7
LOS demás te tratan tal como tú les permites que te traten.
En busca de la felicidad perfecta
Angélica había quedado el lunes en la recepción de Ten Pilates, en Notting Hill, con Candace, quien, perfecta con su chándal de color beis, le dedicó al llegar una amplia sonrisa y dejó caer el móvil en su bolso Birkin de color chocolate.
—Te has puesto muy elegante para el gimnasio —le dijo Angélica.
—Esto no es un simple gimnasio, cariño, ¡es lo más selecto de la ciudad!
Angélica miró a las chicas altas y espigadas que salían de las clases dándose toquecitos en la cara y el cuello con la toalla. Vio entre ellas una cara conocida.
—Hola, guapísima —dijo Scarlet, casi sin aliento—. Ha sido durísimo. David estaba muy lanzado. —Se volvió hacía Candace—. ¿Le has hablado de los Diez de Higgins?
—¿Qué es eso? —preguntó Angélica nerviosa.
Candace se lo explicó.
—Es el sello de David. Cuenta hasta diez y crees que ya no puedes más, has hecho un minuto o así y el trasero te duele muchísima Pero cuando piensas que has acabado, cuenta otros diez. Lo hace siempre. No caigas en la trampa, porque siempre hay otros diez.
—De ahí lo de Ten Pilates —comentó Angélica, encantada de haberlo descubierto.
—No creo que se refiera a eso exactamente —dijo Scarlet—. Creo que más bien se llama así por los diez bancos de tortura que ves ante ti. —Pero al ver la cara de preocupación de Angélica quiso tranquilizarla—. No te preocupes. Como eres una principiante, te tratará bien. ¿Te has hecho la pedicura?
—¡No!
—Entonces no te quites los calcetines o pasarás vergüenza.
—Lo dice en broma —observó Candace—. Te aseguro que David no te mira los dedos de los pies. ¡Sólo le interesan los músculos!
Tras rellenar la hoja de ingreso y contestar a las preguntas sobre su estado de salud, Angélica entró con su amiga en la sala de ejercicios. Había diez camas Reformer colocadas en dos hileras frente a un espejo que cubría toda la pared. Candace dejó el bolso sobre el sofá y se recogió el pelo en una coleta.
—David, te presento a mi amiga Angélica Lariviere.
Un hombre ágil y flexible, con una espesa mata de pelo castaño oscuro, le tendió la mano sonriente.
—Encantado —dijo con acento australiano.
Angélica se sintió un poco desanimada. ¿Voy a tener que sudar y gemir delante de este Adonis?
—¿Has hecho esto alguna vez?
Hizo un esfuerzo por ver en aquel chico guapo al instructor profesional que haría de ella una supermodelo.
—No, es la primera vez.
—Bueno, pues te explicaré cómo funcionan las Reformer.
Gracias a Dios que no ha dicho «camas». Se acercó con él a lo que parecía un banco de tortura, con cuerdas y muelles, e intentó concentrarse en lo que le explicaba para no decir ninguna tontería.
—¿Qué tal estás de forma física?
—No estoy en forma en absoluto. Dos niños, demasiados pasteles, todo el día sentada..., ya sabes.
—No importa, te pondremos en forma.
Angélica deseó haberse hecho la pedicura.
Candace se tumbó en la Reformer junto a ella.
—Si te pierdes, mírame —le dijo—. Dentro de poco lo harás sin pensar.
Levantó las piernas, pasó los pies por un aro y empezó el ejercicio intentando abrir las piernas.
—Bueno, ¿qué novedades tenemos en el tema de los correos electrónicos?
—Los mensajes van y vienen a toda velocidad.
—Estás loca, Angélica. ¿Adónde quieres llegar?
—A ninguna parte. Es sólo un juego.
—Tal vez, pero ten cuidado.
—Olivier me está volviendo loca últimamente, y esto me distrae.
—Se te puede escapar de las manos. ¿Ya te ha invitado a comer?
—Claro que no. Está en Sudáfrica.
—Luego no digas que no te avisé.
—Bueno, chicas.
