13
Locura de buena fe
Cuando volvió en sí, sufrió un momento de desorientación. La mitad de ella parecía estar de pie: la otra mitad cabeza abajo. Pensó que iba a caer, pero algo duro la sujetaba por la cintura.
—Fuimos traicionados —dijo con voz ronca el Perdon—. ¿No te hace esto sospechar? Quizá en Alend la palabra «alianza» tenga otro sentido. ¿Qué mejor forma de llenar Mordant de disensión que llevar la violencia a un encuentro sin precedentes entre los señores de los Cares y los Maestros de la Cofradía? Esto asegura que no seremos lo bastante fuertes como para defendernos a nosotros mismos.
—Mi señor Perdon… —empezó a decir el Príncipe Kragen con un tono peligroso.
—Y si no somos lo bastante fuertes para defendernos a nosotros mismos —bufó el Perdon—, ¿a quién nos volveremos en busca de ayuda, sino a Margonal y a ti?
—¡Dos de mis amigos están muertos! —ladró el Príncipe. Su diplomático autocontrol se había derrumbado—. ¡Si yo deseara la disensión en Mordant, hubiera hecho matar a uno de los señores, no a dos de mis hombres!
Mientras los ojos de Terisa se enfocaban, vio que estaba realmente de pie; pero sus brazos y su torso colgaban hacia el suelo. El dorso de sus manos rozaba ligeramente la fría piedra. Un antebrazo sujetaba su cintura y la impedía caer de cabeza.
—Si debes buscar traidores —siguió ferozmente el Príncipe Kragen—, te aconsejo que mires entre los demás señores compañeros tuyos. ¿Quién gana si los Cares no se unen contra su Rey?
—Exactamente, mi señor Príncipe —exigió el Perdon—. ¿Quién?
—Cualquier señor que tenga esperanzas de convertirse directamente en Rey, sin deslealtad hacia Joyse. El Tor no tiene intención de regresar a Marshalt. La Reina Madre ha tenido tiempo suficiente para olvidar cualquier lazo entre su esposo y el Fayle. ¿Es inconcebible que el camino al poder pueda ser más corto si no pasa a través de una unión de los señores con Alend y la Cofradía?
—¿Te sientes bien, mi dama? —preguntó Artagel. Él era quien la sujetaba.
Ahora comprendió: se hallaba en esta posición porque se había desvanecido. Artagel la ayudó a acabar de levantarse, y descubrió que era capaz de mantener el equilibrio. Tras examinarla atentamente, él retiró las manos de su cintura. Una mirada hacia el fondo del corredor le indicó que se habían trasladado una cierta distancia de la escena del combate. Sus ropas seguían oliendo a sangre, pero ahora era capaz de soportarlo. Inspiró profundamente, se apartó el pelo del rostro y murmuró:
—Creo que sí. Gracias.
Él le dedicó una aleteante sonrisa y se volvió de inmediato.
—La alternativa, mis señores —dijo, avanzando hacia el Príncipe Kragen y el Perdon—, es que fuisteis traicionados por un Imagero.
—Me gustaría creer eso —dijo el Perdon hoscamente. Parecía considerar a Artagel como a un igual—. Pero sólo el Maestro Eremis y el Maestro Gilbur conocían el lugar de nuestra reunión. Y fue el propio Maestro Eremis quien instigó esa reunión. Si deseaba la desunión entre nosotros, no necesitaba ir tan lejos. Todo lo que tenía que hacer era dejarnos solos. —Hizo una pausa, luego dijo—: No puedo hablar tan positivamente del Maestro Gilbur.
—Y yo —dijo el Príncipe Kragen— no sabía que la Imagería pudiera hacer tales cosas. ¿No es cierto que una traslación así requeriría un cristal plano? ¿Y no es cierto que la traslación a través de un cristal plano produce la locura? ¿Quién podría haber realizado el hecho que hemos presenciado?
Nadie le había dicho nada a Terisa. No estaba segura de que supieran que les estaba escuchando. Pero respondió:
—El archi-Imagero Vagel.
Por un momento, los tres hombres permanecieron inmóviles. Luego el Perdon gruñó:
—Como dijo el Maestro Eremis. Pero ¿quién en Orison, o en todo Mordant, sería tan loco o vil como para aliarse con ese enemigo?
—Echemos una mirada, mis señores. —Artagel pasó junto al Perdon y el Príncipe Kragen en dirección al más próximo de los atacantes caídos.
Terisa le siguió, caminando con cuidado ante el recuerdo de la sangre derramada. Artagel estaba arrodillándose junto al primer cuerpo cuando ella se acercó. Le dio la vuelta; Terisa retrocedió instintivamente ante la visión de la sangrante herida en su pecho. Pese a todo, observó mientras él echaba a un lado la capa a fin de inspeccionar el rostro y la armadura del hombre muerto.
El peto de cuero endurecido era tan negro que no podía ver ninguno de los detalles que al parecer Artagel estaba analizando. No supo de lo que estaba hablando cuando, bruscamente, golpeó el peto del hombre muerto a la altura del corazón y dijo:
—Aquí.
—No tengo tu vista —gruñó el Perdon—. ¿De qué se trata?
—Un sello. —Bruscamente, Artagel se puso en pie—. Lo he visto antes. —Sus ojos carecían de expresión; su rostro parecía tan duro como la piedra que les rodeaba—. Este hombre es de Cadwal. El sello indica que se entrena con y sirve al Monomach del Gran Rey.
—¿Gart? —preguntó incrédulo el Príncipe Kragen—, ¿aquí? ¿Era Gart con quien luchaste?
—No sé con quién luché. —La voz de Artagel era como su rostro, inexpresiva y rígida—. Fuera quien fuese, me batió. Pero este hombre es uno de los Aprs de Gart. Los otros también deben serlo.
—¡Entrañas y carroña! —escupió el Perdon—. ¡Un Apr del Monomach del Gran Rey!
—Pero, ¿aquí? —insistió el Príncipe—. ¿Cómo pueden estos hombres haber llegado hasta aquí? ¿Cómo pueden haber conseguido ser admitidos en Orison? Simplemente no pueden haber entrado por las puertas. El Castellano Lebbick no es tan descuidado.
Artagel asintió secamente.
—Deben haber venido del mismo modo como se desvaneció su líder.
—¿Vagel? —El Príncipe Kragen frunció el ceño con franco desánimo—. ¿Por qué siempre creímos la historia de que estaba muerto?
El Perdon no respondió. A la mención de Lebbick, había alzado bruscamente la cabeza, como si recordara algo importante. Ahora miró rápidamente a uno y otro lado del corredor, intentando ver en ambas direcciones a la vez.
—Tengo una pregunta mejor. ¿Deseamos ser hallados aquí cuando llegue el Castellano?
El Príncipe se mostró inmediatamente alerta.
—¿Vendrá? ¿No estamos más allá del alcance de los oídos de su guardia más cercana?
—Ese débil mequetrefe, el Armigite —explicó el Perdon. Su voz chorreaba veneno—. Cuando oímos los ruidos del ataque que me trajeron a tu lado, huyó en dirección opuesta, aullando que se estaba cometiendo un asesinato. Debe haberse perdido por el camino, o de otro modo el Castellano ya estaría aquí. En cualquier caso, tenemos poco tiempo.
—Me interrogará de todos modos, haga lo que haga —meditó Kragen—. Mis hombres están muertos. Pero si no estoy aquí, no podrá conectarme con esta carnicería. —Tomó rápidamente su decisión—. Mi señor Perdon, Artagel de Domne…, os doy las gracias por salvarme la vida. Pero no me quedaré con vosotros, o tendremos todo el aire de una traición. Mi dama, adiós.
Recuperó su espada, la envainó y echó a correr. El sonido de sus pasos desapareció rápidamente en la distancia.
—Yo también me marcharé —dijo el Perdon a Artagel—. No sé qué papel pretende representar esta mujer en nuestro destino, pero no correré el riesgo de una acusación de traición por protegerla.
