5

Armarios llenos de ropa

Como una niña desconcertada, Terisa sacudió la cabeza y parpadeó. Desgraciadamente, nada cambió a su alrededor. El Adepto Havelock siguió contemplando su tablero como si estuviera jugando ya mentalmente futuros juegos. El Rey siguió recogiendo las piezas dispersas, avanzando sobre manos y rodillas por la habitación.

El pánico que había estado mordisqueándole la parte de atrás de su mente se hizo bruscamente peor. No hubiera debido hablar de una forma tan sarcástica, tan agresiva.

Dependía de esta gente. Podía ser borrada de la existencia con una sola palabra. El Rey podía hacer que la arrojaran a otro de aquellos espejos, y ella terminar en algún lugar aún más imposible. El mundo del campeón elegido por la Cofradía surgió por sí mismo a su imaginación. O podía llegar a ninguna parte…, simplemente podía disolverse en el grisor, en un lugar desconocido de todo el mundo, en esa nada sin objetivo a la que había temido y contra la que había luchado durante la mayor parte de su vida.

Lo siento, pensó involuntariamente, mientras su alarma crecía. Dejadme quedarme. Seré una buena chica, lo prometo.

En aquel momento el Rey Joyse hizo un esfuerzo con sus brazos, apalancó sus piernas bajo él y se puso tambaleante en pie. Se dirigió a la mesa, dejó caer las piezas que había recogido frente a Havelock. Luego volvió su clara y benévola sonrisa hacia Terisa.

—Discúlpame, mi dama. ¿En qué estaré pensando? Soy rudo dejándote de lado de este modo. Debes estar agotada de tu traslación, ansiosa de descanso y relajamiento. ¿Tienes alguna petición especial respecto a comida o confort? ¿No? —Su disculpa parecía sincera, pero sus preguntas eran rutinarias—. Entonces llamaré a alguien para que te conduzca a tus aposentos y se ocupe de ti.

Aún sonriendo, buscó a su alrededor con un aire cada vez más desconcertado hasta que se le ocurrió deslizar una mano en un bolsillo de su manto, donde halló una campanilla de plata con un mango de madera. La hizo sonar vigorosamente. Casi de inmediato se abrió la puerta y uno de los guardias entró en la habitación.

—¿Mi señor Rey?

—Ah, gracias. —Por un instante el Rey Joyse pareció confuso, como si hubiera olvidado lo que estaba naciendo. Sus húmedos ojos parpadearon contemplando la campanilla en su mano. Luego, bruscamente, dijo—: Una doncella para dama Terisa de Morgan.

—Inmediatamente, mi señor Rey. —El guardia saludó golpeándose la cota de malla con el puño y abandonó la habitación.

Havelock volvió a preparar el tablero, aunque el Rey Joyse no había recuperado todas las piezas.

—Te pido nuevamente perdón —murmuró el Rey, sin mirar a Terisa. Se restregó el rostro con las manos, suspiró, y se dejó caer en su silla—. Mis sentidos ya no son lo que eran. —Su sonrisa había desaparecido, reemplazada por la tristeza—. Sé honesta conmigo, mi dama. ¿Tienes familia? ¿Hay alguien que se sentirá apenado por tu ausencia? No deben sufrir a causa de nuestras necesidades. Ordenaré a Geraden que encuentre algún modo de trasladar un mensaje hasta ellos, para tranquilizarlos. Pobre muchacho, eso lo mantendrá alejado de los problemas. ¿Qué mensaje deseas enviar, mi dama?

—Está… —empezó a decir, pero se interrumpió. No había nadie. No dijo eso, sin embargo. Estaba perdida en aquella situación, y su miedo y su ignorancia se alimentaban mutuamente. Sin embargo, una parte no familiar de ella estaba casi temblando de furia ante la forma en que era tratada. Carraspeó con un esfuerzo—. Sólo está mi padre.

—¿Cómo podemos llegar hasta él?

Obligada a decir la verdad, murmuró en voz muy baja:

—Nunca se dará cuenta de que he desaparecido. Cuando dijo esto, la mirada del Rey se clavó rápidamente en ella. Por un instante, Terisa fue incapaz de ver la blancura de su pelo, la debilidad de su porte, la tonalidad azul de su vieja y arrugada piel: sólo vio la directa fuerza de sus ojos. La estaba mirando como si de alguna forma ella le hubiera emocionado.

—Entonces —una flema hizo que su voz sonara ronca—, quizá desees considerar afortunado el que estés aquí.

Cuidadosamente, intentando mantener su pánico bajo control, Terisa dijo:

—No sé cómo considerarlo. No dispongo de la información suficiente. ¿Cuándo crees que estarás dispuesto a contarme lo que ocurre? —Contuvo el aliento ante la brusca oleada de alarma que acompañó a su temeridad.

—Ah, mi dama. —El Rey Joyse suspiró y abrió las manos. Sus hinchados nudillos hicieron que el gesto pareciera a la vez cansado y decrépito—. Esto seguramente depende de ti misma. ¿Cuándo aclararás la verdad de tus orígenes, tu habilidad en la Imagería, tus propósitos?

Una debilidad que parecía casi vértigo inundó su cabeza. Por alguna razón, no nubló su mente…, simplemente le hizo desear echarse.

—¿Quieres decir —dijo con voz hueca— que no vais a decirme nada hasta que pueda probar que existo…, que no fui creada por ningún espejo…, y hasta que os muestre todo lo que sé acerca de la Imagería…, y hasta que os diga por qué aparté a Geraden de lo que creía que estaba haciendo cuando intentaba trasladar a ese campeón… —de hecho, todo cosas que no podía hacer en aquella loca situación—, y hasta que consiga que creáis en ello?

