11

Unos días sin nada que hacer

Terisa hubiera tenido problemas para hallar por sí misma su camino de vuelta a sus habitaciones: no estaba familiarizada con aquella sección de Orison. Pero el Castellano Lebbick no la dejó sola. Tan pronto como los señores y damas empezaron a partir, murmurando y discutiendo entre sí su sorpresa, le asignó uno de los guardias para que la escoltara.

El camino pareció más largo de lo que recordaba; pero finalmente estuvo en su suite, con la puerta cerrada a sus espaldas y el cerrojo corrido, y tuvo su primera oportunidad de pensar en todo lo que le había ocurrido hoy.

Se sorprendió de ver desde sus ventanas que el cielo estaba claro y que los techos y torres cubiertos de nieve del castillo tenían una tonalidad rosada, mientras el anochecer cubría con su sábana el suelo y las distantes colinas. No se había dado cuenta de que fuera ya tan tarde. Durante un momento olvidó todo lo demás y simplemente contempló el anochecer, sumida en trance ante la forma en que hacía que Orison pareciera como un lugar de cuento de hadas…, vieja piedra emparedada en invierno y oscuridad, y sin embargo tendiéndose como esperanza o sueños hacia la luz y el cielo y el delicado toque de la gloria del sol. Ahora fue capaz de recordar el sonido de cuernos. Por un largo momento ansió abandonar el castillo, no escapar de vuelta a la ilusión de su vieja vida sino adentrarse más en el mundo de Mordant y descubrir el lugar entre árboles y colinas donde era posible oír a los cazadores o músicos llamar a la alegría y la pasión en medio del frío.

¿Cómo había sabido el augurio lo de los jinetes en su sueño?

Podía pensar en una respuesta, por supuesto. Si había sido creada por un espejo, entonces también un espejo había creado sus sueños.

Por alguna razón, eso no la ayudó.

Tenía tanto que contarle a Geraden. Independientemente de lo que sintiera hacia el Maestro Eremis, Geraden era la única persona en la que confiaba para que la ayudara a decidir qué debía hacer.

Tenía que tomar alguna decisión…, aquello era obvio. Tenía que emprender alguna acción. El Rey Joyse estaba en el sendero de la autodestrucción…, un sendero más peligroso que la pasividad que le adscribía la gente. Ahora sabía que no era pasivo. Negándose a respaldar las defensas de Pardon, al igual que humillando al Príncipe Kragen, estaba trabajando activamente hacia la ruina de Mordant.

Era evidente que Mordant necesitaba un líder lo bastante fuerte como para tomar el mando de las circunstancias…, y lo bastante inteligente como para ser constructivo. No el Castellano Lebbick: era demasiado ferozmente leal al Rey. No la Cofradía como cuerpo. Pese al poder que representaba, estaba demasiado dividida para ser efectiva. ¿El Adepto Havelock? Estaba loco. ¿El Maestro Quillon? Desconocía cuáles eran sus motivos, pero no podía imaginarlo encabezando la lucha por la supervivencia de Mordant.

Eso dejaba al Maestro Eremis.

A Geraden no le gustaría la idea, por supuesto. Pero quizás ella pudiera convencerle. Si aceptaban ayudar al Maestro, tal vez ella tuviera la posibilidad de pasar más tiempo con él.

El pensamiento trajo de vuelta la sensación de su boca sobre sus pechos. Cruzó los brazos sobre ellos y se estremeció. Saddith había afirmado: Cualquier Maestro me dirá todo lo que yo desee…, si concibo un deseo para algo que él conozca. Y había dicho: Lo mismo es cierto para ti, si decides hacer que así sea. Bien, ¿por qué no? Carecía de la experiencia de Saddith…, y de su habilidad. Pero Eremis la hallaba deseable.

Nadie la había hallado nunca deseable antes.

Mientras el sol se ponía y la oscuridad engullía el castillo, se apartó de la ventana, se sirvió un vaso de vino, y se acomodó para recrearse en lo que estaba pensando.

Más tarde, Saddith le trajo la cena. La doncella deseaba hablar: Orison estaba lleno de rumores acerca de la audiencia del Príncipe Kragen, y ella los había oído todos, pero deseaba conocer la verdad. Terisa descubrió, sin embargo, que estaba demasiado cansada —y demasiado cohibida— como para hacerle justicia al tema. Los acontecimientos del día habían agotado sus recursos naturales. Y sus pensamientos sobre el Maestro Eremis la habían conducido a una actitud soñolienta. Tras unas pocas disculpas medio sentidas, despidió a Saddith. Luego tomó su cena, bebió un vaso más de vino, colgó sus ropas en la parte del guardarropa que no tenía ninguna silla apoyada contra su fondo, y se fue a la cama.

Se quedó dormida casi inmediatamente…

… y la despertó un sordo golpear contra madera. Sueños que no podía recordar nublaban su cerebro: estaba segura, con una seguridad como gachas frías y cuajadas, de que lo que había oído era el sonido de sus ropas golpeando contra la puerta del armario, suplicando salir…, frenéticas por disociarse de los falsos refajos y engañosos trajes que le habían sido prestados para seducirla fuera de sí misma. Algo de todo aquello no tenía sentido, pero no pudo imaginar lo que era: las gachas estaban demasiado espesas para poder agitarlas.

El golpeteo se repitió. Al cabo de un largo y estupefacto momento, se dio cuenta de que procedía del guardarropa equivocado.

Procedía de la puerta que daba al pasadizo secreto.

Al principio, su cabeza estaba tan densa por el sueño y el cansancio que ni siquiera tomó en consideración contestar a la llamada. A este paso, pensó tan claramente como pudo, nunca voy a poder descansar. ¿Acaso todo el mundo se pasa aquí la noche deslizándose tras las espaldas de todo el mundo?

El problema, sin embargo, no desapareció simplemente ignorándolo. La llamada se repitió; una voz ahogada croó:

—¡Mi dama!

Por todo lo que sabía, tan sólo el Maestro Quillon y el Adepto Havelock conocían aquel pasadizo.

Si los golpes se hacían más fuertes, los guardias al otro lado de su puerta los oirían.

—De acuerdo —murmuró, mientras apartaba las mantas y bajaba tambaleante de la cama—. Ya voy.

Afortunadamente, el fuego de la chimenea se había apagado. Como resultado de ello, el aire era frío…, y eso le recordó que estaba desnuda. Su cabeza empezó a aclararse. Se desvió hacia el armario seguro, sacó sus ropas y se las puso. El golpeteo empezó de nuevo.

—Ya voy —respondió, tan fuerte como se atrevió.

Tan pronto como hubo descalzado la silla, la puerta se abrió y la luz de una lámpara iluminó el guardarropa.

Aunque sus ojos no estaban acostumbrados a la luz, no tuvo ningún problema en identificar a su visitante. El Maestro Quillon pasó junto a la ropa colgada y salió del armario.

—Mi dama —susurró, con una cierta aspereza—, tienes el sueño fuerte.

—Lo siento. —No hizo ningún esfuerzo para que su voz reflejara que realmente lo sentía—. Todavía no estoy acostumbrada a que la gente llame a mi habitación en mitad de la noche.

—Yo también debería estar dormido —respondió él—. Pero algunas cosas son más importantes. —La irritación hizo que su nariz se frunciera. A la luz de la lámpara parecía más que nunca un conejo. Pero la intensidad de su actitud no encajaba con su rostro. Daba a sus ojos un resplandor maníaco, como la mirada de un animalillo rabioso—. ¿Has visto a Geraden desde la audiencia del Príncipe Kragen?

Aquello la tomó por sorpresa. La actitud del hombre era amedrentadora. Asomos de peligro llenaron repentinamente el aire.

—¿Ha desaparecido?

—¿Desaparecido? Tonterías. ¿Por qué debería haber desaparecido? Sólo quiero saber si has hablado con él en algún momento hoy…, en algún momento desde que lo separé de ti.

Terisa inspiró profundamente, intentó tranquilizarse.

—¿Qué ocurre?

Con una semisonrisa que era casi una mueca, Quillon preguntó:

—Mi dama, ¿has hablado con él?

—No —respondió defensivamente—. No le he visto. No he hablado con él. ¿Qué ocurre?

El Maestro Quillon la miró por unos momentos con ojos llameantes. Luego suspiró.

—Bien —y su rostro se relajó un poco—. Eso está bien. —Pero su mirada no se apartó de ella.

»Mi dama, has oído mucho en la reunión de la Cofradía. Y me aventuraría a suponer que has oído mucho más de boca del Maestro Eremis. No debes hablar de esos asuntos con Geraden. No debes decirle nada.

—¿Qué? —Una punzada de dolor atravesó su cuerpo; la alarma se cerró en torno a su estómago. Había pensado en verle de nuevo, en pasar el día con él, en contárselo todo—. ¿Por qué? ¡Él es el único con quien puedo hablar!

—Porque —articuló claramente el Maestro— ésa es la única forma en que podemos mantenerle con vida.

¿Qué?

—Mientras lo ignore todo, sus enemigos no se arriesgarán a exponerse matándolo. Si le cuentas lo que sabes, seguramente actuará de acuerdo con ello. Entonces será demasiado peligroso, y lo matarán.

—¿Lo matarán? —Estaba temblando por dentro. El suelo y la luz de la lámpara parecían oscilar—. ¿Por qué querría alguien matarle?

—Mi dama —respondió Quillon con voz seca—, tiene que resultarte obvio que tu presencia aquí no puede ser un accidente. Fuiste trasladada a través de un cristal que no podía haber sido utilizado con ese propósito. ¿Cómo se hizo? Ningún error o torpeza puede explicarlo. Tú insistes en que no eres la responsable. Entonces, ¿quién es?

»Mi dama, eres importante. —Bruscamente, el Maestro Quillon se volvió y empezó a abrirse camino de vuelta al interior del armario. Su voz quedó oscurecida por la ropa—. Geraden es crucial.

Por un momento, Terisa contempló sus espaldas mientras entraba en el pasadizo y cerraba la puerta, cortando la luz. Luego ella se puso también en movimiento. El pensamiento de que la vida de Geraden dependía de su silencio era tan agudo que casi le hizo lanzar un grito. Apartando bruscamente la ropa a un lado, alcanzó la puerta y la abrió de un tirón.

