VIII

En verdad me sentía más cómodo sin la escritora. Cuando la poli y ella se juntaban, hablaban muchísimo. A uno acababan doliéndole los oídos y hasta el alma si se descuidaba. La poli sola era más llevadera. Bastante reservada, lo cual me parecía una posición inteligente. Economía de palabras, le llaman: para qué hablar si uno no tiene algo interesante que decir. Inmerso en estos pensamientos absurdos que me permitió su silencio, no me di cuenta de que habíamos llegado a nuestro destino.

Nos encontrábamos en una lujosa urbanización de chalés independientes con fachada de ladrillo visto, tejados de pizarra, chimenea y ventanas de estilo inglés, separados del resto del mundo por una verja inexpugnable. Llamamos al timbre y tras presentarnos a la voz cuyos ojos nos observaban a través de la cámara de seguridad, recorrimos un idílico camino rodeado de arboleda que nos condujo hasta la parte frontal de la vivienda. Allí estaba apostada Beatriz, aguardando con una mezcla de aprensión y curiosidad pintadas en el rostro.

—Buenas tardes —la mujer que teníamos ante nosotros era la pura imagen de la elegancia, el ideal de señora que conserva parte del esplendor de los años jóvenes junto a un saber estar y una seguridad conquistada por la experiencia que exhala una irremediable atracción. Al menos para un clásico como yo. Vestía una blusa beige de seda y pantalón sastre y llevaba una manicura perfecta y mechas de antes de ayer en un cabello largo y ondulado, con tirabuzones en las puntas. Nunca he entendido que se peinen, pinten, perfumen y enjoyen para estar en casa. Quizá esperaba la visita. Quizá ese tipo de mujeres siempre espera alguna visita. De todas formas, ni todo el maquillaje del mundo podría disimular las ojeras, las arrugas marcadas alrededor de los ojos y las comisuras de los labios, los párpados hinchados fruto del insomnio y de algún que otro llanto del que ni las mujeres como ella se libran alguna vez. Aun así, valía la pena mirarla. El talle del pantalón se le ceñía a la cintura, cayendo con un aire vaporoso y dejando intuir unas caderas redondeadas y voluptuosas. Iba a seguir esbozando su cuerpo en mi mente cuando la policía interrumpió mis pensamientos con muy poco tacto:

—Estamos investigando el asesinato de Alejandra Bravo —le soltó sin preámbulo alguno.

—No tengo nada que decir sobre eso —la exquisita señora Sierra tenía toda la intención de darnos con la puerta en las narices, de modo que introduje el pie izquierdo justo a tiempo para impedirlo.

—Queremos ayudar a su marido —clavé mis ojos en los suyos a través de la rendija de la puerta. Ella condescendió a devolverme la mirada sorteando sus pestañas infinitas entre los párpados entornados. Primero con recelo, después con un interés que fue acrecentándose y finalmente con un toque de coquetería.

—Ah, ¿sí?

Asentí con firmeza. Miré a la oficial Kaunda y le hice un gesto con la cabeza que pilló de inmediato, asintiendo ella también.

—Necesitamos hablar con usted.

Lentamente, soltó la puerta y se hizo a un lado.

—Sabemos que se han llevado a Rafael esta mañana.

Su seguridad se había desvanecido. Parecía que fuera a desmayarse en cualquier momento.

—Yo… no entiendo nada. No sé cómo Rafa ha podido… —Se le quebró la voz.

—Hasta ahora lo único claro es que esa prójima apareció muerta en su barco —le recordé.

Ella se dio la vuelta como si no hubiera oído mi último comentario y se dirigió hasta un amplio salón, haciendo un ademán indolente para que la siguiéramos. Seguí a sus caderas meciéndose con un ritmo desmadejado pero hipnótico, primero con la mirada y después pie tras pie, izquierdo, derecho, tratando de no olvidarme del orden correcto y caer cuan largo era en su salón. Lo conseguí con gran esfuerzo. Ella se sentó en un amplio sofá y cruzó las piernas con una precisión milimétricamente estudiada y ensayada durante décadas.

Me miró y pegó dos palmadas muy seguidas en el sofá junto a ella. Obediente como un perrito, me senté a su lado. Annika se acomodó en un sillón un poco más allá y volvió a lanzarse. Qué impaciente era esa mujer policía.

—Señora, esto es algo incómodo, pero tengo que preguntarle si usted… si estaba al tanto de que…

Cerré los ojos, temiendo que Beatriz volviera a tratar de echarnos de su casa, pero los abrí perplejo ante su gélida respuesta:

—¿Que se tiraba a la azafata?

Asentimos al unísono.

—Sí. Lo descubrí hace un par de meses. Al principio no podía creerlo, nunca hubiera imaginado algo así. No de él. Tiene muchos defectos, pero no pensé que el adulterio fuera uno de ellos. Ya, sé que es algo muy común, no he nacido ayer. Simplemente, creí que eso no iba con él.

La miré con simpatía, como si la entendiera perfectamente a ella y en absoluto a los hombres infieles del mundo y puse mi mano sobre la suya, que estaba fría y caía lánguida sobre el terciopelo del sofá. Ella se dejó hacer. Miró entonces a Annika:

—Oiga, soy terapeuta familiar. A diario pasan por mi consulta parejas con problemas similares. Mujeres y hombres que se sienten culpables y no saben qué decisión tomar o a quienes los celos los están devorando por dentro pero no son capaces de reunir las agallas para plantear el problema. Conozco todos los indicios de la infidelidad y la mentira. Los detecto en mis pacientes nada más mirarles a la cara. Y, sin embargo, no fui capaz de descubrirlos en mi marido. No vi la viga incrustada en mi propio ojo: el típico hombre maduro en crisis amorosa. De manual.