Sintió, en lo más profundo de su estómago, un mareante e inesperado deseo de echarse a reír.

El Rey no apartó su mirada. En vez de ello, las arrugas de su rostro se hicieron más y más tristes. Ella le estaba causando un dolor que no quiso explicarle. Al cabo de un momento, Terisa tuvo que desviar la vista, incapaz de seguir desafiando aquella peculiar vulnerabilidad. El sonido de alguien llamando a la puerta fue un alivio para ella.

El guardia entró de nuevo en la habitación, llevando consigo a una mujer joven.

Al verla, el Rey Joyse frunció involuntariamente el ceño, como si hubiera cometido un error; pero inmediatamente despejó su expresión.

—Saddith. Exactamente lo que necesitaba.

La mujer era más baja que Terisa, con unos ojos brillantes, nariz respingona, largo pelo moreno que caía sobre sus hombros en ondulaciones naturales y una sonrisa espontánea. Llevaba una falda rojiza que la cubría hasta los tobillos y un chal del mismo color y material sobre los hombros… Como las otras mujeres que había visto Terisa, iba preparada para el frío. Pero su blusa tenía varios botones desabrochados bajo el hueco de su garganta, y sus maduros pechos tensaban la tela. Mientras la miraba, Terisa pensó que debía ser el tipo de mujer en que los hombres se fijaban…, el tipo que nunca tenía ninguna razón para dudar de su propia realidad. El arco de sus cejas y el ángulo de su mirada sugerían que sabía lo que hacía.

Estudió rápidamente a Terisa, abrió mucho los ojos cuando observó las poco familiares ropas que llevaba, frunció ligeramente el ceño cuando hizo inventario de su rostro y silueta. Luego, casi instantáneamente, desvió su atención.

—Mi señor Rey —dijo, inclinándose en una graciosa cortesía—. Solicitaste una doncella.

—Ninguna mejor que tú —dijo él, haciendo un esfuerzo por sonar jovial—, ninguna mejor. Saddith, ésta es dama Terisa de Morgan. Es huésped de Orison. Mi dama, Saddith te atenderá como tu doncella. Estoy seguro de que te sentirás complacida con ella.

—Mi dama —murmuró Saddith, con los ojos ahora bajos—. Espero servirte bien.

Confusa, Terisa regresó a su acostumbrado silencio. No había esperado que le fuera asignada una sirvienta. Por otra parte, afortunadamente, tenía una cierta familiaridad con la servidumbre. Al menos sabía cómo vivir con ella…, cómo pasar su tiempo sin alterar los ritmos de sus actividades, cómo mantener al mínimo sus peticiones de auténticos servicios.

—Dama Terisa utilizará los aposentos pavo real —siguió el Rey Joyse. Sonaba cada vez más y más distante…, quizá debido a la distancia en la cabeza de Terisa, quizá debido a que su propio interés estaba derivando—. Necesitará un guardarropa. Dama Elega podrá ayudarte en eso. O mejor dama Myste…, son más o menos de la misma talla, creo. Cualquier alimento o bebida que solicite, sírveselo en sus aposentos.

»Mi dama —había vuelto sus ojos hacia el tablero y estaba estudiando las piezas—, pronto hablaremos de nuevo. Ansío probar tus proezas en el brinco.

El guardia mantenía la puerta abierta. Saddith miró expectante a Terisa. Era evidente que había sido despedida de la habitación. Pero se sentía demasiado cansada para comprender exactamente lo que eso significaba. Las tensiones de lo extraño de todo aquello la estaban abrumando. Y, ahora que pensaba en ello, hacía rato ya que debería haberse ido a la cama. Había pasado todo el día en la misión, copiando de nuevo una y otra vez aquella carta, luego había regresado a su apartamento para lo que había sabido que iba a ser una mala noche. Pero no había tenido ninguna intuición real de hasta qué punto iba a ser mala…

Afortunadamente, Saddith acudió a su rescate. Terisa dejó que el contacto de la doncella sobre su brazo la guiara fuera de la habitación del Rey.

Los guardias cerraron la puerta tras ella.

—Por aquí, mi dama. —Saddith hizo un gesto pasillo abajo, y Terisa echó a andar automáticamente en aquella dirección. La doncella avanzaba con la cabeza convenientemente inclinada; pero lanzaba repetidas miradas especulativas de reojo a Terisa. Mientras bajaban unas escaleras preguntó:

—¿Has hecho un largo viaje hasta Orison, mi dama? Terisa agitó la cabeza.

—No lo sé. Vine a través de un espejo… creo. —¿Cuán lejos era eso? Parecía una eternidad.

—¡Imagería! —respondió Saddith con educado asombro—. ¿Eres una Maestra, mi dama? Nunca he conocido a ninguna mujer que fuera Maestro.

Pese al sueño que la abrumaba, Terisa captó que aquella podía ser una oportunidad de conseguir algo de información.

—¿No hacen esas cosas las mujeres por aquí?

—¿Convertirse en Imageras? —La doncella rió delicadamente—. Creo que no, mi dama. Los hombres dicen que el talento para la Imagería es innato, y que sólo aquellos nacidos con él pueden esperar modelar cristales o realizar traslaciones. Apostaría a que suponen que ninguna mujer nace con el talento. Pero ¿para qué lo necesita? ¿Para qué puede desear espejos una mujer —dirigió a Terisa una sonrisa afectada—, cuando cualquier hombre hará por ella lo que ella desee?

Desde las escaleras penetraron en un ala del inmenso edificio de piedra que Terisa no había visto antes. Muchas de las estancias que desembocaban en los largos pasillos de techo alto parecían ser habitaciones, y la gente que entraba y salía de ellas pertenecía al parecer a los rangos intermedios del lugar: mercaderes, secretarios, damas de compañía, supervisores. Terisa prosiguió con sus preguntas a la doncella.

