4

El viejo senil

—Arrogancia —murmuró uno de los Imageros. Otro sonrió su deleite ante la frustración de Eremis. Pero la mayor parte de la Cofradía sentía de otro modo. El Maestro Gilbur se encogió enérgicamente de hombros. El hombre con rostro de conejo frunció la nariz.

Todos miraban a Geraden.

Temblando interiormente, Terisa lo estudió también. En voz baja, con vacilación, preguntó:

—¿Qué has querido decir con que él cree que no existo? ¿O que no existía hasta que fui trasladada por el espejo? —Aquella idea le había golpeado de una forma demasiado dura, demasiado profunda. ¿Era tan evidente la incertidumbre de su existencia que incluso unos desconocidos podían apreciarla?—. Eso no tiene ningún sentido. Nada de esto tiene ningún sentido. Ni siquiera sabéis quién soy.

Inmediatamente, Geraden empezó a disculparse:

—Lo siento, mi dama. Sigo tratándote mal, cuando eso es la última cosa que deseo. —Su mirada se cruzó con la suya con una expresión de valiente desánimo…, infeliz por su terca habilidad de hacer o decir siempre las cosas equivocadas, pero decidido a enfrentarse a las consecuencias—. Hubiera debido dejarte marchar con el Maestro Eremis. No sé lo que me ocurrió.

Antes de que ella pudiera protestar que no era aquello lo que había querido decir, el Maestro Barsonage intervino:

—Apr Geraden —dijo—, tenemos poca paciencia hacia tu contrición en estos momentos.

—Lo siento —dijo de nuevo Geraden, reflexivamente.

—Es una historia que hemos oído ya muchas veces —siguió el Maestro con un tono como una barra de plomo—. Evítanosla, pues, y en vez de ello escúchame. No te ordenaré que no le hables al Rey de esto, puesto que sé que no me obedecerás. Pero te diré una cosa. Ella está aquí gracias a tu intervención. Es tu responsabilidad. Ofrécele la cortesía de la hospitalidad de Orison al tiempo que el respeto de la Cofradía. Es un misterio para nosotros, y debe ser bien tratada.

»Pero —apoyó una firme mano sobre el hombro de Geraden— no respondas a sus preguntas, Apr.

Los ojos de Geraden se abrieron mucho ante aquello. Ignorando a Terisa, Barsonage tensó la presa de su mano y su tono.

—Como el misterio que es para nosotros, constituye un peligro. No traiciones a Mordant o la Cofradía hasta que estemos seguros de ella.

La mirada de Geraden se apartó de la del Maestro. Estudió las piedras bajo los pies de Terisa y no dijo nada.

Muy suavemente, el grueso hombre insistió:

—¿Me comprendes, Apr? Soy el mediador de la Cofradía. Si te digo que te vayas, jamás volverás a ser considerado para la casulla de Maestro.

Ninguno de los demás Imageros dijo nada. Algunos de ellos parecían irritados; algunos parecían estar conteniendo el aliento. El aire en la habitación era aún demasiado frío como para que uno se sintiera cómodo en él.

El hombro de Geraden se retorció bajo la mano del mediador; luego se irguió contra la presión.

—Te comprendo, Maestro Barsonage. —Sonaba muy lejano y solitario—. La dama es mi responsabilidad.

—En todos sentidos.

—En todos sentidos.

Lentamente, el Maestro Barsonage soltó su mano.

—Admirable —murmuró—. El buen sentido vuelve a ti.

—¡Ja! —bufó el Maestro Gilbur—. Admirable, realmente. —Miraba sombrío a Geraden—. Si crees que va a mantener su palabra, Barsonage, es que te has vuelto senil.

Ante aquello, el Maestro Barsonage apoyó las manos en sus costados como duelas de barril.

—Déjame prevenirte en contra de tales afirmaciones, Maestro Gilbur. Se confía poco en nosotros…, y menos aún cuando hablas con tal desprecio. El Apr Geraden procede del honesto y honorable linaje de los Domne. Los hijos de los Domne han sido siempre de confianza.

Entonces, bruscamente, se apartó de Geraden y Terisa.

—Estas reuniones consumen demasiado tiempo —dijo con voz amistosa, a nadie en particular—. Vuelvo a retrasarme para mi comida del mediodía. —Dio una palmada a su estómago y preguntó—: Maestros, ¿os unís a mí?

Varios de los Imageros asintieron; Gilbur y otros declinaron con varios grados de cortesía. La Cofradía empezó a disgregarse a medida que los Maestros abandonaban el centro de la estancia y se dirigían hacia las puertas más allá de las columnas. Tras unas cuantas miradas por encima del hombro y uno o dos comentarios murmurados, dejaron a Terisa y Geraden solos.

Éste seguía contemplando las piedras bajo los pies de ella, como si se sintiera avergonzado.

Ella le miró parpadeante, sintiéndose vagamente estúpida. ¿Nadie iba a responder ninguna de sus preguntas? ¿Nadie iba a decirle por qué el Maestro Eremis creía que ella no existía? Seguro que tenía derecho a protestar.

Cuando era pequeña, sin embargo, había cometido ocasionalmente el error de protestar, de intentar mantener sus posiciones. ¡No es justo que tenga que irme siempre a la cama, nunca me queréis a vuestro alrededor! Las reacciones que había recibido le habían enseñado a muy temprana edad la estupidez de lo que estaba haciendo. Sus padres habían deseado que se grabara lo menos posible en sus consciencias. Su padre, en particular, se había mostrado muy pocas veces gentil cuando ella había intentado que reparara en su existencia. Siguiendo su ejemplo, muchos de los sirvientes la habían tratado con una desnuda tolerancia. Y las numerosas escuelas privadas a las que había sido enviada tenían instrucciones específicas en lo que a ella se refería. Una niña pasiva era simplemente olvidada; una asertiva era siempre castigada. Y era el castigo lo que la había convencido de que tal vez no fuera real. A lo largo de los años, había aprendido a dejar translucir cada vez menos de sus emociones que conducían a exigencias y rechazo.

Así que, en vez de dedicarse a protestar de alguna forma, hizo lo siguiente que consideró mejor: observó el enrojecimiento de la vergüenza de Geraden y no dijo nada.

Cuando él alzó finalmente la cabeza, su aspecto era miserable.

—Lo siento, mi dama. Esto no es lo que creía que iba a ocurrir, en absoluto. Sabía que tendrían que ser convencidos…, en especial el Maestro Gilbur. Pero no pensé que ellos… —Hizo una mueca—. No es justo arrastrarte hasta esto y luego negarnos a responder a tus preguntas. Simplemente, no es justo. Y es de nuevo culpa mía, por supuesto.

Para conseguir que siguiera hablando, Terisa preguntó:

—¿Cómo es culpa tuya?

—No les hablé de tus espejos —murmuró él hoscamente. No parecía servir de nada recordarle que ella no podía comprender lo que él quería decir con aquello, así que preguntó:

—¿Por qué no lo hiciste? Él se encogió de hombros.

