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BUDA dice que el dolor y el sufrimiento provienen del deseo, y que para librarnos del dolor hemos de cortar las cadenas del deseo.

En busca de la felicidad perfecta

La cena ya había empezado cuando Angélica llegó. Un joven vestido con una chaqueta larga y sin solapas, estilo Nehru, la acompañó a través del recibidor alumbrado con velas hasta el comedor, donde flotaba un olor a lirios y se oía el sonido de la charla y el tintineo de las copas. Los que la conocían la saludaron con la mano y le hicieron bromas acerca del retraso, pero Angélica no se atrevió a mirar directamente a Olivier; podía sentir cómo le clavaba una mirada furibunda desde el otro lado de la mesa. Enfundada en unos ajustados pantalones de cuero y calzada con unas brillantes botas de color negro, la anfitriona se mostró más comprensiva. Se levantó de la mesa en cuanto vio a Angélica y la abrazó efusivamente, envuelta en un cascabeleo de brazaletes y pulseras.

—Hola, preciosa. Kate me envió un SMS, pero no podía ausentarme de casa. —La voz de Scarlet se convirtió en un susurro—: ¿Está bien?

—Te lo contaré más tarde, es una larga historia. ¡Pero está viva!

—Bueno, ya es algo. Tienes aspecto de necesitar una copa.

—Ya he tomado una copa.

—Toma otra, estás blanca como el papel. Me ocuparé de que Olivier esté bien cuidado. ¡Cuando llegue el postre, estará suave como un guante!

—Gracias, Scarlet, porque ahora mismo no haría más que gruñir y protestar.

Olivier charlaba con la bellísima Caterina Tintello, y no había nada que le levantara tanto el ánimo como una mujer bonita.

—Bien, a tu derecha tienes al atractivo Jack Meyer, sudafricano. Dale a tu marido algo de qué preocuparse de verdad. Y al otro lado a mi ligeramente menos encantador marido.

—¡Oh, Scarlet, William es muy atractivo!

—Bueno, a mí me lo parece, pero Jack resulta atractivo para todo el mundo. Voy a presentaros.

Dicho esto, apoyó la mano sobre el hombro de Jack, que hablaba con su vecina de mesa, la vivaz Stash Helm. Jack se puso en pie educadamente y le dirigió una sonrisa contagiosa. Era alto y grande como un oso. Angélica se sintió reanimada ante aquel hombre de rostro ancho y cabello revuelto que la miraba con simpatía. Estrechó su mano sonriendo, y su cuerpo se relajó al instante.

—Jack, te presento a Angélica Lariviere. Jack es un gran conquistador —bromeó Scarlet—. Luego no digas que no te lo advertí.

Él no apartaba sus ojos de Angélica.

—Cuando el gato no está... —bromeó él. Tras sus gafas se advertía un brillo malicioso que a ella le pareció encantador.

—Si dejas a este perro atado en el porche, ladrará a todos los que pasen ante la casa —Scarlet soltó una carcajada.

—Algunos perros no pueden quedarse en el porche —dijo Angélica.

—Parece que sabes mucho de estos temas.

—Sabe mucho de todo. Angélica es escritora, ¡y de éxito, además! Y a Jack le encantan los libros. Por eso os he puesto juntos.

Scarlet volvió a su sitio, y Jack le acercó la silla a Angélica.

—Hueles a naranjas —dijo.

—¿Es demasiado fuerte?

—No, es delicioso.

Le encantaba su acento suave, de vocales breves y perfecta mente pronunciadas. Le hacía sentir el calor del sol y el olor de la tierra fértil y rojiza.

Jack tomó asiento a su lado y la contempló con detenimiento.

—Parece como si ya te conociera —murmuró.

Angélica negó con un movimiento de cabeza y miró a lo lejos, intimidada por su mirada franca y directa.

—No creo —replicó.

—¿Seguro que no nos conocíamos?

—Estoy segura.

Jack soltó una carcajada y desplegó la servilleta sobre las rodillas.

—Es curioso, tengo la sensación de que te conozco. Quizá nos conocimos en una vida pasada.