—¿Así que tú no sabes nada sobre espejos…, o Imagería?

—No, mi dama —respondió Saddith—. Sólo sé que cualquier Maestro me dirá lo que yo deseo…, si concibo un deseo para algo que él conozca.

—Eso debe ser encantador. —Terisa creía comprender lo que estaba oyendo; pero la idea era demasiado abstracta para parecer real. Ningún hombre la había encontrado nunca a ella tan atractiva.

—Mi dama… —Saddith evaluó de nuevo la figura de Terisa, asintió para sí misma ante lo que veía—, lo mismo es cierto para ti, si decides hacer que así sea.

¿Quieres decir, pensó Terisa, que si me desabrochara la blusa el Rey Joyse me dirá todo lo que deseo saber? Se echó a reír, incapaz de contenerse.

—Quizá —dijo Saddith— en tu mundo las mujeres no tengan necesidad de ese poder. —Sonó débilmente inquieta por la idea: ¿Celosa de ella? ¿Amenazada por ella?

—No lo sé —admitió Terisa—. No tengo ninguna experiencia.

Saddith apartó rápidamente la vista; pero, antes de que su rostro se volviera, traicionó un atisbo de regocijo o desdén.

Al cabo de un rato, condujo a Terisa hacia arriba por otros tramos de escaleras hasta lo que parecía ser otra torre. Más allá de un descansillo al final de un corto corredor, llegaron a una amplia puerta de madera pulida. Saddith la abrió e invitó a Terisa a entrar sus aposentos asignados.

No necesitó un gran esfuerzo de percepción para ver por qué eran llamados los aposentos pavo real. Sus paredes estaban decoradas con una adornada profusión de plumas de pavo real, algunas colgando como penachos sobre las oscuras mesas de caoba, otras desplegadas en vistosos abanicos donde otros decoradores hubieran podido poner cuadros o tapices, otras aún formando una especie de dosel sobre la enorme y profunda cama cubierta de satén. La habitación de buen tamaño a la que entró Terisa era al parecer una sala de estar, cuyo suelo de piedra estaba cubierto por alfombras tejidas con dibujos de pavo real, los almohadones del diván y los sillones pintados con el azul y el púrpura casi negro típicos de los pavos reales; pero podía ver el dormitorio a través de una entrada en arco a su derecha. Una puerta a su izquierda sugería un cuarto de baño.

Las lámparas situadas en torno a las paredes estaban apagadas, como lo estaban las velas en sus palmatorias sobre las mesas; pero las habitaciones estaban iluminadas por la luz del sol del atardecer que dejaba penetrar sus lanzas a través de varias ventanas acristaladas en la sala de estar y el dormitorio. Ésos, sin embargo, eran los únicos cristales visibles; aunque los buscó casi inmediatamente, Terisa no pudo descubrir ningún espejo…, ni encima del tocador en el dormitorio, ni siquiera en el cuarto de baño.

Se estremeció. Tanto el salón como el dormitorio tenían grandes chimeneas, pero ninguna estaba encendida. La luz del sol sobre las alfombras hacía brillar alegremente sus colores; sin embargo, fuera de las ventanas, el cielo parecía pálido, frío. El aire de las habitaciones era demasiado frío para que resultara cómodo. Y la ausencia de espejos parecía tener la fuerza de una premonición. ¿Cómo era capaz de decir que todavía seguía allí, que aún era real?

—Brrr —dijo Saddith—. Orison no sabía de tu llegada, mi dama, y así nadie pensó en calentar estas estancias. —Se dirigió de inmediato a la chimenea de la salita y empezó a preparar el fuego, usando madera y una caja de grandes astillas que tenía a un lado.

Terisa estudió sus aposentos. En el cuarto de baño, observó con ojos melancólicos el lavabo, la bañera y la taza del water (todos aparentemente de estaño galvanizado), así como la hábil disposición de las tuberías de cobre que proporcionaban agua corriente (pero no caliente). En el saloncito, probó los almohadones de un sillón. En el dormitorio, miró dentro de dos grandes armarios, que olían agradablemente a cedro seco pero no contenían nada. No se acercó a las ventanas, sin embargo. De hecho, se negó a mirarlas. Lo que había experimentado ya era suficientemente extraño; no estaba preparada para descubrir cómo era el mundo o el clima fuera de Orison.

Había tenido razón desde un principio: no había nada en sus habitaciones que pudiera utilizar como un espejo.

Cuando regresó a la salita, el fuego de ésta empezaba a crepitar. Saddith se puso en pie.

—Con tu permiso, mi dama, te dejo. El Rey tiene razón. Eres casi de la misma talla que dama Myste…, aunque —comentó con una sonrisa tímida— ella carece de algunas de tus virtudes. Debo hablar con ella para proporcionarte ropas acordes con tu rango. Y estoy segura de que ella podrá hacer alguna contribución también a las cosas necesarias para tu aseo.

Miró expectante a Terisa.

Transcurrió un momento antes de que Terisa se diera cuenta de que Saddith estaba aguardando a ser despedida.

No era así como la habían tratado los sirvientes de su padre. Sorprendida, y casi agradecida, reunió todo su valor para preguntar:

—¿No usáis espejos para nada excepto para la Imagería? No tienen que ser hechos de cristal. ¿Qué hay del metal pulido? Inesperadamente, Saddith se estremeció.

—Los Maestros dicen lo mismo…, pero ¿cómo podemos creerlos? Los Imageros no siempre quieren bien a las demás personas. Quizá todas las Imágenes sean peligrosas. Todo el mundo sabe que es peor que la muerte verse uno mismo en un cristal. Quizás el peligro no resida en el cristal, sino en la Imagen. —Hizo un gesto de rechazo—. No corremos el riesgo.

