23
VUELVE la cara hacia el sol y no podrás ver las sombras.
En busca de la felicidad perfecta
Al salir de Ciudad del Cabo pasaron ante Los Doce Apóstoles, esas inmensas rocas que parecen tocar el cielo, y tomaron la autovía de dos carriles que atraviesa la llanura. Unas nubecillas vaporosas flotaban en el cielo de un azul intenso, y en el horizonte se divisaban colinas cubiertas de verde terciopelo. Era un valle de suelo rojizo, fértil para el cultivo, y pasaron junto a los altos tallos dorados de los cereales y los ordenados viñedos, con las vides puestas en fila como gruesas acanaladuras de pana. Jack sostenía la mano de Angélica y la miraba de reojo de vez en cuando, sonriendo. El paisaje era tan espectacular que ella sintió deseos de formar parte de él. ¡Qué romántico sería vivir siempre rodeada de tanta belleza!
Finalmente llegaron a Franschhoek. El nombre estaba escrito en piedras grisáceas sobre la colina. La puesta de sol teñía el cielo de un rosa flamenco. Angélica sintió una punzada en el estómago al pensar que iba a conocer a Anna. Jack le apretó la mano.
—Antes de enseñarte Rosenbosch, quiero llevarte a lo alto para contemplar la puesta de sol.
Angélica le dedicó una sonrisa de agradecimiento.
—Me encantaría.
El aire cálido y la luz suave del atardecer la llenaron de nostalgia.
A través de la ventanilla entraba un aroma a tierra fértil y a árboles de alcanfor. Al ver las casas pintadas de un blanco inmaculado, con sus bonitas verandas, sus vallas adornadas con rosas blancas y rosadas y el césped recién cortado, le pareció que quería a Jack todavía más por formar parte de un entorno tan hermoso.
—No podemos contemplar la puesta de sol sin tomar una copa. Sígueme, tengo el lugar perfecto. Corre, antes de que se ponga el sol.
Se sentaron en la ladera de la colina, acompañados únicamente por los cantos de los pájaros y el chirrido de los grillos entre la hierba. Jack sacó una botella.
—Es uno de nuestros vinos —dijo enseñándole orgulloso la etiqueta—. Es un Chardonnay de 1984 especialmente bueno.
Angélica dispuso las copas y él descorchó la botella y sirvió el vino. Se quedaron un momento en silencio, saboreándolo. Angélica sintió cómo bajaba el vino hasta su estómago. Al momento se notó más relajada, como si se hubieran deshecho las tensiones, y suspiró satisfecha.
—¿Qué te parece, Salvia?
—Es magnífico, tal y como me imaginaba —dijo con sinceridad.
Jack sonrió satisfecho y alzó la copa con gesto triunfal.
—No está mal, nada mal.
La luz dorada del horizonte se había oscurecido hasta convertirse en un rojo intenso, como un horno que ardiera detrás de las colinas. En el cielo blanquecino flotaban espesas nubes, y una manta de un gris rosado se tendía sobre el valle.
—Este lugar me encanta, Salvia. Alimenta mi espíritu. Me siento cerca de la naturaleza, supongo, cerca del cielo.
Llena de melancolía, Angélica le tomó de la mano.
—¿Por qué será que la belleza nos hace pensar en el cielo?
—A lo mejor nos recuerda que la belleza de la naturaleza es muy superior a cualquier creación del ser humano. Nos hace sentir pequeños e insignificantes ante un Poder Superior.
—O tal vez nos conecta con nuestra parte divina, de forma que nos sentimos parle del todo a un nivel inconsciente. O quizás es que despierta el recuerdo largamente olvidado de nuestro origen, y el deseo de volver a casa.
—El caso es que nos entristece.
—Porque es tan efímera.
—Como la vida.
Angélica recordó de repente el cáncer que había llevado a Jack a las puertas de la muerte.
—Por eso tenemos que vivir el momento —le dijo sonriendo—. Estoy viviendo este momento, Jack. No pienso en el ayer ni sueño con el mañana. Estoy contigo en la colina, entre los pájaros y los grillos. No podría sentirme más feliz.
