CAPÍTULO 08
Terciopelo y seda. Rosas y vainilla.
Los sentidos de Christian saborearon a lady Sherringham cuando ella presionó tímidamente su boca contra la de él. Se quedó… paralizado. En condiciones normales, arrastraría a la mujer a un beso excitante, haciéndola jugar con él, aumentando el calor entre ambos hasta lograr que estallaran en llamas.
Pero con lady Sherringham aquello no iba a funcionar y Christian permaneció inmóvil, con los párpados entreabiertos, observando cómo ella le besaba. Lentamente, los labios de ella se ablandaron, se abrieron un poco y asomó el susurro de un leve gemido en su boca.
Ni siquiera podía arriesgarse a dejar una mano en su frágil espalda para atraerla hacia él.
Le dejó hacer lo que ella quería. Por primera vez en su vida, Christian se mostró torpe en un beso, la espalda doblada, los miembros en rígida tensión, encorvándose para entregarle su boca. Sólo se tocaron sus labios.
Ella se adelantó hasta rozarle el torso con los pechos. Con torpeza, levantó los brazos y sus puños chocaron con los bíceps de él. Fue un beso tan leve que él podía incluso hablarle mientras ella movía los labios sobre los suyos en una exploración tan cautelosa como la de un general inseguro que espera una emboscada.
—Sí —murmuró él. —Abráceme.
Tenía que descubrir que ella podía. Tenía que saber que una mujer podía soportar lo que ella había sufrido y no estar completamente destrozada por dentro.
Ascendió con los puños cerrados hasta sus hombros y entonces enlazó las manos por detrás de su nuca. Abrió la boca, y cuando él instintivamente captó la señal como una indicación de que podía iniciar el juego, ella se apartó con los ojos abiertos de par en par, asombrada.
—Lo he hecho —susurró.
Él se inclinó y le acarició el cuello con la nariz, rozando con la boca el pulso que latía intensamente en la conjunción de la clavícula. Saboreó la deliciosa dulzura de su piel.
—Lo ha hecho.
Ella se echó hacia atrás.
—Para usted no habrá sido demasiado beso. Lo siento.
No había sido un beso sexual. Había sido algo completamente desconocido para él. Un miedo compartido, con titubeos… Y la forma tentativa en que ella había enlazado los brazos alrededor de su cuello le había llegado al alma como ningún otro beso de su vida.
Lady Sherringham se recogió entre sus propios brazos.
—Puedo hacerlo. ¿Lo ve? Puedo volver al club, siempre y cuando esté usted a mi lado.
—¿Este beso quería ser una prueba?
Jane respondió moviendo afirmativamente la cabeza, ruborizándose.
—No he pensado en mi fallecido marido. Cuando le he besado, sólo pensaba en usted.
Él sentía aún la tensión en el pecho, el corazón latiendo con fuerza.
—¿Le recordé a su marido cuando le di aquel beso tan intenso en el teatro? ¿Fue eso lo que la asustó?
—Sí, pero esta vez…
La interrumpió una discreta llamada en la puerta. Maldición.
Christian se volvió y vio al mayordomo de su padre en el umbral. Wilkins era un criado mayor, tan rígido y correcto que chirriaba al respirar.
—Ha llegado una tal señora Small, milord. Dice que tiene una cita con usted.
—Así es —replicó él.
—La he instalado en el… —Wilkins tosió para aclararse la garganta. —En la sala oeste, a pesar de lo que significa.
Era la sala donde su padre le había provocado hasta verse consumado por una ira ciega y perder el control de los nervios. Nunca había querido volver a entrar en la sala donde había estampado a su padre contra la pared y había estrechado con las manos su frágil garganta.
Pero lady Sherringham corrió hacia la puerta, el borde de su falda susurrando entre sus tobillos, y volviéndose ligeramente le amonestó:
—Vamos, Wickham. Debemos hablar con ella.