—Entonces, ¿cómo os miráis a vosotros mismos? ¿Cómo sabéis cuál es vuestro aspecto? ¿Cómo sabéis que sois reales? La doncella dejó escapar una risita ante aquello.

—Mi dama, veo lo que necesito en los ojos de los hombres.

Cuando Terisa le dio su permiso para retirarse con un movimiento de cabeza, Saddith se dirigió hacia la puerta. Al cabo de un momento había desaparecido.

Terisa se halló sola por primera vez desde que se había sentado frente a los espejos de su apartamento.

Se daba cuenta de que tenía mucho en que pensar, pero no fue eso lo que hizo. Se sentía abrumada por lo extraño de la situación, y deseaba escapar de ella. Evitando aún las ventanas, se dirigió al dormitorio. El aire no era aún lo bastante cálido como para animarla a quitarse sus ropas, así que simplemente deslizó los mocasines fuera de sus pies y se metió en la cama.

Aferrando fuertemente el cobertor en torno a sus hombros, se encogió en una pelota y se durmió.

Cuando despertó, pasó inmediatamente de su habitual sueño sin sueños a un estado de crisis.

No había espejos. Ningún espejo. Las paredes estaban decoradas con plumas de pavo real, y no podía verse a sí misma en ninguna parte. Las ropas de la cama estaban arrugadas, pero eso nunca había sido suficiente para decirle quién era…, cualquiera podía arrugar las ropas de una cama. Si se viera a sí misma ahora tal vez no tuviera ningún parecido con lo que esperaba, y era por eso por lo que debía hallar algún reflejo de sí misma, probarse de alguna forma que…

La luz había disminuido hasta casi el anochecer: apenas era la suficiente como para permitirle reconocer el lugar. Se extirpó de su miedo con un esfuerzo de voluntad. El lugar donde estaba no encajaba con la forma en que lo recordaba. Tuvo una impresión de cambios —sutiles, insidiosos, enormes en sus implicaciones— en la forma en que la realidad había sido reacondicionada. La luz muriente fue lo primero que fue capaz de definir, y se aferró a ella porque era algo razonable, una indicación de que no había ocurrido nada más portentoso que el paso del tiempo.

Entonces se dio cuenta de que la chimenea del dormitorio estaba encendida.

No lo había sido recientemente: las llamas eran pequeñas sobre un profundo lecho de brasas; la rejilla brillaba con un alegre tono cereza; el aire era más cálido de lo que había sido antes.

Eso también podía explicarse, se dijo a sí misma, se insistió a sí misma. A juzgar por la luz, había dormido durante varias horas. Alguien había entrado y había encendido el fuego para ella mientras dormía. Era así de simple.

Pero la idea de gente cambiando cosas a su alrededor mientras dormía era demasiado aterradora para ser simple.

Dejó colgar los pies a un lado de la cama y se sentó. La suave textura entretejida de la alfombra bajo sus plantas le hizo recordar sus mocasines. Se los puso, arregló su blusa arrugada por el sueño y se levantó.

Nada terrible ocurrió. Su cuerpo parecía normal. La piedra y la caoba y las plumas no mostraban signos de disolución, de traslación. Su pánico dio unos pasos hacia atrás, y empezó a respirar un poco más fácilmente.

De acuerdo. Alguien había estado allí mientras ella dormía. Probablemente Saddith. Eso era fácil de comprobar.

Aunque cualquier movimiento parecía requerir una irrazonable cantidad de valor, se dirigió hacia el armario más cercano y lo abrió.

Estaba lleno de ropa.

Tras una primera mirada se dio cuenta de que la mayor parte de ella parecían ser trajes y mantos, pero vio también batas, faldas, blusas, chales, y un estante o dos de ropa interior. Eran el tipo de ropa que había visto que llevaban las damas de alto rango en Orison.

El otro armario estaba lleno también. Y en el tocador halló una impresionante cantidad de cepillos y peines, recipientes de cerámica conteniendo cremas y coloretes, frascos de cristal de perfume.

Su miedo dio media vuelta y se alejó, aunque se detuvo a media distancia para mirarla. Una niñita que en su tiempo había disfrutado jugando con los vestidos y los cosméticos de su madre le devolvió una pequeña sonrisa. Casi pensó: Esto puede ser divertido, después de todo.

Pero luego oyó la risita de una mujer en la salita, el susurro de una voz masculina. Sobresaltada como si hubiera sido descubierta haciendo algo prohibido, corrió prácticamente fuera del dormitorio.

La mujer era Saddith, y la repentina aparición de Terisa la tomó por sorpresa: su involuntario sobresalto casi derribó la bandeja que sostenía en las manos.

—¡Mi dama! —exclamó, haciendo girar cómicamente los ojos—. Creí que todavía dormías.

El hombre era uno de los guardias que Geraden le había presentado antes…, Ribuld, el de la cicatriz que descendía por en medio de su rostro. Él también había sido sorprendido por la entrada de Terisa: su mano en el hombro de Saddith, y lo revuelto del pelo y el chal de la muchacha, sugerían que él tampoco había esperado una interrupción; de hecho, parecía que había intentado aprovecharse todo lo posible mientras las manos de Saddith estaban ocupadas con la bandeja que llevaba. Pese a todo, se apresuró a mostrar a Terisa una sonrisa que probablemente pretendía ser tranquilizadora.

En la puerta detrás de Saddith y Ribuld estaba Argus, el compañero de Ribuld.

—Esto está mucho mejor —murmuró Argus, con una sonrisa que mostró los dientes que le faltaban—. Una para cada uno.

Terisa se inmovilizó, repentinamente alarmada.