El Maestro Quillon estaba ya bajando las escaleras. Se detuvo ante el ruido, alzó la vista hacia ella. El ángulo de su lámpara arrojó sombras como charcos de oscuridad sobre sus ojos.

—¿Mi dama?

—¿Quiénes son sus enemigos?

Pudo ver su expresión. Su voz era llana.

—Si supiéramos eso, podríamos detenerles.

Antes de que ella pudiera decir nada, se volvió de nuevo y prosiguió su descenso. Su silueta se retorcía como una marioneta.

—¿Quiénes son sus amigos?

Los ecos de los pies del Maestro Quillon no respondieron.

Cuando ya no pudo oír sus sandalias en los escalones, o estar segura del resplandor de su lámpara, Terisa abandonó el pasadizo. Cerró la puerta y volvió a asegurar la silla contra ella, formando cuña.

Al cabo de unos momentos, regresó a la cama.

A la mañana siguiente, había tomado al menos una decisión.

No iba a ir a hablar con Geraden.

Desgraciadamente, eso no iba a ser tan fácil como parecía. Su deseo de confiar en él era fuerte. Y sabía que podía herirle con su silencio.

Para protegerle, tendría que evitarle por un tiempo.

Así que se levantó temprano. Pese a su inexperiencia, consiguió encender los fuegos de las chimeneas. Castañeteando contra el frío, se bañó meticulosamente. Luego, desafiando la dificultad de unas ropas que no habían sido diseñadas para ponérselas sin ayuda, se enfundó un púdico traje color gris paloma que, esperaba, la permitiría confundirse con el entorno.

Tenía intención de pedirle a Saddith que la acompañara a una visita por Orison…, una visita tan completa como fuera posible. Si estaba ocupada haciendo algo que Geraden no esperaba y no podía predecir, y si se camuflaba contra un descubrimiento accidental, podía conseguir un día de respiro de las elecciones y las crisis.

Vestirse ella sola tomó su tiempo, sin embargo. Cuando hubo terminado, no tuvo que aguardar mucho para el desayuno. Saddith no tardó en llamar a la puerta y entrar cuando hubo descorrido el cerrojo, con una bandeja de comida en las manos. Hoy parecía un poco más alegre —o quizás un poco más animada— que de costumbre: su sonrisa era más picante, su paso más vivo. Movida por un impulso, Terisa dijo:

—Pareces feliz. ¿Has vuelto a pasar la noche con ese Maestro tuyo? ¿O has encontrado a alguien mejor?

—Oh, mi dama —protestó Saddith, agitando las pestañas—, ¿qué quieres decir? Soy tan casta como una virgen. —Luego sonrió—. Es decir, soy tan perseguida como sueñan serlo la mayoría de las vírgenes.

Riendo ante su propio humor, empezó a disponer el desayuno sobre la mesa.

Mientras comía, Terisa propuso su idea de ir a dar una vuelta por Orison. La doncella aceptó inmediatamente.

—Sin embargo —dijo, estudiando cuidadosamente a Terisa—, primero debemos arreglar tus ropas. Si tu intención era aparecer como si hubieras dormido con ellas puestas, luchando por tu virtud, lo has conseguido. Realmente, mi dama, debes permitirme que te ayude con estas cosas.

—No creí que estuvieran tan mal. —Terisa tenía prisa por marcharse: no deseaba correr el riesgo de que Geraden se estuviera dirigiendo en aquellos momentos a verla. Pero una mirada más atenta a sus ropas la convencieron de que Saddith tenía razón. Tuvo que aceptar las atenciones de la doncella.

Aquello fue un error. Saddith necesitó sólo unos minutos para ajustar y volver a abrochar su traje; pero, cuando ya terminaba, hubo otra llamada en la puerta.

El corazón de Terisa se detuvo. No estaba preparada para aquello. ¿Iba a tener que mentirle? No creía que pudiera soportarlo.

Saddith, por supuesto, no tenía la menor idea de lo que había en la mente de Terisa. Con paso elástico, abandonó el dormitorio para responder a la puerta. Terisa la oyó decir con tono incitante:

—Apr Geraden, qué sorpresa. ¿Has venido a pagarme por mi ayuda de ayer? Para ello necesitamos intimidad. ¿O pretendes desdeñarme y prefieres a mi dama Terisa?

La risa de Geraden sonó un poco incómoda.

—Oh, vamos, Saddith. Puedes conseguir a alguien mejor que yo. De hecho, ya has conseguido a alguien mejor que yo. Lo mejor que yo puedo hacer es pedirle a dama Terisa hablar un poco con ella. ¿Está disponible?

—Geraden —respondió Saddith con burlona severidad—, ninguna mujer está disponible.

Riendo para sí misma, regresó al dormitorio, donde Terisa aguardaba como si se estuviera ocultando.

—Mi dama, el Apr Geraden está aquí. Será una compañía mejor que la mía para una exploración de Orison. Es masculino, aunque sea un tanto torpe, se azare fácilmente y sólo sea un Apr. Te dejaré con él.

No, intentó decir Terisa. Por favor. Pero Saddith se dirigía ya hacia la salida de la habitación. Dirigió otra pulla a Geraden y cerró la puerta tras ella.

Terisa permaneció por un momento donde estaba, deseando estúpidamente saber maldecir. Pero no podía seguir allí, paralizada, eternamente. Geraden terminaría dando unos pasos más en la salita, y entonces la vería. Sintiéndose al menos tan avergonzada como se había sentido frente al joven de aspecto de barracuda hacia el que su padre había intentado interesarla —intentando casarla con él de modo que ya no tuviera que preocuparse más por ella—, abandonó el dormitorio.

La sonrisa de Geraden casi arruinó sus buenas intenciones: parecía tan feliz de verla que deseó romper de inmediato con todas sus decisiones y contárselo todo. Lo único que pudo hacer fue mirarle y obligar a su boca a formar una sonrisa.

—Lamento no haber podido verte de nuevo ayer —empezó inmediatamente él; no pudo ocultar el placer que burbujeaba en su garganta—. No sé qué le ocurrió al Maestro Quillon. Normalmente no es tan irrazonable. Me llevó a su taller particular y me puso a trabajar moliendo arena. ¡Imagina, entre todas las cosas, moliendo arena! Ese trabajo es tan menor y automático que normalmente ni siquiera los nuevos Aprs tienen que hacerlo. Entonces llegó el mensaje de que el Príncipe Kragen estaba aquí y que el Rey Joyse iba a concederle una audiencia. Pensé que eso me salvaría. Pese a lo que le ocurriera, el Maestro Quillon no esperaría hacerme seguir moliendo arena en unas circunstancias como aquéllas.

Sonrió.

—Acerté, como siempre. No me obligó a seguir moliendo arena. En vez de ello, me dio instrucciones para que preparara el más complejo de los tintes del que he oído hablar nunca, y me dijo que lo preparara en tres formas distintas. «Para propósitos experimentales». Algunos Maestros nunca dejan que sus Aprs efectúen un trabajo tan sofisticado. Y habían pasado años desde la última vez en que algún Maestro me diera un trabajo como aquél. No supe si sentirme agradecido o degollarme.

»Sea como sea, no terminé hasta pasada la medianoche. Aún no estoy seguro de haberlo hecho correctamente.

»Supongo que me perdí toda la excitación.

La garganta de Terisa parecía como de algodón. Tragó saliva dificultosamente.

—Supongo que ya habrás oído hablar de ello.

Él asintió lentamente, estudiándola: lo sorprendente de su actitud enfrió su entusiasmo.

—¿Jugaste realmente al brinco contra el Príncipe Kragen?

Incapaz de mirarle de frente, Terisa se dirigió a la ventana. El cielo claro de la tarde anterior había desaparecido: ahora, unas nubes bajas tan pesadas como piedras cubrían el castillo y las colinas circundantes, haciendo que todo pareciera gris. A aquella luz, el traje que había elegido parecía tan apagado como su espíritu.

—Sí.

Geraden silbó apreciativamente.

—¡Sorprendente! Y él no conocía el juego. ¿Cómo conseguiste conducirle hasta unas tablas? Eso fue impresionante. El Monarca de Alend debería concederte un título por tratar a su honor con tanta cortesía. —Entonces su tono se ensombreció—. A juzgar por los rumores, eso fue la cosa más inteligente que hizo alguien en medio de todo aquel desastre. Si el Rey Joyse tuviera la mitad de tu buen sentido, aún podría haber esperanzas para nosotros.

Oh, Geraden. Odiándose a sí misma por lo que tenía que hacer, aprovechó la oportunidad que él le brindaba inintencionadamente, la posibilidad de desviar —o al menos posponer— sus inevitables preguntas. Sin volver la cabeza, dijo amargamente:

—Pero ése es precisamente el asunto, ¿no? Él no tiene el menor sentido común. Por todo lo que puedo decir, arregló toda esa audiencia sólo por una razón…, para burlarse del Príncipe. Quiere la guerra con Alend.

Entonces se volvió, obligándose a mirarle porque se sentía avergonzada.

—Geraden, ¿por qué eres leal a él? Quizás en su tiempo fue un gran rey…, no lo sé. Pero ya no queda nada de eso. —Habló como si durante la audiencia hubiera sido capaz de rechazar la sonrisa del rey…, como si pudiera rechazarla ahora—. ¿Por qué no lo abandonas?

La rápida expresión dolida en sus ojos le hizo desear echar a correr al dormitorio y ocultar la cabeza bajo las almohadas. Débilmente, concluyó:

—Por eso los Maestros no confían en ti. Porque eres leal a él, y nadie puede comprender por qué.

—¿Es eso lo que te han dicho? —respondió inmediatamente él—. ¿Que no confían en mí porque aún sirvo a mi Rey? Pensé que era porque no he hecho nada bien desde que tenía nueve años.

Dolida, ella se volvió de nuevo hacia la ventana y apoyó la frente contra el frío cristal para enfriar el dolor. ¿No hablarle? ¿No decirle la verdad? ¿Cómo podía hacer aquello, incluso para salvarle la vida?

—Lo siento —le oyó decir, apenado por su reacción—. No quería decir eso. Es sólo que éste es un punto que me escuece. Como probablemente te habrás dado cuenta.

»Pero tengo la intensa sensación… —Se detuvo.

