CAPÍTULO 07
Christian rondaba por el callejón que había detrás del club de la señora Brougham. Hizo una mueca al sentir una punzada en la pierna; pese a que el accidente que había sufrido en Hyde Park le había dejado un mero rasguño, seguía doliéndole. La humedad que había dejado en el ambiente la lluvia de la noche no ayudaba. La mañana se había despertado gris y allí, en las callejuelas, las altas paredes de piedra proyectaban sombras impenetrables. El hedor terrenal de excrementos de caballo, orines y humo llegaba a bocanadas hasta su nariz, recordándole que las ciudades inglesas olían de un modo muy similar a las de la India.
Younger surgió de la penumbra y se quitó el sombrero.
—Milord.
Christian saludó con un ademán de cabeza al antiguo policía de Bow Street y actual investigador privado que había contratado para acelerar la búsqueda de Del. Younger había pasado la húmeda noche vigilando la entrada trasera del club.
—¿Ha visto alguna cosa interesante?
—Sí. Hará cosa de una hora ha entrado un caballero. Un tipo de aspecto duro, pero bien vestido. Estuvo hablando con una mujer con el cabello teñido con henna y el cuello cargado de joyas.
—Sería la señora Brougham, la madama. ¿Ha podido oír su conversación?
Younger hizo una mueca.
—Lo siento, milord. Habría tenido que acercarme mucho a la puerta para conseguirlo, por lo que sólo he podido escuchar la despedida. El tipo estaba mosqueado porque ella no podía atenderle como cliente a esas horas.
—¿Qué tipo de cliente?
—No podría decirlo, milord. No lo he reconocido de mi época de cazador de ladrones. Tal vez le trajera chicas. En un lugar así vería posible el comercio con vírgenes.
Christian se frotó la barbilla. La señora Brougham había declarado que el lugar no era un burdel sórdido, sino un club elegante. Pero intuía que aquella mujer era cruel. Y sabía que había montones de caballeros dispuestos a pagar una fortuna por la virginidad.
El ex policía parecía nervioso ante tan prolongado silencio.
—No hablaron de lady Treyworth, milord. Y tenía al joven Bridges conmigo, de modo que lo mandé a… —Younger se interrumpió y sonrió a continuación mostrando una dentadura blanca que contrastaba con la penumbra. —Ya está aquí, milord.
Christian se volvió y vio que un chico larguirucho entraba corriendo al callejón. El joven jadeaba y se recostó contra la pared de piedra.
—Lo he seguido hasta el cementerio, señor Younger —dijo el joven, con la respiración entrecortada. —Ese tipo se llama Tanner y tiene una banda de ladrones de tumbas.
El día anterior le había salvado la vida. ¿Se dignaría hoy a hablar con ella?
Jane recorría de un lado a otro la alfombra del salón de casa de Wickham.
Grande y tenebrosa, la estancia no había cambiado un ápice desde que el austero y despiadado viejo conde gobernara la casa. La escasa luz de primera hora de la tarde que osara entrar allí quedaba engullida por los paneles de madera oscura, el sólido mobiliario y los sombríos tonos verdes y marrones.
—El señor bajará enseguida —había prometido el mayordomo.
Pero le daba la sensación de que había transcurrido una eternidad desde que el anciano criado se retirara. Jane miró por la ventana y se frotó con delicadeza su magullada mejilla; los arañazos estaban mejor, pero seguían escociéndole. En la mano izquierda guardaba dos cartas que habían llegado aquella misma mañana.
Cartas de lord Dartmore y lord Salaberry.
De pronto, oyó un sonido de pasos al otro lado de la puerta. A través de los paneles de madera se oían alegres risas femeninas.
Jane recordó que tía Regina le había comentado que Wickham tenía en su casa varias chicas procedentes de harenes y sin vigilancia alguna. No se lo había creído del todo. Pero por imposible que pareciera, era verdad. Inexplicablemente, el corazón le cayó a los pies. Se llevó la mano a la oreja, inmóvil en medio del salón y, de un modo muy impropio de una dama, aguzó el oído.
A través de la puerta se oía un respirar acelerado… Las mujeres, que habían llegado corriendo hasta allí, acababan de detenerse.
—¡Le he visto en la bañera! —La voz correspondía a una mujer joven.
—No tendrías que haber mirado, Mary —replicó una segunda voz femenina, tranquila pero con cierta preocupación. —Estoy segura de que te habrías metido en un buen lío si te hubiese sorprendido.
—Ojalá lo hubiera hecho. —La voz de Mary sonaba petulante. —Pienso seducirle.
