17
LA risa es la mejor sanadora.
En busca de la felicidad perfecta
A la mañana siguiente, muy pronto, Joe e Isabel entraron corriendo en el cuarto de sus padres llevando en las manos sus calcetines llenos de regalos. Eran los calcetines de lana que Olivier se ponía para ir de caza, y estaban a punto de reventar porque a Angélica le encantaba comprarles cosas. Se preguntó qué les habría comprado Daisy a sus hijos y sintió lástima al pensar que sus sobrinos tendrían que abrir sus escasos regalos en el dormitorio de los abuelos, y que su padre no estaría para compartir aquel momento.
De niñas, Daisy y ella llevaban los calcetines al dormitorio de sus padres. Se encontraban a su madre tendida sobre la cama con un camisoncito de seda que apenas le tapaba el pecho, tomando pastillas contra la resaca y fumando un cigarrillo tras otro; su padre hacía flexiones desnudo en el suelo.
Siempre había un montón de perros, y la habitación apestaba a perro mojado y a Opium. Pero tenían buenos regalos, porque a Angie le gustaba comprar a lo grande. Denny no era rico, pero no le podía negar nada a su mujer, y le gustaba que estuviera guapa. Y la verdad es que lo estaba. Llevaba siempre las uñas pintadas y el pelo recogido en un moño bajo. Y aunque la ropa que se ponía era de baratillo, sabía sacarle partido. Las cosas no habían cambiado demasiado. Su padre seguía haciendo flexiones, su madre seguía usando Opium y los perros dormían en el dormitorio, pero ahora Angie llevaba uñas postizas y el pelo mal teñido, de un color demasiado anaranjado para su tono de piel, y por supuesto su figura, antes voluptuosa, era ahora un bulto informe sobre el cual caía la ropa como una cortina. Angélica no quería ni imaginar a sus padres en el dormitorio, y dio gracias a que sus hijos no tuvieran que soportar la escena de su madre atracándose de pastillas y fumando como un carretero, con los pechos caídos sobre el vientre.
La noche anterior había sido una dura prueba para las dos hermanas. Angie apareció con un caftán de seda azul que caía sobre su pecho como una cascada. Se había pintarrajeado los párpados de azul, desde las cejas excesivamente depiladas hasta las pestañas postizas, y tenía los labios de un beis pálido que casaba muy mal con su cutis cobrizo. Denny llevaba unos pantalones estrechos que resaltaban el bulto de su entrepierna, lo que al parecer excitaba a su mujer, que le apretó el paquete con su mano gordezuela y soltó una carcajada lasciva.
—Eh, ¡guapetón! —susurró, apretándose contra él.
Denny arqueó las cejas con expresión de complicidad.
—Creo que he ligado —le dijo a su yerno.
Olivier le dirigió a Angélica una sonrisa divertida, y ella le devolvió la sonrisa con agradecimiento. Por primera vez se dio cuenta de lo excepcional que era su marido: nunca la había menospreciado por tener unos padres tan horribles.
Los primeros en llegar fueron Jennifer y Alan Hancock, tímidos y nerviosos. Parecían intimidados ante sus anfitriones. Jennifer, que se sentó en la banqueta, no podía apartar la mirada de la entrepierna de Denny, y Alan no sabía sino asentir a lo que dijera Angie, por ridículo que fuera. Cuando llegaron Marge y Tony Pilcher, Angie se transformó en una niña. Adoptó un habla infantil, reía y hacía mohines, y a pesar del bronceado, llegó a ruborizarse. Denny se colocó frente a Jennifer con un pie apoyado sobre la banqueta para ofrecerle una visión directa de lo que él consideraba su principal atractivo. Fumaba un cigarro y se había colocado la vistosa vitola en el dedo meñique, como si fuera un trofeo, dejando ver sus uñas demasiado largas para un hombre.
Olivier contemplaba divertido la escena y se limitaba a pasar las nueces y llenar las copas de champán rosado. Angélica entabló conversación con Marge, una mujer gruesa aficionada a la jardinería. Intentaba por todos los medios no mirar a su padre, con el paquete de la entrepierna tan cerca de Jennifer que resultaba indecente.
