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La llamada

La noche antes de que Geraden acudiera a por ella, Terisa Morgan tuvo un sueño…, uno de los pocos que era capaz de recordar en toda su vida. En él, oyó el sonido de cuernos débiles con la distancia, llegaron hasta ella a través del límpido aire por encima de las colinas cubiertas por una nieve reciente, como la llamada que su corazón había estado esperando siempre. Sonaron de nuevo…, y, mientras tendía el oído para escucharlos, otra vez. Pero no se acercaron.

Deseaba ir hacia ellos. Más allá del bosque donde parecía estar sentada o echada como si el frío no pudiera alcanzarla vio el borde de las colinas: quizá los cuernos —y aquéllos que los hacían sonar— estuvieran al otro lado. Sin embargo, no se movió. El sueño le mostró una escena que nunca antes había visto; pero siguió siendo quien siempre había sido.

Luego, a lo largo del borde cubierto de nieve de los riscos, aparecieron unos jinetes a la carga. Mientras los caballos luchaban por adquirir velocidad, sus belfos arrojaban vapor, y sus patas aplastaban la nieve hasta que los secos y ligeros copos parecían hervir. Pudo oír el crujir del cuero en sus remaches el furioso jadeo y las ahogadas maldiciones de los jinetes: el risco enviaba todos los sonidos, tan afilados como un trozo de cristal, hacia el bosque. Deseó bloquear aquellos ruidos, oír de nuevo los cuernos, mientras los tres hombres giraban bruscamente alejándose de las colinas y lanzaban surtidores de nieve hacia los árboles…, directamente hacia ella.

Cuando sus rostros se enfocaron en ella vio su feroz odio, el deseo de derramar sangre. Largas espadas parecieron fluir fuera de sus vainas en las manos alzadas de los jinetes. Iban a clavarla contra la nieve allí mismo donde estaba.

Permaneció inmóvil, aguardando. El aire vibraba con el frío, tan duro como una bofetada y tan penetrante como astillas. En el sueño, no estaba en absoluto segura de que le importara ser muerta. Aquello traería un fin al vacío de su vida. Su único pesar era que nunca oiría los cuernos de nuevo, nunca descubriría por qué sonaban para ella con aquella temblorosa nota.

Entonces, de entre los árboles de negros troncos detrás de ella, apareció un hombre que se interpuso entre su cuerpo y los jinetes. Iba desarmado, sin armadura-parecía llevar solamente una voluminosa chaquetilla de ante marrón, pantalones del mismo material, botas de piel, —pero no vaciló en enfrentarse a los caballos. Mientras el primer jinete hacía oscilar su hoja, el hombre dio un salto de costado hacia las riendas de la montura; y el caballo perdió el equilibrio y arrojó a su jinete frente al segundo atacante. Caballo y jinete cayeron al suelo, alzando una nube de nieve tan densa como bruma.

Cuando una leve brisa aclaró su visión, observó que su defensor había arrancado la espada del primer jinete y atravesaba con ella al segundo. Se movía con una torpeza desesperada que indicaba que no estaba familiarizado con el arte de la lucha; pero no vaciló. Con un furioso asalto, arrojó al primer jinete contra el tronco de un árbol antes de que el caballista pudiera golpearle con su largo puñal.

Observando fascinada, Terisa vio que el tercer jinete se situaba encima del joven que estaba luchando por ella: su montura en posición firme, la empuñadura de su espada firmemente sujeta con ambas manos. Aunque no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo, supo que debía actuar. Por simple decencia y gratitud hacia su defensor, si no por otra razón, debía lanzarse ella misma contra el jinete. Éste no la miraba; seguramente sería capaz de alcanzar su cinturón y tirar de él fuera de su silla antes de que golpeara.

Pero no lo hizo. En el sueño, un pequeño y vejado fruncimiento de ceño surcó su frente mientras contemplaba su propia pasividad. Aquélla era la historia de su vida, aquel mudo no hacer nada…, la única cualidad que podía adscribir a su incierta existencia. ¿Cómo podía actuar? La acción era para aquéllos que no dudaban seriamente en su propia presencia en el mundo. Durante los más de veinte años de su vida, sus oportunidades de acción habían sido tan pocas que típicamente no las había reconocido hasta que ya habían pasado. No sabía cómo hacer que sus miembros la arrastraran hacia el jinete.

