CAPÍTULO 13

— Vendrá a por mí, Jane. Vendrá para llevarme a casa. —Sentada en el extremo de la cama, Del se estremeció.

Jane pasó rápidamente por la cabeza de Del el camisón de franela y se apresuró a cubrir el cuerpo tembloroso de su mejor amiga. Abrazó sin pensarlo los delgados hombros de Del. Como si quisiera convencerse con ello de que de verdad estaba allí, sana y salva en casa de Christian.

Mientras ayudaba a Del a bañarse, se le habían clavado en el alma los vestigios de viejas heridas en su escuálido cuerpo, las sombras de agotamiento que rodeaban sus claros ojos azules. Era evidente que Del llevaba sin comer mucho más tiempo que aquella quincena durante la cual había permanecido en paradero desconocido.

—Nunca tendrás que volver con él —dijo con firmeza Jane. Acompañó a Del hasta el tocador, donde había una bandeja con galletas y una tetera humeante.

La criada había dejado también un conjunto de cepillos de plata. Empujándola con suavidad por los hombros, Jane obligó a Del a sentarse delante del plato. Cogió un cepillo. Del estaba asustada y cansada, pero no histérica. Del no estaba loca.

—Se pondrá furioso. —Del cogió una galleta con dedos temblorosos. —Hui de él. Lo humillé.

Jane se detuvo y posó el cepillo sobre la coronilla cubierta de negro cabello. Por mucho que ella hubiera insistido en que no era posible, lo cierto era que Del sí había huido.

—¿Por qué no acudiste a mí?

—No podía. No tienes a nadie que te proteja, Jane.

Con tristeza, Jane se dio cuenta de que Del quería decir que no tenía ningún hombre que la protegiera. Tía Regina tenía razón. Del no había acudido a ella para mantenerla a salvo.

—¿Sabe que estabas buscándome? —preguntó Del al tiempo que ocultaba la cara entre las manos.

—Sí, por supuesto. Fui a ver a Treyworth y me mintió. Me dijo que habías huido al continente con un amante.

—¿Y por qué no lo dejaste correr, Jane? ¿Por qué le provocaste?

Jane empezó a cepillarle el pelo.

—No me preocupa que Treyworth tenga la impresión de que le he provocado. —Pese al murmullo de inquietud que sentía en el estómago, habló con firmeza. —Y no estaba dispuesta a que siguieras sufriendo a manos de él.

—Cuando empezamos era muy bondadoso conmigo —dijo Del en voz baja. —Tan contrito, y cariñoso y amable. Pienso que me llevó a casa de la señora Brougham para… para ayudarme. Sé que si hablo con él, podré…

—¡No! —exclamó Jane. Notó que la sangre se le helaba en las venas. Aquella bruja la había mentido; había convencido a Del para que regresase voluntariamente con Treyworth y había conseguido hacerle creer que encerrarla allí era por su bien. —No hablarás con él. No pienso permitir que se te acerque.

—¡No eres tú quien debe tomar esa decisión!

A Jane le sorprendió el enojado tono de voz de su amiga.

Las miradas de Jane y de Del se encontraron en el espejo.

—Si hablas con Treyworth, volverá a mentirte. Te pedirá perdón y te suplicará y te rogará. No creo que estés aún con fuerzas suficientes como para enfrentarte a él. Tu hermano y yo cuidaremos de ti.

—Mi hermano no lo hará. No puede hacerlo.

Jane flexionó una rodilla y le cogió la mano.

—Lo hará. Ha vuelto por ti. Cuando lo encontré en el club estaba loco de preocupación.

—¿Fuiste al club? —Del abrió los ojos horrorizada.

—Sí. Así fue como te localizamos. El marqués de Salaberry admitió que Treyworth te había llevado al manicomio de la señora Brougham… después de que tu hermano gastase treinta mil libras para comprar sus letras de cambio y amenazase a punta de pistola a ese hurón.

