CAPÍTULO 18
Nunca había estado en la habitación de un hombre.
Desde la primera noche de su matrimonio, Sherringham había sido el que había acudido a su habitación. Jane aún no comprendía cómo había llegado a la de Christian por voluntad propia.
Pero allí estaba, en el dormitorio de Christian, absorbiendo cada detalle, fascinada al descubrir huellas exclusivas de él. Les envolvía la oscura austeridad de un mobiliario sólido y unos cortinajes de un descolorido color borgoña. Sobre una silla, unos pantalones sueltos de seda dorada. Una pipa india sobre un vestidor. Un sencillo set de afeitado junto al aguamanil y el cuenco del lavabo.
Christian se sentó en el borde de la cama, las piernas separadas, una pose que formaba arrugas en su pantalón y dejaba en evidencia la longitud de sus piernas. Era una belleza. Con una sonrisa que le deshizo el corazón, la llamó doblando un dedo.
—Desnúdame, Jane.
No se lo esperaba. No cesaba de enseñarle cosas que jamás había imaginado que haría. Cosas que ponían su cuerpo en tensión y aceleraban su corazón, aun excitándola.
—No podría —dijo Jane.
Se aproximó a la columna del dosel y se detuvo.
—No puedo. No haría más que pelearme con tu ropa. Soy torpe y patosa.
Debajo de sus rectas cejas, los ojos de Christian la miraron con seriedad.
—Nunca pensaría eso de ti.
—No quiero que me hagas el amor por sentirte obligado a curarme de mi pasado.
—Maldita sea, Jane. —Christian reprimió una carcajada. —No soy tan noble. Quiero hacerte el amor porque eres bella, tentadora y apetitosa, y ese sabor a ti que caté en la sala de música me ha dejado hambriento de más.
Poco a poco, se desató el corbatín y lo dejó caer al suelo. Jane notó una oleada de calor en el vientre. Incluso un movimiento tan informal como aquél —sin despegar los ojos de ella —resultaba insoportablemente erótico.
Había querido proteger su corazón pero ahora, en aquel momento, no podía marcharse. Lo único que podía hacer era quedarse allí de pie y contemplar cómo se desnudaba Christian.
Mirarle la dejaba sin aire. El juego de los músculos de su cuello mientras permanecía concentrado en desabrocharse los botones del chaleco, observar cómo se abría el cuello de la camisa, dejando entrever una clavícula recta y el perfil de sus bellos hombros. La camisa desapareció y se quedó sólo con los pantalones que también se desabrochó y se bajó con un movimiento seco. Con los pulgares, cogió la cinturilla de sus calzones, que siguieron rápidamente el camino del pantalón.
Lo había visto completamente desnudo sólo una vez: de joven, un día que lo espió cuando nadaba. Pero en aquella ocasión había sido un rápido vistazo a un hombre medio sumergido en un nítido estanque. Ahora lo tenía frente a ella, totalmente desnudo, y tuvo que agarrarse a la columna de la cama con ambas manos.
La primera noche que habían pasado juntos había sentido su erección, había sentido la dureza de él contra su vientre, la había sentido dentro de ella. Pero verla era otra cosa. Su gruesa largura sobresalía de su cuerpo entre una espesura de vello negro y parecía prolongarse eternamente, recta y rígida.
—Me gustaría que me tocases, Jane.
Se obligó a elevar la vista y superar su abdomen adoquinado, su amplio torso, su barbilla cuadrada, hasta llegar a sus ojos azul profundo.
Estaba sonriéndole, con la cabeza ladeada. Extendió el brazo hasta la columna de la cama donde ella se apoyaba. No había nada que temer, pero su mano se alargó temblorosa. Y, delante de sus propios ojos, su miembro se levantó, como si quisiera alcanzarla.
—¿Cómo has hecho eso? —le preguntó.
—Ay, amor mío, no lo controlo todo lo que quisiera. Se pavonea con tanta atención por tu parte.