—Tienes que acabar con esto —dijo la segunda voz. —¿Y si se enfada y nos echa a todas?
Una patada en el suelo.
—Pero le quiero. Es terriblemente doloroso desearlo de esta manera y no tenerlo.
«No tenerlo». Jane pestañeó. De ser así, era evidente que aquello no era su harén.
Calculó con la vista la distancia hasta la puerta. Deseaba ardientemente correr hasta allí, abrirla y ver a las chicas. Pero no podía hacerlo. ¿Lo habría hecho en su juventud? Curiosamente, se dio cuenta de que no lo sabía. Apenas recordaba la chica que había sido.
—Mary. —La voz de la otra chica sonó desesperada. —Se acerca.
—Vete tú, Lucinda. No veo motivos para huir de él.
—Tiene un invitado esperándolo en el salón. No es correcto entrometerse, y recuerda que quiere que nos comportemos como auténticas damas.
Un sonido de pasos corriendo informó a Jane de que una o las dos chicas se habían ido.
—Buenos días, Mary. ¿Has estado pintando hoy?
De modo que la chica llamada Mary se había quedado y aquel hablar arrastrado y lánguido era de Wickham, naturalmente. El vello de la nuca de Jane reconoció el sonido profundo y sensual de su voz y se irguió como los perros de caza cuando saludan a su querido dueño.
No había dejado de pensar en él desde la tarde anterior, cuando le había salvado la vida. No conseguía olvidar las asombrosas palabras que le había dicho cuando quedó tumbada sobre su cuerpo fuerte y duro: «¿Cómo podía su marido no mirarla a los ojos y ver el tesoro que tenía?».
Había creído que estaría furioso con ella. Pero, en cambio, la había llamado «tesoro». De todos modos, como le había contado a Wickham, también la llamaba así Sherringham antes de casarse. Antes de que le levantara el puño por primera vez. Y siempre le había dado a entender que podía volver a ser su tesoro, simplemente con aprender a hacerle feliz como él quería.
—No he estado pintando —respondió Mary, —sino espiando al individuo más inspirador que he visto en mi vida. —Sus palabras escondían una coqueta insinuación.
—¿Ah, sí? —Hubo una incómoda pausa. ¿Qué estaría haciendo? —Te vi reflejada en el espejo. —La voz de Wickham sonó fría y desdeñosa. —No vuelvas a espiarme.
—Pero creo en la posibilidad de que dos almas estén destinadas a unirse. Y nosotros somos esas almas, destinadas a intimar…
—Ya basta, Mary. Te llevo ocho años.
—Pero su hermana se casó con un hombre mucho mayor que ella, ¿verdad? Quiero un hombre experimentado que sea paciente para darme placer…
—Para, Mary. —Su voz pasó de ser un peligroso gruñido a un amargo chirrido. —Vete a practicar con el piano. Ve a la sala de música y no te muevas de allí.
—Pero milord —ronroneó Mary, —¿y si utilizo todo lo necesario?
Jane soltó el aire con un siseo. Aquella chica era una desvergonzada.
—Vete. Ahora mismo. —La voz de Wickham sonaba agotada. —¡Vete! —De pronto se abrió la puerta e hizo su entrada en el salón, pasándose la mano por el pelo. —Mujeres —murmuró. —Dios mío, ¿en qué estaría pensando cuando decidí rodearme de mujeres?
De pronto salieron las palabras, palabras que debería haberle dicho ocho años atrás, en la época en la que él la azuzaba y ella le replicaba sin temor.
—Tal vez no pensara con la cabeza.
Los ojos azules de él captaron los rayos de sol y se encendieron, pero, al verla, sus labios se torcieron asombrosamente hasta formar una tímida sonrisa.
—Tiene toda la razón. Pensaba completamente con otra parte de mi anatomía. Una parte que no le impresiona.
—¿Otra parte…? —Se interrumpió. Notó una oleada de calor desde la punta de los pies hasta la raíz del pelo.
—Mi corazón, lady Sherringham, me refería a mi corazón. ¿Por qué ha venido? ¿Le ha pasado algo?
—No. —Sacó las cartas. —He venido a enseñarle esto.
—No debería haber venido sola hasta aquí.
Jane levantó una ceja.
—Como bien sabe, no estaba sola. El hombre que envió usted a vigilar la casa de mi tía pretendía seguirme, pero le invité a subir al carruaje. Me parecía un sinsentido que el hombre fuera siguiéndome por la acera.
—Es necesario, lady Sherringham. Necesito asegurarme de que está a salvo.