Del sujetaba la taza con mano temblorosa y el té se derramó por el borde.

—¿Hizo eso por mí? Pero ¿no lo ves, Jane? Christian no debería haber regresado. No debería haberle escrito. Mató a un hombre en un duelo. Es posible que aún se pueda celebrar el juicio pendiente. Lo he arrastrado hasta aquí y ahora tendrá que enfrentarse a…

—Ahora no pienses en eso —dijo Jane consolándola. Pero la verdad es que a ella no se le había ocurrido. Cuando un hombre moría en un duelo, el perpetrador tenía que ser juzgado. En el caso de un noble, el juicio se celebraría en la Cámara de los Lores. Christian no era el primer caballero que huía para eludirlo.

—Dicen que el otro, el conde, disparó primero —susurró Del. —Que falló. Pero luego Christian le disparó a sangre fría en el corazón. Nuestro padre dijo que ni siquiera intentó errar el tiro. Es lo que hacen los hombres… para perdonar la vida…

Y Christian no lo había hecho. Jane pensó en el lado oscuro que había visto en él aquella misma noche y en las ganas que tenía de encontrar a alguien con quien pelearse. Pero no había disparado a nadie, incluso teniendo la posibilidad de hacerlo.

¿Qué sucedería si le declaraban culpable? ¿Iría a la horca?

—Tienes que comer algo —la apremió Jane. Si Christian era condenado a la horca, si se lo llevaban, ella se encargaría de proteger a Del. Tal y como había planificado de entrada. Pero se imaginó a Christian conducido hacia el cadalso. Vio mentalmente la soga alrededor de su cuello, fuerte y bronceado, y se le encogió el estómago.

Del negó con la cabeza.

—No tengo hambre. Me traían comida. Sólo estoy… cansada. Muy cansada. —Se incorporó lentamente. Jane la guio hasta la cama y la ayudó a estirarse.

Del cerró los ojos al instante.

Jane miró a su alrededor y contempló la lúgubre decoración en tonos marrón y verde, el papel amarillento de la pared, los pesados cortinajes y tapices. Buf. Aquélla había sido siempre la habitación de Del y siempre había sido horrorosa. El fallecido conde de Wickham era una persona fría y distante con sus dos hijos. Se pasaba la vida encerrado en su biblioteca. Se había propuesto cultivar constantemente su mente como buen caballero.

Pero podría haberle dedicado algún que otro momento al corazón.

—Jane, cariño, ¿estáis bien… las dos?

La voz de Christian sorprendió a Jane inmersa en sus pensamientos y se volvió enseguida.

Cogió la vela que había en la mesita de noche y la levantó para iluminar el umbral de la puerta… Lo iluminó a él, a Christian. Llevaba una camisa blanca, limpia, el cuello abierto. El nudo del corbatín estaba por hacer aún y la prenda amenazaba con deslizarse y caer al suelo. Tenía el cabello húmedo, como si simplemente hubiera sacudido la cabeza para secárselo.

Tenía huellas de golpes en el ojo, la nariz, la barbilla y la mejilla derecha. Pero aquello sólo servía para hacerlo más peligrosamente atractivo. Estremeciéndose, Jane se dio cuenta de que alguien le había cosido unos puntos para cerrar el corte que le recorría el pómulo de arriba abajo.

—Se ha dormido. —No quería contarle que Del deseaba hablar con Treyworth cuando él se presentara a buscarla. En ningún momento habían hablado de lo que sucedería después de que encontraran a Del. Encontrarla era lo más importante.

Un mechón de pelo le cayó sobre los ojos y lo retiró con la mano. ¿Cuál debía de ser su aspecto? ¿Muy deplorable? Tenía el pelo suelto, enmarañado y despeinado por el viento. Su sombrío vestido negro estaba salpicado por el barro del camino.

—Ahora le toca a usted, cariño. ¿Por qué no se baña y la llevo a la cama?

Se quedó helada ante las palabras de Christian. Detrás de él, veía pasar criadas cargadas de cubos de agua humeante.