—Quería hacerlo. Pero, en el último segundo, tuve una intensa sensación… —Su voz murió, luego volvió a brotar, más fuerte—: Simplemente no confío en el Maestro Eremis. Ni en el Maestro Gilbur tampoco. No quiero decirles nada.

Terisa lo estudió por unos instantes.

—Pero sigues sin estar dispuesto a responder a mis preguntas. —Gracias a sus años de entrenamiento, su tono casi no traicionó nada de su amargura.

—No —respondió él, con una mueca—. No puedo. Ya le oíste. Creo que está equivocado, pero eso no significa ninguna diferencia. Puede echarme de aquí. He estado intentando ser un Maestro desde que tenía quince años. No puedo abandonar ahora. Lo siento —dijo de nuevo.

Con los ojos brillantes, pero incapaz de cruzar su mirada con la de ella, se detuvo. Su expresión afligida le hacía parecer más joven de lo que era…, de hecho, más joven incluso que ella misma. Inesperadamente, se dio cuenta de que no se sentía furiosa contra él, ni siquiera allá en los lugares secretos de su corazón donde mantenía ocultas sus emociones peligrosas. Parecía estar tan preocupado por ella como por él mismo. Aquél era un grado de consideración al que no estaba acostumbrada.

Como respuesta, se sorprendió a sí misma preguntando:

—¿Crees que existo?

Él la miró bruscamente, con el brillo de sus ojos desaparecido de pronto.

—Bueno, por supuesto. ¿No es evidente? De hecho, eres la prueba de lo que el Rey Joyse y el Adepto Havelock han estado diciendo todo el tiempo. Los Maestros como Eremis y Gilbur creen que los espejos crean lo que vemos en ellos. Esas cosas sólo existen cuando son trasladadas fuera del cristal. Pero eso nunca tuvo sentido para mí. Y ahora suena como una tontería…, ahora que he entrado por mí mismo en un espejo y te he encontrado a ti. —La excitación mejoró considerablemente su apariencia—. Fue una auténtica impresión, cuando crucé el cristal esperando hallar al campeón, y en su lugar te encontré a ti…, pero me convenció de que eres real. Todo en los espejos es real.

Entonces se controló; la excitación desapareció de su rostro. Se mostró distante y cauteloso, avergonzado de nuevo.

—Pero no se supone que deba responder a tus preguntas.

Terisa casi se echó a reír. Surgido de la nada, él la hacía sentirse real…, más de lo que se había sentido desde hacía mucho tiempo. Ya la había convencido de que, si conseguía que siguiera hablando, no sería capaz de rechazarla. La tomaba demasiado en serio como para rechazarla.

—Apr Geraden —dijo—, si soy real, tengo que ser importante. Aunque sea un accidente, tengo que ser importante. ¿No crees que puede ser una buena idea preguntarme quién soy?

El joven abrió mucho los ojos: la miró fijamente, boquiabierto. Al parecer, se había visto tan involucrado en su traslación y su discusión con los Imageros que había olvidado la simple cortesía de preguntarle su nombre. Darse cuenta de aquello le hizo temblar al borde de más contrición y miseria; más disculpas.

Pero, un instante más tarde, captó el espíritu de su pregunta. Su rostro se escindió en una sonrisa; se echó a reír.

—Oh, un buen tanto para ti, Geraden —dijo, sacudiendo la cabeza en divertido horror—. Realmente estás haciendo bien las cosas hoy. —Luego retrocedió un paso, adoptó una pose de fingida dignidad e hizo una extravagante reverencia. El esfuerzo le hizo perder el equilibrio; estuvo a punto de caer—. Mi dama —entonó—, me postro humildemente ante ti. ¿Te dignarás ofrecerme el sublime honor de tu nombre y condición?

—No seas tonto —respondió ella, intentando ocultar su regocijo—. No tengo ninguna «condición». Me llamo Terisa Morgan.

—Mi dama Terisa de Morgan —prosiguió él sentenciosamente—, eres demasiado amable. Soy tu más indigno servidor. Pero, si quieres acompañarme, será una gran alegría para mí presentarte a Joyse, el fundador de la Cofradía, señor de los Dominios y Rey de Mordant.

Luego cambió a su actitud normal.

—Creo que será una buena idea que te lo presente de inmediato. Necesita saber de ti, no importa lo que digan algunos de los Maestros. Comprenderá lo importante que eres. Y puede que esté dispuesto a decirte lo que está ocurriendo aquí.

Cuando dijo esto, la actitud de ella se agrió. La referencia a «lo importante» que era colocó en su sitio su sentido de la realidad de la situación. De una u otra forma, ella era un error: era la persona equivocada. En consecuencia, sintió una repentina e irracional reluctancia a enfrentarse al Rey Joyse. Podía echarse a reír como su padre ante la idea de que ella era importante.

—Geraden —preguntó, incierta—, ¿hay realmente alguna razón para todo esto? No estaréis haciendo algún experimento conmigo, ¿verdad? Practicando vuestras traslaciones.

De alguna forma, él miró directamente a su rostro y comprendió lo que ella sentía. Su expresión se hizo de inmediato más sobria; la simpatía ablandó sus ojos.

—Mi dama, te juro por mi corazón que la necesidad es urgente. El Rey Joyse cortaría la cabeza a cualquier Imagero que hiciera de una forma frívola lo que hemos hecho contigo…, aunque hay algunos —hizo una momentánea disgresión— que tal vez lo intentarían, si no fueran refrenados por la Cofradía.

»Además —continuó—, te juro que si tu traslación es un accidente, un error de algún tipo…, haré todo lo posible por devolverte a tu propio mundo.

»Y una cosa más, mi dama. —Su tono y su mirada se hicieron más agudos—. Hallaré una forma de devolverte a tu mundo de todos modos, si el Rey Joyse o el Maestro Barsonage o alguien no decide empezar pronto a tratarte un poco mejor.

Terisa miró fijamente a sus ojos y descubrió que le creía, pese a ella misma. La idea en sí era secretamente asombrosa…, que cualquier hombre, por propenso que fuera a los accidentes, la mirara y le hiciera seriamente promesas. Para disimular su asombro se apartó ligeramente de él. Luego, con un tono tan distante como pudo, dijo:

—Será mejor que me llames Terisa. No soy la «dama» de nadie. No quiero que el Rey adquiera falsas ideas. Sintió más que vio la aprobación del joven.

—Gracias —dijo él—. Creo que haces lo correcto. Tengo una buena impresión al respecto. —Apoyó tentativamente una mano sobre su brazo—. ¿Vamos?

Su atención estaba centrada en ella, como si deseara hacerle más promesas. Como respuesta, ella le ofreció la educada y no comprometedora sonrisa que había perfeccionado cuando era una quinceañera…, y gruñó para sí misma porque su respuesta a él era tan vacía como la de él a ella. Pero siguió sonriendo de aquella forma mientras asentía con la cabeza.