David entró en la sala, ahora repleta de mujeres que hacían estiramientos. Subió el sonido de la música: Madonna cantaba Hung Up sobre la banda sonora de Abba.
—Vamos a empezar. Colocad un pie sobre la barra y empujad.
—La pierna ya me duele —gimió Angélica.
Candace realizaba el ejercicio sin ningún problema.
—Acuérdate de los Diez de Higgins. —Angélica ya empezaba a sudar—. Y por cierto, esto no es más que el calentamiento.
—Yo no puedo más. ¿Y dices que la clase dura una hora?
—Un poco menos. Pero piensa en el cuerpo que tendrás.
—Espero que valga la pena.
Piensa en Jack. Hago esto por ti, Jack. Uno, dos, tres, cuatro...
Al acabar la clase, Angélica apenas se tenía en pie, le temblaban las piernas y los músculos del abdomen le dolían incluso cuando no se movía. Nunca había trabajado tanto los músculos interiores de sus muslos.
—¿Qué tal te sientes? —En la sonrisa de David había un punto de picardía.
—Creo que preferiría dar a luz que volver a hacer esto.
—Si aguantas un par de semanas, tu cuerpo se adaptará y luego ya no lo encontrarás tan duro.
—¿Ni doloroso?
—Ni doloroso.
—Ha nacido en el siglo equivocado —dijo Candace—. Tenía que haber estado en la Torre de Londres, manejando el potro de tortura..., seguro que le habría gustado. —Tomó un trago de agua de su botella—. ¡Míralo! Se quedaría muy decepcionado si acabáramos la clase sin una gota de sudor.
—¡Eso es imposible!
—Volvemos porque eres el mejor, David —dijo Candace, y le dedicó un brindis con la botella.
—Si consiguiera tener tu aspecto, cielo, yo también volvería —dijo Angélica.
—Lo tendrás —la animó David.
—Por más ejercicios que haga, no tendré nunca unas piernas como las suyas —dijo Angélica contemplando a su amiga. Candace estaba guapa a pesar de la camiseta sudada.
—Todos somos diferentes —dijo él—. El caso es tener el mejor aspecto posible. Entonces, ¿quieres contratar más clases?
—Contrataré cincuenta, y que Dios me ayude —contestó.
—Una mujer con una misión. —Candace le dirigió una mirada cargada de intención—. ¿Quieres que te concierte también una cita en Richard Ward?
—No, si voy a parecerme a Jenna Elrich.
—Sólo Jenna se parece a Jenna, y será así toda la vida, la pobre.
Al llegar a casa, Angélica se preparó un baño caliente y colgó bajo el grifo un saquito de sales relajantes Elemis Muscles. El agua se tornó marrón y adquirió un olor tan medicinal como las inhalaciones de Karvol que se preparaba Olivier. Refrenó el impulso de comprobar su correo, no por falta de ganas, sino porque las piernas le dolían tanto que no estaba segura de poder subir hasta el estudio. Puso a Dolly Parton, encendió un par de velas y bajó la intensidad de las luces. Detestaba verse desnuda bajo la despiadada luz eléctrica. Se deslizó bajo el agua con un suspiro y apoyó la cabeza en la bañera. El agua caliente aliviaría sus doloridos músculos. A pesar de las molestias, la clase de Pilates la había animado. David tenía el don de saber motivar a sus clientas, y Angélica había salido de la clase decidida a ponerse en forma. Candace le había dicho que los resultados no se apreciaban hasta al cabo de tres semanas, pero ella ya empezaba a notarlos. Cerró los ojos. Le avergonzó comprobar que el rostro de Jack irrumpía continuamente en sus pensamientos como un tapón de champán, y un estremecimiento de placer recorrió su castigado abdomen al imaginar otro de sus ocurrentes mensajes.
Salió de la bañera y se secó lentamente. La espera haría más satisfactorio encontrar un mensaje. Se untó el cuerpo de crema —con unas gotas de aceite esencial de enebro, que ayuda a combatir la retención de líquidos— y se roció con Red Roses, de Jo Malone. Sintiéndose especialmente sensual, miró en su cajón de ropa interior de Calvin Klein y escogió un sujetador y unas braguitas de color rosa pálido. El hecho de llevar una exquisita lencería debajo de sus vaqueros y su camiseta le producía una emoción especial.