Sonrió insegura. Estaba a escasos centímetros de ella pero sus dedos tardaron una eternidad en llegar a la piel aterciopelada de su ombligo. El vello áspero le hizo cosquillas. Empezó a acariciarlo hacia abajo, hacia la tensa cabeza de su erección. Tocó con delicadeza aquella cabeza en forma de ciruela, provocándole una sacudida. Christian respiró hondo. Estaba acostumbrado a las caricias calculadas de las manos de una mujer experta. Pero las caricias de Jane —golpes torpes contra su piel, tirones en el vello, caricias ligeras como una pluma apenas perceptible —eran más intensas, con mucho más significado que cualquier manipulación orquestada para excitarle.
—Puedes apretarme más y acariciarme con más fuerza. No me romperé.
—Oh, no puedo…
—Sí, claro que puedes.
Sus dedos ascendieron hacia la hinchada cabeza. Mordiéndose el labio, cerró la mano en torno a su protuberancia y presionó con delicadeza. Una oleada de sangre y la verga saltó de nuevo. Los testículos se tensaron. Movió la mano en círculos por encima de él, esparciendo sus fluidos.
—Muy pegajoso —murmuró. —Y adorable. Parece como si llevara un gorrito.
Retumbó una risotada.
—No es precisamente lo que un caballero esperaría escuchar.
—¿No? —Esbozó una sonrisa maliciosa. —Entonces es como una lanza. Poderosa. ¿Te parece mejor?
Christian nunca había conocido aquella combinación de risas y placer. La mano descendió bruscamente por su sexo y su propio gemido de placer lo devastó. Nunca había visto a una mujer tan fascinada explorándolo. Lo acarició, le esparció sus fluidos y descendió con delicadeza los dedos hasta sus testículos.
Era exquisito.
Pero le retiró la mano y se movió hasta situarse detrás de ella.
—Ahora me toca a mí desnudarte. —La cogió por los brazos y la condujo hacia el gran espejo de pie que había en una esquina de la habitación. A cada paso que daba, su miembro azotaba un trasero revestido de seda. Una tortura exquisita, una tortura que sensibilizó intensamente la tensa y latiente cabeza.
—¿Delante del espejo? —jadeó ella. —No puedo.
—¿Por qué no? —Le desabrochó el vestido. —Eres preciosa. —Y antes de que le diera tiempo a protestar de nuevo, le pasó el vestido por los brazos y lo deslizó caderas abajo. Cayó a sus pies como un charco de seda verde clara. La ayudó a quitárselo por completo. —Una ninfa que surge del mar.
Jane negó con la cabeza.
—Tengo los pechos pequeños y también las caderas. Por eso… por eso no puedo tener un hijo. Perdí dos bebés y mi marido decía que era porque tengo el cuerpo defectuoso. —Con una expresión de culpabilidad, los ojos de ambos se encontraron en el espejo. —Debería habértelo dicho. Incluso estando encinta…
—Eres exquisita y él no te merecía. —Le dolía el corazón.
Había perdido dos bebés y Sherringham la había culpado por ello.
Y él le había dicho que se casaría con ella si estaba embarazada. ¿Por qué no habría mantenido la boca cerrada?
Inclinó la boca sobre los exuberantes labios de Jane. Suave y sumisa, la boca de ella lo aceptó de buen grado. Pero no se limitó a recibir su beso, sino que se sumergió en él e introdujo la lengua en su boca, jugando con la de él. Y Christian, con dedos sorprendentemente torpes, empezó a pelearse con los corchetes del corsé mientras permitía que Jane saqueara su boca.
Sintió una punzada de culpabilidad. No le había comentado todavía las pruebas aportadas por la enfermera, ni que un policía estaba investigando a su fallecido marido. Pero si se lo contaba en aquel momento, la pasión se esfumaría.
Era egoísta. Pero la necesitaba. Necesitaba aquella noche con ella.
Abajo el corsé, arriba las enaguas. En un instante, tenía desnuda y delante de él su esbelta y curvilínea figura. Casi. Las medias blancas, sujetas por un liguero de encaje, seguían pegadas a sus torneadas pantorrillas.