Murmurando furiosamente: «¿Cadwal? ¡Meada de caballo!», desapareció rápidamente tras el príncipe.
Terisa miró a Artagel y vio que el brillo había vuelto a sus ojos; estaba sonriendo de nuevo. En respuesta a su mirada, inclinó bienhumoradamente la cabeza.
—Por lo que a mí respecta, mi dama, no tengo nada que valga la pena ocultar. Ocurra lo que ocurra, todo Orison supondrá que he tenido algo que ver con todos estos cuerpos muertos. Me temo que tengo este tipo de reputación…, no sé por qué. En cualquier caso, tengo una mejor opinión de Lebbick de la que tiene la mayoría de la gente. Pero no hay ninguna razón por la que tú tengas que pasar el resto de la noche escuchándole burlarse de ti. —Hizo un gesto hacia el fondo del corredor—. ¿Nos vamos?
—Gracias —dijo ella de nuevo. Deseó poder sujetarse a su brazo; necesitaba el apoyo—. No creo que pueda enfrentarme a él. No le gusto.
—Tonterías. —Como guiado por una inspiración, sujetó el brazo de ella con el suyo y la atrajo con camaradería hacia sí. Su tono la alegró—. No lo conoces tan bien como yo. Nuestro buen Castellano sólo insulta a la gente que le cae bien. Su esposa, que su alma descanse, era la única persona en todo Orison que fue nunca capaz de extraer de él educación además de afecto.
Avanzaron juntos en la penumbra hacia la siguiente linterna.
Casi inmediatamente, oyeron ruido de pies corriendo.
Terisa se sintió desmayar. Aún sonriendo, él la llevó hacia un pasillo lateral y a lo largo de un camino distinto de vuelta hacia los niveles habitados del castillo. Con aparente facilidad, evitó encontrarse con los guardias. En menos tiempo del que ella había esperado, la condujo hasta la torre donde se hallaban sus aposentos.
Por aquel entonces ella ya había recuperado al menos algo de control sobre la situación. Artagel había salvado su vida. Porque Geraden le había pedido que la vigilara y protegiera. Ahora la estaba alejando de tener que enfrentarse a una sesión con el hosco Castellano, en la que debería mentir y mentir y mentir para proteger al Maestro Eremis, al Príncipe Kragen, a los señores de los Cares. Tendría que haber empezado a pensar en gratitud hacía ya tiempo.
Pese a pensar en ello, no podía imaginar demasiadas formas de darle efectivamente las gracias a Artagel. Sin embargo, al menos tenía clara una pequeña. Hasta entonces habían tenido suerte: no habían sido vistos desde lo bastante cerca como para que alguien reparara en las enormes manchas que la sangre y el agua sucia habían causado en su vestido. Pero para alcanzar sus aposentos tendría que pasar muy cerca de los guardias que flanqueaban su puerta…
Al pie de la escalera, se detuvo y soltó el brazo de Artagel. Un poco torpemente —no estaba acostumbrada a tomar decisiones de aquel tipo, con un hombre alto y fuerte sonriéndole interrogadoramente—, explicó:
—Puedo ir sola a partir de aquí. Hasta ahora hemos tenido suerte. No quiero que desees ser visto conmigo.
Él arqueó una ceja, divertido.
—¿De veras, mi dama? —Los acontecimientos de la noche no habían alterado seriamente su confianza en sí mismo—. Bien, admito que no vas tan limpia como deberías ir. Pero yo no elijo a mis amigos sobre la base de accidentes como ése. —Rió quedamente—. Si lo hiciera, el pobre Geraden estaría al fondo de mi lista.
Su sonrisa era desarmante, pero ella insistió:
—No es eso lo que quiero decir. Los guardias van a darse cuenta —frunció disgustada la boca— de mi aspecto. Y alguien va a pensar inmediatamente que una mujer cubierta de sangre debe tener algo que ver con todos esos hombres muertos. Si eres visto conmigo, te verás implicado.
»Ya sé que eso no te preocupa. Pero debería. ¿Cómo vas a explicárselo al Castellano?
Él no se dejó persuadir. Lebbick no le preocupaba. Y ella no podía pedirle que mintiera, ni por ella ni por el Maestro Eremis. Así que cambió a otro tema.
—¿Sabes lo que le hizo a Geraden la última vez que lo atrapó intentando darme protección independiente?
Ante aquello, Artagel frunció pensativamente el ceño.
—Un punto para ti, mi dama. Intentó explicarme por qué no confía en los guardias, pero no entendí absolutamente nada. ¿Tenía algo que ver con las órdenes que el Rey Joyse le dio al Castellano? ¿O con la forma en que él interpreta esas órdenes? —Se encogió de hombros—. Geraden siempre ha tenido una mente más sutil que la mía. ¿Es cierto que los guardias nunca preguntan dónde vais cuando abandonas tus aposentos con él?
Terisa sintió un nuevo roce de pánico. Así que no lo estaba imaginando: los guardias trataban a Geraden de forma distinta que a la otra gente que acudía a por ella. Asintió mudamente.
—Eso no tiene sentido —comentó Artagel. Luego sacudió su fruncimiento de ceño—. Pero estoy seguro de que finalmente lo tendrá. Ése es el único fallo de Geraden. Quiero decir, aparte su torpeza. Es demasiado impaciente. Las cosas siempre terminan teniendo sentido, si no piensas demasiado en ellas.
Sonriendo de nuevo, añadió:
—Pero tienes razón. No quiero meterle en más problemas. Te dejaré aquí. —Por un momento, su expresión se hizo más sobria—. Voy a seguir cuidando de ti. Tomo a mi hermano en serio cuando se muestra tan preocupado. Y esta vez tiene buenas razones. El Monomach del Gran Rey está entrenando a sus Aprs mucho mejor de lo que acostumbraba a hacerlo. Si me necesitas, me encontrarás normalmente cerca.
Esbozó una gallarda sonrisa. La saludó con una graciosa y cortés inclinación de cabeza.
—Descansa bien, mi dama. —Se alejó a largas zancadas.
Ella sonrió a su espalda que se alejaba. Tan pronto como hubo desaparecido, sin embargo, empezó a temblar de nuevo, como si se hubiera subido con ella todo el frío de los niveles inferiores. El shock y la reacción se estaban apoderando de ella.
Estaba sola. No tendría ninguna defensa si más hombres de negro aparecían repentinamente de la nada para atacarla.
Iba a tener que enfrentarse por sí misma al Castellano Lebbick.
Deseó sentarse. Sus rodillas estaban demasiado débiles para sostenerla. Pero apoyó un pie en el primer escalón y obligó a sus piernas a llevarla hacia arriba.
Cuando los guardias delante de su puerta la vieron, se pusieron inmediatamente tensos por la preocupación. Uno de ellos dijo:
—Mi dama, ¿estás bien? ¿Necesitas ayuda?
Ella no pudo enfrentarse a sus ojos. Tan firmemente como pudo, dijo:
—No, gracias. Estoy bien.
Intentando no apresurarse, entró en sus aposentos. Inmediatamente, corrió el cerrojo de la puerta. Luego se aseguró de que la entrada al pasadizo secreto seguía bloqueada.
Después de aquello, se quitó los mocasines de dos patadas y luego el traje, en un acceso de revulsión, alarma y determinación, incapaz de soportar por más tiempo el contacto de la sangre seca contra su piel. Primero tomó un baño, echándose agua helada por encima como si pensara que así podría conseguir que su cuerpo reaccionara lo suficiente y adquiriera el valor necesario para hacer lo que tenía que hacer. Luego frotó sus ropas meticulosamente, casi brutalmente, y las puso a secar delante del fuego.
Quería estar preparada para cuando llegara el Castellano Lebbick.
Pero no podía dejar de temblar.