Él depositó las dos copas de vino sobre la hierba, estrechó a Angélica entre sus brazos y la besó. Ella se apoyó contra él con los ojos cerrados, sintiendo el calor de sus labios, el roce áspero de su barba, el olor ya familiar de su piel mezclado con el aroma cítrico de la colonia. Se imaginó que estaban casados y vivían en ese hermoso país, bebiendo su propio vino y contemplando cada tarde la puesta de sol, sin cansarse nunca el uno del otro.
Finalmente el rojo encendido se fue apagando. Las nubes colgaban sobre las colinas como mantas grises. Cuando bajaron de la colina ya estaba cayendo la noche, y la magia había desaparecido. Angélica volvió a sentirse incómoda ante la perspectiva de conocer a Anna.
Volvieron en coche a Franschhoek. A la luz de los faros se veían multitud de pequeños insectos.
—Bueno, ¿y qué me espera ahora? —preguntó Angélica.
—Le gustarás. Eres su tipo.
—Creo que te equivocas —dijo, pero él no respondió—. ¿Estarán también vuestras hijas?
—No, sólo Lucy, la más joven. Sophie y Elizabeth están en Ciudad del Cabo con unos amigos.
Angélica empezó a mordisquearse una uña.
—Me siento muy mal, presentándome aquí como una intrusa. Jack le estrechó la mano.
—No te sientas culpable, Salvia.
—No puedo evitarlo. Quiero decir que conoceré a tu hija de quince años y me dará la mano sonriendo, sin saber que me he acostado con su padre. Es una situación engañosa. No es lo que quería.
—A mí tampoco me gusta. Hay muchas otras cosas en mi vida que cambiaría, pero no puedo.
Al mirarle de reojo vio que tenía una expresión tensa, y eso hizo que se sintiera mejor. Era la primera vez que Jack daba a entender que la relación no era del todo buena con Anna. ¿Y cómo iba a ser de otra manera?, se dijo. Si estuvieran felizmente casados, él no podría enamorarse de otra mujer. ¿Acaso se hubiera enamorado ella de Jack si fuera feliz con Olivier? Fijó la vista en la oscuridad al otro lado de la ventanilla, intentando librarse de sus miedos.
—Hemos llegado.
El coche recorrió un camino largo y polvoriento, bordeado de árboles de alcanfor. Ante ellos brillaban las luces encendidas de la mansión.
—Hogar, dulce hogar —dijo Angélica, preparándose.
Se trataba de una bonita edificación de estilo holandés construida a mediados del siglo XVII. Estaba encalada de blanco y tenía postigos verdes y un tejado a dos aguas. Sobre la puerta principal destacaba una primorosa ventana con un tejadillo, y junto a la pared de la entrada había lo que parecían árboles frutales en grandes tiestos de terracota. Apenas se acercó el coche a la entrada, los perros se pusieron a ladrar.
Angélica notó que el estómago se le ponía tenso como una pelota de baloncesto.
—Tenéis muchos perros.
—Nos encantan los perros. Algunos son comprados, otros los hemos rescatado, y hay uno o dos que simplemente se han unido a los nuestros porque les gustaba la comida. —Apagó el motor—. Bueno, ¿qué te parece?
—Es precioso, Jack. Me encantará verlo de día.
—Mañana te llevaré a ver toda la finca. Cogeremos los caballos y nos iremos de picnic a la colina. Te parecerá tan bonito que no querrás volver a casa.
Angélica inhaló el exótico perfume del alcanfor.
—Me parece que ya no quiero volver —dijo.
En aquel momento se abrió la puerta principal y apareció una mujer menuda, de pelo castaño recogido en una coleta. Llevaba unos pantalones sueltos de color blanco y una camisa de hombre. Pero lo más destacable de ella no era su elegancia, sino la calidez de su sonrisa. Era la sonrisa de una esposa que no sabía nada de las infidelidades de su marido y se había tragado sus explicaciones sin la más mínima sombra de una duda. Al ver a Angélica casi saltó a sus brazos.