—Trudy Trowbridge murió la semana pasada. ¿Lo sabíais? —preguntó Tony. Le dio una calada al porro y se lo pasó a Angie.
—Oh, Dios mío —exclamó Angie—. ¿Qué edad tenía?
—Setenta y tres.
—Demasiado joven —dijo Marge—. Yo cumpliré setenta y siete en marzo.
—Eres tan mayor como te sientes —dijo Alan, mirando a Maggie.
—O como la mujer que tienes a tu lado —añadió Denny.
Angélica puso los ojos en blanco, pero dio un brinco cuando notó que Tony le pasaba las manos por los hombros.
—Entonces yo soy jovencísimo —dijo el hombre con una carcajada.
—Yo no he cumplido los setenta —mintió Angie—. Puedes abrazarme siempre que quieras, cariño.
A Daisy la escena le pareció insoportable, y se puso a tocar el piano. Angélica se quedó un momento escuchando en el sofá, pensando que admiraba a su hermana. Ella no había vuelto a tocar la flauta desde el colegio. No tenía ni idea de dónde estaría, o de si sabría tocarla. Intercambió una mirada con Daisy y le sonrió, y su hermana le devolvió una sonrisa cómplice, la misma que compartían cuando eran pequeñas. Tras unas cuantas piezas, Angélica se excusó —innecesariamente—, diciendo que quería ver qué hacían los niños. Olivier la siguió al piso de arriba.
—Dios bendito, no puedo creer que se comporten así todavía. ¡Son setentones! —exclamó Angélica.
—Ellos no se ven como dinosaurios —dijo Olivier sonriente—. Se han hecho mayores juntos y se siguen viendo como siempre. Y aunque ya sé que no estarás de acuerdo, se nota que tu madre fue guapa de joven.
—Cuando Tony me agarró, pensé que me vería arrastrada a una orgía.
—Yo no lo habría permitido.
—El viejo verde.
—Yo soy un joven verde. —Le hizo dar media vuelta sobre sí misma y la besó.
—¿Cómo puedes ponerte cachondo cuando están pasando esas cosas ahí abajo?
—Sólo tengo que mirarte para ponerme cachondo.
—A mí me da asco.
—¡Vaya, gracias!
—No lo digo por ti, bobo.
—Déjales con sus cosas. Tú no eres como ellos. Sólo son los que te trajeron al mundo, y los felicito por ello.
Angélica se rió.
—Es por lo único por lo que puedes felicitarles. A mí me abochornan. Gracias a Dios, nunca tendré que presentárselos a mis amigas. ¿Te imaginas lo que diría Candace?
—Seguro que su comentario sería impagable. Pero es tu amiga y lo comprendería. Nadie que te conozca puede condenarte por tener unos padres estrafalarios.
—Te agradezco que no me lo tengas en cuenta. —Angélica se había puesto seria.
Olivier le dio un beso en la frente.
—¿Estás loca? No veo en ti nada de tus padres.
—¡Espera a que cumpla los setenta!
Tendida en la cama mientras los niños vaciaban sus calcetines de regalos, Angélica disfrutó de estar en familia, lejos de Londres y del estrés que Olivier traía consigo a casa. Pensó un momento en Jack y se preguntó si estaría intentando contactar con ella. En Fenton su móvil no tenía cobertura; había que ir al estuario, y allí, en un rincón solitario de la playa, recibía la señal. Angélica le había avisado de que tal vez no podrían comunicarse, y lo cierto era que no le importaba. Después de la cena, Olivier le había hecho el amor, y ella había disfrutado de sus atenciones. Siempre había sido un amante exquisito. Luego se quedaron abrazados en la cama riéndose de los padres de Angélica y de sus horribles amigos. Se habían imaginado lo que hubiera sucedido de no haber estado ellos presentes. Esta vez Angélica había podido hablar del tema sin sentirse abochornada. Lo cierto era que la escena de intercambio de parejas que ofrecieron Angie y Denny resultaba cómica vista desde fuera; sólo era trágica cuando pensaba que eran sus padres.