Wickham le cogió las cartas. No llevaba guantes y por vez primera le vio las manos desnudas. Estaban bronceadas y surcadas de cicatrices, un testimonio de una vida de duro trabajo y batallas. Miró aquellas manos y recordó que le habían salvado la vida.
Se había quedado profundamente asombrada cuando el criado de Regina le había informado de la presencia de un hombre misterioso que controlaba la casa de su tía y decía estar al servicio de lord Wickham. No había sabido qué pensar. Pero ahora entendía que tenía que apreciar aquel gesto.
—No le di debidamente las gracias por haberme salvado la vida y le pido disculpas por mi tía. No hizo otra cosa que insultarle.
Él se encogió de hombros y desplegó una de las cartas.
—Di por sentado que se sentía agradecida.
—No cree que fuera un accidente, ¿verdad? ¿Es por eso que envió a ese hombre a vigilarme?
De pronto, él la cogió por los hombros, la guio hacia atrás, sin soltar en ningún momento la carta, y la obligó a sentarse en un sillón. Ella no tenía intención de sentarse. No podía. Estaba ansiosa por saber el contenido de las cartas.
Pero él había decidido que debía sentarse y, por lo tanto, debía sentarse.
Wickham se puso en cuclillas delante de ella y sus respectivos ojos quedaron al mismo nivel. ¿Lo haría a propósito, para no adoptar una postura dominante sobre ella?
—¿Qué sucedió, cariño? Su tía se la llevó tan deprisa de allí que no tuve ni oportunidad de preguntar nada.
«Porque tenía más miedo de usted que del accidente». Pero no podía decirlo. Y sabía que Wickham no quería comérsela con los ojos. Siempre la había despreciado por su lengua afilada y porque ella desaprobaba sus modales libertinos. Y ahora sentía lástima de ella. Eso era todo.
—La verdad es que no tengo ni idea de lo que pasó —dijo. —Yo intentaba alejarme de usted cuando fui empujada por detrás. No vi quién fue. Estaba concentrada en el gentío que había a nuestro alrededor. Estaba concentrada en…
—En lady Pelcham —remató él.
«En usted». Pero no podía admitirlo. Le avergonzaba seguir pensando en él cuando debería estar plenamente centrada en Del. Wickham movió la cabeza.
—Todo fue muy rápido, todo el mundo corrió en su ayuda. Para empezar, no tengo ni idea de quién había allí. Salaberry estaba ahí antes de que usted cayera al suelo. Y también lord Pelcham. Vi que lady Petersborough había bajado de su carricoche.
Tragó saliva al oír mencionar el nombre de Salaberry. ¿La habría empujado alguien hacia las ruedas de un carruaje para impedirle que buscara a Del?
—No vi a lord Petersborough. Ni a Treyworth.
Charlotte también estaba allí. Mientras su tía la acompañaba de vuelta a su carruaje, Jane había visto los rizos dorados de Charlotte y su vestido de montar de color morado.
—Estoy segura de que lady Amelia Wentworth, la joven que conducía el carricoche, no tenía motivos para querer atropellarme. Estaba absolutamente horrorizada.
—No quiero correr más riesgos con usted —dijo Wickham.
Y lo dijo con la misma cara que había puesto cuando ella le había contado que el marido de Del le pegaba. Una expresión de dolor. Nunca antes se había preocupado un hombre por ella. «No permitas que entre en tu corazón».
—Y no correrá más riesgos —añadió.
—Lea las cartas —dijo ella. —Mírelas, por favor.
Levantó las cejas en cuanto empezó a leer la primera.
Venga al club esta noche, pues me quedé extasiado al verla allí.
Dartmore.
—El marido de Charlotte. Fue a ver a Charlotte…, a lady Dartmore, y no me lo dijo.
Charlotte me contó que su esposo deseaba a Del, pero que nunca fue suya. Y Charlotte está embarazada.
Por un momento, Wickham se quedó tan pasmado como ella se había sentido aquella misma mañana al abrir las cartas. Se las había entregado la señora Hodgkins, gorjeando alegremente por traer cartas de «caballeros». Sin saber que eran cartas siniestras escritas por hombres repugnantes.
—La otra es de Salaberry —dijo, tan impasible como pudo. Pero la voz le temblaba. —Amenaza con imponerme una acción disciplinaria.
—¡Demonios! —Wickham no la leyó en voz alta. Pero Jane jamás olvidaría una palabra de lo que decía.
Las damas traviesas que abandonan mis representaciones deben ser sometidas a una acción disciplinaria. Reúnase conmigo esta noche, exquisita novicia. Venga a jugar conmigo.