Ella no tuvo ocasión de responder, porque William, a su izquierda, eligió ese momento para saludarla y tuvo que girarse para darle un beso, mientras Jack reanudaba su conversación con Stash.

—Tienes muy buen aspecto. —William contempló apreciativamente la luz que desprendía Angélica tras haber sido presentada a Jack.

—¿Dónde habéis pasado el verano?

William tenía esa flema y esa reserva tan características de los caballeros de la clase alta británica. Él y Scarlet estaban siempre presentes en la vida social de Londres, y Angélica hacía años que los conocía. Scarlet se había convertido en una de sus íntimas amigas, pero por mucho que apreciara a William, ahora sólo deseaba darse media vuelta para hablar con Jack.

De hecho, apenas prestaba atención a sus palabras, y estaba pendiente de todos los gestos de Jack. Cuando les retiraron los servicios, después del primer plato, sólo habían intercambiado unos comentarios acerca del vino y la comida, y sin embargo Angélica sentía que estaban solos en su pequeña isla, lejos del resto de los comensales, perfectamente conscientes el uno del otro. Podía sentir el brazo de Jack junto a su cuerpo, y le resultaba extrañamente familiar. Se preguntó si él también era consciente de que se tocaban. Le oía hablar con su acento exótico, pero no sabía lo que decía porque tenía que estar pendiente de William y responder a sus palabras de forma convincente. Oyó la risa contagiosa de Jack y rió a su vez, fingiendo que le divertía lo que William acababa de comentar. El resultado fue que su anfitrión, poco habituado a hacer reír a la gente, se sintió muy animado.

Casi a desgana, William acabó por volverse hacia su otra vecina de mesa, Hester Berridge, una inglesa de amplio busto y tez sonrosada que se dedicaba a la cría de caballos en Suffolk, en tanto que su marido trabajaba en la Tate Gallery. Jack seguía en animada conversación con Stash. Angélica quedó un instante fuera de las conversaciones que tenían lugar a su alrededor. Se retrepó en el asiento y paladeó el vino mientras un emocionante sentimiento le cosquilleaba el estómago. Su marido continuaba inmerso en una profunda conversación con Caterina, y sus cabezas estaban tan próximas que casi se tocaban. En el rostro de Olivier se dibujaba una sonrisa picara, la misma que le dirigía a ella años atrás, antes de casarse, antes de que sus conversaciones giraran en torno a temas domésticos. Vio que echaba la cabeza hacia atrás y soltaba una carcajada al tiempo que su compañera. A Angélica no le importó: Olivier siempre era mejor compañía después de un buen rato de flirteo.

Jack volvió a clavar su mirada en ella y la contempló intensamente, como si fuera la única mujer en la habitación con la que tuviera ganas de hablar.

—Así que ahora puedo hablar con la escritora —dijo. Tenía la piel curtida por el aire libre, y cuando sonreía se le formaban profundas líneas de expresión junto a los ojos y alrededor de la boca. Angélica sintió un cosquilleo en el vientre, una sensación que llevaba mucho tiempo sin experimentar—. ¿Y qué clase de libros escribes?

—Libros de fantasía para niños. Probablemente no sea tu lectura preferida, salvo que te gusten la brujería y los viajes en el tiempo.

—Claro que me gustan. Me gusta Tolkien y he leído todas las novelas de Harry Potter. Supongo que soy un niño grande.

—La mayoría de los hombres lo son. Lo único que cambia en ellos con la edad es el precio de sus juguetes. —Jack rió y las arrugas junto a los ojos se hicieron más profundas—. Son libros para entretenerse, nada más —agregó con modestia.

—Los libros para niños son mucho más difíciles de escribir que los de adultos.

—Supongo que soy demasiado fantasiosa para ajustarme a la realidad.

—¿Cuál es tu modelo de escritor?

—No quiero que parezca que me comparo con los grandes, pero supongo que aspiro a ser como Philip Pullman, lo mismo que un pintor aspiraría a pintar como Michelangelo.

—Es bueno apuntar alto. Y si te concentras en tu objetivo, seguro que lo consigues. Philip Pullman es un genio. Debes de tener una imaginación tremendamente fértil.