—Y ahora, cariño… —Christian hizo una genuflexión. —Contémplate en el espejo.
Jane jadeó al sentir el calor y la humedad arremolinándose sobre su trasero desnudo. El espejo reflejaba la imagen de Christian con la boca pegada a sus nalgas. Se volvió para mirar. Pero ni siquiera así conseguía creerse la visión que se desplegaba debajo de ella. El pelo de Christian, negro como el carbón, se desplazaba por su trasero pero, mucho más sorprendente, era ver su lengua lamiendo sus nalgas desnudas.
Debería escandalizarse. Aquello… aquello iba mucho más allá de sus límites.
Pero era tan delicioso que no podía protestar. Tampoco quería detenerle… y, además, estaba segura de que no podría. Si quería hacerle aquello, lo haría. Pero con él, nada le daba miedo.
Oscura y abrasadora, la mirada de él no abandonaba el rostro de ella. Ni siquiera cuando exploró con la lengua la base de su rabadilla y se vio obligada a arquear el trasero, como un gatito deseoso de caricias.
La lengua se deslizó entonces entre sus nalgas.
A punto estuvo de comerse el espejo del sobresalto. Tenía que tratarse de un arte exótico aprendido en la India, pues jamás había oído hablar de un acto tan sorprendente. Aunque ¿qué sabía ella de hacer el amor?
Al parecer, nada de nada.
La lengua acarició la fruncida entrada de su trasero.
—¡Christian! —exclamó. Y se quedó inmóvil mientras su lengua caliente y húmeda tanteaba aquel lugar impensable.
Jamás se habría imaginado que la besaría allí… o que la sensación sería tan maravillosa. Se derretía, una vez más. La lengua entraba y salía, poniéndole la piel de gallina. Se bamboleó y encontró las manos de Christian, dispuestas a acogerla.
—Bueno, ¿verdad? —le preguntó, incorporándose.
—¿Aprendiste eso en la India? —No es que tuviera gran importancia, pero no se le ocurrió otra cosa que decir. Después de un momento de tanta intimidad, deseaba retraerse. Pero se obligó a no hacerlo.
El espejo reflejó la maliciosa sonrisa de Christian.
—No, cariño. Lo aprendí antes de irme de Inglaterra. —Su carcajada le calentó la nuca. —El placer no conoce vergüenza. Se trata de compartir…, de intimidad. Hacer el amor es esto.
Hacer el amor. Con él, se parecía peligrosamente a amar.
El espejo reflejaba la imagen de los dos, los brazos dorados de él enlazando sus blancas curvas desnudas.
—Tienes unas caderas generosas, encantadoras. ¿Has visto alguna vez un retrato de una bailarina de la India?
Empezó a moverle las caderas con un suave vaivén, hacia delante y hacia atrás. Jane intentó dejar que su cuerpo siguiera esas órdenes y se balanceó al ritmo que le marcaban sus manos.
—Incluso los gestos de las manos de la bailarina sirven para relatar una historia —murmuró Christian. —Te imagino bailando para mí, envuelta en seda. Previamente, te habrías untado con aceites perfumados que te habrían dejado la piel suave y olorosa. Imagínate una fuente cantarina detrás de ti y una música sensual envolviéndonos.
Jane recuperó el aliento. Sus caderas se movían ondulantes frente al espejo y se imaginó su cuerpo envuelto en lujosas sedas. Se imaginó la música… Por mucho que fuera incapaz de tocar, le encantaba la música. Y no pudo resistirse a aquella fantasía que él evocaba…
Brisas cálidas y exóticas. Olorosas plantas en flor ondeando en una terraza. El alegre salpicar de una fuente. Él estaría recostado entre cojines y observando con ojos excitados y ardientes cómo ella tejía una historia.
—¿Qué historia me contarías? —susurró él, como si acabara de leerle el pensamiento.
—No… No lo sé.