Sin embargo, el hombre que luchaba por ella no lo hacía por ninguna razón que ella pudiera ver excepto el hecho de que estaba siendo atacada. Y no se había dado cuenta del peligro: todavía seguía intentando arrancar su hoja del cuerpo del jinete que acababa de derribar, y estaba vuelto de espaldas.

Sobresaltándose a sí misma y al jinete y al intenso frío, gritó:

—¡Cuidado!

El esfuerzo de la advertencia la hizo sentarse con un sobresalto. Estaba aún en la cama. Su grito había hecho que le doliera la garganta, y un pánico desacostumbrado latía en sus venas.

Se reconoció a sí misma en los espejos de su dormitorio. Iluminada por la pequeña luz que dejaba encendida toda la noche en un hueco en la pared al lado de la cama, apenas era algo más que una sombra en los espejos que la rodeaban; pero era ella misma, la sombra que siempre había sido.

Y, sin embargo, mientras su pulso seguía latiendo alocadamente y un hilillo de sudor resbalaba por su rostro, creyó oír más allá de los reconfortantes ruidos de la ciudad una distante llamada de cuernos, demasiado débil para estar segura…, y demasiado íntima para ser ignorada.

Por supuesto, nada había cambiado. Se levantó a la mañana siguiente cuando sonó el despertador; y su apariencia en sus espejos era tan lánguida y despeinada como de costumbre. Aunque estudió su rostro en busca de algún signo de que era lo bastante real como para que unos hombres montados a caballo la odiaran tan fieramente, parecía tan vacía de significado como siempre…, tan carente de marcas de experiencia, decisión o impacto que se sorprendió ligeramente de descubrir que aún era capaz de arrojar algún reflejo. Seguro que se estaba desvaneciendo poco a poco. Seguro que una mañana despertaría, se miraría a sí misma en el espejo, y no vería nada. Quizá, pero no hoy. Hoy tenía exactamente el aspecto que recordaba de siempre…, hermosa, pero sin ninguna finalidad, y ligeramente teñida por el pesar.

Así que se duchó como de costumbre, se vistió como de costumbre con el mismo tipo de falda lisa y púdico suéter que su padre prefería para ella, tomó su desayuno como de costumbre —mirándose en los espejos entre mordisco y mordisco de tostada—, y se puso un impermeable antes de abandonar su apartamento para ir al trabajo. No había nada fuera de lo ordinario en su aspecto, ni en el aspecto de su apartamento cuando salió, ni en la bajada en el ascensor hasta el vestíbulo del edificio. Lo único fuera de lo ordinario era cómo se sentía.

Para sí misma, tan privadamente que nada de ello se reflejó en su rostro, siguió recordando su sueño.

Fuera, la lluvia caía intensamente sobre la calle, inundando los desagües, siseando como granizo en los techos de los coches, ahogando los ruidos del tráfico. Desanimada por el grisor del aire y la humedad, se ató un pañuelo de plástico sobre la cabeza, pasó junto al guardia de seguridad (que la ignoró, como de costumbre), y salió a la lluvia por la puerta giratoria.

Con la cabeza baja y la concentración puesta en la acera, avanzó en dirección a la misión donde trabajaba.

Sin advertencia alguna, creyó oír de nuevo los cuernos.