—Ni te imaginas cuánto —dijo Angélica con una carcajada—. A veces hasta yo me pierdo en ella.

—A mí también me gustaría perderme así. La vida real es casi siempre demasiado real.

—Oh, no creo que la fantasía sea un lugar para un hombre como tú.

—¿Por qué no?

—Es demasiado esponjosa. Para llegar tienes que nadar a través de una enorme barrera de algodón.

—Soy un buen nadador. —Se quedó mirándola abiertamente con una sonrisa—. ¿Con qué nombre firmas tus libros?

—Angélica Garner; es mi nombre de soltera.

—Buscaré tus libros. Necesito una buena lectura para mi viaje de regreso.

Angélica se ruborizó de placer.

—¿Y qué te gusta leer normalmente?

—¿Mientras estoy atado en el porche?

—Mientras estás en el porche.

—Leo muchas cosas a la vez. Tengo libros repartidos por todas las habitaciones de la casa. Me gustan las novelas de misterio, de aventura, de amor...

Angélica enarcó sorprendida las cejas.

—¿De amor?

—Tengo un lado femenino muy desarrollado —dijo con cara inocente.

—Esto sí que me sorprende.

—¿Por qué? Un libro sin amor es como un desierto sin flores. —Ahora su mirada era más seria—. ¿Qué hay más importante en la vida que el amor? Es la esencia de todo, la razón por la que estamos aquí. Cuando nos vamos, es lo único que nos llevamos con nosotros.

La emoción contenida en sus palabras dejó a Angélica sorprendida.

—Bueno, estoy de acuerdo, por supuesto —dijo.

—Soy un escritor frustrado —confesó Jack tímidamente mientras jugueteaba con la cuchara—. Pero nunca me han publicado nada, y no es que no lo haya intentado.

—¿Qué escribes?

—Cosas muy malas, la verdad.

—No lo creo.

—Soy aprendiz de todo y maestro de nada.

—¿Y qué otras cosas haces, aparte de escribir?

—Cuando era joven, hubo un tiempo en que quería ser una estrella del pop —sabiendo que Angélica se reiría de él, hizo una mueca—. Llevaba el pelo largo y desgreñado y pantalones de cuero. Fumaba canutos y rasgueaba la guitarra. Ahora soy vinatero.

—Entonces no eres poeta. —Jack la miró inquisitivamente—. «Un libro sin amor es como un desierto sin flores.»

Él se rió y negó con la cabeza.

—Sólo soy un romántico incorregible.

Angélica se quedó observándolo mientras se servía más comida. Admiró la gracia leonina de su perfil, sus manos grandes y poderosas, su piel curtida —tan diferente del refinamiento europeo de Olivier— y deseó que la noche no acabara nunca.

—¿Tienes viñedos en Sudáfrica?

—¿Conoces Sudáfrica?

—No he estado nunca. Jack pareció sorprendido.

—Entonces tienes que venir. Tengo un viñedo precioso en Franschhoek. Se llama Rosenbosch. Te encantaría. Podrías situar allí tu próxima novela.

—Necesito algo que me inspire, empiezo a cansarme de hacer siempre lo mismo. Estaba planteándome hacer algo un poco diferente.

—¿Qué es?

Angélica dudó si contestar. Olivier siempre se metía con su fascinación por el esoterismo, y no quería parecer una crédula.

—No sé si estoy preparada para hablar de esto —dijo torpemente.

—¿Es una historia de amor?

—No.

—¿Una novela policiaca?

—No.

—¿Erótica?

Angélica rió con gusto.

—Todavía no.

—Estoy decidido a averiguarlo. Soy escorpio, y cuando me propongo algo no hay quien me lo impida.

Sus ojos la atravesaron con un fuego tan intenso que Angélica tuvo que apartar la mirada.

—Ni siquiera estoy segura de que lo vaya a hacer, ni de qué manera. Olivier piensa que es una idea demasiado ambiciosa.

—No es un comentario muy alentador.

—Pero es sincero. Mi marido es muy sincero. —Bajó la mirada hacia su cinturón y metió la barriga.

—Pero tiene que estar orgulloso de que escribas.