Ella aguardó, pero él no siguió hablando. Finalmente, ella preguntó:

—¿De qué se trata esta vez?

Como si las palabras le fueran arrancadas por una profunda pero involuntaria convicción, él respondió:

—Tengo la intensa sensación de que él sabe lo que hace.

—¡Oh, Geraden! —No pudo contenerse: se enfrentó a él de nuevo, mostrando claramente su irritación—. ¿Crees realmente que iniciar una guerra con Alend es saber lo que hace? ¿Crees que es una buena respuesta a los problemas de Mordant?

—No —admitió él hoscamente—. Ya te he dicho que mis sentimientos siempre resultaban equivocados. Pero no puedo simplemente ignorarlos. —Al cabo de otra vacilación, dijo—: No te he contado la primera vez que le conocí.

Creyendo saber lo que venía a continuación, Terisa se retrajo interiormente.

—¿Quieres sentarte?

—No, gracias. —Su actitud era abstraída: su mente estaba clavada en la historia que deseaba contar—. Pasé demasiadas horas ayer inclinado sobre un mortero. Todavía me duele la espalda. —Empezó a caminar lentamente arriba y abajo frente a ella.

»Por aquel entonces yo debía tener once o doce años, y nunca había estado fuera de casa. Oh, apenas había un kilómetro de Domne por el que no hubiera cabalgado o que no hubiera explorado, arrastrado tras mis hermanos, realizando las tareas que me daban o —sonrió— intentando eludir mis obligaciones. No me importa lo que digan los demás. Domne es el más hermoso de los Cares, sobre todo en primavera, cuando los manzanos, los cerezos silvestres y los ciclamores florecen…, y me encantaba explorarlo, jugando en lugares como el Puño Cerrado, cabalgando como un loco en las últimas estribaciones de las montañas.

Suspiró alegremente.

—Pero Houseldon era el centro de mi vida. Mi padre, el Domne, es un hombre que ama su hogar más que cualquier otro lugar en el mundo. Prefiere la compañía de su familia a la de nadie…, aunque la gente lo considera como uno de los amigos más queridos del Rey. Cada uno o dos años tenía que ir a alguna parte para hacer algo en nombre del Rey Joyse de Mordant, y siempre se llevaba al menos a dos de mis hermanos con él. Así fue como Artagel descubrió su talento para la lucha, cosa que nunca hubiera hecho en casa. Pero yo siempre era demasiado joven para ir. Era el bebé de mi madre, por supuesto. Y cuando ella murió, Tholden, mi hermano mayor, y su esposa ocuparon su lugar como si creyeran que yo nunca iba a crecer.

»En algunos aspectos, es difícil describir por qué yo no me parecía a mi padre. Tholden, ciertamente, sí se parecía: cuando se convierta en el Domne, ni siquiera los queridos cerezos silvestres de mi padre se darán cuenta de la diferencia. Lo mismo puede decirse de Minick y Wester, que es el guapo de la familia. Y la única razón de que no cuente a Stead es que siempre prefirió cortejar a todas las chicas de Domne que hacer su parte del esquilado. ¿Te he dicho alguna vez que nuestra familia cría ovejas? Nos encargamos de todo tipo de labores del campo, por supuesto. Todos los Cares lo hacen. Pero las ovejas y las telas son lo que nos ha dado la fama. —Sonaba orgulloso—. Tan pronto como mis hermanos descubrieron lo torpe que era yo —siguió irónicamente—, se negaron a dejar que me acercara a las tijeras de esquilar. Pero un verano hice tanto pastoreo que llegué a conocer todas las ovejas en un radio de diez kilómetros por sus nombres.

»Ahora que lo miro en retrospectiva, creo que el amor de mi padre debió ser algo irresistible. Todavía puede sacarle a una oveja toda la lana de una pieza de modo que pueda ser usada tal cual. Sus ojos se iluminan cuando ve brotar una nueva planta o crecer una nueva cosecha. Y disfruta con la compañía de sus hijos como si fueran la mejor gente del mundo. Incluso consigue apreciar mis puntos buenos…, sean cuales sean. Cada vez que vuelvo a casa, paso los primeros quince días sorprendido por mi buena suerte y preguntándome por qué me fui.

Se encogió de hombros y sonrió.

—Paso los siguientes cinco días intentando imaginar cómo decirle al Domne que tengo que irme de nuevo. Quizá sea porque nunca fui con él en sus viajes. Tenía que esperar hasta que él y mis hermanos volvían y pasaban toda la siguiente estación contando historias acerca de todas las cosas excitantes que habían visto y hecho. Yo era como Nyle en eso. Excepto yo, él es el más joven. También tenía que quedarse en casa. Cuando Artagel fue a entrenarse con los ejércitos de Mordant, Nyle y yo lo tratábamos como si fuera un personaje real que venía de visita. Deseábamos que nos lo contara todo.

»O quizá sea porque el Rey Joyse envió a la Reina Madin y a sus hijas a permanecer con nosotros durante más de un año cuando yo tenía cinco o seis años. Lo que ocurría, creo, era que el Monarca de Alend y el Gran Rey Festten estaban desesperados defendiendo a sus Imageros, y el Rey Joyse temía que pudieran intentar detenerle atacando a su familia. Sea como sea, dama Elega y yo éramos casi de la misma edad, y nos pasábamos casi todo el tiempo jugando juntos. Incluso entonces —su cariño hacia ella era evidente—, estaba tan llena de ser la hija del rey que yo apenas sabía qué hacer con ella. Pero la admiraba por eso. Me encantaban sus historias de guerra y poder, aunque ella se adjudicaba el crédito de salvar el reino más a menudo de lo que se supone que las niñas de cinco años pueden hacer. Joven como era yo, ella me hacía sentir ansias de explorar todo el mundo de la misma forma en que exploraba Domne.

»O quizá sea simplemente que la cosa más excitante que conocía de mi padre era su amistad con el Rey.

»Fuera cual fuese la razón, nunca, desde que tengo uso de razón, me sentí contento con la idea de ser granjero u ovejero.

Bruscamente, se detuvo y miró a Terisa.

—Lo siento. No pretendía divagar en estos detalles. Simplemente quería que comprendieras qué tipo de muchacho era cuando conocí por primera vez al Rey Joyse.

—No te disculpes —respondió ella amablemente. Se sentía agradecida por cualquier cosa que lo mantuviera apartado de hacerle preguntas. Y le gustaba oírle hablar de su familia. Su entorno era tan extraño a su experiencia como el propio Mordant o la Imagería; pero también era atractivo…, tan extraño y maravilloso como un cuento de hadas—. Si no lo hubieras señalado, jamás me hubiera dado cuenta de que estabas divagando.

Él inclinó alegremente la cabeza.

—Eres demasiado graciosa, mi dama. —Y reanudó su historia.

»Como he dicho, fue probablemente hace trece años. Mordant estaba aproximadamente en paz porque el Adepto Havelock no estaba preparado aún para poner al descubierto al archi-Imagero y su cábala, y el Rey Joyse estaba efectuando una gira real, preparándose para los días en que sus guerras terminaran al fin. Después de Termigan, vino a Domne.

»El día que llegó, yo estaba desherbando maíz en uno de los campos cerca de Houseldon. Estaba tan lejos como me había atrevido a ir, y sólo fui hasta allí porque el campo estaba en una colina que me permitía vigilar el camino. Me sentía tan excitado que olvidaba constantemente mirar donde clavaba la azada. Cuando el Rey y su séquito aparecieron finalmente a la vista —rió para sí mismo—, yo había dejado todo un sendero de maíz arruinado en medio mismo del campo.

»Pero eso no me preocupaba. Tan pronto como le vi llegar, dejé caer mi azada y eché a correr.

»Hay una empalizada en torno a Houseldon, principalmente para mantener a los animales fuera, y desgraciadamente había una gran porqueriza entre yo y la puerta más cercana. De todos modos, uno de mis hermanos, en un momento de humor emprendedor, había colocado un largo tronco cruzando la porqueriza como un atajo, y yo me encaminé a él para ahorrar tiempo.

»Ya puedes imaginar lo que ocurrió. —Hizo una mueca de burlón disgusto—. Pero eso no me detuvo. Tenía absolutamente que ver al Rey Joyse tan pronto como fuera posible. Era la cosa más urgente de mi vida. Así que conseguí llegar frente a nuestra casa justo en el momento en que el Rey y su gente: la Reina Madin con Elega, Torrente y Myste, el Adepto Havelock y su zarrapastrosa casulla, el Castellano Lebbick y un puñado de guardias, dos o tres de los consejeros del Rey, y un pequeño número de sirvientes…, ¿lo ves?, lo recuerdo todo…, llegué allí justo en el momento en que desmontaban. —Bufó—. Tenía rabos de cerezas en el pelo, mondaduras de naranja en mis ropas, cortezas de melón pegadas a mis pies, y aún chorreaba lodo por todos lados.

»Mucha gente se echó a reír al verme, excepto Elega, que se puso furiosa…, pero mi padre y el Rey no lo hicieron. El Domne dijo: “Mi señor Rey, éste es mi hijo más pequeño, Geraden”, como si nunca me hubiera querido tanto como me quería en aquellos momentos. Entonces el Rey me hizo señas de que me acercara a él. Pese al lodo, apoyó sus manos en mis hombros y los apretó fuertemente. “Me gustas, muchacho”, dijo. “Ven a Orison dentro de algunos años”. Simplemente así. “Ya tenéis un luchador en la familia, y Artagel lo hace bien. Tú serás un Imagero”.

De nuevo detuvo su pasear para mirar firmemente a Terisa.

—Me hizo más feliz de lo que nunca lo había sido en mi vida. Y no puedo olvidar eso. No soy tan leal a él como debería serlo…, él no quiere que hable contigo, ¿recuerdas?…, pero es mi Rey, y no dejaré de intentar servirle tan bien como pueda.

Entonces se echó a reír, cohibido.

—Al menos, ésta es la mejor explicación que puedo ofrecerte. Al paso que estoy yendo, si sigues haciéndome más preguntas nunca tendrás la oportunidad de contarme lo que te ocurrió ayer.