Christian estaba hecho un lío: por un lado, era pura vulnerabilidad pero, al instante siguiente, todo arrojo. ¿Habría acudido a su casa únicamente por aquel motivo? ¿Para interrogar a la cocinera, después de intentar él asegurarse de que no lo hiciera?
Al infierno.
La señora Small hizo una profunda reverencia cuando Wickham entró en la salita. Jane entró detrás; había salido del salón delante, pero él la había adelantado por el pasillo con sus largas zancadas. Prueba, como mínimo, de que su pierna no había resultado muy malherida el día anterior.
Jane trató de no estremecerse cuando la envolvió la atmósfera de la estancia. Si el salón era lúgubre, aquello era aun peor: la salita estaba abarrotada de muebles de gran tamaño y cubrían los sillones tapices holandeses que parecían fantasmas al acecho.
Vestida de paño de color marrón, con un maltrecho sombrero de paja sobre sus rizos canosos, el movimiento nervioso de los hombros de la señora Small revelaba su ansiedad.
La estancia por sí sola bastaba para asustar a cualquiera.
Dejando a Wickham de lado, Jane avanzó deprisa y cogió las manos de la señora Small. Sintió la ardiente mirada de él como un atizador al rojo vivo clavado entre sus omóplatos. Su actitud había vuelto a encolerizarlo.
Pero con una simple mirada a la sonrisa de alivio que dibujaban los labios de la anciana cocinera supo que había hecho bien acompañándolo, quisiera él o no.
—Me alegro de que esté aquí, milady —dijo la señora Small. —A la patrona nunca se le pasa nada por alto y temía que se enterara de dónde había ido hoy.
¿Cómo podía haberse echado atrás cuando aquella mujer confiaba en ella de aquel modo?
Jane miró de reojo la rígida mandíbula de Wickham.
—Por supuesto que tenía que venir. Y no tiene necesidad de volver a casa de la señora Brougham. Lord Wickham se encargará de que esté usted atendida.
—Por supuesto —dijo con frialdad él. —Lord Wickham se encargará.
Jane sintió un picor en la garganta. Era evidente que un hombre que creía poder mandar sobre ella, la odiaría por haber hablado en boca de él. Pero se trataba de Del.
Notó una mano posarse en su espalda, a la altura de la cintura: la manaza de Wickham. La empujó con delicadeza hacia un lado y se abrió paso.
—Creo que se le ha prometido una casa de huéspedes —dijo. Arrastró a la señora Small hacia el canapé: ése y un monstruoso orejero eran los únicos asientos sin tapar. —Obtendrá todo lo que se le ha prometido si me dice la verdad, señora Small. ¿Lo hará?
Unos ojos del color azul de la porcelana china los miraron con inocencia, tanto a ella como a Wickham.
—Lo haré, sin lugar a dudas, milord. Deseo fervientemente tener mi propio negocio.
La emoción de la señora Small ablandó el corazón de Jane. Tomó asiento en el otro extremo del amplio sofá, lo bastante cerca de la cocinera como para tranquilizarla. Wickham se instaló en el enorme orejero.
—Vayamos al grano, entonces —dijo. —En el club de la señora Brougham suceden cosas que le preocupan. La señora Small se inclinó hacia él.
—Sé que la nobleza tiene su propia forma de hacer las cosas. Y yo siempre he mantenido la vista baja y la boca cerrada.
—No tiene por qué insistir en su discreción. —Wickham sonrió a la cocinera. —Creo que la señora Brougham da por hecho que su personal más importante es inteligente y consciente del lugar donde trabaja.
Las mejillas de la cocinera se ruborizaron. Se enorgullecía de sus palabras de aprobación.
Wickham era capaz de embelesar a cualquier mujer.
Jane notó el calor de sus mejillas. No le había dicho la verdad. No le había besado a modo de prueba. Cuando él la había mirado después de que ella dijera aquella tontería sobre su heroicidad, el impulso, la necesidad y una inexplicable locura habían hecho que sus labios se abalanzaran sobre los de él.