—Claro que sí. —Pero incluso a ella le sonó a falso. La verdad era que Olivier no veía demasiado mérito en escribir para los niños.

Angélica confiaba en que su nueva idea le demostraría lo equivocado que estaba.

—¿Tu marido es ese francés tan elegante que está al otro lado de la mesa? —Señaló a Olivier con un movimiento de cabeza.

—Es él.

—¿Y también es un perro que se queda en el porche?

—Creo que sí, aunque ladra mucho.

—Los perros necesitamos ladrar. Nos hace sentir machotes.

—Si les pones una correa larga, los perros no suelen ir más allá del borde del porche, siempre que tengan espacio suficiente para moverse. Olivier tiene un porche muy grande.

—Un hombre afortunado.

—Ya lo sé. Tiene el porche más amplio de Londres.

Jack frunció el entrecejo.

—No, quiero decir que tiene la suerte de estar casado con la chica más guapa de Londres.

Angélica rió y bajó la mirada.

—Scarlet tenía razón: eres un donjuán incorregible.

—En absoluto. Ladro más que muerdo. Pero eres muy guapa. —Angélica intentó restar importancia al comentario con un movimiento de cabeza que sacudió su melena, pero él continuó hablando sin apartar los ojos de ella—. Me gustan las mujeres sensuales, apasionadas, con un gran corazón.

—Como tu mujer —dijo Angélica para picarle.

—Exactamente, como mi mujer —dijo, y en sus ojos se encendió una chispa de picardía. Angélica sonrió para sí, mirando su copa—. Entonces, ¿cuál es tu nuevo tema?

—No puedo hablar de eso contigo.

—Ahí es donde te equivocas. Soy la persona perfecta para hablar del tema, porque no me conoces. Y no te juzgaré, porque yo tampoco te conozco. De hecho, soy la única persona de aquí con la que puedes hablar del tema.

Le escanció vino en la copa ya vacía y se acomodó en la silla, esperando sus palabras.

—Eres muy insistente.

—Cuando sé lo que quiero.

—De acuerdo. —El vino la había vuelto atrevida—. No estoy segura de querer seguir escribiendo libros para niños que no son más que buenas historias de aventuras. Quiero explorar el auténtico significado de la vida, y tal vez conseguiré añadir otra capa de significado, una parábola, que sea tan útil para mí como para los lectores. Quiero encontrar esa felicidad que todos buscamos y que se nos escapa. —Jack iba a interrumpir, pero Angélica alzó la mano y continuó hablando a gran velocidad, aunque deseaba no haber empezado—. Antes de que te rías de mí, quiero añadir que he leído un montón de libros esotéricos y de autoayuda. Conozco todos los tópicos. Todos los conocernos. El secreto está en ponerlos en práctica de una forma que esté más de acuerdo con la realidad. No podemos convertirnos en ermitaños y meditar en una cueva aislada del mundo. Tiene que haber una forma de encontrar la paz celestial sin dejar de vivir en el mundo material. Sólo sé que en la vida tiene que haber algo más que lo que se ve a simple vista. Ya está, ya lo he dicho. Ahora puedes reírte de mí.

Jack esperó a que acabara de hablar y asintió muy serio.

—No me río. Probablemente sea la mejor idea que has tenido.

Se le iluminó el semblante. No esperaba un comentario tan elogioso.

—¿De verdad lo piensas?

—Por supuesto. Todos queremos ser felices.

—Pero hay tanta gente que se siente desgraciada.

—El secreto que buscas es el amor.

—Bueno, eso ya lo sé.

—Entonces no necesitas escribir el libro.

—No es tan sencillo. El amor puro, incondicional, es casi imposible.

—No, no lo es. Es el que sientes hacia tus hijos, ¿no?

—¿Sí? Me lo pregunto. Por supuesto que mataría y moriría por ellos, pero no estoy tan segura de que sea un amor completamente desprovisto de egoísmo. Yo los necesito, y ahí hay mucho de ego, ¿no? Quiero decir que tal vez sería mejor para ellos ir a un internado, pero no podría soportar separarme de ellos, de manera que irán a la escuela en Londres. Esto es un amor condicional, ¿no? Para alcanzar la verdadera felicidad hay que amar sin condiciones, y no me refiero solamente a tus propios hijos, sino a todo el mundo.