Vino a la mañana siguiente a primera hora, un intervalo apenas educado después de que ella hubiera terminado de desayunar. Terisa se había puesto el traje gris paloma porque un instinto cobarde le había dicho que la haría parecer más vulnerable, menos merecedora de abusos. Pero lo recibió en su saloncito tan valientemente como pudo.
Como siempre, llevaba los símbolos de su oficio: la banda púrpura en torno a su corto pelo gris, la faja púrpura sobre un hombro cruzando en diagonal su malla. Pero su auténtica autoridad era expresada en el brillo de sus ojos, la rigidez de sus movimientos, el encaje de su mandíbula. Aunque no hubiera tenido ninguna posición en absoluto en Orison, hubiera dominado igualmente la habitación apenas entrar.
—Mi dama. —Su tono era tan sutil como una barra de hierro—. Confío que hayas dormido bien después de tus aventuras de ayer por la noche.
Ella estaba decidida a mentirle. Hubiera sido mejor enfrentarse a él directamente, pero aquel gran despliegue de valor estaba más allá de ella. Después de todo, nunca le había mentido a un hombre furioso en su vida.
—¿Qué aventuras? —Se maldijo a sí misma su voz tan pequeña y débil, pero quizás en el fondo eso fuera una ventaja para ella.
El Castellano Lebbick, sin embargo, no parecía tener la menor simpatía hacia las mujeres pequeñas y débiles.
—No seas esquiva conmigo, mi dama. Hago mi deber bajo gran número de desventajas, pero la estupidez no es una de ellas.
—No estoy siendo esquiva. —Eso era cierto, al menos. Estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para impedirse echar a correr a la habitación contigua y esconderse debajo de la cama. O por dejar brotar toda la verdad—. Salí con el Maestro Eremis. Volví sola. No tuvimos ninguna aventura. Puedes preguntarle a él. Te dirá lo mismo que yo.
—Mi dama —fingió un cansancio que no se reflejó en sus ojos—, no tengo deseos de comer estiércol esta mañana. Estuvieras lo que estuvieras haciendo, mi noche fue más larga que la tuya y, cuando me fui a la cama, estaba fría. Hazme la cortesía de ser sincera.
Su resolución se estaba desmoronando: podía sentirlo. Las promesas que se había hecho a sí misma estaban muy bien, pero…, ¿qué tenía que ver con ella nada de aquello? Su padre no la había educado para ser fuerte.
—Estoy siendo sincera —dijo sin convicción, retrocediendo ya instintivamente en anticipación a su respuesta. Vino con rapidez.
—¡Mierda de perro! No has dicho una sola palabra sincera desde que llegaste. ¡Por las estrellas, mujer, que vas a responderme! El Armigite apareció chillando como una rata desde los abandonados cimientos de Orison, donde en primer lugar nunca hubiera debido meterse, e insistió que se estaba librando una batalla allí. Naturalmente, él no tenía la menor idea de quién se hallaba implicado. Tiene frutas podridas por sesos. Pero era necesaria una investigación, así que se hizo. Hallamos a dos hombres muertos, los guardaespaldas del Príncipe Kragen, por alguna sorprendente coincidencia, y sangre suficiente como para ser el resultado de una pequeña guerra. Pero no hallamos ninguna explicación.
Durante dos o tres latidos de su corazón, la mente de Terisa quedó completamente en blanco. ¿Dos hombres muertos? Hubieran debido ser seis. Cuatro de Cadwal. Estuvo a punto de exclamar: Lo siento yo no lo quería no fue culpa mía ¿qué pasó con los cuatro de Cadwal?
Afortunadamente, Lebbick no hizo ninguna pausa.
—Interrogué al Príncipe Kragen. Adoptó una actitud de farisaica indignación y acusó a alguien de haber asesinado a sus hombres. Alguien, dijo, desea provocar una guerra. Alguien —la referencia del Castellano al Rey Joyse era inconfundible— desea asegurarse de que regrese a Alend con todas las provocaciones posibles a sus espaldas. Además de todo eso, aquellos guardaespaldas eran amigos suyos.
Apretó los puños.
—Mi dama, sé cómo extraer la verdad de hombres como él. Algunos de los antiguos instrumentos de tortura han sido conservados. Desgraciadamente, es un embajador. No puedo tocarle.
»Tú eres otro asunto.
Bruscamente, la cabeza de Terisa se aclaró. No por ello tuvo menos miedo, pero una sensación de urgencia hizo que lo que estaba pensando fuera más nítido y exacto. Faltaban cuatro cuerpos. Alguien los había retirado. Probablemente de la misma forma en que se había desvanecido su atacante. De modo que el Castellano Lebbick desconocía que había hombres de Cadwal en Orison. No tenía el menor indicio de la verdad. El Maestro Eremis estaba a salvo. Artagel estaba a salvo. Si ella no perdía los nervios.
Su voz era casi firme cuando preguntó:
—¿Quieres decir que piensas torturarme?
En vez de responder directamente, él gruñó:
—Después de mi discusión con el Príncipe Kragen, imagina mi sorpresa cuando supe que habías regresado sola —su tono era vitriolo puro— de tu cena con el Maestro Eremis y el mediador de la Cofradía…, y cubierta de sangre.
Clavó los puños en sus caderas.
—No querrás que crea que los guardaespaldas del Príncipe Kragen se mataron el uno al otro en un duelo por tus favores. ¿Pretenderás que crea que pasaste por casualidad por esa parte de Orison, y encontraste por casualidad esos dos cuerpos en todos los kilómetros de corredores que hay ahí abajo, y resbalaste por casualidad y caíste mientras su sangre aún estaba fresca…, todo ello dentro de la más monumental coincidencia? No, mi dama. No lo acepto. Regresaste aquí sola y cubierta de sangre. Pero no le dijiste a nadie lo que había ocurrido, cuando incluso el sentido común de un perrito pequeño te hubiera impulsado a informar de todo a los guardias. En consecuencia, deseabas mantener en secreto lo ocurrido. Tienes algo que ocultar. Sabré qué es, mi dama.
El latigazo de su indignación extrajo una inesperada furia de entre los secretos del corazón de Terisa. ¿Cuánto sarcasmo se esperaba que aceptara en toda su vida?
—Tus guardias debieron equivocarse —respondió—. Quizá las sombras los engañaron. O tal vez estuvieran medio dormidos. Yo no estaba cubierta de sangre. Nunca he estado ahí abajo. No sé de lo que estás hablando.
Cuando terminó, sintió deseos de lanzar un grito de alegría para anunciarle al mundo lo que había conseguido.
Pero el Castellano Lebbick se comportó como si ella no hubiera dicho nada…, o como si él no lo hubiera oído. Bajó la voz hasta que sonó como las correas de un mayal manejado por dedos ansiosos y dijo:
—Soy el Castellano de Orison y el comandante de las fuerzas del Rey en Mordant. ¿No te preguntas cómo llegué a esta alta posición? Es simple. A la mitad de sus guerras por la libertad de Mordant, el Rey Joyse me halló prisionero en la empalizada de una guarnición de Alend, cerca de la frontera con el Care de Termigan. Yo apenas era algo más que un muchacho, pero llevaba casado —su garganta se anudó— desde hacía casi diez días. Nuestras familias eran granjeros y campesinos de Termigan, y esa gente se casa pronto. Así que yo era un hombre casado desde hacía diez días…, y de ésos había pasado seis en la empalizada. Había ocurrido que el comandante de la guarnición había pasado a caballo por mi pequeña granja, había observado a mi esposa, y se había encaprichado de ella. Puesto que yo fui tan estúpido como para resistirme, fui detenido.
»Pero no fui maltratado. No me hicieron ningún daño. —Mostró sus dientes en una sonrisa lobuna—. Simplemente fui retenido como espectador, y así tuve que presenciar la gran variedad de cosas que le hacían a mi mujer, tanto por parte del comandante como de la mayor parte de la guarnición.