A Joe y a Isabel les encantaron sus regalos. El de Joe estaba envuelto en papel rojo, y el de Isabel en papel azul claro. Ninguno de los dos alcanzaba a entender cómo Papá Noel había podido averiguar lo que querían, y aceptaron la explicación de que era por las cartas que le enviaron a través de la chimenea de la casa de Candace en Gloucestershire. A pesar del barullo, Olivier se quedó dormido sobre la cama. De vez en cuando gruñía para demostrar que estaba despierto, ponía la mano sobre la pierna de su mujer y le daba un apretón cariñoso. Angélica no recordaba la última vez que se habían quedado todos juntos en la cama. Los fines de semana Olivier solía irse al cuarto de invitados para dormir un poco más. Sonriendo para sí, recordó el consejo de Candace y se dijo que era muy sabio. Lo que tenía era precioso, y debía cuidarlo, como se cuida de una débil llama para que no se apague.
Cuando los niños fueron a vestirse, Angélica se quedó acurrucada en brazos de su marido, feliz de notar su calor y la familiaridad de su cuerpo. En la cama marital no había lugar para Jack. Consideró la posibilidad de cancelar su viaje a Sudáfrica y de borrar el teléfono de Jack de su agenda. Había sido divertido, pero no lo bastante como para arriesgarse a que su matrimonio quedara destrozado.
Al cabo de un rato se levantó y corrió las cortinas. El campo estaba cubierto de escarcha, y el sol iluminaba tímidamente la tierra desde un cielo azul pálido. Más allá del jardín las gaviotas volaban y daban chillidos sobre el estuario, donde los pajaritos picoteaban los restos dejados por la marea. Era un panorama tan solitario que resultaba bello en su desolación. Se quedó contemplándolo con el deseo de describirlo en sus libros. Le vino la imagen de unas criaturas correteando entre las rocas, cruzando los riachuelos que corrían hacia el mar. Tenían las piernas largas y sucias de limo, una barriga abultada y verde como las algas desperdigadas sobre la arena y ojos saltones con los que vigilaban la aparición de extraños. Trailers, se dijo. Son trailers malos y avariciosos. Y de repente supo que tenía el principio de una historia, la que había estado intentando escribir.
Llena de emoción, metió la mano en su bolso en busca de un bolígrafo. Mientras Olivier se duchaba, se sentó en la cama y se puso a garabatear las ideas que se le ocurrían, una detrás de otra. Era como si se hubiera roto una presa y la inspiración pudiera correr libremente.
A la hora de desayunar, vestida con unos vaqueros J. Brand y una blusa de Phillip Lim, Angélica saboreó su café mientras los niños, demasiado emocionados para probar bocado, jugaban con los nuevos juguetes. Daisy la contemplaba con envidia. Sus ojos parecían más grandes y brillantes, y sus pómulos resaltaban ahora que había perdido peso. Lo que llevaba puesto costaba dinero, en especial la gargantilla con una moneda de Yves Saint Laurent que Olivier le había regalado en su último cumpleaños. Daisy agachó la cabeza y miró ceñuda su tazón de cereales. Denny y Angie seguían en la cama. Habían seguido durmiendo, a pesar de tener a cinco niños abriendo regalos encima de su cama.
—Les tuve que comprar casi todos los regalos en rebajas —dijo Daisy—. A causa de la crisis, había mucho descuento.
—Hiciste bien. A Olivier le gustaría que no gastara tanto dinero —respondió Angélica.
—Antes del divorcio yo solía gastar más, pero ahora que Ted no quiere darme dinero tengo que controlar el gasto.
—Acabará aceptando pagarte la pensión.
—Si le queda dinero.
—No se lo puede quedar todo.
—Cualquiera sabe. Yo siempre pensé que me haría millonada como concertista, y que tú ganarías muy poco como escritora. Imagínate cómo se puede equivocar una.
Aunque era Navidad, Angélica no pudo controlar su impaciencia.