—He pedido que preparen la habitación contigua a la de Del —continuó él. —He pensado que le gustaría bañarse, comer algo y quedarse a pasar la noche aquí. Pero si quiere volver a casa… —Se interrumpió y se pasó la mano por el pelo húmedo.

No pretendía «llevarla a la cama» como habría sucedido en el club. ¿Qué pensaría ella?

—Me gustaría que se quedase —continuó diciendo. —Quiero tener la garantía de que está a salvo. Y demonios, tengo que admitirlo… —Se le veía tremendamente incómodo. —Necesito que esté aquí para ayudarme con Del. Es su amiga. La conoce. Ha pasado mucho tiempo y… a mí me mira como si me tuviera miedo. Supongo que me lo merezco por haberla abandonado a su suerte.

—A usted no le teme. Pero teme por usted. Teme que su regreso tenga consecuencias por lo del duelo.

—¿Es eso? —Sus anchos hombros se encogieron con elegancia. Debajo de la camisa, sus músculos se agitaron. —No tiene por qué preocuparse. Dudo que pueda correr más peligro.

De pronto, observando su maltrecho aunque atractivo rostro, Jane recordó las palabras del mayor Arbuthnot: «Un joven caballero que buscaba la muerte».

—Pero ¿no podría haber un juicio?

Christian no respondió.

—He enviado un mensaje a Bow Street —dijo en cambio. —Sobre el manicomio y el comercio que tiene montado la señora Brougham con esas pobres chicas vírgenes.

Ella deseaba hablar de la vida de él, pero supuso que no iba a darle esa opción. Haber enviado una nota a Bow Street significaba llamar la atención de los magistrados hacia su persona y recordar el duelo. Estaba poniendo en riesgo su libertad, y muy posiblemente su vida, por aquellas mujeres y aquella chica del manicomio, que con toda seguridad no tenían a nadie que las defendiera.

¿Qué tipo de castigo destinaría la Cámara de los Lores para uno de los suyos que había matado a un hombre en duelo? No conseguía recordar ningún caso. La mayoría de los nobles implicados en aquel tipo de escándalos hacían exactamente lo que él había hecho: huir del país.

Lo miró de reojo. Había matado a un hombre cuando podía haber disparado al aire, conservando con ello el honor y perdonándole la vida. Y lo había hecho por Georgiana, que le había advertido que no se enamorase de ella.

Era su salvador y, al instante siguiente, le recordaba su perversidad.

Una nube de vapor llegó hasta allí a través de una puerta abierta. Llegaron al cuarto de baño.

La voz ronca de Christian rompió su silencio.

—No habría disparado contra Salaberry. Me lo preguntó antes y no le di una respuesta directa. Fue un farol. Por eso tuve que pegarle. Y siento que tuviera que presenciarlo.

Asombrada, se dio cuenta de que estaba dándole explicaciones.

—Oh —dijo. —Tal vez yo hubiera disparado contra los criados de la casa. De haber tenido que hacerlo.

—Lady Jane Beaumont, cada vez me deja más sorprendido.

La humedad de su piel hacía que la camisa se le pegase al torso. Apreció los músculos, allí donde se adhería el tejido. Incluso sus pezones oscuros. Su piel emanaba un aroma fresco y cítrico a bergamota que seducía su olfato. Christian apoyó un brazo en la pared e hizo descender su boca en dirección a la de ella…

—Milord. —Un anciano con gafas se acercaba corriendo por el pasillo.

—Huntley —murmuró Christian. —Mi secretario.

Huntley tenía el aspecto de un criado correcto que se hubiera visto inmerso en un torbellino, su pelo gris despeinado, las gafas torcidas, respirando con dificultad como si estuviera soportando el peso del mundo entero.

—Hemos encontrado a Mary y la hemos traído aquí junto con ese infame lacayo antes de que se casaran. La chica está demasiado afligida como para comprender que la hemos rescatado y no quiere hablar con nadie excepto con usted.