»El Rey Joyse sorprendió a la guarnición. Fuimos liberados.
La voz del Castellano se fue haciendo más baja a medida que hablaba.
—Cuando observó el celo con el que me vengué del comandante, me dio un trabajo que extrajo una utilidad de ese celo. Y, cuando mostré gran talento por ese trabajo, fui ascendiendo a su servicio.
»Ahora se ha vuelto loco —Lebbick apenas susurraba ahora—, y es mi deber conservar su vida y su poder para el día en que se recupere y necesite todo lo que me enseñó. No me cuentes mentiras, mi dama. Si no me dices la verdad, te la arrancaré por la fuerza.
La garganta de Terisa estaba seca. Tuvo problemas en hallar su voz.
—El Rey Joyse te dijo que me dejaras tranquila.
—Mi dama —un toque de látigo— estoy perdiendo rápidamente mi paciencia con respecto a las instrucciones de un loco. Mi Rey estaba en plena posesión de sus facultades cuando me hizo Castellano y comandante. Ésa es la responsabilidad que pretendo cumplir.
Sorprendentemente, la asustó y emocionó al mismo tiempo. Pero no podía permitirse sentir ni miedo ni simpatía. Tenía que hallar alguna forma de defenderse.
—Estoy segura de que lo harás —dijo, como si el pequeño depósito de ira que había hallado pudiera igualar al de él—. Pero creo que aprendiste más sentido moral de ese comandante de guarnición. Ya te he dicho lo que hice. Antes de que me llames mentirosa, deberías descubrir si te estoy diciendo o no la verdad. Examina mis ropas. Están limpias. Pregúntale al Maestro Eremis. Pregúntale a él. ¿O has decidido ya que también es un mentiroso, sin molestarte en comprobar lo que tenga que decir? Quieres hacer tu trabajo de la manera fácil, incriminando a la persona más débil que puedes encontrar. Si trabajaras un poco, tal vez descubrieras algo completamente distinto.
Se detuvo y contuvo la respiración, mientras su corazón latía precipitadamente.
Una expresión de dolor nubló el brillo de los ojos del Castellano.
—Ya basta, mujer —dijo con voz densa—. Cuando hayas sufrido lo que sufrió mi esposa, te permitiré que me acuses de eso. Hasta entonces, no tienes derecho. Eres un enemigo de Mordant y del Rey Joyse, y no tienes derecho.
Ella deseó balbucear: Sé que no debí hablar de este modo. La presión de abandonarlo todo y contarle lo que él deseaba saber era enloquecedora. De alguna forma, sin embargo, consiguió mantener el control. En vez de ello respondió:
—No, eso no es cierto. No soy enemigo de nadie. Ni siquiera tuyo. Tú y yo tenemos una cosa en común. Yo sólo soy una espectadora. No tengo nada que ver con todo esto.
Por un momento las mandíbulas del Castellano se encajaron, sus ojos se oscurecieron, y ella pensó que iba a dejar escapar un estallido que la desgarraría hasta el mismo hueso. Pero no lo hizo. Era más peligroso que eso: sabía qué hacer con su ira.
—Que sea a tu manera, mi dama. Hablaré con el Maestro Eremis,… comprobaré tu historia. Persuadiré —la palabra fue casi un gruñido— a ese sesos de cerdo del Armigite de que vuelva a relatarme paso a paso lo sucedido. Hablaré con todos los guardias de Orison que puedan haberse encontrado con los guardaespaldas del Príncipe Kragen…, o hayan visto dónde ibas tú con el Maestro Eremis. Ya he estudiado el lugar donde murieron esos hombres. No pudieron perder tanta sangre. Al menos cuatro personas pisaron la sangre mientras aún estaba fresca. Una de ellas tenía pies del tamaño de una dama. —Aunque la amenaza ya era de por sí inconfundible, la remarcó alzando una mano y apoyándola ligeramente sobre la mejilla de ella—. Conseguiré la verdad. No me preocupa cómo.
Se volvió secamente y salió a paso vivo de la habitación. La puerta resonó fuertemente a sus espaldas. Era capaz de golpearla de aquel modo. Si el Maestro Eremis no le convencía de algún modo de que ella le decía la verdad, estaría a su merced.
Pero había mantenido las promesas que se había hecho a sí misma. Lo había hecho, lo había hecho; había alejado a Lebbick de la verdad. Todavía había esperanzas para Mordant. Gracias a lo que ella había hecho. Ella, Terisa Morgan…, una mujer que nunca había aprendido a creer en sí misma. Había conseguido una diferencia. La idea le hizo desear ponerse a cantar. Se imaginó a sí misma dirigiéndose a la ventana, abriendo de par en par los batientes y gritándole al mundo a sus pies, el lodoso patio, los techos cegados por la nieve, las humeantes chimeneas, los guardias patrullando por las almenas:
—¡Lo hice! ¡Le mentí al Castellano!
La visión la golpeó como algo tan ridículo que se echó a reír. Estaba tan alegre consigo misma que la rápida llamada a la puerta no la interrumpió.
—¡Adelante! —exclamó, sin siquiera hacer una pausa para preguntarse quién podía ser.
Era el Maestro Eremis.
Llevaba de nuevo consigo a Geraden.
El Apr exhibía una expresión desconcertada: no sabía por qué estaba allí. Sin embargo, Terisa se alegró de inmediato al verle. Aunque no podía decirle lo que acababa de realizar, era libre de sonreírle, y eso hizo, con un placer poco familiar.
Él le devolvió la sonrisa en medio de su confusión, luego se encogió de hombros en dirección al Maestro Eremis.
El Imagero tenía el ceño fruncido, como si deseara que nadie se diera cuenta de que jamás en su vida había sido tan feliz.
Cerró rápidamente la puerta y avanzó con paso apresurado hacia ella. Parecía emitir una electricidad de excitación y urgencia, de tal modo que simplemente estar en la misma habitación con él hizo que los nervios de Terisa hormiguearan y vibraran, listos para saltar en cualquier dirección.
—El Castellano —preguntó en un medio susurro rápido mientras cruzaba las alfombras de pavo real—. Acaba de estar aquí. ¿Por qué?
La pregunta cerró su garganta como una mano apretada en torno a su tráquea.
Supo inmediatamente detrás de qué iba: Quería saber cuánto de sus actividades nocturnas había sido traicionado a Lebbick. Pero no supo cómo contestar. Geraden la miraba fijamente, perplejo y alarmado por su consternación. Le habían advertido que lo mantuviera todo secreto de él. ¿Cómo podía responder sin poner su vida en peligro…, y sin dejar al descubierto lo que el Maestro estaba intentando hacer?
Eremis llegó junto a ella y la sujetó por los hombros, apretando tan fuerte que casi la alzó del suelo.
—¡Dímelo! —siseó furioso, con los ojos destellando—. ¿Para qué vino Lebbick aquí?
Ella sintió tan fuertemente su poder que por un momento, quizá no más de uno o dos latidos de su corazón, se vio casi abrumada por un deseo irracional de decir: ¿Por qué me dejaste ayer por la noche? Yo deseaba volver a tus aposentos. Pero él necesitaba más que eso de ella. Y Geraden estaba mirando. Él necesitaba algo mejor…, y no merecía ser herido.
Se enfrentó a la extraña mirada del Maestro y dijo, tan claramente con le fue posible:
—No sabe nada.
—¿Nada? —Arqueó una ceja, aflojó la presión sobre sus hombros—. Entonces, ¿por qué estuvo aquí?
Ante aquello, su tensión se elevó al nivel del terror. De pronto, una nueva dimensión de incertidumbre se añadió a la situación. Quizás el Maestro Eremis no supiera lo que había ocurrido después de que él abandonara la reunión. Si no lo sabía, debía decírselo, hacer que comprendiera que los Aprs del Monomach del Gran Rey tenían el poder de aparecer y desaparecer en Orison. Pero tampoco podía hablar de estas cosas delante de Geraden.