El beso había sido horroroso. Y, a diferencia de lo sucedido en el teatro, él ni siquiera había respondido. Había dejado que le besara, pero había percibido su moderación como un muro entre los dos.
Se sentía incomodísima por haberlo besado.
Era mejor olvidarlo. Lo único que importaba era Del.
—¿Qué hay sobre las mujeres desaparecidas…? —empezó a decir.
—Nos preocupan las mujeres desaparecidas, señora Small —la interrumpió Wickham. —Y lady Treyworth, mi hermana, que era, creo, miembro del club contra su voluntad. Debo preguntarle qué es lo que le asustaba de ese lugar.
—Suceden cosas perversas, claro está, pero lo que me hacía temblar eran esos hombres con capa. Entraban por la parte trasera de la casa, por la puerta de la cocina. Son cuatro, al menos eso creo.
—¿Hombres con capa? —repitió Jane.
Wickham la miró de reojo. Era evidente que esperaba que permaneciera en silencio.
—Sí. Llevan capa con capucha y siempre van enmascarados.
—¿No les ha visto nunca la cara? —Preguntó Wickham. —¿No sabe quiénes son?
La señora Small negó con la cabeza.
—Nunca se mencionan sus nombres, ni siquiera la patrona. Los describe como los caballeros especiales, y pide para ellos el mejor coñac.
—¿No les ha visto nunca el cabello? ¿Ni cómo van vestidos?
—Son caballeros, eso es todo lo que sé. Las capas son de lana negra, muy normales. Llevan máscaras negras que les cubren toda la cara, las capuchas bajadas. No les he visto nunca los ojos. Y nunca me he atrevido a mirarlos el tiempo suficiente como para intentar verlos bien. —La cocinera se estremeció.
—¿Qué altura tienen esos hombres?
—No son tan altos como usted, milord. Dos son bajitos y fornidos y los otros dos son delgados. Es difícil juzgarlo con las capas, pero dos de ellos son lo bastante grandes como para ocupar casi todo el umbral de la puerta, y los otros dos no.
—Y desde las cocinas, ¿hacia dónde van?
—Hay una puerta en la zona de los criados que lleva a los calabozos. Está cerrada con llave, pero esos hombres tienen la llave para acceder.
—¿Van cada noche? ¿Podría decirme cuánto tiempo llevan yendo?
—Los jueves y los viernes, milord, a medianoche. Hará un año y medio que vienen. —De pronto, la señora Small parecía nerviosa. —Me he olvidado decirle que… que uno de los hombres lleva bastón. Una vez, una de las criadas cerró la puerta que lleva de la cocina al patio posterior. El caballero tuvo que llamar a golpes. Me entró un pánico terrible, ya que tenemos la obligación de dejarla abierta. Corrí para abrirle y casi me da un mazazo con el bastón. Al parecer, iba a golpear la puerta con él, pero yo pienso que quería darme a mí de lo enfadado que estaba.
Wickham sacudió la cabeza para indicar su compasión y Jane vio que la señora Small se lo agradecía.
—¿Podría describir el bastón? —preguntó.
—Era de plata. Coronado por una cabeza de caballo con la crin al aire. Los ojos parecían rubíes, eran rojo sangre.
Wickham se recostó en su asiento, estiró las piernas y encorvó la espalda.
—Muy peculiar para un caballero preocupado por ocultar su identidad.
Jane había pensado lo mismo. Le parecía una ostentación descarada. Pero los caballeros arrogantes se creían tan inteligentes y tan intocables, que revelaban sus pecados despreocupadamente.
Con toda seguridad, cualquiera reconocería un objeto tan excepcional. Aquellos hombres tenían que estar implicados en la desaparición de las cortesanas. ¿Por qué, si no, llevar un disfraz tan elaborado en un club donde los demás miembros se paseaban libremente? Pero ¿tendrían algo que ver con Del?
Retorciéndose las manos en el regazo, la señora Small miró esperanzada a Wickham.