Angélica apenas se maquillaba. Tenía la piel lozana y las mejillas sonrosadas de una joven criada con el aire fresco del campo. Se aplicó un poco de rímel y un brillo de labios y ya estaba lista para leer su correo. Se iba emocionando mientras subía las escaleras, y no pudo evitar acelerar el paso, aunque le dolían las piernas. El ordenador tardó en arrancar, pero finalmente la pantalla se puso azul y aparecieron los iconos, ordenados en hileras. Hizo clic en el de correo y apareció la lista de nuevos mensajes. Les echó un rápido vistazo, pero no había ninguno de Jack entre ellos. Para asegurarse, pulsó «Enviar y recibir», pero apareció el signo de «No hay correo nuevo».
Le invadió el desánimo. No le quedaba más remedio que enfrentarse a la página en blanco de su próxima novela. Se preguntó si debía escribirle. ¿Tenía importancia que él no hubiera respondido a su último mensaje? ¿Era indispensable que un mensaje respondiera a otro, como en un partido de tenis? Incluso en el tenis, el oponente no siempre devolvía la pelota. En ocasiones no alcanzaba a darle, o enviaba la pelota a la red. Y esto era lo mismo que un partido de tenis: el objetivo no era ganar. Y ella no estaba jugando a hacerse la difícil..., no pretendía nada. Se trataba de una inocente amistad, y los amigos podían escribirse siempre que querían.
Pero entonces la asaltó la duda. Tal vez Jack ya se había aburrido. A lo mejor su mujer había descubierto su correspondencia y le había prohibido responder. O él se había marchado de viaje unos días y había olvidado su Blackberry. ¿Qué época del año era en Sudáfrica? Jack le dijo que era primavera; seguro que tenía trabajo en los viñedos. Dios mío, las posibilidades eran interminables. El caso era que él no había respondido, y punto. ¿Por qué se sentía tan decepcionada?
Abrió el documento titulado En busca de la felicidad perfecta, por Angélica Garner, y se quedó mirando la página en blanco con letras rosas. Estuvo así media hora sin escribir ni una palabra. Empezó a caer una lluvia finísima que el aire arrastraba como si fuera polvo. Céline Dion cantaba: «Estoy sola otra vez..., no quiero estar sola...» y Angélica se sintió vacía de ideas, como un pozo que se hubiera secado.
Cada vez que bajaba el cubo al pozo, volvía a sacarlo tan vacío como había entrado, y su agente esperaba otra novela de fantasía para niños, una trama de monstruos y de magia. Por supuesto, Angélica no sería nunca un Tolkien —carecía de la paciencia y del talento necesarios para escribir unas alegorías tan repletas de significado—, pero por lo general le gustaba dejar volar la imaginación y urdir nuevos mundos e historias. No obstante, ahora su creatividad estaba espesa como un puré de patatas.
Colocó los dedos sobre el teclado, y la página en blanco la miró retadora, desafiándola a mancillar su perfecta blancura. De repente le asaltó una idea. Una hechicera malvada y desgraciada se enamora de un hombre bueno y hace lo posible por enamorarlo a base de hechizos y pociones mágicas. Pero nada funciona, porque ningún hechizo tiene efecto en la gente bondadosa. Y como sólo un corazón puro podrá conquistar al hombre, la bruja tiene que aprender a ser buena. Con cada buena obra pierde algo de su maldad y se siente más feliz, y a medida que es menos desdichada también es menos malvada. Así inicia una búsqueda para encontrar el secreto de la felicidad.
Se sintió bastante complacida con la idea. De momento no era más que un esbozo, tendría que redondearlo y darle forma, pero por lo menos era un comienzo. Olvidando su buzón vacío, se dispuso a desarrollar su idea y a crear un mundo mágico con sus nombres y sus leyes, su lenguaje y sus costumbres.
Cuando se hicieron las tres de la tarde ya se había hecho una idea aproximada de su mundo fantástico. Feliz de haber empezado, guardó lo que había escrito y volvió a mirar su buzón. Seguía sin haber respuesta de Jack. Se encogió de hombros y se dijo que tal vez era mejor así.