Se detuvo involuntariamente, alzó sobresaltada la cabeza, miró a su alrededor como una mujer asustada. No eran cláxones de coches: eran instrumentos de viento como los que emplearía un músico o un cazador. El acorde de su llamada era tan lejano y tan fuera de lugar que no era posible que lo hubiera oído, no en aquella ciudad, con aquella lluvia, mientras la hora de mayor intensidad del tráfico llenaba las calles luchando contra el agua. Y, sin embargo, la sensación de haber oído el sonido hacia que todo lo que veía pareciera más nítido y menos deprimente, más importante. La lluvia tenía la fuerza de un decidido limpiador; el estriado gris de los edificios se parecía menos a la desesperación y más al elusivo potencial de la frontera entre el día y la noche; la gente que pasaba apresurada por su lado en la acera era impulsada por el coraje y la convicción antes que por el disgusto ante el tiempo o el miedo por sus empleos. Todo a su alrededor tenía un aroma de vitalidad que nunca antes había visto.

Luego, la sensación se desvaneció; y se dijo que no era posible que hubiera oído el sonido de unos intensos cuernos llamando directamente a su corazón; y el aroma había desaparecido.

Abrumada y triste, reanudó su empapado camino hacia el trabajo.

En la misión, su día estuvo más lleno de cosas monótonas que de costumbre. En la oficina administrativa, sentada ante su escritorio, con la antigua máquina de escribir agazapada ante ella como un animal de mal genio, halló un mensaje del Reverendo Thatcher, el viejo que dirigía la misión. Decía que los costes de fotocopias de la misión eran demasiado altos, así que por favor mecanografiara doscientas cincuenta copias de la carta adjunta, además de sus otras tareas habituales. La carta iba dirigida a la mayor parte de las organizaciones filantrópicas de la ciudad, y contenía otra petición de dinero, arropada en la habitual futilidad del Reverendo Thatcher. Apenas era capaz de leer lo que mecanografiaba; pero, por supuesto, tenía que hacerlo una y otra vez para asegurarse de que no se equivocaba.

Mientras tecleaba, tuvo la sensación de que se volvía físicamente menos sólida, como si estuviera empezando a disolverse lentamente a causa de la inutilidad de lo que estaba haciendo. Al mediodía había memorizado la carta; y contemplaba, en un estado casi de suspensión, la línea de letras que iba formando la máquina, aguardando cada nuevo carácter porque demostraba que ella estaba aún allí, y no podía decir honestamente que esperaba que apareciera.

Ella y el Reverendo Thatcher comían normalmente juntos…, por decisión de él, no de ella. Puesto que ella permanecía siempre tranquila y observaba su rostro con atención, el hombre probablemente pensaba que era una oyente que simpatizaba con lo que él decía. Pero la mayor parte del tiempo ella apenas oía sus palabras. Su charla era como sus cartas: no había nada que se pudiera hacer al respecto. Ella permanecía tranquila simplemente porque era la única forma en que sabía cómo actuar; observaba su rostro porque esperaba que traicionara alguna indicación de su propia realidad…, algún parpadeo de interés o concentración que pudiera indicarle que estaba realmente presente con otra persona. Así que permanecía sentada con él en una esquina del comedor de beneficencia que la misión tenía en su sótano, y ella mantenía su rostro vuelto hacia él mientras él hablaba.

Desde una cierta distancia parecía calvo, pero eso se debía a que su moteada piel rosa se veía claramente a través de su fino y pálido pelo, muy corto. Las venas de sus sienes eran prominentes y parecían frágiles, con el resultado de que cada vez que se agitaba parecía como si fueran a estallar. Hoy esperaba que rehiciera su última carta, que había mecanografiado ya casi doscientas veces. Aquél era su esquema habitual: mientras engullían el insípido y poco alimenticio almuerzo proporcionado por la cocina, él le contaba cosas que ella ya sabía acerca de su trabajo, y su voz temblaba cada vez que volvía a la inutilidad de lo que estaba haciendo. Esta vez, sin embargo, la sorprendió.

—Señorita Morgan —dijo, sin siquiera mirarla—, ¿le he hablado alguna vez de mi esposa?

De hecho no lo había hecho, aunque se refería a ella a menudo. Pero Terisa conocía algo de su historia familiar a través de la anterior secretaria de la misión, que había abandonado el trabajo derrotada y disgustada. De todos modos, dijo:

—No, Reverendo Thatcher. La ha mencionado usted, naturalmente. Pero nunca me ha hablado de ella.