—Bien, ya veo que esto supone un problema. Yo encuentro que mucha gente es insoportable.

—¿Lo ves? Jesús sentía por todos un amor incondicional. Todos los grandes maestros y avatares han predicado un amor incondicional, sin reservas, absoluto. El amor que ama pase lo que pase...; algo imposible para los que no somos tan espirituales. —Le dirigió una sonrisa traviesa—. Yo, desde luego, no amo a Olivier sin condiciones.

Jack rió y dirigió una mirada al marido de Angélica, que conversaba animadamente con Scarlet al otro lado de la mesa.

—¿Cuáles son las condiciones?

—Son demasiadas para enumerarlas. No tenemos toda la noche.

—Lo que es una lástima. —Volvió la mirada hacia ella y bajó la voz—. El amor hacia tu marido depende de cómo te hace sentir él. Lo quieres con la condición de que te haga sentir viva, guapa y digna de amor. —A Angélica le sorprendió la sabiduría que encerraba su análisis. Olivier ni siquiera se dignaría hablar del tema—. Si tu marido deja de hacerte sentir bien contigo misma, dejarás de quererlo. Puede que no le abandones, pero la esencia de vuestro amor cambiará.

—Tienes mucha razón. Olivier tiene la capacidad de hacerme sentir bien o mal conmigo misma. Su amor puede herirme o darme ánimos. El amor incondicional significa quererle pase lo que pase, aunque él, por ejemplo, no me quisiera.

—El amor puro ama incluso la mano que lo ofende.

—Yo no podría amar así.

Jack se inclinó hacia ella con aire de complicidad, y Angélica sintió que su cuerpo se encendía como una ramita seca al calor de la llama.

—Creo que tu idea es magnífica.

—Eres muy amable.

—Tendrías que llamarte salvia\'7b1\'7d, en lugar de Angélica.

Soltó una carcajada de sorpresa.

—La mayoría de la gente ignora que la angélica es una planta.

—Soy un hombre del campo. Conozco las hierbas, las flores, los arbustos y los árboles de mis campos. Y también los pájaros. Soy un enamorado de la naturaleza. No puedo permanecer demasiado tiempo en la ciudad, porque el cemento me deprime.

—A mí también me gusta la naturaleza, pero no paso mucho tiempo al aire libre.

—Supongo que ir al parque no es lo mismo.

—No. Yo me crié en Norfolk. Mis padres siguen viviendo allí. Es un sitio precioso, cerca del estuario. En las playas hay cientos de aves.

—Ah, Norfolk, la capital británica de la observación de aves.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me gustan los pájaros y he estado en Norfolk. Recuerdo bandadas de gansos en invierno, aguiluchos laguneros, carboneros, avocetas, algunas grullas...

—¡Es increíble!

Jack sonrió, contento de haber sido capaz de impresionarla.

—¿A que tienen unos nombres preciosos?

—¿Los sabes reconocer a todos?

—Desde luego. Ya te he dicho que sé de pájaros.

—Pues la verdad es que sí.

—Ven a Sudáfrica. Allí tenemos todo tipo de aves exóticas, como el martín pescador malaquita, con su plumaje azul eléctrico, y la descarada abubilla, que se pasea por el jardín repitiendo su pup, pup, pup.

—¡Vaya!, eres una fuente de información. ¿Cómo es que sabes tantas cosas sobre la vida y la naturaleza?

—Cuando te gusta la naturaleza, te haces las grandes preguntas. Tienes siempre ante ti la muerte y la resurrección de los árboles y las flores, y te encuentras en grandes espacios abiertos y miras hacia el horizonte, te sientes insignificante, tiendes a pensar en tu propia mortalidad.

—¡Sacaré mis prismáticos del armario!

—Me alegro de haberte dado la idea.

Angélica bebió pensativa un sorbo de vino.

—Es cierto que me has dado ideas, Jack, y no solamente en el apartado de las aves. Voy a intentar dar a mis libros una mayor profundidad. Quiero buscar la felicidad perfecta.