Como llovía, cogió un paraguas para ir al colegio a recoger a los niños. Todo respiraba otoño. Las hojas de los árboles empezaban a ponerse pardas, el cielo estaba encapotado y el asfalto mojado relucía. Las únicas que parecían ajenas a todo eran las palomas, que daban alegres saltitos, tan contentas como si fuera un día de fiesta.
Las madres y las tatas esperaban a la entrada del colegio, algunas apiñadas bajo un paraguas y otras dentro de los coches aparcados en zona prohibida. Por encima del ronroneo de motores en marcha, oyó que la llamaban por su nombre. Candace agitó vigorosamente la mano por la ventanilla.
—Entra en el coche. —Angélica cruzó la calle—. Le ha dicho a Pete que está embarazada —susurró su amiga.
Miró por la ventanilla. En el asiento trasero, Kate y Letizia mantenían una animada conversación. El conductor miraba impasible hacia el frente, simulando no oír nada.
—¡Sube!
Se apretujó como pudo junto a Kate.
—¿No sospecha que no es suyo?
—¿Por qué tendría que sospechar? En nuestro matrimonio el que siempre tontea es él, no yo..., o por lo menos así es como él lo ve. Está loco de alegría, pero dice que tenemos que ir a un consejero matrimonial para estar bien cuando nazca el bebé. Un amigo le ha recomendado a una terapeuta llamada Betsy Pog.
—¡Bonito nombre! —Letizia soltó una risita.
Candace rió abiertamente.
—No necesitáis a ninguna consejera matrimonial. Lo único que necesitáis es que él tenga las manos quietas.
—En serio, creo que Betsy Pog nos irá muy bien. Dicen que es fantástica.
—Espero que lo sea de verdad —añadió Candace.
—Vamos a tener nuestra primera sesión. —Kate se estremeció, emocionada—. ¿Qué me pondré?
—¿Un cilicio? —sugirió Candace.
—Oh, yo pensaba más bien en algo en la línea de mi vestidito de Prada con mis zapatos Louboutin rojos.
—Bueno, así se verá que lo estás intentando —dijo Angélica.
—Yo nunca lo intento —aclaró Kate—. Lo mío es un estilo efervescente que brota sin esfuerzo.
—Mejor que aproveches para ponerte ese vestido mientras puedes —dijo Letizia.
—Dios mío, no me lo recuerdes. Cuando pienso en que tendré que ponerme de nuevo pantalones de embarazada y camisas anchas... ¡Qué horror!
—Querida, estar embarazada no es excusa para vestirse mal —le reprochó Letizia—. Cuando una mujer está más hermosa, es cuando espera un bebé.
—¡A veces eres tan italiana! —le recriminó Kate, que se deprimía sólo de pensar en los zapatos planos.
—¿Así que es de dominio público? —pregunto Candace.
—¿Se lo has dicho a tu madre? —añadió Angélica.
—Lo mismo iba a preguntarte yo —dijo Candace.
—No, todavía no he tenido mi primera ecografía. No digáis ni una palabra a nadie.
—¿Lo sabe tu amante? —le preguntó Candace con interés.
—No es mi amante.
—Pues lo que sea. ¿Lo sabe ya?
—No.
—¿No crees que se lo imaginará cuando sepa que estás embarazada?
—No se imaginará nada, os lo aseguro.
Candace enarcó una ceja.
—Esto es interesante. ¿Es un sacerdote?
—Mira, es algo que ya ha olvidado totalmente.
—Pero nosotras no —dijo Candace con una sonrisa.
—No os lo voy a decir —insistió Kate—. Y no porque no quiera, ya sabéis que lo comparto todo con vosotras tres. Pero le prometí que no diría nada y tengo que mantener mi promesa.
—¿Por qué? ¿Acaso siempre las mantienes? —preguntó Candace. Todo el mundo sabía que Kate era una irresponsable.
—No, pero se lo debo, y si se supiera, las consecuencias serían demasiado terribles.
Angélica entrecerró los ojos.
—Así que le conocemos.