Tan pronto como Saddith recuperó el equilibrio, sin embargo, se apresuró a despejar los temores de Terisa.

—Cuidad vuestros modales, muchachos —dijo suavemente—. A mi dama no le gusta este tipo de humor. —Sin aparente esfuerzo, o malicia, golpeó fuertemente con uno de sus pies el tobillo de Ribuld.

Con un jadeo y una mueca, el hombre cojeó hacia atrás. Por un instante se sujetó la pierna con ambas manos. Luego se obligó a mantenerse erguido. Un fruncimiento de ceño, mezcla de pesar, furia y regocijo, crispó su cicatriz.

Tras él, Argus rió como un adolescente.

—Mi dama —dijo Saddith con orgullo—, no dejes que estos bribones te molesten. No son tan fieros ni tan hombres como a ellos les gusta pensar. —Argus aceptó aquella observación con abierta sorpresa; Ribuld intentó ignorarla—. Y no se atreverán a incurrir en tu desagrado. Aunque son evidentemente torpes, entre los dos poseen el buen juicio suficiente como para saber que si incurren en tu desagrado incurrirán también en el mío, y entonces… —dirigió a los guardias una radiante sonrisa por encima del hombro— ninguno de ellos volverá a caminar normalmente en su vida.

Esta vez, ambos hombres hicieron poderosos esfuerzos por no reaccionar.

—Ahora, mi dama —prosiguió la doncella—, te he traído algo de cena, por si quieres tomar algún alimento. Puesto que no sé lo que estás acostumbrada a cenar, he pensado que lo mejor sería empezar de una forma sencilla. Pero si esto no es de tu agrado, me apresuraré a traerte lo que pueda de lo que me pidas.

La maestría de Saddith en dominar la situación permitió que Terisa se tranquilizara. Geraden le había dicho que pretendía conseguir que aquellos dos hombres fueran asignados a ella, para su protección. Hasta entonces, no había demostrado que su juicio fuera especialmente bueno. Por otra parte, había sido aliviado de su responsabilidad hacia ella…, lo cual parecía implicar que Argus y Ribuld no estaban allí a petición suya. Con un esfuerzo de concentración, consiguió hallar su voz.

—¿Qué están haciendo ellos aquí?

—¿Esos dos? —bufó desdeñosamente Saddith—. No puedo imaginarlo. Es decir, sé exactamente qué están haciendo. Pero por qué han sido escogidos para hacerlo, no tengo ni la menor idea. Indudablemente el Rey Joyse le dijo al capitán de la guardia que debías ser custodiada, ya sea por protección o por honor, y el capitán mostró su escaso buen juicio asignándoles a ellos dos la tarea.

Con su áspero susurro, Argus murmuró:

—Creo que no deberíamos dejar que hablara así de nosotros, Ribuld. Cantaría una canción muy distinta si la tuviéramos a ella sola.

—Si la tuviéramos a ella sola, pedazo de mierda de cerdo —respondió Ribuld con igual sutileza—, ella no necesitaría actuar así. No podrías asustar a dama Terisa con tus lujuriosas atenciones. —Miró a Terisa, y cambió sus modales hasta conseguir algo ligeramente aproximado al respeto—. La verdad, mi dama, es que no estamos de servicio.

—¿No? —Saddith se mostró moderadamente sorprendida.

—El capitán no sabe que estamos aquí…, y estoy seguro de que el Rey tampoco. Estamos haciendo esto por Geraden. A primera hora de esta tarde pasó por el cuerpo de guardia y nos pidió que te vigiláramos. Como un favor personal. No dijo qué era lo que le preocupaba, pero evidentemente estaba preocupado.

Encogió sus masivos hombros.

—Sí no nos quieres por aquí, puedes decir que nos vayamos. Tal vez lo hagamos. Pero creo que tal vez preferiríamos que antes se lo explicaras a Geraden. Puede que sea el hombre más torpe de Mordant, y demasiado joven para su edad además, pero no nos gustaría decepcionarle.

—Será mejor que digas —añadió Argus, en un intento de enunciado formal de sus buenos sentimientos que los huecos de sus dientes condenaban al fracaso— que procede de una buena familia.

Aquella explicación dejó a Terisa con la boca abierta. No sabía qué hacer. Miró impotente a Saddith.

La doncella estudió a Terisa, miró sardónicamente a los dos guardias, luego suspiró.

—Oh, deja que se queden, mi dama. Son capaces de hacer mucho menos daño del que desean que creas. Y dudo que estuvieran dispuestos a insultar a Geraden incurriendo en tu desagrado. Como dice este pedazo de torpe —señaló a Argus con un gesto de la cabeza—, la familia del Domne está muy bien considerada…, y en especial Artagel, que se dice que posee la espada más afilada de todo Mordant. —Hizo un guiño de complicidad a Terisa—. Entre otras cosas. —Luego resumió—: Incluso el hombre más valiente palidecerá si insulta a Geraden y tiene que enfrentarse a Artagel como consecuencia de ello.

Era Geraden quien había deseado responder a sus preguntas, Geraden quien había parecido preocupado por lo que podía ocurrirle. Ahora había desafiado —o al menos desobedecido— las órdenes del Rey Joyse disponiendo una protección para ella. Como si con ello le diera un voto de confianza, murmuró:

—De acuerdo.

Como respuesta, Argus dio un codazo a Ribuld y sonrió.

—¿Qué te dije? Nos quiere. Bajo esas curiosas ropas ya ha empezado a picarle todo el cuerpo. Sólo que mi dama Terisa es demasiado caprichosa para mostrarlo todavía.