Él hizo un gesto más allá de las columnas.

—Por aquí, entonces.

Ella se sintió agradecida de que él soltara su brazo mientras la conducía hacia una puerta.

La puerta era una pesada construcción de madera con gruesos cerrojos y pasadores: parecía como si su intención fuera originalmente retener a la gente fuera de aquella sala…, o retenerla dentro. Dentro, decidió cuando Geraden abrió la puerta, que giró hacia fuera. Pero los cerrojos estaban dispuestos de tal modo que sólo podían ser accionados desde dentro.

Mientras el joven la conducía fuera de la sala, tropezaron con dos guardias en el corredor.

Ambos hombres eran anchos, toscos y mal afeitados veteranos, con la apariencia del duro servicio sobre sus espaldas. Llevaban cotas de malla y polainas sobre sus ropas de cuero, y cascos de acero apretadamente encajados sobre sus cabezas. Los dos llevaban largas espadas al cinto y sujetaban una pica en su mano derecha. Uno de ellos estaba marcado por una antigua cicatriz que corría desde su cuero cabelludo y bajaba por su frente, entre sus ojos, y por un lado de su nariz hasta casi su boca. El otro había perdido varios dientes.

El que le faltaban los dientes miró a Terisa de una forma nada tranquilizadora; pero el otro se dirigió a Geraden con tono familiar, preguntándole si quedaban algunos Maestros en la sala.

Cuando Geraden agitó negativamente la cabeza, el guardia relajó algo su postura.

—Entonces estamos fuera de servicio por un tiempo. Escucha, Geraden. Argus y yo tenemos un barrilito de cerveza aguardándonos. ¿Qué te parece? ¿No queréis tú y… —lanzó una sugerente mirada de reojo a Terisa— tu compañera uniros a nosotros para un trago?

—Creo, Ribuld —dijo Geraden con buen humor— que tú y Argus olvidasteis cómo se piensa el día que decidisteis ser soldados. Para tu información, mi «compañera» es dama Terisa de Morgan, y no tiene la menor intención de malgastar su tiempo bebiendo cerveza con gente como vosotros. En estos precisos momentos el Rey está aguardando para conocerla.

—Demasiado buena para nosotros, ¿eh? —murmuró Argus. Pero Ribuld le lanzó un fuerte codazo a las costillas; dio un paso atrás, con una expresión apoplética en su rostro.

Sonriendo, Geraden condujo a Terisa pasillo abajo.

—No dejes que te preocupen —dijo en voz baja el joven mientras seguían caminando—. Tienen muy mal aspecto, pero son buenos hombres. Se entrenaron con mi hermano Artagel. Voy a intentar que los asignen a tu vigilancia.

—¿Para qué necesito guardias?

—Porque… —empezó a decir él. Esta vez, sin embargo, se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba haciendo—. Por la misma razón que no se supone que deba responder a tus preguntas. Mordant tiene demasiados enemigos. La Cofradía tiene demasiados enemigos. Y el Rey Joyse… —Se detuvo de nuevo, con una expresión de inconsciente dolor en su rostro—. Estés aquí por accidente o no, ya tienes enemigos. Puesto que soy responsable de ti, deseo asegurarme de que dispongas de guardias…, guardias que te tomen en serio. Ribuld y Argus harán eso por mí porque soy el hermano de Artagel.

Al cabo de un momento murmuró:

—El Maestro Barsonage cometió un gran error diciéndome que no respondiera a tus preguntas.

Siguió caminando en silencio junto a ella por el corredor.

El corredor era de los mismos bloques grises de granito que formaban las paredes y el techo de la sala de la Cofradía; y daba varios giros, cruzaba varias puertas, una escalera, hasta desembocar finalmente en una sala cuadrada lo suficientemente amplia como para ser un salón de baile.

Aquel lugar tenía un suelo liso, con las piedras cuidadosamente encajadas, de modo que no había huecos entre ellas; balcones alrededor de las paredes, donde los músicos podían sentarse para tocar, o desde donde los grandes señores y damas podían observar el baile; varias enormes chimeneas para proporcionar calor. En cada esquina, unas amplias escalinatas se curvaban graciosamente hacia arriba hasta perderse de vista. Pero el lugar estaba muerto. Flotaba en él una atmósfera de desuso, incluso de abandono; la gente y los músicos, la excitación y el color que podían haberle proporcionado alegría habían desaparecido. Las chimeneas estaban frías; y la única luz procedía de estrechas ventanas muy altas sobre los balcones de una pared, con el resultado de que la sala estaba llena de penumbra. Las ventanas permitían un atisbo de tétricas nubes.

Terisa se estremeció cuando Geraden la encaminó hacia una de las escalinatas.

—Éste no es el camino directo —comentó el joven—. Pero si cruzáramos el patio estropearíamos tus ropas. —Terisa pensó que era afortunada por ir cálidamente vestida como iba. Lo que podía ver del cielo a través de las ventanas daba la impresión de que se hallaban en invierno.

La escalinata los llevó al piso de arriba. Desde allí, el joven la condujo a través de una sucesión de pasillos, cortas escaleras y salas que creaban una extraña impresión, como si el enorme montón de roca a través del que avanzaban hubiera sido construido al azar, apilando masas una encima de otra. Pero el instinto hacia los percances del joven no incluían ninguna incertidumbre acerca de dónde iba: conocía íntimamente aquel lugar.

Mientras caminaban, empezaron a encontrar más y más gente. Muchos de ellos eran guardias, de servicio o realizando oscuras misiones; pero muchos más parecían ser los habitantes del edificio. Algunos viejos se inclinaban sobre sus escobas en los corredores, barriendo pequeños montones de polvo con diligente desatención. Las muchachas se escabullían aquí y allá, llevando montones de ropas o cubos o bayetas. Los muchachos pasaban velozmente por su lado, fingiendo probablemente que estaban dedicados a algo urgente para que nadie los detuviera y los pusiera a trabajar en alguna otra cosa. En cuanto a los hombres y mujeres…

Terisa descubrió que podía estimar fácilmente su rango por sus atuendos. Todos iban vestidos con ropas cálidas; pero las fregonas y las camareras llevaban faldas de lana, chales de lana sobre sus blusas y gruesas sayas, mientras que las damas llevaban mantos hasta el suelo de tafetán o satén y suaves botas de piel, con joyas en el pelo o rodeando sus cuellos. Los sirvientes y barrenderos vestían como el propio Geraden, con chaquetillas, pantalones y botas, quizá con una larga daga enfundada en sus cintos, pero los señores llevaban sobretodos elaboradamente tejidos sobre camisas sueltas y ajustadas calzas, con sables en ornamentadas fundas a sus caderas. Y los grados intermedios de rango podían definirse inmediatamente por la presencia o la ausencia de una espada o un escote, por la longitud de un manto o los bordados de un sobretodo.