—Podríamos inventarnos un idioma que funcionase con las manos, sólo para los dos. Podrías decirme lo que te gustaría que te hiciera. Podrías ordenarme que te pasara la lengua por tu exuberante culo. O podrías pedirme que saboreara los dulces fluidos de tu sexo…
Sacudió tanto las caderas que a punto estuvo de caer.
—¿Bailarías para mí?
Tiró de los pasadores del cabello para deshacerle el moño y la melena cayó sobre su espalda. Y entonces se separó de ella, dejándole tomar la iniciativa. Se quedó quieta, sin saber qué hacer ahora que sus manos habían desaparecido.
—Deja que tu cuerpo se balancee libremente. —Aquella sonrisa le encendió los sentidos. —Soy un hombre muy afortunado… Desde aquí puedo contemplar cómo se zarandea tu dulce trasero y tus rotundos pechos.
Jane sintió una oleada de calor cubriéndole el trasero, el pecho y la cara. Le vio reflejado en el espejo. Estaba sentado en el borde de la cama, con las piernas abiertas. Su mano envolvía la larga verga erecta y le guiñaba el ojo con descaro.
—Ven aquí, Jane, y baila encima de mí.
No podía pasearse desnuda por la alcoba. Decidió utilizar la melena a modo de escudo y avanzar hacia él, cubriéndose además los pechos con las manos.
—¿Cómo?
—Siéntate sobre mis manos y deja que te guíe.
La cogió por las caderas y Jane dejó que la hiciera descender sobre él, observando el balanceo de sus pechos. Vio en el espejo su vello rojo oscuro aproximándose lentamente a la prolongada curva de su notable erección.
El se abrió paso con la mano entre los muslos de ella y empezó a acariciar delicadamente con el dedo su anhelante clítoris. La fuerza que quedaba en ella se evaporó como por arte de magia y se dejó caer. Pero él la detuvo y se introdujo en ella un par de escasos centímetros. Unos centímetros mareantes, deliciosos.
—Tómame como tú quieras, Jane. Tú mandas.
Le acarició el cuello con la nariz, le acarició el pecho y mantuvo su erección dejando que ella descendiera lentamente sobre él. El espejo le ofrecía a Jane la imagen de una mujer disoluta. Una mujer con el rostro enmarcado por una salvaje melena de rizos cobrizos, unos ojos medio entornados, una mirada sensual y una boca entreabierta e inflamada por los besos. Sus pechos se balanceaban libremente, sus pezones enrojecidos y erectos.
El espejo revelaba la asombrosa y excitante imagen de su gruesa columna venosa desapareciendo dentro de ella. La llenaba y levantaba las caderas cada vez que empujaba, excitando la profundidad de sus paredes internas.
Se mordió el labio. Exhaló gemidos de placer. Y empezó a moverse sobre él. Le costaba creer que ella fuera aquella mujer desnuda que no se ocultaba bajo las sábanas, sino que saltaba sobre Christian… y observando, además, cada instante de aquel momento excitante y exótico.
Aterrizó entonces un pícaro bofetón… suave, que zarandeó su trasero. Se volvió para mirarle a los ojos y, gracias a un juego de luces, vio llamas encendidas en su profundidad negro azulada. Ver aquello agotó por completo sus fuerzas y se dejó caer sobre él. Su erección la invadió al máximo.
Lo único que podía hacer era sentarse sobre él y dejarle tomar el control. Christian la volvió ligeramente y se inclinó sobre su pecho izquierdo. Se embelesó con su pezón: lo chupó, lo mordisqueó y tiró de él con los labios hasta que ella empezó a gritar su nombre.
Se aferró a sus antebrazos, las uñas clavándose en su piel cada vez que él la levantaba y la empujaba hacia abajo.
Oh, era un experto. Chupándole el pezón, excitándole el clítoris con sus fuertes dedos y clavándole estocadas, cada vez más profundas, hasta hacerla estallar.
Chilló. Gritó su nombre. Se agarró a él y lo cabalgó mientras la consumían oleadas interminables de puro placer.
Se derrumbó sobre él, agotada, despeinada y, de nuevo, tremendamente tímida.