Saddith se volvió hacia él y empezó a preparar una respuesta, pero Ribuld se le adelantó agarrando a Argus por el brazo y tirando de él hacia la puerta, mientras gruñía:

—Oh, cállate, bobalicón. No hay ninguna mujer en Mordant lo bastante desesperada como para que le pique el cuerpo de deseo hacia ti. —Argus intentó protestar, pero Ribuld abrió la puerta y empujó a su compañero hacia el pasillo. En el umbral, se detuvo el tiempo suficiente para decir por encima del hombro—: Estaremos aquí fuera toda la noche, mi dama —luchando por sonar respetuoso contra sus inclinaciones naturales—, si nos necesitas para algo.

La puerta cortó en seco el estallido de risa de Argus.

Saddith hizo girar los ojos con un ridículo afecto, luego avanzó para depositar su bandeja sobre una de las mesas.

—Como estaba diciendo, mi dama, si esto no es de tu agrado, sólo tienes que decírmelo. Los cocineros de Orison son una maldita pandilla de chapuceros, pero estoy segura de que intentarán proporcionarte todo lo que desees.

»Primero, sin embargo —prosiguió—, necesitas luz. —Se dirigió enérgicamente hacia la chimenea, encontró una ramilla entre los troncos, la prendió, y la utilizó para empezar a encender las velas y las lámparas.

Mientras la iluminación crecía a su alrededor, el débil resplandor de las ventanas pareció desvanecerse casi inmediatamente en la oscuridad, ocultando cualquier visión que Terisa pudiera tener del mundo exterior. Inesperadamente, sintió una débil decepción. Había perdido una oportunidad de mirar fuera y ver cómo era Orison, dónde y cómo estaba situado, qué tipo de entorno lo rodeaba. Antes, se había protegido contra aquel conocimiento; ahora lo deseaba. Su sueño debía haberle hecho más bien del que se daba cuenta.

Aquello explicaba también probablemente por qué parecía tener algo de hambre. Olvidó la cuestión de las ventanas y fue a mirar la comida.

Era familiar y sorprendente: tan familiar como el idioma hablado por la gente de aquel extraño lugar; tan sorprendente como el hecho de que aquella gente hablara un idioma casi idéntico al suyo. Según todas las apariencias, la bandeja contenía una gruesa loncha de jamón, aderezada con borraja y acompañada de pan moreno, queso suizo y judías verdes; la pequeña jarra contenía un pálido vino rosado. Y, de hecho, el jamón era inconfundible, del mismo modo que el pan. Bajo una inspección más detallada, sin embargo, la borraja parecía más bien tomillo, las judías verdes tenían una forma y un color ligeramente distintos del que estaba acostumbrada, y pese a su firme textura el queso sabía como tofu. El vino tenía un ligero aroma a canela.

Quizás hubiera debido temer que la comida de aquel mundo la pusiera enferma. A la vista de la creencia de Geraden de que tenía enemigos allí, quizás hubiera debido temer que la comida estuviera envenenada. Pero tales consideraciones parecían enteramente irreales. La gente a la que había conocido parecían seres humanos normales. Hablaban su idioma. Y, en lo que a ella se refería, ciertamente no era lo bastante sustancial como para ser objeto de malicia.

Sin más vacilación de la que había mostrado cruzando la habitación para examinar la comida, probó las judías verdes y descubrió que sabían a espárragos. Luego empezó con el pan y el vino.

—¿Te gusta, mi dama? —Saddith había terminado de encender las velas y lámparas tanto del saloncito como del dormitorio, y ahora estaba de pie observando a Terisa.

—Está muy bueno —respondió Terisa, como una niña obediente.

La doncella sonrió aprobadoramente.

—Entonces te dejaré ahora, mi dama. Si no quieres descansar y el anochecer se te hace largo, llámame. —Señaló el cordón de una campanilla que Terisa no había observado porque quedaba oculto detrás de una de las exhibiciones de plumas de pavo real—. Hallaremos alguna distracción para ti. Quizá desees ayudarme a probarte algunas de tus ropas. Algunas de ellas supongo que te encajarán perfectamente. O tal vez desees otra compañía. Tanto dama Elega como dama Myste desean conocerte, aunque ambas pensaban esperar hasta mañana a fin de que esta noche pudieras recuperarte de tu traslación. Ambas se sentirán fascinadas de conocer a una mujer Imagera.

Terisa ignoró aquella referencia a su supuesta maestría con los espejos.

—¿Quiénes son Elega y Myste?

—Son las hijas de mi señor Rey. Tiene tres, de las que Elega y Myste con la mayor y la más joven. La segunda, dama Torrent, vive con su madre la Reina Madin y Romish de Fayle. La Reina es la hija del Fayle.

Aquello respondía a la pregunta de Terisa. No sabía qué era Romish de Fayle, del mismo modo que no comprendía Domne o siquiera Orison. Pero ahora sabía que no deseaba conocer a Elega ni a Myste aquella noche. No deseaba ver a nadie que suscitara más preguntas y ninguna respuesta. Sólo deseaba a Geraden…, o posiblemente (un hormigueante pensamiento) al Maestro Eremis, que tal vez la había considerado encantadora. Puesto que no podía pedirle a Geraden que corriera más riesgos por ella, declinó la oferta de Saddith.

—Creo que esta noche descansaré.

—Muy bien, mi dama. —Saddith hizo una cortés inclinación de cabeza y se dirigió hacia la puerta.

Pero junto a ella se detuvo, con una mano en el picaporte. Haciendo girar nuevamente los ojos, indicó a Ribuld y Argus al otro lado de la cerrada hoja. Luego mostró a Terisa el cerrojo que aseguraba la puerta desde dentro e hizo gestos de correrlo.

Terisa sonrió con alivio y gratitud.

—Gracias. Lo recordaré.