Pese a su elegancia, sin embargo, ni siquiera los más espléndidos señores y damas parecía que se lo pasaran bien. Casi sin excepción, se comportaban como gente que vivía bajo una sombra.

Varios individuos con los que se cruzaron Terisa y Geraden saludaron a éste, bien por su nombre o por su título.

Todos ellos miraron a Terisa tan abiertamente como se atrevieron.

Al cabo de un rato, empezó a darse cuenta de que probablemente nunca habían visto a nadie como ella antes. Esta idea era sorprendente…, e inquietante.

Poco después, Geraden la condujo subiendo una serie de escaleras que giraban hacia atrás y hacia adelante como si ocuparan el interior de una torre. Conducían a una alta puerta tallada con un guardia estacionado a cada lado. Aquellos hombres tenían mejor aspecto que Argus y Ribuld, aunque no parecían menos experimentados y peligrosos; pero saludaron a Geraden con la misma familiaridad.

—Ésta es dama Terisa de Morgan —dijo Geraden—. ¿Queréis anunciarnos? Creo que el Rey deseará conocerla.

Los guardias hicieron medio disimulados esfuerzos de ocultar la forma en que la miraban insinuantemente. Uno de ellos se encogió de hombros; era su deber custodiar al rey, pero resultaba claro que no veía ninguna razón para considerar a Geraden peligroso. El otro llamó a la puerta, penetró en la estancia al otro lado y cerró la puerta a sus espaldas.

Regresó un momento más tarde.

—Podéis entrar. Pero id con cuidado. El Rey y el Adepto Havelock están jugando al brinco. Si el Adepto decide que has molestado su concentración, puede hacer algo desagradable.

Geraden dirigió al hombre una hosca sonrisa.

—Comprendo.

Su mano acarició ligeramente el brazo de Terisa, y la empujó hacia la semiabierta puerta.

La habitación en la que entraron la sorprendió. Era la primera estancia ricamente adornada que veía en aquel lugar, y, aunque era aproximadamente del mismo tamaño que su sala de estar y su comedor juntos, era cálida. Una gruesa alfombra, tejida con un dibujo abstracto de resplandecientes azules y rojos, cubría la mayor parte del suelo. La pared de piedra había sido recubierta con paneles de madera clara, y cada panel estaba elegantemente decorado, algunos con tallas, otro con un fino trabajo de taracea. En una serie de soportes de bronce clavados a la pared ardían velas; pequeños candelabros de cinco brazos se erguían sobre ornamentadas mesas en las esquinas de la habitación y a ambos lados de la repisa de la chimenea. Bajo las llamas de ésta brillaba un abundante lecho de brasas.

Dos hombres de edad estaban sentados el uno frente al otro ante una pequeña mesa en el centro de la habitación. Uno de ellos llevaba un manto de terciopelo púrpura que lo cubría como una tienda. Parecía perdido en él, como si hubiera sido cortado para él cuando era joven y poderoso y ya no le encajara ahora que su cuerpo se había encogido. Esa impresión se veía reforzada por su cabello y su barba completamente blancos, por el débil tinte azul que las venas proporcionaban a su piel, por la artrítica hinchazón de los nudillos de sus manos, y por el tono azul acuoso de sus ojos. Una pequeña corona de oro mantenía su pelo apartado de su rostro.

—El Rey Joyse —susurró Geraden a Terisa.

El otro hombre había perdido la mayor parte de su cabello, y lo que quedaba de él brotaba de su coronilla en alborotados mechones. Su nariz de halcón le daba a su rostro una ferocidad que era desmentida por el constante temblor de sus carnosos labios. Llevaba un colgante sobretodo sin ningún adorno, que alguna vez debía haber sido blanco, sin —por todo lo que Terisa podía decir— nada debajo. Pero sobre sus hombros llevaba una casulla amarilla.

—El Adepto Havelock —susurró Geraden—. Algunos de los Maestros lo llaman «el Esbirro del Rey».

Ambos hombres estaban intensamente concentrados sobre un tablero de juego colocado entre ellos. Estaba compuesto por cuadros alternos rojos y negros, pero sólo los cuadros negros eran utilizados. Sobre ellos había pequeñas piezas redondas: las del Rey eran blancas; las de Havelock, rojas. Mientras observaba el tablero, Terisa vio que Havelock hacía un movimiento, haciendo brincar uno de sus hombres sobre dos de los del Rey y retirando éstos de sus respectivos cuadros.

Estaban jugando a las damas.

El reconocimiento la sobresaltó de pies a cabezas, alterándola desproporcionadamente. Después de todo, era sólo un juego menor…, uno de los pocos a los que había jugado. Uno de los criados de su padre se lo había enseñado en su tiempo libre cuando ella tenía diez años; y habían jugado a intervalos durante casi un año, hasta que el criado perdió su trabajo. Era un hombre robusto y achaparrado con una sorprendente dulzura en sus ojos y una sonrisa infrecuente. La verdad era que a ella nunca le había gustado el juego: había jugado tan ansiosamente a él porque se había encariñado enormemente con el hombre. Su constante atención y sus pequeñas cortesías hacia ella la habían encantado por completo. Cuando el hombre fue despedido, ella reunió de algún modo el valor suficiente para preguntarle a su padre por qué, pero él se había negado a darle ninguna explicación.

—No es asunto tuyo, Terisa. Vete a jugar. Estoy ocupado.

Recordando ahora a aquel criado, sintió una inesperada sensación de pérdida, como si en su pequeño mundo acabara de sufrir una importante desgracia. La vida a la que estaba acostumbrada le había sido arrebatada con tanta facilidad como uno cualquiera de los caprichos de su padre, y nadie iba a decirle por qué.

El juego la inquietó también por otras razones, sin embargo. Era algo familiar en un lugar donde nada era familiar. ¿Qué hacía allí? ¿Qué estaba haciendo ella allí? Precisamente por el hecho de que era familiar —porque no encajaba—, parecía hacer que lo que le estaba ocurriendo fuera menos real.

Geraden avanzó un paso, pero ni el Rey Joyse ni el viejo Adepto alzaron sus ojos del juego. Al cabo de un momento, carraspeó. Ninguno de los dos jugadores mostró evidencias de que reparara en su presencia. Miró a Terisa y se encogió de hombros, luego se aventuró a llamar la atención sobre sí.

—Mi señor Rey, te he traído a dama Terisa de Morgan. —Dudó unos momentos antes de añadir—: Le he dicho a ella que debías conocerla.

El Adepto Havelock siguió inclinado sobre el tablero, ignorante de todo excepto de su juego. Pero el Rey alzó la cabeza y volvió su húmeda mirada azul hacia Geraden y Terisa.

Pareció necesitar un momento para enfocar sus ojos. Luego, lentamente, empezó a sonreír.