Christian se dio con la mano en la frente.

—Me había olvidado por completo de Mary. —Se volvió hacia Jane. —Una de las chicas se fugó a Gretna con un lacayo.

Mary, la descarada chica que había visto flirtear con él en la puerta del despacho.

—Tendría que bañarme —dijo Jane. —¿Por qué no va a ver a Mary?

—Gracias, cariño —murmuró Christian y Jane se dio cuenta de que Huntley arqueaba sus canosas cejas como gesto de desaprobación por el cumplido.

Y las arqueó más si cabe cuando vio que Christian le cogía la mano y acercaba los labios a su piel desnuda (hacía ya un buen rato que se había deshecho de sus sucios guantes negros). Cuando aquellos labios rozaron su piel, fue como si le hubiesen prendido fuego. Perezosamente, él recorrió con la boca la distancia hasta su muñeca. Lamiéndola…

Jane se vio embargada por todo tipo de sensaciones. Empezó a respirar con dificultad. Se bamboleó. Exhaló un gemido impropio de una dama y tuvo que buscar apoyo en la pared.

Los ojos azules de Christian se encontraron con los de ella. El azul se había oscurecido hasta alcanzar el intenso color del cielo nocturno justo antes del crepúsculo.

—Disfrute del baño. Se lo merece.

No podía abandonar a Del y, por peligroso que fuera, no podía abandonarlo a él.

—Lo haré —musitó.

El rostro de Christian se iluminó con una amplia sonrisa. Y se marchó con su secretario.

Después de aquel único beso en la muñeca tenía la sensación de que sus piernas no respondían.

Un vapor con olor a rosas inundaba el cuarto de baño. Un aroma celestial. Jane entró, atraída por el calor y el reconfortante olor.

Las criadas la ayudaron a quitarse su horroroso vestido de luto, su corsé y su ropa interior. Christian había pensado en todo. Junto a la bañera había un montón de toallas y una alfombrilla para ahorrarle la molestia de tener que pisar el suelo helado con los pies mojados. Pero entonces pensó con sensatez. No era Christian quien lo había dispuesto todo, sino los criados, acostumbrados a servir a una condesa.

Las velas titilaban, el fuego crepitaba en la chimenea. En el agua flotaban unos pocos pétalos de inocentes rosas. Aquello tenía que ser idea de Christian.

Jane cerró los ojos para sumergirse en el agua caliente y repasó los sucesos de la noche. Después de haber subido a Del al carruaje, Christian había despertado a la enfermera jefe. Confusa primero, luego dándole coba y balbuceando sobre su inocencia después, la mujer había negado saber nada sobre enmascarados o sobre lady Treyworth. Era evidente que mentía. Para proteger a las mujeres, Christian había montado una guardia con sus hombres armados.

Pero aquellas mujeres necesitaban volver a casa. Jane temía que algunas no tuvieran dónde ir. Por un momento, sintió que caía sobre sus hombros el peso de todo aquello.

Se frotó el cuerpo con el jabón de rosas y se lavó el pelo con toda la rapidez que le fue posible. Las criadas le trajeron agua caliente limpia para enjuagarse y le prepararon una toalla caliente con la que envolverse.

—Un batín para usted, milady. —Una de las criadas le acercó un modelo de seda salvaje de color rosa.

—Gracias. —Se envolvió en el batín. Le ofrecieron también zapatillas y la criada le dijo que en la cama tenía un camisón preparado. Mientras intentaba secarse el pelo junto al fuego, la criada le dijo: —El señor me ha pedido que le diga que ha enviado una nota a su tía.

¡Tía Regina! ¡Santo cielo, casi se había olvidado de ella!

Qué detalle por parte de Christian acordarse de eso. Era asombroso que estuviera pensando en ella en aquel momento.

Al salir del cuarto de baño, Jane se dirigió a la habitación de Del. Tenía que asegurarse de que seguía allí. Y así era, dormida en su cama, su pelo negro derramado sobre la almohada. Entonces, Jane vio a Christian.