Geraden estaba observándola con franca preocupación. Si sentía algún dolor personal ante el hecho de que ella y el Maestro Eremis compartían secretos, era algo secundario ante su preocupación directa por ella.
Tenía que decir menos de lo que pretendía. Buscando un tono intrascendente, respondió:
—Los guardias le dijeron que salí contigo —lanzó una rápida mirada a Geraden— y volví sola. Eso le hizo sentir curiosidad.
El Maestro la estudió durante otro segundo, buscando la verdad detrás de sus palabras. Luego la soltó, se dio la vuelta, y empezó a reír como si estuviera disfrutando de los mejores momentos de su vida.
—¿Curiosidad? —cloqueó—. Ese viejo lascivo. Apostaría doblones de oro contra cobres a que siente algo más que curiosidad. Debe sentirse ávido.
Geraden apartó la vista. Un leve enrojecimiento cubrió su rostro.
Inmediatamente, Terisa se sintió avergonzada de sí misma.
Por fortuna, el regocijo del Maestro Eremis no tardó en calmarse.
—Bien, las estrellas nos han sonreído —dijo, reanudando su precipitación—. Estoy seguro de que el Fayle habló con el Rey Joyse. De ello se deduce que el Rey no le dijo nada a Lebbick. O bien nuestro ilustre soberano ha perdido la capacidad de comprender lo que oye, o no lo cree, o es incapaz de alcanzar una decisión. Debemos actuar mientras aún nos deja tiempo.
Se dirigió inmediatamente hacia la puerta. Dijo, por encima del hombro:
—Los Maestros se están reuniendo. Ven.
Terisa permaneció donde estaba. Aquello era demasiado rápido. Aún se sentía oscuramente avergonzada. Y no le había dicho al Maestro Eremis todas las cosas que necesitaba saber.
Incidentalmente, ¿por qué la Cofradía tenía tanta prisa en reunirse? ¿No la había detenido el Maestro Eremis de llamar al campeón la otra noche? ¿Qué había cambiado desde entonces?
Pero Eremis no estaba preparado para esperar. Restalló desde la puerta:
—¡Geraden, tráela! —y salió rápidamente de la habitación.
Aquello hizo que el Apr volviera su mirada hacia ella. Apresuradamente también, susurró:
—Terisa —como si las palabras le fueran arrancadas una a una—, ¿qué ocurre?
—No puedo decírtelo —replicó ella. Estaba intentando extraer sentido de todo aquello—. Desearía hacerlo. Es demasiado para mí. —Pero lo que realmente deseaba era tranquilizarle—. No sé de qué se estaba riendo. No pasé la noche con él.
Él desvió la vista. Al principio, Terisa pensó que aún estaba dolido. Luego se dio cuenta de que sólo estaba intentando ocultar su alivio. Cuando se volvió hacia ella de nuevo, su expresión era limpia.
—Deberíamos irnos. —Intentó no sonreír—. Me dijo que te llevara. No seré un Apr mucho tiempo más si empiezo a desobedecer órdenes tan simples.
Aquello la hizo sentir mejor.
—De acuerdo —dijo—. Realmente, no sé lo que piensa hacer la Cofradía. Pero será mejor que no nos metamos en problemas.
Disfrutando con su irremediable sonrisa idiota, Terisa se cogió de su brazo. Juntos, fueron tras el Maestro Eremis.
En su camino bajando las escaleras de piedra, echó en falta sus mocasines. Eran más cálidos y protegían mejor sus pies que los delicados borceguíes que Saddith le había recomendado. Pero su incomodidad no era suficiente como para hacerla volver atrás.
Cuando ella y Geraden abandonaron la torre y entraron en los salones principales, alcanzaron al Maestro Eremis: se había detenido para hablar con alguien. Su figura oscureció por unos momentos de quién se trataba: cuando su ángulo de visión cambió, sin embargo, Terisa reconoció a Artagel.
—Es Artagel —susurró rápidamente Geraden—. Ya te he hablado de él. Es uno de mis hermanos. Le pedí que te vigilara…, te diera un poco de protección extra. Te lo presentaré, si no se supone que tenemos prisa.
Sus palabras dejaron un rastro de electricidad en su mente. Así que Artagel no le había contado a Geraden nada de lo ocurrido la noche anterior. Y, si no se lo había dicho a Geraden, lo más probable era que no se lo hubiera dicho a nadie. Había una auténtica posibilidad de que el Maestro Eremis no supiera que ella había sido atacada.
Artagel estaba apoyado casualmente contra la pared, con una sonrisa en los labios y la espada asomando prominentemente en su cadera. Parecía estar riendo educadamente a algo que acababa de decir el Imagero.
El Maestro Eremis sacudió la cabeza.
—Artagel, Artagel —murmuró tristemente—, creí que éramos amigos.
—Yo también. —La sonrisa de Artagel podía ser muy bien un insulto—. Pero Geraden me asegura que tú no eres amigo suyo…, así que yo no soy amigo tuyo.
El Maestro volvió hacia Geraden una mirada que Terisa no pudo interpretar. Luego miró de nuevo a Artagel.
—¿Siempre has dejado que él elija a tus amigos?
Artagel rió intrascendentemente.
—Siempre. Es mi hermano.
Por un momento el Maestro Eremis permaneció inmóvil. Estaba de espaldas a Terisa; el único rostro que ella podía ver era el de Artagel. De alguna forma, la confiada malicia en sus ojos incrementaba su parecido con su hermano. Bruscamente, Eremis se alejó. Mientras lo hacía, dijo:
—Geraden está equivocado. Soy un amigo mucho mejor de lo que él piensa.
Artagel miró más allá de Geraden y Terisa y se encogió elocuentemente de hombros. Como si estuviera hablándole al aire, comentó:
—Quiere contratarme. Cree que necesita protección. En Orison, entre todos los lugares posibles. Me pregunto de qué tiene miedo.
Geraden bufó.
—Probablemente de sus amigos.
Artagel no abandonó su sonrisa.
—Hablando de amigos, ¿sabes que Nyle está aquí?
—No. —Geraden sonó sorprendido.
—Lo encontré por accidente. No pareció muy complacido de verme. Pero le obligué a admitir que lleva aquí ocho o diez días ya. No tengo la menor idea de por qué hizo un viaje así en pleno invierno. Dijo que simplemente deseaba alejarse de Houseldon por un tiempo.
—Suena como una de tus expediciones —murmuró Geraden. Luego añadió—: Debe estar ocultándose. De otro modo hubiera tropezado con él. ¿Supones que se halla en algún tipo de problema?
—Eso es lo que pensé. —Artagel se apartó de la pared—. Deberías irte. No creo que el Maestro Eremis se sienta paciente hoy.
»Mi dama. —Hizo una inclinación de cabeza hacia Terisa y se alejó en dirección contraria al laborium.
Inmediatamente, Geraden la hizo seguir avanzando.
—Tiene razón. Será mejor que nos apresuremos.
Fue con él tan rápidamente como le permitía su falda, pero su cerebro estaba girando locamente. Al cabo de un momento preguntó:
—Ese Nyle, ¿no es uno de tus hermanos? ¿Por qué ha venido aquí en pleno invierno y luego no ha intentado verte?
Él se encogió de hombros sin mirarla, como si la pregunta le resultara dolorosa.
Ella lo dejó correr. En vez de ello, preguntó:
—¿A qué tipo de «expediciones» se dedica Artagel?
Aquello proporcionó un tema seguro de conversación.
—¿No te he hablado de él? Dice que es demasiado perezoso para ser un soldado regular, pero la verdad es que odia recibir órdenes. Así que se dedica a lo que podrías llamar trabajo independiente para el Castellano Lebbick. Cuando le entran ganas, se presenta voluntario para algo. El Castellano lo envía por todo Mordant…, y probablemente también a Cadwal y Alend, aunque esto último nadie lo dice en voz alta. Precisamente regresó hace unos días de detener a un contrabandista que estaba vendiendo nuestras cosechas a los proveedores del ejército del Gran Rey Festten.