—No puedo decirle más, milord. ¿Es suficiente?
La sonrisa de Wickham derretía hasta la mantequilla.
—Es enormemente útil. ¿Podría contarme alguna cosa más sobre las chicas desaparecidas? ¿Resultaron alguna vez malheridas en el club?
La cocinera se sonrojó ante sus elogios. El aspecto atractivo de Wickham y su entrenado encanto jugaban a su favor y, además, le había prometido a la señora Small un premio espectacular. ¿Qué mujer no estaría impresionada ante un rescatador como aquél?
—Las dos desaparecidas son Molly Templeton y Kitty Wilson. Ambas querían ser bailarinas de ópera y actrices.
Wickham consiguió detalles sobre la vida de las dos mujeres en el club: Molly era engreída y trataba mal a los criados; ansiaba encontrar un protector de dinero, explicó la cocinera. Sólo se mostraba encantadora cuando había como mínimo un conde en el salón. Kitty era flaca como una niña, delicada y muy popular, pero en el fondo era una prostituta endurecida por la vida, decidida a sobrevivir.
La cocinera meneó el dedo.
—Pero nunca se permitió maltratar a las chicas, ésa es la verdad. Había moratones, pues a los caballeros les gustan los juegos con azotes y cuerdas, pero nada que las chicas no pudieran resistir. Había unas cuantas que habían estado en casas más violentas y todas daban gracias a Dios por haber sido acogidas por la patrona.
Jane no podía creerlo.
—¿No les importaba que las azotaran?
La señora Small se volvió hacia ella con una tímida sonrisa.
—Estoy segura de que su señoría podría decírselo.
Jane miró con mala cara a Wickham, que le devolvió la mirada con una expresión imposible de descifrar.
—Así es la vida de las que quieren ascender, milady —continuó la señora Small. —Los caballeros quieren hacer cosas que no pueden hacer en casa.
—¿Y por qué los caballeros tendrían que obtener lo que…?
—Señora Small —la interrumpió Wickham. —Unas preguntas más acerca del club… —Pasó varios minutos más interrogándola sobre el funcionamiento del lugar: qué sucedía por las noches, si cocinaba para las cortesanas y si las chicas dormían en la casa. Le preguntó sobre sus triunfos culinarios y la engatusó para que le revelara su secreto respecto al syllabub, un postre popular que se confeccionaba con nata, azúcar y vino blanco.
Jane intentó averiguar a qué obedecían sus preguntas. Parecía sinceramente interesado por la vida de la señora Small y, poco a poco, fue engatusándola para que hablara sobre los invitados. De modo que ése era su juego: adular a la mujer y luego seducirla para que lo soltara todo. Jane pensó que Wickham conocía bien a las mujeres. Por supuesto que las conocía…, sabía que se había acostado con centenares de ellas, si no con miles.
La señora Small admitió que rara vez subía arriba y que poca cosa podía decirles sobre los miembros del club. Por los chismorreos de las criadas, podía nombrar a algunos miembros de la élite que frecuentaban el club, incluyendo dos duques, una docena de condes y un príncipe de Habsburgo arruinado.
—Si puede decirme alguna cosa más, algo que se reserve, se lo compensaré. ¿Digamos que con mil libras?
Los labios de la señora Small empezaron a temblar sin que la mujer pudiera evitarlo.
Wickham le regaló la más encantadora de sus sonrisas y la reticencia de la cocinera se derrumbó.
—Creo que la patrona trae chicas especiales para esos hombres enmascarados —susurró, arrugando la falda entre sus dedos.
Jane se situó al lado de la señora Small, con el corazón en la garganta.
—¿Qué tipo de chicas especiales?
La cocinera se tocó el extremo del ojo derecho.
—Chicas jóvenes. Vi una de ellas, cuando se suponía que no debía hacerlo. La pobre niña apenas tendría catorce años y estaba muerta de miedo. La patrona ha sido buena, pero me temo que está secuestrando criaturas inocentes para esos hombres.
