Epílogo
Me desperté bastante atontada. Era mi último día en Gijón, y un martilleo en las sienes me recordaba que había brindado demasiado la noche anterior.
Tras conocer a Érica me había encaminado directa al festival, justo a tiempo para mi presentación. Allí estaba ya Eva París, que iba a presentar la obra. Se la veía nerviosa. Aposté a que había albergado serias dudas sobre mi asistencia a mi propio acto. No sería la primera vez que una escritora la dejaba plantada, y ello sumado a mis antecedentes con aquel tren, a buen seguro no contribuía a tranquilizarla. Si no fuera tan buena persona, era más que probable que nos hubiera mandado al carajo a las escritoras. Pero llegué y todo salió a pedir de boca. Después quedamos para tomar unas cervezas con las escritoras que nos habían ayudado a desenmascarar a Sonsoles.
Mi tocaya Susana Hernández reía a carcajadas. Había sido la más escéptica:
—¡No puedo creer que esa Beatriz fuera tan femme fatale!
Rosa Ribas, en cambio, había estado convencida desde el principio.
—Un tipo que se llame Félix Mármol y lleve un Fedora… venga, no hay otro guion posible. Tenían que liarse sí o sí.
—¡Y encima volvió a fumar! —soltó Maribel.
—El vapeador estará en algún contenedor de basura a estas alturas.
—Es que no le pegaba nada… ¡a quién se le ocurre!
—Apuesto a que ya se ha hecho con una buena picada. Y a que está celebrando la libertad de su cliente con un bourbon —se burló Antonia y todas nos carcajeamos de nuevo.
Esa noche acabamos recalando en El Globo de la mano de unos amigos asturianos, donde me resistí a cenar chipirones de potera pero sí le di bien al pastel de cabracho y el pulpo braseado, y más aún a la sidra y al orujo, con los que brindé por las historias que acaban bien.
Me di una ducha para diluir los restos del sueño aún prendido a las pestañas y tras un café bien cargado me fui a recorrer la playa de San Lorenzo. Hacía bueno: era el primer día que comprobaba cómo el termómetro pasaba de los veinte grados en la villa de Jovellanos y se notaba. Aquello estaba más concurrido que la Gran Vía, pero no me importó en absoluto. Caminaba entre la gente con las sandalias en la mano izquierda y el A Quemarropa del día anterior bajo el brazo, sintiendo la suave arena hundiéndose bajo mis pies y dejando que el agua del Cantábrico barriera las malas sensaciones y se las llevara con ella al retirarse mar adentro. Ahora me tocaba descansar. Regresar a casa y a la agradable rutina veraniega. Siestas, piscina, terraceo nocturno. Tenía por delante varias semanas antes del siguiente viaje, esta vez a Colombia. Volaría desde Madrid a Bogotá, y de allí a la Feria del Libro de Manizales, recalando en la Universidad de Pereira para acabar en la Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín. Medellín Negro me esperaba, probablemente el evento más noir de todos, donde me reencontraría con amistades y colegas. Un pensamiento disparatado me hizo estremecerme pero lo deseché al instante. No, no iba a ocurrir nada malo en Medellín. Todo se desarrollaría con normalidad y yo disfrutaría de los paneles del congreso y de los paseos por una de las ciudades más fascinantes de Colombia.
Mis pasos me habían llevado hasta el final de la playa. Me calcé de nuevo las sandalias y continué hacia el viejo barrio marinero de Cimadevilla, ascendiendo en mi deambular errático por las empinadas callejuelas de edificios devorados por el salitre hasta llegar al cerro de Santa Catalina, donde el Elogio del Horizonte modelado por Chillida se erigía imponente, casi tanto como el propio paisaje. «Creo que el horizonte visto de la forma que yo lo veo podría ser la patria de todos los hombres», había proclamado el artista. «Y de todas las mujeres», pensé admirando aquel soberbio panorama. Y así, aspirando el aire puro del Cantábrico, me sentí en paz.