»Cuando supe que estaba aquí, no pude resistirme a pedirle su ayuda. ¿Te he dicho que es el mejor espadachín de todo Mordant?
Ella le lanzó una mirada de preocupación y simpatía en la que él —afortunadamente— no reparó. Su hermano podía ser el mejor espadachín de todo Mordant, pero el hombre de negro era mejor.
La idea de que Artagel podía ser derrotado por un hombre que aparecía y desaparecía en Orison a voluntad la hizo estremecer.
Poco después, ella y Geraden cruzaban la vacía sala de baile hacia el corredor que daba entrada al laborium y descendían las escaleras hasta las antiguas mazmorras. Pronto recorrían el pasillo que conducía a la sala de reuniones de la Cofradía. Delante de ellos, Eremis y otro Maestro entraban en la sala. Los guardias saludaron correctamente…, no traicionaron ninguna señal de que el Rey Joyse o el Castellano Lebbick supieran lo que los Imageros tenían en mente. De todos modos, Terisa sintió una opresión en el pecho cuando ella y Geraden siguieron al Maestro Eremis.
Dos o tres Maestros más llegaron después de ella y Geraden; luego, todas las puertas fueron cerradas y los cerrojos corridos, y los Imageros se agruparon en torno al curvado círculo de bancos entre las columnas. Terisa reconocía cada vez más de ellos a simple vista. Todos los rostros familiares estaban allí. Excepto el Maestro Quillon. Aquello la sorprendió. Esperaba que… No, ahí estaba, sentado ya a medio camino del círculo de donde estaba ella. Cabeceaba hacia el suelo, como si estuviera medio dormido.
Era el único hombre en la estancia que no miraba a Geraden, Terisa y el Maestro Eremis con un cierto grado de confusión, curiosidad o indignación.
La luz de las lámparas de aceite y las antorchas parpadeaba, haciendo que los Maestros aparecieran con ojos ardientes y mejillas huecas, espectrales.
Entonces la atención de Terisa fue atraída hacia el abierto centro de la cámara. Algunos de los Maestros que estaban delante de ella se sentaron; otros se echaron a un lado para hacerle sitio a Eremis. Pudo ver el alto espejo que había sido preparado en la baja plataforma de piedra.
El espejo del campeón.
La escena en el cristal había cambiado: la espacionave había desaparecido. ¿Pero no le había dicho Geraden que los espejos se enfocaban en lugares, no en personas? ¿Había despegado la nave? ¿O simplemente estaba fuera de la vista? El paisaje alienígena parecía ciertamente el mismo, pese al cambio de los detalles: era más nítido, rojo y penumbroso, compuesto por viejas rocas irregulares y arena bajo la luz de un muriente sol.
Las figuras metálicas estaban agrupadas en el centro de la Imagen…, y estaban luchando a vida o muerte.
Unas llamas negras tan líquidas como el agua y tan flexibles como látigos les lamían desde todas direcciones. Tres o cuatro cuerpos estaban tendidos en torno a la escena, con sus maquinarias y su carne humeando aún por grandes y terribles boquetes. Los hombres que quedaban utilizaban tanto como podían las rocas como protección, y respondían a las llamas negras con el fuego incesante de sus armas.
El campeón era claramente visible entre ellos. Sus gestos dirigían el fuego de sus compañeros, y su enorme rifle lanzaba estallidos que devoraban los bordes del paisaje creando nuevas configuraciones.
Daba una impresión de desesperación que Terisa no había visto antes en él. Por primera vez se dio cuenta de que él también era alguien que podía ser derrotado.
Pero el Maestro Eremis veía el asunto desde otro ángulo. Se frotó vigorosamente las manos y dijo:
—¡Excelente! Tanto si existe por derecho propio como si es una creación del cristal, no tendrá motivos de queja de nuestra traslación.
—¡Maestro Eremis, presumes demasiado! —El mediador de la Cofradía estaba de pie al lado del espejo, con los puños apoyados en su amplia cintura y su rostro color pino moteado por la furia. Al parecer, su miedo ante lo que el Maestro Gilbur y los otros proponían se había concentrado en ira—. Tu arrogancia es ofensiva. Nos reúnes a toda prisa, haces traer este espejo delante nuestro y haces venir de nuevo contigo a Geraden sin nuestro permiso…, como si ya estuviera todo decidido. Por supuesto que no está decidido. Fuiste delegado para que hablaras por nosotros delante de los señores de los Cares. No nos has dicho el resultado de ese encuentro. No nos has contado qué se dijo…, qué postura tomaron los señores. No podemos decidir nuestra línea de acción hasta que hayamos oído un informe completo, tanto de tus labios como de los del Maestro Gilbur.
»Y la dama tampoco tiene ningún lugar aquí —añadió hoscamente—. Corrige tu presunción enviándolos a ella y al Apr fuera.
—¡Oh, presunción! —gruñó la voz gutural del Maestro Gilbur antes de que Eremis pudiera replicar—. No es presunción. Es supervivencia. Debemos actuar o morir. Deja de intentar hacer más pequeña la situación, Barsonage. La mujer no importa. ¡Pero mira a Geraden! —Hizo un gesto cortante con una poderosa mano. Todos los ojos en la cámara se volvieron hacia el Apr—. Tiene el pie torpe y es desastroso. Pero nunca ha sido estúpido. Mírale.
Geraden parecía no darse cuenta de la forma en que era examinado. Estaba mordisqueándose el labio inferior y pensando tan intensamente que el esfuerzo hacía que sus ojos parecieran alocados.
—¿En qué otro lugar lo queréis? Ya le has soltado toda la información que necesita. Dentro de un momento adivinará la importancia de lo que proponemos…, y entonces irá directamente a informar al Rey. Aquí, al menos, no tendrá a nadie a quien decírselo.
Como si quisiera demostrar que Gilbur tenía razón, Geraden se volvió bruscamente hacia Terisa. En aquel momento, nadie más en la habitación parecía existir para él. Lo que estaba pensando lo llenaba de desánimo.
—¿Es eso lo que no podías decirme? —susurró—. ¿Que han decidido llamar al campeón? ¿Y que el Maestro Eremis tenía algún tipo de reunión con los señores de los Cares? —Un instante después prosiguió—: Pero aguardaron hasta después de la reunión. El Maestro Eremis fue a sugerir algún tipo de alianza. ¿La Cofradía y los señores contra el Rey Joyse?
No podía ayudarle. Su corazón latió en su garganta como si de repente sintiera el peligro condensarse a su alrededor, pero no había nada que pudiera hacer.
—Tengo que ir a advertirle.
Tan rápidamente que no tuvo oportunidad de intentar detenerle, Geraden se encaminó hacia la puerta más cercana.
Con una inesperada rapidez, el Maestro Gilbur saltó tras el Apr. En su esfuerzo por alcanzarle, Gilbur le golpeó desde atrás. El golpe hizo que Geraden tropezara y cayera contra una de las columnas; cayó de bruces al suelo.
Inmediatamente, el Maestro Gilbur cerró un gran puño en la parte de atrás del cuello de su chaquetilla de piel y lo alzó en pie.
—No, mozalbete —gruñó—. Has oído demasiado. Ahora vas a oírlo todo.
Un hilillo de sangre goteaba de la sien de Geraden. El impacto de su cabeza había dejado una pequeña mancha roja en la columna. Por un momento, se agitó como si su corazón se estuviera rompiendo en pedazos. Pero no pudo librarse de la poderosa presa de Gilbur…, y su chaquetilla se negaba a desgarrarse. Abandonó la lucha y se rindió.
Terisa sintió deseos de gritarle al Maestro Gilbur. El hecho de que creyera que Geraden estaba equivocado no importaba. Sintiéndose miserable, cruzó sus ojos con los del joven, en velado dolor.