Estaba sentado en un sillón junto a la chimenea, una pierna cruzada sobre la otra, la mejilla apoyada en la mano observando a Del. Jane nunca había visto tanta calidez en su mirada.

Pensó que querría estar solo, así que comenzó a retirarse. Pero Christian se levantó de su asiento sin hacer ruido y la alcanzó antes de que llegara a la puerta.

—Tendrá ganas de acostarse —susurró con voz ronca. —Pero antes quería hacer esto…

La boca de Christian descendió sobre la de ella inundándola de calor, mandando sobre sus labios y perdiendo sus dedos en su melena suelta. Tenía el cuerpo tan pegado al de ella, que sentía incluso el corazón de él latiendo contra su pecho. Contra su propio corazón.

Aquello no tenía nada que ver con el beso duro y exigente que había forzado en el teatro. Ni tenía nada que ver con el que había permitido que le diera en su despacho. Ni siquiera con el beso fundente del club.

Era como lanzarse de cabeza al fuego… y voluntariamente. No había miedo, ni dudas, ni recuerdos amedrentadores. Nada excepto la necesidad de devolverle el beso con la misma pasión con la que él estaba dándoselo.

Por impulso, le acarició las mejillas con ambas manos. Una barba incipiente le arañó las yemas de los dedos. Tenía una piel milagrosa: rasposa pero suave y uniforme. A continuación, recorrió su mandíbula, su nariz, sus esculpidos pómulos, saboreó los distintos planos de su atractivo rostro hasta que su mano derecha encontró un fragmento de piel arrugada. La herida. Retiró torpemente las manos.

Christian no le dio importancia. Deslizó la lengua entre sus labios, entraba y salía, excitando su boca de un modo que jamás ella habría creído posible. De un modo que llevaba a sus senos a aumentar de volumen y provocaba ardor y deseo entre sus piernas. Para no caer al suelo con los miembros deshechos, enlazó los brazos alrededor de su potente cuello. Y acarició una piel aterciopelada, unos músculos duros y un cabello de seda.

Los labios le abrasaban, le recordaban los hilillos de humo que desprende una vela cuando se apaga. El resto de su cuerpo hervía como una tetera sobrecalentada.

Christian se separó suavemente de sus labios y antes de que ella pudiera avanzar para reclamarlo de nuevo, le susurró:

—Gracias por estar a mi lado, Jane.

Ella le miró a los ojos, su iris del color violeta azulado del cielo nocturno. Tenía veintiséis años. Y acababa de vivir su primer beso auténticamente maravilloso.

Los ocho años que había durado su matrimonio se habían esfumado. Y recordaba, en cambio, el día en que estuvo observando a Christian mientras bebía vino durante una cena familiar. Cómo había estado jugueteando con los cubiertos contemplando su bella boca…, cómo se había imaginado qué sería besarle.

Pero nunca había soñado con lo apasionado que podía llegar a ser, ni había imaginado que se sentiría como si volara. En sus sueños de juventud se había imaginado docenas de veces un beso con Christian Sutcliffe. Pero la realidad iba mucho más allá.

Parecía estar esperándola, aguardando a que ella dijera alguna cosa.

—Gra… gracias por estar a mi lado —tartamudeó ella. No eran las palabras adecuadas para ese momento. Sin él, le habría resultado imposible rescatar a Del. La verdad era que le necesitaba.

La cogió en brazos, con la misma ternura con la que había transportado a Del, a quien ahora sabía que amaba profundamente. Su mano se deslizó por la parte baja de su espalda y acunó su trasero. Nunca nadie la había cogido antes de aquella manera. Resultaba estimulante, sin dejar de inspirarle respeto, saberle tan fuerte. Entonces Jane se dio cuenta de lo que estaba haciendo y su corazón se aceleró como antes lo había hecho el carruaje.

Estaba llevándola a la cama.