Una punzada de dolor cruzó el cuerpo de Terisa. Incapaz de enfrentarse a su mirada, dijo:

—Me gusta oírte hablar de tu familia. ¿No escuchaste a Saddith mencionar la posibilidad de ir a dar una vuelta? Ella iba a llevarme a visitar Orison. Me gustaría conocer un poco mejor este lugar. —Deliberadamente engañosa, añadió—: Esta habitación está empezando a darme fiebre de cabina.

Olvidando su aspecto cohibido de unos momentos antes, Geraden se volvió inmediatamente serio e intenso.

—Te acompañaré de buen grado a esa visita. Después de lo de ayer, también a mí me irá bien una escapada. Pero esa reunión en la Cofradía es demasiado importante para hablar de ella en público. Con mi suerte, alguien podría oírnos. ¿Por qué no me cuentas lo que ocurrió después de que tuviera que marcharme? Luego nos iremos.

Si secretamente deseaba saber lo que había hecho Terisa con el Maestro Eremis, ocultó muy bien su deseo. Sin embargo, ella necesitaba alguna forma de desviarle de nuevo y no tenía más ideas, así que dijo:

—¿Estás seguro de que no es del Maestro Eremis de quien quieres oír hablar? Te mostraste bastante ansioso por interrumpirnos.

Intentó hacer que sus palabras sonaran intencionadas…, y fracasó por completo. De hecho, sonó exactamente igual que su madre, fingiendo alegría para disimular el aguijón en lo que decía.

Involuntariamente, Geraden frunció el ceño para evitar un sobresalto; su rostro se oscureció.

—¿Me equivoqué, mi dama? —preguntó, rígido—. ¿Acaso el Maestro Eremis te quiere bien?

No pudo responder a aquello. Se sentía tan avergonzada de sí misma. Suavemente, como si se disculpara, dijo:

—¿Sabes lo que hizo? Probó que yo no existo. O que no existía hasta que tú me hallaste en el espejo. Tú debiste crearme de alguna forma.

Bruscamente, el Apr se puso furioso. Sus ojos ardieron.

—¿Te convenció de eso? ¿A ti? Debió ser una buena exhibición de lógica. ¿Qué dijo realmente? ¿Qué argumentación utilizó esta vez?

Sorprendida y un poco asustada por la reacción de Geraden, Terisa respondió:

—El lenguaje. Los espejos no trasladan el sonido. —Confusamente, repitió la esencia de lo que le había dicho el Maestro Eremis.

Como respuesta, Geraden alzó las manos. Se dirigió a la ventana y miró con ojos furiosos el paisaje invernal.

—Ese hijo de un mestizo —jadeó—. ¿Por qué hace cosas así?

Luego, bruscamente, se volvió de nuevo hacia ella.

—Todo esto es mierda de cerdo, y él lo sabe. Es una argumentación interesante, pero no prueba nada.

Ella le miró en silencio.

—Al menos hay una explicación alternativa. La traslación cambia las cosas. Eso es parte de la magia. El lenguaje no es la única explicación. Cuando yo meto la cabeza en ese espejo, el que muestra el campeón, no tengo ningún problema en respirar. Pero seguro que un mundo como ése tiene que tener un aire distinto al nuestro. ¿Por qué un espejo debería crear paisajes extraños, gente extraña, poderes extraños, criaturas extrañas…, y no un aire extraño? Eso no tiene sentido. Yo debo cambiar con la traslación a fin de poder seguir respirando. Si esa gente no se hubiera mostrado tan decidida a matarme inmediatamente, seguro que hubiéramos podido hablarnos.

»Tampoco puedo probar eso, por supuesto. Pero probarlo no es lo más importante. Lo más importante es que la respuesta que te dio el Maestro Eremis no es inevitable. Hay otra explicación.

»No es el amor lo que le hace hablarte de esa forma. —Su tono era duro, como un puño apretado. No parecía darse cuenta de que ella, frente a él, se estaba sumiendo en el pánico.

¿El pasado era real? ¿Ella no podía simplemente darle la espalda y seguir adelante, como si tuviera un papel que representar y el derecho a representarlo? Entonces no pertenecía allí…, y todo lo que hiciera era demasiado importante. Sus errores podían causar serios daños: el riesgo que había corrido por el Príncipe Kragen contra el Rey Joyse podía tener terribles consecuencias.

Apenas oyó a Geraden decir:

—Hay alguna razón por la que él desea que creas que yo te creé. Quiere algo de ti. —Hizo una amarga mueca—. Ya lo sé, quiere llevarte a la cama…, pero no es eso lo que quiero decir. Si fuera así de simple, no se hubiera tomado la molestia de trastornarte de ese modo.

»Mi dama, ¿qué ocurrió durante la reunión de la Cofradía después de que yo me fuera? ¿Qué se decidió?

Ella apenas le oía…, pero de pronto las palabras se enfocaron ante ella, y captó lo que él acababa de decir. El color huyó de su rostro.

—¿Decidir? —murmuró, intentando no jadear. Incluso esto podía estar equivocado, la decisión de protegerle. Quizá no debiera confiar en el Maestro Quillon. O quizá Geraden necesitaba morir…, tal vez era un peligro para Mordant, en alguna forma que ella jamás podría comprender porque no pertenecía a aquel lugar. No sabía lo suficiente: la respuesta correcta no estaba a su disposición. La invadió una sensación de debilidad, y la oscuridad giró en torno a los bordes de su visión. Sus rodillas empezaron a doblarse.

De alguna forma, Geraden cruzó la distancia que los separaba. La estaba sujetando, aferrándole los brazos con sus manos.

—¡Terisa! —siseó en un arranque—. ¿Qué decidieron?

Se vio incapaz de resistir. Si él la soltaba, estaría perdida.

Un momento más tarde, sin embargo, descubrió que la urgente necesidad en el rostro del joven le devolvía sus fuerzas. Él corría un peligro mucho más grande del que ella podría correr nunca. El Maestro Quillon tenía razón respecto a eso: Geraden era demasiado apasionado y decidido para estar seguro. No podía permitir que le mataran, no podía dar a sus enemigos una excusa para matarle.

Pero, mientras enderezaba sus rodillas, mientras recuperaba su fortaleza, se dio cuenta de que no había ninguna salida. No podía permitir que lo mataran. ¿De qué serviría? Pero tampoco podía mentirle. Le resultaba imposible mentirle a ningún hombre que la mirara de aquella forma. Aunque nunca antes hubiera existido en su vida, era real en estos momentos gracias a la forma en que él la miraba, a la vez preocupado por su seguridad y desesperado por su ayuda.

Uno tras otro, liberó sus brazos. Sintiéndose débil todavía, dijo:

—Me dijeron que no te lo contara. Me dijeron que si sabías lo que iba a hacer la Cofradía tus enemigos te harían matar.

Con la misma brusquedad de una bofetada, la sorpresa cruzó el rostro de Geraden. Retrocedió un paso.

—¿Matarme…? —Sus ojos fueron de un lado a otro, como buscando comprensión—. ¿Yo? ¿Qué enemigos? ¿Por qué querría nadie…? —Las preguntas brotaron en fragmentos: no podía moldearlas el tiempo suficiente para mantenerlas—. ¿Y tú…? ¿Te dijeron eso? ¿Quiénes son…?

Bruscamente, se controló con un casi visible esfuerzo de voluntad, aplastó su confusión. Murmuró, con voz tensa:

—Pobre mujer. Sabes algo que yo no sé y que sabes que necesito saber, pero crees que eso puede costarme la vida si me lo dices. Y si yo te digo que no tengo ningún enemigo…, no puedo imaginar el que tenga enemigos…, no sabrás a quién creer.

Ella asintió. Si él seguía hablando de aquel modo, iba a echarse a llorar.

Sin advertencia previa, él hizo algo que la sorprendió de pies a cabeza. Nada en el severo amor de su padre o en la debilidad del Reverendo Thatcher o en el deseo del Maestro Eremis la habían preparado para la forma en que Geraden deshizo el nudo que atenazaba su garganta y tragó su zozobra y le ofreció una sonrisa que era casi un regalo.

—¿Sabes, Terisa?, me parece que es una gran idea dar una vuelta por el castillo. —Se enfrentó a su peligro con una chispa en sus ojos. Confusamente, ella se dio cuenta de que estaba usando por fin su nombre—. Me encantará mostrarte Orison. No conozco ninguno de los pasadizos secretos de los que habla todo el mundo, pero creo que he explorado casi todo lo demás.

Se sintió tan aliviada y agradecida que avanzó hacia él sin pensar, apoyó las manos en sus hombros, y besó su mejilla.

Inmediatamente, el placer de él se hizo tan brillante que no pudo evitar echarse a reír.

Estaban aún riendo juntos cuando abandonaron sus aposentos un momento más tarde, para iniciar su visita.

Les tomó mucho más tiempo del que había esperado. De hecho, duró varios días. Geraden estaba familiarizado con una sorprendente combinación de caminos que se extendían por todo Orison de extremo a extremo y de arriba abajo. El Apr nunca había conseguido ser admitido en la Cofradía y sus secretos; pero podía contar la historia que había detrás de cada estandarte que colgaba fuera del salón de audiencias (cada uno era el estandarte de algún comandante que había sido derrotado por el Rey Joyse en batalla). Muchos de los hombres y mujeres de alto rango con los que él y Terisa se cruzaron no lo conocían o lo reconocían con un regocijo que rozaba el desdén; pero cada guardia, doncella, pinche, cocinero, barrendero, camarero, armero, aprendiz, fontanero, albañil y mercader, desde los más profundos almacenes hasta los más altos desvanes del castillo, parecían ser amigos o conocidos, suyos o de su familia. Y esta relación con toda aquella gente era como su conocimiento de Orison: tan torpe como un cachorrillo, tropezaba con todas las escaleras o con sus propios pies, chocaba con las paredes, dejaba caer cosas, y reía demasiado alto cuando alguien decía algo especialmente divertido; pero sabía dominarse entre los pinches y armeros y criados, pese a su instinto para hacerlo todo mal, y desplegaba una inagotable perspicacia y un humor que hacía que muchos de ellos le miraran con un afecto indistinguible del respeto.

Casi agotada tras unas cuantas horas —y decidida a no mostrarlo—, Terisa le preguntó cuánto tiempo podía permanecer alejado de sus deberes.