Terisa pensó inmediatamente que tenía una maravillosa sonrisa. No contenía nada del artificial buen humor o el cálculo que cabría esperar de un gobernante. En vez de ello, iluminaba su rostro con una clara inocencia y un placer infantil: le hacía parecer un muchacho que ha hallado inesperadamente un amigo secreto. Irracionalmente, tuvo la sensación de que toda su vida hubiera sido distinta si hubiera visto a alguien sonreír así antes. No pudo impedir el devolverle la sonrisa…, y tampoco deseó hacerlo.

Con el ligero temblor de la edad en su voz, el hombre dijo:

—Si le has dicho que yo debía conocerla, Geraden, entonces seguro que debo hacerlo. Será imperdonablemente descortés si le dijeras algo que no fuera verdad a una dama así…, y yo sería igualmente rudo si no hiciera realidad lo que tú le has dicho.

Cuidadosamente, echó su silla hacia atrás y se puso en pie. Sus movimientos eran inseguros; de pie, parecía más perdido que nunca en su voluminoso manto. Pero su sonrisa seguía siendo tan pura como la luz del sol.

—Mi dama Terisa de Morgan, ¿juegas al brinco?

Terisa permanecía con los ojos fijos en el Rey Joyse, pero creyó ver con el rabillo del ojo que Geraden hacía una mueca.

Pero, por el momento, sus reacciones eran irrelevantes para ella. Animada por la sonrisa del Rey, replicó:

—No he jugado desde que era niña. —Lo cual era cierto…, si no tenía en cuenta todas las partidas que había jugado consigo misma en los años siguientes después de que el criado fuera despedido, partidas que había jugado en un esfuerzo por contentarse con su propia compañía—. Nosotros lo llamamos damas. Parece como si fuera el mismo juego.

—¿«Damas»? —El Rey Joyse pareció pensativo—. Suena como un extraño nombre.

—Luego sonrió de nuevo—. Pero no importa. Quizá cuando Havelock haya terminado de darme su acostumbrada paliza consientas en jugar una o dos partidas conmigo. Me encantaría poder esperar, aunque sea brevemente, alguna honesta victoria.

—Mi señor Rey. —Geraden sonaba tenso y preocupado, como si su presentación de Terisa al Rey Joyse estuviera yendo seriamente mal—. Le dije a dama Terisa que tú desearías conocerla porque ella ha venido hasta aquí por traslación.

La interrupción de Geraden pareció entristecer al Rey. Su sonrisa cambió a una serie de arrugas de fatiga y melancolía cuando miró al Apr.

—Ya me he dado cuenta de ello, Geraden —dijo suavemente—. No soy ciego, ¿sabes?

—Lo siento —murmuró Geraden—. Sólo quería decirte que ella es importante. Tenía que traértela. —Empezó a hablar aprisa—. La Cofradía me envió al interior del espejo esta mañana para intentar traer al campeón que ellos deseaban. Pero no lo encontré. En cambio, la encontré a ella. Puede que sea la respuesta al augurio.

El Adepto Havelock seguía ignorando a Geraden y Terisa. Examinaba atentamente el tablero, y finalmente alargó la mano y movió uno de los hombres del Rey, haciéndolo brincar por encima de uno de los suyos. Luego, triunfante, respondió demoliendo toda una línea de piezas opuestas y llegando a la última hilera, donde se coronó con serio énfasis.

Hoscamente, obligándose a hablar pese a su azaramiento, Geraden prosiguió:

—Ella demuestra que tú tenías razón desde un principio. Los espejos no crean lo que vemos. Las Imágenes existen realmente.

El Rey Joyse estudió por un momento a Geraden. Luego suspiró cansadamente y se volvió hacia Terisa.

—Mi dama —dijo—, por favor discúlpame. Parece que este impaciente joven no va a concedernos la libertad de jugar al brinco en este momento.

»Sé razonable, Geraden —prosiguió, desviando su atención de vuelta al Apr—. Sabes que estoy de acuerdo contigo. ¿Pero qué prueba realmente su presencia aquí? —El temblor en su voz persistió: sonaba como si estuviera emprendiendo una vez más una discusión tan vieja que ya no le proporcionaba ninguna satisfacción ganarla—. ¿Seguro que no es posible que la encontraras a ella en vez de al campeón que buscabas debido a una de tus desafortunadas desventuras? ¿O tal vez has tocado una fuerza inesperada en ti mismo, y la has hallado a ella en vez de al campeón a causa de que era ella a quien deseabas encontrar? ¿En qué forma demuestra su traslación la naturaleza fundamental de la Imagería…, o los espejos?

Geraden pareció sorprendido por unos momentos ante las palabras del Rey, luego vagamente asqueado.

—Pero yo vi… —protestó incoherentemente—. No era lo mismo.

El Rey Joyse le observó con tranquilidad y aguardó a que reuniera sus pensamientos.

Con un esfuerzo, Geraden dijo lentamente:

—Yo mismo hice el espejo. Vi al campeón que se suponía que debía hallar. Estaba allí mismo, frente a mí, cuando penetré en el espejo. Pero, durante la traslación, todo cambió. Llegué a una habitación que era totalmente distinta de las Imágenes. Ella es totalmente distinta. Lo que tú dices es que yo la creé…, por alguna especie de accidente, ya sea porque no sabía lo que estaba haciendo o porque no conocía mis propias fuerzas. ¿Cómo es posible eso?

Como respuesta, el Rey se encogió de hombros…, un poco tristemente, dedujo Terisa.

—¿Quién puede decirlo? Hace siglos, nadie creía que la Imagería fuera posible. Incluso hace un centenar de años, nadie creía que la Imagería pudiera amenazar la existencia de los propios reinos que hacen uso de ella.

»Geraden —dijo, ante el dolor que se reflejó en el rostro del Apr—, no afirmo que ella no exista. Sólo observo que su presencia aquí no resuelve la cuestión.

Geraden agitó la cabeza y lo intentó de nuevo.

—Pero si tú piensas así, y lo das a entender bastante claramente…, entonces no puedes probar que nada existe. No puedes probar que yo estoy aquí hablando contigo. No puedes probar que estás jugando al brinco con nadie que no seas tú mismo. Puede que ni siquiera estés jugando excepto dentro de tu propia mente.

El Rey sonrió ante aquello, luego hizo una mueca divertida.

—Desgraciadamente, tengo la confianza de que mis partidas de brinco sean reales…, y mi oponente también. Las palizas que recibo son demasiado dolorosas para tener cualquier otra explicación.

—Muy acertado —observó inesperadamente el Adepto Havelock, sin alzar los ojos del tablero. Con lúgubre concentración, movió dos o tres de los hombres del Rey Joyse a otros cuadros; luego, brincó con su pieza coronada sobre todos ellos, golpeando enfáticamente cada casilla como para compensar su estrábica visión—. Sólo el brinco es real. Pregúntale a cualquier filósofo. Ninguna otra cosa —agitó una mano como despidiéndoles— tiene significado.

