se enfrentó directamente a la hija del Rey y dijo:
—El Príncipe Kragen y yo hablamos de ti. Has hecho una conquista. Está realmente impresionado. ¿Qué es lo que dijo acerca de ti? —se preguntó retóricamente a sí misma—. Dijo que si tú estuvieras en Alend, estarías muy arriba entre los poderes del Reino. —Luego se detuvo para dejar que Elega extrajera todas las conclusiones que quisiera.
La dama se puso inmediatamente en pie para enfrentar sus ojos con los de Terisa. Su sonrisa era como las luces en el comedor del apartamento lleno de espejos de Terisa: disponía de un reostato que la hacía más brillante por momentos.
—Terisa —dijo con voz suave—, me has dejado sin aliento. ¿Es eso lo que significa ser una mujer normal en tu mundo? Ese lugar tiene que ser valiente más allá de toda imaginación. Has empezado a trabajar para modelar con creces los acontecimientos.
»Te comprendo —afirmó—. ¿Me comprendes tú a mí?
Terisa no respondió. Temía abrir la boca.
—Terisa —animó Eremis con un susurro—, te he dicho que este fingimiento no era necesario conmigo. No puedes seguir pretendiendo pasividad…, y no necesitas fingir ignorancia.
Terisa siguió sin responder.
Lentamente, el brillo de la sonrisa de Elega disminuyó. No cedió, sin embargo.
—Puesto que has mencionado al Príncipe Kragen, quizá puedas contarme la impresión que te ha producido.
Con un esfuerzo, Terisa recobró su voz.
—¿Sabes que la monarquía de Alend no es hereditaria? Tiene que ser ganada. Eso es lo que estaba haciendo él aquí. Estaba intentando ganarse el derecho a convertirse en el próximo Monarca de Alend. —Estudió atentamente a Elega, pero la expresión de la dama no traicionaba nada excepto su intensidad subyacente—. Creo que eso es más importante para él que la paz.
Aquel contragolpe fue recompensado con una ligera expresión de sorpresa en los ojos de Elega, una lenta congelación de su sonrisa. La forma en que su placer se coaguló le recordó a Terisa que ella no tenía una auténtica idea de lo que estaba sucediendo. Evidentemente, Elega comprendía mejor lo que estaba diciendo Terisa que la propia Terisa.
Con una voz escasamente más alta que un susurro, la dama inquirió:
—¿No crees que puedes confiar en mí? Somos mujeres, tú y yo…, despreciadas en un mundo de hombres. No hay nadie aquí en quien puedas confiar excepto yo. Nadie más desea tanto bien para Mordant y para ti. ¿Qué puedo hacer para convencerte?
Eso, al menos, era una pregunta. Terisa podía enfrentarse a ella. Sin vacilar, dijo:
—Cuéntame lo que ocurre. Antes me pediste que confiara en ti, empieza ahora a confiar tú en mí.
Lentamente, Elega asintió, en un gesto de comprensión. Ya no miraba a Terisa, y su sonrisa había desaparecido.
—Eres mejor en eso de lo que había sospechado. No puedo confiar en ti hasta que tú hayas confiado primero en mí. Tengo mucho que perder.
Tristemente, se volvió para irse.
En su confusión y frustración, Terisa deseó preguntar: ¿Qué es eso, exactamente? ¿Qué tienes que perder que sea más que lo que pueda perder cualquier otro en toda esta confusión? Pero no lo dijo. En vez de ello dijo, antes de que Elega alcanzara la puerta:
—Sólo dime una cosa. ¿Qué te hace pensar que estoy mintiendo acerca de Myste?
La dama hizo una pausa con su mano en el picaporte. Una sonrisa diferente rozó sus labios, una sonrisa como la afectuosa y débilmente condescendiente que había visto en alguna ocasión dirigirle a su hermana.
—Como te he dicho, lo haces bien, Terisa. Pero no conoces lo suficiente Mordant como para ejercer un poder sin riesgos. Evidentemente, no sabes que lo que has dicho de Myste es imposible. Romish está demasiado lejos. En este invierno, le sería más fácil a una mujer sola reconstruir el agujero de nuestro muro que cruzar el Demesne y el Armigite a pie. —Una sugerencia de triunfo—. Dudo que tu intención sea hacerme creer que mi hermana ha decidido suicidarse.
Aún sonriendo, abandonó la habitación.
Terisa apenas se dio cuenta de su partida. Estaba recordando la forma en que el Rey Joyse había permanecido de pie ante ella, con los ojos apretadamente cerrados y las lágrimas resbalando por sus mejillas, presa de la angustia ante la idea de que Myste había ido de vuelta junto a su madre. Si me mientes, había dicho como una súplica. Si te atreves a mentirme… Pero debió sospechar incluso entonces que ella no le estaba diciendo la verdad.
Su estómago se agitó. Desgraciadamente, todas las mentiras y complots y el dolor que había tragado se negaban a ser vomitados. Al cabo de un momento, fue a la puerta y la abrió el tiempo suficiente para decirles a los guardias que no deseaba más visitas hoy. Luego volvió a cerrar la puerta y corrió el cerrojo, se sentó de nuevo frente al fuego, y bebió más vino del que había bebido nunca en su vida.