La mujer maliciosa del espejo la miraba.
Christian se echó a reír. ¡A reír! Se introdujo con fuerza de nuevo en su cuerpo saciado y sintió una oleada de placer en el vientre.
—Me encanta la cara de sorpresa que pones cuando te corres, Jane. Y después, pareces una gatita a la que acaban de regalarle un platito de leche, una madeja de lana y un ratón.
Rio como una tonta. Y la risa agitó los músculos de allá abajo, le hizo palpitar en torno a él y la hizo sentirlo.
—Cuando llegas te siento palpitar. Tu sexo me sujeta e intenta empujarme hasta lo más hondo.
No sabía qué decir. Pero le encantaba que le explicase lo que sentía. Le fascinaba saberlo.
—Pero tú no has… llegado —susurró. Tenía que sentirse intensamente frustrado.
—No puedo…, esta vez no. Intento ser responsable.
—Pero quiero que llegues. La decisión es mía, Christian. Quiero que…
—La decisión debería ser de los dos —replicó él. —Puedo, si me dejas utilizar protección. Ella asintió, confusa.
—Naturalmente. ¿Por qué no habría de dejarte?
En un instante, la descabalgó y ella observó incómoda cómo abría un cajón, sacaba un condón y lo deslizaba sobre su miembro rígido. La enlazó entonces por la cintura y ella gritó al encontrarse de nuevo encima de él. Era estupendo tenerlo otra vez dentro.
Christian le mordisqueó la oreja. Se la chupó y creció en su interior. Era incapaz de pensar…
Brazos, pechos y vientres estaban empapados de sudor. Él se arqueó en su interior y ella descendió sobre él. Se enterró en sus profundidades, ella con las piernas sobre los muslos de él. Sus dedos descendieron de nuevo, adentrándose en su pegajoso vello hasta alcanzar sus labios inferiores. Para Jane eran como seda derretida… ¿Cómo serían para él?
Estaba acalorada, sudorosa y despeinada, pero era maravilloso. Siguió saltando sobre él, pero con las piernas colgando, se sentía torpe. Era incapaz de encontrarle el ritmo, tenía la sensación de estar bailando patosamente, pero él gruñó:
—Córrete para mí, Jane.
Sus habilidosos dedos seguían trazando círculos sobre su palpitante clítoris. Una vez más, atrapó un pezón entre sus labios. El placer estalló por todos lados: en sus pechos, en su sexo, en lo más profundo de su cuerpo. Demasiado. Pero no tenía miedo. No tenía miedo de ser tan avariciosa y querer demasiado.
—¡Christian! —Estaba llegando de nuevo.
Él seguía penetrándola. Y con cada arremetida aumentaba la intensidad de su clímax. Jadeaba porque ya no podía seguir respirando y tenía la sensación de que su cabeza se haría añicos si aquello no paraba, pero le daba igual, y no pudo hacer otra cosa que rendirse… al calor y al placer y al cielo.
Gritos incoherentes apabullaban sus oídos. Sus gritos de liberación. Se aferró a él, cabalgándolo mientras ante sus ojos estallaban estrellas y el éxtasis la arrastraba por los aires.
—Voy a llegar, Jane —dijo él con voz ronca. La penetró con fuerza y llegó al fondo de su vientre. Echó la cabeza hacia delante y, de repente, su cuerpo se puso rígido. —Sí —gritó, —sí, mi amor, sí.
Ella lo abrazó, enamorada de su orgasmo, enamorada de cómo atormentaba su cuerpo, enamorada de la expresión agónica de su rostro, conocedora del placer que estaba sintiendo.
Con un grave gruñido, un gruñido que le puso la piel de gallina, Christian se dejó caer en la cama, arrastrándola con él. La besó en la frente y se echó a reír. Y ella rio también. Su risa compartida la hacía sentirse unida a él. Le ayudaba a olvidar los temores que traería consigo el amanecer.
La rodeo con el brazo. La atrajo hacia él, la espalda caliente y mojada de ella pegada a su torso desnudo y sudoroso.