—¡Bienvenida! —De su misma altura, era sin embargo mucho más delgada, de rasgos delicados, con una nariz aguileña, una barbilla enérgica y vivos ojos grises del mismo tono que las nubes que acababan de ver en el desfiladero de Sir Lowry—. Jack me ha hablado tanto de ti que es como si ya te conociera.
Esto tomó a Angélica por sorpresa. Dejó que Anna la abrazara y le dirigió una sonrisa de disculpa.
—Es estupendo estar aquí por fin. Llevo toda la semana esperando este momento.
—Ven, entra.
Mientras Jack se hacía cargo de los perros y el equipaje, Angélica entró con Anna en la casa. El suelo era de madera pulida, las paredes, de un blanco roto, estaban casi desnudas, salvo por un par de bodegones de frutas enmarcados en gruesos marcos de madera, y sobre la mesa redonda, unas gardenias en un pesado recipiente de bronce perfumaban toda la habitación.
—¿Qué tal la puesta de sol? —preguntó Anna.
Angélica intentaba actuar con naturalidad, pero no podía parar de plantearse preguntas, —Es el lugar más bonito que he visto en mi vida.
—Ese desfiladero es uno de los sitios que más me gustan del mundo. Le dije a Jack que tenía que llevarte, si estabais a tiempo. La puesta de sol siempre es diferente. A veces el cielo se pone rosa, pero también puede estar naranja o dorado, incluso púrpura. ¿De qué color era hoy?
—Como oro molido.
Anna le dirigió una sonrisa triunfal.
—Bien, lo has visto en todo su esplendor. Estupendo. —No había en su voz ni el más mínimo rastro de amargura o ironía.
En el segundo piso, pasaron por un rellano decorado con una librería y entraron en una habitación de ventanas altas divididas en paneles cuadrados de vidrio, como las casas tradicionales de la época Tudor. Una cama de la misma madera rojiza que el suelo, con cuatro columnas de madera, ocupaba el centro de la habitación. Angélica se quedó entusiasmada.
—¡Qué habitación tan maravillosa! —dijo inhalando los aromas típicos de una casa después de un día de calor.
—Qué bien que te guste. La cama es muy confortable. He tenido invitados que llegaban tarde al desayuno porque eran incapaces de levantarse. Si prefieres que te traigan el desayuno a la cama, no tienes más que decirlo.
Anna no era guapa, pero tenía tanta personalidad que resultaba muy atractiva, a pesar de las líneas de expresión que rodeaban sus ojos y su boca. Angélica sintió una gran simpatía por ella y se dijo que no podía por menos que resultar simpática a todo el mundo. Al oír que Jack subía la maleta por las escaleras, se volvieron hacia él.
—Aquí llega todo el contenido del mercado africano —dijo riendo. Depositó la maleta sobre un antiguo arcón de madera a los pies de la cama.
—Espero que hayas venido con la maleta vacía —dijo Anna.
—Eso debería haber hecho, pero no contaba con ir de compras. Se suponía que venía solamente a trabajar. No pensé que tendría tiempo de nada más.
—Por lo menos has traído una maleta grande.
—Y hay en la casa un hombre lo bastante fuerte para acarrearla.
—No tan fuerte —dijo Jack—. ¿Os apetece que tomemos algo en la tenaza?
Se sentaron fuera sobre cojines de cuadros, alrededor de una mesa que daba al jardín y un pequeño lago artificial con una pagoda en el centro. La luna iluminaba los lirios que flotaban sobre el agua y las rosas blancas trepadoras. La cordillera se recortaba contra el cielo en el horizonte. Soplaba una suave brisa que olía a jazmín y traía el croar de las ranas y el chirrido de los grillos. Anna había puesto la mesa bajo la marquesina, con un jarro de rosas recién cortadas en el centro. Angélica reconoció en todos los detalles el buen gusto de su anfitriona: desde el suelo de la terraza de baldosas negras y blancas hasta la rústica loza decorada con elefantes. Era una de esas pocas mujeres con un estilo innato: todo lo que hacía resultaba atractivo, ya fuera decorar la casa, vestirse o envolver un regalito para una amiga, con una mariposa bajo la cinta. Angélica conocía y admiraba ese tipo de mujer.