Sin pretenderlo, Terisa sonrió ante la afectuosa sonrisa que el Rey Joyse dirigió a Havelock. La forma de jugar a las damas del Adepto dejaba claro que no estaba completamente cuerdo; sin embargo, halló que el afecto del Rey hacia el viejo Imagero era enternecedor. Observándolos, olvidó por unos instantes que aquella conversación no tenía nada que ver con ella.

Pero Geraden se sentía demasiado crispado e infeliz como para aceptar la festiva actitud del Rey.

—Mi señor Rey, esto no es un juego. El reino se tambalea, y todo Mordant aguarda a que tú hagas algo al respecto. —Fue ganando impulso mientras hablaba, hasta que su urgencia pareció derribar sus pequeñas incertidumbres, contriciones y ansiedades—. No sé por qué tú no, pero los Maestros ya no pueden aguardar más. Ellos… —Se contuvo—. Nosotros estamos haciendo todo lo posible por hallar una respuesta. Y la tenemos. Creo que la tenemos, al menos. Dama Terisa no es el campeón que estábamos esperando…, pero eso probablemente no importa. Hay una razón de que sea ella quien esté aquí en vez de quien esperábamos, y no creo que tenga nada que ver con accidentes. No soy un archi-Imagero disfrazado. Y los espejos no tienen mente propia.

Mientras estudiaba su intensa expresión, Terisa captó un destello de lo que lo hacía tan propenso a los accidentes. Era demasiadas cosas a la vez —un muchacho, un hombre, y todo entre medio—, y las diferentes partes de sí mismo muy pocas veces se equilibraban. Lo halló atractivo por ello. Sin embargo, la percepción la entristeció; ella misma no era demasiadas cosas, sino demasiadas pocas.

El Rey observaba también a Geraden; y las arrugas de su viejo rostro parecían apuntar una tristeza propia. Pero también sugerían interés, y quizás una especie de orgullo.

—Tanta confianza es notable —comentó. El temblor en su voz hizo que su indiferencia sonara insegura, fingida—. Has hablado de lo que has visto, Geraden. Cuéntame qué es exactamente lo que has visto que te da esta confianza.

Geraden vaciló, mirando suplicante a Terisa, como si creyera que ella sabía lo que iba a decir; como si estuviera seguro de que sería más convincente si brotaba de labios de ella. Pero, por supuesto, ella no tenía ni la menor idea de lo que tenía en mente. Al cabo de un momento, el joven volvió sus ojos al Rey Joyse.

—Mi señor Rey —dijo, su voz temblando también con determinación y alarma—, ella es una Maestra Imagera.

Ante aquello, el Rey clavó una acuosa e inescrutable mirada en Terisa…, una mirada que podía indicar sorpresa o aburrimiento.

Sin alzar los ojos hacia los demás presentes en la habitación, Havelock barrió todos los hombres del tablero y empezó a disponer una nueva partida.

—Creo —prosiguió suavemente Geraden— que su poder tiró de mi traslación, apartándola de allá donde yo creía estar yendo.

La afirmación era tan absurda que transcurrieron varios momentos antes de que Terisa se diera cuenta de que se esperaba que ella dijera algo. Entonces, irremediablemente, empezó a enrojecer bajo el escrutinio de los dos hombres.

Al borde del pánico, replicó:

—No. No, por supuesto que no. Esto es una locura. Ni siquiera sé de lo que estáis hablando.

Cuidadosamente, Geraden dijo:

—La encontré en una habitación enteramente cubierta de espejos.

—¿Y qué? —Una distante parte de su mente se sorprendió, de forma semiconsciente, de lo que la asustaban aquellas estúpidas palabras—. Todo el mundo tiene espejos. Mucha gente los utiliza como decoración. Son simples piezas de cristal…, con algo en la parte de atrás que les hace reflejar las imágenes. No significan nada.

En respuesta a su alarma, el Rey Joyse murmuró, como si intentara consolarla:

—Quizás en tu mundo sea así. Aquí la verdad es de otro modo.

Pero Geraden estaba diciendo ya, tan definitivamente como le era posible:

—Cada uno de sus espejos mostraba exactamente su Imagen. Todos mostraban exactamente mi Imagen. Y ella no está herida. Yo no estoy herido. Ahora yo debería estar delirando. O mi mente debería estar completamente vacía. Pero estoy perfectamente. Ella está perfectamente.

»Eran sus espejos.

Un asombrado desánimo frenó la boca de Terisa. Tuvo la sensación de que no podía comprender lo que se le estaba diciendo literalmente. Cada uno de sus espejos mostraba exactamente su Imagen. Aquí, eso no era cierto. De pronto, su asidero con los detalles normales de la vida —los hechos sencillos que mostraban que ella estaba en contacto con la realidad— se veían amenazados, negados.

Y el Rey Joyse la miró con un intenso interés que hizo que todo fuera aún peor.

—¿Es esto correcto, mi dama? —preguntó, como si ella acabara de afirmar que era alguna especie de insecto exótico—. Se cuenta la historia de que un Imagero consiguió formar por casualidad, en una ocasión, un espejo plano que mostraba el punto exacto en el que él se hallaba. En consecuencia, se vio a sí mismo en el cristal…, y fue inmediatamente anulado. Su cuerpo permaneció donde estaba hasta que falló su equilibrio, pero su espíritu había dejado enteramente de existir. Se perdió en la traslación. ¿Cómo consigue la gente de tu mundo evitar ese destino?

Intentando aferrarse al sentido común, Terisa contraatacó:

—Eso es imposible. Los espejos no pueden hacerle ningún daño a nadie. Simplemente muestran cómo eres. Excepto que lo hacen invertido. Como una imagen en una superficie de agua. ¿No os habéis mirado nunca en una superficie de agua?

Ambos hombres la estudiaron con una expresión extraña. Adoptando un tono suave, pensativo, el Rey Joyse dijo:

—Desde nuestra infancia se nos enseña que tomemos precauciones con las Imágenes. No las buscamos.

Sin ninguna advertencia previa, el Adepto Havelock golpeó con su puño sobre la mesa, luego tomó el tablero de damas y lo arrojó hacia el techo. Las piezas hicieron un ruido como una lluvia de madera contra el granito del techo y cayeron para rebotar silenciosamente en la alfombra azul y roja.

El viejo Imagero se puso tambaleante en pie y rugió:

—¡Horror y testículos! —Sus ojos se clavaron ferozmente en el Rey y Geraden; manchas escarlatas ardieron en su rostro; sus gruesos labios se agitaron como colgantes carnosidades—. ¡Es una mujer! —Hizo un alocado gesto en su dirección con el dorso de la mano—. ¿Acaso vosotros y todos los Imageros de la Cofradía os habéis vuelto ciegos? Es una mujer, una mu-mu-mu-jer. —La saliva brotó como un chorro de su boca—. ¡Oh, mis riñones!

Como no sabía qué otra cosa hacer, Terisa permaneció inmóvil con los ojos fijos en él.