Saddith replicó con otra sonrisa y salió, cerrando suavemente la puerta tras ella.

Inmediatamente, Terisa fue a la puerta y corrió el cerrojo. A través de la gruesa madera pudo oír débilmente a Saddith, Ribuld y Argus hablar entre sí. Estuvo tentada de escuchar, simplemente porque no comprendía cómo una mujer joven podía tener aquel tipo de relación con aquellos hombres. Sin embargo, se retiró hacia la mesa donde le aguardaba la comida; y al cabo de uno o dos pasos las alegres voces se hicieron inaudibles.

Estaba sola.

Sorprendentemente, se sintió agradecida de la presencia de Argus y Ribuld al otro lado de la puerta. No eran exactamente tranquilizadores en sí mismos, pero —se dio cuenta lentamente— eran las primeras personas en aquella imposible situación que reaparecían tras una ausencia. Geraden la había atraído fuera de su propia vida a una estancia llena de Maestros, pero al poco tiempo todos ellos se habían ido. Había sido llevada al Rey, y había sido despedida de su estancia. A continuación había sido puesto a cargo de Saddith, y el Rey Joyse y el Adepto Havelock habían desaparecido en el pasado. Cada nueva persona con la que se encontraba podía haber sido creada únicamente para aquel encuentro; podía dejar de existir tan pronto como ella se dirigía hacia alguna otra.

Era concebible que absolutamente nada de aquello fuera real.

Ribuld y Argus, sin embargo, hablaban de Geraden como si tuviera una continuidad de existencia propia, aparte la de ella. Eran lo bastante sustanciales como para tener una relación con Saddith que no la incluía a ella, Terisa. En consecuencia, daban a entender que lo que le estaba ocurriendo a ella tenía continuidad, solidez, una fiable fidelidad a sus propias premisas y exigencias. Daban a entender que si fuera capaz de volver sobre sus pasos encontraría la estancia del Rey y la cámara de los Maestros allá donde las había dejado; que Geraden estaba vivo y de alguna manera activo no demasiado lejos, intentando hacer algo respecto a su preocupación por ella; que, por alocadas que fueran sus circunstancias, parecía que podía confiar en ellas tanto como había confiado siempre en su propio mundo.

Aquello era una conclusión más bien amplia que extraer de un hecho pequeño. Sin embargo, provisionalmente, la aceptó. La hizo sentirse un poco menos temerosa.

Una preocupación enteramente no metafísica la impulsó a caminar de nuevo a través de sus habitaciones para verificar que no había otras entradas. Luego se sentó y dio cuenta de su cena con al menos una aproximación al placer.

Cuando terminó de cenar, el vino le había dado una cierta somnolencia. Pero estaba aún demasiado inquieta para tomar en consideración el volver a la cama; así que decidió probarse algunas de las ropas que Saddith había traído para ella.

Muchas de ellas la frustraron: las presillas o lazos o botones o corchetes que las cerraban eran tan inconvenientes que no podía ponérselas sin ayuda. Pese a ello, sin embargo, la sorprendieron como elegantes y finamente confeccionadas. Y los mantos y batas y vestidos que consiguió ponerse por sí misma la hicieron anhelar un espejo en el que pudiera ver cuál era su aspecto. ¿Era posible que este escote o esta cintura apretada o estas mangas abombadas o este intrincado bordado la hicieran bella? Inmersa en lo que estaba haciendo, no se dio cuenta del paso del tiempo.

Se había puesto un manto color borgoña que llegaba hasta el suelo, hecho de suave terciopelo, con un ancho ceñidor y una capucha que podía echarse sobre la cabeza y ocultar su rostro, y acababa de decidir quitárselo y volver a la cama para dormir un poco más, cuando la madera de la parte de atrás del armario frente al que estaba de pie se agitó y empezó a moverse hacia un lado.

Rozando unos contra otros, los paneles del fondo del armario se abrieron a un pozo de oscuridad.

De la oscuridad brotó una figura.

Si su intención había sido no hacer ruido, fracasó significativamente: sonidos de golpes y roces acompañaron todo su camino. La ropa colgada que bloqueaba su paso fue echada poco ceremoniosamente a un lado.

Pudo oír murmurar para sí misma a la figura:

—Tranquilo, tranquilo. —Su voz era vieja y aguda, vacilante, cuando murmuró—: Deslizarse al interior del dormitorio de hermosas mujeres. Jee jee. Oh, sigues siendo un demonio, ¿sabes? Los espejos sólo son cristales, pero la lascivia y el libertinaje permanecen.

Sólo entonces se dio cuenta de que la parte frontal del armario estaba abierta…, de que Terisa estaba de pie mirándole, con las manos sobre su boca y una expresión en sus ojos que tanto podía ser terror como hilaridad.

—¿Qué estás haciendo aquí? —jadeó ella—. ¿Qué es lo que quieres?

Con sus gruesos labios temblando, el Adepto Havelock se encogió como si ella le hubiera amenazado con golpearle.

Pese a la alarma que pugnaba por brotar de su garganta, Terisa se dio cuenta del enorme conflicto entre su ascética nariz y su sibarítica boca, el desenfoque de sus ardientes ojos. Su contradictorio rostro le hacía parecer salvaje…, una apariencia agravada por los pocos mechones de pelo que quedaban en su cráneo. Y, sin embargo, parecía estar haciendo todo lo posible por calmarla. Sus manos hicieron gestos tranquilizadores; toda su actitud era no amenazadora, incluso deferente.

—Deliciosa —dijo, como si quisiera decir: Discúlpame—. Todas las mujeres son carne, pero tú eres su perfección. —No pretendía asustarte—. Ja, ja, deslizarse furtivamente en los dormitorios. —No voy a hacerte ningún daño—. Lascivia y libertinaje. —Puedes confiar en mí.