—Si no pueden atraparme —respondió él con un encogimiento de hombros y una sonrisa—, no pueden decirme lo que debo hacer. Y no pueden castigarme. —Luego cerró el tema conduciéndola a una de las enormes y calientes cocinas donde era preparada la comida de Orison; o quizá (no pudo recordarlo al cabo de un tiempo) era a uno de los largos comedores atestados con mesas de caballete donde comían muchas de las personas que trabajaban para el castillo; o tal vez una de las madrigueras de habitaciones y apartamentos de piedra, tan atestadas y complejas como casas de vecindad, pero escrupulosamente limpias (mantenidas así siguiendo las órdenes del Castellano Lebbick y bajo su supervisión, ya que estaba decidido a que Orison nunca cayera bajo el asedio de la suciedad) donde vivía la gente que servía y mantenía el castillo.

Durante el camino, Geraden charló amigablemente con ella largo rato. Finalmente, sin embargo, se mostró lo suficientemente curioso como para preguntar en voz alta por qué ella no hacía más preguntas.

—Creo haber dejado claro —comentó— que no voy a permitir que nadie me diga lo que debo hacer respecto a lo que a ti te preocupa. —Estaba intentando sonar casual—. Te diré todo lo que desees saber.

Ella comprendió. Estaba intentando descubrir cuánto sabía ya ella. Y dónde lo había averiguado.

Su oferta la hizo enrojecer. No deseaba traicionar lo que el Maestro Quillon había hecho ya por ella. Porque debía decir algo rápido —y porque el Maestro Quillon le había hecho pensar en el Adepto Havelock, el cual a su vez le recordó al archi-Imagero Vagel y su cábala—, replicó:

—Háblame del Monomach del Gran Rey.

Aquélla era una respuesta tan sorprendente que Geraden se detuvo y la miró.

—¿Gart? ¿Dónde oíste hablar de él?

Ella retrocedió interiormente ante la forma en que se veía obligada a prevaricar. En un esfuerzo por mantener su falsedad al mínimo, dijo vagamente:

—Uno de los Maestros lo mencionó. Estaban hablando de Vagel y Cadwal.

Durante un difícil momento, el Apr siguió estudiándola. Luego, afortunadamente, se encogió de hombros y siguió caminando de nuevo, aceptando deliberadamente su explicación por lo que valía.

—Cadwal es un país extraño. —Su respuesta era típicamente disgresiva—. Con sus barcos, tiene más contacto con el resto del mundo que Alend…, y nosotros nunca hemos tenido ninguno. Ese comercio proporciona una riqueza como nunca verás aquí. Pero la riqueza no es buena para nadie excepto para comprar comida, placer o poder. Bien, la comida la obtienen de nosotros a precios razonables…, o la obtenían hasta que empezaron a atacar las fronteras de Perdon. Ahora confían en el comercio clandestino. Y, en otros sentidos, el poder no les ha servido de mucho desde que el Rey Joyse estableció Mordant y la Cofradía. Así que Cadwal compra gran cantidad de placer.

»Por otra parte, el país es tremendamente duro. En su mayor parte es rocas y desierto, y las regiones con agua tienen también el tipo de vientos que arrancan la carne de tus huesos. Esas condiciones le enseñan a uno a ser duro…, le enseñan a cualquiera que pueda sobrevivir siendo fuerte y cruel.

»Lo más extraño es la forma en que Cadwal combina el placer y la dureza. —Geraden pensó durante unos momentos antes de explicar—: El Monomach del Gran Rey es el campeón tradicional de Festten…, un defensor y asesino personal. Se supone que es el más grande luchador del país…, el producto más fuerte y cruel de las más duras circunstancias y entrenamiento. De hecho, a los de Cadwal les gusta decir que los hombres que fracasan como Aprs del Monomach del Gran Rey son tan fuertes que Carmag está construido sobre sus huesos. Pero la recompensa que recibe el más grande luchador de todo el país no es la riqueza o el poder…, ni siquiera la libertad. Es simplemente el placer. Eso, y la posibilidad de ser muerto sirviendo, o disgustando, al Gran Rey.

»Por alguna razón, el poder y la riqueza en Cadwal, y el control sobre el placer, han pertenecido siempre al lado sibarita de su cultura. El Gran Rey Festten no tiene ningún antepasado en las últimas diez generaciones que viviera alguna vez en una tienda en el desierto, o sobreviviera al viento que corta las rocas, o midiera su vida con el filo de su espada. Y, sin embargo, su dominio sobre Cadwal hace que el Monarca de Alend se parezca al mediador de la Cofradía. —Dirigió a Terisa una rápida sonrisa—. Por todo lo que puedo decir, el Gran Rey siempre ha deseado gobernar Mordant simplemente para ahorrarse el costo de la comida, a fin de disponer de más riqueza que emplear en el placer.

Impulsado por lo que estaba diciendo, Geraden pareció olvidar el hecho incongruente de que no estaba haciendo preguntas. Dejando escapar un suspiro de alivio, Terisa reflexionó que tanto la Cofradía como el Rey Joyse tenían buenas razones para intentar proteger lo que sabían de los extranjeros. Por ejemplo, si por algún retorcimiento de la imaginación ella estuviera aliada con Gart, aquella visita sería inapreciable para ella. Durante el segundo día, Geraden le mostró el prodigioso depósito donde se acumulaban y almacenaban el agua de lluvia, la nieve fundida y las aguas del pequeño arroyo que alimentaba Orison. Aquélla era una información que cualquier enemigo sabría cómo utilizar.

Aquello incrementó su apreciación de lo que el Apr estaba haciendo por ella. Ella sabía que era perfectamente inofensiva…, pero él no podía estar igualmente seguro. Su propia confianza era un riesgo.

Empezó a tener la sensación de que ocultarle secretos no era una forma muy satisfactoria de darle las gracias. No deseaba herirle.

Al día siguiente, sin embargo, Geraden no llegó para proseguir la visita. En vez de ello, le envió un mensaje haciéndole saber que el Maestro Quillon lo había cogido una vez más por su cuenta. Ante su propia sorpresa, se volvió a la cama y durmió la mayor parte del día.

Pero soñó con el Maestro Eremis, y estuvo inquieta toda la noche. Cuando llegó la mañana, se dio cuenta de que esperaba el regreso de Geraden. Si no volvía, podía sentirse tentada a tomar sus preguntas y decisiones y partir en busca del hombre que la había besado tan íntimamente.

¿Dónde estaba Geraden? ¿Por qué la había dejado sola? ¿Ya no quería estar con ella? ¿Era tan poco atractiva que ya había perdido su interés por ella?

Afortunadamente, Geraden llamó a su puerta poco después del desayuno.

Se había procurado para ella un grueso chaquetón de piel de oveja y unas botas, similares a los que llevaba él.

—Hoy —dijo sentenciosamente, con una sonrisa brillando en sus ojos—, las almenas. —Cuando ella se hubo puesto el chaquetón por encima del traje gris, le indicó la salida con una inclinación de cabeza y un irónico floreo cortés.

Como había podido ver desde sus ventanas, Orison no poseía un perímetro defensivo externo: la misma piedra servía para las habitaciones y los salones interiores y para su protección exterior. Pero la pared, como vio Terisa cuando Geraden la llevó a través de ella, era tremendamente gruesa. Su cara externa estaba alineada con almenas lo suficientemente amplias como para pasar por ellas los carros de suministros, lo suficientemente altas como para hacer efectivos a los arqueros sin exponerlos al contraataque, y lo suficientemente gruesas como para resistir las catapultas y los arietes; y contenían (o eso le dijo) almacenes, salas de guardia y pasadizos. Ahora se sentía más desconcertada que nunca por el fragmento del augurio que había mostrado Orison con un humeante agujero desgarrado en su costado y un aspecto de muerte a su alrededor. ¿Qué tipo de fuerza era lo bastante fuerte como para causar tanto daño a una pared como aquélla?

De las almenas, Geraden la llevó a la parte superior de la torre que albergaba sus aposentos.

El aire era tan cortante como astillas de cristal, y su nariz y sus orejas estaban heladas. A aquella altura, la brisa parecía más fuerte de lo que era en realidad. Las pesadas nubes de los últimos días se habían alzado ligeramente, pero el aumento de la claridad hacía el frío peor. La nieve acumulada en el almenaje y los rincones del parapeto parecía vieja y deteriorada, mordisqueada pero no consumida por el ocasional contacto del sol. El aliento de Terisa formaba una nube de vapor frente a su rostro; metió los brazos dentro de las mangas de su chaquetón y se estremeció. Pero no intentó persuadir a Geraden de irse de allí. Aquel lugar le ofrecía la mejor vista que nunca había tenido del campo que rodeaba Orison.

La posición del sol le permitía verificar que el largo rectángulo del castillo estaba orientado de noroeste a sudeste. Ella y Geraden estaban en la torre más oriental. Las lodosas roderas marcadas en la nieve señalaban el camino que abandonaba las puertas en la pared que daba al nordeste y se escindía casi a tiro de flecha del castillo, con una parte desviándose hacia el sur, el río Broadwine y el Care de Tor (como Geraden le había explicado varios días antes), otra paralela al Broadwine hacia el nordeste y el Care de Perdon, y una tercera que se doblaba hacia el noroeste en dirección al Care de Armigite. El río, le aseguró Geraden, podía verse en la distancia en otras épocas del año, pero en invierno la nieve y el hielo hacían que se mezclara con las colinas. Sin embargo, era el mismo río que ella había visto en un espejo plano, el río que brotaba del estrecho desfiladero que él había llamado el Puño Cerrado. Atravesaba el centro de Domne, dividía Tor tanto de Termigan como de Armigite, separaba una porción del Demesne de Perdon, y finalmente partía Perdon en sus regiones Norte y Sur antes de unirse al Vertigon en la frontera de Mordant.

Era extraño, pensó Terisa con un estremecimiento, lo mucho más segura que parecía aquella escena desde allí que en el cristal que les había permitido a ella, Geraden y el Maestro Eremis presenciar el ataque del Perdon. Bajo el abierto cielo, parecía casi imposible creer en los salvajes monstruos y la feroz muerte. ¿Era posible que aquellas cosas existieran sólo en los espejos?