—Mira, Daisy, si dejaras de mirar el vaso medio vacío, te darías cuenta de lo afortunada que eres. Tienes tres preciosos hijos y una casa donde vivir. Si sonrieras más, podrías atraer a un buen hombre, y si eres una buena compañía para él, a lo mejor hasta se casa contigo. —Se puso de pie—. Me voy a dar una vuelta. No voy a disculparme por ser quien soy. Si tienes un problema conmigo, es tu problema, no me lo atribuyas a mí. Me he portado siempre bien contigo. Olivier puede cuidar de los niños hasta que vuelva.
—Ya me ocupo yo —se ofreció Daisy, sin saber cómo reaccionar ante la salida melodramática de su hermana. Isabel y Joe no se dieron cuenta de nada, inmersos en sus juegos con los primos.
Angélica estaba indignada. Se dirigió a la playa, a la pequeña zona donde había cobertura. Pensó en llamar a Candace para desahogarse. Se abrochó la chaqueta marinera, se tapó bien el cuello y la boca con la bufanda y se puso los guantes y un gorro de lana. Soplaba un viento frío que le sentaba bien y hacía ondular su larga melena rizada. Respiró el aire helado y notó cómo entraba el frío hasta el fondo de los pulmones. Ahora el sol estaba más alto, y cuando paraba el viento se notaba su tibieza.
Sus botas crujían a cada paso sobre la capa de escarcha. El paisaje, aparte de unos cuantos pájaros, era de desolación. Parecía imposible que bajo la escarcha durmieran los bulbos, y que las ramas desnudas fueran a cubrirse de brotes. A Angélica le gustaba el invierno, tan melancólico y triste, tan hermoso.
Le ponía furiosa Daisy y sus comentarios mezquinos para quitarle importancia a todo lo que hacía y ponerla a su misma altura. Y sólo veía lo negativo —lo que no podía hacer, lo que no tenía, lo que no podía disfrutar—, en lugar de alegrarse por su suerte.
El rincón de la playa estaba húmedo y frío. Se sentó en una roca y sacó el móvil. Por lo menos allí no soplaba el viento. Una intrépida gaviota se le acercó confiando en conseguir comida, pero Angélica no tenía nada que darle. Mientras contemplaba a la gaviota, con su largo pico amarillo y sus ojos negros, pensó en Jack. Él podría decirle los nombres de todas las aves del estuario. Buscó con la mirada más pájaros en el cielo y sobre la arena. No pudo por más que sonreír al imaginarse a Jack con unos prismáticos y los bolsillos llenos de migas de pan.
Recorrió su agenda en busca del teléfono de Candace cuando oyó que llegaba un mensaje. Vio el vaho de su respiración. Sabía que el mensaje era de Jack. «Feliz Navidad, preciosa. Te echo de menos. Intenta llamarme. Si no contesto, es porque no puedo. Estos días todos mis pensamientos son para ti..., ¿no los sientes? Los envío directamente a tu corazón. Siempre tuyo, PFP.»
Movida tal vez por la belleza de la playa y por la nostalgia que produce la soledad, Angélica se olvidó de Candace y marcó el número de Jack. Aunque sabía que era una tontería, contuvo emocionada la respiración al oír los tonos. Una pequeña parte de su ser sólo pretendía oír su voz y dejar un mensaje, y sabía que era preferible llamar a Candace. Pero una parte más importante deseaba hablar con él, que la animara en ese día gris y aburrido. Sólo quiero desearle feliz Navidad, se prometió.
Jack respondió al fin, y su voz, que ahora le resultaba a Angélica tan familiar como una querida prenda de vestir, estaba llena de sol.
—Estaba deseando que llamaras.
Angélica se sintió confortada.
—Feliz Navidad, Perro Fuera del Porche, —¿Dónde estás? Se oye el viento.
—Estoy en una desolada playa de Norfolk, el único punto donde tengo cobertura.
—Yo estoy en el jardín. Hace mucho calor. Me alegro de que hayas llamado. Te echo de menos.