Wickham se levantó e hizo una reverencia. La señora Small se quedó atónita.
—Gracias.
Fue el agradecimiento más sentido que había presenciado Jane en su vida. Wickham sabía cómo aparentar que estaba completamente en deuda con aquella mujer. Con las mejillas encendidas, la señora Small se volvió hacia ella.
—Oh, gracias, milady, por traerme en presencia de su señoría.
Jane suspiró. ¿Qué podría haber hecho ella sola? Era evidente que no habría podido sobornarla con mil libras ni haberle comprado una casa de huéspedes.
—Le pediré a mi secretario que lo disponga todo con usted, señora Small —dijo Wickham.
La señora Small se levantó de su asiento e hizo una reverencia.
—Muchísimas gracias, milord.
Wickham se inclinó junto a Jane.
—Si quiere acompañarme, milady…
Y así lo hizo. En cuanto él hubo hecho pasar al salón a un caballero con gafas y cabello gris y hubo cerrado la puerta, se volvió hacia él, decidida a sentirse… útil. A hacer alguna cosa.
—¿Sabe a quién podría pertenecer ese bastón?
—Hace sólo unos días que he regresado, de modo que no, no tengo ni idea. Pero lo averiguaré.
—Salaberry. Petersborough. Dartmore o Treyworth. Cualquiera de ellos podría formar parte de ese grupo de hombres enmascarados. —Jane levantó la voz. —¿Y si Del supiera que Treyworth había echado a perder a pobres chicas inocentes? Hoy es jueves. Tenemos que ir al club.
Wickham le acercó el dedo a los labios y la condujo fuera del salón. El secretario estaba acompañando a la señora Small hacia la puerta.
Wickham le dijo al oído:
—Enviaré a uno de mis criados a vigilarla.
—Como hizo por mí. Teme por su vida. Teme por la mía.
—Sí. —La cogió por los hombros, como si quisiera hacerla entrar en razón. Pero no lo hizo. —Tiene que volver a su casa, amor. Enviaré a mis criados para que la sigan, para que vigilen de nuevo su casa. Quiero que esté segura.
Jane movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Vendrá a buscarme esta noche? ¿Para llevarme al club? —Antes de que él pudiera pronunciar el «no» que ella sabía que iba a articular, le retiró las manos. —Sabe perfectamente lo que haré: iré.
En una ocasión, siendo jóvenes y mientras él se burlaba de ella, Jane le había amenazado con echarle pudin en la bota. A la mañana siguiente, ella había podido oír el chapoteo de su pie introduciéndose en el calzado manchado. Jane había cumplido rabiosa con todas sus amenazas. El pudin. Arañas en los pantalones. Sal en la cerveza.
Confiaba en que él creyera que aquellos ocho años no la habían cambiado.
—Es usted una mujer detestable.
Ella dio un paso atrás al oír aquello, pero se dio cuenta de que no lo había dicho enfadado.
—Sería capaz de ir sola si no la llevo yo, ¿verdad? —Se echó el pelo hacia atrás. —No la comprendo. Le da más miedo el club que el accidente que ha sufrido.
Se quedó mirándola. Era cierto.
—De acuerdo, la llevaré. Pero si ve cualquier cosa que la incomode, la asuste o desencadene su necesidad de irse, tendrá que alertarme. No la tocaré más de lo necesario. Y no permitiré que nadie la toque.
«No la tocaré». Algo se quebró en su interior, pero a pesar de ello dijo:
—Gracias.
—Esté preparada a las nueve.
Jane movió afirmativamente la cabeza. ¿Cómo explicar la presencia de Wickham a tía Regina? Su tía jamás la dejaría acudir a aquel sórdido club con Wickham, ni siquiera para encontrar a Del. Y pese a que como viuda podía hacer lo que quisiera, no quería pagarle con un disgusto a su tía la bondad que había mostrado con ella.
—No —dijo. —Estaré en su puerta a las nueve.