—Me encanta tu pagoda —dijo.
—Es mi pequeño espacio privado, el lugar donde medito. Mi familia ya sabe que nadie debe molestarme cuando estoy allí.
—¿Haces meditación?
—Todas las mañanas y todas las tardes, durante una hora, en la salida y en la puesta de sol.
—Tienes una admirable autodisciplina. Yo sólo consigo hacerlo una vez por semana. Nunca encuentro el momento.
—Vives en Londres y estás muy ocupada: escribes libros, tienes niños pequeños, un marido y una casa que llevar. Cuando nuestras hijas eran pequeñas, yo tampoco meditaba dos horas diarias; más bien unos veinte minutos al final de la jornada, y aun así siempre pendiente de si una de las niñas se despertaba. Intenta encontrar diez minutos por la mañana, justo antes de empezar a trabajar. Es reconstituyente y ayuda a mantenerte joven.
—Bueno, eso es un incentivo.
—No te creerás que tengo casi cincuenta años, ¿verdad?
—¡No lo dices en serio!
—Es cierto, y el conservar un aspecto joven lo atribuyo a que a diario medito y busco la serenidad, Angélica dirigió una mirada a Jack, que estaba sirviendo el vino.
—Anna tendría que escribir el libro sobre la búsqueda de la felicidad —dijo.
Anna rió y arrugó la nariz de forma encantadora.
—¡Cuántos libros han escrito sobre este tema tan difícil! Si conociera el secreto de la felicidad, me habría liberado y habría encontrado el nirvana, pero estoy aquí, soy totalmente humana y tengo muchos defectos.
En aquel momento llegó Lucy con un perrito en los brazos. Era una chica alta y guapa, con el pelo rizado, castaño claro, y grandes ojos marrones, como su padre.
—Ah, Lucy —dijo Jack—. Te presento a Angélica Garner, una amiga de Londres.
La cara de la muchacha se iluminó.
—Me encantan sus libros —dijo, extendiendo la mano.
—¿Cómo se llama? —preguntó Angélica indicando el perro con un gesto de la cabeza.
—Se llama Dominó. Se coló en nuestro jardín...
—Y en el corazón de Lucy —concluyó su madre.
—Siéntate con nosotros —propuso Jack.
—¿Os importa si no me quedo? En realidad, ya he comido, y quiero seguir trabajando en mi proyecto.
—¿De qué se trata? —preguntó Angélica.
—Estoy haciendo un trabajo para el cole sobre los zares de Rusia.
—Parece interesante.
—Da mucho trabajo.
—¿Tienes que hablar de todos?
—Sólo de los más importantes.
—Hay que elegir los mejores.
—Sí. Y preferiría estar leyendo su libro. Apuesto a que papá ya lo ha acabado. —Con una sonrisa, alzó la mirada hacia su padre—. ¿Cuándo me lo pasarás?
—Si te lo doy ahora, no acabaras el trabajo para el cole —dijo Jack mirándola con ternura—. La serpiente de seda es tu recompensa.
Lucy se encogió de hombros.
—Será mejor que vuelva a mi ordenador. ¿Se quedará todo el fin de semana?
—Me voy el domingo.
—De acuerdo, entonces nos vemos mañana. —Dio un beso a sus padres y volvió a la casa.
—Tienes una hija preciosa —le dijo Angélica a Anna.
—No se parece mucho a mí. Ha salido a su padre.
—Tiene suerte de ser tan alta.
—Sí. Las tres son altas, como Jack. Puede decirse que mi marido ha mejorado mi acervo genético.
Dirigió a Jack una mirada teñida de tristeza o de melancolía, que Angélica no supo interpretar. Él apartó los ojos, como si no quisiera verla.
Bebiendo vino, comiendo de las ensaladas, el pollo y los diversos panes que tenían sobre la mesa y charlando sobre la vida, Angélica se olvidó de los celos que Anna despertaba en ella. Fue como si la mujer de Jack la hubiera hechizado para que olvidara sus miedos y sus resentimientos. Con su camisa blanca de lino, su piel morena y radiante a la luz de los faroles y sus ojos llenos de ternura, Anna sonreía serenamente como si nada malo o desagradable pudiera afectarla. Angélica hubiera deseado sentir antipatía hacia aquella mujer que se interponía entre ella y su amor, pero sólo podía encontrar gratitud en su corazón, y el deseo de seguir hablando con ella.