—Yo también te echo de menos —y así era, ahora que el fuego se había reavivado en su corazón—. Te oigo cerca, como si estuvieras aquí al lado.
—En mi pensamiento lo estoy.
—Si cierro los ojos, puedo sentirte.
—Quisiera que estuvieras aquí. Febrero está muy lejos.
—Llegará enseguida.
—Eso espero, porque no puedo esperar demasiado.
—¿Por qué será que el tiempo pasa tan deprisa cuando lo estás pasando bien y tan despacio cuando te sientes desgraciada?
—Porque el tiempo no existe. Es sólo una forma de medir entre dos momentos. Está todo en nuestra mente.
—Te estás convirtiendo en un filósofo.
—Estos días estoy taciturno, cariño. Necesito que estés aquí para hacerme reír.
Su voz sonaba tan apagada que a Angélica se le encogió el corazón.
—No estés triste. Te encuentras en un lugar precioso con tus guapísimas hijas. Es Navidad.
—Por eso estoy taciturno. A menudo la belleza nos torna melancólicos. Todo es efímero, nada perdura.
—Siempre queda la posibilidad de encontrar algo mejor. —Al no recibir respuesta, siguió hablando, decidida a levantarle el ánimo—. Tus hijas están creciendo, piensa en lo bonito que será verlas florecer.
—Ahora prefiero centrarme en el pasado, no en el futuro. El pasado es sólido, ha ocurrido. Eso nadie me lo puede quitar.
—Céntrate en el presente. Jack. Es lo único real. El ayer se fue y el mañana no existe, salvo en nuestra imaginación. El presente es lo único real.
—No, me centro en febrero y en lo que te haré cuando te vea.
—No digas bobadas.
—Te he hecho sonrojar —dijo, encantado. Angélica sonrió, feliz de haberle levantado el ánimo. —Sí. Cierto.
—Nunca te he ocultado que quiero hacer el amor contigo.
—Tal vez deberías haberlo hecho.
—¿Y perderme tus sonrojos? Me encantaría poder verte ahora. Apuesto a que estás ruborizada.
—No pienso decírtelo.
—Me encanta besarte.
—Gracias.
—Estoy seguro de que me encantará besarte toda.
—¡Jack, por favor, en serio!
—Esto funciona. Me siento mucho mejor.
—De modo que es cierto: el secreto de la felicidad está en el estado de ánimo.
—Supongo que así es. Antes de que llamaras me sentía deprimido, pero ahora, sólo de pensar en desnudarte, la tristeza me ha abandonado, y estoy mucho más alegre que estos últimos días.
—No te emociones demasiado, podrías tener problemas.
—Anna y las niñas han ido a la iglesia.
—Entonces, ¿no están contigo?
—Hoy no me siento preparado para arrimarme a Dios.
—Vale. Es la primera vez que oigo una excusa así.
—Digamos que no goza de mis simpatías ahora mismo.
—¿Y por qué dices eso?
—Por muchas razones, pero no quiero perder mi buen humor hablando de Sus defectos. Volvamos a hablar de hacer el amor. ¿Dónde estaba yo? Ah, sí, te estaba desenvolviendo como un regalo de Navidad.
Angélica colgó y se quedó contemplando el estuario. Su ánimo volaba en lo alto con las gaviotas, y el corazón estaba a punto de estallarle de felicidad. Le gustaba ser así, un poco perversa, una mujer fatal que hacía lo que le venía en gana, como si el mundo girara solamente para ella. Se quitó el gorro de lana y corrió por la playa con los brazos extendidos como si fuera a volar. La sensación de dejarse llevar era deliciosa. Del mar llegaba un viento frío que coloreaba sus mejillas y le alborotaba el pelo. Le brotó la risa desde dentro y la soltó al aire para que se mezclara con los chillidos de las gaviotas, furiosas de que interrumpieran su desayuno. Angélica no se sentía culpable ni veía peligro alguno en lo que hacía. Se limitaba a dejarse llevar por el viento sin pensar en los que se quedaban en tierra.