—¡Mírate! —Usando aún el dorso de su mano, golpeó al Rey Joyse en el pecho…, un golpe que era más dramático que efectivo—. ¡Y tú! —Con la otra mano golpeó a Geraden—. ¡O aquí! —Torpe pero rápidamente, se inclinó hacia el suelo como un muñeco mal articulado, luego volvió a erguirse—. ¡Y aquí! —Otra inclinación—. ¡Y aquí! —Cada vez que volvía a ponerse derecho blandía una pieza del juego en su palma abierta—. ¡Todos hombres, hasta el último de ellos! ¡Hasta el último de ellos!

Pero cuando su mano estuvo lleno de piezas, volvió a dejarlas caer.

—¡Por el venerable chivo del archi-Imagero! —gritó, como si las tres personas frente a él lo hubieran insultado más allá de lo que podía soportar cualquier mortal—, ¡es una mujer!

Moviéndose con un intento de vehemencia que sus frágiles miembros no podían soportar, se dirigió entre pisando fuerte y arrastrando los pies hacia la puerta exterior de la habitación, la abrió de golpe, y la cerró de nuevo de un portazo sin salir. Luego, algo vacilante, recuperó el tablero del suelo y lo depositó otra vez sobre la mesa. Ignorando a los demás, ocupó de nuevo su asiento y empezó a estudiar el vacío tablero como si estuviera sumido en una intensa partida.

El Rey Joyse suspiró delicadamente.

—Lo siento —dijo Geraden.

Terisa no estaba en absoluto segura de por qué. Su corazón latía como si de alguna forma hubiera escapado de una crisis.

—No importa, muchacho —respondió el Rey, palmeando de forma ausente el hombro de Geraden, como si el Apr hubiera cometido realmente alguna ofensa menor. Por un momento, su mirada pareció desenfocarse mientras pensaba en algo…, o quizá simplemente estaba dando una rápida cabezada de pie. Luego asintió para sí mismo. Sonriendo irrelevantemente en dirección a Terisa, dijo—: Geraden, se me ocurre que es sorprendente que la Cofradía haya dejado a dama Terisa en tu compañía. Ella está aquí por Imagería…, y sé que algunos de los Maestros están celosos. Sospecho también que preferirían ocultarme lo que saben. Sin embargo, aquí estáis los dos. ¿Cómo explicas eso?

Geraden hizo un esfuerzo por mirar directamente al Rey; pero su confusión era demasiado para él.

—¿Les dijiste a los Maestros que es posible que ella sea una Maestra?

El Apr tragó dificultosamente saliva.

—No.

—Ah —dijo suavemente el Rey Joyse—. Eso lo explica, entonces. Por supuesto, la dejaron irse creyendo que era simplemente otro de tus errores. Pero ¿por qué no se lo dijiste?

Una leve rojez se esparció por el rostro de Geraden. Los músculos se agarrotaron en su frente. Su embarazo era tan agudo que casi inundó de lágrimas los ojos de Terisa. Pero el joven encajó fuertemente las mandíbulas y no respondió.

—Muchacho, puede que esto haya sido una estupidez. —La mano del Rey seguía sujetando el nombro de Geraden; su expresión era amable—. Has estado intentando…, ¿cuánto tiempo hace ya, diez años?…, convertirte en un Imagero, un miembro de la Cofradía. ¿Cómo puedes esperar tener éxito si te arriesgas a incurrir en las iras de todos los hombres que controlan el conocimiento, la habilidad y la posición que tú ansias?

—Mi señor Rey. —Geraden se obligó a dejar que el Rey viera el agudo dolor en sus ojos; una repentina dignidad lo invadió—. Si se lo hubiera dicho, me hubieran ordenado que mantuviera todo esto en secreto de ti. Entonces me hubiera visto obligado a desobedecerles directamente…, y mis esperanzas de una casulla se hubieran perdido para siempre. —Había una corriente subterránea de amargura en su voz—. No puedo soportar la deslealtad hacia el Rey de Mordant. No puedo renunciar a mis sueños. Así que actúo como un estúpido. Ellos creerán que no vi sus espejos…, o que no comprendí el significado de lo que vi.

Como respuesta, otra de las sonrisas que habían tocado por primera vez el corazón de Terisa iluminó el rostro del Rey. Por un momento, su edad, su debilidad y su incertidumbre desaparecieron, y pareció simplemente feliz.

—Gracias, Geraden. Me complace ver tal lealtad, especialmente en un hijo de mi querido amigo el Domne. Intentaré arreglar las cosas para que no te veas perjudicado por ellas.

»Ahora —su expresión se hizo pensativa—, pensemos un poco. ¿Qué es lo mejor que podemos hacer?

»Cuéntame. —Volvió a sentarse lentamente en su silla, al otro lado de la mesa frente a Havelock. Su manto se acomodó a su alrededor como una tienda con la cumbrera cortada—. ¿Cómo reaccionaron los Maestros a la llegada de dama Terisa de Morgan?

Aliviado por la actitud del Rey, Geraden se relajó visiblemente.

—Es fácil de decir. Puedes adivinarlo por ti mismo si quieres. Todo el mundo se quedó asombrado cuando surgió del cristal. El Maestro Gilbur estaba furioso. Estoy seguro de que cree que soy criminalmente perverso en vez de —hizo una mueca— simplemente desafortunado. El Maestro Eremis se mostró…, bien, regocijado.

—Entre otras cosas, sin duda —comentó el Rey—. El Maestro Eremis —explicó a Terisa— tiene un ojo para la belleza que nunca le falla.

Geraden asintió y siguió:

—El Maestro Quillon vio su aparición del mismo modo que yo, como una prueba de que tú tenías razón desde un principio acerca de la Imagería. Pero nadie le escuchó.

»El Maestro Barsonage me hizo responsable de ella. Me dijo que le proporcionara toda la hospitalidad y cortesía de Orison. Pero me dijo que no respondiera a ninguna de sus preguntas. Y aquí está ella, arrancada de su propio mundo sin otra razón que el que yo le pedí que viniera, y la llevé a un lugar que ella no tenía forma de comprender, y él me ordenó que no tuviera con ella ni la simple decencia de una explicación.

Terisa apenas le oía. Estaba preguntándose: ¿Es por eso por lo que me miró, por lo que me miró como si yo fuera real? La idea era tan nueva que parecía llena de misteriosa importancia. ¿Pensó que yo era encantadora? ¿Crees tú que soy encantadora? ¿Es eso posible?

—A menos, por supuesto —indicó suavemente el Rey— que ella sea una Maestra Imagera y ya nos hubiera elegido a nosotros antes de que tú la hallaras.

Geraden frunció el ceño.

—¿Y qué importa eso? ¿No he estado diciendo desde un principio que creo que ella es una Imagera? De todos modos, aún merece…

—No. —El tono del Rey Joyse fue suave pero firme—. Estás haciendo una afirmación que puede ser injustificada.