—Murió hará unos quince años —dijo él, aún pensativo—. Pero era una mujer estupenda, cristiana, fuerte, Dios haya dado descanso a su alma. Sin ella yo hubiera sido débil, señorita Morgan…, demasiado débil para hacer lo que era necesario hacer.

Aunque no había pensado de cerca en la cuestión, Terisa lo consideraba un hombre débil. Sonaba débil ahora, incluso cuando no estaba hablando de su fracaso en conseguir algo mejor para la misión. Pero también sonaba melancólico y entristecido.

—Recuerdo los tiempos…, oh, fue hace muchos años, mucho antes de que usted naciera, señorita Morgan. Yo acababa de salir del seminario —sonrió más allá de su hombro izquierdo—, con todo tipo de honores, ¿querrá creerlo? Y acababa de servir como ministro ayudante en una de las mejores iglesias de la ciudad.

»Por aquel entonces, deseaban que me quedara allí como ministro asociado. Con la ayuda de Dios me las había arreglado bien allí, y me dieron la oportunidad de convertirme en uno de sus pastores permanentes. Puedo decírselo, señorita Morgan: aquello era muy gratificante. Pero, por alguna razón, mi corazón no estaba tranquilo con ello. Tenía la sensación de que Dios estaba intentando decirme algo. ¿Sabe?, justo por aquel entonces había oído hablar de que esta misión necesitaba un nuevo director. No deseaba el trabajo. Siendo como era un hombre débil, me sentía complacido con mi posición en la iglesia. Era bien recompensado por mi trabajo, tanto financiera como personalmente. Y, sin embargo, no podía olvidar esta misión. Era cierto que la iglesia me llamaba para que la sirviera. Pero ¿qué quería Dios que hiciera?

»Fue la señora Thatcher la que resolvió mi dilema. Puso una mano en su cadera, como hacía siempre cuando quería que se la tomara en serio, y me dijo: “Vamos, no seas tonto, Albert Thatcher. Cuando Nuestro Señor vino a este mundo, no lo hizo para servir a los ricos. Esta iglesia es un lugar estupendo…, pero si te marchas, podrán escoger entre otro centenar de hombres adecuados para reemplazarte. Ninguno de esos hombres pensará en acudir a la misión”.

»Así que vine aquí —concluyó—. A la señora Thatcher no le importaba que fuéramos pobres. Sólo le preocupaba que hiciéramos todo lo posible por servir a Dios. Eso es lo que hecho, señorita Morgan, durante cuarenta años.

Normalmente, un comentario como aquél hubiera sido un preludio a otra de sus largas exposiciones acerca sus interminables y a menudo infructuosos esfuerzos por mantener la misión viable. Normalmente, ella hubiera escuchado aquella exposición protegiéndose contra ella con un muro de acero, a fin de que su propia irrealidad, frente a la necesidad de la misión y su penuria, no la abrumara.

Pero esta vez lo que oyó fue el lejano grito de los cuernos.

Traían consigo la orden de la caza y la llamada de la música, dos sonidos diferentes que formaban un acorde en su corazón, mezclándose de tal modo que deseaba saltar dentro de sí misma y gritar una respuesta. Y, mientras los oía, todo a su alrededor cambió.

El comedor de beneficencia ya no parecía sucio y miserable; parecía bien dispuesto, un lugar de decidida dedicación. Los zarrapastrosos hombres y mujeres de pelo gris sentados en las mesas ya no se veían reducidos a meros desechos humanos de hombros caídos: ahora absorbían esperanzas y posibilidades junto con su sopa. Incluso los bordes de las mesas eran más nítidos, más tangibles e importantes, que la formica ordinaria y el tubo de hierro cromado. Y el propio Reverendo Thatcher había cambiado también. La pulsación que latía en sus sienes no era la agitación de la inutilidad: era el fuerte ritmo de su determinación de hacer el bien. Había valor en su rosada piel, en las gastadas arrugas de su rostro, y el enfoque de sus ojos era tan distante porque estaba clavado no en la futilidad, sino en Dios.