Cuando Anna retiró los platos y entró en la casa, Angélica se inclinó hacia Jack y le susurró:
—Es una mujer muy especial.
No estaba segura de si lo decía como pregunta provocativa o como afirmación, pero él sonrió triunfal.
—Te dije que te gustaría.
—Es muy sabia.
—Igual que tú.
—Yo no soy sabia, Jack. Si lo fuera, me iría de aquí ahora mismo y volvería con mi marido y mis hijos. —Osó cogerle la mano por encima de la mesa—. ¿Qué quieres de mí, cuando estás casado con una mujer tan maravillosa?
—No te compares con Anna. Yo no lo hago.
—¿Qué cree que hago aquí? ¿No sospecha nada?
—No hay en toda ella ni un gramo de posesividad.
—Así que lo sabe.
Jack se encogió de hombros.
—No sé lo que sabe, pero le caes bien.
—No me imagino que pueda mostrar antipatía hacia nadie.
—Oh, créeme, puede volverse muy implacable.
—Creo que sólo ve lo bueno de cada persona.
—Si piensa que sus hijas están en peligro, por ejemplo, puede ser terrible. No creas que es toda luz y dulzura.
—Lo peor de todo es que deseo caerle bien. Y, sin embargo, me acuesto con su marido. Es horrible. Soy una persona horrible. Candace tiene razón, sólo pienso en mí y en mi derecho a ser feliz.
—No digas estas cosas. Ya te dije que mi matrimonio no es cosa tuya, déjalo en mis manos. Si quieres sentirte culpable, hazlo por Olivier, pero Anna es mi mujer, mi responsabilidad. ¿Acaso te parece desgraciada?
—No.
—Entonces no te preocupes por ella.
—No pensé en tu mujer cuando empecé esta relación. Sólo pensaba en nosotros, pero si hubiera conocido a Anna, nunca hubiera tenido un lío contigo, nunca.
Anna estaría ya a punto de regresar de la cocina. Jack soltó la mano de Angélica.
—Entonces he tenido la suerte de que sólo la hayas conocido ahora —dijo con una mirada maliciosa—. Y es demasiado tarde para echarse atrás.
Después de la cena se sentaron en el salón y Jack tomó asiento ante el piano. Por las puertas acristaladas que daban al jardín entraba una brisa fresca, cargada de olor a jazmín y a hierba húmeda. Anna y Angélica escuchaban la música y tomaban el café sentadas en el sofá, con los perros durmiendo a sus pies. Jack tocaba como un hombre atormentado, de memoria, con los ojos cerrados, dejándose llevar por la música. Eran melodías tan tristes que Angélica se estremeció. Embelesada por la música, no se dio cuenta hasta el final de que Anna había estado llorando.
—Ahora tocaré algo alegre —anunció Jack, evitando mirar a su mujer.
Angélica disimuló y fingió que no pasaba nada.
—Lo que quieras, mientras no me pidas que cante.
Más tarde, cuando Angélica estaba en la cama, volvió a oír el melancólico sonido del piano. No se atrevió a ir a ver a Jack por si Anna estaba con él, y se quedó escuchando aquella música que la transportaba a un lugar triste y oscuro donde los sueños no se cumplían y los deseos permanecían por siempre insatisfechos. Ahogada por la pena, vio que las lágrimas habían mojado su almohada. Por mucho que quisiera soñar, ella y Jack nunca galoparían hacia el horizonte para vivir felices y comer perdices. Entonces pensó en sus hijos y se sintió fatal. ¿Por qué estaba Jack tan triste? Finalmente se durmió y le vio en sueños como un rostro distante y envuelto en la neblina que aparecía en lo alto del cielo. Ella intentaba alcanzarlo, pero cuanto más corría, más se alejaba él, hasta que despertó llorando y gritando asustada.