No captaba mucho de lo que Geraden le decía. Hubiera necesitado un mapa para comprenderlo. Sin embargo, sus ojos devoraban los alrededores de Orison. El castillo dominaba las colinas cubiertas de nieve que lo rodeaban, pero las más lejanas eran más altas, más abruptas y más interesantes. Hileras de árboles señalaban los caminos después de separarse y tomar cada uno una dirección distinta; sin embargo, las laderas de las colinas en torno a Orison eran tan desnudas que pensó que debían haber sido limpiadas. Geraden confirmó aquello: El Castellano Lebbick deseaba espacio donde ejercitar a sus hombres, y los gobernantes de Orison nunca habían deseado tener cerca ningún lugar donde pudiera ocultarse el enemigo. Había bosques en la distancia, sin embargo…, árboles tan densos, negros y misteriosos como los de su sueño. Y los caminos parecían conducir a lugares tan lejanos que debían ser maravillosos.

Deseó decir: Llévame a Domne. Llévame a Termigan y Armigite y Fayle. Sácame de aquí. Pero el clima era demasiado frío; la nieve, demasiado profunda. Y ella no era el Príncipe Kragen o uno de sus hombres; no podía viajar bajo aquellas condiciones. Cuando vio un grupo de jinetes encaminarse a Orison desde el sur, recordó que nunca antes había subido a un caballo.

Frunciendo los ojos en la brisa para mantener su visión clara, Geraden contempló los jinetes. Al cabo de un largo momento, jadeó en voz muy baja:

—¡Arena y tintes! Parece el Tor. El Tor en persona. No ha estado en Orison desde que yo llegué aquí. —Para Terisa, añadió—: Algunas personas dicen que está demasiado gordo para viajar. Pero yo creo que simplemente es demasiado viejo. Al menos es diez años más viejo que el Rey Joyse. —Luego murmuró, con voz distante—: Si es él, ¿qué está haciendo aquí? ¿En esta época del año?

Mientras hablaba, Terisa sintió que el frío se apoderaba de su corazón, y se dio la vuelta hacia las escaleras que conducían de vuelta al interior de la torre. El Perdon estaba manteniendo la promesa que le había hecho al Maestro Eremis.

Pero uno de los Maestros había dicho —¿o dado a entender?— que el Tor era incapaz de hacer un tal viaje. ¿No había tiempo suficiente? ¿La distancia era demasiado grande?

Sin advertencia previa, Geraden pasó junto a ella, medio corriendo escaleras abajo.

—¡Ven! —exclamó, por encima del hombro—. ¡Es definitivamente el Tor! ¡Ha traído una litera con él!

Por un segundo se quedó helada. ¿Una litera? Entonces la urgencia de Geraden hizo presa en ella.

El Apr bajaba los escalones de dos en dos. La larga falda de su traje le impedía a Terisa mantenerse a su altura. Pero Geraden miró hacia atrás al llegar al primer rellano, vio su dificultad, y disminuyó su paso.

Casi juntos ahora, se apresuraron a bajar la torre.

Hacía apenas unos momentos, ella había tenido frío. Ahora estaba acalorada. Pese a su prisa, Geraden se detuvo en la escalera para quitarle a ella el chaquetón. Intentaba calmarse, pero su rostro traicionaba su irritación ante el retraso.

—Lo siento —murmuró Terisa mientras avanzaban de nuevo.

Antes de que pudiera responder, Geraden pisó un escalón en falso, dejó escapar un grito, y cayó de cabeza por las escaleras de piedra.

—¡Geraden! —Corrió tras él, presa del pánico.

Cuando lo alcanzó, él estaba sobre manos y rodillas, intentando levantarse. Su cabeza oscilaba de lado a lado, como si no pudiera recordar dónde estaba él arriba. Ella lo sujetó del brazo, intentó alzarlo.

—¿Estás bien?

Aunque parecía aturdido, apoyó su peso en ella hasta que consiguió afirmar sus pies. Luego consiguió sostenerse por sí mismo.

—No te preocupes. Si esto no me ocurriera al menos una vez al día, no sabría quién soy. —Torpemente, echó a andar de nuevo—. Vamos. Últimamente me lo he perdido todo. No quiero perderme esto.

Su paso se hizo poco a poco más firme mientras la conducía escaleras abajo de nuevo hacia el nivel de las puertas.

Bruscamente, el aire se volvió frío de nuevo. Estaban acercándose al alto y ancho portal que daba acceso al enorme patio interior de Orison. Unas enormes puertas de gruesos maderos con enormes cerrojos estaban preparadas para cerrar la entrada si era necesaria; pero estaban abiertas.

Empezaron a resonar gritos en las paredes del castillo. Aparecieron guardias corriendo desde ambos lados. Más guardias chapotearon su camino hacia las puertas desde el fondo de patio. Un momento más tarde apareció el Castellano Lebbick. Sus órdenes resonaron más cortantes que el frío mientras él también se dirigía a las puertas.

—Ponte tu chaquetón —susurró tensamente Geraden.

Tan pronto como Terisa hubo obedecido, él tomó su brazo y la condujo al patio abierto.

Sus pies se hundieron en el lodo hasta los tobillos. Terisa dejó escapar un gruñido al pensar que iba a estropear aquellas hermosas botas, luego tuvo que olvidarlas a fin de concentrarse en extraer cada vez los pies para dar el siguiente paso, luchando contra la succión del lodo.

Ella y Geraden estaban en el extremo sudeste, que estaba relativamente despejado. Las tiendas del bazar y los carros de los campesinos se agrupaban al noroeste, y entre ellos estaban levantadas las tiendas de sus propietarios, así como las de los guardias responsables de mantener el orden y la honestidad, Pero incluso aquella mitad del patio parecía lo bastante grande como para ejercitar a varios pelotones de caballería.

El castillo estaba abierto. El propio rastrillo, una tremenda construcción de maderos del tamaño de tres troncos unidos con hierro, había sido alzado, como cada día. Durante la visita, Geraden le había mostrado los gigantescos manubrios que subían el rastrillo haciéndolo penetrar en la pared encima de su arquitrabe. Delante de ella, el Castellano estaba formando a sus hombres en una guardia de honor para recibir al señor del Care de Tor. Una trompeta dejó oír una llamada de anuncio. Geraden llevó a Terisa tan cerca como los guardias permitían del lugar donde los jinetes de Tor iban a entrar en Orison y desmontar. Allí se detuvieron.

Los jinetes estaban en el camino fuera del castillo. Casi habían alcanzado la puerta, pese a su lento paso. Terisa vio ahora que todos los hombres iban vestidos de negro. El aliento de los caballos brillaba plata en el frío de hierro, pero sus jaeces eran negros. El negro cubría la litera que cuatro de las monturas sostenían de sus sillas. El hombre que conducía el grupo ocultaba su rostro bajo una capucha negra, y su cuerpo estaba envuelto en una capa negra.

Su figura era tan gruesa que Terisa se preguntó cómo su caballo podía soportar su peso.

Condujo a sus jinetes hacia el Castellano Lebbick, luego se detuvo dentro de la exacta formación de la guardia de honor. Sus caballos parecían combarse bajo las cargas que llevaban.

—Saludos, mi señor Tor —dijo ceñudamente el Castellano. Sus hombros estaban hundidos como si todo el peso del invierno se apoyara sobre ellos; la banda púrpura que cruzaba su frente realzaba la furia de sus cejas—. Bienvenido a Orison. No importa la razón que te haya traído hasta aquí con este tiempo, eres bienvenido.

Lentamente, el Tor alzó sus manos enguantadas de negro y echó hacia atrás su capucha, revelando un delgado pelo blanco que apenas cubría su pálido cuero cabelludo, unos rasgos con la forma y el color de patatas heladas, unos ojos sombríos. Sus gruesas mejillas estaban cuarteadas por el frío.

—Quiero ver al Rey —dijo con voz ronca. La nitidez del aire lo hacía todo muy claro. Terisa vio la sombra de una mueca cruzar el duro rostro de Lebbick.

—Mi señor Tor —respondió—, el Rey Joyse ha sido informado de tu llegada. En estos momentos está ocupado con otros asuntos. —No pudo disimular su desdén hacia esos «otros asuntos» en su tono. El Rey, probablemente, estaba jugando al brinco—. Estoy seguro de que te concederá audiencia dentro de muy poco tiempo.

Las nubes que sellaban el cielo eran del color de lápidas. El frío parecía cerrarse en torno al patio. Durante un largo momento, el Tor no se movió ni dijo nada. Sus ojos parpadearon como si se estuviera volviendo ciego. Luego, con un gruñido de esfuerzo, alzó la pierna por encima del lomo de su caballo y desmontó. Los guardias permanecían en silencio. El patear de los caballos y el chapoteante sonido de sus botas en el lodo pudieron oírse claramente cuando avanzó como un viejo entre su gente en dirección a la litera.

Tomó de la litera una forma envuelta en negro, un hombre o una mujer que debía haber sido más alto que él. No parecía tener las fuerzas necesarias para sostener tal peso; sin embargo, apretó el cuerpo contra su barriga y cargó con él hasta situarse directamente frente al Castellano Lebbick.

Con la misma voz seca y hueca dijo:

—Éste es mi hijo primogénito. Quiero ver al Rey.

Ahora la inquietud del Castellano fue inconfundible.

—¿Tu hijo, mi señor Tor? Qué terrible pérdida. —Terisa recordó que Lebbick estaba acostumbrado a las pérdidas—. Todo Mordant llorará contigo. ¿Cómo murió?

Por un momento, un asomo de pasión iluminó la voz del Tor.

—Su rostro fue desgarrado por un lobo como Mordant y Cadwal y Alend juntos jamás han visto. ¿Quieres ver la herida? —Tendió el cuerpo envuelto en su sudario negro hacia Lebbick.

Pero casi inmediatamente su energía se desvaneció. Hoscamente, implacablemente, repitió:

—Debo ver al Rey.

—Eso no va a ser posible. —La voz del Castellano Lebbick sonó tensa y ronca, como la de un hombre apenado—. El Rey Joyse todavía no puede concederte audiencia.

En el silencio que siguió, los jinetes a espaldas del Tor murmuraron algunas maldiciones en voz baja. ¿Desde cuán lejos habían cabalgado a fin de presentar al hijo masacrado del Tor a su Rey?