—Bailas muy bien, Jane. Tus movimientos me hipnotizan. ¿Has disfrutado, cariño?
—Lo que me has enseñado esta noche me ha cautivado. —Tuvo que tragar saliva. —Me cautivas, Christian. —Aquello sonaba peligrosamente parecido a una admisión de su amor. Si lo que quería era combatir aquella emoción sin esperanza alguna, lo mejor que podía hacer era callarse.
Pero el amor era inevitable. No era una emoción susceptible de ser ignorada. Ella, que había aprendido a reprimir todas sus emociones con su fallecido marido, no podía obligarse ahora a no amar a Christian.
No era tan fácil.
—Tendría que ir a mi cama —susurró.
Él le besó cariñosamente la oreja y suspiró de satisfacción, un sonido que ella jamás había oído emitir a un hombre.
—Quédate conmigo esta noche, Jane. Estás en el lugar que te corresponde.
La respiración de Christian acabó adquiriendo un ritmo regular. Jane la escuchaba con tanta atención, que incluso su corazón empezó a latir al mismo ritmo. Deseaba cerrar los ojos, dormir como él.
Pero no podía. Al amanecer, se retaría en duelo con Treyworth. Sólo le quedaban dos horas.
Con cuidado, empujó el brazo de él y se separó de su pecho. El colchón crujió y se incorporó.
Debía observar con atención su semblante ante un mínimo parpadeo, una señal que indicara que se había dado cuenta de que ya no estaba acurrucada junto a él. Pero cuando lo miró, su corazón se derritió. Tenía las pestañas largas y oscuras. Las facciones relajadas, dándole el aspecto de juvenil inocencia que supuestamente los hombres tienen cuando duermen pero que ella, personalmente, nunca había visto.
Movió un poco los párpados, pero continuó respirando tranquilamente. Había pronunciado su nombre. En sueños, había hablado de ella.
Tenía que hacer lo que había ideado mientras aún tuviera determinación.
Conteniendo la respiración, Jane pisó por fin el suelo. Él ni se movió, de modo que atravesó la habitación en dirección al ropero.
Tenía poca ropa para tratarse de un caballero, aunque era probable que no hubiera traído todas sus cosas con él. Había regresado a toda prisa para salvar a Del. Supuso que siempre había tenido la intención de volver a la India.
Jane acarició una camisa. Ni siquiera el lavado conseguía anular aquel olor a él tan intenso y delicioso.
A un lado había una hilera de cajones. Abrió uno. Encontró gemelos de oro junto con un reloj de bolsillo. En el siguiente cajón había corbatas. Cogió cuatro. Le servirían para lo que tenía pensado hacer. Para lo que tenía que hacer. Se estremeció al pensar en aquel momento en el club, cuando Sapphire Brougham le había explicado que podía atar a un hombre a la cama.
—¿Qué? —murmuró Christian. Se movió, intentó ponerse de lado y no pudo. —¿Qué demonios…? —Tiró con los brazos. No podía moverlos.
«Algo se lo impedía. Cuerdas. O los brazos de un criado fornido. Su padre le pegaría con el bastón… para quitarle de encima toda su maldad. Se agitó con violencia. Las sábanas se deslizaron dejando al descubierto su cuerpo desnudo. La cama se levantó y cayó al suelo mientras seguía luchando por liberarse.
—¡Por Dios! —Gritó, tratando de combatir el miedo que siempre le provocaba aceptar en silencio los castigos de su padre. —No. Soltadme…
—¡Christian, Christian! Para. ¡Para, por favor!
La voz de Jane cortó como un cuchillo afilado sus confusos pensamientos. Abrió los ojos de golpe y se dio cuenta de que había estado gritando a todo pulmón.
—¿Jane? —Levantó la cabeza. —¿Qué demonios haces? Pensaba…, ni siquiera sé qué pensaba.
—Así no podrás ir a que te maten —dijo Jane con voz desafiante. Pero se mordió el labio a continuación.