—Espero que lo hagas. Y no lo digo sólo porque te encuentre atractiva. Muchas personas viven la vida como si estuvieran ciegas, de forma mecánica, como dices tú, sin preguntarse siquiera por el significado de la vida. Yo me lo pregunto cada día, te lo aseguro. —Su rostro se ensombreció, como si le hubiese asaltado una idea triste—. Todos vamos a morir, y antes de irme yo quisiera entender qué hago aquí. Quiero que mis últimos años de vida sean felices.

Apuró su copa de un trago, y un atento camarero se apresuró a llenársela de nuevo.

—Hablemos de algo más alegre. ¿Tienes hijos?

Y Jack le habló de las tres joyas de su corona: Lucy, Elizabeth y Sophie.

Apuesto a que saben cómo manejarte.

Jack recordó con una carcajada cómo lo engatusaban para que hiciera lo que ellas querían.

—Ahora ya son unas jovencitas. Incluso Lucy, que acaba de cumplir los quince, será pronto mayor de edad. Para un padre como yo resulta difícil. Quisiera envolverlas en algodones rosa para protegerlas y conservar su inocencia, y como he sido un granuja, recelo de lodos los jóvenes que se acercan a ellas y les atribuyo las peores intenciones.

—Piensa el ladrón...

—Exacto. Duermo con una pistola bajo la almohada; pobres de los que pongan sus sucias manazas sobre mis hijas.

—Pero un día u otro ocurrirá, ya lo sabes.

—Oh, ya ha pasado. Elizabeth ha cumplido dieciocho años y tiene un novio en la Universidad de Stellenbosch University. Sophie tiene dieciséis, y cualquiera sabe en qué líos ha estado metida. En cuanto a Lucy, una belleza despampanante, sé por su mirada que ya es una mujer. Apostaría cualquier cosa a que ha probado el fruto del bien y del mal. Y no hay nada que yo pueda hacer...

—Traemos al mundo a los hijos, pero no nos pertenecen.

—Me resulta muy difícil aceptarlo.

—A todos nos cuesta. Los míos son pequeños todavía, pero para Olivier será difícil verlos crecer, especialmente en el caso de la niña.

—Nunca se te olvida cómo eran de pequeñas. Por más que se pinten y se vistan de mujer, siguen siendo las mismas por dentro. Y se creen que lo saben todo, no tienen ni idea de lo inocentes que son. Me gustaría poder ponerme al timón de sus vidas para sortear las minas.

Angélica sintió una oleada de ternura. También ella quería poder guiar a Joe y a Isabel entre los campos minados.

—Si encuentras el secreto de la felicidad, dímelo.

—Jack, tú serás la primera persona en saberlo.

Acabada la cena, Olivier se quedó sentado a la mesa con Caterina y algunos más. El resto de los invitados pasó a un salón contiguo con una chimenea donde ardía un buen fuego.

—¿No es un poco pronto para encender chimeneas? —preguntó Hester, y se dejó caer sobre el sofá.

Scarlet encendió un cigarrillo.

—Es el peor verano que se recuerda —comentó—. Acabo de pasar un mes en Italia y os aseguro que tengo frío. Vosotros los amantes de los caballos no sentís el frío.

—Es porque nos revolcamos en el heno —replicó Hester, con una ronca carcajada.

—¿De verdad lo hacéis?

—Mientras no asustemos a los caballos —respondió, y lanzó una mirada a su marido, que charlaba junto a la ventana con Stash.

Angélica se acercó a ellas y tomó asiento junto a Hester.

—¿No te mueres de calor con esos pantalones de cuero?

—Toca, estoy helada —dijo Scarlet, tendiéndole la mano—. ¡Tengo muy mala circulación!

—Deberías comer más. Estás tan delgada que no tienes protección contra el frío.

—¡Gracias por el cumplido! —Scarlet formó una «O» con los labios e hizo un anillo de humo.

—¡Yo estaría encantada de darte unos kilos!

—A nuestra edad, las mujeres tienen que elegir entre la cara y la figura —dijo Heather. Estaba claro que ella había elegido la cara.