El cambio duró sólo un momento. Luego ya no pudo oír los cuernos, pese a que los ansiaba; y el aire de derrota rezumó lentamente de vuelta a su entorno.

Abrumada por la pérdida, creyó que iba a echarse a llorar si el Reverendo Thatcher iniciaba otra de sus exposiciones. Afortunadamente, no lo hizo. Tenía que hacer algunas llamadas telefónicas, esperaba contactar con algunas personas influyentes en su pausa para el almuerzo; así que se disculpó y se fue, sin darse cuenta de que, por un momento, se había visto rodeado por un halo de fascinación a los ojos de ella. Terisa volvió a su escritorio casi agradecida; ante su máquina de escribir, podría seguir golpeando las teclas y ver demostrada su existencia en los negros caracteres que imprimía sobre el papel.

La tarde pasó lentamente. A través de la única y desnuda ventana podía ver caer aún la lluvia, empapándolo todo hasta que incluso los edificios al otro lado de la calle parecieron como cartón mojado. Las pocas personas que se apresuraban arriba y abajo por las aceras quizá llevaban impermeables, o tal vez no: el agua que caía parecía borrar la diferencia. La lluvia golpeaba fuera de la ventana; la melancolía se infiltraba a través del cristal. Terisa se descubrió tecleando los mismos errores una y otra vez. Deseaba oír de nuevo los cuernos…, deseaba volver a experimentar el aroma y la nitidez que venía con ellos. Pero no habían sido más que el residuo de uno de sus infrecuentes sueños. No podía recapturarlos.

A la hora de volver a casa, dejó su trabajo a un lado, metió los hombros bajo su impermeable, y se ató el pañuelo de plástico a la cabeza. Pero, cuando ya estaba lista para irse, vaciló. Movida por un impulso, llamó a la puerta del pequeño cubículo que utilizaba el Reverendo Thatcher como oficina particular.

Al principio no oyó nada. Luego, el hombre respondió débilmente:

—Pase.

Abrió la puerta.

En el cubículo había sólo el espacio justo para ella y una silla plegable entre el escritorio y la pared. El asiento del reverendo, al otro lado del escritorio, estaba tan bloqueado por los archivadores que cuando intentaba levantarse apenas podía extraerse de su nicho. Cuando Terisa entró en la estancia, estaba contemplando con mirada vacía el teléfono, como si el aparato hubiera sorbido toda su atención y sus esperanzas.

—Señorita Morgan. ¿Se marcha ya?

Ella asintió.

Él no pareció darse cuenta de que ella no había dicho nada.

—¿Sabe? —dijo, con voz distante—, hoy llamé a cuarenta y dos personas. Treinta y nueve simplemente no quisieron escucharme.

Si ella dejaba que el impulso que la había traído hasta allí se disipara, tendría muchas menos razones para creer en su propia existencia; así que dijo, casi bruscamente:

—Siento lo de la señora Thatcher.

En voz muy baja, como si ella no hubiera cambiado de tema, el hombre respondió:

—La echo mucho en falta. Necesito que ella me diga que estoy haciendo lo correcto.

Porque quería que él la mirara, Terisa dijo:

—Está haciendo usted lo correcto. —Mientras lo decía, se dio cuenta de que realmente lo creía. El recuerdo de los cuernos había cambiado aquello para ella, si no otra cosa—. Antes no estaba segura, pero ahora sí lo estoy.

Los vagos ojos del hombre, sin embargo, permanecieron fijos en el teléfono.

—Quizá, si llamo a su hermano —murmuró para sí mismo—. Hace un año que no ha hecho ninguna contribución. Quizá me escuche esta vez. Seguiré intentándolo.

Mientras marcaba el número, ella abandonó el cubículo y cerró la puerta. Tenía la impresión de que no iba a volver a verlo de nuevo. Pero intentó no permitir que aquello la preocupara: a menudo sentía algo parecido.