Bruscamente, Geraden se separó de Terisa. Avanzó por el lodo a largas zancadas, como si no pudiera ser retenido por cualquier resbalón o accidente —como si hubiera olvidado su talento para hacerlo todo mal—, y se dirigió hacia el Tor. Su exuberante andar adolescente había desaparecido por entero de su actitud. La forma en que su pelo castaño coronaba los fuertes rasgos de su rostro le hacían parecer incontestable, tan seguro de sí mismo como si poseyera poder y supiera cómo utilizarlo.

Ignorando la feroz mirada del Castellano Lebbick, dijo:

—Mi señor Tor, soy Geraden, hijo menor del Domne. En nombre de mi padre y de toda mi familia, por favor acepta mi pesar. El Rey Joyse te verá. Cuando sepa por qué has venido, te verá.

—Geraden —gruñó el Castellano con tono baja—, ve con cuidado. Te estás pasando, mozalbete.

Geraden se volvió de inmediato hacia Lebbick.

—No, Castellano. —Sin ninguna transición, parecía más alto, seguro de su autoridad—. Tú ve con cuidado. Puedes despreciarme tanto como quieras. Pero todavía no ha llegado el día en que puedas despreciar al Domne. Hablo en su nombre.

»En su nombre, reclamo la responsabilidad. Deja que él me aplaste si quiere. El Rey verá a mi señor Tor.

El Tor no dijo nada. Permaneció allí de pie con su hijo en brazos, como si se hubiera quedado mudo, incapaz de articular su dolor excepto exigiendo que el Rey lo reconociera también.

Una mueca torció la boca del Castellano Lebbick. Sus manos se crisparon a sus costados. Al cabo de un momento dijo suavemente:

—Puedes intentarlo, mozalbete. Gestos como ése son muy fáciles para aquéllos que no tienen ningún deber que cumplir…, para aquéllos que pueden ignorar las consecuencias de lo que hacen. Mi misión es asegurarme de que el Rey Joyse sea obedecido, y lo haré… —su puño golpeó sus palabras contra su muslo— si debo.

Luego dio un paso hacia un lado. Ladró una orden a la guardia de honor para que hiciera lo mismo.

Geraden situó una mano en el brazo del Tor para ayudarle a sostener el gran peso de lo que el hombre cargaba. Juntos, avanzaron hacia la puerta abierta más cercana. Quizá una docena de guardias se pusieron firmes tras ellos y les siguieron.

Terisa echó a andar detrás de ellos.

El Castellano la detuvo con un gesto seco.

—No, mi dama. Ya se ha cometido bastante daño sin tu contribución. —Escupió las palabras entre nubes de vapor—. No expondré a mi Rey a una mujer de tus dudosas lealtades.

Alzando la voz, dio instrucciones a dos de sus guardias para que acompañaran a dama Terisa de Morgan a sus aposentos.

Por un momento, ella estuvo a punto de resistírsele, aunque nunca había hecho nada así antes y sabía que no sería capaz de hacerlo si lo pensaba por anticipado. Deseaba ir con Geraden. Si podía hacerse algo por el Tor, deseaba hacerlo. Pero la mirada de Lebbick la empujó hacia atrás. Se sentía tremendamente ultrajado, y parecía estar diciendo que si le obligaba a ejercer violencia sobre ella se volvería loco.

Se giró hacia los hombres que le había asignado y dejó que se hicieran cargo de ella.

Mientras chapoteaba en el lodo, oyó al Castellano Lebbick dar rígidamente la bienvenida al séquito del Tor y ofrecer a los jinetes y a sus monturas la mejor hospitalidad de Orison. Luego echó a andar tras el Tor y Geraden.

De vuelta a sus aposentos, con sus botas limpias de la mejor manera posible y secándose en el cuarto de baño, Terisa reflexionó que evidentemente el Tor no había venido a Orison en respuesta a ninguna llamada del Perdon. Por otra parte, ¿qué importaban las razones por las que el Tor estaba aquí ahora? Su presencia era lo que importaba. Actuaba en favor del Maestro Eremis.

El Maestro Eremis no era un tema cómodo de contemplar. Su ausencia le proporcionaba una secreta ansia de frustración y miedo. Sin embargo, pensar en él era una mejora sobre la imagen del Tor que aún persistía en ella…, el gordo hombre de pie, hundido hasta los tobillos en el lodo, con su hijo muerto en los brazos y sus ojos hoscos de dolor. Cuando murió su madre, y Terisa se atrevió a llorar, su padre la había abofeteado, una sola vez, para hacerla callar. Luego se había emborrachado por primera y única vez desde que ella podía recordar. Después, había empezado a traer otras mujeres a la casa, como si su esposa nunca hubiera existido. Definitivamente, Terisa prefería pensar en el Maestro Eremis.

Transcurrió una hora o así antes de que se diera cuenta de lo inquieta que se sentía. Normalmente no era una mujer que fuera arriba y abajo de la habitación, pero ahora se descubrió midiendo tensamente las alfombras y las piedras del suelo…, aguardando a Geraden. El Apr se había enfrentado al Castellano. Tenía la sensación de que había transcurrido mucho tiempo desde que había visto tanta fuerza en él. Seguramente acudiría a contarle lo que había pasado.

Lo hizo. Antes de la hora del almuerzo, oyó una llamada a la puerta. Cuando contestó, Geraden estaba al otro lado.

Parecía un muchachito pequeño. Sus ojos aún estaban hinchados de llorar, y la expresión en ellos era tan desolada que sintió deseos de abrazarle.

No podía llegar tan lejos. Toda una vida de inhibiciones la retuvo: nunca había aprendido cómo llegar a otra gente. Pero, instintivamente, sin evaluar lo que hacía, puso una mano sobre el brazo del joven y dijo en un susurró:

—Oh, Geraden. ¿Qué ocurrió?

Él intentó componerse, pero el esfuerzo no hizo más que endurecer sus rasgos.

—Fui a ver al Rey. Ser el hijo del Domne es bueno para eso, al menos. Simplemente no dejé que nadie me dijera no. Pero el Rey Joyse no…

Entonces su garganta se cerró sobre las palabras, como si dolieran demasiado para brotar. Por un momento, sus rasgos se crisparon. Miró rápidamente a los guardias a cada lado de la puerta.

—Por favor, Terisa. No puedo hablar de eso en el pasillo. El corazón de ella latía dos veces más rápido que lo normal.

—Entra —dijo rápidamente—. Soy una estúpida. No pretendía hacerte quedar de pie aquí.

Con su mano aún sobre el brazo de él, lo llevó al saloncito.

Si él no hubiera estado luchando tan duramente por contenerse —y si ella no hubiera sido tan torpe—, probablemente se hubieran abrazado. Pero él parecía intocable en su aflicción, y ella tenía que apartarse de él para cerrar la puerta. Cuando se volvió de nuevo hacia él, Geraden estaba de pie, con los codos apretados a sus costados y las manos convertidas en puños sobre su corazón.

—Oh, Geraden —murmuró de nuevo—. Geraden.

—No sé lo que está ocurriendo. —Su voz era aún dura, crispada. Estaba intentando apuntalar algo dentro de él—. Juro que no lo comprendo.

»No fue difícil llevar al Tor a ver al Rey. Todo lo que tuve que hacer fue ignorar a los guardias de la puerta cuando me dijeron que el Rey estaba ocupado. Bajo las circunstancias, no era probable que se cruzaran en el camino del Tor.

»El Rey Joyse y el Adepto Havelock estaban jugando al brinco. Probablemente ya lo habrás adivinado. ¿Qué otra cosa —preguntó ácidamente— podía mantenerlo demasiado ocupado para ver al hombre que lo puso en el camino de convertirse en el Rey de Mordant? Pero no pareció resentirse por la interrupción. Cuando entramos, abandonó su juego para darnos la bienvenida. Y sonrió de esa forma en que lo hace…, esa forma que te hace desear echarte en el suelo delante de él para que pueda caminar sobre ti.

»Entonces vio la carga que llevaba el Tor. Le dije quién era. Y por unos momentos, allá, pensé que finalmente había hecho algo acertado. Por una vez en mi vida, finalmente había hecho algo acertado.

»Pareció recordar sus antiguas fuerzas y llamarlas de vuelta de algún lugar. De pronto fue más alto, más corpulento, y sus ojos brillaron. “¿Cómo ocurrió?”, preguntó. El Tor no respondió, así que fui yo quien dije: “Imagería. Algún tipo de extraño lobo”. Apostando a que sabía lo que estaba haciendo, añadí: “Mira su rostro”.

»El Rey Joyse alzó la tela. —Geraden se estremeció—. Era terrible. Pero hubiera sido peor si el cuerpo no estuviera helado por los diez días que Tor llevaba en el camino.

»Cuando el Rey Joyse lo vio, pareció erguirse interiormente. Tomó el cuerpo de brazos de Tor. Alzó la cabeza como si fuera a aullar. Había tanta rabia y dolor en él que prácticamente gritaba desde su rostro. Pensé que finalmente, finalmente, iba a mostrarse lo bastante furioso como para hacer algo.

»Estaba equivocado.

Geraden no hizo ningún esfuerzo por disimular su dolor.

—El Adepto Havelock eligió aquel momento para decir: «Joyse, tú mueves». Como si no conociera a nadie más en la habitación.

»Y el Rey Joyse simplemente se derrumbó.

»Su rostro se derrumbó, y se echó a llorar, suavemente, casi sin hacer ningún sonido. “Oh, mi viejo amigo”, dijo. “Perdoname”. Luego cayó de rodillas…, no podía seguir sosteniendo el peso. —Geraden estaba llorando ahora, con los codos apretados contra sus costillas y las manos cruzando su pecho—. Tan cuidadosamente como pudo, depositó al hijo de Tor en el suelo. Por un momento permaneció inclinado sobre el cuerpo. Luego halló de nuevo los pies bajo él —Geraden tuvo que aferrarse a su determinación con ambos puños a fin de decir las palabras—, y volvió a su juego.

Por unos instantes Geraden permaneció inmóvil, luchando por recuperar el control de sus emociones mientras Terisa sentía dolor por él y por el Tor y por el Rey Joyse y no decía nada.