—La historia se complica —dijo Letizia—. No será uno de nuestros maridos, ¿verdad?
Kate soltó una carcajada.
—Tendríais que pagarme para que me acostara con uno de vuestros maridos.
—A mí me pasa lo mismo, cariño —bromeó Candace. Y levantó un dedo—. Creo que me merezco otro diamante.
La semana transcurrió sin noticias de Jack. Angélica continuó con sus clases de Pilates y sobrellevó con entereza sus agujetas. Se sumergió en el nuevo libro y trató de no sentir demasiada decepción ante la súbita desaparición de su admirador. Era inevitable que su correspondencia acabara en algún momento, y era inocente por su parte pensar que aquel flirteo iba a durar indefinidamente. Con toda seguridad estaría tonteando con otra mujer que hubiera conocido en otra cena..., alguna que estuviera dispuesta a llegar un poco más allá, como su «amiga» de Clapham. Pero había sido divertido, le había hecho sentirse viva. Angélica iba a recoger a los niños al colegio, escuchaba a Candace y a Scarlet, que mostraban su preocupación por los efectos que había tenido la crisis financiera sobre la recaudación de fondos y el gasto, y en general trataba de quitarle hierro al clima de pesimismo reinante. Y el miércoles, de repente, todo volvió a su lugar. Angélica recibió un cheque de Holanda en pago de derechos de autor y un mensaje de Jack:
Querida y hermosa Salvia:
Siento no haber contestado antes, pero he estado fuera. Creo que necesitamos encontrarnos en persona y hablar. Este perro está poniéndose nervioso en el porche y se pregunta si puede convencerte para que comas con él cuando vaya a Londres en octubre. No eres un conejo cualquiera.
PAP
Oh, Dios mío, Dios mío, Dios mío. ¿Qué voy a hacer? Deseaba más que nada en el mundo poder comer con él, pero ¿qué diría Olivier? Sabía exactamente lo que diría: «Mais no, mon ange». No. Había que evitarlo a toda costa. Pero no podía mentir, porque podrían descubrirla. No podrían irse lejos, más allá de los lugares que solía frecuentar, parecería mucho más sospechoso si llegaban a verlos. Tendrían que correr el riesgo de comer en un restaurante de Chelsea. Pero ¿qué hago? ¡No quiero un lío con un hombre casado! En realidad, no es eso lo que quiero. Sólo quiero pasarlo bien. Quiero sentirme atractiva. Y él tampoco pretende liarse conmigo, estoy segura. Claro que no.
Releyó el mensaje unas veinte veces. Tenía la cabeza clara y despejada y la mente le funcionaba a toda máquina. Si le digo que no, pareceré maleducada y presuntuosa. Además, tengo ganas de verle. Voy a cumplir cuarenta años, creo que puedo hacer lo que me apetece. No le puedo decir nada a Olivier. Diré que voy a comer con el director de mi editorial, y así si me ven con un desconocido tendré una explicación. Olivier no ha visto nunca a mi editor, ni siquiera a mi agente... En realidad no conoce a nadie de mi trabajo. ¡Menudo pendejo!, como diría Candace. ¡Le está bien empleado!
Querido Perro Atado en el Porche:
Creo que podrías tirar un poco más de tu correa.
Demasiado atrevido. ¿En qué estoy pensando? Me he vuelto loca.
Querido Perro Atado en el Porche:
Me encantaría comer contigo. Será estupendo volver a verte. ¿Adónde quieres que vayamos? Avísame cuando llegues y reservaré en...
¡No! Esto es mostrar demasiado interés. Es propio de la típica mujer que lo quiere tener todo bien atado y empaquetado.
Querido Perro Atado en el Porche:
Me encantaría comer contigo. Octubre es un mes muy bueno para los perros. ¡Hay tantas hojas secas en el parque para escarbar! Creo que en realidad soy un conejo bastante normal. Y en cuanto a la comida, ¿lo dejo en tus manos?
Una Salvia curiosa
Telefoneó a Candace nada más enviar el mensaje.
—Soy yo —dijo.
—Hola, cariño, ¿qué tal?
—Pídeme hora en Richard Ward para ahora mismo.