El camino de vuelta a casa fue peor de lo que había sido el camino al trabajo. El viento era más fuerte y azotaba la lluvia contra sus piernas, a través de cualquier hueco que podía encontrar o practicar en su impermeable, se metía por entre las rendijas de su pañuelo hasta su rostro. A la media manzana, sus zapatos estaban llenos de agua; antes de que hubiera recorrido la mitad del camino, su suéter estaba empapado, frío y pegajoso contra su piel. Apenas podía ver hacia dónde se dirigía.

Pero conocía automáticamente el camino: la costumbre la llevó de vuelta a su edificio de apartamentos. Su acristalada fachada parecía bajo la lluvia como un salpicado charco de oscura agua, que no reflejaba nada excepto la idea de la muerte en sus profundidades. Los guardias de seguridad la vieron llegar, pero no la consideraron lo bastante interesante como para abrirle la puerta. Entró al vestíbulo, arrastrando consigo una ráfaga de viento y una rociada de lluvia, y se detuvo por unos momentos para recuperar el aliento y secarse el agua del rostro. Luego, sin alzar la vista, se encaminó hacia los ascensores.

Ahora que ya no caminaba aprisa, empezó a sentirse helada. Había un espejo en una de las paredes del ascensor: se quitó el pañuelo de la cabeza y estudió su rostro mientras subía a su piso. Sus ojos tenían un aspecto especialmente grande y vulnerable contra la fría palidez de su rostro y el débil azul de sus labios. Entonces, esto al menos de ella era real: podía palidecer a causa del viento y la humedad y el frío. Pero el helor era demasiado profundo para que aquello le diera ánimos.

Mientras salía del ascensor y se dirigía por el enmoquetado descansillo hacia su apartamento, supo que iba a pasar una mala noche.

En sus habitaciones, con la puerta cerrada y asegurada por dentro y las cortinas cerradas para dejar fuera la sensación de que se hallaba debajo de la superficie del charco que había visto en las ventanas desde fuera, encendió todas las luces y empezó a desvestirse. Los espejos le mostraron su propia imagen: estaba pálida de pies a cabeza. La humedad que se había metido en su carne la hacía parecer tan blanca como la cera.

Las velas estaban hechas de cera. Algunas muñecas eran de cera. La cera era utilizada para hacer moldes de vaciado. Pero no para la gente.

Aquélla iba a ser una muy mala noche.

Nunca había sido capaz de hallar la prueba que necesitaba en sus propias sensaciones físicas. Podía creer fácilmente que una sombra era capaz de sentir frío, o calor, o dolor; sin embargo, no existía. De todos modos, tomó una ducha caliente, con la intención de librarse del frío. Se secó cuidadosamente el pelo y se puso una blusa de franela, unos suaves y gruesos pantalones de pana y unos mocasines de piel de oveja para mantener calientes los pies. Luego, en un esfuerzo por mantener alejados sus problemas, se obligó a prepararse y comer la cena.

Pero sus intentos de cuidar de sí misma tuvieron el mismo efecto que de costumbre…, es decir, ninguno. Una ducha, ropas cálidas y una comida caliente no podían arrojar el frío fuera de su corazón…, un detalle que consideraba como no importante. De hecho, eso era parte del problema: nada de lo que le ocurría importaba en absoluto. Si muriera de pulmonía se convertiría en una inconveniencia para otras personas —para su padre, por ejemplo, o para el Reverendo Thatcher—, pero para ella misma no significaría la menor diferencia.

Aquélla iba a ser una de esas noches en las que podía sentirse a sí misma desvanecerse de la existencia como un sueño anodino.

Si se sentaba donde estaba y cerraba los ojos, ocurriría. Primero oiría a su padre hablar más allá de ella, como si ella no estuviera allí. Luego observaría el comportamiento de la servidumbre, que la trataba como una invención de la imaginación de su padre, como alguien que sólo vivía y respiraba porque él así lo decía, antes que como un individuo real y presente. Y, luego, su madre…

Su madre, que era tan ella misma como la pasividad, la no existencia, el talento, la experiencia y la determinación podían hacerla.