—Lo siento.
—No es culpa tuya —respondió él huecamente—. Alguien te dijo que podían matarme si sabía lo que estaba ocurriendo. Fuera quien fuese, es culpa suya.
Terisa miró rápidamente a su alrededor. El Maestro Gilbur no había alzado la cabeza. Pero el rostro del Maestro Eremis mostró un instante de honesta sorpresa.
Sin embargo, se recuperó con rapidez. Frunció el ceño y dijo:
—Lo que le dijeron es verdad, Geraden. No lo creerás…, pero te he traído aquí para salvar tu vida. Ahora que no puedes marcharte, vivirás.
Inmediatamente, se volvió para enfrentarse al resto de los Imageros.
—Maestros, si os sentáis y os componéis lo suficiente para oírme, os diré lo que ocurrió en mi encuentro con los señores de los Cares…, y por qué debemos actuar sin retraso en nuestra decisión de trasladar a nuestro campeón.
Su actitud era imperiosa; emanaba urgencia. Al cabo de un momento, el Maestro Barsonage dijo con los dientes apretados:
—Muy bien, Maestro Eremis. Hasta ahora estoy contigo. Pero hay tanto que espero que expliques.
Con el ceño hoscamente fruncido, abandonó el centro del círculo a Eremis.
Los demás Maestros siguieron su ejemplo. Antes de que pudiera ser separada de él, Terisa sujetó a Geraden por el brazo. La presa de control del Maestro Gilbur obligó a los dos a sentarse en el banco. Al mismo tiempo, el Maestro Eremis se dirigió a la plataforma.
Casi inmediatamente empezó a hablar.
—Maestros, puedo hacer esto muy simple. —Su tono era suave, pero parecía transportar un eco de los más apartados rincones de la estancia—. Nuestro encuentro con los señores de los Cares se vio roto sin ningún resultado concreto porque no confían en nosotros. Creen que servimos al Rey Joyse y sólo deseamos atraparlo. O creen que nos servimos a nosotros mismos y sólo deseamos conseguir que él nos sirva también.
—Y el Maestro Eremis es acusado de arrogancia —dijo uno de los Imageros jóvenes—. ¿Acaso los señores no son arrogantes?
En voz tan baja como le fue posible, Terisa susurró al oído de Geraden:
—No te preocupes. El Rey Joyse ya lo sabe.
Él se la quedó mirando, boquiabierto por la sorpresa.
—Por supuesto —siguió el Maestro Eremis con su engañoso sarcasmo—, la discusión en sí no fue tan simple como eso. Primero debo informaros que fui más «presuntuoso» de lo que imagináis. Cuando supe el resultado de su embajada entre nosotros, invité al Príncipe Kragen de Alend a la reunión.
Varios Maestros se envararon ante aquel anuncio. Eremis había conseguido ahora toda su atención. El mediador le miró furiosamente, pero no interrumpió.
—Honestamente, no puedo decir que confíe en ningún representante del Monarca de Alend. Pero él protesta que desea la paz. Y yo estoy seguro de que desea defendernos de Cadwal. Por esa razón, consideré que su presencia no costaría nada en el peor de los casos, y en el mejor de ellos abriría la posibilidad de una alianza mucho más fuerte que una que uniera solamente a la Cofradía con los señores.
—El Fayle se lo dijo —explicó Terisa a Geraden—. Lo del campeón, al menos. No lo de la reunión.
—Entonces, ¿por qué…? —por un segundo, olvidó hablar en un susurro. Pero las severas miradas de los maestros y la tensión del puño del Maestro Gilbur en su cuello se lo recordaron—. ¿Por qué no hace algo?
Visiblemente ablandado, el Maestro Barsonage murmuró:
—Te superas a ti mismo, Maestro Eremis. Eres enteramente presuntuoso…, pero no eres torpe. Temí que esa jugada predispusiera en contra a los señores. ¿Estaba equivocado?
Eremis suspiró.
—Ése es el segundo asunto que debo explicar. Los señores se mostraron por supuesto en contra mía, pero no a causa de la presencia del Príncipe Kragen. A decir verdad, creo que le hubieran escuchado si yo no hubiera estado allí. Su odio hacia Alend es menor que su desconfianza hacia los Imageros.
Varios Maestros expresaron su sorpresa. Otros murmuraron furiosas maldiciones. Pero el Maestro Eremis alzó las manos para frenar sus reacciones.
—No quiero ser injusto. El propio Príncipe Kragen estaba muy interesado en nuestra proposición. El Perdon estaba interesado también, incluso ansioso. Pero en cuanto a los demás… —Se encogió de hombros—. El Armigite tiene demasiado poco sentido como para saber lo que quiere. Y el Tor estaba demasiado empapado en vino para saber siquiera si quería algo.
—¿No lo entiendes? —Terisa se volvió hacia Geraden, intentando hacer que éste la comprendiera claramente—. Es por eso que el Maestro Eremis no tiene otra elección.
Los ojos del Apr estaban oscurecidos por el dolor. Al parecer, no deseaba comprenderla tanto como la comprendía realmente.
—Creo que el Termigan hubiera podido ser persuadido, bajo otras circunstancias —prosiguió el Maestro Eremis—. Junto con el Perdon, hubiera sido suficiente: hubiéramos tenido una base sobre la que edificar. Pero todo se derrumbó ante la intensidad de los prejuicios del Fayle contra la Imagería.
—¿El Fayle? —preguntó el Maestro Barsonage—. Tiene la reputación de ser un hombre razonable.
El Maestro Quillon estaba prestando ahora una intensa atención. Sus ojos brillaban ante todo lo que estaba viendo.
—Oh, es razonable —intervino Gilbur—, si llamas razonable al hecho de que rechazó todo lo que propusimos simplemente porque tenemos intención de llamar a nuestro campeón sin la aprobación previa del Rey Joyse.
Otro Maestro protestó:
—¿Lo dices en serio? ¿Por qué creía que os estabais reuniendo en secreto? ¿Por qué aceptó tu invitación, si la aprobación del Rey es tan importante para él?
—Para espiarnos —gruñó el Maestro Gilbur—. ¿Para qué otra cosa?
El mediador parecía abrumado.
—¿Es eso cierto?
—Lo es —dijo Eremis con voz firme—. Admitió su intención de informar al Rey Joyse, a fin de que pudiera estar prevenido contra cualquier ejercicio de nuestro propio juicio o voluntad.
Sacada por sorpresa de su concentración sobre Geraden, Terisa pensó: No es así realmente como ocurrió. ¿O sí? Sí. Cuanto más intentaba recordar, más tenía que estar de acuerdo con el Maestro Eremis y el Maestro Gilbur. Era sólo su reacción personal ante la dignidad del Fayle lo que la había confundido.
—Entonces —inquirió inesperadamente el Maestro Quillon—, ¿por qué no ha hecho nada el Rey para detenernos?
Repentinamente furioso, el Maestro Eremis se volvió para enfrentarse a Quillon.
—¿Me pides que explique su decisión? Si yo tuviera ese poder, podría salvar Mordant sólo con mis manos.
—No podemos explicar nada —dijo urgentemente un Imagero que no había hablado antes—. Tenemos que actuar…, antes de que Lebbick y sus hombres entren aquí para detenernos.
El rostro de Geraden estaba intensamente fruncido, como si estuviera escuchando con mucha atención.
—Muy bien. —El Maestro Barsonage se puso pesadamente en pie—. He admitido todo lo demás. —Su aire era de derrota; incluso sus cejas parecían caídas—. Admitiré también la necesidad de apresurarnos. Sé llano, Maestro Eremis. ¿Qué es lo que propones?
Eremis se volvió hacia el mediador. La forma como giró, equilibrándose al mismo tiempo, y se enfrentó al Maestro Barsonage, mostraba una energía tan grande que pareció echar chispas. Su expresión era demasiado intensa para que Terisa pudiera interpretarla.