—Después de eso —reanudó Geraden con un tembloroso suspiro—, no reaccionó a nada. No dio ninguna orden para el funeral. No respondió a ninguna pregunta. Quizás olvidó que nosotros estábamos allí. Finalmente, movió una de sus piezas. Por lo que pude ver, mejoró la posición de Havelock.

»Durante todo este tiempo, el Tor no había dicho ni una palabra. Parecía demasiado asombrado, demasiado dolido, para decir nada. Pensé que iba a caer de bruces al suelo. Pero consiguió recuperarse un poco. “Mi hijo está muerto”, dijo, como si creyera que quizás el Rey Joyse no había acabado de captar aquel detalle. “¿Es esto lo mejor que puedes hacer?”.

»El Rey siguió sin responder. El Adepto Havelock dijo: “Cierra la puerta cuando salgas”.

Geraden se encogió de hombros.

—Entonces el Castellano Lebbick nos hizo salir. Dos de sus hombres tuvieron que arrastrar al Tor por la fuerza. Pero yo me sentí realmente agradecido. Nos hizo un favor sacándonos de allí.

Bruscamente, el Apr se frotó los talones de las manos contra sus ojos para rechazar las lágrimas y el dolor y la debilidad. Cuando miró de nuevo a Terisa, su mirada estaba orlada de rojo y como perdida. La seguridad le había abandonado. Ahora se parecía, más que nada, a un joven que se ha visto abrumado por su involuntario instinto hacia el desastre.

—El Castellano Lebbick tenía razón —dijo—. Hubiera sido mejor si se hubiera mantenido al Tor lejos del Rey. Todo lo que hice fue agravar su miseria.

—Lo siento —murmuró Terisa, odiándose a sí misma por su incapacidad de ayudarle, de consolarle. Pero no había nada que pudiera hacer por él excepto decir—: Lo siento.

Más tarde, aquel mismo día, sola en sus habitaciones en mitad de la tarde, sin nada que hacer excepto meditar, permanecía de pie ante una de sus ventanas, mirando casi sin ver hacia el camino, cuando aparecieron más jinetes.

Este grupo era mayor que el del Tor, y de carácter más militar. Una trompeta anunció la aproximación de los jinetes a la puerta de Orison. El Castellano Lebbick les dio la bienvenida con una guardia de honor igual a la que había recibido al Tor. Luego se dispersaron por el castillo. Pero Terisa siguió sin decidirse.

Saddith trajo las noticias con la cena.

—¿Has oído, mi dama? Tanto el Fayle como el Armigite han llegado a Orison. Ambos han solicitado audiencia con el Rey Joyse. Y a ambos les ha sido negada. —La doncella estaba orgullosa de su información, como si procediera de alguna fuente alta y secreta—. Se dice que el Fayle lleva mensajes de la Reina Madin y de dama Torrent. Y, sin embargo, la audiencia le ha sido negada.

»Si los informes son ciertos, soporta estoicamente su decepción. No así el Armigite. Le he oído. Pasea arriba y abajo por los pasillos, acercándose a todo el que quiera escucharle y explicándole su indignación. —Rió entre dientes—. Me siento inclinada a cuestionar su virilidad, mi dama.

Cuando Saddith se fue, Terisa se dio cuenta de que había llegado a una decisión. El Rey Joyse no se mostraba dispuesto a reunirse con los señores de los Cares: ni siquiera estaba dispuesto a recibir un mensaje de su esposa. Había ido demasiado lejos. El Maestro Eremis tenía razón. Mordant sólo podía ser salvado ahora si alguna otra persona se hacía cargo de los acontecimientos.

Tenía que ir a él, hablar con él, contarle lo que sabía.

Era posible que tuviera que hablarle de su conversación secreta con el Maestro Quillon y el Adepto Havelock. No para traicionarlos a ellos, sino para ayudarle a él; la información podía hacerle más efectivo.

Tomó su decisión porque deseaba hacer lo que era correcto. No tenía intención de permanecer pasiva por el resto de su vida. Su presencia allí no tenía sentido, pero, puesto que estaba allí, tenía que esforzarse al menos por ayudar. Por el bien de Geraden tanto como por el de Mordant. Él estaba demasiado paralizado —y demasiado dolido— por su devoción hacia el Rey; era incapaz de ver más allá de su desagrado hacia el Maestro. Estaba ciego al hecho que ella veía claramente: el Maestro Eremis era el único hombre que tenía alguna posibilidad de unir la Cofradía y los señores contra los enemigos de Mordant.

Pero no estaba pensando en Geraden —o en Mordant— cuando finalmente llegó a su decisión. Estaba pensando en la forma en que el Maestro Eremis la había besado y acariciado.

Así que a la mañana siguiente, tras una inquieta noche, se levantó temprano. Se bañó. Se lavó y secó el pelo. Cuando Saddith le trajo el desayuno, descubrió que era incapaz de comer nada. En vez de arriesgarse a la náusea, pidió a la doncella que la ayudara a ponerse la ropa que había elegido la noche antes: un traje de seda malva que se ajustaba a sus caderas y hacía que el hueco entre sus pechos pareciera profundo y deseable. Luego despidió a Saddith para el resto del día, diciéndole que tenía intención de pasarlo con dama Myste.

Saddith hizo un guiño ante la obvia mentira, sonrió su aprobación y se marchó como si tuviera planes propios.

Cuando la doncella se hubo ido, sin embargo, Terisa permaneció un tiempo más en sus aposentos. Se dijo a sí misma que no estaba dudando…, exactamente. Estaba aguardando a una hora decente. Pero la verdad era que había perdido su confianza. El Maestro Eremis era demasiado para ella: demasiado experimentado, demasiado adepto, demasiado poderoso. Geraden le había acusado de intentar manipularla. Ciertamente, había manipulado la Cofradía. Las explicaciones que le diera de por qué lo había hecho no eran enteramente satisfactorias. Y, al parecer, ya no estaba interesado en ella.

Sin embargo, al final, su resolución se mantuvo. Alrededor de media mañana fue a la puerta, descorrió el cerrojo con mano insegura y abandonó sus aposentos.

Uno de los guardias le silbó con suavidad por entre los dientes; ella lo ignoró.

Descendió de la torre, y por unos momentos se sintió presa del pánico porque no estaba segura del camino a los aposentos del Maestro Eremis. No había prestado excesiva atención la vez que los había visitado. Y creyó ver a un hombre que la seguía…

Lo atisbo tres o cuatro veces, en distintos niveles del castillo. Parecía desaparecer tan pronto como ella lo descubría. Pero era alto; parecía fuerte. Una capa gris ocultaba sus ropas y cubría su cabeza; pero no ocultaba el extremo de la larga espada que asomaba junto a sus botas.

Por otra parte, no parecía ser el hombre que la había atacado en sus aposentos. No iba vestido de negro. Y no siguió tras ella. En vez de ello, al cabo de un momento pareció olvidarla.

No volvió a ver ningún signo de él.

Tras preocuparse por él probablemente más de lo que merecía, lo apartó de su mente y concentró de nuevo su atención en el problema de hallar los aposentos del Maestro Eremis.

Lo que recordaba de la visita con Geraden la ayudó. Finalmente, halló su camino a la sección de Orison destinada al uso personal de los Maestros. Al fin y al cabo, todo lo que tenía que hacer era localizar la puerta pulida de palisandro con el bajorrelieve de cuerpo entero del Maestro Eremis.

Tan pronto como lo alcanzó, alzó la mano para llamar…, y se detuvo. Respiraba demasiado afanosamente. Necesitaba un momento para calmarse. Pero la talla en la puerta era realmente extraordinaria. Los ojos parecían verlo todo, y la boca prometía placeres que tal vez a ella no le gustaran. Él era demasiado para ella. Si le quedaba algo de buen sentido, tenía que admitirlo. No servía de nada correr un riesgo como aquél.

Así que no llamó. Aferrada por la lógica demente de los obsesos, apoyó la mano en el picaporte y abrió la puerta más silenciosamente que los latidos de su corazón.

Exactamente tal como la recordaba, vio la suntuosa estancia en la que el Maestro la había abrazado y besado. Vio la alfombra superior carmesí que cubría el suelo, hecha más espectacular aún por el azul de los muebles y el amarillo de los cortinajes. Vio las urnas de cobre de filigrana desde las que las perfumadas lámparas proporcionaban luz y calor. Vio los tapices que cubrían las paredes con escenas de seducción. Vio el diván…

El Maestro Eremis estaba en el diván. Afortunadamente, no miraba en su dirección. Estaba inclinado hacia delante, con su atención enfocada en la mujer que tenía bajo él. Los largos y definidos músculos de sus desnudas espalda y nalgas se contraían y relajaban al ritmo de sus movimientos.

Las piernas de la mujer estaban enlazadas en torno a sus caderas. Los brazos rodeaban su cuello. Dejaba escapar pequeños gemidos guturales.

Sus ropas estaban dispersas por el suelo. Terisa las reconoció. Pero no necesitaba ninguna confirmación.

La mujer era inconfundiblemente Saddith.

Había visto algo como aquello en una ocasión, antes. Sus padres tenían habitaciones separadas. Tras la muerte de su madre, ella había empezado a usar la habitación de su madre como un lugar donde esconderse, retirarse, como si su madre fuera una presencia más reconfortante muerta que viva. Por supuesto, no le había dicho nada de aquello a su padre; probablemente él no tenía forma de saber lo que estaba haciendo cuando llevó a una de sus mujeres a la cama de su madre. Ella estuvo mirando durante cierto tiempo antes de darse cuenta de lo que estaba viendo.

Ahora cerró suavemente la puerta. Reteniendo el frío dolor en su corazón, volvió a sus aposentos. Tomando cuidado de no desgarrarlo, consiguió finalmente quitarse el vestido de seda y dejarlo a un lado. Luego se vistió con sus viejas ropas y fue a la ventana para contemplar el paisaje invernal.

Estaba aún allí cerca del anochecer cuando otro grupo de jinetes se acercó al castillo. Como el que había visto la tarde anterior, era mayor que la comitiva del Tor…, y menos funerario. La trompeta saludó de nuevo a los jinetes mientras se acercaban a la puerta. El Castellano Lebbick salió a recibirles con una guardia de honor. Mientras desmontaban, creyó reconocer la fornida silueta y la calva cabeza del Perdon. Pero no pudo estar segura.