Él bajó la vista hasta sus pies. Estaba atado por los tobillos y las muñecas. Estaba tendido en la cama abierto de brazos y piernas, atado a las cuatro columnas que sostenían el dosel. Por todos los diablos, ¿en qué estaría pensando Jane? Sabía que jamás se habría atrevido a hacerle eso a Sherringham.
Buena señal, ¿no? Significaba que no le tenía miedo.
El corazón le latía aún con fuerza por el terror que se había apoderado de él al despertarse.
Jane se colocó a los pies de la cama.
—Podemos vencer a Treyworth con la ayuda de la ley, no con arriesgados pistoletazos en un campo cubierto de niebla. Christian suspiró.
—No puedes hacerle esto a Pomersby, cariño.
—¿A quién?
—A Reginald Smithwick, vizconde de Pomersby. Será mi segundo, igual que lo fue hace ocho años. Aunque esta vez, no le di al pobre muchos detalles acerca de lo que tenía que hacer. —Empezó a pelearse de nuevo con las corbatas, pero los nudos estaban muy apretados. —Hace unas horas le envié una nota diciéndole que estuviera a punto al amanecer, le aseguré también que no habría posibilidad alguna de que tuviera que luchar en mi lugar y, por último, le aconsejé que no perdiera el tiempo intentando negociar una reconciliación.
Jane se quedó blanca.
—Me había olvidado por completo de la figura del segundo.
—Si yo no me presento, tendrá que luchar en mi lugar.
La veía tan desmoralizada que se le encogió el corazón.
—Entonces, no hay manera de evitar que tenga lugar este condenado duelo. Ninguna forma de garantizar tu seguridad, a menos que… —Dudó. —¿No podrías… no podrías disparar tú primero?
—No pienso hacer trampas, Jane.
—No. —Suspiró. —Nunca lo harías, ¿verdad? Eres demasiado noble para hacerlo.
—¿En qué consistía tu plan, Jane? ¿Cuánto tiempo pensabas tenerme atado a la cama? ¿Eternamente?
—Necesitaba tenerte encerrado en algún sitio. El tiempo necesario para hacerte entrar en razón.
—Ya sabes, Jane —dijo con voz ronca, —que en esta posición estoy completamente a tus órdenes.
Jane frunció el entrecejo.
—Ya lo pensé, pero me temo que no.
—Es la verdad. Aquí mandas tú. —Lo había cubierto con una sábana que Christian vio levantarse a medida que la sangre iba descendiendo en esa dirección. —Puedes hacerme lo que desees.
—¿Cómo puedes pensar ahora en eso? —Hizo una pausa y negó con la cabeza. —Eso sería hacerte cosas contra tu voluntad. No podría.
Pero sí había podido, siendo plenamente consciente de ello, atarlo a la cama. Christian le guiñó el ojo.
—¿Ni incluso asegurándote de que estoy más que dispuesto?
—¿Cómo puedes sonreír de esta manera después de que te haya atado a la cama?
—¿De qué manera? —preguntó, la pura imagen de la inocencia.
—De esa manera maliciosa, como si estuvieras a punto de hacerme algo muy perverso.
—Lo que quiero, cariño, es que seas tú la que me hagas cosas perversas.
—Voy a desatarte.
—No hasta que te pongas encima de mí y me cabalgues hasta perder la cabeza, cariño. Me gustaría que lo hicieses estando yo atado.
Se quedó mirándolo boquiabierta. Veía que él esperaba que le reprendiese por su osada solicitud. Pero ella inclinó la cabeza, frunció el entrecejo, se mordió el labio, y dijo por fin:
—De acuerdo.
¿De acuerdo? Y antes incluso de que pudiera sonreír por su buena suerte, ella se encaramó a la cama y retiró por completo la sábana. Se echó hacia atrás la melena con delicadeza. Se pasó la lengua por los labios lenta y seductoramente y el latido del corazón de él se aceleró hasta convertirse en un rugido para sus oídos. De repente, ella se inclinó hacia delante y acercó la boca a la cabeza de su miembro.