—Traslada a tu campeón —dijo—. Ahora.
El Maestro Barsonage asintió. Por un momento, no dijo nada. Luego preguntó:
—¿Por qué?
El Maestro Eremis estaba preparado.
—Para probar nuestra buena fe. No somos respaldados porque se cree que no nos preocupa nada excepto nosotros mismos. O porque, como instrumentos del Rey que somos, hemos perdido nuestras mentes tanto como él la suya.
Entonces alzó la voz de modo que resonara en toda la cámara, tan aguda y vibrante como el sonido de una trompeta.
—No tenemos ninguna otra forma de convencer a nadie de que no es así excepto emprendiendo una acción desprendida por nuestra cuenta en defensa de Mordant. Sólo oponiéndonos por nosotros mismos al mal podemos demostrar que somos merecedores de confianza y alianza.
Aquello hubiera podido ser suficiente para conseguir lo que deseaba. Lo era al menos para Terisa: la electricidad y la pasión que brotaban de él la arrastraron. Pero el Maestro Gilbur tenía algo más que decir.
—Además —dijo con voz rasposa—, debemos considerar la posibilidad de que el Príncipe Kragen y los señores acudieran a nuestra reunión por una razón completamente distinta. Fuimos creados por Joyse. Estableció un ejemplo para que Cadwal y Alend lo siguieran. Creen que debemos ser usados como ellos creen conveniente, y maniobran unos contra otros a fin de poseernos. —Sus manos se cerraron en feroces puños sobre la barandilla que tenía delante—. Quieren tenernos como si fuéramos cosas en vez de hombres.
»Nosotros no tenemos ni espadas ni soldados. —Su voz carecía de resonancia, pero tenía la fuerza suficiente como para sonar terrible—. Nunca podremos protegernos, ¡a menos que demostremos nuestro poder!
En medio del silencio que siguió a sus palabras, todos pudieron oír el martilleo en la puerta. Sonaba como la empuñadura de una espada o el mango de una pica golpeando contra la madera.
Luego, todos oyeron la orden:
—¡En nombre del Rey, abrid esta puerta! Por una fracción de segundo, Terisa tuvo tiempo de preguntarse por qué el Rey Joyse había cambiado de opinión. Entonces Geraden alzó bruscamente la cabeza.
—El Castellano. —Intentó ponerse bruscamente en pie y gritó—: ¡Castellano Lebbick! ¡Derriba la puerta! ¡Detenlos!
Gilbur lo obligó a sentarse de nuevo de un tirón. Con un puño de piedra, el Maestro le golpeó tan fuerte en un lado de la cabeza que todo su cuerpo se derrumbó blandamente de costado. Sus ojos se velaron.
Terisa se inmovilizó. Todo estaba ocurriendo a la vez. El Rey Joyse había adoptado finalmente una decisión. Los planes del Maestro Eremis estaban en peligro. Geraden había sido herido.
La mayor parte de los Imageros estaban en pie, gritándose frenéticamente unos a otros; pero el Maestro Barsonage se dejó caer en su banco. Su rostro ya no tenía fuerzas: parecía perdido.
—Entonces, hay que hacerlo —murmuró, a nadie en particular—. O de otro modo dejaremos de existir.
—¡Gilbur! —ladró el Maestro Eremis. Una sonrisa desnudó sus dientes—. ¡Hazlo ahora!
El Maestro Gilbur dejó caer a Geraden y se apresuró hacia el centro de la cámara, hacia el estrado y su espejo.
Varios de los Imageros lo vitorearon. Otros se estremecieron, alarmados. Todos, sin embargo, se apartaron del camino de Gilbur. Se apiñaron más allá de las columnas, hacia las paredes, tan lejos como era posible del martilleo del Castellano Lebbick y del espejo.
Eremis ocupó el lugar del Maestro Gilbur, alzando a Geraden de las piedras del suelo y sujetándolos tanto a él como a Terisa con una presa que no podían romper.
El espejo les miraba directamente. Geraden, evidentemente, no tenía la menor idea de lo que estaba ocurriendo —ni siquiera podía alzar la cabeza—, pero Terisa podía verlo todo perfectamente.
El Maestro Gilbur apoyó su mano en el marco y, diestramente, empezó a ajustar el foco del cristal. Al cabo de un latido de corazón, el campeón estaba centrado en la Imagen. Un segundo más tarde, pareció avanzar a toda velocidad hasta que llenó todo el espejo.
El golpeteo en la puerta se había convertido en un pesado y rítmico resonar. Terisa pudo oír el crujir de la madera. Pero los maderos reforzados con hierro eran demasiado recios para ceder fácilmente. Entre golpe y golpe, el Castellano Lebbick gritó:
—¡Maestro Barsonage! ¡Imageros! ¡Por las estrellas, abriré esta puerta!
El Maestro Gilbur lanzó una rápida mirada al Maestro Eremis.
—¡Trasládalo! —siseó Eremis.
Geraden se agitó, sacudió la cabeza. Parpadeó rápidamente e intentó aclarar su visión.
El Maestro Gilbur apretó las manos contra los bordes del espejo, como si se estuviera preparando para tirar del campeón y sacarlo de allí por la fuerza. Su voz gutural jadeaba palabras que Terisa no pudo comprender.
—Tengo que detenerlo. —Geraden sonaba como si se estuviera ahogando. De alguna forma, cayó hacia delante por encima de la barandilla. Se puso vacilantemente en pie y avanzó con paso incierto hacia el Maestro Gilbur.
El Maestro Eremis ya no sujetaba a Terisa. ¿Había intentado agarrar a Geraden y había fallado? ¿Y había perdido al mismo tiempo su presa sobre ella? No tenía la menor idea: no le veía. Su atención estaba centrada en Geraden.
Pasó rápidamente las piernas por encima de la barandilla y fue tras él.
Era demasiado tarde. Si no estuviera tan atontado por el golpe del Maestro Gilbur, se habría dado cuenta de que no podía alcanzar el espejo a tiempo.
Frente a él, la superficie del espejo se volvió oscura mientras el campeón brotaba a su través.
Su armadura le daba una estatura de al menos dos metros. Su cabeza no mostraba ningún rostro, sino sólo una gruesa placa que debía ser un visor. La piel metálica que lo protegía estaba ennegrecida, como chamuscada, en varios puntos; había sido agrietada al menos dos veces en distinto lugares. Un humo acre ascendía en volutas de esas rajas. Avanzó como si estuviera herido.
Pero su enorme rifle estaba preparado. Apenas recuperó el equilibrio sobre la plataforma, apuntó su cañón directamente hacia el pecho de Geraden.
Terisa pasó sus brazos por los hombros de Geraden. Éste estaba tan aturdido y debilitado que el peso de ella lo derribó con ella al suelo.
El primer disparo pasó por encima de sus cabezas. Los Maestros gritaron. Al menos uno de ellos dejó escapar un alarido.
Mientras intentaba apoyar de nuevo los pies en el suelo para levantarse, Terisa se halló de pronto mirando directamente al cañón del rifle.
Por un período de tiempo tan rápido e intenso como una crisis cardíaca, observó la mano del campeón, enguantada en metal, cerrarse sobre el mecanismo de disparo.
Luego el campeón alzó bruscamente el cañón, y el disparo golpeó contra el techo.
Por toda la cámara empezaron a caer grandes trozos de piedra.
El campeón separó una mano de su rifle, agarró con una tenaza de hierro el cuello de Terisa, y la obligó a permanecer tendida encima de Geraden.
—Quédate aquí. —Su voz sonó como un megáfono, pero apenas fue audible entre el resonar de piedras derrumbándose—. No disparo contra las mujeres.
Al instante siguiente estaba disparando de nuevo.
En medio de un estruendo infernal, todo el techo se derrumbó.
FIN DEL LIBRO PRIMERO DE
LA NECESIDAD DE MORDANT