—Eso dicen, pero si mi trasero engorda me siento tan desgraciada que se me pone una cara larga, así que siempre elijo la figura. Para la cara prefiero recurrir a un poco de cirugía estética. De hecho, me he puesto tanto botox que apenas consigo sonreír.

—Pues yo he sacrificado mi figura por omisión, pero esto no ha ayudado a mi cara —comentó Angélica. Acababa de comprobar que Jack estaba en la biblioteca charlando con William.

—Oh, pues a mí sí me encantaría tener un rostro como el tuyo, Angélica. —Scarlet, ante la chimenea, se calentaba el trasero—. A todas nos gustaría tener tu lozanía. El problema es que, por más que me maquille, no podré nunca borrar un pasado de excesos.

—No creo que tenga un aspecto tan sano.

—Ya lo creo. Pareces un campo de trigo dorado, o un panecillo recién sacado del horno. De hecho, me extraña que en Hovis\'7b2\'7d no te hayan descubierto para hacer un anuncio.

Hubo una carcajada general. Los ojos de Angélica se encontraron con los de Jack, que se había vuelto al oírlas reír. Le encantó comprobar que estaba pendiente de ella, era como recibir la deliciosa caricia del sol.

Llegó una bandeja con el té y el café. William y Jack se unieron al grupo frente a la chimenea. Angélica intentaba comportarse con naturalidad, pero sentía en todo el cuerpo un cosquilleo de placer que le resultaba poco familiar; como un fruto cuyo sabor hubiera olvidado mucho tiempo atrás.

Jack tenía una sonrisa contagiosa y una melena del color del heno húmedo que le caía desordenada sobre la frente; cuando se peinaba hacia atrás con la mano parecía un león. A Angélica le gustaba su rostro ancho, sus oscuras cejas, que se juntaban cuando fruncía el ceño, y el humor que brillaba en sus ojos almendrados. Con su presencia carismática parecía dominar la fiesta. Sus comentarios, más ingeniosos que los de nadie, hacían reír a todo el mundo.

—Jack, ¿por qué no tocas algo? Porque si tú no tocas, tocaré yo —preguntó Scarlet encendiendo otro cigarrillo. Tenía una formación clásica, y nunca perdía la oportunidad de mostrar sus habilidades.

Él no necesitó que le insistieran.

—Si me traes un vaso de vino tinto, tocaré lo que quieras. —Tomó asiento frente al piano, en la biblioteca. Sobre el piano de media cola, un regalo de Scarlet a William, reposaban diversas fotos enmarcadas en plata y un jarrón con nardos. Si durante la cena Angélica se había sentido impresionada, lo estuvo mucho más cuando vio a Jack frente al piano. Empezó a tocar jazz con tanta seguridad y tanta gracia que el instrumento parecía una extensión de su enorme cuerpo. Movía los dedos ágilmente sobre las teclas, y se balanceaba al ritmo de la música. Luego accedió a las peticiones que le hacían, y cantaron todos juntos temas de los Beatles, Abba y Billy Joel. Angélica unió su voz a la de los demás, pero se ruborizaba cada vez que Jack la miraba, y rezaba interiormente para que no oyera su lamentable aportación al coro. En cualquier caso, Jack parecía son reírle sólo a ella.

Cuando Olivier entró con Caterina en la biblioteca y anunció que era hora de irse a casa, Angélica se sintió decepcionada, pero no valía la pena discutir, porque cuando su marido tomaba una decisión resultaba inútil resistirse. Olivier mostró su impaciencia haciendo un brusco gesto con la cabeza y mirando con insistencia su reloj de pulsera.

Angélica se fue despidiendo de todos. Cuando le tocó el turno a Jack, éste le tomó la mano y la besó en las mejillas.

—Ven a Sudáfrica, y puede que encuentres el secreto que buscas cabalgando por la sabana.

—No te rindes nunca, ¿verdad?

—La vida es corta —respondió con una mirada de súplica.

Angélica rió y liberó la mano del apretón.

—Me ha encantado conocerte, y me ha gustado mucho oírte tocar el piano. No eres aprendiz de todo..., eres un maestro con la música. Tienes un don maravilloso.