—¿Cree que lady Petersborough o alguna de las otras damas le contó a Salaberry que estuve allí? Charlotte lo sabía…, me vio. Y debió de contárselo a su marido. No puedo creer que Charlotte me haya hecho una cosa así. ¿Cómo es posible que no vea el peligro?
Wickham gruñó.
—Creo que Salaberry también la reconoció. Así me lo confirmó.
—¿Qué?
Se restregó la nuca, alborotándose el pelo.
—Salaberry me contó que su fallecido esposo había sido el protector de una de las cortesanas desaparecidas, y que le partió la nariz a esa mujer.
Tardó un momento en captar sus palabras. «Su fallecido esposo. Una mujer con la nariz partida». Tendría que sentir náuseas, pero no estaba sorprendida. Sabía que Sherringham sobornaba a sus amantes para que aceptaran sus castigos.
Levantó la vista. Wickham estaba sirviéndose un coñac en una copa de cristal de gran tamaño.
—¿Que mi esposo era el protector de una mujer que ha desaparecido?
—Antes de que ella empezara a trabajar en el club de la señora Brougham.
Jane notó entonces una sensación de náusea en el estómago. Después su marido pasó a verse con una mujer llamada Fleur des Jardins. La señorita Des Jardins no era actriz, sino la ambiciosa madama de un burdel rural. La pobre mujer había fallecido en el incendio junto con Sherringham.
—Pero no le diría a Salaberry que yo estaba con usted… —aventuró.
—Por supuesto que no. Pero en aquel momento comprendí por qué estaba tan asustada en el club… —Wickham se interrumpió y se aproximó a ella. Le tendió la copa y ella la aceptó. Nunca se atrevería a beberse todo aquel licor, pero cogió la copa de coñac y le dio un sorbo.
Sorprendiéndola, tomó asiento en el brazo del sillón y sus posaderas quedaron junto a la mano de Jane.
El coñac le arañó la garganta. Escocía, y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Si Salaberry sospechó que usted era la dama escondida tras el velo —murmuró, —me imagino que leería también todo lo que se me pasaba por la cabeza. Porque pensé en el daño que podría usted sufrir y sé que mi cara delató mis sentimientos. Lo siento, cariño.
Frunció el entrecejo y las comisuras de su boca se marcaron con más profundidad. Sí, se daba cuenta de que podía enamorarse de aquel hombre, de aquel caballero que parecía preocuparse por ella. Las advertencias de tía Regina dejaron de parecerle tan innecesarias.
Jane dio un nuevo sorbo y el coñac calentó sus entrañas.
—Tengo que volver al club, Wickham. Primero sufro ese accidente y ahora dos de los hombres relacionados con Del intentan convencerme de que vuelva. He venido a verle porque no tengo otro lugar donde ir. Ningún otro lugar al que recurrir. Necesito que vuelva a llevarme al club.
El silencio de él resultaba más turbador que una negativa.
—Si me empujaron adrede contra aquel carruaje, significa que corro peligro. Del corre peligro. Usted es la única persona en quien puedo confiar, Wickham. —Tenía guardada una carta más. Y viendo que él no decía palabra, se decidió a jugarla. —Si no quiere llevarme, tendré que ir yo sola para verme con esos dos hombres.
—Le aseguro que no lo hará. —Christian abandonó de repente el brazo del sillón y se volvió para posar en él las manos.
—Lo haré —insistió lady Sherringham. —Tengo que hacerlo… por Del.
Se abrió entonces la puerta.
—Milord —imploró una vocecilla femenina. Christian refunfuñó. No era precisamente el momento.
Pero se volvió. Entró corriendo Philomena, secándose las mejillas. Maldita sea. La chica había estado llorando.
—Por favor, no permita que esta dama se nos lleve, milord. No le causaremos más problemas.
Lady Sherringham se levantó, sujetándose en los brazos del sillón. Se inclinó hacia él para mirar.
—Si no es más que una niña.
Él se alejó del sillón para acercarse a Philomena.
Cogió entre sus brazos a la menuda chica. Philly no era una niña: tenía quince años pero era pequeña para su edad y pesaba poco más de lo que Del pesaría cuando tenía doce años. Ella enlazó sus delgados brazos alrededor de su cuello y lo abrazó con fuerza. Le dio él unos golpecitos en la espalda.
—Nadie se te llevará a ninguna parte, Philly. Lady Sherringham es una amiga de la familia.