»La orden del Maestro Barsonage no es irrazonable. Cuando el Monarca de Alend envía a su embajador para negociar nuestros tratados, y para sondear mis intenciones, comprende mucho de este mundo y mucho de mí mismo. Tenemos eso en común. Sin embargo, no le hago partícipe de todo lo que sé o pienso o espero, ni por política ni por cortesía. No le invito a los lugares secretos de Orison, o a los lugares secretos de mi corazón. Hacer eso podría ser peligroso…, demasiado peligroso para cualquier justificación responsable. Puesto que desconozco sus secretos, no puedo predecir o controlar el uso que él haría de los míos. Menos respondería cualquier pregunta que un embajador del Gran Rey de Cadwal se aventurara a formularme.

»El mismo razonamiento se aplica a dama Terisa —miró hacia ella—, si me disculpas por hablar de ti como si estuvieras ausente. —Volvió su mirada hacia Geraden y prosiguió—: Si, como ella dice, procede de un mundo en el que los espejos no tienen ningún significado, y en consecuencia es ignorante de nosotros, entonces es poco amable, en el mejor de los casos, negarle nuestras respuestas. Pero en ese caso, y observa esto, Geraden, también es una locura haberla traído aquí. Ahora no hablo de moralidad, sino de la simple cuestión de nuestra necesidad práctica. Si ella no es una Imagera, ¿qué utilidad puede tener para nosotros?

Geraden se mantuvo inmóvil y no respondió.

El Adepto Havelock siguió estudiando su tablero vacío, sordo a todo lo que se estaba diciendo.

—Por el contrario, si es una Imagera…, una Maestra de espejos lo suficientemente fuerte como para desviar tu traslación de su Imagen aparente…, entonces está aquí con un propósito propio, que nosotros no conocemos. Es como un embajador: tiene que ser respetada como ellos, y es peligrosa como ellos.

»¿Dirías, mi dama —preguntó inesperadamente a Terisa— que he resumido honestamente el dilema?

Ella se lo quedó mirando, incapaz de seguir su razonamiento. Para extraer algún sentido de él, primero tenía que presuponer la existencia de espejos mágicos que no reflejaban lo que tenían delante de ellos, sino que en vez de ello mostraban mundos o realidades alternativos. Luego tenía que tomar en serio la noción de que sus propios espejos, los espejos de su apartamento, eran así, dándole a ella, Terisa Morgan, poder sobre la realidad e incluso la cordura de otra gente. Toda la argumentación se derrumbó en desatino antes de alcanzar la encumbrada conclusión que el Rey Joyse le pedía que confirmara.

Instintivamente, se volvió hacia Geraden. Era su única conexión a su propia vida, con sus hechos y sus limitaciones normales. Tú me viste, deseó protestar. Viste mi apartamento. No hay nada mágico en él. No te volviste loco. Nada de esto tiene que ver conmigo.

La atención de Geraden, sin embargo, estaba enfocada en el Rey.

—Pero si ella es tan fuerte —dijo lentamente—, una Imagera más poderosa de lo que podemos imaginar, entonces es una locura que corramos el riesgo de ofenderla. No conocemos sus propósitos…, pueden ser buenos o malos para nosotros. Pero seguro que se volverán malos si no la tratamos bien. Necesitamos su amistad, no su ira. Necesitamos ser abiertos y decentes con ella.

Sonriendo suavemente, el Rey Joyse paseó su vista del Apr a Terisa mientras Geraden hablaba. Cuando éste hubo terminado, respondió:

—Tu razonamiento tiene su mérito. Es una suerte que sólo a los gobernantes se les requiera que tomen esas decisiones.

—¿Mi señor Rey?

—Apr —dijo el Rey Joyse, con tono aún suave, pero ahora ligeramente triste también—, ésta es mi orden. Ya no eres responsable de dama Terisa de Morgan. Tu Rey te agradece lo que has hecho…, y te libra de cualquier futuro interés en el asunto. Tus deberes se hallan con la Cofradía, a la que has prestado juramento. No tendrás más razón para ver o hablar con dama Terisa, y evidentemente ninguna razón para responder a ninguna de sus preguntas.

»Puedes irte. Dama Terisa se quedará conmigo.

El rostro de Geraden se volvió blanco: si hubiera cerrado los ojos, hubiera parecido a punto de desmayarse. Pero sus ojos contradecían su palidez. Llamearon con una rápida y firme rabia que pareció hacer arder en él todo su aspecto juvenil.

—Me consideras indigno —dijo suavemente. Ante aquello, los rasgos del Rey se fruncieron en una mueca. Hizo un brusco gesto de despedida.

—Oh, márchate. —Por primera vez desde que Terisa lo había conocido, sonó como un viejo cascarrabias—. Me estás partiendo el corazón.

Los músculos del rostro de Geraden se crisparon.

—Sí, mi señor Rey —dijo entre dientes apretados. Se volvió bruscamente hacia Terisa e inclinó la cabeza—. Mi dama.

Ella no supo qué responder. Se sentía demasiado dolida…, y su dolor era demasiado real.

Se perdió en él. Geraden necesitaba una respuesta de ella; pero sus respuestas estaban ocultas bajo años de silencio y pasividad.

Cuando echó a andar hacia la puerta, uno de sus pies pisó el borde de una de las piezas esparcidas. Se torció el tobillo, trastabilló, estuvo a punto de caer. El azaramiento oscureció sus mejillas. Sus orejas eran escarlatas cuando salió.

Havelock observó al Apr irse y dejó escapar una risita con una voz aguda y alocada, como si su regocijo fuera un lugar donde la razón o la compasión no podían alcanzarle.

Cuando su risa murió, nadie habló por un momento. Luego, el Rey dijo, en un incierto intento de intrascendencia:

—Bien, dama Terisa de Morgan. Debemos pensar en ti. Debemos acomodarte confortablemente, con toda la hospitalidad que Orison puede ofrecerte, como corresponde a un huésped de tu rango e importancia. ¿Y luego quizá consientas en una o dos partidas de brinco? Realmente estoy harto de que Havelock me gane constantemente.

Geraden había sido herido por nada. No había ninguna razón para que nadie tomara precauciones contra ella. Ante su propio asombro, se oyó a sí misma decir:

—No soy tu dama. Mi nombre es Terisa Morgan, y no soy la dama de nadie. No debiste hacerle esto.

El Rey Joyse intentó sonreír, pero fracasó en borrar la tristeza de su rostro.

—Mi dama, yo soy el Rey. Te llamaré con el nombre que yo elija. Y espero que algún día comprenderás.

Con más sarcasmo del que nunca se había atrevido a usar, Terisa respondió:

—Pero no vas a explicármelo. No deseas responder a ninguna de mis preguntas.

En vez de replicar, el Rey Joyse inclinó lentamente sus frágiles huesos hasta el suelo y empezó a arrastrarse por la habitación, recogiendo las piezas del juego.