Se quedó callada durante un momento, tratando de recomponerse. Después miró a Annika a los ojos.

—¿Sabe? Creía que conocía a la persona con quien compartía mi vida, pero no tenía la menor idea de cómo era.

Ahora fue la oficial quien cabeceó con empatía. Lo hacía bastante bien.

—¿Qué hizo al respecto? —dijo con suavidad.

—Eso es lo peor de todo, que no hice nada. Todos los consejos que doy a los demás se me antojaron huecos. Aun con la sensación de tiempo perdido que me inundaba, no había sido capaz de decidir qué camino tomar, así que seguía callada, reconcomiéndome. Se me partía el corazón al pensar en separar a Sara y Álvaro de su padre, y en que no van a vivir en una familia como Dios manda. Así que no hacía nada, salvo mirarle con cara de asco y dejar que siguiera llevándose a una fulana a ese barquito suyo.

—La entiendo. Una piensa que la familia es lo más importante, pero cuando la confianza se rompe ya nada es posible —siguió muy en su papel la oficial. Condenada. Lo estaba bordando.

—Justo. Y ya no hay vuelta atrás —un destello de odio se escapó del azul glacial de sus ojos. Después se rehízo con bastante celeridad—. Disculpen, no les he ofrecido nada de beber. Qué desconsiderada.

Se levantó y fue ella misma a por tres vasos. Sin preguntar, vertió generosamente un buen tanto de aguardiente de orujo en cada uno. Vació el suyo de un trago. Yo, para no ser menos, la imité: con un gesto de muñeca liquidé también su contenido. Annika no hizo ni el intento.

—Oh, claro, el embarazo. No se preocupe, yo me tomaré el suyo.

Y eso hizo, sin pestañear.

—Bien, y ahora váyanse. Mi marido se acostaba con otra. Esa otra ha aparecido muerta y él va a pasarse una buena temporada en la cárcel. Estoy realmente ocupada, la autocompasión me llevará el resto de la tarde.

Me puse en pie, pero Annika se resistía. Vi que iba a soltar otra de las suyas. La dejé hacer:

—¿Usted cree que fue él?

La observó desafiante.

—Puede que sí, y puede que no. Yo ya no confío en los hombres. ¿Lo hace usted?

—No, creo que no.

Y sin más, salimos de allí.


—¿Y ahora qué? —La oficial Kaunda me miró.

—Tú eres la poli —saqué mi cigarrillo electrónico y le di una chupada como si me fuera la vida en ello. Lo había rellenado aquella mañana con el e-líquido con mayor concentración de nicotina del mercado. Vapeé lentamente hacia el cielo disimulando mi frustración. «Sabor a hoja de tabaco americano natural con buen golpe de garganta, no notará la diferencia» rezaba la publicidad. Y un cuerno.

—Aquí soy una simple ayudante. Tú estás al mando —me devolvió la pelota. Se la veía cansada. Supuse que llevar todo ese equipaje en la delantera no ayudaba demasiado—. ¿Qué piensas?

—¿Sobre la señora Sierra?

Ladeó la cabeza mirándome con profundo interés. Pensé un poco antes de emitir mi veredicto:

—Una nariz algo afilada y una boca demasiado grande. La frente estrecha, el cuello espigado. Cintura de avispa y caderas algo más anchas de lo normal, pero el conjunto es agradable. También el tamaño de sus piernas. En resumen, no es el tipo de muñeca por el que uno tenga que prepararse para la batalla cada vez que la acompaña al cine, pero está de buen ver.

—Por favor.

Me divertía ver cómo se exasperaba. Era una feminista irredenta. Mis favoritas.

—Tú también lo estás, a pesar de la panza. Aunque no eres mi tipo.

—Te aseguro que tú tampoco eres mi tipo —replicó muy digna.

—¿Y cuál es? ¿Un malote con una cicatriz en la ceja izquierda y barba de varios días? ¿O quizá te van más los de uniforme?

—No me va ninguno —dijo con fingida indiferencia, aunque sus ojos reflejaron un dolor inabarcable.

—Malas experiencias. Lo siento. Pero ¿quién no las tiene?

Me observó con sus impenetrables ojos negros.

—Tú eres un galán, se te ve a la legua. Hasta Beatriz ha tonteado contigo. No entiendo por qué, pero parece que todas quieren arrimársete. Y eso que dijiste que se te daban mal las mujeres.

—Y se me dan mal. Rematadamente mal. Pero eso no significa que no lo siga intentando.

—¿Por qué?

Un encogimiento me recorrió los hombros a modo de disculpa.

—Me confieso reincidente. A veces creo que he aprendido, pero entonces aparece ella, la nueva ella, y cometo los mismos errores de siempre. Como enamorarme. El corazón se me voltea, me da brincos de esos que duelen como pequeños infartos.

Me miró con simpatía, creo que por primera vez. En verdad no tenía ni idea de por qué me estaba ayudando. Principios, quizá. Deseo de justicia. Vaya usted a saber.

—Pues no te enamores de Beatriz. Podría ser la asesina y eso sí que sería un mal negocio —zanjó pegándome un codazo en las costillas que me hizo daño. No soy tan hard como me pintan.