Era evidente que a Jack le disgustaba su partida. Angélica se sintió halagada. Hacía mucho que no recibía tanta atención de parte de un hombre. Estaba deseando contárselo a Candace.

Olivier estaba de buen humor. No hizo mención alguna del retraso de Angélica ni preguntó por Kate, y por supuesto ella no aportó información alguna.

—Una noche fantástica —dijo mientras abría la portezuela del coche—. Las fiestas de Scarlet siempre están muy bien.

—Es la mejor. Convoca a gente que no se conoce y deja que se relacionen entre ellos. Es divertido, porque siempre hay gente nueva.

—¿Cómo es ese tipo sudafricano? Me pareció un poco pagado de sí mismo.

—Lo cierto es que es muy simpático.

—Seguro que sí. Supongo que es de esos individuos encantadores que tienen poca inteligencia. Imagino que a las chicas les va ese aspecto de tipo duro, a lo Clint Eastwood.

—Toca el piano muy bien. Tenías que haberte acercado.

—No sabía que te gustara cantar.

—Sí que me gusta, pero canto muy mal. ¿Cómo está Caterina?

Su marido sonrió con picardía.

—Caterina es una descarada —dijo.

A Angélica le alivió cambiar de tema. No quería hablar de Jack con su marido.

—Te has encontrado con la horma de tu zapato.

—Le gusta mucho coquetear. Su marido debería vigilarla un poco.

—Un poco de coqueteo no hace daño.

—Es diferente en el caso de un hombre.

—¿En qué sentido? —preguntó Angélica molesta.

—Hay una doble vara de medir, me temo. Para un marido, es humillante ver que su mujer está coqueteando.

—Oh, ¿y no es humillante para una mujer ver que su marido flirtea abiertamente?

—Es diferente.

—¿Por qué?

Olivier giró por Gloucester Road.

—Ya se sabe cómo son los chicos. En su caso no tiene importancia. He estado tonteando con Caterina, pero ella sabe perfectamente que te soy fiel. En cambio, si una mujer flirtea, el hombre da por supuesto que no es feliz con su marido y que está dispuesta a tener una aventura.

—¡Estás muy equivocado!

—¿Te ha molestado que tonteara con Caterina?

—En absoluto, pero es porque no soy posesiva. Confío en ti.

—Y haces bien.

—¿Me estás diciendo que no confiarías en mí?

—Así es —le puso la mano sobre la rodilla—. Si hubieras estado flirteando con otro hombre de la misma manera que yo he tonteado con Caterina, me sentiría hundido, aplastado como un grano de uva bajo tus pies.

—¡Qué ridiculez!

—No, hipocresía. Yo no soy como tú, soy muy posesivo, y tengo un corazón tierno. —Angélica soltó una carcajada—. El sudafricano, por supuesto, flirteó contigo. Me habría sorprendido que no lo hiciera, porque eres una mujer guapa. Pero ¿has concluido que era infeliz con su mujer?

—Por supuesto que no.

—Sin embargo, si tú hubieras flirteado, él habría sacado la impresión de que eres infeliz conmigo.

—No he tonteado con él —se apresuró a aclarar Angélica.

Al llegar al final de Kensington Church Street tuvieron que detenerse ante el semáforo.

—Nunca te acusaría de ello, ángel mío, pero no te imagines que no te estaba mirando.

Angélica estuvo en un tris de replicar que había estado demasiado ocupado mirando a Caterina, pero se mordió la lengua. Caterina le había hecho un favor.

Tuvieron suerte: encontraron aparcamiento a unos pocos metros de su casa, en Brunswick Gardens, bajo un cerezo que todavía no había empezado a amarillear. Angélica salió del coche y esperó a Olivier frente a la puerta de su casa. Pensó en Jack, en lo cerca que habían estado de provocar a su marido, y esbozó una sonrisa. Se dijo alegremente que no había nada malo en flirtear un poco. Se sentía más viva de lo que se había sentido en muchos años. Tal vez, el secreto de la felicidad estaba en vivir al límite. Pero ¿cómo hacer que ese sentimiento durara?