Estaba loco…, eso era indudable. Desgraciadamente, aquel conocimiento no era de mucha ayuda. Estaba loco, ¿y qué? ¿Qué podía hacer ella al respecto? No tenía la menor idea.

Mientras lo estudiaba cautelosamente, retrocedió uno o dos pasos para dejar más espacio entre los dos. Luego dijo:

—Hay dos guardias al otro lado de mi puerta. Los dos son fuertes, y tienen largas espadas. Si grito… —dudó, y casi se sumió en el pánico cuando recordó que la puerta estaba cerrada por dentro con el cerrojo—, estarán aquí antes de que puedas tocarme.

Con las palmas extendidas, hacia ella, las manos del hombre siguieron haciendo movimientos apaciguadores. Partes de su rostro expresaban un miedo del que otras partes eran ignorantes: sus ojos giraron y su labio inferior cayó, dejando al descubierto unos amarillos y retorcidos dientes; pero su nariz y sus pómulos parecían demasiado decididos para admitir el miedo.

—Este invierno hiela mis huesos —dijo, como si fuera un alto secreto—. Nadie comprende el brinco.

Aunque estaban hablando en murmullos, se llevó un dedo a los labios. Luego se volvió hacia el armario e hizo un signo de que ella le siguiera.

—¿Quieres que me meta ahí dentro? —La tensión hizo que su voz temblara como la de él. La oscuridad tras las ropas colgadas era demasiado profunda para ser medida—. ¿Por qué?

Tan persuasivamente como le fue posible, él respondió:

—El Rey intenta proteger sus piezas. Individualmente. ¿De qué le sirve? De nada. De-na-da. Todo es estrategia. Hay que sacrificar a los hombres correctos para atrapar a tu oponente.

Mientras hablaba no dejaba de hacer gestos con la cabeza, animándola a unírsele.

—No, lo siento. —La idea de entrar en aquel lugar desconocido detrás del armario era más aterradora aún que la inesperada aparición del Adepto—. No puedo meterme ahí. —Estaba familiarizada con los espacios cerrados y oscuros. Pese a todos sus esfuerzos por olvidarlos, recordaba casi cada detalle de los tiempos en que sus padres la habían castigado encerrándola en un armario a oscuras. Había aprendido mucho acerca de su propia realidad en esas ocasiones. En uno de aquellos armarios había empezado por primera vez a sentirse desvanecer, a derivar fuera de la existencia en aquella oscuridad que lo anulaba todo—. Está demasiado oscuro.

—Jo ja ja —respondió él, y su tono era de súplica. Sólo podía mirarla con un ojo a la vez, y las arrugas de su rostro se crisparon en una súplica—. Oscuridad y lascivia. Apagamos las luces para que nadie vea como nos recreamos. No necesitas luz para ver la carne.

Rebuscó en un bolsillo de su sobretodo y extrajo un irregular trozo de cristal de aproximadamente el tamaño de su palma. Lo sostuvo de tal modo que ella no pudo mirarlo; pero tuvo la impresión de que era un espejo pequeño.

El hombre murmuró algo, pasando su mano sobre el cristal, y un haz de cálida luz amarilla tan brillante como la del sol brotó directamente de la superficie.

Brilló por todo el armario. Le mostró a Terisa que la oscuridad era un pasadizo de piedra que se curvaba hacia abajo en el interior de la pared de la habitación.

Havelock apuntó su luz hacia el pasadizo para mostrarle a ella que era seguro. Luego le hizo de nuevo un vehemente gesto con la cabeza, pidiéndole, exigiéndole que fuera con él.

—No —repitió ella—. No puedo. No sé lo que quieres. No sé lo que intentas hacer conmigo. —Buscó alguna respuesta que pudiera penetrar en sus dementes intenciones y preguntó—: ¿Sabe el Rey Joyse que estás aquí?

Aquello fue evidentemente un error. De pronto Havelock se convirtió en el furioso viejo que había arrojado sus piezas al techo y había ido de un lado para otro en la estancia del Rey.

—¡Preocúpate de Joyse y todos sus escrúpulos! —rugió el Adepto, tan furioso que apenas fue capaz de contener su voz. Su rostro adquirió un apoplético color rojo. Y, sin embargo, consiguió dominarse: al menos retenía la cordura suficiente—. ¡Juega tan mal como sus hijas! Mujeres y estupidez.

Agitó las manos, hizo gestos que prácticamente gritaban: ¡Ven conmigo!

Para defenderse, ella respondió:

—Geraden me advirtió que el Rey tiene enemigos. ¿Estás intentando traicionarle?

Havelock se detuvo bruscamente. La miró como si ella acabara de golpearle. Por un segundo todo su rostro expresó solamente sorpresa y desánimo.

Luego, una expresión artera asomó a sus ojos.

Terisa tuvo la impresión de que el peligro se lanzaba contra ella. Pero era algo impreciso: no supo cómo reaccionar. Así que permaneció de pie donde estaba, impotente como un poste, mientras él alzaba su cristal y lo hacía brillar directamente hacia su rostro.

Era tan brillante como el sol; le hizo alzar las manos y retroceder para proteger sus ojos.

Tropezó contra la cama, casi perdió el equilibrio. Pero, antes de que pudiera caer o saltar a un lado, Havelock aferró su muñeca con una huesuda mano y tiró de ella hacia el armario.

No era tan fuerte como parecía. Si ella hubiera podido afirmar sus pies, hallar alguna palanca, hubiera conseguido soltarse. Sin embargo, él era demasiado rápido para eso.

Manteniéndola desequilibrada, la impulsó a través de la estancia, al interior del armario y hacia la abertura del pasadizo.