Mentalmente, si cerraba los ojos, Terisa sería una niña de nuevo, de seis o siete años de edad, y entraría cojeando en el enorme comedor donde sus padres recibían a varios de los socios comerciales de su padre vestidos con sus mejores galas… Entraría en el comedor porque se había caído por las escaleras y se había arañado la rodilla y estaba horrorizada ante lo mucho que sangraba, y su madre la miraría sin verla en absoluto, miraría directamente a través de ella sin más expresión en su rostro que la de una figura de cera, y haría que todo careciera de significado.

—Ve a tu habitación, niña —le diría con una voz tan vacía como un agujero en su corazón—. Tu padre y yo tenemos invitados. —Aprende a ser como yo. Antes de que sea demasiado tarde.

Terisa había estado luchando durante años por creer en ella misma. No cerró los ojos.

En vez de ello, fue al salón y arrastró una silla hasta situarla cerca de la más cercana pared de espejos. Se sentó en ella, con las rodillas apretadas contra el cristal, el rostro tan cerca de él que corría el riesgo de provocar un velo de humedad entre ella misma y su reflejo. En esa posición, examinó cada línea y rasgo y parpadeo de su imagen. Quizás así fuera capaz de mantener su realidad en una sola pieza. Y, si fracasaba, al menos sería capaz de verse a sí misma llegar al final.

La última vez que había sufrido uno de esos ataques había permanecido sentada contemplando su propio reflejo hasta bien pasada la medianoche, cuando la sensación de que se estaba evaporando la había abandonado al fin. Ahora estaba segura de que no duraría tanto. La otra noche había soñado…, y en el sueño había sido tan pasiva como lo era ahora, tan incapaz de hacer nada excepto mirar. El suave dolor de aquel reconocimiento la debilitó. Creía poder distinguir ya los bordes de su rostro difuminarse fuera de la realidad.

Sin ninguna advertencia previa, vio a un hombre en el espejo.

No estaba reflejado en el espejo: estaba dentro del espejo. Estaba detrás de su sorprendida imagen…, y avanzaba como si estuviera flotando en un torrente.

Era un hombre joven, quizá sólo unos pocos años mayor que ella, y llevaba una amplia chaquetilla de ante, pantalones marrones y botas de piel. Su rostro era atractivo, aunque su expresión era estúpida por la sorpresa y la esperanza.

La estaba mirando directamente a ella.

Por un instante su boca se abrió en silencio, como si estuviera intentando gritar algo a través del cristal. Luego agitó los brazos. Pareció como si perdiera el equilibrio; pero sus movimientos expresaban una autoridad que no tenía nada que ver con caer.

Instintivamente, ella dejó caer la cabeza sobre su regazo y la cubrió con los brazos.

El espejo delante de ella no hizo ningún ruido cuando se rompió en mil pedazos.

Sintió la lluvia de cristales de la pared, notó las pequeñas astillas clavarse en su blusa cuando volaron más allá de ella. Como un chorro de hielo, tintinearon contra la pared opuesta y cayeron sobre la moqueta. Una breve ráfaga de viento tan fría como el invierno sopló hacia ella junto con los cristales rotos, luego cesó.

Cuando alzó la vista, vio al joven tendido de bruces en el suelo al lado de su silla. Un polvo de pequeños fragmentos de cristal hacía brillar su pelo. En aquella postura, parecía como si hubiera efectuado una zambullida al interior de la habitación a través de la pared. Pero su pierna derecha, desde medio tobillo hacia abajo, no estaba. Al principio pensó que estaba aún dentro de la pared: su tobillo y su bota parecían limpiamente cortados en el mismo plano de la pared. Luego vio que en realidad el final de su pierna se hallaba a unos cinco centímetros de ella.

No había sangre. No parecía sufrir dolor.

Con un sonoro suspiro, se alzó ligeramente del suelo para poder mirarla. Su tobillo derecho parecía estar encajado allá donde estaba; pero el resto de él se movía normalmente.

Tenía el ceño intensamente fruncido. Pero, cuando sus miradas se cruzaron, el rostro del joven se hendió en una impotente sonrisa.

—Soy Geraden —dijo—. Se supone que no es aquí donde debería estar.