Se sacudió sujeto a la cama, perplejo y excitado. Dándole aquel beso amoroso a su rígido sexo estaba preciosa. La verga se inclinó hacia ella, su cabeza ansiosa por encontrar su boca. Observó sus fluidos dando brillo a los labios de ella.
«Dios, sí, cariño».
A punto estuvo de perder el control y explotar viendo la expresión contemplativa de Jane relamiéndose y saboreándole. Era infinitamente más erótico que cualquier gesto calculado.
—Es tan… tan fascinante… —musitó.
—¿Sabe bien?
—Delicioso. —Con una sonrisa picara, envolvió una vez más con su celestial boca la cabeza de su miembro.
Y la cabeza que sostenían sus hombros a punto estuvo de explotar. Jane ahuecó las mejillas, sus rosados labios se abrieron en torno a él. Empezó a chuparlo con convicción, moviéndose arriba y abajo. Su corazón se aceleró a medida que fue absorbiéndolo con más profundidad. Se agarró a las corbatas, encorvándose lo máximo posible para poder mirar.
Aquel atrevido ángulo lo llevó al máximo, se echó hacia atrás, dejándose llevar, y farfulló:
—Cariño…
Pero ella volvió a cogerlo. Lo chupó con fuerza, después con suavidad, jugando, explorando, con una curiosidad tan dulce, que creyó que el corazón acabaría estallándole.
Nunca había alcanzado el clímax en la boca de una mujer. Siempre se había controlado. Pero Jane había deslizado la lengua por todo su miembro. Le había acariciado los testículos simultáneamente. Y se había dejado ir como un escolar ignorante. El orgasmo lo había vapuleado. Había gritado atado a la cama con dosel. Y había sentido su boca moviéndose sobre él, devorando su semilla.
Jane…
Se derrumbó, su corazón latiendo enfervorizado, su cerebro inundado de placer.
—Me ha gustado —susurró ella. —Me ha gustado darte placer.
Él rio entre dientes.
—Eres un tesoro. Debería darte las gracias por conducirme hasta el cielo.
Ella se puso en cuclillas y su rostro se ensombreció. Cuando vio que se llevaba una mano al vientre, la realidad de su tristeza atravesó a Christian como una lanza. Debía de estar pensando en el niño que podía llevar dentro, en que podían matarlo y en que ella se quedaría sola.
—Lo siento mucho, Jane —murmuró. Había hecho exactamente lo que su padre natural le había hecho a su madre: condenarla a la desgracia
—Mereces casarte con un hombre que te adore, mereces…
—Para. Juré que no volvería a casarme. No me casaré, ni aunque esté embarazada. Así de sencillo. —Pero el matiz de su voz dejaba claro que la cuestión no era tan sencilla.
Jane se dispuso a desatarlo, sus pechos bailando delante de su rostro. No soportaba hacerla infeliz. Se inclinó y capturó un pezón en su boca.
—¡Christian! —Pero le dejó que se lo chupara.
Siguió excitándola, pero pensando en algo mucho más profundo que el juego sexual. Jamás había conocido a una mujer tan complicada. Aquella noche lo había atado y bien atado, literalmente.
¿Quién era realmente Jane? ¿La chica tímida que huyó de él en la terraza? ¿La cruzada que intentó detener la carrera de carruajes? ¿La terca rescatadora que se había enfrentado a sus miedos en el club para salvar a su amiga?
Jane era todas ellas: una compleja mezcla de feminidad, fuerza y vulnerabilidad. Y había descubierto, además, otra vertiente de ella, la de la mujer sensual que deseaba amar, y que, sin embargo, para proteger su corazón, se negaba el sueño de la felicidad, el matrimonio y la maternidad.
Pero se lo merecía.
Sintió crecer en su interior un deseo potente. El deseo de ser el hombre capaz de ofrecérselo. Pero no lo era. Jamás podría serlo. Si llevaba su hijo ya en el vientre, tendría que saber su verdad.
Y él no quería contársela.