—De modo que estás aquí. —En el umbral de la puerta acababa de aparecer la nueva, y ahora asustada, ama de llaves (la segunda desde que había regresado a Inglaterra). Hizo una reverencia. —Le pido disculpas, milord. —La mujer entró en el salón con los brazos extendidos. Philly lo abrazó con más fuerza. Christian la soltó.
—Vete. No tienes nada de qué preocuparte. Te lo prometo.
Entre las lágrimas brilló un rayo de esperanza.
—Gracias —musitó Philly. En el serrallo, sus manitas habían trabajado diligentemente haciendo bordados. Había abandonado cualquier esperanza de rescate y no había pronunciado palabra durante seis meses antes de que la encontrara.
El ama de llaves agarró a Philly de la mano, se disculpó una docena de veces más de forma efusiva y desesperada y se llevó de allí a la pobre chica.
Lady Sherringham se levantó de nuevo de su asiento en el instante en que se cerró la puerta. Una de sus horquillas se había quedado enganchada en el respaldo acolchado dejando suelto un rizo cobrizo, que caía sobre su cuello como una llama.
—Mi tía me contó que había traído con usted a las chicas para devolverlas a sus familias —dijo. —¿Es eso cierto?
—Sí. Son chicas inglesas que se quedaron huérfanas en la India y en el Lejano Oriente. Philomena es la menor, tiene quince años. La mayor tiene veinte. Las compraban y vendían como si fueran joyas. Tres de ellas vivían en serrallos turcos y una en una purdah india.
Jane juntó las cejas.
—¿Y las rescató? ¿Cómo?
—No fue fácil. Los harenes están detrás de los muros de palacios, bien vigilados por eunucos y hombres armados.
La mirada de ella brilló de pura indignación. Él recordó aquella expresión de sus múltiples conversaciones.
—¿Por qué no las envía a su casa?
—Cometí un error, lady Sherringham. Pensé que sus familias las recibirían con agrado. Ordené a mi secretario que localizara a los familiares de las chicas. Y nos encontramos con un montón de negativas. Estas chicas no son vírgenes. Saben cómo complacer a hombres, y a mujeres, porque tuvieron que hacerlo para garantizarse la supervivencia.
Aquello era un desafío para ella. Christian quería ver si arrugaba la nariz con altanera insatisfacción o se estremecía del susto.
—¡Pobres chicas!
Sentía compasión por ellas. Estaba asombrado. Nadie la había sentido.
—¿No las culpa por lo que han hecho? Es lo que hacen la mayoría de las aristócratas.
Su mirada se encendió.
—No tienen la culpa de ello. La mujer que no lo vea así merece… merece vivir el resto de su vida a base de pan y agua.
En aquel momento comprendió qué impulsaba a lady Sherringham a encontrar a Del. El club le daba miedo, pero era una auténtica tigresa cuando se trataba de defender a alguien a quien consideraba más indefenso que ella.
—¿Y qué hará ahora con ellas? —preguntó.
—Pienso concederles dotes generosas.
—No tendrá la intención de sobornar a hombres para que se casen con ellas, ¿verdad? —Cerró con fuerza los puños. —No puede venderlas en matrimonio.
—Quiero que tengan un buen matrimonio. Que tengan la vida que se merecen.
Jane sonrió. Y al hacerlo, brilló.
—Usted, el conde de Wickham, un calavera reconocido, reconvertido en casamentero. —Pero al instante se puso seria. —Espero que no haga lo que hizo su padre.
—Jamás haría lo que hizo mi padre.
Ella frunció el ceño y él vio que no estaba muy convencida.
—Es usted sorprendente, Wickham. —Habló con voz cálida, cualquier matiz estridente había desaparecido. —Primero me entero de las vidas que salvó en la India. Después me salva a mí la vida. Regresa para encontrar a Del. Y ahora esto. Estaba muy equivocada. Es usted un hombre heroico…, seguramente el hombre más heroico que he conocido en mi vida.
Lo había calificado de héroe ante el mayor Arbuthnot. Y ahora repetía el calificativo.
Pero no era cierto. Dijo, a regañadientes:
—Soy un pobre rescatador que salva vidas sin pensar bien cómo serán esas vidas a continuación.
Ella juntó las cejas, levantó la barbilla. Parecía como si estuviera lista para empezar a discutir. Sus miradas se encontraron y Christian contempló aquella boca tan expresiva. Nunca había deseado tanto besar a una mujer…
Y si lo intentaba, ella huiría. Era demasiado vulnerable.
Pero lady Sherringham se acercó un centímetro más a él. Con el cuerpo rígido y la boca fruncida, se puso de puntillas y rozó sus labios con los suyos.